1965
Thomas estaba agachado en la cubierta de proa, silbando entre dientes, limpiando el carrete de bronce del torno del ancla. Aunque sólo era primeros de junio, hacía ya calor, y por esto trabajaba descalzo y desnudo de cintura para arriba. La piel de su torso estaba tostada por el sol y aparecía tan morena como la de los griegos o italianos más atezados de cualquiera de los barcos del puerto de Antibes. Su cuerpo no tenía la dureza de sus tiempos de boxeador. Los músculos no eran tan prominentes como entonces, sino más redondeados, menos pesados. Cuando, como ahora, se cubría la calva coronilla, parecía más joven que dos años atrás. Llevaba inclinado el blanco gorro americano de marino, con el borde bajado sobre los ojos para protegerlos del reflejo del sol sobre el agua.
Desde el cuarto de máquinas, llegaba el ruido de un martilleo. Pinky Kimball estaba allí con Dwyer, trabajando en una bomba. Mañana empezaba el primer crucero del año, y el motor se había calentado excesivamente durante el trayecto de prueba. Pinky, mecánico del Vega, el barco más grande anclado en el puerto, se había prestado a echarle un vistazo. Dwyer y Thomas podían realizar las reparaciones sencillas, pero, cuando el desperfecto era más complicado, necesitaban ayuda. Afortunadamente, Thomas había hecho amistad con Kimball durante el invierno, y éste les había echado una mano en varias ocasiones, cuando preparaban el Clothilde para el verano. Thomas no había explicado a Dwyer el motivo de rebautizar la embarcación con el nombre de Clothilde, al cambiarle el de Penélope que llevaba en Porto Santo Stefano. Ya que el barco tenía que llevar nombre de mujer, ¿por qué no Clothilde? Ciertamente, no iba a llamarlo Teresa.
Estaba contento con Clothilde, aunque debía reconocer que no era una de las embarcaciones más bellas del Mediterráneo. Sabía que su estructura era un poco pesada y que ofrecía demasiada superficie al viento; su velocidad máxima sólo era de doce nudos; la del crucero, de diez; y se balanceaba de un modo alarmante cuando el mar estaba agitado. Pero nuestros dos resueltos hombres habían hecho todo lo posible, durante muchos meses de trabajo, para convertir en cómoda y marinera embarcación el desconchado cascaron que habían comprado en Porto Santo Stefano dos años y medio atrás. Habían tenido dos buenas temporadas, y, aunque ninguno de los dos se había hecho rico con el barco, ambos tenían algún dinero en el Banco, para un caso de apuro. Parecía que la próxima temporada aún iba a ser mejor que las dos primeras, y Thomas se sentía satisfecho y tranquilo mientras pulía el bronce y veía reflejarse el sol en él. Antes de aficionarse al mar, nunca había pensado que la sencilla y mecánica acción de sacarle brillo a un trozo de metal pudiese ser una fuente de placer.
Le ocurría lo mismo con todo lo del barco. Le gustaba pasear de proa a popa y viceversa, tocando las barandillas, contemplando el perfecto dibujo en espiral de las vetas de la calafateada y pálida madera de teca de la cubierta, y admirando los pulidos asideros de bronce de la anticuada rueda del timón, en la cabina del puente, los mapas cuidadosamente ordenados en sus departamentos y las banderas de señales apretadamente enrolladas en sus casillas. Él, que no había lavado un plato en su vida, se pasaba largas horas en la cocina, sacando brillo a las cacerolas, asegurándose de que la nevera olía bien y fregando la espetera y los hornillos. Cuando había pasajeros a bordo, él, Dwyer y un hombre que les hacía de cocinero, vestían calzón corto de dril y blanca camiseta de algodón con el nombre Clothilde estampado en azul sobre el pecho. Por la noche, o cuando hacía frío, se ponían gruesos suéteres marineros de color azul marino.
Thomas había aprendido a mezclar toda clase de bebidas y a servirlas heladas en buenos vasos de cristal, y había un grupo de turistas americanos que decían que sólo tomaban aquel barco por sus «Bloody Marys». Un barco de placer en el Mediterráneo, con sus trayectos de un país a otro, podía brindar unas vacaciones baratas a los borrachos, porque podían adquirir cajas de licor libres de impuestos y comprar ginebra y whisky a un dólar y medio la botella. Él bebía poco; sólo, de vez en cuando, un pastís o una cerveza. Cuando subían los turistas a bordo, se calaba una gorra de capitán, con el ancora y la cadena doradas. De este modo, las vacaciones de sus clientes parecían más marineras, pensaba él.
Había aprendido unas cuantas palabras de francés, italiano y español, lo bastante para cumplir las formalidades de los puertos y hacer las compras, pero no lo suficiente para poder discutir. Dwyer tenía más facilidad para los idiomas y podía entenderse con cualquiera.
Thomas había enviado a Gretchen una foto del Clothilde hendiendo una ola, y Gretchen le había escrito diciendo que la había puesto sobre la repisa de la chimenea de su cuarto de estar. Un día, le había dicho, iría a hacer una excursión en su barco. Ahora, estaba muy ocupada en cierto trabajo de un estudio cinematográfico. Había cumplido su promesa y no le había dicho a Rudolph dónde estaba él, ni lo que hacía. Gretchen era ahora su único lazo con América, y cuando se sentía solo o añoraba a su hijo, le escribía. Había pedido a Dwyer que escribiese a su novia de Boston, con la que aún decía que iba a casarse, y le pidiera que fuese al «Aegean Hotel», cuando tuviese tiempo, y hablase con Pappy; pero la chica aún no había contestado.
Algún día, a no tardar, iría él a Nueva York y trataría de encontrar a su hijo.
No se había peleado con nadie desde lo de Falconetti. Todavía soñaba con éste. No por sentimentalismo; pero lamentaba que Falconetti hubiese muerto y que los demás tripulantes no le hubiesen dicho entonces que él no tenía la culpa de que el hombre se hubiese arrojado por la borda.
Acabó con el cabrestante y se levantó. La cubierta desprendía un agradable calor bajo sus pies descalzos. Cuando echó a andar, pasando la mano por la recién barnizada barandilla de color de caoba, cesó el martilleo en el fondo del barco y apareció la roja cabellera de Kimball en cubierta. Para llegar al cuarto de máquinas, había que levantar una parte del suelo del salón. Dwyer salió detrás de Kimball. Ambos llevaban un mono verde y manchado de grasa, porque era imposible no embadurnarse en el reducido espacio del cuarto de máquinas. Kimball se enjugó las manos con un trapo y lo arrojó por la borda.
—Supongo que habrá quedado bien —dijo—. ¿Por qué no lo probamos?
Thomas entró en la cabina del piloto y puso el motor en marcha, mientras Dwyer y Pinky alzaban la pasarela y levaban el ancla; Dwyer cuidaba el cabrestante y de limpiar la cadena de la suciedad del muelle a chorro de manguera. La cadena era muy larga, para conseguir mayor estabilidad, y el Clothilde estaba casi en medio del puerto cuando Pinky dio la señal y ayudó a Dwyer a subir el ancla a bordo con el arpón.
Thomas había aprendido a manejar el barco, y sólo cuando penetraba en un puerto de mucho tránsito y soplaba fuerte viento entregaba el timón a Dwyer. Hoy, puso proa a la entrada del puerto, y marchando a poca velocidad hasta encontrarse fuera de él, pasó por delante de los pescadores apostados en la punta del malecón y rodeó la boya, para acelerar después y dirigirse hacia el cabo de Antibes, dejando atrás la fortaleza del Vieux Carré que se erguía en la cima de la colina. Observó los indicadores de los dos motores y comprobó con satisfacción que no se calentaban. ¡Bravo por el viejo Pinky! En todo el invierno, quizás les hizo ahorrar mil dólares. El barco en que trabajaba, el Vega, era tan nuevo y estaba tan bien ajustado que casi nunca le daba trabajo cuando estaba atracado en el puerto. Pinky se aburría en él y le encantaba trajinar en el desordenado y caliente cuarto de máquinas del Clothilde.
Kimball era un nervudo inglés, cuya cara pecosa nunca se volvía morena, sino que se mantenía rubicunda durante todo el verano. Según decía él, la bebida le causaba problemas. Cuando bebía, se volvía agresivo y desafiaba a la gente de los bares. Se peleaba con los amos y raras veces estaba más de un año en el mismo barco, pero, debido a su pericia, no le costaba encontrar trabajo en otros. Sólo lo hacía en grandes yates, porque no quería malgastar su habilidad en embarcaciones pequeñas. Se había criado en Plymouth y había estado toda su vida en el agua. Le sorprendía que un hombre como Thomas hubiese comprado un barco como el Clothilde en el puerto de Antibes y le sacase provecho. «Esos yanquis —decía, meneando la cabeza— son capaces de todo. No es extraño que sean los amos del mundo».
Él y Thomas habían simpatizado desde el principio, saludándose al cruzarse en el muelle o invitándose a cerveza en el pequeño bar de la entrada del puerto. Kimball había adivinado que Thomas había actuado en el ring, y Thomas le había contado algunos de sus combates, lo que se sentía en el cuadrilátero, su victoria en Londres, las dos palizas que le habían dado después e incluso la última pelea con Quayles en una habitación del hotel de Las Vegas, que había entusiasmado particularmente al beligerante Kimball. En cambio, no le había contado lo de Falconetti, y Dwyer también había callado prudentemente sobre esta cuestión.
—¡Caramba, Tommy! —dijo Kimball, en una ocasión—. Si yo supiese pelear así, limpiaría todos los bares desde Gibraltar hasta el Pireo.
—Y acabarías con un cuchillo entre las costillas —le dijo Thomas.
—Sin duda tienes razón —dijo Kimball—. Pero me habría divertido.
Cuando se emborrachaba y veía a Thomas, daba un puñetazo sobre la barra y gritaba:
—¿Veis aquel hombre? Si no fuese amigo mío, lo echaría de cabeza al agua.
Y, a continuación, le rodeaba afectuosamente el cuello con su brazo tatuado.
Su amistad se había fortalecido una noche, en un bar de Niza. No habían ido juntos a Niza, sino que Dwyer y Thomas habían entrado accidentalmente en aquel bar, situado cerca del puerto. Había un espacio despejado junto a la barra, y Kimball hablaba a grandes voces, dirigiéndose a un grupo de marineros franceses en el que también había tres o cuatro jóvenes chillonamente vestidos y de peligroso aspecto, de un tipo que Thomas había aprendido a reconocer y evitar: rufianes y matones que trabajaban esporádicamente en la Côte por cuenta de los jefes del milieu con sede en Marsella. Su instinto le dijo que probablemente iban armados, si no con pistolas, al menos con navajas.
Pinky Kimball chapurreaba el francés y Thomas no podía entender lo que decía; pero, por el tono de voz y por las miradas hoscas de los otros, comprendió que les estaba insultando. Cuando estaba borracho, despreciaba a los franceses. Cuando se emborrachaba en Italia, despreciaba a los italianos. Cuando se emborrachaba en España, despreciaba a los españoles. La borrachera también le hacía perder el sentido de la proporción numérica, y el hecho de hallarse solo contra cinco o más individuos no hacía más que espolear su agresiva oratoria.
—Esta noche, le van a matar —murmuró Dwyer, que comprendía la mayor parte de lo que decía Kimball—. Y también a nosotros, si se enteran de que somos amigos suyos.
Thomas agarró con fuerza el brazo de Dwyer y se situó con éste al lado de Kimball.
—Hola, Pinky —dijo, alegremente.
Pinky se volvió en redondo, apercibido contra nuevos enemigos.
—¡Oh! —dijo—. Me alegro de que hayas venido. Les estaba cantando unas cuantas verdades a esos maquereaux, para su propio bien.
—Déjalo ya, Pinky —le dijo. Y volviéndose a Dwyer—: Voy a decir unas palabras a esos caballeros. Quiero que se las traduzcas. Con claridad y cortesía. —Sonrió cordialmente a los otros hombres del bar, desplegados ahora en un semicírculo amenazador—. Como ustedes pueden ver, caballeros —dijo—, este inglés es amigo mío. —Esperó a que Dwyer tradujese nerviosamente la frase. No hubo cambio en la expresión de los otros circundantes—. Está borracho —prosiguió—, y, naturalmente, nadie quiere que un amigo salga malparado, tanto si está borracho como si no lo está. Trataré de impedir que haga más discursos, pero, en todo caso, aquí no habrá peleas esta noche. Hoy, hago de policía en este bar y quiero que haya paz. Por favor, traduce —dijo a Dwyer.
Mientras Dwyer traducía, tartamudeando, Pinky dijo, amoscado:
—¡Qué asco! Estás arriando la bandera, camarada.
—Y algo más —dijo Thomas—. La próxima ronda corre de mi cuenta. ¡Camarero!
Lo dijo sonriendo, pero sentía que los músculos de su brazo se tensaban y estaba dispuesto a saltar sobre el más corpulento de la pandilla, un corso de mandíbula cuadrada y negra chaqueta de cuero.
Los hombres se miraron indecisos. No habían ido al bar a armar camorra, y, aunque gruñeron un poco entre ellos, acabaron por acercarse a la barra y aceptar la invitación de Thomas.
—¡Vaya un luchador! —se burló Pinky—. Para vosotros, los yanquis, siempre es el día del Armisticio.
Pero, diez minutos después, se dejó conducir fuera del bar. Y al día siguiente, se presentó en el Clothilde con una botella de pastís y dijo:
—Gracias, Tommy. Si no llegas a entrar tú, me habrían pateado el cráneo en menos de dos minutos. No sé lo que me pasa cuando llevo unas copas de más. Y no es que gane siempre. Estoy lleno de cicatrices, como prueba de mi valor.
Se echó a reír.
—Si quieres reñir —dijo Thomas, recordando los tiempos en que él sentía necesidad de pelear contra cualquiera y por cualquier motivo—, hazlo cuando estés sereno. Elige tus adversarios uno a uno. Y no me metas en un lío. He renunciado a todo eso.
—¿Qué habrías hecho, Tommy —preguntó Pinky—, si me hubiesen atacado?
—Habría procurado entretenerles para dar tiempo a Dwyer a salir del bar y, después, habría puesto pies en polvorosa.
—Entretenerles —dijo Pinky—. Habría dado dos pavos por ver este espectáculo.
Thomas ignoraba qué había en la vida de Pinky Kimball que, cuando llevaba unas copas en el cuerpo, transformaba al hombre afectuoso y amable, aunque vulgar, en una bestia agresiva y suicida. Tal vez algún día llegaría a saberlo.
Pinky entró en la cabina del piloto, examinó los indicadores y escuchó atentamente el zumbido de los «Diesels».
—Ya estás listo para el verano, amigo —dijo—. En tu propio barco. Te envidio.
—No todo está listo —dijo Thomas—. Nos falta un tripulante.
—¿Qué? —preguntó Pinky—. ¿Dónde está ese español al que contrataste la semana pasada?
El español tenía un buen historial de cocinero y camarero, y no había pedido un sueldo excesivo. Pero, una noche, al salir del barco para bajar a tierra, Thomas había visto que se introducía una navaja en el zapato, junto al tobillo, disimulándola bajo el pantalón.
—¿Para qué es eso? —le había preguntado.
—Para imponer respeto —le había dicho el español.
Thomas le había despedido al día siguiente. No quería a nadie a bordo que llevase una navaja en el zapato para imponer respeto. Y, ahora, le faltaba un hombre.
—Tuve que echarle —dijo Thomas a Pinky, mientras cruzaban la bahía de La Garoupe. Y le explicó el motivo—. Ahora, necesito un cocinero camarero. Puedo pasarme sin él en las dos próximas semanas, porque son excursiones de un día y los turistas se traen la comida. Pero necesito a alguien para el verano.
—¿No has pensado en contratar a una mujer? —preguntó Pinky.
Thomas hizo una mueca.
—El trabajo de la cocina es muy duro —dijo.
—Quiero decir una mujer vigorosa.
—Las mujeres vigorosas o débiles, sólo me han dado disgustos —dijo Thomas.
—¿Cuántos días pierdes y cuántas protestas tienes que aguantar de los pasajeros, que tienen que perder su valioso tiempo en un puerto olvidado de Dios, para que les laven y planchen la ropa?
—Es un fastidio, desde luego —reconoció Thomas—. ¿Has pensado en alguien?
—Sí —dijo Pinky—. Trabaja como doncella en el Vega y está harta de su trabajo. Le entusiasma el mar y lo único que ve durante el verano es la lavandería.
—Está bien —dijo Thomas, de mala gana—. Hablaré con ella. Y le diré que guarde la navaja en casa.
No necesitaba una mujer a bordo como tal mujer. Sobraban chicas en los puertos. Uno se divertía con ellas, se gastaba unos pavos en una cena o en un club nocturno y en un par de copas, y se marchaba a otro puerto, sin complicaciones. Ignoraba cómo resolvía Dwyer la cuestión sexual y prefería no preguntárselo.
Viró para volver al puerto. El Clothilde marchaba bien. Era inútil gastar combustible. Éste no le produciría ningún beneficio hasta mañana, en que empezaba la primera excursión.
A las seis, vio venir a Pinky por el muelle, con una mujer. Era bajita y un poco gruesa, y llevaba el cabello recogido en dos moños a los lados de la cabeza. Vestía pantalón, suéter azul y calzaba alpargatas. Se las quitó al subir por la pasarela de popa del barco. En el Mediterráneo, las embarcaciones atracaban casi siempre de popa, salvo que hubiese sitio para hacerlo de costado, cosa que ocurría muy pocas veces.
—Te presento a Kate —dijo Pinky—. Le he hablado de ti.
—Hola, Kate.
Thomas le tendió la mano y ella la estrechó. Tenía las manos finas, circunstancia rara en una chica que trabajaba en la lavandería de un barco y realizaba tareas duras en cubierta. También era inglesa, oriunda de Southampton, y parecía tener unos veinticinco años. Expuso sus cualidades con voz grave. Sabía cocinar y lavar la ropa, dijo; también podía hacer trabajos en cubierta y hablaba francés e italiano; «no con fluidez», dijo, pero entendía los partes meteorológicos de la radio en ambos idiomas, y también podía conducir un automóvil en caso necesario. Trabajaría por el mismo salario del español de la navaja. En realidad, no era bonita, pero sí rolliza y de aspecto sano, a pesar del tono oscuro de su tez, y miraba directamente a la persona con quien hablaba. Si en invierno se quedaba sin trabajo, volvería a Londres y buscaría un empleo de camarera. No estaba casada, no tenía novio, y quería que se la tratase como a un miembro más de la tripulación, ni mejor ni peor.
—Es una rosa silvestre de Inglaterra —dijo Pinky—. ¿No es verdad, Kate?
—Déjate de bromas, Pinky —dijo la chica—. Me interesa este empleo. Estoy cansada de ir de una punta a otra del Mediterráneo con uniforme almidonado y medias blancas de algodón, como una enfermera, y de que me llamen Miss o Mademoiselle. Varias veces, pasando por ahí, eché un vistazo a su barco, Tom, y me gustó. No es como esas lujosas embarcaciones del «British Royal Yacht Club». Pero sí bonito, limpio y agradable. Y seguro que no habrá muchas damas a bordo que necesiten que planche su traje de baile en una ardiente tarde de verano, para asistir, por la noche, a una fiesta en el Palacio de Montecarlo.
—Bueno —dijo Thomas, defendiendo el prestigio de su clientela—, no hacemos precisamente cruceros para pobres.
—Yo ya me entiendo —dijo la chica—. Le diré una cosa. No quiero que me contrate con los ojos cerrados. ¿Ha cenado ya?
—No.
Dwyer estaba en la cocina, trajinando desoladamente el pescado que había comprado por la mañana; pero, por el ruido que venía de allí, Thomas comprendió que aún no había hecho nada importante.
—Le prepararé la cena —dijo la chica—. Ahora mismo. Si le gusta, me toma a su servicio, vuelvo al Vega, recojo mis cosas y aquí me tiene esta noche. Si no le gusta, ¿qué habrá perdido? Hay muchos restaurantes en el puerto que cierran tarde. Y Pinky puede quedarse a cenar con nosotros.
—Muy bien —dijo Thomas.
Bajó a la cocina y le dijo a Dwyer que saliese de allí, pues tenían una cocinera del Cordon Bleu, al menos por una noche. La chica echó un vistazo a la cocina, movió la cabeza con aprobación, abrió la nevera, abrió cajones y alacenas para asegurarse de que no faltaba nada, observó el pescado que había comprado Dwyer y dijo que éste no sabía hacer la compra, porque que ya se apañaría. Después, les dijo que saliesen y que les avisaría cuando la cena estuviese a punto. Lo único que pedía era que alguien fuese a Antibes en busca de pan tierno y de dos quesos Camembert bien curados.
Comieron en la cubierta de popa, detrás de la cabina del piloto, en vez de hacerlo en el pequeño compartimiento del fondo del comedor que habrían empleado de haber clientes a bordo. Kate había puesto la mesa, y por alguna razón, estaba mejor que cuando lo hacía Dwyer. Había metido dos botellas de vino en un cubo con hielo y había colocado éste sobre una silla, después de descorchar aquéllas.
Había preparado un guisado de pescado, con patatas, ajo, cebollas, tomates, tomillo, mucha sal y pimienta, un poco de vino blanco y unos dados de tocino. Aún había luz cuando se sentaron a la mesa; el sol se estaba poniendo en el cielo despejado y de un azul verdoso. Los tres hombres se habían lavado y afeitado y puesto ropa limpia, y habían tomado dos pastís por barba, mientras esperaban en cubierta y olían el aroma que subía de la cocina. El puerto estaba tranquilo; no se oía más ruido que el producido por las diminutas olas al lamer el casco de la embarcación.
Kate trajo una imponente cacerola con el guisado. El pan y la mantequilla estaban ya sobre la mesa, junto con una gran ensaladera. Después de servirles a todos, se sentó con ellos, tranquila y sin prisa. Thomas, como capitán, escanció el vino.
Thomas tomó un bocado y lo masticó concienzudamente. Kate bajó la cabeza y también empezó a comer.
—Pinky —dijo Thomas—, eres un verdadero amigo. Te has propuesto hacerme engordar. Kate, quedas admitida.
Ella levantó la cabeza y sonrió. Los hombres alzaron sus vasos por el nuevo miembro de la tripulación.
Incluso el café parecía café.
Después de cenar, y mientras Kate lavaba los platos, los tres hombres se sentaron en el silencio de la anochecida, fumando unos cigarros que había traído Pinky y viendo salir la Luna sobre las cumbres malva de los Alpes Marítimos.
—Bunny —dijo Thomas, retrepándose en su silla y estirando las piernas—, esto es vida.
Dwyer no le contradijo.
Más tarde, Thomas fue con Kate y Pinky al lugar donde estaba atracado el Vega. Era tarde y el barco estaba casi a oscuras, había muy pocas luces encendidas; pero Thomas esperó a cierta distancia, mientras Kate subía a bordo a recoger sus cosas. No quería tener discusiones con el patrón, si éste estaba despierto y se enfadaba al despedirse su empleada sin previo aviso.
Al cabo de un cuarto de hora, vio que Kate bajaba por la pasarela, sin hacer ruido y llevando una maleta. Caminaron juntos, siguiendo la muralla de la fortaleza y pasando por delante de las embarcaciones atracadas en el muelle, hasta el sitio donde estaba amarrado el Clothilde. Kate se detuvo un momento y observó gravemente el barco blanco y azul, que chirriaba un poco a causa de la resaca que tensaba los cables de amarre.
—Recordaré esta noche —dijo.
Y quitándose y recogiendo sus alpargatas, echó a andar descalza por la pasarela.
Dwyer les estaba esperando. Había montado la segunda litera del camarote de Thomas, para ocuparla él mismo, y puesto sábanas limpias en la del otro camarote, que había sido el suyo hasta entonces y que ahora ocuparía Kate. Thomas roncaba, debido a su rota nariz, pero Dwyer tendría que acostumbrarse. Al menos, por ahora.
Una semana más tarde, Dwyer volvió a su camarote, porque Kate se trasladó al de Thomas. Dijo que no le importaba los ronquidos de éste.
Los Goodhart eran una vieja pareja que pasaba el mes de junio de cada año en el «Hôtel du Cap». Él era dueño de unas fábricas de algodón de Carolina del Norte, pero había traspasado la dirección del negocio a su hijo. Era un hombre alto, tieso, de lentos y pesados movimientos, con una mata de pelo gris y aspecto de coronel retirado. Mistress Goodhart era un poco más joven que su marido y tenía el cabello blanco y muy fino. Conservaba su buena figura y podía darse el lujo de vestir pantalón. El año anterior, los Goodhart habían alquilado el Clothilde por dos semanas, y les había gustado tanto que habían encargado a Thomas, por correo y a principios de invierno, un alquiler parecido para el año actual.
Eran los clientes menos exigentes. Todas las mañanas, a las diez, Thomas echaba el ancla lo más cerca posible de tierra, frente a la hilera de cabañas del hotel, y los Goodhart se acercaban en una lancha rápida. Llegaban cargados de canastas de comida, preparada en la cocina del hotel, y de cestas con botellas de vino blanco envueltas en servilletas. Ambos tenían más de sesenta años, y, cuando el mar estaba encrespado, el trayecto podía resultar peligroso. En tales ocasiones, su chófer los llevaba hasta el Clothilde, anclado en el puerto de Antibes. A veces, acudían acompañados de otras parejas, siempre viejas, o decían a Thomas que tenía que recoger a unos amigos en Cannes. Entonces, cruzaban los estrechos de las Islas de Lérins, a unos cuatrocientos metros de la costa, y anclaban allí para pasar el día. El mar estaba casi siempre en calma en aquel lugar; la profundidad era de sólo unos cuatro metros, y el agua transparente permitía ver las algas que oscilaban en el fondo. Los Goodhart se ponían los trajes de baño y se tumbaban en colchones para tomar el sol, leyendo o dormitando, y se daban un chapuzón de vez en cuando.
Míster Goodhart decía que se sentía más tranquilo si, cuando mistress Goodhart se echaba a nadar, también lo hacían Thomas o Dwyer. Mistress Goodhart, que era una mujer robusta, de anchos hombros y piernas jóvenes y firmes, nadaba estupendamente; pero Thomas sabía que lo que míster Goodhart quería era dar a entender que no le molestaba que él y todos los que iban en el barco disfrutasen de las frescas y límpidas aguas de las islas cuando sintiesen deseo de darse una zambullida.
A veces, cuando había invitados, Thomas les preparaba una manta en la cubierta de popa, para que jugasen unas cuantas manos de bridge. Tanto míster Goodhart como su esposa hablaban con delicadeza y se mostraban extraordinariamente corteses entre sí y con todos los demás.
Todos los días, a la una y media en punto, tomaban el aperitivo, siempre un «Bloody Mary», que Thomas cuidaba de preparar. Después, Dwyer desplegaba el toldo y ellos despachaban la comida que habían traído del hotel. La mesa se llenaba de langosta fría, rosbif frío, ensalada de pescado o loup de mer frío con salsa verde, melón con prosciutto, queso y fruta. Siempre traían tanta comida que, incluso cuando tenían invitados, sobraba mucha para la tripulación, no sólo para la comida, sino también para la cena. Míster y mistress Goodhart bebían una botella de vino blanco cada uno con la comida.
Thomas sólo debía preocuparse del café, y con Kate a bordo, esto no era ningún problema. El primer día de la estancia de los Goodhart a bordo, Kate había subido de la cocina trayendo la cafetera y vestida con pantalón corto blanco y camiseta también blanca, con el nombre de Clothilde sobre el rollizo pecho, y, al presentarla Thomas, míster Goodhart había asentido con la cabeza y le había dicho:
—Capitán, este barco mejora cada año.
Después de comer, míster y mistress Goodhart bajaban a dormir la siesta. Muchas veces, Thomas oía ruidos apagados y comprendía que se estaban haciendo el amor. Ambos le habían dicho que llevaban más de treinta y cinco años casados, y Thomas se maravillaba de que aún estuviesen para estos trotes y de que disfrutasen con ello. Los Goodhart hacían que se tambalease su propio concepto del matrimonio.
Alrededor de las cuatro, los Goodhart reaparecían en cubierta, graves y ceremoniosos, como de costumbre, vistiendo traje de baño, y nadaban otra media hora, en compañía de Dwyer o de Thomas. Dwyer nadaba muy mal, y en un par de ocasiones en que mistress Goodhart se alejó más de cien metros del barco, Thomas pensó que no sería extraño que ella tuviese que remolcarle.
A las cinco en punto, después de ducharse, peinarse y ponerse unos pantalones cortos de algodón, una camisa blanca y una blusa azul, Goodhart subía a cubierta y decía: «¿No cree que ha llegado el momento de echar un trago, capitán?». Y, si no había invitados a bordo, añadía: «Me gustaría que me acompañase».
Thomas preparaba dos whiskies con sifón y daba la señal a Dwyer, el cual ponía en marcha el motor y Asia la rueda del timón. Kate levaba el ancla, y emprendían el regreso al «Hôtel du Cap». Sentados a popa, míster Goodhart y Thomas sorbían sus bebidas, mientras cruzaban los estrechos y rodeaban la isla, con las torres rosadas y blancas de Cannes levantándose a babor, allende el agua.
Una de aquellas tardes, míster Goodhart preguntó:
—Capitán, ¿hay muchos Jordache en esta parte del mundo?
—No, que yo sepa —respondió Thomas—. ¿Por qué?
—Ayer pronuncié su nombre delante del subdirector del hotel —dijo míster Goodhart—, y me comunicó que un tal míster Rudolph Jordache y su esposa se alojaban a veces allí.
Thomas bebió un trago.
—Es mi hermano —dijo. Sintió que míster Goodhart le miraba con curiosidad y comprendió lo que estaba pensando—. Seguimos diferentes caminos —añadió secamente—. Él es el inteligente de la familia.
—No sé. —Míster Goodhart, sin soltar el vaso, hizo un ademán con el que abarcó la embarcación, la luz del sol, el agua que saltaba junto a la proa, los montes verdes y ocres de la costa—. Tal vez el inteligente es usted. Yo trabajé toda mi vida y sólo cuando me hice viejo y me retiré tuve tiempo de hacer algo como esto durante un par de semanas al año. —Rió entre dientes—. Y me consideraban el más listo de mi familia.
Entonces, subió mistress Goodhart, mostrando un aspecto juvenil con su pantalón y su holgado suéter, y Thomas apuró su vaso y fue a prepararle un whisky. Bebía igual que su marido.
Míster Goodhart pagaba doscientos cincuenta dólares al día por el barco, además del combustible, y de mil doscientos francos viejos por tripulante, para la comida diaria de éstos. El año pasado, al terminar la quincena, le había dado quinientos dólares de gratificación a Thomas. Éste y Dwyer habían pensado lo rico que había de ser un hombre para que pudiese pagar este precio por unas vacaciones de dos semanas, aparte de una suite en uno de los hoteles más caros del mundo. Pero habían renunciado a calcularlo.
—Es rico, y nada más —había dicho Dwyer—. ¿Puedes imaginarte la cantidad de horas que han de trabajar miles de pobres infelices, en las máquinas de sus fábricas de Carolina del Norte, echando los bofes para que él pueda tomarse su baño todos los días?
Hasta que llegaron los Goodhart, los sentimientos de Thomas con respecto a los millonarios, aunque no tan rígidos y severos como los de Dwyer, habían sido una mezcla de envidia, desconfianza y temor del daño que podían producir a cualquiera que estuviese bajo su poder. La inquietud que le producía su hermano, iniciada por otras razones cuando eran chicos, había aumentado al hacerse rico él. Pero los Goodhart habían hecho tambalearse los viejos dogmas de su fe. No sólo le hacían ver el matrimonio de un modo distinto, sino que habían hecho variar su opinión sobre los viejos, los ricos e incluso sobre los americanos en general. Era lástima que los Goodhart viniesen a principio de temporada, porque, después de ellos, sus clientes bajarían de categoría hasta octubre. Algunos de los otros grupos que alquilaban el barco justificaban los más negros conceptos de Dwyer sobre las clases gobernantes.
El último día de la quincena contratada, pusieron rumbo al hotel más temprano que de costumbre, porque se había levantado viento y el mar se cubría de blanca espuma más allá de las islas. Incluso al resguardo e éstas, el Clothilde cabeceaba y tiraba de la cadena. Míster Goodhart había bebido también más de lo que solía y ni él ni su esposa habían bajado a dormir la siesta. Cuando Dwyer levó el ancla, ambos iban aún en traje de baño; sólo se habían puesto un suéter para resguardarse de las salpicaduras del mar. Pero permanecían sobre cubierta, como niños en una fiesta a punto de terminar, dispuestos a disfrutar hasta la última gota de diversión. Míster Goodhart incluso se mostró un poco seco con Thomas, al no traer éste automáticamente los whiskies de la tarde.
Cuando hubieron salido del refugio de las islas, el mar estaba demasiado encrespado para que pudiesen permanecer en las sillas de cubierta, y tuvieron que agarrarse a la barandilla de popa para beber sus whiskies con sifón.
—Creo que será imposible llevar el bote hasta el desembarcadero del hotel —dijo Thomas—. Será mejor que diga a Dwyer que doble la punta y se dirija al puerto de Antibes.
Míster Goodhart alargó una mano y retuvo a Thomas, que se disponía a ir a la cabina del piloto.
—Echemos un vistazo —dijo—. De vez en cuando, me gusta un poco de mal tiempo.
—Como usted quiera, señor —dijo Thomas—. Iré a decírselo a Dwyer.
En la cabina del piloto, Dwyer luchaba ya con la rueda. Kate estaba sentada en el banco adosado al fondo de la estructura, comiendo un bocadillo de rosbif. Tenía buen apetito y era buena marinera en todos los mares.
—Tendremos borrasca —dijo Dwyer—. Voy a doblar la punta.
—Dirígete al hotel —dijo Thomas.
Kate miró, sorprendida, por encima del bocadillo.
—¿Estás loco? —dijo Dwyer—. Con este viento, todas las lanchas habrán vuelto al puerto hace horas. Y no podríamos manejar el bote.
—Lo sé —replicó Thomas—. Pero quieren echar un vistazo.
—No hacemos más que perder el tiempo —gruñó Dwyer.
Tenían un nuevo contrato, que empezaba a la mañana siguiente en St. Tropez, y pensaban trasladarse allí inmediatamente, en cuanto desembarcasen los Goodhart. Incluso sin viento y con el mar en calma, era un largo trayecto, y habrían tenido que preparar el barco para los nuevos clientes mientras seguían la ruta. Soplaba viento del Norte, maestral, y tendrían que costear para resguardarse, lo cual haría mucho más largo el viaje. También tendrían que reducir la velocidad, para que el barco no cabecease demasiado. Y, con este tiempo, no podrían trabajar en el interior de la embarcación.
—No serán más que unos minutos —dijo Thomas, apaciguador—. Verán que es imposible, y nos dirigiremos a Antibes.
—Tú eres el capitán —dijo Dwyer.
Agarró fuertemente la rueda cuando una ola chocó contra el costado de babor y el Clothilde dio una guiñada.
Thomas permaneció en la cabina, para no mojarse. Los Goodhart seguían en cubierta, empapados por la espuma, pero divirtiéndose de lo lindo. El cielo estaba despejado, brillaba el sol de la tarde, y, cuando una rociada de agua saltaba sobre cubierta, los dos viejos se veían envueltos en fugaces arco iris.
Al cruzar el golfo Juan, a babor, con los barcos anclados en el pequeño puerto y cabeceando ya, míster Goodhart hizo una seña a Thomas para decirle que él y su esposa querían otro trago.
Cuando llegaron a quinientos metros de la empalizada donde estaban las cabañas, vieron que las olas rompían sobre el pequeño muelle de cemento donde solían hallarse amarradas las lanchas rápidas. Como Dwyer había pronosticado, no había allí ninguna de éstas. En el sitio donde solía bañarse la gente, un poco más apartado al pie de los cantiles, habían izado la bandera roja, y la escalera que bajaba al mar desde el restaurante «Edén Roc» estaba cerrada con una cadena. Las olas rompían contra los peldaños y se retiraban, espumosas, verdes y blancas, dejando al descubierto el último escalón hasta que llegaba la ola siguiente.
Thomas abandonó su refugio de la cabina y salió a cubierta.
—Creo que yo tenía razón, señor —le dijo a míster Goodhart—. No hay manera de ir en bote con este mar. Tendremos que dirigirnos al puerto.
—Puede usted hacerlo —dijo míster Goodhart, tranquilamente—. Mi esposa y yo hemos decidido ir a nado. Limítese a acercar el barco lo más posible, sin ponerlo en peligro.
—Han izado la bandera roja —dijo Thomas—. No hay nadie en el agua.
—Cosas de los franceses —dijo míster Goodhart—. Mi esposa y yo hemos hecho surf con mares mucho peores en Newport, ¿no es cierto, querida? —y volviéndose de nuevo a Thomas—: Más tarde, enviaremos el coche a puerto a recoger nuestras cosas.
—Esto no es Newport, señor —dijo Thomas, realizando un último intento—. No es una playa arenosa. Se estrellarán contra las rocas si…
—Como todo lo de Francia —dijo míster Goodhart—, parece peor de lo que es. Usted acérquese a la playa todo lo que crea prudente y nosotros haremos lo demás. Tenemos ganas de nadar.
—Sí, señor —dijo Thomas.
Se dirigió a la cabina del piloto, donde Dwyer manejaba el timón y aceleraba alternativamente los dos motores, para describir círculos y acercarse, como máximo, trescientos metros a la escalera.
—Aproxímalo otros cien metros —dijo Thomas—. Quieren llegar a nado.
—¿Qué pretenden? —preguntó Dwyer—. ¿Suicidarse?
—Es su pellejo —dijo Thomas. Y volviéndose a Kate—: Ve a ponerte el traje de baño.
Él llevaba el pantalón de baño y un suéter.
Kate, sin decir palabra, bajó a ponerse el traje.
—En cuanto hayamos saltado —dijo Thomas a Dwyer—, aléjate. Manténte apartado de las rocas y, cuando veas que estamos en tierra, dirígete al puerto. En estas condiciones, no quiero hacer el trayecto de vuelta.
Kate volvió al cabo de dos minutos, con un viejo y desteñido traje de baño azul. Thomas se despojó del suéter, y ambos salieron a cubierta. Los Goodhart también se habían quitado los suéteres y estaban esperando. Con su largo y florido calzón de baño, míster Goodhart aparecía macizo y tostado por el sol que había tomado durante sus vacaciones. Tenía músculos de viejo, pero debía de haber sido muy vigoroso en su juventud. Las pequeñas arrugas de los años se manifestaban en la piel de las todavía bien formadas piernas de mistress Goodhart.
La almadía de los nadadores, anclada a mitad de trayecto entre el Clothilde y la escalera, danzaba sobre las olas. Cuando una ola grande chocaba con ella, se alzaba sobre un extremo y permanecía un instante casi perpendicular.
—Propongo que nademos primero hasta la almadía —dijo Thomas—. Así podremos tomar un poco de aliento antes de seguir.
—¿Podremos? —dijo míster Goodhart—. ¿Qué quiere decir usted con eso?
Decididamente, estaba borracho. Y también lo estaba mistress Goodhart.
—Kate y yo hemos pensado que también nos gustaría bañarnos esta tarde —dijo Thomas.
—Como usted quiera, capitán —dijo míster Goodhart.
Se encaramó en la barandilla y se zambulló. Mistress Goodhart le siguió. Sus cabezas, gris y blancas, subían y bajaban en el agua verde y espumosa.
—Tú no te apartes de ella —dijo Thomas a Kate—. Yo iré con el viejo.
Saltó por la borda y oyó inmediatamente el chapuzón de Kate.
Llegar a la balsa no resultó muy difícil. Míster Goodhart braceaba a la antigua usanza, manteniendo la cabeza fuera del agua la mayor parte del tiempo. Mistress Goodhart nadaba un crawl ortodoxo, y cuando Thomas se volvió a mirarla, parecía tragar agua y respirar con fuerza. Pero Kate estaba junto a ella en todo momento. Míster Goodhart y Thomas subieron a la balsa; pero ésta se movía demasiado para que pudiesen ponerse en pie, y tuvieron que permanecer de rodillas mientras ayudaban a subir a mistress Goodhart. Ésta jadeaba un poco y parecía como si fuese a vomitar.
—Creo que deberíamos quedarnos un rato aquí —dijo, tratando de mantener el equilibrio sobre la mojada superficie de la oscilante almadía—. Hasta que se calme un poco el mar.
—Aún se pondrá peor, mistress Goodhart —dijo Thomas—. Dentro de unos minutos, será imposible llegar a tierra.
Dwyer, temeroso de acercarse demasiado, se había apartado otros quinientos metros y seguía describiendo círculos. De todos modos, habría sido imposible subir a mistress Goodhart a la oscilante embarcación sin causarle grave daño.
—Tendrá que venir con nosotros ahora mismo —le dijo Thomas a mistress Goodhart.
Ésta no respondió. Ahora, estaba serena.
—Nathaniel —dijo a su marido—, dile que me quedaré aquí hasta que el mar se calme un poco.
—Ya has oído lo que ha dicho él —replicó míster Goodhart—. Querías nadar. Pues nada.
Y saltó al agua.
Ahora, había al menos veinte personas arracimadas en las rocas, fuera del alcance de la espuma, observando al grupo de la almadía.
Thomas asió a mistress Goodhart de la mano y le dijo:
—Adelante. Iremos juntos.
Se levantó tambaleándose, la hizo ponerse de pie, y saltaron los dos, cogidos de la mano. Una vez en el agua, mistress Goodhart pareció menos asustada. Ambos empezaron a nadar en dirección a la escalera. Al acercarse a las rocas, sintieron que las olas los empujaban hacia delante y que la resaca los arrastraba hacia atrás. Thomas pataleó en el agua y gritó, para hacerse oír sobre el ruido del mar:
—Yo saldré el primero. Después, mistress Goodhart. Fíjese en cómo lo hago. Me dejaré llevar por una ola y me agarraré a la barandilla. Después, le haré una señal cuando tenga que hacerlo usted. Nade con todas sus fuerzas. Y la sujetaré cuando llegue a la escalera. Agárrese a mí. No le pasará nada.
No estaba muy seguro de que no pasaría nada. Pero algo tenía que decir.
Esperó, observando las olas por encima del hombro. Vio venir una muy grande, braceó con fuerza, se dejó llevar, chocó contra el hierro de la escalera, se agarró a la barandilla y resistió el tirón de la resaca. Después, se levantó y se volvió de cara al mar. «¡Ahora!», le gritó a mistress Goodhart; y ésta avanzó deprisa, a mayor altura que él durante un momento y hundiéndose después. Él la sujetó, agarrándola con fuerza y evitando que el agua la arrastrase de nuevo. Después, la empujó escalera arriba. Ella se tambaleó, pero consiguió llegar felizmente a la plataforma de roca antes de que rompiese la ola siguiente.
Cuando le llegó el turno a míster Goodhart, éste pesaba tanto que, por un momento, se le escurrió de la mano y pensó que caerían los dos. Pero el viejo era vigoroso. Braceó en el agua y se agarró a la otra barandilla y a Thomas al mismo tiempo. No necesitó ayuda para subir la escalera, sino que trepó serenamente, mirando con frialdad al grupo de espectadores, como si les hubiese sorprendido espiando algo que sólo a él le incumbía.
Kate llegó ágilmente a la escalera y trepó por ésta en compañía de Thomas.
El mozo de los vestuarios les dio toallas para que se secasen, aunque nada podían hacer con los mojados trajes de baño.
Míster Goodhart llamó al hotel, para que les enviasen el coche con el chófer, y cuando llegaron éstos en busca de Thomas y Kate, se limitó a decir:
—Ha estado usted magnífico, capitán.
Habían pedido unos albornoces prestados, para él y mistress Goodhart, y había encargado bebidas para todos en el bar, mientras Kate y Thomas se secaban. Plantado allí, envuelto en su largo albornoz como en una toga, nadie habría dicho que había estado bebiendo toda la tarde y que había estado a punto de hacer que todos se ahogasen.
Abrió la portezuela del coche para que subiesen Kate y Thomas. Cuando éste lo hizo, le dijo:
—Tenemos que pasar cuentas, capitán. ¿Estará en el puerto después de cenar?
Thomas tenía proyectado salir para St. Tropez antes de ponerse el sol; pero respondió:
—Sí, señor. Estaremos allí hasta la noche.
—Muy bien, capitán. Echaremos un trago de despedida a bordo.
Míster Goodhart cerró la portezuela y el coche rodó por el paseo flanqueado de pinos, que agitaban sus ramas batidas por el fuerte viento.
Cuando Kate y Thomas se apearon del coche en el muelle, dejaron dos manchas húmedas en la tapicería, pues sus trajes de baño seguían mojados. El Clothilde aún no había entrado en el puerto. Se sentaron sobre un bote volcado en el muelle, temblando a pesar de las toallas con que se envolvían los hombros.
Cinco minutos más tarde, llegó el Clothilde al puerto. Agarraron los cabos que les lanzó Dwyer, los sujetaron, saltaron a bordo y corrieron a ponerse ropa seca. Kate preparó café, y, mientras lo tomaban en la cabina del piloto, con el viento silbando en las cuerdas, Dwyer dijo:
—¡Esos ricos! Siempre encuentran la manera de fastidiar.
Después, sacó una manguera, la acopló a una boca de riego del muelle, y entre los tres, empezaron el baldeo del barco. Había costras de sal en todas partes.
Después de la cena, preparada por Kate con las sobras de la comida de los Goodhart, ella y Dwyer fueron a Antibes con las sábanas, fundas de almohada y las toallas de la semana. Kate llevaba todas las prendas de uso personal; pero la colada de las otras ropas tenía que hacerse en tierra. El viento había amainado con la misma rapidez con que se había levantado, y aunque el mar seguía batiendo los malecones, el interior del puerto estaba en calma, y los amortiguadores del Clothilde sólo chocaban blandamente, de vez en cuando, con las embarcaciones atracadas a su lado.
La noche era clara y tibia, y Thomas se sentó a popa, fumando en pipa, admirando las estrellas y esperando a míster Goodhart. Había redactado la factura y la había guardado, dentro de un sobre, en la cabina del piloto. No subía mucho: sólo el combustible, el lavado de la ropa, unas cuantas botellas de whisky y de vodka, el hielo y los mil doscientos francos diarios por la comida de cada uno de los tripulantes. El primer día de su estancia a bordo míster Goodhart le había dado un cheque por el importe del alquiler del barco. Antes de marcharse, Kate había metido todas las cosas de los Goodhart —trajes de baño de repuesto, prendas de vestir, zapatos y libros— en dos cestas del hotel. Las cestas estaban sobre cubierta, junto a la barandilla de popa.
Thomas vio los faros del coche de míster Goodhart, que avanzaba por el muelle. Se levantó al detenerse el automóvil, y míster Goodhart se apeó y subió la pasarela. Se había vestido para la noche: traje gris, camisa blanca y corbata oscura de seda. En traje de ciudad, parecía más viejo y más débil.
—¿Puedo ofrecerle algo de beber? —preguntó Thomas.
—Un whisky me vendrá bien, capitán —dijo míster Goodhart, ahora completamente sereno—. Pero tiene usted que acompañarme.
Se sentó en una de las sillas de lona, mientras Thomas iba en busca de las bebidas. Éste, al volver, entró en la cabina del piloto y cogió el sobre con la factura.
—Mistress Goodhart se ha enfriado un poco —dijo míster Goodhart, cogiendo el vaso que le ofrecía Thomas—. Ya se ha acostado. Pero me ha encargado que le diga que ha pasado dos semanas estupendas.
—Muy amable de su parte —dijo Thomas—. Ha sido un placer tenerla con nosotros. —Si míster Goodhart no quería mencionar la aventura de la tarde, tampoco lo haría él—. He redactado la nota de gastos, señor —dijo, entregándole el sobre—. Si quiere usted repasarla…
Míster Goodhart agitó el sobre con indiferencia.
—Estoy seguro de que está en orden —dijo.
Sacó la factura, le echó un rápido vistazo a la luz de un farol del muelle, sacó el talonario de cheques, llenó uno de éstos y lo entregó a Thomas.
—Hay un pequeño suplemento para usted y los tripulantes, capitán —dijo.
Thomas miró el cheque. Una propina de quinientos dólares. Como el año pasado.
—Es usted muy generoso, señor.
¡Oh, los veranos con los Goodhart!
Míster Goodhart atajó con un ademán su muestra de gratitud.
—Tal vez el año próximo —dijo—, podamos tomarnos todo un mes. No hay ninguna ley que nos obligue a pasar todo el verano en la casa de Newport, ¿no cree? —le había explicado que, desde que era chico, había pasado los meses de julio y agosto en la casa familiar de Newport, y que, ahora, su hijo y sus dos hijas casados, y sus nietos, pasaban las vacaciones allí, con mistress Goodhart y él—. Podríamos ceder la casa a la joven generación —siguió diciendo, como tratando de convencerse a sí mismo—. Así podrían juerguearse en nuestra ausencia. Y tal vez podríamos traernos un par de nietos y emprender un verdadero crucero con usted. —Se retrepó en su silla, sorbiendo su bebida y jugando con la nueva idea—. Si dispusiésemos de un mes, ¿adónde podríamos ir?
—Pues verá usted —dijo Thomas—, mañana recogeremos a dos parejas francesas en St. Tropez, que sólo han alquilado el barco por tres semanas, y, si el tiempo no lo impide, recorreremos la costa nordeste de España, la Costa Brava, Cadaqués, Rosas, Barcelona, y después, las Baleares. A continuación, nos espera una familia inglesa que quiere ir al Sur. Otro crucero de tres semanas por la costa ligur, Portofino, Porto Venere, Elba, Porto Ercole, Córcega, Cerdeña, Ischia, Capri…
Míster Goodhart chascó la lengua.
—Usted hace que Newport parezca Coney Island, capitán. ¿Ha estado en todos esos sitios?
—En efecto.
—¿Y se lo pagan bien?
—Muchos de ellos nos hacen sudar lo que nos pagan, en el mejor de los casos —dijo Thomas—. No todos son como usted y mistress Goodhart.
—Tal vez los años nos hacen más comprensivos —dijo míster Goodhart, pausadamente—. En ciertos aspectos. ¿Cree que podría echar otro trago, capitán?
—Si no piensa nadar más esta noche —dijo Thomas, cogiendo el vaso de míster Goodhart y levantándose.
Míster Goodhart rió entre dientes.
—Lo que hicimos esta tarde fue una buena cabronada, ¿no le parece?
—Sí, señor, lo fue —dijo Thomas, sorprendido de que míster Goodhart emplease semejante expresión.
Bajó a mezclar otros dos whiskies. Cuando volvió a cubierta, míster Goodhart yacía en las estiradas sillas, cruzados los tobillos, con la cabeza echada hacia atrás, mirando las estrellas. Cogió el vaso que le alargaba Thomas, sin cambiar de posición.
—Capitán —dijo—, he resuelto obsequiarme. Y obsequiar a mi esposa. Cerraremos el trato ahora mismo. Le alquilamos el Clothilde por seis semanas, a partir del primero de junio del año próximo, e iremos al Sur y a todos esos lindos lugares que acaba usted de mencionar. Esta noche le entregare una cantidad como paga y señal. Y nos comprometeremos a no nadar, cuando usted lo prohíba. ¿Qué le parece?
—Me parece magnífico, pero…
Thomas vaciló.
—Pero ¿qué?
—El Clothilde está muy bien para emplearlo durante el día como hacen ustedes, para ir a las islas… Pero, tener que vivir a bordo durante seis semanas… No sé… A algunos no les importa. Pero, otros, acostumbrados al lujo…
—Quiere decir que no es lo bastante lujoso para los viejos truhanes como mi esposa y yo, ¿eh? —dijo míster Goodhart.
—Bueno… —repuso Thomas, un poco aturrullado—, yo quisiera que ustedes se divirtiesen. El Clothilde baila mucho con el mal tiempo, y uno pasa mucho calor en los camarotes, porque hay que cerrar todas las lumbreras, y no hay un baño adecuado, sino sólo duchas, y…
—Nos vendrá bien. Tuvimos demasiadas facilidades en nuestra vida. ¡Oh! Es ridículo, capitán —dijo míster Goodhart, incorporándose—. Me hace sentir vergüenza de mí mismo. Como si dar una vuelta por el Mediterráneo en un barco tan lindo como éste fuese demasiado duro para mí y para mi esposa. ¡Señor! Siento escalofríos al pensar en la opinión que la gente debe de formarse de nosotros.
—Las personas se habitúan a vivir de diferentes maneras —dijo Thomas.
—La suya ha sido dura, ¿verdad?
—No más que la de otros muchos.
—Sin embargo, no parece haberse sentado mal —dijo míster Goodhart—. En realidad, si me permite decirlo, me gustaría que mi hijo hubiese sido como usted. Me sentiría más satisfecho de lo que me siento ahora. Mucho más.
—Es difícil saberlo —dijo Thomas, objetivamente.
Si supiese todo lo de Port Philip, pensó; que quemé una cruz el día VE, que pegué a mi padre, que acepté dinero de mujeres casadas en Elysium, Ohio; si supiese lo del chantaje a Sinclair, en Boston, y las riñas que provoqué, y lo de Quayles y su mujer en Las Vegas, y lo de Pappy y Teresa y Falconetti, tal vez no se estaría sentado ahí tranquilamente, con un vaso en la mano y lamentando que su hijo no haya sido como yo.
—He hecho muchas cosas de las que no estoy nada orgulloso —dijo.
—Esto no lo hace diferente de todos los demás, capitán —dijo Goodhart, con voz pausada—. Y ya que hablamos de esto…, perdóneme lo de esta tarde. Estaba borracho, me había pasado dos semanas observando a tres magníficos jóvenes trabajando juntos y dichosos, moviéndose como agiles animalitos, y me sentí viejo, y no quería sentirme viejo, y quise demostrar que no lo era tanto, y puse en peligro las vidas de todos. Deliberadamente, capitán, deliberadamente. Porque estaba seguro de que no dejarían que hiciésemos la travesía solos.
—Es mejor no hablar de esto, señor —dijo Thomas—. A fin de cuentas, nadie ha sufrido el menor daño.
—La vejez es una aberración, Tom —dijo míster Goodhart, amargamente—. Una terrible y perversa aberración. —Se levantó y dejó cuidadosamente el vaso—. Tengo que volver al hotel, a ver cómo sigue mi esposa —dijo. Alargó la mano, y Thomas la estrechó—. Hasta el primero de junio próximo —dijo.
Y salió del barco, cargado con dos cestas.
Cuando con la ropa recién lavada, volvieron Kate y Dwyer, Thomas sólo les dijo que míster Goodhart había venido y se había marchado, y que ya tenían seis semanas comprometidas para el próximo año.
Dwyer había recibido carta de su novia. Ésta había estado en el «Aegean Hotel», pero no podía informar de nada a Tom, porque Pappy estaba muerto. Según le había dicho el nuevo encargado, le había encontrado amordazado y cosido a navajazos en su habitación. De esto hacía tres meses.
Thomas oyó la noticia sin sorprenderse. Pappy se había metido en negocios peligrosos y había pagado por ello.
La carta decía algo más, que preocupaba ostensiblemente a Dwyer; por esto no informó a los otros de lo que era, aunque Thomas lo adivinó enseguida. La novia de Dwyer no quería esperar más, quería seguir viviendo en Boston, y, si Dwyer deseaba casarse con ella, tenía que regresar a América. Él aún no le había pedido consejo a Thomas; pero, si lo hubiese hecho, éste le habría dicho que ninguna mujer vale la pena.
Se acostaron temprano, porque querían zarpar para St. Tropez a las cuatro de la mañana, antes de que se levantase el viento.
Kate había preparado la amplia cama del camarote principal, para pasar en ella la noche con Thomas, ya que no había clientes a bordo. Era la primera vez que podían acostarse cómodamente juntos, y Kate había dicho que no quería perder la oportunidad. En el camarote que compartían a proa, no había más que dos estrechas literas, una encima de la otra.
El cuerpo robusto y abultado de Kate no se prestaba a las exhibiciones, pero su piel era maravillosamente suave, hacía el amor con delicada avidez, y Thomas, yaciendo con ella en el amplio lecho, se alegró de no ser viejo, de no tener una novia en Boston y de haberse dejado convencer por Pinky de llevar una mujer a bordo.
Antes de dormirse, Kate dijo:
—Dwyer me ha dicho esta noche que, cuando compraste el barco, le cambiaste el nombre. ¿Quién era Clothilde?
—Una reina de Francia —dijo Thomas, obligándola a acercarse más a él—. Era alguien a quien conocí de chico. Y olía como tú.
El crucero de España no estuvo mal, aunque tropezaron con mal tiempo a la altura del cabo de Creus, y tuvieron que permanecer al abrigo de un puerto durante cinco días. Las parejas francesas se componían de dos panzudos hombres de negocios parisienses y dos jóvenes que, evidentemente, no eran sus esposas. Había algún trasiego entre las parejas en los camarotes de popa, pero Thomas no había venido al Mediterráneo a enseñar buen comportamiento a los hombres de negocios franceses. Mientras pagasen las cuentas y evitasen que las dos damitas anduvieran por allí con tacones altos, estropeando el suelo de la cubierta, no pensaba entremeterse en sus diversiones. Las damas también se tumbaban en cubierta despojadas de la parte superior de sus bikinis. Esto no le parecía bien a Kate; pero una de las señoras tenía unos senos sensacionales y aquella costumbre no entorpecía la navegación, aunque, si hubiesen habido arrecifes en la ruta, cuando Dwyer estaba al timón, seguro que les habría estrellado contra las rocas. Esta damita también expresó claramente a Thomas que no le importaría subir de noche a cubierta, para pasar un rato con él mientras su Jules roncaba en el camarote. Pero Thomas le dijo que él no estaba comprendido en el alquiler. Ya tenía bastantes complicaciones con los clientes, sin necesidad de meterse en otros líos.
Debido al retraso por la tormenta, las dos parejas francesas desembarcaron en Marsella, para tomar el tren de París. Los dos hombres de negocios tenían que reunirse con sus esposas en la capital, para ir a pasar el resto del verano en Deauville. Cuando pagaron a Thomas en el muelle, frente a la Alcaldía, en el Vieux Port, los dos franceses le dieron una propina de cinco mil francos viejos, cosa que no estaba mal, tratándose de franceses. Cuando se hubieron marchado, Thomas llevó a Kate y Dwyer al mismo restaurante donde había comido con éste la primera vez que estuvieron en Marsella, con el Elga Andersen. ¡Lástima que el Elga Andersen no estuviese en el puerto! Le habría gustado pasar por delante de su herrumbrosa proa, con el brillante Clothilde blanco y azul, y saludar con la bandera al viejo capitán nazi.
Les quedaban tres días antes de recoger a los próximos turistas en Antibes, y de nuevo preparó Kate la cama grande del camarote principal para Thomas y ella. Dejaron las puertas y los tragaluces abiertos de par en par, para borrar el olor a perfume.
—Esa poule —dijo Kate, yaciendo con él en la oscuridad—. Paseándose desnuda por cubierta. Debiste de estar negro durante tres semanas seguidas.
Thomas se echó a reír.
—No me gusta tu risa —dijo Kate—. Voy a hacerte una advertencia: si te pillo una vez con una pindonga de ésas, saltaré del barco y me iré al catre con el primer hombre que encuentre.
—Tienes una manera de estar segura de mi fidelidad… —dijo Thomas.
Kate se aseguró de que le sería fiel. Al menos, aquella noche. Mientras ella yacía en sus brazos, Thomas le murmuró al oído:
—Cada vez que me acuesto contigo, Kate, olvido una de las cosas malas que hice en mi vida.
Un momento después, sintió las lágrimas de ella sobre sus hombros.
A la mañana siguiente, durmieron hasta muy tarde, y cuando zarparon del puerto bajo los rayos del sol, incluso se tomaron algún tiempo para hacer de turistas. Fueron al Château d'If, recorrieron la fortaleza y visitaron el calabozo donde se suponía que estuvo encadenado el Conde de Montecristo. Kate había leído la novela y Thomas había visto la película. Kate tradujo los rótulos que indicaban el número de protestantes que habían estado presos allí antes de ser enviado a las galeras.
—Siempre hay alguien montado sobre los hombros de los demás —dijo Dwyer.
Cuando volvieron al Clothilde y se pusieron rumbo al Este, ya se había desvanecido el último vaho de perfume en el camarote principal.
Navegaron sin parar, y Dwyer estuvo ocho horas seguidas al timón, para que Thomas y Kate pudiesen dormir. Llegaron a Antibes antes del mediodía. Había dos cartas esperando a Thomas; una, de su hermano; la otra, con una caligrafía desconocida para él. Abrió primero la de Rudolph.
Querido Tom —leyó—, por fin he tenido noticias tuyas, después de tanto tiempo, y por lo que he podido deducir, te estás defendiendo bien. Hace unos días, me llamó a mi oficina un tal míster Goodhart, el cual me dijo que había estado en tu bote, o barco, según creo que lo llamáis vosotros. Resulta que hicimos algunos negocios con su empresa y sospecho que tenía curiosidad por conocer a tu hermano. Nos invitó a tomar unas copas en su casa, a Jean y a mí, y nos encontramos con una vieja y encantadora pareja, según tú debes saber. Se mostraron entusiasmados contigo, con tu barco y con la vida que llevas. Tal vez has hecho la mejor inversión del siglo con el dinero que ganaste en «D.C.». Si no estuviese tan ocupado (creo que me dejaré convencer y me presentaré candidato a la alcaldía de Whitby el próximo otoño), tomaría inmediatamente un avión con Jean e iríamos a surcar contigo el mar azul. Tal vez el año próximo. Mientras tanto, me he tomado la libertad de sugerir el alquiler del Clothilde (como puedes ver, los Goodhart me han enterado de todo) a un amigo mío que va a casarse y que quisiera pasar la luna de miel en el Mediterráneo. Tal vez le recuerdes: Johnny Heath. Si te fastidia, abandónalo en el mar en una balsa.
Hablando en serio: me alegro de que te vayan bien las cosas, y si algo puedo hacer por ti, no vaciles en decírmelo. Te quiere, RUDOLPH.
Thomas gruñó mientras leía la carta. No le gustaba que le recordasen que era dueño del Clothilde gracias a Rudolph. Sin embargo, la carta era tan amistosa, el tiempo era tan bueno y el verano se desarrollaba tan bien, que habría sido una estupidez echarlo todo a perder en el recuerdo de antiguos agravios. Dobló cuidadosamente la carta y se la metió en el bolsillo. La otra carta era del amigo de Rudolph, el cual le preguntaba si podía contar con el Clothilde desde el quince hasta el treinta de septiembre. Era final de temporada, no tenían ninguna reserva para aquellos días, y sería un dinero con el que no contaban. Heath decía que sólo quería recorrer la costa entre Montecarlo y St. Tropez, y, con sólo dos personas a bordo y pocas millas de navegación, sería una manera cómoda de terminar la temporada.
Thomas se sentó a escribir a Heath, diciéndole que iría a esperarle al aeropuerto de Niza o a la estación de Antibes, el día quince.
Explicó a Kate lo del nuevo viaje concertado y le dijo que era su hermano quien se lo proporcionaba. Ella le obligó a escribir a Rudolph, dándole las gracias. Había firmado la carta y estaba a punto de cerrar el sobre, cuando recordó que Rudolph le decía que, si podía hacer algo por él, no vacilase en hacérselo saber. Bueno, ¿por qué no?, pensó. Nada perdería con ello. Puso una posdata en la carta:
P.S. Hay una cosa que podrías hacer por mí. Por diversas razones, no he podido volver a Nueva York en todo este tiempo; pero tal vez estas razones ya no existen. Hace años que no tengo noticias de mi chico, y no sé siquiera dónde está, ni si yo sigo o no casado. Me gustaría ir a verle, y, si es posible, traerlo aquí conmigo por una temporada. Tal vez recuerdes que, la noche en que tú y Gretchen entrasteis a verme después de mi combate en Queens, estaba allí mi manager, un hombre al que te presenté como Schultzy. En realidad, se llama Herman Schultz. La última dirección que tengo de él es el «Bristol Hotel», en la Octava Avenida, aunque tal vez ya no vive allí. Pero, si preguntas por Schultzy, a alguien de la oficina del Garden, probablemente sabrán si aún vive y si está en la ciudad. Seguramente, sabrá algo de Teresa y del chico. De momento, no le digas dónde estoy. Pregúntale sólo si aún hay moros en la costa. Él comprenderá. Dime si has podido encontrarlo y lo que te ha dicho. Con ello, me harás un gran favor, y te lo agradeceré de veras.
Echó las dos cartas al buzón de la oficina de Correos de Antibes y volvió al barco, para prepararlo para los turistas ingleses.