Londres, 4 de septiembre de 1939
Meredith nunca había visto llorar a su padre. Los padres no lloraban, o el suyo por lo menos no lo hacía (en realidad, no lloraba, todavía no, pero estaba a punto de hacerlo). Supo que no era cierto lo que se decía: no emprenderían una aventura y no sería breve. El tren esperaba para llevarlos lejos de Londres y todo cambiaría. Los hombros anchos y fuertes de su padre temblaban; su rostro decidido se contraía de una manera extraña; sus labios, de tan apretados, eran casi invisibles. Al verlo quiso gritar, como el bebé de la señora Paul cuando pedía que le dieran de comer. Pero no lo hizo, no podía. Rita estaba a su lado, esperando un motivo para pellizcarla. Levantó una mano y su padre hizo otro tanto. Después simuló que alguien la llamaba y volvió la cabeza, de ese modo no tendría que mirarlo, ambos podrían dejar de ser tan espantosamente valientes.
Durante el verano, en la escuela, se habían realizado simulacros y por las noches su padre repetía una y otra vez historias de la época en que él y su familia habían ido a cosechar lúpulo en Kent. Días soleados, canciones junto al fuego por las noches, hermosos paisajes, verdes e interminables. Meredith disfrutaba de esos relatos, pero entretanto echaba un vistazo a su madre, y algo siniestro se agitaba en su estómago. La veía inclinada sobre el fregadero, sacando brillo a las sartenes con aquella vehemencia que invariablemente auguraba un futuro sombrío.
Sin duda poco después de que empezaran los relatos nocturnos, Meredith oyó la primera discusión. Su madre dijo que debían permanecer juntos para afrontar el peligro, que una familia dividida nunca volvería a ser la misma. Su padre, más sereno, sostuvo que, tal como indicaban los carteles, lejos de la ciudad los niños tendrían más oportunidades de sobrevivir, que aquella situación se resolvería pronto y la familia se reuniría otra vez.
A esa explicación le siguió un silencio; Meredith aguzó el oído. Su madre soltó una carcajada, aunque no de alegría. Dijo que no era estúpida, sabía que no era posible confiar en los gobernantes y en los hombres que llevaban trajes elegantes, y que si los niños se separaban de ellos, solo Dios sabía cuándo regresarían y en qué condiciones. Y después soltó algunas de aquellas expresiones por las que Rita recibía sermones. Si él la amaba, no enviaría a sus hijos lejos de casa. Su padre la tranquilizó, se oyeron sollozos y nada más. Meredith se cubrió la cabeza con la almohada, sobre todo para no oír los ronquidos de Rita.
Desde entonces, durante varios días no se habló sobre la evacuación, hasta que una tarde Rita regresó apresuradamente a casa para contar que habían clausurado las piscinas públicas y en la entrada se veían dos grandes carteles.
—Uno dice «Mujeres contaminadas» y el otro, «Hombres contaminados» —relató, impresionada por la tremenda noticia. Entonces su madre entrelazó los dedos y su padre solo dijo: «Gas». Eso fue todo.
Al día siguiente, su madre cogió la única maleta que poseían y algunas fundas de almohada y, previendo la eventualidad, comenzó a llenarlas con la lista recomendada por la escuela: una muda de ropa interior, un peine, pañuelos y sendos vestidos nuevos para Rita y Meredith. Su padre preguntó si eran necesarios y su madre se justificó con un argumento feroz:
—No permitiré que mis hijos lleguen con harapos a casa de extraños.
Su padre no respondió, y aunque Meredith sabía que sus padres seguirían pagando por esas prendas hasta Navidad, no pudo evitar el culpable deleite que le provocaba el blanco y susurrante vestido de fiesta, el primero que no heredaba de Rita.
Ahora, en efecto, los enviaban lejos y Meredith habría hecho cualquier cosa por borrar esa sensación. No era valiente como Ed, ni segura y descarada como Rita. Era tímida y torpe y absolutamente distinta a los demás miembros de la familia. Se enderezó en el asiento, apoyó los pies en la maleta y observó el brillo de sus zapatos. Trató de ignorar la imagen de su padre mientras los lustraba la noche anterior. Después de terminar su tarea, había recorrido la habitación unos minutos, con las manos en los bolsillos, y había empezado a lustrarlos otra vez, como si el hecho de embetunar y echar el aliento hasta que brillaran pudiera proteger a sus hijos de los peligros que acechaban.
—¡Mamá, mamá!
El grito llegó desde el otro extremo del vagón. Meredith miró hacia allí. Un niño muy pequeño se aferraba a su hermana y golpeaba el cristal. Las lágrimas caían por sus mejillas sucias y los mocos colgaban de su nariz.
—¡Mamá, quiero quedarme contigo! —chilló—. ¡Quiero morir contigo!
Meredith se concentró en sus rodillas, frotó las marcas rojas que había dejado la caja de la máscara antigás durante la caminata desde la escuela. Entonces, no pudo evitarlo, miró otra vez por la ventanilla. Vio a los adultos que se agolpaban junto a las rejas de la estación. Él seguía allí, la observaba, aquella sonrisa seguía haciendo extraño el rostro de su padre. De pronto Meredith tuvo dificultad para respirar, sus gafas comenzaron a empañarse y aunque deseaba que la tierra se abriera y la tragara para que todo aquello terminara, una parte de su persona permanecía ausente a lo que sucedía, se preguntaba qué palabras podía utilizar para describir la manera en que el miedo cerraba sus pulmones. Carol susurró algo al oído de Rita, que lanzó una carcajada. Meredith cerró los ojos.
* * *
Todo había empezado exactamente quince minutos después de las once, la mañana anterior. Ella estaba sentada en la entrada de la casa, con las piernas extendidas sobre el peldaño superior. Escribía y observaba a Rita, que al otro lado de la calle coqueteaba con el asqueroso de Luke Watson, un chico de grandes dientes amarillos. El aviso llegó a través de la radio del vecino. Neville Chamberlain, con su voz pausada y solemne, dijo que el ultimátum no había sido respondido y que el país estaba en guerra con Alemania. Después se oyó el himno nacional y entonces la señora Paul apareció en la escalinata de su casa con una cuchara de la que aún chorreaba la pasta del pudin. Su madre salió detrás de ella y todos los vecinos de la manzana hicieron lo mismo. Se miraban inmóviles, el desconcierto, el miedo y la incertidumbre se dibujaban en sus rostros mientras por la calle circulaba la frase dicha a media voz: «Ha sucedido».
Ocho minutos después se oyó la sirena que anunciaba el ataque aéreo y se desató el caos. El anciano señor Nicholson corría irracionalmente por la calle alternando plegarias al Altísimo con aterrorizadas declaraciones sobre la inminencia del Juicio Final. Moira Seymour, del Servicio de Prevención de Ataques Aéreos, se entusiasmó y comenzó a enviar señales de ataque con gas: todos se dispersaron en busca de sus máscaras. Entretanto, el inspector Whitely se abría paso entre la multitud montado en su bicicleta con un cartel que anunciaba: «Busquen refugio».
Meredith observó atónita el caos, luego miró el cielo en busca de aviones enemigos. Se preguntó cómo serían, qué sentiría al verlos, si era capaz de escribir lo suficientemente rápido para contar lo que sucedía, cuando de pronto su madre la agarró del brazo y la arrastró por la calle junto a Rita, rumbo al refugio del parque. En el tumulto el cuaderno de Meredith cayó al suelo, la muchedumbre lo pisoteó y ella se libró del brazo de su madre y fue a recogerlo. Su madre gritaba que no había tiempo, su rostro estaba pálido y enfadado. Meredith sabía que más tarde recibiría una reprimenda o algo peor, pero no tenía alternativa. No podía abandonarlo. Corrió, agazapada entre la multitud de vecinos temerosos, cogió su cuaderno, algo estropeado pero entero, y regresó junto a su furiosa madre. Su rostro, antes pálido, estaba ahora tan rojo como la salsa de tomate. Al llegar al refugio advirtieron que habían olvidado sus máscaras antigás, Meredith recibió un golpe en las piernas y su madre decidió que al día siguiente sus hijos serían evacuados.
* * *
—¡Hola!
Meredith abrió sus ojos húmedos. El señor Cavill se encontraba en el pasillo del vagón. Sus mejillas se encendieron al instante. Sonrió y maldijo que en ese momento apareciera en su mente la lujuriosa mirada que Rita le dedicara a Luke Watson.
—¿Me permites mirar el cartel con tu nombre?
Ella secó sus mejillas y se inclinó hacia él para que pudiera leer. Estaban rodeados de personas que reían, lloraban, gritaban, iban de un lado a otro, pero por un momento Meredith y el señor Cavill estuvieron a solas en medio del caos. Ella contuvo el aliento, tratando de aquietar su corazón palpitante; mientras él pronunciaba su nombre, observó sus labios, y su sonrisa después de comprobar que era correcto.
—Veo que traes tu maleta. ¿Tu madre ha incluido los elementos detallados en la lista? ¿Tienes todo lo que necesitas?
Meredith asintió. Luego sacudió la cabeza. Se ruborizó cuando en su mente surgieron las palabras que nunca, jamás, se atrevería a decir: «Necesito que me espere, señor Cavill. Que espere hasta que tenga catorce o quince años y entonces podremos casarnos».
El señor Cavill escribió algo en su formulario y cerró su pluma.
—El viaje será largo, Merry. ¿Has traído algo para entretenerte?
—Mi cuaderno.
El profesor rio, porque se trataba del cuaderno que él le había regalado como premio por haber hecho bien los exámenes.
—Por supuesto. Excelente. Escribe todo lo que veas, pienses y sientas. Tu voz es única, es importante —aconsejó, y luego le dio una barra de chocolate y le dedicó un guiño. Ella sintió que su corazón quería salirse del pecho. Sonrió. Él siguió su camino por el pasillo.
* * *
El cuaderno era el tesoro más preciado de Meredith, su primer diario. Lo había recibido doce meses antes, pero aún no había escrito ni una palabra, ni siquiera su nombre, no había sido capaz de hacerlo. Adoraba ese cuaderno, la suave cubierta de piel y los nítidos renglones de sus páginas, la cinta sujeta a la encuadernación que servía como marcador. Le parecía un sacrilegio arruinarlo con su escritura, con sus frases poco interesantes acerca de su vida poco interesante. Solía sacarlo de su escondite para tenerlo un rato sobre las rodillas, por el simple placer de saberse poseedora de ese objeto. Luego volvía a ocultarlo.
El señor Cavill había intentado convencerla de que lo más importante no era el tema, sino la manera de escribirlo.
—No existen dos personas que comprendan o sientan las cosas de la misma manera. El desafío consiste en ser honesto al escribir. No copiar, no conformarse con la combinación de palabras más sencilla, sino buscar aquellas que explican con precisión lo que piensas, lo que sientes —dijo, y luego le preguntó si había entendido lo que trataba de expresar. En sus ojos había tal intensidad, tan sincero interés, que ella deseó ver las cosas como él las veía. Asintió y por un instante comprendió que se había abierto una puerta, el paso a un lugar muy distinto de aquel donde vivía.
Meredith suspiró con fervor y miró a Rita de reojo. Su hermana se peinaba el cabello con los dedos mientras fingía ignorar que Billy Harris la miraba embelesado desde el otro lado del pasillo. Bien, Rita no debía sospechar lo que ella sentía por el señor Cavill. Por suerte, estaba demasiado absorta en su propio mundo de pretendientes y lápiz de labios y los demás no le preocupaban. Una ventaja para Meredith a la hora de escribir en su diario (no el verdadero diario, por supuesto; finalmente ella encontró la solución: recogió papeles sueltos, los guardó bajo la tapa del cuaderno y escribió allí sus notas. Ya llegaría el día en que se atrevería a empezar el verdadero).
Entonces decidió echar otro vistazo a su padre, preparada para desviar sus ojos antes de que él la viera. Pero al recorrer los rostros, rápidamente al principio, luego con creciente terror, descubrió que no estaba. Las caras habían cambiado. Las madres seguían llorando, algunas agitaban sus pañuelos, otras reían con tristeza, pero no había ni rastro de él. En el lugar que había ocupado quedaba un claro que se llenaba y se enredaba mientras lo observaba. Comprendió que se había marchado. Que no lo había visto partir.
Y aunque se había contenido toda la mañana, aunque se había obligado a mantener a raya la tristeza, Meredith se sintió muy pequeña, asustada y sola. Y se echó a llorar sin disimulo. Sus sentimientos afloraron en un tibio caudal y de inmediato sus mejillas se empaparon. La espantaba la idea de que mientras ella miraba sus zapatos, hablaba con el señor Cavill y pensaba en su cuaderno, su padre la observaba y deseaba que ella le sonriera, que lo saludara; y que luego se hubiera resignado, para regresar a casa pensando que a su hija no le importaba en absoluto.
—¡Ya basta! —dijo Rita—. Por Dios, lloras como un bebé. ¡Esto es divertido!
—Mi madre dice que no debes asomar la cabeza por la ventanilla porque puede arrancártela otro tren al pasar —declaró Carol, la amiga de Rita. Tenía catorce años y era tan grande y sabelotodo como su madre—. Y no debes darle direcciones a ninguna persona. Podría ser un espía alemán que intenta llegar a Whitehall. Los alemanes matan niños.
Meredith se cubrió la cara con la mano, ahogó los últimos sollozos y secó sus mejillas. Entretanto, el tren se puso en marcha. El aire se llenó de gritos de padres e hijos, de vapor y humo y silbatos, de las risas de Rita. Entonces salieron de la estación. El vagón traqueteaba por las vías mientras un grupo de niños —vestidos con su ropa de domingo aunque era lunes— corría por el pasillo, golpeaba los cristales de las ventanillas, gritaba y saludaba, hasta que el señor Cavill les ordenó que volvieran a sus asientos y no abrieran las puertas. Meredith se apoyó en la ventanilla y en lugar de mirar las tristes caras que se alineaban a cada lado de las vías, llorando por una ciudad que perdía a sus niños, observó maravillada los grandes globos plateados que comenzaban a elevarse, arrastrados por la suave brisa de Londres como bellos y raros animales.