1968
I
Esta vez, no había nadie esperándole cuando bajó del avión en Kennedy. Llevaba gafas oscuras y se movía con inseguridad. No había anunciado su llegada a Rudolph, porque sabía por las cartas de Gretchen que aquél tenía ya bastantes quebraderos de cabeza para tener que preocuparse de un hermano medio ciego. Aquel invierno, mientras se hallaba trabajando en su barco, en el puerto de Antibes, se había soltado un cable y éste le había azotado la cara. Al día siguiente, había empezado a sentir vértigos y a ver las cosas dobles. Había fingido no darle importancia, porque no quería que Kate y Wesley se inquietasen por él. Pero había escrito a míster Goodhart, pidiéndole el nombre de un oftalmólogo de Nueva York, y al recibir la respuesta de aquél, le había dicho a Kate que iba a Nueva York para solucionar definitivamente lo de su divorcio. Kate no dejaba de pedirle que se casara con ella, y él no la censuraba por ello. Estaba encinta; esperaba la criatura para octubre, y estaban a mediados de abril.
Le había hecho comprar un traje nuevo, y ahora estaba él en condiciones de enfrentarse con cualquier abogado y con cualquier portero. Aunque todavía llevaba la chaqueta del noruego muerto, porque estaba en buenas condiciones y era estúpido tirar el dinero.
Un avión cargado de esquiadores había aterrizado un momento antes que el suyo, y la sala de recogida de equipajes estaba llena de esquís y de hombres y mujeres bronceados, de aspecto saludable y caprichosamente vestidos, muchos de los cuales hablaban a gritos y estaban más o menos borrachos. Mientras buscaba su maleta, procuró no sentirse antiamericano.
Tomó un taxi, a pesar de que le resultaría caro, porque comprendió que le costaría mucho subir y bajar del autobús del aeropuerto, cargado con su maleta, y encontrar un taxi en Nueva York.
—Al «Paramount Hotel» —dijo al chófer.
Y se dejó caer en el asiento, cerrando los ojos.
Después de inscribirse en el hotel y de subir a su habitación, pequeña y oscura, llamó al médico. Le habría gustado que le visitara enseguida, pero la enfermera le dijo que no podía recibirle hasta las once de la mañana siguiente. Se desnudó y se metió en la cama. En Nueva York, no eran más que las seis; en cambio, en Niza, eran las once, y él había tomado el avión en Niza. Se sentía como si no hubiese dormido en cuarenta y ocho horas.
—Tiene un desprendimiento parcial de retina —dijo el médico, después de un lento, minucioso y doloroso reconocimiento—. Lamento decírselo, pero tengo que ponerle en manos de un cirujano.
Thomas asintió con la cabeza. Otra herida.
—¿Cuánto me costará? —preguntó—. Soy un trabajador y no puedo pagar los precios de Park Avenue.
—Comprendo —dijo el médico—. Se lo diré al doctor Halliwell. La enfermera tiene su número de teléfono, ¿verdad?
—Sí.
—Le llamaré para decirle cuándo debe presentarse en el hospital. Estará en buenas manos.
Sonrió, tranquilizador. Tenía los ojos grandes y claros, sin cicatrices, sin lesiones.
Tres semanas después, salió del hospital. Tenía la cara pálida y chupada, y el médico le había advertido que tenía que evitar los movimientos bruscos y los ejercicios fuertes durante un largo periodo. Había perdido unos seis kilos; el cuello de la camisa le quedaba muy grande, y el traje colgaba holgadamente de sus hombros. Pero ya no veía las cosas dobles, ni sentía vértigo al volver la cabeza.
En total, había gastado un poco más de mil doscientos dólares; pero había valido la pena.
Volvió al «Paramount Hotel» y llamó a Rudolph a su piso. Le respondió el propio Rudolph.
—¿Cómo estás, Rudy? —dijo Thomas.
—¿Quién es?
—Tom.
—¡Tom! ¿Dónde estás?
—Aquí, en Nueva York. En el «Hotel Paramount». ¿Puedo verte? Tendría que ser pronto.
—Claro que sí. —Rudolph parecía sinceramente complacido—. Ven ahora mismo a casa. Ya sabes dónde está.
Cuando llegó a casa de Rudolph, le detuvo el portero, a pesar de su traje nuevo. Le dio su nombre y el portero pulsó un botón y dijo:
—Míster Jordache desea ver a míster Jordache.
Thomas oyó que su hermano decía:
—Dígale que suba, por favor.
Y cruzó el vestíbulo de mármol, pensando: Con tanta vigilancia, y todavía le han dado.
Rudolph estaba en el recibidor cuando se abrió la puerta del ascensor.
—¡Caramba, Tom! —dijo estrechándole la mano—. Me sorprendió oír tu voz. —Dio un paso atrás y contempló a su hermano—. ¿Qué te ha pasado? —le preguntó—. Parece como si hubieras estado enfermo.
Thomas habría podido decir que tampoco Rudolph parecía encontrarse bien; pero no lo dijo.
—Te lo contaré todo —respondió—, si me das un trago.
El médico le había dicho también que no abusara de la bebida.
Rudolph le condujo al cuarto de estar. Parecía aproximadamente igual que cuando Thomas había estado allí por última vez en él: cómodo, espacioso; un lugar para celebrar amables y pequeños acontecimientos, no decorado para el fracaso.
—¿Whisky? —preguntó Rudolph.
Y, al asentir Thomas, le sirvió un vaso y escanció otro para él mismo.
Iba completamente vestido, con cuello y corbata, como si estuviera en su oficina. Thomas le observó mientras sacaba la botella del aparador y partía el hielo con un pequeño martillo de plata. Parecía mucho más viejo que cuando lo había visto por última vez; tenía patas de gallo y la frente surcada de arrugas. Sus movimientos eran vacilantes, inseguros. Le costó trabajo encontrar la palanquita para abrir la botella de agua sódica. No parecía saber muy bien la cantidad de agua que tenía que echar en cada vaso.
—Siéntate, siéntate —dijo—. Dime qué te ha traído por aquí. ¿Llevas mucho tiempo en Nueva York?
—Unas tres semanas.
Thomas cogió el vaso y se sentó en un sillón de madera.
—¿Por qué no me llamaste?
Parecía dolido por la demora.
—Tuve que ingresar en el hospital para que me sometieran a una operación —dijo Thomas—. En los ojos. Cuando estoy enfermo, prefiero estar solo.
—Lo comprendo —dijo Rudolph, sentándose frente a él en una poltrona—. A mí me ocurre lo mismo.
—Ahora, estoy bien —dijo Thomas—. Sólo tengo que descansar una temporada. A tu salud.
Levantaron los vasos. Pinky Kimball y Kate le habían enseñado a levantar la copa antes de beber.
—Salud —dijo Rudolph. Miró seriamente a su hermano—. Ya no pareces un boxeador, Tom.
—Y tú no pareces un alcalde —dijo Thomas.
E inmediatamente se arrepintió de haberlo dicho.
Pero Rudolph se echó a reír.
—Gretchen me dijo que te lo había escrito —dijo—. Tuve una racha de mala suerte.
—Me escribió que habías vendido la casa de Whitby —dijo Thomas.
—Habría sido una tontería querer aguantar allí. —Rudolph revolvió el hielo en el vaso, pensativamente—. Ahora, tenemos bastante con este piso. Enid ha ido al parque con la niñera. Volverá dentro de poco. Podrás verla. ¿Cómo está tu chico?
—Muy bien —dijo Thomas—. Tendrías que oírle hablando francés. Maneja mejor el barco que yo. Y no tiene que hacer la instrucción por la tarde.
—Me alegro de que todo acabase bien —dijo Rudolph. Y parecía sincero—. El hijo de Gretchen, Billy, presta servicio en Bruselas, en la OTAN.
—Lo sé. También me lo escribió. Y me dijo que tú lo habías arreglado.
—Uno de mis últimos actos oficiales —dijo Rudolph—. O tal vez debería decir semioficiales.
Ahora, hablaba con voz apagada, baja, como si no quisiera hacer afirmaciones rotundas.
—Siento todo lo ocurrido, Rudy —dijo Thomas, compadeciéndose de su hermano por primera vez.
Rudolph se encogió de hombros.
—Peor habría podido ser —dijo—. Aquel muchacho habría podido morir, y sólo se quedó ciego.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—¡Oh! No me faltarán ocupaciones —dijo Rudolph—. Nueva York es un buen sitio para los caballeros con sobra de tiempo. Cuando Jean regrese, tal vez viajaremos un poco. Tal vez vayamos incluso a visitarte.
—¿Dónde está ella?
—En un sanatorio —dijo Rudolph, haciendo sonar el hielo en su vaso—. En realidad, diría mejor en una clínica en uno de esos sitios donde curan a los dipsómanos. Tienen un buen historial de curaciones. Es la segunda vez que está allí. Después de la primera, estuvo casi seis meses sin beber una gota de alcohol. No me permiten ir a visitarla, pues siguen la teoría de algún maldito doctor. Pero el director me da noticias de ella y dice que está mejorando mucho… —se atragantó con el whisky y tosió un poco—. Quizá tampoco me vendría mal una cura —dijo, sonriendo, cuando se le pasó la tos—. Bueno, ahora que tu ojo está curado, ¿qué planes tienes?
—Tengo que conseguir el divorcio, Rudy —dijo Thomas—, y pensé que tal vez podrías ayudarme.
—El abogado al que te envié dijo que no había ningún problema. Habrías tenido que hacerlo entonces.
—No tenía tiempo —replicó Thomas—. Quería sacar a Wesley del país lo más rápidamente posible. De haberlo intentado entonces, habría tenido que airear la ropa sucia. Y no quiero que Wesley sepa que me divorcio de su madre porque es una zorra. Además, los divorcios tardan demasiado en Nueva York. Tendría que quedarme mucho tiempo y perdería una buena parte de la temporada, cosa que no puedo permitirme. Y tengo que estar divorciado en octubre, como máximo.
—¿Por qué?
—Bueno… Vivo con una mujer. Una muchacha inglesa, que es maravillosa. Y va a tener un pequeño en octubre.
—Comprendo —dijo Rudolph—. Te felicito. La tribu de los Jordache va en aumento. Tal vez cabra un poco de sangre inglesa en la estirpe. ¿Qué quieres que haga?
—No quiero hablar con Teresa —dijo Thomas—. Si la viese, temo que haría una barbaridad. Incluso ahora. Si tú u otra persona pudieseis hablarle y convencerla de ir a Reno o a otro sitio parecido…
Rudolph dejó su vaso.
—Claro —dijo—. Me encantará ayudarte. —Se oyó ruido en la puerta—. ¡Oh! Ahí está Enid. ¡Ven acá, pequeña! —gritó. Y Enid entró saltando, con su abriguito rojo. Se detuvo en seco al ver a un desconocido en compañía de su padre. Rudolph la levantó y la besó—. Saluda a tu tío Thomas —le dijo—. Vive en un barco.
Tres mañanas más tarde, Rudolph llamó a Thomas por teléfono y le invitó a comer en «P.J. Moriarty's», en la Tercera Avenida. Allí, el ambiente era llano y varonil, como convenía a Thomas, el cual no podía pensar que Rudolph tratase de exhibirse.
Cuando éste llegó, Thomas le estaba esperando en el bar, bebiéndose una copa.
—Bueno —dijo Rudolph, sentándose en un taburete al lado de su hermano—, la dama está camino de Nevada.
—Bromeas —dijo Thomas.
—Yo mismo la llevé al aeropuerto y vi salir el avión.
—¡Caramba, Rudy! —dijo Thomas—. Sabes hacer milagros.
—En realidad, no fue tan difícil —dijo Rudolph. Y pidió un «martini» para compensar los efectos de toda una mañana pasada con Teresa Jordache—. Dice que también piensa casarse de nuevo. —Esto era mentira, pero lo dijo en tono convincente—. Y comprendió que le convenía no dejar que su buen nombre, son sus palabras, se arrastrase por el suelo de los tribunales de Nueva York.
—¿Te pidió pasta? —preguntó Thomas, que conocía a su mujer.
—No —mintió de nuevo Rudolph—. Dice que se gana bien la vida y puede pagarse el viaje.
—No parece muy propio de ella —repuso Thomas, dudando.
—Tal vez la vida la haya suavizado.
El «martini» le venía bien. Había estado discutiendo dos días enteros con aquella mujer y, por último, habían convenido en que le pagaría el viaje de ida y vuelta en primera clase, seis semanas de estancia en un hotel de Reno y quinientos dólares a la semana como indemnización de daños y perjuicios, según decía Teresa. Le había pagado la mitad por adelantado y le daría el resto cuando volviese y le entregase los documentos que pondrían fin a su matrimonio.
La comida fue abundante y de buena calidad; bebieron un par de botellas de vino y Thomas se alegró un poco y no paró de decirle a Rudolph cuánto le agradecía lo que había hecho por él y qué estúpido había sido al no darse cuenta, durante tantos años, de lo buen chico que era su hermano. Mientras tomaban unos coñacs, le dijo:
—Escucha: el otro día dijiste que pensabas viajar un poco cuando tu mujer saliese de la clínica. No tengo ningún compromiso para las dos primeras semanas de julio. Reservaré el barco para vosotros y os invitaré a realizar un pequeño crucero. Y, si Gretchen quiere venir, traedla con vosotros. Quiero que conozca a Kate. Como ya estaré divorciado, podréis asistir a mi boda. Vamos, Rudy, no puedes decir que no.
—Dependerá de Jean —dijo Rudolph—, de cómo se encuentre…
—La excursión le sentará estupendamente —dijo Thomas—. No habrá una sola botella de licor a bordo. Tienes que hacerlo, Rudy.
—De acuerdo —dijo Rudolph—. El primero de julio. Tal vez nos vendrá bien a los dos salir una temporada de este país.
Thomas insistió en pagar la comida.
—Es lo menos que puedo hacer —dijo—. Tengo mucho que celebrar. En un mes, he recobrado un ojo y me he librado de una esposa.
II
El alcalde lucía un fajín. La novia vestía de azul pálido y no parecía estar encinta. Enid llevaba guantes blancos, asía la mano de su madre y tenía el ceño fruncido, observando los pequeños y misteriosos juegos de los mayores y escuchando una lengua que no comprendía. Thomas volvía a tener su antiguo aspecto sano y moreno. Había recobrado el peso perdido, y su musculoso cuello parecía hinchado sobre el de su camisa blanca. Wesley estaba en pie detrás de su padre; un chico de quince años, alto y esbelto, de rostro tostado y cabellos rubios desteñidos por el sol del Mediterráneo, y vistiendo un traje cuyas mangas le quedaban cortas. En realidad, todos tenían la piel tostada, porque habían navegado durante una semana y sólo habían vuelto a Antibes para la ceremonia. Rudolph pensó que Gretchen tenía un soberbio aspecto, con sus cabellos negros ligeramente matizados de gris, seriamente alisados alrededor de la cara huesuda, magnífica y de grandes ojos. Noble y trágica como una reina, pensó. Rudolph sabía que aquella semana en el mar había hecho que él mismo pareciese muchos años más joven que cuando había bajado del avión en Niza. Ahora, escuchaba divertido al alcalde, que, con rico acento del Midi y prolongando las «ges», exponía los deberes de la esposa. Jean también comprendía el francés y cambiaba pequeñas sonrisas con su marido, mientras el alcalde seguía su perorata. Jean no había bebido una sola copa desde que había salido de la clínica, y aparecía delicada, hermosa y frágil, en aquella sala llena de amigos portuarios de Thomas, con sus rostros curtidos, vigorosos y oscuros, sintiéndose incómodos con sus americanas y sus corbatas. Rudolph pensó que una atmósfera de viajes flotaba en la soleada y florida oficina del alcalde; un dejo de sal, el aroma de mil puertos.
Sólo Dwyer parecía triste, mientras acariciaba el clavel blanco de su ojal. Thomas había contado a Rudolph la historia de Dwyer, y Rudolph pensó que quizás al ver la dicha de su amigo añoraba la niña de Boston a la que había renunciado por el Clothilde.
El alcalde era un hombre robusto que, sin duda, disfrutaba con este aspecto de sus funciones. Estaba tan tostado por el sol como los hombres que le rodeaban. Cuando yo era alcalde de otra ciudad, pensó Rudolph, pasaba poco tiempo al sol. Se preguntó si a ese alcalde le preocuparía mucho que los chicos fumasen grifa en los dormitorios y si aconsejaría a la Policía que arrojase bombas de gases lacrimógenos. Pero, en ciertas temporadas, también Whitby parecía un sitio idílico.
Cuando había conocido a Kate, le había desilusionado la elección de su hermano. Sentía parcialidad por las mujeres bonitas, y Kate, con su cara chata, morena y humilde, y su cuerpo regordete, no era bonita en el sentido convencional de la palabra. Le recordaba a las indígenas tahitianas de los cuadros de Gauguin. La culpa es del Vogue y del Harper's Bazaar, pensó. Con sus bellezas altas y esbeltas, nos han quitado el gusto para saborear otros atractivos más simples y primitivos.
También el habla de Kate, tímida, vulgar, al estilo de Liverpool, había sonado mal a sus oídos, en el primer momento. Era curioso, pensó Rudolph, que los americanos, acostumbrados al inglés de los actores y conferenciantes que les visitaban, fuesen más exigentes que los propios ingleses en lo tocante al acento de su idioma.
Pero, después de un par de días de observar a Kate en compañía de Tom y de Wesley, realizando sin queja toda clase de faenas a bordo, tratando al hombre y al chico con un amor y una confianza naturales y transparentes, se había sentido avergonzado de su primera reacción contra la mujer. Tom había tenido suerte, y se lo dijo así, y Tom asintió lisa y llanamente.
El alcalde terminó su discurso; los novios cambiaron sus anillos y se besaron. El alcalde besó a la novia, haciendo una profunda reverencia, como si acabase de realizar un acto burocrático de extraordinaria importancia.
La última boda a la que había asistido Rudolph había sido la de Brad Knight con Virginia Calderwood. Prefería ésta.
Rudolph y Gretchen firmaron el acta como testigos, después de los recién casados. Rudolph besó a la novia, vacilando un poco. Hubo muchos apretones de manos, y la comitiva salió a la luz del sol de una población que debió de ser fundada, más de dos mil años atrás, por hombres muy parecidos a los que acompañaban a su hermano en el desfile nupcial.
En «Chez Félix au Port», había champaña esperándoles, y melón y bullabesa para la comida. Tocó un acordeonista; el alcalde brindó por la novia; Pinky Kimball brindó por el novio, en un francés que provocó la admiración de los invitados y le valió una salva de aplausos al terminar. Jean había traído consigo una cámara fotográfica e impresionó varios rollos para conmemorar el acontecimiento. Era la primera vez que tomaba fotos desde aquel día en que rompió sus cámaras. Y Rudolph no se lo había pedido. Lo había decidido ella misma.
Se levantaron de la mesa a las cuatro y todos los invitados, algunos de los cuales se tambalearon un poco, acompañaron a la pareja al muelle donde estaba atracado el Clothilde. En la cubierta de popa, había una caja enorme, atada con una cinta roja. Era el regalo de Rudolph, que había hecho que lo colocasen allí durante la fiesta. Lo había enviado desde Nueva York al agente de Thomas, con instrucciones de que lo guardase hasta el día de la boda.
Thomas leyó la tarjeta.
—¿Qué diablos es esto? —le preguntó a Rudolph.
—Ábrelo y lo sabrás.
Dwyer fue en busca de un martillo y un escoplo, y el novio se desnudó hasta la cintura, y rodeado por todos los invitados, abrió la caja. Había en ella un magnífico aparato de radar «Bendix». Antes de salir de Nueva York, Rudolph había hablado con míster Goodhart y le había preguntado qué creía que le gustaría más a Thomas para el Clothilde, y míster Goodhart le había sugerido el radar.
Thomas levantó triunfalmente el aparato y los invitados aplaudieron otra vez a Rudolph, como si éste lo hubiese inventado y fabricado con sus manos.
Thomas, desde luego un poco achispado, tenía lágrimas en los ojos cuando le dio las gracias a Rudolph.
—El radar —dijo—. Hacía años que deseaba tenerlo.
—Pensé que era muy adecuado como regalo de boda —dijo Rudolph—. Otea el horizonte, descubre los obstáculos y evita los naufragios.
Kate, la esposa marinera, acariciaba la máquina como si fuese un lindo perrito.
—Te aseguro —dijo Thomas—, que nadie tuvo una boda tan estupenda como la mía.
Habían proyectado zarpar por la tarde con rumbo a Portofino. Seguirían la costa por delante de Montecarlo, Menton y San Remo, cruzarían el golfo de Génova durante la noche y atracarían en tierra italiana a la mañana siguiente. La previsión meteorológica era buena, y según Thomas, el viaje no duraría más de quince horas.
Dwyer y Wesley no permitieron que Thomas o Kate tocasen un solo cable, sino que les obligaron a sentarse en la popa, como en un trono, mientras ellos cuidaban de las maniobras. Cuando hubieron levado el ancla y el barco puso rumbo al Este, diversas embarcaciones del muelle tocaron sus sirenas, a modo de saludo, y una barca de pesca llena de flores les acompañó hasta la boya, mientras dos de sus hombres arrojaban flores sobre la estela.
Al llegar a as ondulantes aguas del mar abierto, pudieron contemplar las blancas torres de Niza al fondo de la Baie des Anges.
—Francia es un sitio espléndido para vivir —dijo Rudolph.
—Sobre todo —aclaró Thomas—, si no eres francés.
III
Gretchen y Rudolph estaban sentados en sendas sillas, cerca de la proa del Clothilde, observando cómo se ponía el sol en occidente. Estaban frente al aeropuerto de Niza y veían llegar los reactores con pocos minutos de intervalo. Sus alas brillaban bajo los sesgados rayos del sol y parecían tocar el agua de plata al aterrizar. Al elevarse, remontaban la escarpa de Mónaco, todavía brillantemente iluminada por el sol, en su lado este. Era muy agradable correr a diez nudos por hora, pensó Rudolph, y ver que los otros lo hacían a quinientos.
Jean había bajado a acostar a Enid. Cuando estaba en cubierta, Enid llevaba puesto un pequeño salvavidas de color naranja y permanecía atada con una cuerda alrededor de la cintura a un gancho de la cabina del piloto, para tener la seguridad de que no se caería por la borda. El novio estaba durmiendo su champaña. Dwyer estaba en la cocina con Kate, preparando la cena. Rudolph había protestado contra esto, y les había invitado a cenar en Niza o en Montecarlo, pero Kate había insistido. «No podría hacer nada mejor en mi noche de bodas», había dicho. Wesley, con un suéter azul de cuello de tortuga, porque el tiempo estaba un poco frío, manejaba el timón. Andaba descalzo y seguro por el barco, como si hubiese nacido en el mar.
Gretchen y Rudolph también llevaban suéteres.
—Sentir fresco en el mes de julio es un verdadero lujo —dijo Rudolph.
—Te alegras de haber venido, ¿no? —preguntó Gretchen.
—Muchísimo —respondió Rudolph.
—La familia restaurada —dijo Gretchen—. Mejor aún: reunida por primera vez. Y precisamente gracias a Tom.
—Ha aprendido algo que nosotros no aprendimos nunca —dijo Rudolph.
—Seguro que sí. Habrás advertido que, dondequiera que esté, se mueve en un ambiente de cariño. Su mujer, Dwyer, todos esos amigos que estaban en la boda. Incluso su propio hijo —añadió, con una risa breve.
Había hablado a Rudolph de su entrevista con Billy, en Bruselas, antes de ir a Antibes a reunirse con ellos; por consiguiente, Rudolph sabía lo que ocultaba aquella risa. Billy, a salvo en las oficinas militares, como mecanógrafo, era, según le había dicho ella a Rudolph, cínico y sin ambiciones, sin más deseo que el de pasar el tiempo, burlándose de todo y de todos, incluida su madre, indiferente a las riquezas del Viejo Mundo, juergueándose con chicas tontas en Bruselas y París, fumando marihuana, si no cosas peores, y arriesgándose a dar con sus huesos en la cárcel, con la misma falta de interés de cuando se había arriesgado a que lo echasen del colegio, e inconmovible en su helada actitud frente a su madre. Gretchen había dicho que, durante su última cena en Bruselas, y al suscitarse al fin el tema de Evans Kinsella, Billy se había mostrado brutal. «Conozco perfectamente a las personas de vuestra edad —había dicho—. Con vuestros grandes y ficticios ideales, y vuestro entusiasmo por libros, comedias, y políticos que hacen mondar de risa a los de vuestra generación, y vuestro empeño de salvar al mundo, mientras vais de un sucio artista a otro, figurándoos que todavía sois jóvenes, que acabáis de darles la patada a los nazis y que el mundo feliz está a la vuelta de la esquina, en el bar más cercano o en la cama más próxima».
—En cierto modo —había dicho Gretchen a Rudolph—, tal vez tiene razón. Aunque resulte odioso. Por ejemplo, cuando emplea la palabra «ficticio». Tú me conoces mejor que nadie. Cuando llegó el momento, no le dije: «Ve a la cárcel» o «Deserta». Sólo llamé a mi influyente hermano para que salvase el pellejo de mi pobre hijo, mientras otras madres persuadían a los suyos de que fuesen a la cárcel o desertasen o se manifestasen frente al Pentágono, o se hiciesen matar en algún lugar de la jungla. En todo caso, firmé mi última instancia.
Poco podía objetar Rudolph a todo esto. Él había sido un cómplice necesario. Ambos eran culpables de la acusación.
Pero aquella semana en el mar había sido tan saludable, y la boda tan alegre y optimista, que Rudolph había desterrado todo aquello de su imaginación. Ahora, lamentaba que la vista de Wesley al timón, moreno y ágil, les hubiese recordado inevitablemente a Billy.
—Míralo —dijo Gretchen, mirando a Wesley—. Criado por una zorra. Con un padre que no pasó del segundo año de Escuela Superior, que no abrió un libro desde entonces, que fue aporreado, perseguido y derrotado, y que, desde los dieciséis años, vivió con la escoria de la sociedad. Jamás le preguntaron nada. Cuando Tom creyó que había llegado el momento, fue a buscarlo, se lo llevó a otro país, le hizo aprender otro idioma y le metió entre un grupo de patanes que apenas saben leer y escribir. Y le ha puesto a trabajar a una edad en que Billy aún pedía un par de dólares para ir al cine el domingo por la noche. En cuanto a las delicias de la vida familiar —dijo Gretchen, riendo—, sin duda ese chico goza de una elegante intimidad, durmiendo en el cuarto contiguo al de una pequeña campesina inglesa, que es la amante de su padre y lleva un hijo ilegítimo en su seno. ¿Y cuál es el resultado? Un chico sano, trabajador y amable. Y tan respetuoso con su padre, que éste no tiene nunca que levantarle la voz. Lo único que tiene que hacer es sugerir lo que desea que haga el chico, y éste lo hace inmediatamente. ¡Jesús! —dijo—. Deberían rehacer todos esos libros sobre educación de los niños. Y ese chico puede estar seguro de una cosa: ninguna oficina de reclutamiento lo enviará a Vietnam. Su padre cuidará de ello. Voy a decirte algo: si estuviese en tu lugar, en cuanto Enid pudiese andar sin caerse por la borda, la enviaría aquí para que le criase Tom. Dios mío, me vendría bien un trago. Tom debe de tener alguna botella escondida en ese barco de la Liga Antialcohólica de Mujeres Cristianas.
—Supongo que sí —dijo Rudolph—. Voy a preguntárselo.
Se levantó y se dirigió hacia la proa. Estaba oscureciendo y Wesley encendía las luces de posición. Éste le sonrió al cruzarse ambos.
—Supongo que la emoción ha sido demasiado fuerte para el viejo —dijo—. Ni siquiera ha subido para asegurarse de que no me dirijo a los Alpes.
—No se celebra una boda todos los días —dijo Rudolph.
—Desde luego —dijo Wesley—, y es mejor para papá que sea así. De otro modo, su naturaleza no lo aguantaría.
Rudolph cruzó el saloncito y entró en la cocina. Dwyer estaba lavando lechuga en el fregadero, y Kate, que ya no llevaba su traje de novia, asaba un pollo en el horno.
—Kate —dijo Rudolph—, ¿tiene Tom escondida una botella en alguna parte?
Kate cerró la puerta del horno, se irguió y miró confusa a Dwyer.
—Creo que prometió que nadie bebería nada mientras estuviese a bordo —dijo.
—No te preocupes, Kate —dijo Rudolph—. Jean está en el camarote con la pequeña. Es para Gretchen y para mí. Estamos en cubierta y hace un poco de fresco.
—Ve a buscarla, Bunny —dijo Kate a Dwyer.
Dwyer fue a su camarote y volvió con una botella de ginebra. Rudolph vertió ginebra en dos vasos y la mezcló con agua tónica.
Cuando volvió junto a Gretchen y le ofreció el vaso, ésta hizo una mueca.
—Ginebra y agua tónica —dijo—. Es horrible.
—De este modo, si Jean sube a cubierta, podemos decir que no es más que agua tónica. Disimula muy bien el olor de la ginebra.
—Esperémoslo —dijo Gretchen.
Bebieron.
—Es la bebida predilecta de Evans —dijo Gretchen—. Un de las muchas cosas en que discrepamos.
—¿Cómo os va?
—Igual —dijo ella, con indiferencia—. Un poco peor cada año, pero igual. Supongo que debería separarme de él, pero me necesita. Él tampoco me quiere mucho, pero me necesita. Tal vez, a mi edad, la necesidad importa más que el deseo.
Jean salió a cubierta; llevaba un ajustado pantalón de color rosa y cintura baja, y un suéter de cachemir azul pálido. Miró los vasos que los otros tenían en la mano, pero no dijo nada.
—¿Qué hace Enid? —preguntó Rudolph.
—Está durmiendo el sueño de los justos. Preguntó si Kate y el tío Thomas tenían que guardar los anillos que se habían dado. —Se estremeció—. Tengo frío —dijo, arrimándose al hombro de Rudolph.
—¡Hum! —dijo Jean—. Huelo la sangre de un inglés.
El agua tónica no la había engañado. Ni en el primer momento.
—Una gota —dijo.
Rudolph vaciló. Si hubiese estado solo, no habría soltado el vaso. Pero Gretchen estaba allí y les observaba. No podía humillar a su esposa delante de su hermana. Dio el vaso a Jean. Ésta bebió un sorbito y se lo devolvió.
Dwyer salió a cubierta y empezó a preparar la mesa para la cena, alumbrándola con lamparitas a prueba de viento, con velas en su interior. Siempre disponía la mesa con mucho gusto, con velas por la noche, y una esterilla de paja y un búcaro de flores y una ensaladera de madera. De alguna manera, pensó Rudolph observando el trabajo de Dwyer, con su pantalón planchado y su suéter azul, aquellos tres habían sabido crear un estilo. Las velas parpadeaban en sus campanas de cristal, como luciérnagas prisioneras, proyectando pequeñas y cálidas manchas de luz sobre el centro de la grande y pulcra mesa.
De pronto, se oyó un golpe sordo en el casco y un chirrido bajo la popa. El barco se balanceó y hubo un ruido estridente debajo de la cubierta, antes de que Wesley pudiese parar los motores. Thomas salió corriendo, descalzo y con el pecho desnudo, pero con un suéter en la mano. Kate le pisaba los talones.
—Chocamos con un tronco —le dijo Dwyer—. Con una hélice, o quizás las dos.
—¿Vamos a hundirnos? —preguntó Jean. Parecía muy asustada—. ¿Tengo que ir a buscar a Enid?
—Déjala en paz, Jean —dijo Thomas, serenamente—. No vamos a hundirnos. —Se puso el suéter, se dirigió a la cabina del piloto y asió la rueda del timón. El barco había perdido su rumbo, empujado por un ligero viento, y se balanceaba a impulso de las olas. Thomas puso en marcha el motor de babor. Funcionó normalmente, y la hélice giró con suavidad. Pero, cuando encendió el motor de estribor, volvió a oírse aquel ruido metálico y el Clothilde vibró. Thomas paró el motor de estribor y el barco avanzó despacio—. Es la hélice de estribor —dijo— y quizá también el eje.
Wesley estaba a punto de llorar.
—Papá —dijo—, lo siento. No lo vi.
Thomas le dio unas palmadas en el hombro.
—No ha sido culpa tuya, Wes —le dijo—. De veras que no. Mira en el cuarto de máquinas y observa si hay alguna vía de agua. —Paró el motor de babor e inmediatamente volvieron a estar a la deriva—. Un regalo de boda del Mediterráneo —dijo, pero sin enojarse.
Llenó la pipa, la encendió, rodeó la cintura de su esposa con un brazo y esperó a que volviese Wesley.
—Seco —dijo éste.
—El viejo Clothilde es muy resistente —dijo Thomas. Después, advirtiendo los vasos que Gretchen y Rudolph tenían en la mano, preguntó—: ¿Continuáis la fiesta?
—Sólo un trago —dijo Rudolph.
Thomas asintió con la cabeza.
—Wesley —dijo—, ponte al timón. Volveremos a Antibes. Con el motor de babor. A marcha lenta. Observa los indicadores del agua y del aceite. Si baja la presión o empieza a calentarse el motor, páralo enseguida.
Rudolph tuvo la impresión de que Thomas habría preferido hacerse cargo del timón, pero quería demostrar a Wesley que no tenía la culpa del accidente.
—Bueno, chicos —dijo Thomas, cuando Wesley puso el motor en marcha y cambió despacio el rumbo del Clothilde—. Siento privaros de Portofino.
—No lo sientas por nosotros —dijo Rudolph—. Preocúpate del barco.
—Nada podemos hacer esta noche —dijo Thomas—. Mañana por la mañana, nos pondremos las máscaras y bajaremos a echar un vistazo. Si es lo que yo creo, habrá que cambiar la hélice y tal vez el eje, y poner el barco en dique seco para montar aquéllos. Podría ir a Villefranche, pero me hacen mejores tratos en el astillero de Antibes.
—Muy bien —dijo Jean—. A todos nos gusta Antibes.
—Eres una buena chica —le dijo Thomas—. Y ahora, ¿por qué no nos sentamos todos a cenar?
Con un solo motor, sólo podían hacer cuatro nudos, y el puerto de Antibes estaba oscuro y en silencio cuando entraron en él. Ninguna sirena saludó su llegada y nadie arrojó flores sobre su estela.
IV
Oyó, todavía en sueños, unos golpes insistentes en la puerta; y, mientras se despertaba, pensó: Pappy está llamando. Abrió los ojos y vio que estaba en su litera y que Kate dormía a su lado. Había añadido una pieza a la litera inferior, a fin de poder dormir cómodamente los dos juntos. La nueva pieza se plegaba durante el día, para que pudiesen moverse en el estrecho camarote.
Seguían llamando a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó en voz baja, porque no quería despertar a Kate.
—Soy yo —murmuró alguien—. Pinky Kimball.
—Espera un momento —dijo Thomas.
No encendió la luz, sino que se vistió en la oscuridad. Kate dormía profundamente, agotada por el trajín del día.
Descalzo, llevando sólo el suéter y el pantalón, Thomas abrió la puerta con cuidado y salió al pasillo, donde Pinky le estaba esperando. Éste despedía un fuerte olor a alcohol, pero el lugar estaba demasiado oscuro para que Thomas pudiese darse cuenta del grado de su borrachera. Echó a andar hacia la cabina del piloto, pasando por delante del camarote donde dormían Dwyer y Wesley. Miró su reloj. Las saetas fosforescentes marcaban las dos y cuarto. Pinky tropezó al subir la escalerilla.
—¿Qué diablos pasa, Pinky? —preguntó Thomas, malhumorado.
—Acabo de llegar de Cannes —dijo Pinky, con voz estropajosa.
—¿Y qué? ¿Es que siempre despiertas a la gente cuando vuelves de Cannes?
—Escucha, amigo —dijo Pinky—. He visto a tu cuñada en Cannes.
—Estás borracho, Pinky —dijo Thomas, con fastidio—. Vete a la cama.
—En pantalón color rosa. Escucha: ¿por qué había de decírtelo si no la hubiese visto? La estuve viendo durante todo el día, ¿no? Y no estoy tan borracho. No puedo dejar de conocer a una mujer a quien he visto durante todo un día. Me sorprendió y me acerqué a ella, y le dijes que os suponía camino de Portofino, y ella me respondió que ya no ibais a Portofino, que habíais tenido un accidente y que habíais vuelto al condenado puerto de Antibes.
—Ella no dijo condenado puerto —dijo Thomas, empeñado en creer que Jean estaba durmiendo en el Clothilde.
—Bueno, la expresión es mía —dijo Pinky—. Pero la vi.
—¿En qué sitio de Cannes?
Debía esforzarse en no levantar la voz, para no despertar a los demás.
—En un local de «strip-tease». «La Porte Rose». Está en la calle Rivouac Napoleón. Ella estaba en el bar, con un robusto yugoslavo o algo parecido, con traje de gabardina. Le he visto algunas veces por ahí. Es un chulo.
—¡Dios mío! ¿Estaba ella borracha?
—Bastante —dijo Pinky—. Le ofrecí traerla a Antibes, pero me dijo: «Este caballero me acompañará a casa cuando hayamos terminado».
—Espérame aquí —dijo Thomas.
Bajó al salón y cruzó el pasillo, pasando por delante de los camarotes donde dormían Gretchen y Enid. No se oía ruido en ninguno de ellos. Abrió la puerta del camarote principal de popa. La luz del pasillo estaba encendida toda la noche, por si Enid quería ir al cuarto de baño. Thomas se asomó sólo lo preciso para ver que Rudolph estaba durmiendo en pijama, en la amplia cama. Y solo.
Cerró la puerta sin ruido y volvió junto a Pinky.
—Era ella —dijo.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Pinky.
—Iré a buscarla —dijo Thomas.
—¿Quieres que te acompañe? Es gente peligrosa.
Thomas meneó la cabeza. Cuando estaba sereno, Pinky servía de poco. Si estaba borracho, de nada.
—Gracias. Vete a dormir. Nos veremos por la mañana. —Pinky se disponía a protestar, pero Thomas le atajó—. Vete, vete —le dijo, empujándole amablemente hacia la pasarela.
Vio cómo Pinky se alejaba tambaleándose por el muelle, entrando y saliendo de las sombras, en dirección al punto donde estaba atracado el Vega. Se palpó los bolsillos. Llevaba algún dinero suelto en la cartera. Después, bajó a su camarote, pasando sin ruido por delante del que compartían Dwyer y Wesley. Despertó a Kate con un golpecito en el hombro.
—No levantes la voz —le dijo—. No quiero despertar a los demás. —Después, le contó lo que le había dicho Pinky—. Tengo que ir a buscarla —dijo.
—¿Solo?
—Cuantos menos, mejor —dijo él—. La traeré, la meteré en la cama de su marido, y mañana éste podrá decir que Jean tiene jaqueca y necesita descansar durante todo el día, y nadie se enterará de nada. No quiero que Wesley o Bunny vean borracha a la dama.
Tampoco quería que Wesley o Dwyer estuvieran con él si había fregado.
—Iré contigo —dijo Kate, disponiéndose a levantarse.
Él se lo impidió.
—Tampoco quiero que ella sepa que la has visto borracha y en compañía de un chulo. Tenemos que ser amigos durante el resto de nuestras vidas.
—Ten mucho cuidado.
—Claro que lo tendré —dijo él. Y la besó—. Que duermas bien, cariño.
Cualquier otra mujer habría armado un alboroto, pensó él, mientras subía a cubierta. Pero no Kate. Se puso las alpargatas que siempre dejaba junto a la pasarela y bajó al muelle. Tuvo suerte. Justo cuando acababa de cruzar el arco, se detuvo un taxi del que bajó una pareja en traje de noche. Subió al taxi y dijo:
—Calle de Rivouac Napoleón, Cannes.
Ella no estaba en el bar cuando Thomas entró en «La Porte Rose». Y tampoco había ningún yugoslavo con traje de gabardina. Había dos o tres hombres, de pie junto a la barra, observando el espectáculo, y un par de ganchos. En las mesas, había varios hombres solos, y, sentados en otra próxima a la puerta, con una de las artistas, tres tipos cuyo aspecto no gustó a Thomas. Dos parejas maduras americanas ocupaban una mesa junto al borde de la pista. Acababa de empezar una actuación. La orquesta tocaba con fuerza y una chica pelirroja, en traje de noche, evolucionaba por la pista, seguida por los focos, despojándose lentamente de un largo guante que le llegaba casi hasta el hombro.
Thomas pidió un whisky con sifón. Cuando el hombre del bar dejó el vaso delante de él, le dijo, en inglés:
—Busco a una señora americana que estaba aquí hace un rato. Cabello castaño. Pantalones color rosa. La acompañaba un Monsieur con traje de gabardina.
—No he visto a ninguna señora americana —dijo el camarero.
Thomas puso un billete de cien francos sobre la barra.
—Tal vez empiesso a recordar —dijo el hombre.
Thomas añadió otro billete de cien francos. El hombre del bar echó una rápida mirada a su alrededor. Desaparecieron los dos billetes. Cogió un vaso y empezó a secarlo minuciosamente. Habló sin mirar a Thomas. Con el estruendoso ruido de la orquesta, no había peligro de que los oyesen.
—Detrás de les toilettes —dijo, hablando deprisa—, hay un escalier, una escalera que va al sótano. El plongeur, el lavaplatos duerme allí después del trabajo. Tal ves encontrará lo que busca en el sótano. El hombre se llama Danovic. Sale tipe. Tenga cuidado. Él tiene amigos.
Thomas observó mientras la chica del «strip-tease» se quitaba una media, la agitaba en el aire y empezaba a desabrocharse la otra liga. Después, sin dejar de fingir interés por la representación, se deslizó despacio hacia el rótulo iluminado del fondo del establecimiento que decía: Toilettes, Téléphone. Todos los que se hallaban en la sala parecían observar a la chica, y Thomas estuvo seguro de que nadie le había visto entrar en los lavabos. Cruzó el apestoso recinto y vio la escalera que bajaba al sótano. Descendió rápidamente. Al final de la escalera, había una delgada puerta de madera, reforzada con listones y débilmente alumbrada por una bombilla. A pesar del ruido de la orquesta, pudo oír una voz de mujer que suplicaba histéricamente detrás de la puerta y que se apagaba de pronto, como sofocada por una mano sobre la boca. La podrida madera y la débil cerradura cedieron al mismo tiempo, y Thomas se encontró dentro de la estancia. Jean estaba allí, luchando por incorporarse sobre el catre del mozo del bar. Tenía el cabello desgreñado y rasgado el suéter sobre un hombro. El hombre del traje de gabardina, Danovic, estaba de pie junto a ella, de cara a la puerta. A la luz de la única bombilla que pendía del techo, Thomas pudo ver montones de botellas de vino vacías, un banco de carpintero y varias herramientas tiradas por todas partes.
—¡Tom! —dijo Jean—. ¡Sácame de aquí!
O se le había quitado la borrachera con el susto, o no estaba tan embriagada como pensaba Pinky. Trató de levantarse, pero el hombre la empujó rudamente, sin dejar de mirar a Thomas.
—¿Qué quiere? —dijo Danovic.
Hablaba inglés, pero con voz espesa. Era aproximadamente de la misma estatura que Thomas y también tenía anchos los hombros. Una de las mejillas mostraba una cicatriz de cuchillo o de navaja.
—Vengo a buscar a esa señora para llevarla a casa —respondió Thomas.
—Yo llevaré a la señora cuando me dé la gana —dijo Danovic—. Fout-moi le camps, Sammy.
Jean intentó de nuevo levantarse, y él se lo impidió empujándole la cara con la mano.
Arriba, el ruido de la orquesta recalcaba el momento en que la chica se quitaba otra prenda.
Thomas dio un paso en dirección al catre.
—No quiera armar jaleo —le dijo al hombre, sin levantar la voz—. Esa dama vendrá conmigo.
—Si quieres llevártela, tendrás que quitármela, Sammy —dijo Danovic.
Estiró el brazo hacia atrás, agarró un martillo romo y lo levantó.
¡Jesús!, pensó Thomas, hay Falconettis en todas partes.
—¡Por favor, por favor, Tom! —dijo Jean, sollozando.
—Te doy cinco segundos para que te marches —dijo Danovic.
Se acercó a Thomas, levantado el martillo a la altura de la cara de aquél.
Thomas comprendió que, de algún modo, pasara lo que pasara, tenía que mantener la cabeza lejos de aquel martillo. Si recibía un martillazo, por ligero que fuese, todo habría terminado.
—Está bien, está bien —dijo, retrocediendo un poco y extendiendo las manos, en ademán apaciguador—. No busco pelea.
Pero se lanzó contra las piernas de Danovic, y éste bajó el martillo. Le dio en la ingle con la cabeza, con todas sus fuerzas. El martillo cayó sobre su hombro, y sintió que éste perdía la sensibilidad. El hombre retrocedió, falto de equilibrio, y Thomas le rodeó las rodillas con los brazos y le hizo caer al suelo. Su cabeza debió chocar con algo, porque, durante una fracción de segundo, el hombre no luchó. Thomas aprovechó la ocasión y le alzó la cabeza. Danovic alzó el martillo y golpeó el codo que Thomas levantó para protegerse. Thomas trató de agarrar la mano que empuñaba el martillo, mientras arañaba los ojos del hombre con su otra mano. Le falló el agarrón del martillo y sintió un fuerte dolor en la rodilla al recibir un golpe. Pero, esta vez, consiguió agarrar el martillo. Prescindiendo de los golpes que le daba el hombre con la otra mano, retorció el martillo con fuerza. Éste resbaló sobre el suelo de cemento y Thomas saltó para cogerlo, empleando las rodillas para mantener lejos al hombre. Ambos estaban nuevamente de pie; pero Thomas apenas si podía moverse, a causa de su rodilla, y tuvo que pasarse el martillo a la mano izquierda, porque tenía el hombro derecho paralizado.
Dominando el ruido de la orquesta y su propio jadeo, podía oír los chillidos de Jean, pero muy débiles, como si sonasen muy lejos.
Danovic sabía que Thomas estaba lesionado y trató de rodearle. Thomas giró sobre la pierna sana. Danovic se lanzó contra él y Thomas le golpeó con el otro. Thomas vio el punto descubierto y golpeó al hombre en la sien; no con toda la fuerza, pero sí con la suficiente. Danovic vaciló y cayó de espalda. Thomas se dejó caer encima de él, a horcajadas sobre el pecho. El hombre jadeaba y se protegía la cara con el brazo. Thomas descargó tres veces el martillo sobre el brazo, el hombro y la muñeca. Todo había terminado. Los dos brazos de Danovic yacían inertes junto a su cuerpo. Thomas levantó el martillo para acabar con él. El hombre le miraba fijamente, nublados los ojos por el miedo, mientras la sangre brotaba de su sien, formando un riachuelo oscuro en el delta de su cara.
—¡Por favor —gritó—, por favor, no me mate! ¡Por favor!
Y su voz se convirtió en un alarido.
Thomas estaba sentado sobre el pecho de Danovic, recobrando aliento, todavía levantado el martillo en su mano izquierda. Si un hombre había merecido alguna vez la muerte, era aquél. Pero también la había merecido Falconetti. Que otro se encargase de la tarea. Thomas invirtió el martillo y metió el mango en la jadeante y crispada boca de Danovic. Sintió que los dientes se rompían. Era incapaz de matar a aquel hombre, pero no le importaba hacerle daño.
—Ayúdame —dijo a Jean.
Ésta seguía sentada en el catre, cruzados los brazos sobre el pecho. Jadeaba ruidosamente, como si también ella hubiese luchado. Se levantó despacio, tambaleándose, se acercó a Thomas, pasó las manos por debajo de sus axilas y tiró hacia arriba. Él se levantó y casi cayó al apartarse del cuerpo tembloroso que yacía en el suelo. Estaba mareado y la habitación parecía dar vueltas a su alrededor; pero podía pensar con claridad. Vio un abrigo de lino blanco, que sabía que pertenecía a Jean, tirado sobre el respaldo de la única silla de la habitación.
—Ponte el abrigo —dijo.
No hubiesen podido cruzar el salón con el suéter de Jean rasgado por el hombro. Y tal vez él no podría cruzarlo de ningún modo. Tuvo que emplear las dos manos para tirar de la pierna lesionada y subir, uno a uno, los escalones. Danovic quedó tumbado en el suelo de cemento, con el martillo metido en su boca rota, escupiendo sangre.
Cuando pasaron bajo los rótulos del lavabo y el teléfono, empezaba un nuevo «strip-tease». En «La Porte Rose», había sesión continua. Afortunadamente, el local estaba a oscuras, salvo el foco que apuntaba a la artista, una chica vestida con traje negro de amazona, sombrero hongo, botas y látigo. Apoyándose en el brazo de Jean, Tom consiguió no cojear demasiado, y casi habían llegado a la puerta cuando uno de los tres hombres sentados cerca de la entrada con la chica los descubrió. El hombre se levantó y gritó:
—Allô! Vous là. Les Americains. Arrêtez. Pas si vite.
Pero ya habían cruzado la puerta y aún podían andar, y pasó un taxi y Thomas lo detuvo. Jean le empujó dentro del coche y se metió detrás, y el taxi rodaba ya hacia Antibes cuando el hombre que les había llamado salió a la calle, buscándolos.
Thomas se dejó caer hacia atrás, completamente agotado. Jean, envuelta en su abrigo blanco, se acurrucó en un rincón, lejos de él. Thomas no podía soportar su propio olor, mezclado con el de Danovic y el de la sangre y el del húmedo sótano, y no censuró a Jean por apartarse de él lo más posible. Después, se desmayó o se quedó dormido; no habría podido decirlo. Cuando abrió los ojos, bajaban por la calle que conducía al puerto de Antibes. Jean lloraba a moco tendido en su rincón; pero no quería preocuparse por ella aquella noche.
Rió entre dientes al acercarse al punto donde estaba amarrado el Clothilde.
Su risa debió sobresaltar a Jean, porque dejó bruscamente de llorar.
—¿De qué te ríes, Tom? —preguntó.
—Me río del médico de Nueva York —respondió él—. Me dijo que tenía que evitar cualquier movimiento brusco y cualquier esfuerzo excesivo durante mucho tiempo. Me habría gustado ver su cara si hubiese estado allí esta noche.
Se esforzó en bajar del coche sin ayuda, pagó al chófer y se dirigió cojeando a la pasarela, detrás de Jean. Volvió a sentir mareo, y estuvo a punto de caerse al agua.
—¿Te ayudo a bajar a tu camarote? —preguntó Jean, cuando él llegó por fin a la cubierta.
Tom rehusó con un ademán.
—Baja y dile a tu marido que has llegado. Y cuéntale lo que quieras sobre esta noche.
Ella se acercó y le dio un beso.
—Te juro que no volveré a beber una gota de licor en toda mi vida —dijo.
—Entonces, bien está —dijo él—. Hemos pasado una noche divertida, ¿no?
Pero le dio una palmada en la suave e infantil mejilla, para quitar acritud a sus palabras. Esperó a que bajase al salón y al camarote principal. Después, descendió penosamente a su propio camarote. Kate estaba despierta y tenía la luz encendida. Lanzó una exclamación ahogada al ver su aspecto.
—¡Chitón! —dijo él.
—¿Qué ha pasado? —murmuró ella.
—Algo grande —dijo—. He estado a punto de matar a un hombre. —Se dejó caer en la litera—. Ahora, vístete y ve a buscar a un médico.
Cerró los ojos, pero oyó que ella se vestía rápidamente. Cuando Kate salió, se había dormido.
Se levantó temprano, despertado por el sibilante ruido del agua, al hacer Dwyer y Wesley el baldeo de la cubierta. La noche anterior, habían llegado demasiado tarde para hacerlo. Ahora, Thomas llevaba un gran vendaje en la rodilla, y, cada vez que movía el hombro derecho, se estremecía de dolor. Pero todo habría podido ser peor. El médico había dicho que no había ningún hueso roto, pero que la rodilla había sufrido una fuerte contusión y que tal vez se habría lesionado algún cartílago. Kate estaba ya en la cocina, preparando el desayuno, cuando él yacía aún en la litera, y su cuerpo recordaba otros momentos de su vida en que se había despertado magullado y dolorido. El banco del recuerdo.
Bajó de la litera, apoyándose en el brazo sano, y se plantó frente al pequeño espejo del camarote, apoyándose en la pierna ilesa. Su cara era un desastre. De momento, no se había dado cuenta; pero, cuando había derribado a Danovic, su rostro había chocado contra el áspero suelo de cemento, y ahora tenía la nariz y los labios hinchados, y cortes en la frente y en los pómulos. El médico había desinfectado las heridas con alcohol, y, comparada con el resto de su cuerpo, la cara parecía hallarse en buenas condiciones. Sin embargo, confió en que Enid no empezara a chillar cuando le viese.
Estaba desnudo y tenía el pecho y los brazos llenos de negros y azules cardenales. Debería verme Schultzy, pensó, mientras se ponía los pantalones. Tardó cinco minutos en esta operación y no pudo ponerse la camisa. Con ésta en una mano, se dirigió pesadamente a la cocina. Se estaba haciendo el café y Kate exprimía naranjas. En cuanto el médico le había asegurado que él no tenía nada grave, había recobrado la calma y las ganas de trabajar. Cuando el médico se había marchado, y antes de dormirse de nuevo, Thomas le había contado toda la historia.
—¿Quieres besar la hermosa cara del novio? —le dijo.
Ella le besó cariñosamente, sonriendo, y le ayudó a ponerse la camisa. Él no le dijo lo mucho que le dolía el hombro al moverlo.
—¿Lo sabe alguien más? —preguntó Thomas.
—Nada les he dicho a Wesley y a Bunny —respondió ella—, y ninguno de los otros ha salido aún.
—Para todos ellos, tuve una pelea con un borracho, delante de Le Cameo —dijo Thomas—. Será una buena lección para los que piensen emborracharse en su noche de bodas.
Kate asintió con la cabeza.
—Wesley ha estado ya abajo, con la máscara —dijo—. La hélice de babor está muy averiada y, según cree, el eje también está torcido.
—Si salimos de aquí dentro de una semana, podremos considerarnos afortunados —dijo Thomas—. Bueno, ya es hora de que suba a cubierta y empiece a soltar mentiras.
Kate subió la escalera, con el jugo de naranja y la cafetera en una bandeja, y él la siguió. Cuando Wesley y Dwyer le vieron, éste dijo:
—Por el amor de Dios, ¿qué te ha pasado?
Y Wesley dijo:
—¡Papá!
—Os lo contaré cuando estemos todos reunidos —dijo Thomas—. No quiero tener que repetir la historia.
Rudolph subió con Enid, y Thomas comprendió, por su expresión, que Jean le había contado la verdad, o al menos, gran parte de la verdad. Enid sólo dijo:
—Tío Thomas, esta mañana estás muy gracioso.
—¡Y que lo digas, querida! —dijo Thomas.
Rudolph sólo dijo que Jean tenía jaqueca y se había quedado en la cama, y que él tomaría un poco de jugo de naranja cuando los otros hubiesen desayunado. Cuando todos se hubieron sentado a la mesa, subió Gretchen.
—¡Dios mío, Tom! —exclamó—. ¿Qué diablos te ha pasado?
—Estaba esperando que alguien me hiciese esta pregunta —dijo Thomas.
A continuación, explicó que había reñido con un borracho frente a Le Cameo. Pero añadió, riendo, que el borracho no lo estaba tanto como él.
—¡Oh, Tom! —dijo Gretchen, distraídamente—. Pensaba que habías renunciado a las peleas.
—También yo lo pensaba —dijo Thomas—. Pero el borracho no quiso renunciar.
—¿Estabas tú allí, Kate? —preguntó Gretchen, en tono acusador.
—Yo estaba durmiendo en mi cama —respondió Kate, tranquilamente—. Y él se escabulló. Ya sabes cómo son los hombres.
—Me parece vergonzoso —dijo Gretchen—. Hombres maduros, riñendo entre sí…
—También a mí me lo parece —dijo Thomas—. Sobre todo, si pierdo. Ahora, desayunemos.
V
Aquella misma mañana, pero más tarde, Thomas y Rudolph se encontraron solos en la proa. Kate y Gretchen habían ido a la compra, llevándose a Enid, y Wesley y Dwyer habían bajado de nuevo, con sus máscaras, a examinar la hélice.
—Jean me lo contó todo —dijo Rudolph—. No sé cómo agradecértelo, Tom.
—Olvídalo. La cosa no fue para tanto. Probablemente, por ser Jean una chica educada, le pareció mucho peor.
—Todos bebiendo durante el día —dijo Rudolph, amargamente—, y, para colmar la medida, Gretchen y yo tomando unos tragos en cubierta antes de cenar. No pudo soportarlo. Y los alcohólicos pueden ser muy taimados. Todavía no comprendo cómo pudo levantarse de la cama, vestirse y salir del barco sin despertarme… —meneó la cabeza—. Se portaba tan bien desde hacía un tiempo, que llegué a pensar que no había nada que temer. Pero, cuando toma un par de copas, se vuelve irresponsable. No es la misma mujer. Porque no vas a creer que, cuando está serena, se dedica a recorrer los bares con hombres en plena noche, ¿verdad?
—Claro que no, Rudy.
—Me lo ha contado, me lo ha contado —prosiguió Rudolph—. Aquel joven de aspecto cortés y buenas palabras se acercó a ella y le dijo que tenía el coche esperándole y que conocía un bar muy divertido en Cannes, y le ofreció que, si quería acompañarle, la volvería a traer en cuanto se lo indicase…
—Un joven de aspecto cortés y buenas palabras —dijo Thomas, pensando en Danovic, tumbado en el suelo del sótano, con el mango del martillo saliendo de entre sus dientes rotos. Soltó una risa breve—. Te aseguro que esta mañana no tiene tan buen aspecto ni habla tan bien.
—Después, cuando estuvieron en el bar, donde hacían «strip-tease»… ¡Dios mío! No puedo imaginarme a Jean en un lugar así… Él le dijo que había allí demasiado ruido y que, en el sótano, había un club más agradable… —Rudolph meneó la cabeza, con desesperación—. Bueno, ya sabes todo lo demás.
—No pienses más en ello, Rudy, por favor —dijo Thomas.
—¿Por qué no me despertaste y me llevaste contigo? —dijo Rudolph, con voz ronca.
—No eres el tipo adecuado para una expedición de esta clase, Rudy.
—Pero soy su marido, ¡qué caray!
—Otra razón para no despertarte —dijo Thomas.
—Podría haberte matado.
—Durante un rato —dijo Thomas—, hubo muchas probabilidades de que lo hiciese.
—Y tú habrías podido matarle a él.
—Esto fue lo único bueno de esta noche —dijo Thomas—. Descubrí que no podía hacerlo. Y ahora, voy a ver qué hacen esos mecánicos.
Y se alejó por la cubierta, dejando a su hermano con sus remordimientos y su gratitud.
VI
Estaba sentado solo en la cubierta, respirando el aire tranquilo de la anochecida. Kate estaba abajo y los otros habían emprendido una excursión de dos días en automóvil por los pueblos del interior de Italia. Hacía cinco días que el Clothilde había regresado al puerto y estaban esperando que llegasen de Holanda la nueva hélice y el nuevo eje. Rudolph había dicho que una pequeña excursión era muy conveniente. La tranquilidad de Jean, después de la noche de la borrachera, resultaba alarmante, y lo mejor que podía hacer Rudolph era distraerla. Éste había pedido a Kate y a Thomas que les acompañasen, pero Thomas le había respondido que los recién casados deseaban estar solos. Incluso le había dicho a Rudolph que invitase a Dwyer a ir con ellos. Dwyer no había dejado de incordiarle para que le dijese quién era el borracho que le había pegado frente a Le Cameo, y estaba seguro de que aquél tramaba con Wesley alguna clase de represalia. También Jean le seguía constantemente, sin decir nada, pero con una expresión obsesionada en los ojos. Cinco días mintiendo habían representado un esfuerzo excesivo para Thomas, y sería un alivio quedarse un par de días solo en el barco, con Kate.
El muelle estaba en silencio y mayoría de las embarcaciones tenían las luces apagadas. Ya no le dolía el cuerpo, y, aunque todavía cojeaba, había dejado de sentir aquel dolor en la pierna que le daba la impresión de tenerla rota por la mitad. No había cohabitado con su esposa desde la noche de la pelea, y estaba pensando que aquélla sería una noche adecuada para empezar de nuevo, cuando vio que un coche con los faros apagados avanzaba rápidamente por el muelle. El automóvil se detuvo. Era un «DS 19» negro. Se abrieron las dos portezuelas de su lado y saltaron dos hombres; después, otros dos. El último era Danovic, con el brazo en cabestrillo.
Si Kate no hubiese estado a bordo, se habría lanzado al agua y les habría desafiado a alcanzarle. Pero, ahora, debía permanecer en su sitio. En los barcos de ambos lados, no había nadie. Danovic permaneció en el muelle, mientras los otros tres subían a bordo.
—Bueno, caballeros —dijo Thomas—, ¿qué desean?
Entonces, algo le golpeó.
Sólo recobró el conocimiento una vez. Wesley y Kate estaban con él en la habitación del hospital.
—No más… —dijo.
Y volvió a caer en coma.
Rudy había llamado a un especialista del cerebro de Nueva York, y el especialista aún se hallaba camino de Niza cuando Thomas murió. El cirujano había explicado a Rudolph que se trataba de una fractura de cráneo y que se había producido una hemorragia fatal.
Rudolph había trasladado a Gretchen, Jean y Enid a un hotel, y había dado órdenes severas a Gretchen de que no dejara a Jean un minuto a solas.
Rudolph había contado cuanto sabía a la Policía, y ésta había hablado con Jean, que lo había explicado todo, histéricamente, después de media hora de interrogatorio. Les había contado lo de «La Porte Rose», y habían detenido a Danovic; pero no había testigos de la pelea, y Danovic tenía una coartada perfecta para toda la noche.
VII
La mañana que siguió a la cremación, Rudolph y Gretchen fueron en un taxi a buscar la caja de metal que contenía las cenizas de su hermano. Después, se dirigieron al puerto de Antibes, donde Kate, Wesley y Dwyer les estaban esperando. Jean estaba en el hotel con Enid. Rudolph pensaba que el hecho de estar junto a Jean, aquel día, habría sido demasiado para Kate. Y, si Jean se emborrachaba, tendría al fin buenas razones para hacerlo.
Gretchen sabía ahora, como todos los demás, la verdadera historia de aquella noche de bodas.
—Tom, el único de nosotros que hizo algo útil en la vida —dijo Gretchen, mientras el taxi se abría paso entre el bullicio del día de fiesta.
—Muerto por quien no hizo nada —dijo Rudolph.
—Tu única culpa —dijo Gretchen—, fue no despertarte una noche.
—Mi única culpa —dijo Rudolph.
Después, ya no dijeron más hasta llegar al Clothilde. Kate, Wesley y Dwyer, vestidos con sus ropas de trabajo, les esperaban sobre cubierta. Dwyer y Wesley tenían los ojos enrojecidos por el llanto; en cambio, Kate, aunque grave el semblante, no daba muestras de haber llorado. Rudolph subió a bordo con la caja, y Gretchen le siguió. Rudolph dejó la caja en la cabina del piloto y Dwyer empuñó la rueda del timón y puso el único motor en marcha. Wesley levantó la pasarela y saltó a tierra para desatar las dos amarras de popa, que Kate se encargó de recoger. Después, Wesley saltó por encima del agua, se agarró a la popa como un gato, subió a cubierta y corrió a ayudar a Kate a levar el ancla.
Fue algo tan rutinario, tan parecido a lo que habían hecho siempre al zarpar de un puerto, que Rudolph, sentado en la cubierta de popa, tuvo la impresión de que, en el momento menos pensado, Tom saldría de las sombras de la cabina del piloto, con la pipa encendida entre los labios.
El inmaculado barquito blanco y azul salió lentamente por la boca del puerto bajo la luz del sol de la mañana. Sólo las dos figuras absurdamente vestidas de negro, plantadas sobre cubierta, lo distinguían de un barco de placer que se hiciese a la mar para la excursión del día.
Todos guardaban silencio. El día anterior, habían decidido lo que tenían que hacer. Navegaron durante una hora, con rumbo al Sur, alejándose del continente. Como sólo funcionaba un motor, no podían avanzar deprisa y la línea de la costa se dibujaba claramente detrás de ellos.
Al cabo de una hora exacta, Dwyer viró y paró el motor. No había ninguna otra embarcación a la vista y el mar estaba en calma; ni siquiera se oía el rumor de las olas. Rudolph entró en la cabina del piloto, sacó de ella la caja y la abrió. Kate subió del fondo del barco trayendo un gran ramo de gladiolos blancos y rojos. Se pusieron todos en fila, junto a la popa, de cara al amplio y vacío mar. Willie tomó la caja de manos de Rudolph y, después de un momento de vacilación, secos los ojos ahora, empezó a verter en el mar las cenizas de su padre. Fue sólo cuestión de un minuto. Las cenizas se alejaron flotando; unas pizcas de polvo sobre el brillante azul del Mediterráneo.
El cuerpo de su padre, pensó Rudolph, también rodo por aguas profundas.
Kate arrojó las flores, con lentos y hogareños movimientos de sus brazos curtidos y redondos.
Wesley arrojó por la borda la caja de metal y su tapa, ambas boca abajo. Se hundieron inmediatamente. Después, Wesley se dirigió a la cabina del piloto y puso en marcha el motor. Ahora, regresaban a la costa, y Wesley mantuvo el rumbo directo hacia la bocana del puerto.
Kate bajó al camarote y Dwyer se plantó en la proa, dejando a Gretchen y a Rudolph, pálidos como la muerte, en la cubierta de popa.
Erguido en la proa, Dwyer sentía el débil soplo de la brisa y observaba la línea de la costa: casas blancas, viejas murallas, pinos verdes, creciendo y aproximándose bajo la brillante luz del sol de la mañana.
Tiempo para ricos, recordó Dwyer.