Capítulo V

1966

Mientras trabajaba, Gretchen se olvidó de que aquel día cumplía cuarenta años. Estaba sentada en el alto taburete metálico, delante de la moviola, manejando las palancas y observando fijamente la pantalla de cristal. Protegidas las manos con guantes blancos de algodón, manchados de emulsión, pasaba conjuntamente la película y la banda de sonido. La materia del filme. Hacía rápidas marcas con un lápiz rojo y blando, y pasaba los recortes a su ayudante, para que los unieran y archivaran. De las habitaciones contiguas del piso del edificio de Broadway, donde otras compañías tenían dependencias alquiladas, llegaban ruidos de voces, chirridos, explosiones y fragmentos musicales, así como la estridente algarabía de las bandas sonoras al ser pasadas hacia atrás a gran velocidad. Absorta en su propio trabajo, apenas oía el estruendo. Era parte del ambiente de la sala de corte, con las ruidosas máquinas, los sonidos deformados y las redondas cajas de películas amontonadas en los estantes.

Era la tercera película en que dirigía la operación de corte. Sam Corey le había enseñado bien el oficio mientras la tuvo como ayudante, y después de encomiar sus méritos ante los directores y los productores, le había dicho que ya era hora de que trabajase por su cuenta. Hábil y perspicaz, sin deseos de convertirse en director, cosa que habría podido provocar recelos, era muy solicitada y podía elegir entre los trabajos que le ofrecían.

La película en que trabajaba ahora se estaba rodando en Nueva York, y la variedad impersonal de la ciudad le pareció deliciosa, después del ambiente típico, ambiguamente jovial y de gran familia de Hollywood, donde todo el mundo vivía pensando en el bolsillo de los demás. En sus horas libres, trataba de continuar las actividades políticas a que tanto se había dedicado en Los Ángeles, después de la muerte de Colin. En compañía de su ayudante, Ida Cohen, asistía a mítines donde se pronunciaban discursos sobre la guerra de Vietnam y la discriminación en las escuelas. Firmaba docenas de instancias y procuraba que personas importantes de la industria cinematográfica las firmasen también. Todo esto contribuía a mitigar su sentimiento de culpabilidad por haber abandonado sus estudios en California. Además, Billy podía ya ser reclutado, y la idea de que su hijo pudiese morir en Vietnam le resultaba intolerable. Ida no tenía hijos, pero aún se mostraba más vehemente que Gretchen en los mítines, en las manifestaciones y en las peticiones al Gobierno. Ambas lucían en la blusa y en el abrigo la insignia «Prohibid la Bomba».

Cuando no asistía a algún mitin nocturno, Gretchen iba lo más posible al teatro, con renovada afición después de los años de ausencia. A veces, iba con Ida, una mujer menuda, desaliñada y astuta, aproximadamente de su misma edad, y con la que había contraído amistad sólida; otras, con Evans Kinsella, director de la película, con quien tenía amoríos; otras, con Rudolph y Jean, cuando estaban en la ciudad, y otras, con algún actor al que había conocido al visitar los escenarios en que se rodaba la cinta.

Las imágenes desfilaron por la pantalla de cristal, y Gretchen hizo una mueca. Tal como Kinsella había rodado la escena, resultaba difícil darle el tono que la secuencia requería. Si no podía corregirlo con algún corte ingenioso, o si el propio Kinsella no le daba alguna idea, sabía que, en definitiva, habría que volver a rodar toda la escena.

Interrumpió el trabajo para fumar un cigarrillo. Las cajas de película que Ida y ella empleaban como ceniceros estaban siempre llenas de colillas. Aquí y allá, veíanse tazas de café manchadas con lápiz de labios.

Cuarenta años, pensó, inhalando el humo.

Nadie la había felicitado aún. Y habían hecho bien. Aunque había esperado encontrar, al menos, un telegrama de Billy en su casilla del hotel. Pero no había ningún telegrama. No le había dicho nada a Ida, que estaba enrollando en un carrete largos trozos de cinta amontonados en una bolsa de lona. Ida había cumplido ya los cuarenta; ¿por qué clavarle otra espina? Y, desde luego, tampoco se lo había dicho a Evans. Éste tenía treinta y dos. Y las mujeres de cuarenta años no comunicaban sus aniversarios a sus amantes de treinta y dos.

Pensó en lo que debía de sentir su madre, cuarenta años atrás. Su primogénita, una niña, cuando ella misma era una niña de poco más de veinte años. Mary Pease Jordache hubiese sabido las palabras que sé cruzarían entre ella y su hija recién nacida. ¡Cuántas lágrimas no habría derramado! ¿Y Billy…?

Se abrió la puerta y entró Evans Kinsella. Llevaba un impermeable blanco y con cinturón, sobre su pantalón de pana, su camisa roja y su suéter de cachemir. No hacía concesiones a la indumentaria de Nueva York. El impermeable estaba mojado. Hacía horas que ella no había mirado por la ventana, y no sabía que estaba lloviendo.

—Hola, chicas —dijo Evans.

Era un hombre alto y delgado, de negros y revueltos cabellos y barba cerrada, que parecía necesitar siempre un afeitado. Sus enemigos decían que parecía un lobo. Gretchen pensaba a veces que era extraordinariamente guapo, y otras, que tenía una fealdad judía, aunque no era judío. Kinsella era su verdadero apellido. Había estado sometido a un psicoanálisis durante tres años. Había hecho ya seis películas, tres de las cuales habían tenido mucho éxito. Era bastante haragán. En cuanto entraba en una habitación, se apoyaba en algo o se sentaba en una mesa, o, si había un diván, se tumbaba en él y levantaba los pies. Llevaba botas de cabritilla en crudo.

Besó a Ida en la mejilla, y, después, a Gretchen. Había hecho una película en París y allí se había acostumbrado a besar a todo el mundo. La película había sido un desastre.

—Un día de perros —dijo, se encaramó en una de las altas banquetas metálicas. Procuraba comportarse en todas partes como si estuviera en su casa—. Esta mañana rodamos un par de exteriores y empezó a llover. Lo mismo da. Hazel estaba borracho al mediodía. —Hazel era la estrella masculina de la película, y siempre estaba borracho al mediodía—. ¿Cómo va esto? —preguntó Evans—. ¿Dispuestos para pasar la cinta?

—Casi —dijo Gretchen. No se había dado cuenta de lo tarde que era. Habría tenido que peinarse un poco y rehacer su maquillaje, para cuando llegase Evans—. Ida —dijo—, ¿quieres llevarte la última secuencia y decir a Freddy que lo pase al final?

Se dirigieron a la pequeña sala de proyecciones, al final del pasillo. Evans le pellizcó un brazo, con disimulo.

—Gretchen —dijo—, la más bella jornalera de la viña.

Se sentaron en la oscura sala de proyección y observaron las tomas del día anterior, la misma escena repetida desde diferentes ángulos, que, según esperaban, se integraría un día en una cinta continua y armónica que sería exhibida en las grandes pantallas de todo el mundo. Mientras miraba, Gretchen pensó, una vez más, que el talento extraño y oblicuo de Evans se manifestaba en cada palmo de película rodado por él. Y anotaba mentalmente cómo haría los primeros cortes del material. Advirtió que Richard Hazen también estaba borracho el mediodía de ayer. Dentro de dos años, nadie le contrataría.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Evans, cuando se encendieron las luces.

—Que harías bien en dejarlo cada mañana a la una, si trabaja Hazen —dijo Gretchen.

—Se nota, ¿eh?

Evans estaba retrepado en su asiento, y apoyaba las piernas en el respaldo de la butaca de delante.

—En efecto —dijo Gretchen.

—Hablaré con su agente.

—Mejor que hables con el que le suministra la bebida —dijo Gretchen.

—La bebida —dijo Evans—, la maldición de Kinsella. Cuando la beben los otros.

Volvieron a apagarse las luces y vieron la secuencia en que Gretchen había trabajado todo el día. Proyectada en la pantalla, le pareció aún peor que vista en la moviola. Pero, cuando terminó y se encendieron las luces, Evans dijo:

—Muy bien. Me gusta.

Hacía dos años que Gretchen conocía a Evans; había hecho otra película con él antes de ésta y había comprendido que era demasiado transigente con su propio trabajo. En el curso de su psicoanálisis, había llegado a la conclusión de que el orgullo era bueno para su «yo»; por consiguiente, era peligroso criticarle francamente.

—Yo no estoy tan segura —dijo Gretchen—. Me gustaría hacerle algunos retoques.

—Perderías el tiempo —dijo Evans—. Te digo que está muy bien.

A diferencia de la mayoría de los directores, le fastidiaban los retoques y le tenían sin cuidado los detalles.

—No sé —dijo Gretchen—. Creo que se prolonga demasiado.

—Es precisamente lo que quiero —dijo Evans—. Quiero que se prolongue.

Discutía como un niño testarudo.

—Toda esa gente entrando y saliendo —insistió Gretchen—, con esas sombras amenazadoras sin que ocurra nada amenazador…

—No quieras convertirme en Colin Burke —dijo Evans, levantándose bruscamente—. Por si lo has olvidado, me llamo Evans Kinsella, y seguiré siendo Evans Kinsella. Recuérdalo, por favor.

—¡Oh, no seas chiquillo! —saltó Gretchen.

A veces, las dos funciones que desempeñaba con Evans se confundían.

—¿Dónde está mi abrigo? ¿Dónde dejé mi maldito abrigo? —gritó él.

—Lo dejaste en la sala de corte.

Volvieron allá y Evans permitió que ella cargase con las cajas de las cintas que acababan de pasar y que le había entregado el encargado de la máquina de proyección. Evans se puso el impermeable, con bruscos movimientos. Ida estaba tomando notas sobre el trabajo del día. Evans se dirigió a la puerta; de pronto, se detuvo y volvió junto a Gretchen.

—Quería pedirte que cenases conmigo —dijo—. Después iríamos al cine. ¿Puedes?

Sonrió, para congraciarse con ella. Temía hacerse antipático, aunque sólo fuese por un momento.

—Lo siento —dijo Gretchen—. Mi hermano vendrá a buscarme. Voy a pasar el fin de semana en su casa.

Evans pareció desolado. Era capaz de adoptar sesenta actitudes en un minuto.

—Este fin de semana soy libre como un pájaro. Pensé que podríamos…

Miró a Ida, como deseando que saliese de la habitación. Pero Ida siguió trabajando con sus papeles.

—Volveré el domingo antes de la hora de cenar —dijo Gretchen.

—Está bien —dijo Evans—. Tendré que conformarme. Dale recuerdos a tu hermano. Y felicítale de mi parte.

—¿Por qué?

—¿No has visto su retrato en Look? Esta semana, es famoso en toda América.

—¡Oh, eso! —dijo Gretchen.

Aquella revista había publicado un artículo bajo el titulo de Diez Esperanzas Políticas de Menos de Cuarenta Años, e incluía dos fotografías de Rudolph, una con Jean en el cuarto de estar de su casa y la otra trabajando en su mesa de la alcaldía. Según el artículo, el apuesto y joven alcalde, casado con una joven rica y hermosa, ascendía rápidamente en los círculos republicanos. Pensador liberal moderado, administrador enérgico. No era un político teórico como tantos, sino que había pagado una nomina durante toda su vida. Había enderezado la administración local, fomentando la construcción de viviendas, combatido la contaminación industrial, encarcelado a un jefe de Policía y tres agentes por aceptar propinas, realizado una emisión de bonos para nuevas escuelas; como influyente miembro del Patronato de la Universidad de Whitby, había contribuido a convertirla en una institución mixta; urbanista previsor, había ensayado el cierre del centro de la ciudad al tráfico, los sábados por la tarde, para que la gente pudiese realizar sus compras sin agobios; había empleado el Sentinel de Whitby, del cual era editor, como medio para publicar enérgicos artículos sobre la necesidad de un Gobierno honrado, a escala local y nacional, y había conseguido subvenciones para los periódicos de ciudades de menos de cincuenta mil habitantes; había pronunciado un elocuente discurso en una convención de alcaldes de Atlantic City, y había sido entusiásticamente aplaudido; había sido invitado a la Casa Blanca, para una recepción de media hora, con un selecto comité de alcaldes.

—Leyendo ese artículo —dijo Gretchen—, cualquiera pensaría que sólo le falta resucitar a los muertos en Whitby. Debió de escribirlo una periodista enamorada de él. Mi hermano sabe hacerse querer.

Evans se echó a reír.

—No dejas que los lazos sentimentales nublen tus opiniones sobre tus seres queridos, ¿verdad?

—Sólo espero que mis seres queridos no crean todas las gansadas que otros escriben sobre ellos.

—La flecha ha dado en el blanco, cariño —dijo Evans—. Iré enseguida a mi casa y quemaré todos los recortes de periódico. —Dio un beso de despedida a Ida; después dio otro a Gretchen y le dijo—: Iré a buscarte al hotel el domingo, a las siete de la tarde.

—Allí estaré —dijo Gretchen.

—Salgamos a la noche solitaria —dijo Evans.

Y salió, ciñéndose el cinturón del blanco impermeable, como un joven espía de película barata.

Gretchen pensó que la noche y el fin de semana no serían tan solitarios como él decía. Tenía otras dos amantes en Nueva York, y ella lo sabía.

—Todavía no sé —dijo Ida—, si es un chiflado o un genio.

—Ninguna de ambas cosas —dijo Gretchen, colocando de nuevo en la moviola la escena que no le había gustado, para ver si podía hacer algo en ella.

Rudolph llegó a las seis y media, con aire de esperanza política, cubierto con un impermeable azul oscuro y un sombrero castaño claro de algodón. En el cuarto contiguo, un tren entraba en agujas en la banda sonora, y, más allá, una estruendosa orquesta la Obertura 1812. Gretchen enrollaba hacia atrás la secuencia en que estaba trabajando, y el dialogo se convertía en una sibilante, fuerte e incomprensible algarabía.

—¡Dios mío! —dijo Rudolph—. ¿Cómo puedes aguantarlo?

—Son los sonidos del trabajo honrado —dijo Gretchen, acabando de enrollar la cinta. Después, se volvió a Ida—. Vete a casa inmediatamente —le dijo.

Si no la vigilaba, y si no tenía que ir a ningún mitin, Ida era capaz de estarse trabajando hasta las diez o las once de la noche. Temía el ocio.

Rudolph no le dijo «feliz cumpleaños» cuando bajaron en el ascensor y salieron a Broadway. Gretchen no se lo recordó. Rudolph llevaba la pequeña maleta que había preparado Gretchen para el fin de semana. Todavía estaba lloviendo y no se encontraba ningún taxi; por consiguiente, echaron a andar en dirección a Park Avenue. Ella no llevaba paraguas, porque no llovía cuando había ido a trabajar. Cuando llegaron a la Sexta Avenida, estaba empapada.

—Esta ciudad necesita diez mil taxis más —dijo Rudolph—. Es terrible lo que hay que aguantar para vivir en una gran ciudad.

—Administrador energético —dijo Gretchen—. Pensador liberal moderado, urbanista previsor.

Rudolph se echó a reír.

—¡Oh! Leíste el artículo —dijo—. ¡Cuántas gansadas!

Pero ella pensó que no parecía disgustado.

Cuando llegaron a la Calle 52, la lluvia había arreciado. Frente al «Veintiuno», él se detuvo y dijo:

—Metámonos ahí y tomemos una copa. Después, el portero conseguirá un taxi.

Gretchen tenía el cabello lacio por culpa de la lluvia y las medias salpicadas de barro, y no le gustaba mucho la idea de entrar en un sitio como el «Veintiuno» con la ropa manchada y luciendo la insignia de «Prohibid la Bomba»; pero Rudolph empujaba ya la puerta.

En el interior, cuatro o cinco porteros diferentes, camareras, directores y maîtres dijeron: «Buenas tardes, míster Jordache», y hubo muchos apretones de manos. Hubiese sido inútil que Gretchen hubiese tratado de arreglarse el cabello y las medias, y, por esto, no entró en el lavabo, sino que siguió a Rudolph al bar. Como no pensaban cenar allí, no pidieron mesa y se dirigieron al final de la barra, que estaba vacío. Cerca de la entrada, había nutridos grupos de hombres que hablaban con aplomo y energía, y que seguramente estaban contra la prohibición de la bomba, y de mujeres que venían ostensiblemente de «Elizabeth Arden» y siempre encontraban taxis. La iluminación era discreta y artificiosa, dedicada en especial a mujeres que se pasaban la tarde haciéndose peinar y dar masaje facial en «Elizabeth Arden».

—Estás poniendo en peligro tu reputación —dijo Gretchen—. Venir a un sitio así, con lo impresentable que estoy esta tarde…

—Han visto cosas peores —dijo Rudolph—. Mucho peores.

—Gracias, hermano.

—No lo he dicho en este sentido —dijo Rudolph—. En realidad, estás muy guapa.

Ella no se encontraba guapa. Se sentía mojada, sucia, vieja, cansada, sola y afligida.

—Esta noche me compadezco a mí misma —dijo ella—. No hagas caso. —Y momentos después—: ¿Cómo está Jean?

Jean había tenido un aborto en su segundo embarazo y esto le había producido un tremendo disgusto. Gretchen había observado que, en ocasiones, parecía abrumada y ausente, callando en medio de una conversación o levantándose a mitad de una frase para marcharse a otro sitio. Había dejado de hacer fotografías, y, al preguntarle Gretchen si no reanudaría esta actividad, se había limitado a menear la cabeza.

—¿Jean? —dijo Rudolph secamente—. Está mejor.

Se acercó al hombre del bar, Rudolph pidió whisky escocés, y Gretchen, un «Martini».

Rudolph levantó la copa.

—Feliz cumpleaños —dijo.

Se había acordado.

—No te muestres cariñoso conmigo —dijo Gretchen—, o me echaré a llorar.

Él sacó del bolsillo un estuche ovalado de joyería y lo puso sobre la barra, delante de ella.

—Pruébatelo, a ver si te va bien —dijo.

Gretchen abrió el estuche con la marca «Cartier». Era un hermoso reloj de oro. Se quitó el de acero que llevaba puesto y ciñó a su muñeca la fina cinta de oro. Exquisita y dorada fugacidad del tiempo. El único regalo de cumpleaños. Besó a Rudolph en la mejilla y consiguió retener las lágrimas. Tengo que mejorar mi opinión sobre él, pensó; y pidió otro «Martini».

—¿Qué más te han regalado hoy? —preguntó Rudolph.

—Nada.

—¿Te llamó Billy?

—No.

—Le vi hace un par de días en el campus y se lo recordé —dijo Rudolph.

—Tiene mucho trabajo —dijo Gretchen, a la defensiva.

—Tal vez le supo mal que se lo recordase y le dijese que debía llamarte —dijo Rudolph—. No le tiene mucha simpatía a su tío Rudolph.

—No tiene simpatía a nadie —dijo Gretchen.

Billy se había matriculado en Whitby, porque al terminar la segunda enseñanza en California, había dicho que quería ir a un colegio del Este. Gretchen hubiese preferido que fuese a UCLA o a la Universidad de California del Sur, para que pudiese seguir viviendo en su casa; pero él le había dado a entender claramente que no quería hacerlo. Aunque era muy inteligente, estudiaba poco, y sus notas no eran lo bastante buenas para que pudiese ingresar en los colegios más prestigiosos del Este. Entonces, Gretchen había pedido a Rudolph que emplease su influencia para que le admitiesen en Whitby. Billy escribía muy poco; a veces, no tenía noticias de él durante meses enteros. Y, cuando llegaba alguna carta, era breve y concisa, y se reducía generalmente a una lista de las asignaturas que estaba estudiando y a sus proyectos para las vacaciones del verano, siempre en el Este. Ahora, hacía un mes que ella trabajaba en Nueva York, a pocas horas de distancia de Whitby, y él no había venido una sola vez a verla. Hasta este fin de semana, el orgullo había impedido a Gretchen ir a verle; pero, por fin, no había podido soportarlo más.

—¿Qué le pasa al chico? —preguntó Rudolph.

—Me hace sufrir —dijo Gretchen.

—¿Cuál es la causa?

—Evans. Traté de ser lo más discreta posible. Evans no pasó nunca una noche en mi casa y yo dormí siempre en ésta, y nunca salí con él los fines de semana. Pero Billy adivinó lo que pasaba y empezó a distanciarse. Tal vez las mujeres deberían entristecerse cuando tienen hijos y no cuando los pierden.

—Ya se le pasará —dijo Rudolph—. Es una especie de celos. Nada más.

—¡Ojalá! —dijo Gretchen—. Desprecia a Evans. Dice que es un farsante.

—¿Y lo es?

Gretchen se encogió de hombros.

—Creo que no. No está a la altura de Colin, pero, a fin de cuentas, tampoco lo estoy yo.

—No seas tan modesta —dijo Rudolph, cariñosamente.

—Es lo mejor que una mujer puede hacer al cumplir cuarenta años.

—Parece que tengas treinta —dijo Rudolph—. Treinta hermosos y atractivos años.

—Gracias, hermano.

—¿Piensa Evans casarse contigo?

—En Hollywood —dijo Gretchen—, los grandes directores de treinta y dos años no se casan con viudas de cuarenta, a menos que sean famosas o ricas o ambas cosas a la vez. Y yo tampoco quiero casarme con él.

—¿Te quiere?

—¡Quién sabe!

—¿Le quieres tú?

—La misma respuesta: ¡Quién sabe! Me gusta dormir con él, me gusta trabajar con él, me gusta estar ligada a él. Me da satisfacción. Yo necesito estar ligada a un hombre y serle útil, y por alguna razón, Evans fue este hombre afortunado. Si me pidiera que me casase con él, lo haría sin vacilar. Pero no me lo pedirá.

—Felices días —dijo Rudolph, pensativo—. Termina tu bebida. Tenemos que marcharnos. Jean nos está esperando en el piso.

Gretchen miró el reloj.

—Son exactamente las siete y dieciocho minutos, según míster Carter.

Seguía lloviendo, pero una pareja se apeó de un taxi y el portero acompañó a Gretchen con un paraguas hasta el coche. En la puerta del «Veintiuno», no se advertía que la ciudad necesitase diez mil taxis más.

Cuando entraron en el piso, oyeron un gran estrépito de metal contra metal. Rudolph corrió al cuarto de estar, con Gretchen pisándole los talones. Jean estaba sentada en el suelo, en medio de la estancia, con las piernas separadas, como un niño jugando con piezas sueltas. Tenía un martillo en la mano y se dedicaba a destruir metódicamente un montón de cámaras y lentes y equipo fotográfico colocado entre sus rodillas. Llevaba pantalón y un suéter sucio, y el desgreñado cabello le cubría la cara cuando ella se inclinaba sobre su trabajo.

—Jean —dijo Rudolph—, ¿qué diablos estás haciendo?

Jean levantó la cabeza, mirando taimadamente a través de los cabellos.

—Su Excelencia el Alcalde quiere saber lo que está haciendo su rica y bella esposa, ¿eh? Pues la rica y bella esposa va a decírselo a Su Excelencia el Alcalde. Está haciendo un montón de chatarra.

Tenía la voz pastosa y estaba ebria. Descargó el martillo sobre una lente granangular, y la hizo pedazos.

Rudolph le cogió el martillo. Ella no se resistió.

—Ahora Su Excelencia el Alcalde le ha quitado el martillo a su rica y bella esposa —dijo Jean—. No te aflijas, montoncito de chatarra. Hay otros martillos. Crecerás, y un día serás el más grande y hermoso montón de chatarra del mundo, y Su Excelencia el Alcalde dirá que es un parque público para los ciudadanos de Whitby.

Sin soltar el martillo, Rudolph miró a Gretchen. Sus ojos expresaban vergüenza y temor.

—¡Dios mío, Jean! —dijo a su mujer—. Eso valía al menos cinco mil dólares.

—La esposa de Su Excelencia el Alcalde no necesita cámaras fotográficas —dijo Jean—. Dejad que los otros me retraten a mí. Dejad que los pobres hagan fotografías. A las personas de talento. ¡Upa! —hizo un alegre ademán de ballet con los brazos—. Vengan martillos, Rudy, querido, ¿no crees que deberías darle un trago a tu rica y bella esposa?

—Ya has bebido bastante.

—Será mejor que me marche, Rudolph —dijo Gretchen—. Esta noche no iremos a Whitby.

—La hermosa Whitby —dijo Jean—. Donde la rica y bella esposa de Su Excelencia el Alcalde sonríe por igual a los demócratas y a los republicanos, donde inaugura tómbolas de caridad y se muestra fielmente al lado de su marido en los banquetes y mítines políticos, donde no falta nunca a la inauguración de las fiestas del Cuatro de Julio, ni a los partidos del equipo de rugby de la Universidad de Whitby, ni a la apertura de los nuevos laboratorios científicos, ni a la colocación de la primera piedra de bloques de viviendas, con retrete y todo para las gentes de color.

—¡Basta, Jean! —dijo Rudolph, bruscamente.

—Sí, creo que debo marcharme —dijo Gretchen—. Te llamaré por teléfono…

—Hermana de Su Excelencia el Alcalde —dijo Jean—, ¿por qué tienes tanta prisa por marcharte? Tal vez un día necesitará tu voto. Quédate y echaremos un traguito en familia. Quizá, si juegas bien tus cartas, él se casará contigo. Quédate y escucha. Puede ser ins… instructivo —dijo, tropezando en la palabra—. Cómo ser un buen enchufista, en cien fáciles lecciones. Haré que me impriman tarjetas de visita. Míster Rudolph Jordache, ex profesional, hoy comerciante de enchufes. Uno de los diez enchufistas que más prometen en los Estados Unidos. Especialidad en parasitismo e hipocresía. Cursos de enchufismo. —Rió entre dientes—. Todo americano verdadero tiene garantizado el título.

Rudolph no trató de detener a Gretchen cuando ésta salió al pasillo. Se quedó plantado en la habitación, envuelto en su impermeable, con el martillo en la mano y mirando fijamente a su mujer borracha.

La puerta del ascensor estaba dentro del piso y Gretchen, que lo esperaba en el recibidor, oyó que Jean decía, con voz infantil y contrariada:

—Siempre tienen que quitarme los martillos…

Entonces, se abrió la puerta del ascensor y pudo escapar de allí.

Cuando llegó al «Algonquin», llamó al hotel de Evans; pero nadie respondió en la habitación de éste. Dejó recado a la telefonista de que mistress Burke no había salido este fin de semana y de que pasaría toda la noche en su hotel. Después, tomó un baño caliente, se cambió de ropa y bajó a cenar en el comedor del hotel.

Rudolph la llamó a las nueve de la mañana siguiente. Estaba sola. Evans no la había llamado. Rudolph le dijo que Jean se había ido a dormir después de marcharse ella; pero se había mostrado avergonzada y arrepentida al despertarse; que, en definitiva, irían a Whitby, y que esperaban a Gretchen en su apartamento.

—¿No sería más prudente que pasarais el día solos los dos? —preguntó Gretchen.

—Es mejor cuando no estamos solos —respondió Rudolph—. Te dejaste el bolso aquí, por si creías que lo habías perdido.

—Lo recuerdo —dijo Gretchen—. Estaré en tu casa a las diez.

Mientras se vestía, reflexionó sobre la escena de la noche anterior y recordó el comportamiento menos violento, pero igualmente extraño, de Jean en otras ocasiones. Ahora, todo concordaba. Jean había conseguido ocultarlo a Gretchen hasta ahora, porque no se veían muy a menudo. Pero la cosa estaba clara: Jean era una alcohólica. Se preguntó si Rudolph se daba cuenta de ello y si pensaría hacer algo al respecto.

A las diez menos cuarto, Evans no había llamado, y Gretchen bajó en el ascensor y salió a la soleada Calle 44; esbelta, alta, de bonitas piernas y cabello fino y negro, fresca y clara la tez, con un traje de tweed y un suéter de punto muy adecuados para un alegre fin de semana en el campo. Sólo la insignia «Prohibid la Bomba», colocada como un broche en la bien cortada solapa, podía revelar a los transeúntes que no todo era como parecía en aquella soleada mañana americana de la primavera de 1966.

Los restos de las cámaras habían sido retirados del cuarto de estar. Cuando llegó Gretchen, Rudolph y Jean estaban escuchando un concierto de Mozart para piano y orquesta, transmitido por la radio. Rudolph parecía tranquilo, y, aunque Jean estaba pálida y un poco vacilante cuando se levantó para besar a Gretchen, también parecía haberse recobrado de la noche anterior. Echó una rápida mirada a su cuñada, tal vez para pedirle disculpas y comprensión; pero, después de esto, dijo con su voz normal, rápida y grave, y con un ligero matiz de alegría que no parecía forzada:

—Estás estupenda con este traje, Gretchen. Y tienes que decirme dónde puedo comprar una de esas insignias. Su color hace juego con mis ojos.

—Sí —dijo Rudolph—. Creo que con ella, causarías sensación la próxima vez que vayamos a Washington.

Pero lo dijo en tono cariñoso y se echó a reír tranquilamente.

Mientras bajaban la escalera y esperaban que el hombre del garaje les sacase el coche, Jean tuvo asida la mano de Rudolph, como una niña que saliese de paseo con su padre. Sus cabellos castaños y recién lavados, sujetos sobre la nuca con una cinta, brillaban, y llevaba una falda muy corta, sus piernas sin medias, esbeltas y rectas y estaban ligeramente tostadas por el sol. Como de costumbre, no parecía tener más de dieciocho años.

Mientras esperaban el coche, Rudolph le dijo a Gretchen:

—He llamado a mi secretaria y le he dicho que se ponga al habla con Billy y le diga que le esperamos a comer en nuestra casa.

—Gracias, Rudy —dijo Gretchen.

No había visto a Billy en mucho tiempo, y sería mucho mejor que hubiese otras personas con ellos.

Cuando llegó el coche, las dos mujeres se sentaron delante con Rudolph. Éste conectó la radio. Mozart, sereno y primaveral, les acompañó hasta el Bronx.

Pasaron entre cornejos y tulipanes, y junto a campos donde hombres y niños jugaban al béisbol. En la radio, Loesser siguió a Mozart, y Ray Bolger cantó, irresistiblemente, Cuando se quiere una vez a Amy, siempre se quiere a Amy, y Jean le acompañó con voz natural, dulce y grave. Todos recordaban lo mucho que les había gustado Bolger en el espectáculo. Cuando llegaron a la casa de campo de Whitby, en cuyo jardín florecían las primeras lilas teñidas por la luz del crepúsculo, casi se había borrado el recuerdo de la noche anterior. Casi.

Enid, que tenía ahora dos años y era rubia y gordezuela, les estaba esperando. Saltó sobre su madre, y ambas se abrazaron y besaron una y otra vez. Rudolph cargó con la maleta de Gretchen y subió con ésta al cuarto de huéspedes. Una habitación limpia y resplandeciente, llena de flores.

Rudolph dejó la maleta y dijo:

—Creo que tendrás cuanto necesitas.

—Rudy —dijo Gretchen, sin levantar la voz—, creo que hoy tendríamos que prescindir de las bebidas.

—¿Por qué?

Parecía sorprendido.

—No debes tentarla. Me refiero a Jean. Aunque ella no beba, el solo hecho de ver beber a los demás…

—¡Bah! —dijo Rudolph, sin darle importancia—. Yo no me preocuparía por esto. La noche pasada estaba un poquito achispada…

—Es una alcohólica, Rudy —dijo Gretchen, a media voz.

Rudolph hizo un leve ademán negativo.

—No seas melodramática —dijo—. No te sienta bien. De vez en cuando se alegra un poco, esto es todo. Cómo tú, o como yo.

—No como tú o como yo —dijo Gretchen—. No debería beber una sola gota. Ni siquiera un trago de cerveza. Y habría que apartarla lo más posible de los que beben. Conozco el paño, Rudy. Hollywood está lleno de mujeres así. Primero son como ella, pero, después, se vuelven horribles. Jean podría acabar así. Y tú tienes que protegerla.

—Nadie puede decir que no la proteja —dijo Rudolph, con un ligero matiz de irritación.

—Encierra todas las botellas que tengas en casa, Rudy —dijo Gretchen.

—Tranquilízate —dijo Rudolph—. Esto no es Hollywood.

Sonó el teléfono en la planta baja y Jean gritó:

—¡Gretchen! ¡Es Billy que pregunta por ti! ¡Baja!

—Hazme caso, por favor —dijo Gretchen.

—Ve a hablar con tu hijo —dijo Rudolph, fríamente.

Por teléfono, Billy tenía voz de hombre.

—Hola, madre. Me alegro de que hayas podido venir. —Había empezado a llamarla madre al aparecer Evans en escena. Antes, la llamaba mamá. Ella había creído que esta palabra resultaba demasiado infantil para un chico tan crecido; pero ahora, por teléfono, le habría gustado oírle decir mamá—. Escucha —prosiguió Billy—. ¿Querrás excusarme con Rudolph? Dile que lo siento mucho. Me había invitado a comer, pero tengo que jugar un partido de béisbol a la una. Tendrá que perdonarme.

—Sí —dijo Gretchen—. Te excusaré. ¿Cuándo nos veremos?

—Bueno, es un poco difícil decirlo. —Billy parecía sinceramente perplejo—. Después del partido, hay un festival con cerveza en uno de los pabellones, y…

—¿Dónde jugáis? —preguntó Gretchen—. Iré a verte. Y podremos charlar un poco durante los intermedios.

—Pareces molesta.

—No lo estoy. ¿Dónde jugáis?

—Los campos de juego están en el lado de la Universidad —dijo Billy—. No puedes dejar de verlos.

—Adiós —dijo Gretchen.

Y colgó. El teléfono estaba en el pasillo, y Gretchen pasó de allí al cuarto de estar. Jean estaba sentada en el sofá, acunando y meciendo a Enid. Ésta emitía unos ruiditos como un arrullo. Rudolph preparaba unos «daiquiris» en una coctelera.

—Mi hijo pide que le excuséis —dijo Gretchen—. Tiene asuntos importantes que le entretendrán toda la tarde. No puede venir a comer.

—¡Lástima! —dijo Rudolph.

Pero su boca se endureció un momento. Sirvió cocteles para Gretchen y para él mismo. Jean, ocupada con su hija, dijo que no quería beber.

Después de comer, Gretchen pidió prestado el coche a Rudolph y se dirigió al campus de la Universidad de Whitby. Había estado allí en otras ocasiones, pero le chocó una vez más la belleza tranquila y campesina del lugar, con sus rústicos y viejos edificios desparramados sobre hectáreas de prados, sus paseos enarenados y ondulantes, sus altos robles y olmos. Como era domingo, había pocos estudiantes y el campus parecía dormitar en un soleado sopor. Un sitio digno de recordar, pensó; una imagen para añorarla más tarde. Si la Universidad era un sitio donde se preparaba a los jóvenes para la vida, tal vez encontrarían éstos a faltar sus sencillos y acogedores salones y aulas. La vida con que tendrían que enfrentarse los graduados de Whitby en el último tercio del siglo XX no se parecería en nada a todo esto.

En los campos de juego, se estaban jugando partidos informales de béisbol. El más informal de todos, en el que casi la mitad de los jugadores eran chicas, era aquel en el que intervenía Billy. La muchacha que actuaba en aquel momento llevaba un libro consigo. Estaba sentada en la hierba, leyendo, y sólo levantaba la cabeza y corría detrás de la pelota cuando la avisaban sus compañeros de equipo. Debían de llevar bastante tiempo jugando, porque, cuando Gretchen se situó detrás de la línea de la primera base, el chico que defendía ésta y unos cuantos miembros del equipo rival, tumbados en la hierba esperando su turno para batear, discutían sin gran calor sobre si el tanteo era de diecinueve a dieciséis, o de dieciocho a quince. El partido no parecía tan importante como para suponer aunque la intervención de Billy hubiese sido imprescindible.

Vestido con pantalón azul desteñido y camisa gris, Billy actuaba en aquel momento de pitcher, lanzando flojamente la pelota a las chicas, pero impulsándola con fuerza cuando eran chicos los que bateaban. No vio enseguida a Gretchen, y ésta le observó: alto, de movimientos pausados y graciosos, caídos los largos cabellos sobre la cara, versión mejorada, sensual, enérgica y huraña, del rostro de Willie Abbot. La frente era igualmente ancha y alta; los ojos, más profundos y más negros; la nariz, más larga y de ventanas más anchas y tensas; la mejilla derecha, con un solo hoyuelo asimétrico al sonreír; los dientes, regulares y con la blancura de la juventud.

¡Ojalá su cara fuese espejo de su vida!, pensó Gretchen, mientras su hijo lanzaba la pelota a una chica bonita y regordeta, que falló con el bate y gritó, con burlona desesperación:

—¡Soy una calamidad!

Cuando acabó de batear, Billy vio a Gretchen de pie detrás de la primera base y se acercó a ella.

—Hola, madre —dijo, besándola. Un destello de divertida sorpresa pasó por sus ojos al observar la insignia de «Prohibid la Bomba»—. Ya te dije que no te costaría encontrarnos.

—No quisiera interrumpirte —dijo ella.

No debería hablarte en este tono, pensó. Pero ¡qué caray!, soy tu madre.

—No te preocupes —dijo él—. ¡Eh, chicos! —gritó—. Que alguien batee por mí. Tengo visita. Nos veremos más tarde en el pabellón. —No la presentó a nadie—. ¿Por qué no damos un paseo? Te mostraré esto.

—Rudolph y Jean sintieron mucho que no vinieras a comer —dijo Gretchen, mientras se alejaban del campo.

Otra vez el tono que no hubiese debido emplear.

—¿De veras? —dijo Billy, con indiferencia—. Lo lamento.

—Rudolph dice que te ha invitado muchas veces y que nunca has ido.

Billy se encogió de hombros.

—Ya sabes lo que pasa —dijo—. Siempre surge algún inconveniente.

—Preferiría que fueses de vez en cuando —dijo Gretchen.

—Iré. Alguna vez. Podremos discutir sobre el abismo existente entre las generaciones. O sobre las hierbas que se fuman en el campus. Su periódico habla mucho de estos temas.

—¿Fumas esas hierbas?

—Querida madre, estamos en el siglo XX.

—No me hables en tono condescendiente —dijo ella, vivamente.

—Hace un día estupendo —dijo él—, y hacía mucho tiempo que no nos veíamos. No discutamos. En ese edificio está el dormitorio que ocupé al ingresar.

—¿Estaba tu novia entre las chicas que jugaban contigo?

Él le había escrito que estaba interesado por una de sus condiscípulas.

—No. Sus padres han venido a pasar el fin de semana, y ella tiene que comportarse como si yo no existiera. Su padre no puede verme, y yo no puedo verle a él. Dice que soy un inmoral, una influencia perniciosa. Es un hombre del Neandertal.

—¿Acaso nadie te parece bien?

—Claro que sí. Albert Camus. Pero está muerto. A propósito, ¿cómo está ese otro poeta, Evans Kinsella?

—Está vivo.

—Buena noticia —dijo Billy—. Una noticia realmente sensacional.

Si Colin no hubiese muerto, Billy no sería así, pensó Gretchen. Sería completamente distinto. Un hombre distraído y atrafagado se pone detrás de un volante, se estrella contra un árbol, y el impacto se transmite y se transmite sin parar a través de las generaciones.

—¿Bajas alguna vez a Nueva York? —preguntó ella.

—De tarde en tarde.

—Si me lo comunicas —dijo Gretchen—, la próxima vez que vengas encargaré localidades para ir al teatro. Puedes traer a tu chica. Me gustaría conocerla.

—No es gran cosa —dijo Billy.

—De todos modos, avísame.

—Lo haré.

—¿Cómo van tus estudios? —preguntó Gretchen.

Billy hizo una mueca.

—Rudolph dice que no muy bien. Dice que incluso podrían expulsarte de la escuela.

—El cargo de alcalde de este pueblo debe de ser poco fatigoso —dijo Billy—, si le deja tiempo para comprobar las asignaturas que suspendo cada semestre.

—Si e expulsan, te reclutarán para hacer el servicio militar. ¿Te gustaría?

—¡Qué más da! —dijo Billy.

—¿Es que no piensas nunca en mí? —un disparate. Un terrible disparate. Pero tenía que decirlo—. ¿Qué crees que sentiré si te envían a Vietnam?

—Los hombres combaten y las mujeres lloran —dijo Billy—. ¿Por qué habríamos tú y yo de ser distintos?

—¿Haces algo para tratar de cambiar las cosas, por ejemplo, para poner fin a la guerra? Muchísimos estudiantes de todo el país trabajan día y noche para…

—¡Tonterías! —dijo Billy—. Están perdiendo el tiempo. La guerra es un negocio demasiado bueno para muchos personajes. ¿Qué les importa a ellos lo que hagan unos cuantos chicos chiflados? Si quieres, puedes darme tu insignia y me la pondré. El Pentágono se echará a temblar cuando se entere de que Billy Abbot protesta contra la bomba.

—Billy —dijo Gretchen, deteniéndose y plantándose ante él—, ¿te interesa algo?

—En realidad, no —respondió él, tranquilamente—. ¿Te parece mal?

—Sólo espero que sea una pose —dijo Gretchen—. Una tonta pose de adolescente.

—No es una pose —dijo él—, y no soy un adolescente, si no lo habías advertido. Soy un hombre hecho y derecho, y creo que todo apesta. Si estuviese en tu lugar, me olvidaría de mi hijo por una temporada. Si tienes que sacrificarte para enviarme el dinero de mis estudios, no me lo envíes. Si te disgusta mi manera de ser y piensas que tú tienes la culpa, puede que estés en lo cierto o puede que estés equivocada. Siento tener que hablar de esta manera, pero hay una cosa que no quiero ser: hipócrita. Creo que te sentirás más tranquila si no tienes que preocuparte por mí. Por consiguiente, vuelve a mi querido tío Rudolph y a tu querido Evans Kinsella, y yo volveré a mi juego.

Dio media vuelta y se alejó por el sendero, en dirección al campo de juego.

Gretchen se le quedó mirando hasta que no fue más que una manchita azul y gris allá a lo lejos; después, echó a andar despacio, pesadamente, hacia el sitio donde había aparcado el coche de Rudolph.

Era inútil quedarse allí todo el fin de semana. Cenó en silencio con Rudolph y Jean y tomó el tren de la mañana para Nueva York.

Cuando llegó a su hotel, encontró un mensaje de Evans, diciéndole que no podría cenar con ella aquella noche.