1967
En el avión de Dallas, Johnny Heath revolvía una cartera llena de papeles. Rudolph, sentado a su lado, repasaba los de su propia cartera. Tenía que presentar el presupuesto para el próximo año en el Consejo Municipal de la ciudad, y el grueso cuaderno que contenía los cálculos del Interventor le hacía fruncir el ceño. Los precios experimentaban una subida general; los Departamentos de Policía y de incendios, el personal de la Escuela Pública y todos los funcionarios tenían derecho a un aumento de salario; el número de beneficiarios de subvenciones, sobre todo en el barrio negro de la ciudad, crecía de modo alarmante; existía un proyecto de nuevo alcantarillado; todo el mundo luchaba contra el aumento de los impuestos; las ayudas estatal y federal se mantenían al antiguo nivel. Y aquí estoy yo, pensó, a nueve mil metros de altura, teniendo que preocuparme de nuevo por cuestiones de dinero.
Johnny Heath se preocupaba también por cuestiones de dinero, sentado en el asiento contiguo; pero, al menos, se trataba de su propio dinero y del de Rudolph. Cuando el padre de Brad Knight murió, éste había trasladado la oficina principal de Tulsa a Dallas, y el objeto del viaje era hablar con Brad acerca de las inversiones de Johnny y Rudolph en la «Peter Knight and Son Company». Parecía que Brad había perdido de pronto su buen olfato, de modo que las inversiones se habían realizado en una serie de pozos secos. E incluso en los que habían dado fruto se habían producido muchos desastres, como aparición de agua salada, derrumbamientos e imprevisibles capas de terreno de difícil y cara perforación. Johnny Heath había realizado algunas discretas investigaciones y tenía la seguridad de que Brad había falseado sus informes y les estaba robando desde hacía algún tiempo. Las cifras obtenidas por Johnny parecían concluyentes, pero Rudolph se había negado a actuar contra Brad antes de discutir la cuestión personalmente con él. Le parecía imposible que un hombre al que conocía tan bien y desde tanto tiempo se comportase de esta manera. A pesar de Virginia Calderwood.
Cuando aterrizó el avión, Brad no estaba en el aeropuerto. Había enviado un ayudante a recibirles; un hombre alto y corpulento, con sombrero de paja de color castaño, corbata de cinta y chaqueta de madrás, que excusó a míster Knight (se encontraba en una reunión que no podía abandonar) y les condujo en un «Cadillac» con aire acondicionado a lo largo de una carretera donde el calor formaba raros espejismos, hasta el hotel del centro de Dallas, donde Brad había reservado una suite con salón y dos dormitorios para Johnny y Rudolph.
El hotel era novísimo, y las habitaciones estaban decoradas en un estilo que, según debió pensar el decorador, era un perfeccionamiento tejano del Segundo Imperio. Sobre una larga mesa adosada a la pared, había seis botellas de bourbon, seis de whisky escocés, seis de ginebra y vodka, una de vermut, un cubo con hielo, docenas de botellas de «Coca-Cola» y de agua de Seltz, una cesta de limones, un enorme frutero con frutas desmesuradas, y gran cantidad de vasos de todos los tamaños.
—Si lo prefieren —dijo el ayudante—, encontrarán cerveza y champaña en el frigorífico. Míster Knight tiene mucho gusto en invitarles.
—Sólo estaremos aquí esta noche —dijo Rudolph.
—Míster Knight me dijo que les atendiese en todo lo posible —dijo el ayudante—. Están ustedes en Texas.
—Si hubiesen tenido tantas cosas en El Álamo —dijo Rudolph—, aún estarían resistiendo.
El ayudante rió cortésmente y dijo que, casi con toda seguridad, míster Knight estaría libre a las cinco de la tarde. Ahora, eran poco más de las tres.
—No lo olviden —dijo al marcharse—, si necesitan algo, tengan la bondad de llamar a la oficina. ¿De acuerdo?
—Bonita decoración —dijo Johnny, señalando la suite y la mesa cargada de botellas.
Rudolph sintió una punzada de irritación contra Johnny y su automático reflejo de sospecha en todas las situaciones.
—Tengo que hacer algunas llamadas —dijo—. Avísame cuando llegue Brad.
Entró en su habitación y cerró la puerta.
Llamó, ante todo, a su casa. Procuraba llamar a Jean al menos tres veces al día. Por fin, había seguido el consejo de Gretchen y no había licor en la casa, pero Whitby estaba llena de bares y de tiendas de licores. Hoy, no tenía por qué preocuparse. Jean estaba animada y alegre. En Whitby estaba lloviendo. Llevaría a Enid a su primera fiesta infantil. Dos meses antes, había sufrido un accidente, conduciendo borracha y con Enid en el asiento de atrás del coche. Éste había quedado destrozado, pero, salvo algunos arañazos, ambas habían salido ilesas.
—¿Cómo es Dallas? —preguntó ella.
—Supongo que está muy bien para los tejanos —dijo Rudolph—. Pero es intolerable para el resto de la raza humana.
—¿Cuándo volverás?
—Lo antes posible.
—Apresúrate —dijo ella.
Rudolph no le había explicado el motivo de su viaje a Texas con Johnny. Cuando estaba serena, la deprimía la traición.
Después, llamó a su oficina del Ayuntamiento y preguntó por su secretario. Su secretario era un hombre joven, un poco afeminado, pero, generalmente, tranquilo. Esta tarde, no lo estaba. Por la mañana, había habido una manifestación estudiantil frente a las oficinas del Sentinel, como protesta contra un editorial en pro del mantenimiento del ROTC en la Universidad. Rudolph había aprobado personalmente aquel editorial, porque era moderado y no propugnaba la instrucción militar obligatoria, sino que sólo decía que aquel centro debía permanecer abierto para los estudiantes que quisieran seguir la carrera militar o para los que quisieran estar preparados para la defensa de su país en caso necesario. La tranquila voz de la razón no había aplacado a los manifestantes. Habían arrojado una piedra contra un cristal y había tenido que intervenir la Policía. El rector Dorlacker había telefoneado, muy enfadado, y había dicho textualmente: «Si es el alcalde, ¿por qué no está en su despacho?». Fin de la cita. Rudolph no le había contado a su secretario el objeto de su viaje. El jefe de Policía, Ottman, había estado en el Ayuntamiento y parecía muy atribulado. Algo muy, muy importante, había dicho Ottman. El alcalde tenía que ponerse al habla con él lo antes posible. Habían llamado dos veces de Albany. Una delegación negra había presentado una instancia sobre algo referente a una piscina.
—Ya basta, Walter —dijo Rudolph, con voz cansada.
Colgó el aparato y se tumbó sobre la resbaladiza colcha de seda color azul celeste. Cobraba diez mil dólares al año como alcalde de Whitby. Los destinaba enteramente a beneficencia. Servicio Público.
Se levantó de la cama, observando con malévola satisfacción la mancha dejada por sus zapatos en la seda, y pasó al salón. Johnny estaba sentado a una enorme mesa, en mangas de camisa, repasando sus papeles.
—No cabe la menor duda, Rudy —dijo— ese hijo de perra nos ha estado timando.
—Más tarde, por favor —dijo Rudolph—. En este momento, debo sacrificarme por el servicio público.
Vertió una «Coca-Cola» en un vaso con hielo, se acercó a la ventana y contempló la ciudad. Dallas brillaba bajo el ardiente sol, surgiendo sobre la desolada llanura como una erupción de metal y de cristal, resultado de un accidente cósmico, inorgánico y arbitrario.
Rudolph volvió a su habitación y dio a la operadora el número de teléfono de la Jefatura de Policía de Whitby. Mientras esperaba la comunicación, se miró en el espejo. Tenía aspecto de necesitar unas vacaciones. Se preguntó cuándo sufriría su primer ataque cardiaco. Aunque, en América, se presumía que sólo los hombres de negocios sufrían estos ataques, y él había abandonado teóricamente los negocios. Había leído en alguna parte que los profesores vivían eternamente.
Cuando se puso al teléfono, Ottman pareció muy compungido. Pero siempre parecía compungido. Su métier, que era el delito, le asqueaba. Bailey, el antiguo jefe de Policía a quien Rudolph había metido en la cárcel, era un hombre alegre y jovial. Muchas veces, Rudolph lo encontraba a faltar. La melancolía de la integridad.
—Hemos descubierto una gusanera, señor alcalde —dijo Ottman—. Esta mañana, a las ocho y media, el agente Slattery, sorprendió a un novato de Whitby fumando un cigarrillo de marihuana en una tasca. ¡A las ocho y media de la mañana! —Ottman era un hombre hogareño, muy regular en su horario, y las mañanas eran sagradas para él—. El chico llevaba encima cuarenta gramos de la droga. Antes de que lo encerrásemos, ha hablado por los codos. Dice que, en su dormitorio, hay al menos cincuenta muchachos que fuman haxix y marihuana. Dice que, si vamos allá, encontraremos una libra de drogas, como mínimo. Ha llamado a un abogado, y esta tarde saldrá bajo fianza. Pero, a estas horas, el abogado lo ha dicho ya a algunas personas, y ¿qué puedo hacer yo? El rector Dorlacker me llamó hace un rato y me dijo que no me acercase al campus. Pero el rumor habrá circulado ya por la ciudad y, si me mantengo alejado de la Universidad, ¿qué dirá la gente de mí? La Universidad de Whitby no está en La Habana o en Buenos Aires, sino dentro de los límites de la ciudad, y la ley es la ley, ¡qué canastos!
Escogí un buen día para venir a Dallas, pensó Rudolph.
—Déjeme pensar un momento, jefe —dijo.
—Si no puedo entrar allí, señor alcalde —dijo Ottman—, dimitiré inmediatamente.
¡Vaya con los hombres honrados!, pensó Rudolph. Algún día probaré la marihuana y sabré el porqué de tanto jaleo. Tal vez a Jean le sentaría bien.
—El abogado del chico también es abogado de León Harrison —dijo Ottman—. Harrison ha estado ya aquí y me ha preguntado qué pensaba hacer. Habla de convocar una reunión extraordinaria de la Junta del Patronato.
—Está bien, jefe —dijo Rudolph—. Llame a Dorlacker y dígale que ha hablado conmigo y que he ordenado un registro para las ocho de esta tarde. Consiga un mandamiento del juez Satterlee y diga a sus hombres que dejen sus porras en casa. No quiero que se produzcan lesiones. La noticia se sabrá y tal vez los chicos tengan el suficiente sentido común para hacer desaparecer la droga antes de que llegue usted al dormitorio.
—Usted no conoce a los chicos de hoy, señor alcalde —dijo Ottman, en tono pesaroso—. Tienen menos sentido común que los mosquitos.
Rudolph le dio el número de teléfono del hotel de Dallas y le dijo que volviese a llamarle por la noche, después del registro. Colgó y apuró su «Coca-Cola». La comida del avión había sido horrible y le había producido ardor de estómago. Y se había bebido estúpidamente los dos «Manhattan» que le había servido la azafata. Por alguna razón, bebía «Manhattan» cuando estaba en el aire. Nunca, en tierra. ¿Significaría algo?
Sonó el teléfono. Esperó que Johnny se pusiese al aparato en la otra habitación. Pero no llamaba en la otra habitación.
—Diga —dijo.
—¿Rudy?
Era la voz de Gretchen.
—Sí.
Sus relaciones se habían enfriado un poco desde que ella le había dicho que Jean era alcohólica. Gretchen había acertado, pero esto sólo había servido para aumentar la frialdad.
—Llamé a Jean a tu casa —dijo Gretchen—, y ella me dijo dónde estabas. Espero no molestarte.
Pero era ella la que parecía molesta.
—No, no —mintió Rudolph—. Sólo estoy haraganeando un poco en la conocida estación veraniega de Dallas Les Bains. Por cierto, ¿dónde estás tú?
—En Los Ángeles. No te habría llamado, pero temo volverme loca.
Cada familia tiene su momento y lugar adecuados para volverse loca.
—¿Qué sucede?
—Se trata de Billy. ¿Sabías que hace un mes que no va a la Universidad?
—No —respondió Rudolph—. Ya sabes que no suele contarme sus secretos.
—Está en Nueva York, viviendo con una chica…
—Querida Gretchen —dijo Rudolph—, hay, probablemente, medio millón de muchachos de la edad de Billy que viven con una chica en Nueva York, en este preciso instante. Peor sería que viviese con un chico.
—No se trata de eso —dijo Gretchen—. Como ya no es estudiante, tiene que incorporarse a filas.
—Bueno, tal vez le sentará bien —dijo Rudolph—. Un par de años en el Ejército pueden convertirlo en un hombre.
—Tú tienes una hija —dijo Gretchen, amargamente—, y por esto hablas así. Yo tengo un hijo. Y no creo que se convierta en un hombre si le meten una bala en la cabeza.
—Vamos, Gretchen —dijo Rudolph—, no hay que ser tan pesimista. Cualquiera diría que basta con reclutar a un chico para que, a los dos meses, su madre reciba un cadáver. Hay muchísimos muchachos que hacen el servicio militar y vuelven a casa sin un solo rasguño.
—Por eso te he llamado —dijo Gretchen—. Quiero que te asegures de que volverá a casa sin un rasguño.
—¿Cómo puedo hacerlo?
—Conoces a mucha gente en Washington.
—Nadie puede librar a un chico del servicio militar, si goza de buena salud y no cursa estudios, Gretchen. Ni siquiera en Washington.
—No estoy tan segura —dijo Gretchen—, en vista de lo que he oído y leído. Pero no te pido que trates de librar a Billy del servicio.
—Entonces, ¿qué quieres que haga?
—Que utilices tus relaciones para asegurarte de que no enviarán a Billy a Vietnam.
Rudolph suspiró. Lo cierto era que conocía a algunas personas en Washington que probablemente podían hacerlo y que probablemente lo harían si él se lo pedía. Pero ésta era precisamente la clase de intriga, privilegiada y mezquina, que más detestaba. Vulneraba su sentido de la rectitud e iba en contra de sus motivos de intervención en la vida pública. En el mundo de los negocios, era normal, que alguien se acercase a uno y le pidiese una colocación privilegiada para un primo o un sobrino. Según lo que uno debiese al hombre, o lo que esperase conseguir de él en el futuro, o incluso según la simpatía que sintiese por él, ayudaba al sobrino o al primo sin pensarlo dos veces. Pero emplear el poder recibido a través de los votos de un pueblo al que había prometido una representación impecable y un respeto absoluto a la ley, para librar al hijo de una hermana del peligro de muerte, mientras aprobaba, expresa o tácitamente, el envío de millares de otros chicos de la misma edad a su destrucción, era algo completamente distinto.
—Gretchen —dijo, entre los zumbidos de la línea de Dallas a Los Ángeles—, si pudieses encontrar otra manera…
—¡La otra única persona a quien conozco y que podría hacer algo —dijo Gretchen, levantando la voz— es el hermano de Colin Burke! Ahora, está en Vietnam. ¡Y apuesto a que haría cualquier cosa para evitar que Billy oyese un solo disparo!
—No grites tanto, Gretchen —rogó Rudolph, apartando el aparato del oído—. Te oigo perfectamente.
—Voy a decirte algo. —Ahora gritaba como una histérica—. Si no quieres ayudarme, iré a Nueva York y me llevaré a Billy al Canadá o a Suecia. Y armaré un ruido de mil demonios cuando explique por qué lo he hecho.
—Vamos, Gretchen —dijo Rudolph—, ¿qué te pasa? ¿Es que ya sientes la menopausia?
Oyó que colgaban el aparato al otro extremo de la línea. Se levantó despacio, se acercó a la ventana y miró la ciudad de Dallas. Vista desde el dormitorio, no tenía mejor aspecto que desde el salón.
La familia, pensó. Sin proponérselo, siempre había sido el único que había ayudado a la familia. Era el único que había ayudado a su padre en el horno y haciendo el reparto de panecillos; era el único que había mantenido a su madre viuda. Era el único que había sostenido los enojosos tratos con los detectives, que había representado la penosa escena con Willie Abbot, que había ayudado a Gretchen a conseguir el divorcio y que había apoyado a su segundo marido. Era el único que había ganado dinero para Tom, permitiéndole librarse de la vida salvaje en que había caído. Era el único que había asistido al entierro de Colin Burke, en la otra punta del continente, para consolar a su hermana en los peores momentos de su vida. Era el único que había asumido la responsabilidad de sacar del colegio al arisco e ingrato Billy cuando vio que éste sufría allí, y el único que había hecho ingresar a Billy en Whitby, a pesar de que las notas del muchacho apenas eran suficientes para que le admitiesen en una escuela de oficios. Era el único que había buscado a Tom en el «Aegean Hotel», para complacer a su madre, y visitado la Calle 53 Oeste, y sacado él dinero para Schultz y realizado todas las gestiones con el abogado para que Tom pudiese reunirse con su hijo y divorciarse de una prostituta…
No había pedido gratitud, y lo cierto era que poco había salido ganando con sus acciones. Pero no lo había hecho para que se lo agradeciesen. Era honrado consigo mismo. Tenía conciencia de sus deberes para consigo mismo y para con los demás, y no habría podido vivir tranquilo si no los hubiese cumplido.
Los deberes nunca se acaban. Ésta es su característica esencial.
Se acercó al teléfono y pidió el número de Gretchen, en California. Cuando ella respondió, le dijo:
—De acuerdo, Gretchen. Me detendré en Washington, de paso para el Norte, y veré lo que puedo hacer. Creo que no debes preocuparte más.
—Gracias, Rudy —dijo Gretchen, con un hilo de voz—. Sabía que no me fallarías.
Brad llegó al hotel a las cinco y media. El sol y el licor de Texas hacían que estuviese más colorado que antes. Y, también, más gordo y expansivo. Llevaba un traje oscuro, a rayas, de verano, camisa azul con fruncidos y grandes gemelos de perlas.
—Siento no haber podido ir a recibiros en el aeropuerto, pero espero que mi muchacho os habrá atendido como es debido. —Vertió un chorro de bourbon en un vaso con hielo e hizo una reverencia a sus amigos—. Bueno, chicos, ya era hora de que vinieseis a hacerme una visita y echar un vistazo a la fuente de vuestro dinero. Estamos perforando un nuevo pozo, y tal vez mañana alquile una avioneta y os lleve a ver cómo marcha la cosa. Y tengo billetes para el partido del sábado. El gran partido de la temporada. Texas contra Oklahoma. La ciudad será digna de verse ese fin de semana. Treinta mil borrachos felices. Siento que Virginia no esté aquí para daros la bienvenida. Cuando se entere de que habéis venido y os habéis marchado, lo sentirá muchísimo. Pero ha ido al Norte a ver a su papaíto. Creo que no está muy bien. Espero que no sea nada grave, pues quiero de veras al viejo gruñón.
Su cordialidad occidental, su exagerada hospitalidad, su lisonjera actitud, propia de un hombre del Sur, resultaban penosas.
—Cállate, Brad, por favor —dijo Rudolph—. En primer lugar, sabemos el motivo de la ausencia de Virginia. No ha ido a visitar a su papaíto, como tú dices.
Dos semanas atrás, Calderwood había estado en la oficina de Rudolph y le había dicho que Virginia había dejado a Brad para siempre, porque éste se había liado con una actriz de cine de Hollywood y cambiaba Dallas por Hollywood tres veces por semana, aparte de que tenía apuros de dinero. Precisamente después de la visita de Calderwood había empezado Rudolph a sospechar algo y había llamado a Johnny.
—Me sorprendes, amigo mío —dijo Brad, echando un trago—. Acabo de hablar por teléfono con mi mujer, y me ha dicho que espera volver pronto y que…
—Ni has hablado con tu esposa, ni ella volverá, Brad —dijo Rudolph—. Y tú lo sabes.
—Y también sabes otras muchas cosas —dijo Johnny. Estaba plantado entre Brad y la puerta, casi como si esperase que éste echase a correr—. Y nosotros lo sabemos también.
—¡Dios mío! —dijo Brad—. Si no fueseis mis amigos de toda la vida, juraría que venís en plan poco amistoso.
Estaba sudando, a pesar del acondicionamiento de aire, y había manchas oscuras en su camisa azul. Volvió a llenar su vaso. Sus dedos gruesos y bien cuidados temblaban al agitar el hielo.
—Habla claro, Brad —dijo Johnny.
—Bueno… —Brad rió o fingió una risa—. Tal vez le he hecho un poco el salto a mi mujer, de tarde en tarde. Ya sabes cómo soy, Rudy. No tengo tu fuerza de carácter, no puedo resistir la tentación de tirarme una juerguecita cuando me la ofrecen en bandeja. Pero Virginia se lo ha tomado demasiado en serio. Ella…
—No nos interesan tus relaciones con Virginia —dijo Johnny— sino adónde ha ido a parar nuestro dinero.
—Os envío un informe todos los meses —dijo Brad.
—Desde luego —dijo Johnny.
—Recientemente, la suerte no nos ha acompañado —dijo Brad, secándose el sudor del rostro con un gran pañuelo de lino con sus iniciales bordadas—. Pero, como decía mi padre, que en paz descanse, en el negocio del petróleo hay que arriesgarse para ganar.
—Hemos hecho algunas comprobaciones —dijo Johnny— y calculamos que, en el último año, nos has robado aproximadamente setenta mil dólares a cada uno.
—Estáis de broma, chicos —dijo Brad. Su cara tenía ahora un color purpúreo, y su sonrisa parecía haberse petrificado en su rostro cubierto de sudor—. Tenéis que estar bromeando. No puede ser de otra manera. ¡Dios mío! ¡Ciento cuarenta mil dólares!
—Brad… —dijo Rudolph, gravemente.
—Está bien —dijo Brad—, ya veo que habláis en serio. —Se dejó caer pesadamente sobre la lujosa cama; un tipo grueso y cansado, de hombros encorvados, en contraste con los alegres colores del mejor mueble de la mejor suite del mejor hotel de Dallas, Texas—. Os diré cómo ocurrió.
Lo ocurrido fue que Brad había conocido a una starlet llamada Sandra Dilson, cuando el año pasado había ido a Hollywood en busca de nuevos capitalistas. «Una jovencita dulce y cándida», según la definición de Brad. Lo cierto era que se había vuelto loco por ella y que había pasado mucho tiempo sin que ella le permitiese tocarla. Para impresionarla, había empezado a comprarle joyas.
—No tenéis idea de lo que cuestan las piedras en aquella ciudad —dijo Brad—. Es como si ellos mismos fabricasen dinero.
Para impresionarla más, apostó grandes sumas en las carreras.
—Si queréis saber la verdad —siguió diciendo—, esa chica anda por ahí con joyas por valor de cuatrocientos mil dólares, todas ellas pagadas por mí. Y a veces, cuando estoy con ella en la cama —declaró, desafiadoramente—, pensé que valía la pena. La quiero, perdí la cabeza por ella y, en cierto modo, me enorgullezco de haberlo hecho y estoy dispuesto a pagar las consecuencias.
Para conseguir dinero, Brad había empezado a falsear los estados de cuentas mensuales. Había incluido prospecciones y perforaciones de pozos que habían sido abandonados como secos o inútiles hacía años, y había multiplicado por diez o por quince el verdadero coste de los equipos. Un contable de su oficina estaba al tanto del asunto, y él le pagaba para que cerrase el pico y le ayudase. Otros capitalistas habían iniciado peligrosas investigaciones; pero, hasta ahora, había podido esquivarlos.
—¿Cuántos participes tienes en el momento actual? —preguntó Johnny.
—Cincuenta y dos.
—Cincuenta y dos idiotas —dijo Johnny, ásperamente.
—Nunca había hecho una cosa así —dijo Brad, cándidamente—. Mi reputación en Oklahoma y Texas, es tan limpia como una patena. Preguntad a cualquiera. La gente confiaba en mí. Y con razón.
—Irás a la cárcel, Brad —dijo Rudolph.
—No puedes hacerme esto, no puedes hacerle esto a tu viejo amigo Brad, que se sentaba a tu lado el día en que te graduaste en la escuela, Rudy.
—Pues lo haré —dijo Rudolph.
—Esperad un momento —dijo Johnny—, antes de que hablemos de la cárcel. A mí me interesa más ver si hay manera de recuperar nuestro dinero.
—Así se habla —dijo Brad, ansiosamente—. Hay que ser práctico.
—Háblame de las partidas de tu activo —dijo Johnny—. ¿Cuáles son, en este momento?
—Así está bien —dijo Brad—. Hablemos de negocios. No estoy arruinado. Todavía tengo crédito.
—Cuando salgas de esta habitación, Brad —dijo Rudolph—, ningún Banco del país te prestará diez centavos. Yo me cuidaré de ello.
No podía disimular el asco que sentía.
—Johnny… —dijo Brad, apelando a Heath—. Es vengativo. Convéncele. Comprendo que esté un poco dolido, pero llevar su afán de venganza a ese extremo…
—Te pregunté por tu activo —le interrumpió Johnny.
—Bueno —dijo Brad—, en los libros, el panorama no es muy… optimista. —Hizo un guiño esperanzador—. Pero, de vez en cuando, pude reunir algún dinero en efectivo. Una manzana para la sed, podríamos decir. Lo tengo repartido en varias cajas de alquiler. Desde luego, no es bastante para pagar a todo el mundo, pero sí para devolveros a vosotros una buena parte de lo que os debo.
—¿Es dinero de Virginia? —preguntó Rudolph.
—¡Dinero de Virginia! —gruñó Brad—. El viejo apretó de tal modo los cordones de la bolsa que le dio, que no podría comprar con ello un bocadillo, aunque me estuviese muriendo de hambre en el banco de un parque.
—Fue mucho más listo que nosotros —dijo Rudolph.
—Por Dios, Rudolph —se quejó Brad—, no hurgues más en la herida. Y me duele bastante.
—¿Cuánto tienes en efectivo? —preguntó Johnny.
—Ya te he dicho, Johnny, que no figura en los libros de la compañía…
—Lo sé. ¿Cuánto?
—Casi cien mil dólares. Podría daros, a cada uno, poco menos de cincuenta mil, a cuenta. Y garantizaría personalmente el pago aplazado del resto.
—¿Cómo? —preguntó Rudolph, brutalmente.
—Bueno, todavía tengo algunos pozos de explotación… —r comprendió que estaba mintiendo—. Además, puedo explicar a Sandra que estoy en un apuro momentáneo, y pedirle que me devuelva el dinero y…
Rudolph meneó la cabeza con incredulidad.
—¿De veras crees que lo haría?
—Es una buena chica, Rudy. Algún día te la presentaré.
—Por el amor de Dios, ¿cuándo dejarás de ser un niño? —dijo Rudolph.
—Espera aquí —dijo Johnny a Brad—. Quiero hablar a solas con Rudy.
Cogió los papeles en que había estado trabajando y se dirigió a la puerta de la habitación de Rudolph.
—No os importa que beba un poco mientras espero, ¿verdad? —dijo Brad.
Johnny y Rudolph entraron en la habitación, y aquél cerró la puerta.
—Debemos tomar una decisión —dijo—. Si, como dice, tiene casi cien mil dólares en efectivo, podemos tomarlos y reducir nuestra pérdida. Es decir, perderemos veinte mil, poco más o menos. Si no los tomamos, tendremos que convocar una reunión de acreedores y llevarlo, probablemente, a la quiebra. Esto, si no iniciamos un procedimiento criminal. Todos los acreedores participarían en el dinero por igual, o, al menos, a prorrata del dinero invertido y de las sumas actualmente acreditadas.
—¿Tiene él derecho a pagarnos con preferencia a todos los demás?
—Bueno, todavía no ha sido declarado en quiebra —dijo Johnny—. Creo que los tribunales considerarían válido el pago.
—No —dijo Rudolph—. El dinero tiene que ir al fondo común. La cuestión es que esta misma noche nos dé las llaves de las cajas de alquiler para que no pueda alzarse con el dinero.
Johnny suspiró.
—Temí que dirías esto. Genio y figura…
—El hecho de que él sea un estafador —dijo Rudolph—, no quiere decir que tenga que serlo yo para reducir mi pérdida, como tú dices.
—También he dicho que los tribunales probablemente darían validez al pago.
—No basta con esto —dijo Rudolph—. Al menos, para mí…
Johnny dirigió a Rudolph una mirada calculadora.
—¿Qué harías si yo le dijese que me diese mi parte y dejase correr todo lo demás?
—Daria cuenta de ello en la reunión de acreedores y propondría que te demandasen para anular el pago —respondió Rudolph, con naturalidad.
—Me rindo —dijo Johnny—. ¿Quién puede resistir a un político honrado?
Volvieron al salón. Brad estaba de pie junto a la ventana, con un vaso lleno en la mano y las entradas para el gran partido de la temporada en el bolsillo, contemplando la rica y acogedora ciudad de Dallas. Johnny le explicó lo que habían resuelto. Brad asintió con la cabeza, aturdido, sin acabar de comprender.
—Y queremos que vuelvas mañana por la mañana, a las nueve, antes de que abran los Bancos —dijo Rudolph—. Iremos contigo a abrir esas cajas de alquiler de que has hablado y nos haremos cargo del dinero. Te firmaremos un recibo para que lo guardes. Pero, si no estás aquí a las nueve menos un minuto, llamaré a la Policía y presentaré una denuncia por estafa.
—Rudy… —dijo Brad, en tono quejumbroso.
—Y si quieres conservar esos elegantes gemelos de perlas —dijo Rudolph—, harás bien en esconderlos en alguna parte. Porque, a finales de mes, vendrá el alguacil a ocupar todos tus bienes, absolutamente todos, incluida esa linda camisa que llevas, para liquidar tus deudas.
—Chicos, chicos… —dijo Brad, con voz entrecortada—, vosotros no sabéis lo que es esto. Sois ricos, vuestras esposas tienen millones, no os falta nada. No sabéis lo que significa ser un tipo como yo.
—No nos partas el corazón —dijo Rudolph, bruscamente. Jamás se había sentido tan furioso contra alguien. Tenía que aguantarse para no saltar y tratar de estrangularle—. Estáte aquí mañana, antes de las nueve.
—De acuerdo. Aquí estaré —dijo Brad—. Supongo que no querréis cenar conmigo…
—Márchate antes de que te mate —dijo Rudolph.
Brad se dirigió a la puerta.
—Bueno —dijo—, que os divirtáis en Dallas. Es una gran ciudad. Y recordadlo —dijo, señalando la suite y las botellas—, todo esto corre de mi cuenta.
Después, salió.
Rudolph no tuvo tiempo de llamar a su casa, la mañana siguiente. Brad se presentó a las nueve en punto, según lo ordenado, con los ojos enrojecidos y aspecto de no haber dormido en toda la noche. Traía un manojo de llaves, correspondientes a cajas de alquiler de diversos Bancos de Dallas. Ottman no había llamado la noche anterior, aunque Rudolph y Johnny habían cenado en el hotel esperando que lo hiciera. Rudolph lo consideró como una señal de que todo había marchado sobre ruedas en la Universidad de Whitby y de que los temores de Ottman habían sido exagerados.
Rudolph y Johnny, seguidos de Brad, fueron al despacho de un abogado conocido del segundo. El abogado redactó unos poderes, a fin de que Johnny pudiese actuar en representación de Rudolph. Johnny se quedaría en Dallas para resolver todo aquel lío. Después, con un pasante del abogado como testigo, recorrieron los Bancos, donde Brad, sin sus gemelos de perlas, abrió las cajas y sacó los fajos de billetes. Los cuatro hombres contaron minuciosamente el dinero y, después, el pasante extendió un recibo con la cantidad entregada por Bradford Knight y la fecha, y Rudolph y Johnny lo firmaron. A continuación, el pasante del abogado firmó como testigo la hoja de papel y todos subieron a la planta principal del Banco e ingresaron el dinero en una cuenta conjunta a nombre de Rudolph y Johnny, de la que sólo podían retirarlo con la firma de ambos. Así lo habían planeado la noche anterior, sabiendo que, en adelante, todo lo referente a Bradford Knight sería sometido a rigurosa inspección.
La suma total extraída de todas las cajas ascendía a noventa y tres mil dólares. Brad había calculado casi con exactitud lo que había ocultado, según decía, como una manzana para la sed. Ni Johnny ni Rudolph le habían preguntado de dónde procedía aquel dinero. Otros cuidarían de hacerlo.
La visita al despacho del abogado y el recorrido de los Bancos les había llevado casi toda la mañana, y Rudolph tenía que apresurarse si quería tomar el avión que salía de Dallas para Washington al mediodía. Al salir corriendo de la suite, cargado con su maleta y una pequeña cartera, vio que las únicas botellas que habían sido abiertas era la de «Coca-Cola» que había tomado él y la quinta de bourbon de la que había bebido Brad.
Brad se había ofrecido a llevarle en su coche al aeropuerto.
—Esta mañana —le había dicho, tratando de sonreír—, el «Cadillac» todavía es mío. Podemos disfrutar de él.
Pero Rudolph había rehusado y había llamado un taxi. Al subir a éste, pidió a Johnny que llamase a sus oficinas de Whitby y dijese a su secretario que no llegaría a casa aquella noche, pero que estaría en el «Mayflower Hotel» de Washington.
En el avión, no comió el almuerzo ni bebió los dos «Manhattan's». Sacó de la cartera los cálculos del Interventor y trató de estudiarlos; pero no podía concentrarse en los números. Seguía pensando en Brad, derrotado, marcado, quebrado, con una condena de prisión pendiente sobre su cabeza. Arruinado, ¿por qué? Por una buscadora de dinero de Hollywood. Era asqueroso. Brad había dicho que la amaba y que había valido la pena. El amor, el Quinto Jinete del Apocalipsis. Al menos, en Texas. Era casi imposible relacionar a Brad con la emoción. Era un hombre nacido para los salones y los burdeles, pensaba ahora Rudolph. Pero tal vez lo sabía ya desde antiguo y se había negado a reconocerlo. Sin embargo, siempre era difícil creer en la existencia del amor de los demás. Quizá su negativa a aceptar el hecho de que Brad era capaz de amar se debía a la condescendencia para consigo mismo. Él amaba a Jean, pero ¿se habría arruinado por ella? La respuesta era: no. Entonces, ¿era él más superficial que el hombre balbuciente y sudoroso de la camisa azul? ¿Y no era él en cierto modo responsable de la terrible situación por la que pasaba su amigo en la actualidad y de la aún más terrible que le esperaba en tiempos venideros? Cuando había anulado la oportunidad de Brad con Calderwood, en la escalera del Country Club, la tarde de la boda, ¿había preparado subconscientemente su destino? Cuando había invertido dinero en el negocio de Brad, obedeciendo a un sentimiento de culpabilidad, ¿no había sabido que Brad se vengaría de la única manera que podía hacerlo, o sea, estafándole? Y, en realidad, ¿no había querido que ocurriese, para librarse de una vez y para siempre de Brad, que no había querido creerle en lo tocante a Virginia? Y, más perturbador aún, si hubiese sucumbido a las proposiciones de Virginia Calderwood y se hubiese acostado con ella, ¿se habría casado Virginia con Brad y arrancado a éste de la esfera de protección de su amigo? Pues una cosa era indudable: él había protegido a Brad durante muchos años; primero, llamándole al Este para darle un cargo que otros habrían podido desempeñar mejor desde el principio; después, adiestrándole cuidadosamente(y pagándole con exceso), de modo que no era extraño que Brad se hubiese hecho la ilusión de alcanzar el primer puesto en la empresa. ¿En qué momento hubiese sido moral dejar de proteger a su amigo? ¿Acaso nunca?
Habría sido más fácil dejar que Johnny Heath fuese a Dallas y arreglase él solo el asunto. Johnny también había sido amigo de Brad, además de su padrino de boda; pero su amistad no había sido como la de Brad y Rudolph. De algún modo, Brad había sufrido más al tener que responder de sus actos frente a Rudolph. Sabía Dios que a éste le hubiese resultado fácil alegar un trabajo apremiante en Whitby y enviar a Johnny por su cuenta. Lo había pensado, pero había desistido por considerarlo una cobardía. Había hecho el viaje en aras del respeto que se debía a sí mismo. Pero este respeto podía ser una forma de vanidad. ¿Acaso los continuos éxitos habían embotado su sensibilidad, llevándole a sentirse complacido por su propia rectitud?
Cuando terminase el juicio de quiebra, resolvió, subvencionaría de algún modo a Brad. Tal vez cinco mil dólares al año, pagados en secreto, de modo que ni los acreedores ni el Gobierno pudiesen apoderarse de ellos. Pero ¿compensaría este dinero, que Brad necesitaría desesperadamente, y tendría que aceptar la vergüenza de recibirlo de un hombre que le había vuelto la espalda?
Se encendió la señal que indicaba que había que abrocharse los cinturones. Pronto aterrizarían. Rudolph volvió a meter los papeles en la cartera, suspiró y se abrochó el cinturón.
Cuando llegó al «Mayflower», encontró un mensaje de su secretario. Debía llamar a su oficina lo antes posible.
Subió a la habitación, donde nadie se había preocupado de llevar licores, y llamó dos veces a la oficina. La línea estaba ocupada, y casi renunció a su intento de ponerse al habla con el senador que, según creía, podía ayudar a librar a Billy Abbot de los peligros inherentes a su ingreso en el Ejército de los Estados Unidos. Era algo que no podía arreglarse por teléfono, y pensaba invitar al senador a comer al día siguiente, y tomar el avión de la tarde para Nueva York.
A la tercera llamada, pudo hablar con su secretario.
—Lo siento muchísimo, señor alcalde —dijo Walter, que parecía agotado—, pero creo que debería venir inmediatamente. La noche pasada, después de cerrar la oficina y de marcharme a casa, se armó la de mil diablos. No me he enterado hasta esta mañana y por esto no intenté llamarle antes.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó Rudolph, con impaciencia.
—Todo está extraordinariamente confuso y no estoy seguro del exacto desarrollo de los sucesos —dijo Walter—. Pero, cuando Ottman trató de registrar el dormitorio de la Universidad, ayer por la tarde, los estudiantes habían levantado barricadas y se negaron a franquear la entrada a la Policía. El rector Dorlacker trató de persuadir a Ottman de que retirase a sus agentes; pero Ottman se negó. Entonces, cuando intentaron entrar de nuevo, los estudiantes empezaron a arrojarles cosas. Ottman recibió una pedrada en un ojo. Nada grave, según dicen, pero tuvieron que llevarle al hospital, y la Policía se retiró, al menos, por esta noche. Después, otros estudiantes organizaron una manifestación en masa, y siento decirle que se dirigieron a su casa de usted. He estado allí hace un rato, y el jardín ha sido devastado. Mistress Jordache está bajo los efectos de los calmantes y…
—Ya me contará el resto de la historia cuando llegue ahí —dijo Rudolph—. Tomaré el primer avión que salga de Washington.
—Pensé que lo haría así —dijo Walter—, y me tomé la libertad de enviar a Scanlon con su coche. Le estará esperando en La Guardia.
Rudolph cogió su equipaje, bajó corriendo al vestíbulo y pagó la cuenta. La solución del futuro militar de Billy Abbot tendría que esperar un poco.
Scanlon era un hombre gordo que ceceaba al hablar. Pertenecía a las fuerzas de Policía, pero tenía casi sesenta años y estaba a punto de ser jubilado. Padecía reumatismo y había sido casi un acto de caridad su designación como chófer de Rudolph. Como lección objetiva de economía ciudadana, Rudolph había vendido el coche del anterior alcalde, que era propiedad de la ciudad, y empleaba el propio.
—Si tuviese que empezar de nuevo —dijo Scanlon, resollando—, le juro que nunca me habría incorporado a la Policía de una ciudad donde hubiese estudiantes o negros.
—Por favor, Scanlon —dijo Rudolph.
Desde el primer día, había tratado de corregir el vocabulario de Scanlon, pero sin éxito. Iba sentado delante, junto al viejo agente, que conducía con enloquecedora lentitud. Pero el hombre se habría ofendido si Rudolph le hubiese pedido el volante.
—Lo digo en serio, señor —insistió Scanlon—. Son bestias salvajes. Respetan tanto la ley como una manada de hienas. Y en cuanto a la Policía…, se burlan de nosotros. No me gusta meterme en los asuntos de su competencia, señor alcalde, pero, si estuviese en su lugar, acudiría enseguida al gobernador y le pediría que enviase la guardia.
—Hay tiempo para eso —dijo Rudolph.
—Mire lo que le digo. La cosa acabará así. Mire lo que han hecho en Nueva York y en California.
—No estamos en Nueva York ni en California —dijo Rudolph.
—Pero tenemos estudiantes y negros —objetó Scanlon, manteniéndose en sus trece. Condujo un rato en silencio. Después, dijo—: Tendría que haber estado en su casa la noche pasada, señor alcalde. Tal vez entonces comprendería lo que le digo.
—He oído algo —dijo Rudolph—. Pisotearon el jardín.
—Hicieron mucho más —dijo Scanlon—. Yo no estaba allí. Pero Ruberti sí estaba, y me lo contó. —Ruberti era otro policía—. Fue un verdadero pecado, lo que hicieron, un verdadero pecado, me dijo Ruberti. Gritaban, llamándole a usted y cantando porquerías. Y había chicas jóvenes que empleaban el lenguaje más obsceno que pueda imaginar, y arrancaron todas las plantas de su jardín, y cuando mistress Jordache abrió la puerta…
—¿Abrió la puerta? —dijo Rudolph, espantado—. ¿Por qué lo hizo?
—Bueno, ellos empezaron a arrojar cosas contra la casa, pellas de barro y latas de cerveza, y a gritar: «Decidle a ese cabrón que salga». Se referían a usted, señor alcalde, aunque me avergüence decirlo. Sólo estaban allí Ruberti y Zimmermann, pues todo el resto de la fuerza estaba en la Universidad. ¿Y qué podían hacer dos hombres contra aquellos indios salvajes, que eran quizá más de trescientos? Así pues, como le decía, mistress Jordache abrió la puerta y empezó a gritarles.
—¡Jesús! —dijo Rudolph.
—Si no se lo digo ahora, se lo dirán otros más tarde —dijo Scanlon—. El caso es que, cuando mistress Jordache abrió la puerta, estaba borracha. Y completamente desnuda.
Rudolph hizo un gran esfuerzo para no apartar la mirada de las luces de posición de los coches que les precedían y de los cegadores faros de los que marchaban en sentido contrario.
—Andaba por allí una especie de fotógrafo, del periódico de la Universidad —siguió diciendo Scanlon—, y tomó algunas fotografías. Ruberti trató de detenerlo, pero los otros chicos formaron una especie de barrera, y logró escapar. No sé lo que piensan hacer con esas fotos, pero lo cierto es que las tienen.
Rudolph ordenó a Scanlon que fuese directamente a la Universidad. El edificio principal de la Administración estaba brillantemente iluminado, y en todas las ventanas había estudiantes que arrojaban millares de papeles de los archivos y gritaban a la hilera de policías que, en número peligrosamente escaso, pero armados ahora con sus porras, acordonaban el edificio. Cuando el coche de Ottman se acercó, aparcado debajo de un árbol, Rudolph vio lo que habían hecho los chicos con la fotografía de su esposa desnuda. La habían ampliado extraordinariamente y colgado de una ventana del primer piso. A la luz de los focos, la imagen del cuerpo de Jean, esbelto y perfecto, erguidos los senos, cerrados y amenazadores los puños, enloquecido el rostro, pendía como un burlesco estandarte sobre la entrada del edificio, justo encima de la frase grabada en la piedra: «Conoce la verdad, y la verdad te hará libre».
Cuando Rudolph se apeó del coche, algunos estudiantes de las ventanas le reconocieron y le saludaron profiriendo un salvaje aullido de triunfo. Alguien se abalanzó a la ventana y movió la fotografía de Jean, que pareció realizar obscenos pasos de danza.
Ottman estaba de pie junto a su coche, tapado un ojo por un enorme vendaje que hacía que la gorra le cayese sobre la nuca. Sólo seis policías llevaban casco. Rudolph recordó que, seis meses antes, había rechazado una petición de Ottman para que le proporcionasen dos docenas de cascos, porque le había parecido un gasto innecesario.
—Su secretario nos dijo que estaba usted en camino —dijo Ottman, yendo directamente al grano—. Por consiguiente, suspendimos toda acción hasta que llegase. Tienen a Dorlacker y a dos profesores encerrados con ellos. Se apoderaron del edificio a las seis de la tarde.
Rudolph asintió con la cabeza, mientras estudiaba el edificio. Vio a Quentin McGovern en una ventana de la planta baja. Quentin se había graduado y ahora era ayudante de la Sección de Química. Quentin sonreía, mirando la escena, y Rudolph estuvo seguro de que le había visto y de que su sonrisa iba dirigida personalmente a él.
—Pase lo que pase esta noche, Ottman —dijo Rudolph—, quiero que detenga a aquel negro de allí, el de la tercera ventana a la izquierda de la planta baja. Se llama McGovern, y, si no puede detenerle aquí, hágalo en su casa.
Ottman asintió con la cabeza.
—Quieren hablar con usted, señor. Quieren que entre usted y discuta la situación con ellos.
Rudolph movió la cabeza.
—No hay ninguna situación que discutir —dijo. No estaba dispuesto a hablar con nadie bajo la fotografía de su esposa desnuda—. Entren y despejen el edificio.
—Es más fácil decir que hacer —dijo Ottman—. Les he requerido tres veces para que saliesen. Y se han echado a reír.
—He dicho que despejen el edificio.
Rudolph estaba furioso, pero sereno. Sabía lo que hacía.
—¿Cómo? —preguntó Ottman.
—Ustedes tienen armas.
—¿Quiere usted decir que tenemos que usar las pistolas? —preguntó Ottman, incrédulo—. Que sepamos, ninguno de ellos está armado.
Rudolph vaciló.
—No —dijo—. Nada de pistolas. Pero sí las porras y los gases lacrimógenos.
—¿No sería mejor que mantuviésemos el cerco y esperásemos a que se cansaran? —dijo Ottman, que parecía más cansado de lo que pudieran estarlo los estudiantes que ocupaban el edificio—. Si la situación empeorase, podríamos pedir ayuda a la guardia.
—No, no quiero esperar sentado. —Rudolph no lo dijo, pero sabía que Ottman había comprendido que lo que quería era que retirasen inmediatamente aquella fotografía—. Diga a sus hombres que empiecen con las granadas.
—Señor alcalde —dijo Ottman, pausadamente—, tendrá que darme esta orden por escrito. Y firmada.
Ottman le dio un bloc, y Rudolph lo apoyó en el guardabarros del coche y escribió la orden, esforzándose en que su letra fuese clara y legible. Estampó su firma y devolvió el bloc a Ottman, el cual arrancó la hoja superior en la que había escrito Rudolph, la dobló cuidadosamente y se la metió en el bolsillo de la camisa. Abrochó el bolsillo, y se dirigió a la hilera de policías que, en número de unos treinta, constituían toda la fuerza de la ciudad, y les transmitió la orden. Los hombres empezaron a ponerse las máscaras de gas.
El cordón de policías avanzó lentamente por el prado, en dirección al edificio. La luz de los focos recortaba sus sombras sobre el brillante césped. No avanzaban en línea recta, sino de un modo ondulado y vacilante, y parecían un largo animal herido, que no quería hacer daño, sino encontrar un sitio donde ocultarse de sus atormentadores. Entonces, fue lanzada la primera granada a través de una ventana y se produjo un griterío en el interior. Siguieron otras granadas, dirigidas a otras ventanas; los estudiantes desaparecieron de éstas, y los policías, ayudándose los unos a los otros, treparon uno a uno a las ventanas y entraron en el edificio.
No había bastantes policías para guardar la parte posterior del edificio, y la mayoría de los estudiantes escaparon por allí. El acre olor a gas llegó hasta donde estaba Rudolph, mirando el sitio donde aún colgaba la fotografía. Un policía apareció en la ventana de encima de aquélla y arrancó la foto y se la llevó consigo.
Todo terminó rápidamente. Sólo se practicaron unas veinte detenciones. Tres estudiantes sangraban de la cabeza, y la Policía sacó del edificio a uno que se cubría los ojos con las manos. Un policía dijo que estaba ciego, pero que creía que sólo era una ceguera temporal. Quentin McGovern no estaba entre los detenidos.
Dorlacker salió con los dos profesores. Tenían los ojos lacrimosos. Rudolph se acercó a él.
—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó.
Dorlacker frunció los párpados para ver quién era el que se dirigía a él.
—No quiero hablar con usted, Jordache —dijo—. Mañana haré una declaración a la Prensa, y si lee el periódico de la noche, podrá saber lo que pienso de usted.
Alguien se lo llevó en un coche.
—Vamos —le dijo Rudolph a Scanlon—. Lléveme a casa.
Al alejarse del campus, fueron adelantados por varias ambulancias que hacían sonar las sirenas. Y se cruzaron con un bamboleante autocar de la Universidad, que iba en busca de los estudiantes detenidos.
—Scanlon —dijo Rudolph—, creo que esta noche he dejado de ser alcalde de la ciudad.
Scanlon no respondió hasta pasado un buen rato. Cejijunto, miraba la carretera y jadeaba como un viejo cuando tenía que tomar una curva.
—Sí, míster Jordache —dijo al fin—. Creo que ha dejado de serlo.