I
Nadie recordaba a Herman Schultz en el «Bristol Hotel»; pero, en el «Madison Square Garden», alguien de Departamento de Publicidad le había dado al fin la dirección de una casa de huéspedes de la Calle 53 Oeste. Rudolph llegaría a conocer bien esta calle. Durante las últimas cuatro semanas, había estado tres veces allí, aprovechando otros tantos viajes a Nueva York en el mes de agosto. Sí, le había dicho el hombre de la pensión. Míster Schultz se alojaba allí cuando estaba en Nueva York; pero, ahora, se hallaba ausente de la ciudad. No le había dicho dónde. Rudolph le había dejado su número de teléfono, pero Schultz no le había llamado. Rudolph tenía que dominar un estremecimiento de aprensión cada vez que llamaba a la puerta. Era un edificio ruinoso de un barrio moribundo, habitado, al parecer, por viejos arruinados y jóvenes perdidos.
Un viejo encorvado, que arrastraba los pies y llevaba el pelo revuelto, abrió la desconchada puerta de color de sangre seca. Desde la oscuridad del portal, observó con ojos miopes a Rudolph, plantado en la entrada bajo el sol de septiembre. A pesar de la distancia que les separaba, Rudolph percibió que olía a moho y a orina.
—¿Está míster Schultz en casa? —preguntó.
—Cuarto piso, al fondo —dijo el viejo, apartándose a un lado para dejarle pasar.
Al subir la escalera, Rudolph se dio cuenta de que no era el viejo, sino toda la casa, la que despedía aquel olor. Una radio tocaba música española. Un hombre gordo, desnudo de cintura para arriba, estaba sentado en lo alto del segundo tramo de escalones, con la cabeza entre las manos. No la levantó para mirar, cuando Rudolph pasó junto a él.
La puerta del cuarto piso estaba abierta. Bajo el tejado, hacía un calor sofocante. Rudolph reconoció al hombre que le habían presentado como Schultzy, en Queens. Schultzy estaba sentado en el borde de la revuelta cama, sobre las grises sábanas, mirando fijamente la cercana pared.
Rudolph dio unos golpes en el montante de la puerta. Schultzy volvió la cabeza lentamente, dolorosamente.
—¿Qué quiere? —preguntó.
Su voz era áspera, hostil. Rudolph entró.
—Soy el hermano de Tom Jordache —dijo, alargando la mano.
Schultzy recogió la diestra detrás de la espalda. Llevaba una raída camisa manchada de sudor. Seguía con el estómago de pelota de baloncesto. Movió la boca con inseguridad, como si llevase una dentadura postiza mal ajustada.
—No puedo darle la mano —dijo—. Debido al artritismo.
No invitó a Rudolph a sentarse. Salvo la cama, no había otro sitio donde hacerlo.
—Ese hijo de perra… —dijo Schultzy—. No quiero oír hablar de él.
Rudolph sacó su cartera y extrajo de ella dos billetes de veinte dólares.
—Me pidió que le entregase esto.
—Déjelo sobre la cama. —La expresión de Schultz, viperina y lívida, no cambió—. Me debe ciento cincuenta.
—Haré que mañana le envíe el resto —dijo Rudolph.
—Las cosas van bien, ¿eh? —dijo Schultz—. ¿Qué hace ahora? ¿Ha dado otra vez con la horma de su zapato?
—No —dijo Rudolph—. No está en apuros.
—Lo siento —dijo Schultz.
—Me pidió que le preguntase si aún hay moros en la costa.
Al pronunciar esas palabras, le parecieron extrañas.
Ahora, el rostro de Schultz adquirió una expresión taimada, secreta, y miró de reojo a Rudolph.
—¿Está seguro de que mañana recibiré el resto del dinero?
—Seguro —dijo Rudolph.
—No —dijo Schultz—. Ya no hay moros en la costa. Ya no hay nada de nada. Ese imbécil de Quayles no volvió a tener una buena noche desde que el puerco de su hermano acabó con él. La única oportunidad que tuve en mi vida para hacerme con una buena pasta. Y no es que aquellos cerdos me diesen una buena tajada. A pesar de que había sido yo quien había descubierto y lanzado a Quayles. No, no hay moros en la costa. Todos han muerto o están en la cárcel. Nadie se acuerda de su maldito hermano. Puede pasearse por la Quinta Avenida al frente del desfile del Día de Colón y nadie le señalará con el dedo. Dígaselo. Y dígale que esto vale mucho más que ciento cincuenta.
—Así lo haré, míster Schultz —dijo Rudolph, tratando de aparentar que sabía de lo que hablaba el viejo—. Pero quisiera preguntarle algo más…
—Él quiere saber muchas cosas, ¿no?
—Quiere saber de su esposa.
Schultz graznó.
—Esa puta —dijo, alargando las sílabas de la palabra—. Su foto salió en los periódicos. En el Daily News. Dos veces. La pillaron dos veces por ejercer el oficio de los bares. Dijo que se llamaba Teresa Laval y así lo pusieron en los periódicos. Y que era francesa. Pero yo reconocí a la zorra. Buena francesa, a fe mía. Todas las mujeres son putas. Podría contarle algunas historias, Mister…
—¿Sabe dónde vive? —preguntó Rudolph, que no pensaba pasarse la tarde en la destartalada y maloliente habitación, escuchando las opiniones de Schultz sobre el sexo femenino—. ¿Y sabe dónde está el chico?
Schultz meneó la cabeza.
—Nadie deja rastro. Ni siquiera sé dónde vivo yo. Teresa Laval. Francesa. —Volvió a graznar—. ¡Menuda francesa!
—Muchas gracias, míster Schultz —dijo Rudolph—. No le molesto más.
—Ninguna molestia. Me ha gustado poder charlar un poco. ¿Seguro que me enviará ese dinero mañana?
—Se lo garantizo.
—Lleva usted un buen traje —dijo Schultz—. Pero esto no es una garantía.
Rudolph le dejó sentado en la cama, dando cabezadas bajo el calor asfixiante. Bajó rápidamente la escalera. Incluso la Calle 53 Oeste le pareció agradable en comparación con la casa de huéspedes que dejaba atrás.
II
Llevaba el cablegrama de Rudolph en el bolsillo cuando bajó del avión en Kennedy, para someterse, con otros centenares de pasajeros, a las formalidades de Sanidad e Inmigración. La última vez que había estado en aquel aeropuerto se llamaba Idlewild. Una bala en la cabeza era un precio muy caro para que pusiesen el nombre de uno a un aeropuerto.
El corpulento irlandés con la insignia de Inmigración le miró como si no le gustase la idea de dejarlo regresar a su país. Hojeó un grueso libro negro, lleno de nombres, buscando el de Jordache, y pareció contrariado al no encontrarlo.
Pasó al salón de la Aduana a esperar su maleta. Se hubiera dicho que toda la población de América volvía de unas vacaciones en Europa. ¿De dónde venía tanto dinero?
Levantó la cabeza para mirar la galería cerrada con vidrieras, donde dos o tres hileras de personas agitaban las manos saludando a los parientes a quienes habían venido a recibir. Él había cablegrafiado a Rudolph el número de vuelo y la hora de llegada, pero no pudo descubrirlo entre la gente apretujada detrás de los cristales. Tuvo un momento de irritación. No quería rondar por Nueva York en busca de su hermano.
El cable hacía una semana que le estaba esperando cuando él había vuelto a Antibes, después del crucero con Heath y su esposa. Querido Tom —decía el cablegrama—. Todo bien para ti aquí Punto Creo que tendré pronto dirección hijo Abrazos. RUDOLPH.
Por fin, vio su maleta en la cinta continua; la agarró y se situó en la cola del mostrador de la Aduana. Un idiota de Syracuse sudaba y le contaba una larga historia al inspector sobre cómo había adquirido unas prendas bordadas y para quién eran. Cuando le llegó el turno, el inspector le hizo abrir la maleta y la revisó minuciosamente. Como no llevaba regalos para nadie, el inspector le dejó pasar.
Dijo que no a un mozo que quería llevarle la maleta y se dirigió a la salida cargado con ella. Descubierto, plantado entre la multitud, más tranquilo que nadie, con pantalón de verano y chaqueta ligera, Rudolph agitó un brazo en su dirección. Se estrecharon la mano y Rudolph trató de agarrarle la maleta; pero Thomas no lo consintió.
—¿Has tenido buen viaje? —le preguntó Rudolph, al salir del edificio.
—Muy bueno.
—Tengo el coche aparcado cerca de aquí —dijo Rudolph—. Espérame un minuto.
Al alejarse en busca del coche, Thomas advirtió que Rudolph aún andaba como deslizándose, sin mover los hombros.
Se desabrochó el cuello de la camisa y se aflojó la corbata. Aunque estaban a primeros de octubre, hacía un calor pegajoso y húmedo, y olía a petróleo quemado. Había olvidado el clima de Nueva York. ¿Cómo podía la gente vivir aquí?
Cinco minutos más tarde, Rudolph detuvo su «Buick» cupé color azul. Thomas arrojó la maleta sobre el asiento de atrás y subió. El coche tenía aire acondicionado, lo cual era un alivio. Rudolph conducía exactamente a la velocidad autorizada y Thomas recordó aquella vez que les habían detenido los agentes de tráfico, con la botella de bourbon y la «Smith and Wesson» en el coche, cuando iban a ver a su madre moribunda. Los tiempos habían cambiado. Para bien.
—Bueno, ¿qué? —preguntó Thomas.
—Encontré a Schultz —dijo Rudolph—. Por esto te envié el cable. Dijo que ya no había moros en la costa. Que todos están muertos o en la cárcel. No le pregunté lo que quería decir con esto.
—¿Y qué hay de Teresa y el chico?
Rudolph jugó con las palancas del acondicionamiento del aire, frunciendo el ceño.
—Bueno —dijo—, es un poco difícil de explicar.
—Adelante. Soy un tipo duro.
—Schultz no sabía dónde estaba ninguno de los dos. Pero me dijo que había visto la fotografía de tu mujer en los periódicos. Dos veces.
—¡Diablos! ¿Por qué?
Por un momento, Thomas se sintió aturdido. Tal vez aquella loca se había abierto paso en la escena o en los clubs nocturnos.
—Fue detenida por ejercer la prostitución en un bar. Dos veces —dijo Rudolph—. Siento tener que decírtelo, Tom.
—Olvídalo —dijo Thomas, rudamente—. Me lo imaginaba.
—Schultz dijo que empleaba otro nombre, pero que la reconoció —dijo Rudolph—. Quise comprobarlo. Era ella. La Policía me dio su dirección.
—Si puedo pagar su precio —dijo Thomas—, tal vez me acerque y le dé un repaso. Tal vez ahora habrá aprendido a hacerlo. —Vio la expresión dolorida del rostro de su hermano, pero no había cruzado el Océano para ser cortés—. ¿Y qué sabes del chico?
—Está en una escuela militar, cerca de Poughkeepsie —respondió Rudolph—. Lo supe hace dos días.
—Una escuela militar —dijo Thomas—. ¡Jesús! ¿Disparan los oficiales contra las madres en las maniobras?
Rudolph siguió conduciendo en silencio, dejando que Thomas se desfogase.
—Esto es precisamente lo que quiero que sea mi chico —dijo Thomas—. Soldado. ¿Cómo supiste la buena noticia?
—Me la dio un detective privado.
—¿Habló con la zorra?
—No.
—Entonces, ¿nadie sabe que estoy aquí?
—Nadie —dijo Rudolph—. Excepto yo. Hice otra cosa que supongo que no te importará.
—¿Cuál?
—Hablé con un abogado amigo mío. Sin mencionar nombres. Puedes conseguir fácilmente el divorcio y la custodia del chico. Gracias a las dos condenas.
—¡Ojalá la hubiesen encerrado en la cárcel y tirado la llave!
—Sólo una noche a la sombra, cada una de las veces. Y una multa.
—En este país hay grandes abogados, ¿no es cierto?
Recordaba sus días en la cárcel de Elysium. Dos de tres, en la familia.
—Escucha —dijo Rudolph—. Tengo que regresar a Whitby esta noche. Si quieres, puedes venir conmigo. O puedes quedarte en mi piso. Está vacío. Una doncella va todas las mañanas a hacer la limpieza.
—Gracias. Prefiero el piso. Quiero ver a ese abogado a primera hora de la mañana. ¿Puedes arreglarlo?
—Sí.
—¿Tienes el nombre y la dirección de la escuela?
Rudolph asintió con la cabeza.
—Es cuanto necesito —dijo Thomas.
—¿Cuánto tiempo piensas estar en Nueva York?
—Sólo el suficiente para conseguir el divorcio y la custodia del chico, y llevarme a éste a Antibes.
Rudolph guardó silencio durante un rato, mientras Thomas observaba, a través de la ventanilla de la derecha, las embarcaciones ancladas en Flushing Bay. Se alegró de que el Clothilde estuviese en el puerto de Antibes y no en Flushing Bay.
—Johnny Heath me escribió que había hecho una excursión estupenda contigo —dijo Rudolph—. Añadió que a su mujer le había gustado muchísimo.
—No sé si tuvo tiempo de apreciar las cosas —dijo Thomas—. No hacía más que subir y bajar la escalera, para cambiarse de ropa cada cinco minutos. Lo menos llevaba treinta maletas. Suerte que sólo eran dos pasajeros. Llenamos dos camarotes vacíos con su equipaje.
Rudolph sonrió.
—Procede de una familia muy rica.
—Se le nota en todo. En cambio, él es un buen tipo. Me refiero a tu amigo. No le importaba el mal tiempo, y hacía tantas preguntas que, al terminar las dos semanas, habría podido llevar él mismo el Clothilde hasta Túnez. Dijo que os iba a invitar a ti y a tu mujer a acompañarle en un crucero, el próximo verano.
—Si tengo tiempo —dijo rápidamente Rudolph.
—¿Qué es eso de presentarte para alcalde de esa pequeña y sucia ciudad? —preguntó Thomas.
—Esa ciudad no tiene nada de sucia —dijo Rudolph—. ¿No crees que es buena idea?
—Yo me limpiaría los zapatos con el mejor político del país —dijo Thomas.
—Tal vez te haré cambiar de opinión —dijo Rudolph.
—Cuando tuvieron un buen hombre, se apresuraron a matarlo.
—No pueden matarlos a todos.
—Pueden intentarlo —dijo Thomas.
Alargó una mano y conectó la radio. El rugido de una muchedumbre llenó el automóvil y la voz excitada del un locutor explicó: «… un buen impulso hacia el centro del campo; el corredor rodea la segunda; se acerca, llega… ¡Lo logró! ¡Lo logró!». Thomas apagó la radio.
—El Campeonato Mundial —dijo Rudolph.
—Lo sé. Compré el Herald Tribune de París.
—¿No añoras América, Tom? —preguntó Rudolph.
—¿Qué hizo América por mí? —replicó Thomas—. Nada me importaría no verla más.
—No me gusta que hables así.
—Basta con un patriota en la familia —dijo Thomas.
—¿Y qué me dices de tu hijo?
—¿Sobre qué?
—¿Cuánto tiempo piensas tenerlo en Europa?
—Siempre —dijo Thomas—. Tal vez cuando te elijan presidente y pongas orden en todo el país, y metas en la cárcel a todos los bandidos, generales, policías, jueces, parlamentarios y abogados de postín, si es que no te matan antes, tal vez entonces le enviaré a hacer una visita.
—¿Y su educación?
—Hay escuelas en Antibes.
—Pero él es americano.
—¿Por qué? —preguntó Thomas.
—Bueno, no es francés.
—Tampoco será francés —dijo Thomas—. Será Wesley Jordache.
—No sabrá a qué país pertenece.
—¿A cuál crees que pertenezco yo? ¿A éste? —Thomas se echó a reír—. Mi hijo pertenecerá a un barco que surcará el Mediterráneo, yendo de un país productor de aceite y vino a otro país productor de vino y aceite.
Rudolph no insistió. Condujo en silencio el resto del trayecto hasta el edificio de Park Avenue, donde tenía su apartamento. El portero se encargó de aparcar el coche cuando él le dijo que sólo estaría unos minutos. El portero miró con extrañeza a Thomas, con su cuello abierto y su corbata floja, su traje azul de anchos pantalones, y el verde sombrero de fieltro con cinta marrón que se había comprado en Génova.
—Tu portero no aprueba mi indumento —dijo Thomas, cuando subían en el ascensor—. Dile que compro mis trajes en Marsella y que todo el mundo sabe que Marsella es el principal centro de Europa de la haute coûture para hombres.
—No te preocupes por el portero —dijo Rudolph, entrando con Thomas en el apartamento.
—No está mal este pisito —dijo Thomas, plantado en medio del espacioso cuarto de estar, con su chimenea y un largo diván de color de paja, y dos poltronas junto a sus extremos.
Había flores naturales en los jarrones colocados sobre las mesas, una alfombra de color manteca cubriendo todo el suelo, y pinturas no figurativas en las paredes de un verde oscuro. La estancia miraba al Oeste, y el sol de la tarde se filtraba a través de los visillos de las ventanas. Zumbaba débilmente el sistema de acondicionamiento de aire. Y en la habitación hacía un fresco agradable.
—No venimos a la ciudad tan a menudo como quisiéramos —dijo Rudolph—. Jean vuelve a estar encinta y lleva un par de meses bastante malos. —Abrió un armario—. Aquí está el bar —dijo—. Hay hielo en el refrigerador. Si quieres comer aquí, díselo a la doncella cuando llegue por la mañana. Es bastante buena cocinera.
Condujo a Thomas al dormitorio sobrante, al que Jean había dado un aspecto exactamente igual al del cuarto de invitados de la casa de campo de Whitby, un aspecto rural y delicado. Rudolph no pudo dejar de advertir lo desplazado que parecía su hermano en la pulcra y femenina habitación, con sus dos camas gemelas con columnitas y dosel.
Thomas arrojó la raída maleta, la chaqueta y el sombrero, sobre una de las camas, y Rudolph reprimió un respingo. Johnny le había escrito que Thomas era un prodigio de limpieza en su barco. Por lo visto, no conservaba sus hábitos marineros al saltar a tierra.
De nuevo en el cuarto de estar, Rudolph preparó dos vasos de whisky con sifón y, mientras bebían, sacó los papeles con los datos que le había dado el Departamento de Policía y el informe del detective privado, y los entregó a Thomas. Llamó al despacho del abogado para concertar la visita de Thomas, y le dieron hora para las diez de la mañana siguiente.
—Bueno —dijo, cuando acabaron de beber—, ¿necesitas algo más? ¿Quieres que te acompañe cuando vayas a la escuela militar?
—Llevaré este asunto a mi manera —dijo Thomas—. No te preocupes.
—¿Cómo andas de dinero?
—Nado en la abundancia —dijo Thomas—. Gracias.
—Si ocurre algo —dijo Rudolph—, llámame.
—Muy bien, señor alcalde —dijo Thomas.
Se dieron la mano y Rudolph dejó a su hermano de pie junto a la mesa donde había tirado los informes de la Policía y del detective privado. Al salir aquél, Thomas los estaba recogiendo para leerlos.
«Teresa Jordache —leyó Thomas en los papeles de la Policía—, alias Thérèse Laval». Rió entre dientes. Sentía deseos de llamarla y pedirle que viniese. Disfrazaría la voz. «Apartamento 14B, Miss Laval. Está en Park Avenue, entre las Calles 57 y 58.» Ni la zorra más desconfiada pensaría que podía haber alguna trampa en semejante dirección. Le gustaría ver la cara que pondría al tocar el timbre y abrir él la puerta. Estuvo a punto de marcar el último número de teléfono, descubierto por el detective; pero se contuvo. Le resultaría casi imposible no darle la paliza que se merecía, y él no había venido a América para esto.
Se afeitó y duchó, utilizando el jabón perfumado del cuarto de baño, bebió otro trago, se puso una camisa limpia y el traje azul marsellés, bajó en el ascensor y se dirigió a la Quinta Avenida. Anochecía. Vio un pequeño restaurante en una calle lateral, entró y comió un bisté con media botella de vino, y pastel de manzana à la mode, como saludo a su país natal. Después, se encaminó a Broadway. Broadway estaba peor que nunca, con el ruido infernal de las tiendas de música, los enormes letreros, que le parecieron más feos que antes, y la gente empujándose, con aspecto mareado; pero le gustó. Podía ir adonde quisiera, meterse en todos los bares, entrar en cualquier cine.
Todos estaban muertos o en la cárcel. Música, maestro.
La Academia Militar de Hilltop se hallaba situada en la cima de un monte. Estaba rodeada por una muralla de piedra, alta y gris, y cuando Thomas cruzó la puerta de entrada en el coche que había alquilado, pudo ver a unos chicos con uniforme azul grisáceo haciendo la instrucción en un campo polvoriento. Había empezado a refrescar, y algunos árboles cambiaban ya de color. El paseo discurría cerca de los campos de instrucción y Thomas detuvo el coche y observó. Había cuatro grupos separados, evolucionando y marchando en diferentes lugares del campo. Los chicos del grupo más próximo a él, compuesto de unos treinta muchachos, tenían de doce a catorce años, aproximadamente la edad de Wesley. Thomas los miró fijamente al pasar frente a él, pero si Wesley estaba entre ellos, no lo reconoció.
Arrancó de nuevo y se dirigió a un edificio de piedra que parecía un pequeño castillo. El suelo estaba bien cuidado, con macizos de flores y prados de césped recortado, y los otros edificios eran grandes y sólidos, y estaban construidos con la misma piedra que el pequeño castillo.
Teresa debía de cobrar muy caros sus servicios, pensó Thomas, para permitirse el lujo de tener al chico en un lugar como éste.
Se apeó y entró en el pabellón. El vestíbulo de granito era oscuro y frío. Las paredes estaban cubiertas de banderas, sables, rifles cruzados y placas de mármol, con listas de nombres de graduados que habían muerto en la Guerra Hispano-Americana, la Expedición Mexicana, la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Corea. Un chico de cabeza rapada y numerosos distintivos en la manga bajaba la escalera. Thomas le preguntó:
—¿Dónde está la oficina principal, muchacho?
El chico se cuadró, como si Thomas fuese el general McArthur, y dijo:
—Por aquí, señor.
Saltaba a la vista que les enseñaban a respetar a las generaciones más viejas. Tal vez por esto había enviado Teresa al chico a la Academia Militar de Hilltop. No le vendría mal tener a alguien que la respetase.
El muchacho abrió la puerta de una espaciosa oficina. Dos mujeres trabajan en sendas mesas, detrás de una pequeña mampara.
—Es aquí, señor —dijo el chico, haciendo chocar los tacones antes de dar media vuelta y salir al pasillo.
Thomas se acercó a la mesa más próxima. La mujer dejó de estudiar sus papeles y le dijo:
—¿En qué puedo servirle, señor?
No llevaba uniforme ni hizo chocar los tacones.
—Tengo un hijo en la escuela —dijo Thomas—. Me llamo Jordache. Quisiera hablar con alguien de la Dirección.
La mujer le dirigió una mirada particular, como si el apellido le recordase cosas desagradables. Se levantó y dijo:
—Le diré al coronel Bainbridge que está usted aquí. Tenga la bondad de sentarse.
Le indicó un banco junto a la pared y se dirigió a una puerta al otro lado de la oficina. Era una mujer gorda, de unos cincuenta años, y llevaba las medias torcidas.
Al cabo de un rato, la mujer volvió y abrió una puertecita de la mampara, diciendo:
—El coronel Bainbridge le recibirá ahora mismo, señor. Siento haberle hecho esperar.
Condujo a Thomas al fondo de la estancia, abrió la puerta del despacho del coronel Bainbridge y volvió a cerrarla detrás de aquél. Había allí más banderas, y fotografías del general Patton, del general Eisenhower, y el coronel Bainbridge, imponente con su guerrera de campaña, su pistola y su casco y sus gemelos colgados del cuello; había sido tomada durante la Segunda Guerra Mundial. El coronel Bainbridge en persona, vistiendo el uniforme regular del Ejército de los Estados Unidos, se hallaba en pie detrás de la mesa para recibir a Thomas. Estaba más delgado que en la fotografía, era casi calvo, usaba gafas con montura de plata y no llevaba armas ni gemelos.
—Bienvenido a Hilltop, míster Jordache —dijo el coronel Bainbridge, sin cuadrarse, pero dando la impresión de que lo hacía—. ¿Quiere usted sentarse?
—No le robaré mucho tiempo, coronel —dijo Thomas—. Sólo he venido a ver a mi hijo Wesley.
—Claro, claro, lo comprendo —dijo Bainbridge, con palabras ligeramente entrecortadas—. Dentro de poco, empieza el periodo de recreo, y le enviaré a buscar. —Carraspeó, un poco confuso—. Celebro que, por fin, haya venido a visitar la escuela algún miembro de su familia. Supongo que es usted su padre, ¿no?
—Ya se lo dije a la señora de ahí fuera —dijo Thomas.
—Le ruego que disculpe mi pregunta, míster… míster Jordache —dijo Bainbridge, mirando distraídamente el retrato del general Eisenhower—, pero, en la solicitud de ingreso de Wesley, se decía claramente que su padre había muerto.
La muy zorra, pensó Thomas, la miserable y apestosa zorra.
—Pues ya lo ve —dijo—, no estoy muerto.
—Claro —dijo Bainbridge, nervioso—. Claro que lo veo. Debió de haber un error de pluma, aunque no puedo comprender cómo…
—He estado unos años ausente del país —dijo Thomas—. Mi esposa y yo no estamos en buenas relaciones.
—Incluso así… —Bainbridge jugueteó con un cañoncito de bronce que había encima de la mesa—. Naturalmente, no quiero entremeterme en asuntos de familia… Nunca tuve el honor de conocer a mistress Jordache. Sólo nos comunicamos por correspondencia. Pero, es la misma mistress Jordache, ¿no? —dijo Bainbridge, hecho un lío—. La que tiene un negocio de antigüedades en Nueva York.
—Es posible que trafique con alguna antigualla —dijo Thomas—. No lo sé. Lo único que deseo es ver a mi hijo.
—Dentro de cinco minutos terminarán la instrucción —dijo Bainbridge—. Estoy seguro de que se alegrará de verle. Se alegrará muchísimo. Posiblemente, es lo que más necesita en este momento…
—¿Por qué? ¿Qué le pasa?
—Es un chico difícil, míster Jordache, muy difícil. Hemos tenido problemas con él.
—¿Qué problemas?
—Es extraordinariamente… ¿cómo diría?…, agresivo. —Bainbridge pareció satisfecho de haber encontrado la palabra—. Siempre está armando pelea. Con todos. Sin reparar en la corpulencia ni en la edad. En una ocasión, durante el curso pasado, llegó a golpear a uno de los profesores. El de Ciencias Generales. El profesor faltó una semana entera a clase. El joven Wesley es… digamos, muy apto para los puños. Desde luego, nos gusta que, en una escuela de esta clase, los chicos muestren cierto grado de agresividad. Pero Wesley… —Bainbridge suspiró—. Sus contiendas no son las riñas corrientes entre muchachos. Hemos tenido que hospitalizar a chicos, a muchachos mayores… Si he de serle absolutamente franco, ese chico tiene una especie de crueldad de… adulto, ésta es la palabra, de adulto, que nosotros consideramos sumamente peligrosa.
La sangre de los Jordache, pensó Thomas, la maldita sangre de los Jordache.
—Siento tener que decirle, míster Jordache —prosiguió Bainbridge—, que consideramos este curso como prueba para Wesley, sin privilegios de ninguna clase.
—Entonces, coronel —dijo Thomas—, voy a darle una buena noticia. Estoy resuelto a hacer algo por Wesley y sus problemas.
—Celebro que se encargue usted de esto, míster Jordache —dijo Bainbridge—. Hemos escrito innumerables cartas a su madre, pero, por lo visto, no tiene tiempo para contestar.
—He decidido llevármelo de la escuela esta tarde —dijo Thomas—. Ya no tendrá usted más preocupaciones.
La mano de Bainbridge tembló sobre el cañoncito de bronce.
—No me refería a una medida tan drástica, señor —dijo.
—Pues yo sí, coronel.
Bainbridge se puso en pie detrás de la mesa.
—Esto sería muy… muy irregular. Necesitamos el permiso escrito de la madre. Al fin y al cabo, sólo hemos tenido tratos con ella. Ha pagado las cuotas correspondientes a todo el curso escolar. Y tendríamos que comprobar el parentesco de usted con el chico.
Thomas sacó su cartera, extrajo el pasaporte y lo puso sobre la mesa, delante de Bainbridge.
—¿Le basta con esto? —preguntó.
Bainbridge abrió el librito verde.
—Claro —dijo—, se llama usted Jordache. Pero…, en fin, tengo que ponerme al habla con la madre del muchacho…
—No quiero hacerle perder más tiempo, coronel —dijo Thomas, metiéndose una mano en el bolsillo y sacando el informe del Departamento de Policía sobre Teresa Jordache, alias Thérèse Laval—. Lea esto, por favor —añadió, tendiendo el documento al coronel.
Bainbridge leyó el informe. Después, se quitó las gafas y se frotó los ojos con ademán cansado.
—¡Dios mío! —exclamó.
Y devolvió el papel a Thomas, como si temiese que, si lo dejaba un momento más sobre la mesa, pasaría para siempre a los archivos de la escuela.
—¿Todavía quiere retener al chico? —preguntó Thomas, brutalmente.
—Desde luego, esto cambia toda la cuestión —dijo Bainbridge—. Considerablemente.
Media hora más tarde, salieron de la Academia Militar de Hilltop. La mochila de Wesley estaba sobre el asiento de atrás, y el chico, todavía de uniforme, iba sentado al lado de Thomas. Era alto para su edad, tenía clara y pecosa la piel, y, en sus ojos grandes y hoscos, y en sus apretados labios, se parecía a Axel Jordache como se parece un hijo a su padre. No se había mostrado efusivo al ver a Thomas y no había parecido alegrarse ni entristecerse cuando le dijeron que iba a salir inmediatamente de la escuela. Ni siquiera había preguntado adónde lo llevaba Thomas.
—Mañana —dijo Thomas, al desaparecer la escuela detrás de ellos—, te pondrás ropa decente. Y se acabaron las peleas.
El chico guardó silencio.
—¿Me has oído?
—Sí, señor.
—No me llames señor. Soy tu padre —dijo Thomas.