Jardines de Milderhurst Castle, 14 de septiembre de 1939
El país estaba en guerra y él tenía un trabajo por delante. Pero el sol brillante y redondo, el destello plateado del agua, el caluroso sendero arbolado que se extendía frente a él hicieron que, por algún motivo difícil de describir, decidiera detenerse un momento y zambullirse en el agua. La piscina era circular y agradable, los azulejos rodeaban el perímetro y de una enorme rama colgaba un columpio de madera. Al dejar su cartera en el suelo no pudo contener la risa. ¡Vaya hallazgo! Se quitó el reloj de pulsera y lo puso cuidadosamente sobre la bolsa de piel que con gran satisfacción había comprado el año anterior. Se descalzó y comenzó a desabrocharse la camisa.
No había nadado en todo el verano. En agosto, el más caluroso de los que recordaba, un grupo de amigos había conseguido un coche con el que habían ido a la playa. Tenía previsto pasar una semana en Devon con ellos, pero Joey empeoró, comenzaron las pesadillas y, para que durmiera, Tom se sentaba junto a su cama e inventaba para él historias sobre el mundo subterráneo. Luego se tendía en su propia cama, el calor acechaba desde todos los rincones y soñaba con el mar, pero aquello no tenía importancia. No era mucho lo que podía hacer por el pobre Joey. Su cuerpo robusto se tornaba flácido y reía como un niño. Al oír el sonido cruel de aquella risa, Tom se estremecía de dolor por el niño que su hermano había sido y por el hombre que habría debido ser.
Se quitó la camisa y se desabrochó el cinturón. Dejó de lado los recuerdos tristes y luego se despojó del pantalón. Un gran pájaro negro graznó sobre su cabeza. Se detuvo un instante para contemplar el claro cielo azul. El sol brillaba. Entrecerró los ojos para seguir su armoniosa trayectoria rumbo al bosque lejano. En el aire flotaba un agradable perfume que no lograba reconocer. Las flores, las aves, el rumor del agua que chocaba contra los azulejos, sonidos y aromas bucólicos, como tomados de las páginas de Hardy. Tom sabía que eran reales y que esa realidad lo rodeaba. Allí estaba la vida y él formaba parte de ella. Separando los dedos, apoyó una mano en su pecho. El sol calentaba su piel desnuda. Todo estaba por suceder, se sentía feliz de ser joven, fuerte, de estar allí. Aunque no era religioso, aquel momento era sagrado.
Miró hacia atrás, con pereza, sin inquietud. No era un transgresor por naturaleza, era maestro, debía ser un ejemplo para sus alumnos y se tomaba en serio su deber. Pero el día, el tiempo, la guerra recién comenzada, el aroma que no lograba denominar y que flotaba en el aire lo llenaban de osadía. Era joven, y no necesitaba más para experimentar la agradable, libre sensación de que el mundo y sus placeres le pertenecían; que debía cogerlos donde los encontrara; que las normas sobre la propiedad y su defensa, aunque bienintencionadas, eran conceptos teóricos, pertenecían solo a la esfera de los libros y la contabilidad, a las conversaciones de balbuceantes abogados de barba blanca en sus bufetes de Lincoln’s Inn Fields.
Los árboles rodeaban el claro, desde allí se veía el silencioso vestuario, y el inicio de una escalera de piedra que llevaba a algún lugar desconocido. El sol y el canto de los pájaros se extendían a su alrededor. Inspirando profundamente, Tom decidió que el momento había llegado. Los rayos del sol caían sobre el trampolín. Al pisarlo sintió que quemaba sus pies. Se detuvo un instante, disfrutando de la sensación. Sus hombros recibieron el calor, su piel se puso tensa. Finalmente no pudo resistirse y sonriendo se dirigió al borde del trampolín, levantó los brazos y cortando el aire como una flecha se lanzó hacia el agua. Sintió el frío en el pecho. Jadeando, salió a la superficie. Sus pulmones agradecieron el aire como los de un bebé que respira por primera vez.
Nadó unos minutos, buceó en las profundidades, emergió una y otra vez. Luego se tendió de espaldas y separó las extremidades. Su cuerpo formó una estrella. Pensó que aquello era la perfección. Un momento que Wordsworth, Coleridge y Shelley habrían calificado de sublime. Si la muerte lo sorprendiera en ese instante, moriría contento. Por supuesto, no deseaba morir, al menos no antes de que transcurrieran setenta años. Calculó mentalmente: ¿qué podría estar haciendo en el año 2009? Ya está, sería un anciano viviendo en la luna. Rio, dio perezosamente unas brazadas y luego siguió flotando, con los ojos cerrados para que sus párpados sintieran el calor del sol. El mundo era anaranjado y resplandeciente y en ese mundo vislumbró su futuro.
Pronto vestiría su uniforme. La guerra esperaba y Thomas Cavill iría a su encuentro. No era un ingenuo, su padre había perdido una pierna y parte de su cerebro en Francia y no albergaba la ilusión de convertirse en héroe o regresar con gloria. Sabía que la guerra era un asunto serio, peligroso. Tampoco era uno de aquellos que deseaban huir de su realidad. Por el contrario, en su opinión, la guerra ofrecía una excelente oportunidad para ser un hombre mejor, un mejor maestro.
Quiso ser maestro desde que comprendió que se había transformado en un adulto. Soñaba con trabajar en su antiguo barrio de Londres. Creía que podía abrir los ojos y las mentes de aquellos niños —él había sido uno de ellos— al mundo que existía más allá de los ladrillos cubiertos de hollín y las cuerdas con ropa tendida que veían a diario. Ese objetivo lo había alentado durante sus años de universidad y de prácticas hasta que, gracias a su elocuencia y la consabida buena fortuna, llegó exactamente a donde deseaba.
Tan pronto como quedó claro que la guerra era inminente, Tom supo que se alistaría. El país necesitaba que los maestros permanecieran en las aulas, pero ¿qué ejemplo daría si lo hiciera? Aunque su razonamiento no estaba libre de egoísmo. John Keats decía que nada es real hasta que se transforma en experiencia y Tom sabía que era verdad. Más aún, sabía que era precisamente aquello que le faltaba. La solidaridad era algo positivo, pero cuando él hablaba de historia, sacrificio y ciudadanía, cuando leía para sus alumnos la arenga de Enrique V, se enfrentaba a su escasa experiencia. La guerra le daría la profundidad que anhelaba. Por ese motivo, después de asegurarse de que sus evacuados se encontraran a salvo, regresaría a Londres, se alistaría en el primer batallón del regimiento de East Surrey y con un poco de suerte en octubre estaría en Francia.
Tom dejó que sus dedos juguetearan en la superficie del agua. Suspiró profundamente, tanto que se hundió un poco. Tal vez el hecho de saber que en una semana ya sería un soldado hacía que ese día fuera más intenso, más real que cualquier otro. Pese a que indudablemente había algo irreal en todo aquello. No se trataba solo del calor, de la brisa, del perfume que no lograba calificar, sino de la extraña combinación de esos factores y la circunstancia. Estaba dispuesto a alistarse y asumir su responsabilidad; algunas noches lo desvelaba la impaciencia y sin embargo en ese instante solo deseaba que el tiempo se detuviera, anhelaba seguir allí flotando para siempre…
—¿Qué tal está el agua?
La voz lo sobresaltó. El momento perfecto se rompió como un huevo de oro.
Después, cada vez que recordaba el primer encuentro, eran sus ojos los que surgían con más claridad. Y, para ser sincero, la manera en que se movía. El modo en que su cabello, largo y despeinado, caía sobre los hombros; la curva de sus pequeños pechos; el contorno de sus piernas, ¡oh, Dios!, esas piernas. Pero aún antes, por encima de todo, la luz de sus ojos gatunos. Ojos que sabían y pensaban cosas indebidas. En los largos días y noches futuros serían esos ojos los que vería al cerrar los suyos.
Ella se sentó en el columpio, con los pies desnudos en el suelo. Lo observó. ¿Era una niña o una mujer? Al principio no pudo precisarlo. Llevaba un sencillo vestido blanco, lo miraba mientras flotaba en la piscina. Se le ocurrieron distintas respuestas, pero algo en la expresión de aquella joven le impedía pronunciarlas. Solo consiguió decir:
—Cálida. Perfecta. Azul.
Aquellos ojos almendrados, azules, demasiado separados, se abrieron un poco más al oír esas tres palabras. Sin duda, se preguntaba qué clase de simplón había invadido su piscina.
Tom dio unas brazadas, incómodo, esperando que ella le preguntara quién era, qué hacía, por qué había decidido zambullirse, pero no lo hizo. Simplemente impulsó el columpio, que comenzó a balancearse, dibujando un arco en su trayectoria desde y hacia el borde de la piscina. Deseoso de presentarse como un hombre más despierto, prosiguió:
—Soy Thomas Cavill. Le pido disculpas por utilizar su piscina, pero hacía mucho calor, no pude evitarlo —dijo, dedicándole una sonrisa.
Ella apoyó la cabeza en la cuerda del columpio. Tom se preguntó si también era una intrusa. Algo en su aspecto la hacía parecer una figura animada sobre un paisaje artificial. En vano trató de imaginar un ambiente apropiado para una chica como aquella.
Sin decir una palabra, la chica dejó de columpiarse. Al ponerse de pie, el movimiento de las cuerdas se volvió más lento. Era bastante alta, como Tom pudo apreciar. Entonces se sentó en el borde de piedra. Flexionó las rodillas para recoger su vestido, hundió los pies en el agua y contempló las ondas que se formaban.
Tom se indignó. Aunque era un intruso, no había causado ningún daño, nada que mereciera ese silencio. Sentada ante él, la muchacha se comportaba simplemente como si no existiera, absorta en sus pensamientos, ajena a su presencia. Supuso que se trataba de un juego, del tipo que prefieren las mujeres, confunde a los hombres y les permite controlarlos. ¿Tenía acaso algún motivo para ignorarlo? Tal vez fuera tímida, solo eso. Era joven, posiblemente su osadía, su virilidad, su —debía reconocerlo— casi completa desnudez le resultaran desafiantes. No era su intención e intentó disculparse.
—Lamento haberla sorprendido. No quería molestarla. Me llamo Thomas Cavill. He venido…
—Sí, lo he oído —dijo ella. Y lo miró como si fuera un mosquito. Aburrida, ligeramente molesta, pero en general indiferente—. No es necesario que lo repita.
—Le pido disculpas, solo trataba de…
Tom dejó que sus frases tranquilizadoras se desvanecieran. Era evidente que aquel extraño personaje ya no lo escuchaba, y además, se distrajo. Mientras hablaba, ella se había puesto de pie y en ese instante levantaba su vestido dejando a la vista un traje de baño. No lo miró, ni siquiera de soslayo, ni lanzó una risita ante su propia falta de pudor. Arrojó indolente el vestido, se estiró como un gato al sol, bostezó sin adoptar triviales actitudes femeninas como taparse la boca, disculparse o sonrojarse.
Sin la menor ceremonia se zambulló desde el borde de la piscina. Cuando su cuerpo chocó con el agua, Tom se apresuró a salir. Su desparpajo, si así podía denominarlo, lo alarmó. La alarma lo atemorizó y el temor fue irresistible. Ella era irresistible.
Por supuesto, Tom no tenía toalla ni otra manera de secarse rápidamente para poder vestirse, de modo que se quedó de pie bajo el sol y trató de adoptar un aire relajado. No fue fácil. La espontaneidad lo había abandonado. De pronto sabía cómo se sentían sus amigos cuando delante de una hermosa mujer empezaban a trastabillar y tartamudear. Una hermosa mujer había salido a la superficie y flotaba de espaldas; su larga cabellera ondulaba como las algas; despreocupada, serena, aparentemente indiferente a su intrusión.
Tom trató de recuperar la dignidad. Decidió que el pantalón lo ayudaría y se lo puso encima de los calzoncillos húmedos. Se esforzó por mantener el equilibrio a pesar del nerviosismo. Al fin y al cabo, era maestro, un hombre que pronto se convertiría en soldado. No podía ser tan difícil. Sin embargo, no era sencillo dar muestras de profesionalidad para un hombre que se encontraba descalzo y semidesnudo en un jardín ajeno. Las teorías con respecto a las leyes de propiedad resultaron ser pura tontería, e incluso burdas o delirantes. Trató de conservar la calma y tragó saliva antes de decir:
—Me llamo Thomas Cavill. Soy maestro. He venido para ver a una alumna que ha sido evacuada. —El agua chorreaba por su cuerpo, un arroyuelo corría por el medio de su vientre, y encogiéndose de hombros, añadió—: Soy su maestro. —Por supuesto, ya lo había dicho.
Ella giró y lo observó desde el centro de la piscina. Parecía estar formándose una opinión sobre él. Nadó por debajo del agua y emergió junto al borde. Apoyó las manos sobre los azulejos, una sobre la otra y dejó que su barbilla descansara sobre ellas.
—Meredith.
—Sí —dijo Tom, aliviado. Por fin—. Sí, Meredith Baker. Estoy aquí para ver cómo se siente. Para confirmar que todo está en orden.
Aquellos ojos separados se habían posado en él. Era imposible descifrar qué sentía su dueña. Entonces ella sonrió y en su rostro se produjo un cambio trascendental. Él contuvo el aliento.
—Supongo que podrá preguntárselo pronto. Vendrá enseguida, mi hermana le está tomando las medidas para hacerle un vestido.
—De acuerdo, muy bien. —Ese objetivo era su tabla de salvación y se aferró a ella con gratitud, sin reparos. Se puso la camisa y se sentó en el extremo del solárium. Sacó de la cartera la carpeta con los formularios y, adoptando una actitud formal, simuló tener gran interés en conocer la información que contenían, aun cuando era capaz de recitarla de memoria. De todos modos, le complacía leerlos otra vez. Al llegar a Londres debía estar en condiciones de responder con honestidad y seguridad a las preguntas de los padres de sus alumnos. La mayoría había encontrado alojamiento en el pueblo, dos con el párroco, otro en una granja. Echó un vistazo al batallón de chimeneas que se distinguía por encima del bosque lejano y pensó que Meredith vivía ahora muy lejos de los demás. Un castillo, según los datos de su lista. Deseaba verlo por dentro, explorarlo. Hasta entonces las mujeres de la zona habían sido muy hospitalarias, lo habían invitado a té y pastas y lo habían colmado de atenciones.
Miró de nuevo a la criatura de la piscina y supuso que en aquel lugar una invitación similar era altamente improbable. Aprovechó que ella no le prestaba atención para seguir observándola. Aquella chica era desconcertante, parecía ser ciega, indiferente a sus encantos. Se sentía poca cosa cerca de ella, y eso era algo a lo que no estaba acostumbrado. En la distancia, pudo dejar de lado su orgullo herido para preguntarse quién era. La atenta integrante del Servicio de Mujeres Voluntarias le había dicho que el propietario del castillo era un tal Raymond Blythe, un escritor —«Seguramente ha leído La verdadera historia del Hombre de Barro», había comentado— ahora anciano y enfermo, pero aun así Meredith estaría en buenas manos. Sus dos hijas gemelas, un par de solteronas, eran las personas adecuadas para ocuparse de una niña lejos de su hogar. No había mencionado a otros habitantes del castillo, o al menos no lo recordaba, porque había imaginado que el señor Blythe y las dos solteronas eran el complemento perfecto para Milderhurst Castle. No había imaginado que los acompañaba esa joven, esa mujer inalcanzable que, por cierto, no era una solterona. Sin saber por qué, de pronto sintió la incontenible urgencia de saber más sobre ella.
La chica se zambulló y él desvió la mirada. Sacudió la cabeza y sonrió ante su propia vanidad. Se conocía lo suficiente para comprender que su interés era directamente proporcional a la falta de interés que ella le mostraba. Desde niño se había dejado llevar por la más tonta de las motivaciones: el deseo de poseer precisamente aquello que le estaba vedado. Debía olvidarlo. Era solo una chica, una excéntrica.
Oyó un crujido. Con la lengua fuera, un bonito labrador de color miel se abría paso entre el follaje. Detrás de él apareció Meredith. Su sonrisa le dijo todo lo que necesitaba saber. Se alegró al ver una niña normal, con gafas. Sonrió también y se puso de pie, con tal prisa que estuvo a punto de tropezar.
—¡Hola! ¿Cómo va todo?
Meredith pareció quedarse petrificada, luego parpadeó. Tom comprendió que se debía a la sorpresa de encontrarlo en un lugar inusual. Mientras el perro giraba en torno a ella, el rubor cubría su rostro. Se quitó las zapatillas y dijo:
—Hola, señor Cavill.
—He venido a ver cómo va todo.
—Muy bien, vivo en un castillo.
El maestro sonrió. Era una niña encantadora, tímida e inteligente. Una mente despierta, observadora, que descubría detalles ocultos y con ellos hacía descripciones sorprendentes, originales. Desgraciadamente, no confiaba en sí misma y el motivo estaba a la vista: sus padres creyeron que Tom había perdido la cordura cuando sugirió que Merry ingresara en una escuela secundaria. No obstante, siguió insistiendo.
—¡Un castillo! Eres afortunada. Yo nunca he visitado un castillo.
—Es muy grande y oscuro, tiene un extraño olor a barro y muchas escaleras.
—¿Has subido esas escaleras?
—Algunas, pero no las que llevan a la torre.
—¿Por qué?
—No estoy autorizada a hacerlo. Allí trabaja el señor Blythe. Es escritor, un verdadero escritor.
—Un verdadero escritor, vaya, entonces podrá darte algunos consejos —dijo Tom, dándole una cariñosa palmada en el hombro.
Ella sonrió, con timidez, pero complacida.
—Tal vez.
—¿Sigues escribiendo tu diario?
—Todos los días. Hay mucho que contar —respondió Meredith, echando una mirada furtiva a la piscina. Tom hizo otro tanto. La joven aferrada al borde extendía sus largas piernas. De pronto, sin proponérselo, recordó una frase de Dostoievski: «La belleza es tan misteriosa como aterradora».
Tom se aclaró la garganta.
—Muy bien. Cuanto más practicas, mejor escribes. No te conformes, esfuérzate por conseguir el mejor resultado.
—Lo haré.
El maestro sonrió y miró su formulario.
—¿Puedo decir que estás contenta, que todo está en orden?
—Sí, claro.
—¿Echas de menos a tus padres?
—Les escribo cartas. Sé dónde está la oficina de correos y ya les envié una postal con mi nuevo domicilio. La escuela más cercana está en Tenterden, un autobús llega hasta allí.
—Tus hermanos viven cerca del pueblo, ¿verdad?
Meredith asintió.
Tom acarició su cabello caliente por el sol.
—Señor Cavill…
—Dime.
—Debería ver los libros. En el castillo hay una sala repleta de ellos, los estantes llegan hasta el techo.
Él le dedicó una amplia sonrisa.
—Me alegra saberlo.
—También a mí —dijo la niña, señalando con la cabeza a la chica de la piscina—. Juniper dijo que podía leer los que quisiera.
Juniper. Así se llamaba.
—Ya he leído la mayor parte de La dama de blanco y cuando lo termine seguiré con Cumbres borrascosas.
—Ven, Merry —llamó Juniper, que había regresado al borde de la piscina—. El agua está deliciosa. Cálida. Perfecta. Azul.
Tom se estremeció al oír sus propias palabras en la boca de Juniper. A su lado, Meredith sacudió la cabeza, la invitación la había pillado desprevenida.
—No sé nadar.
Juniper salió de la piscina y se echó encima el vestido blanco, que se pegó a sus piernas mojadas.
—Tendremos que hacer algo al respecto mientras estés aquí —dijo, y recogió su cabello en una improvisada cola de caballo que acomodó sobre el hombro—. ¿Alguna otra cosa? —preguntó, dirigiéndose a Tom.
—Oh, tal vez… —comenzó a decir. Entonces suspiró, se recompuso y empezó de nuevo—: Podría acompañarlas y conocer a los demás miembros de la familia.
—No —respondió Juniper sin inmutarse—. No es una buena idea.
Tom se sintió agraviado.
—A mi hermana no le agradan los extraños, en particular si son hombres.
—No soy un extraño, ¿verdad, Merry?
Meredith sonrió. Juniper no lo hizo.
—No se lo tome como algo personal, ella tiene esa peculiaridad.
—Entiendo.
Unas gotas cayeron de las pestañas de Juniper cuando sus ojos se encontraron con los de Tom. Él no descubrió interés en su mirada y, aun así, sintió palpitar el corazón.
—¿Es todo? —preguntó ella.
—Es todo.
Juniper levantó la barbilla y lo miró un momento antes de asentir. Con ese gesto dio por terminada la conversación.
—Adiós, señor Cavill —se despidió Meredith.
El maestro sonrió y agitó la mano en señal de despedida.
—Adiós, cuídate y sigue escribiendo.
Luego las vio alejarse, desaparecer entre el verdor rumbo al castillo. Los omóplatos eran alas vacilantes a los lados del largo cabello rubio que chorreaba por la espalda de Juniper. Ella rodeó los hombros de Meredith en un abrazo que las acercó aún más. Tom las perdió de vista, pero creyó oír sus risas mientras subían la colina.
Pasaría casi un año antes de que se encontraran otra vez, por casualidad, en una calle de Londres. Para entonces él sería un hombre diferente, inexorablemente cambiado, más callado, menos presumido, tan destruido como la ciudad que lo rodeaba. Habría sobrevivido en Francia, habría arrastrado su pierna herida hasta Bray Dune, habría sido evacuado en Dunkerque. Habría visto morir en sus brazos a sus amigos, habría sobrevivido a la disentería, y sabría ya que, a pesar de que John Keats estaba en lo cierto y la experiencia era sin duda la verdad, era preferible no experimentar ciertas cosas.
El nuevo Thomas Cavill se enamoraría de Juniper Blythe precisamente por los mismos motivos que le habían parecido tan extraños en aquel claro, en aquella piscina. En un mundo que las cenizas y la tristeza habían teñido de gris, ella le parecería una maravilla. Esos mágicos rasgos que permanecían ausentes de la realidad lo hechizarían e instantáneamente ella lo salvaría. Él la amaría con una pasión que le causaría miedo y a la vez lo devolvería a la vida, con una desesperación que pondría en ridículo sus ingenuos sueños sobre el futuro.
Pero entonces no lo sabía. Solo sabía que podía tachar a la última alumna de la lista, que Meredith Baker estaba en buenas manos, que se sentía feliz y cuidada, que él podía hacer autoestop, regresar a Londres y seguir adelante con su aprendizaje, con la vida que había planificado. Y aunque no se había secado por completo, se abrochó la camisa, se sentó para atar los cordones de los zapatos y, silbando, dejó atrás la piscina, donde las hojas de los nenúfares balanceaban las olas que había dejado en la superficie la extraña joven de ojos sobrenaturales. Se volvió para mirar otra vez la colina y bordeó el arroyo que lo llevaría al camino, lejos de Juniper Blythe y aquel castillo que, según creía, no volvería a ver.