1964
Incluso embarazada como estaba, Jean insistía en bajar a desayunar con él todos los días.
—Al terminar la jornada —le había dicho—, quiero estar tan cansada como tú. No quiero ser como esas mujeres americanas que se pasan todo el día haraganeando y que, cuando sus maridos llegan a casa, les quitan la poca energía que les queda, porque ellas están rebosantes de vigor. Esta diferencia de energía ha destrozado a muchos más matrimonios que el adulterio.
Ahora estaba a punto de cumplirse el plazo, y, a pesar de los holgados camisón y bata que llevaba, mostraba un abultamiento tan grande y tan pesado que Rudolph sentía una punzada de remordimiento al contemplarla. Siempre había tenido una delicada manera de andar; en cambio, ahora, se balanceaba penosamente, hinchado el vientre, caminando con cuidado al pasar de una habitación a otra. La Naturaleza infundio una especie de locura necesaria a las mujeres, pensaba él, para que tengan deseos de traer hijas al mundo.
Estaban sentados en el comedor; el pálido sol de abril se filtraba por las ventanas, cuando Martha les sirvió el café que acababa de preparar. Martha había experimentado un cambio milagroso después de la muerte de la madre. Aunque no comía más que antes, había engordado y tenía aspecto de matrona satisfecha. Las duras arrugas de su rostro habían desaparecido, y el permanente rictus de sus labios había sido sustituido por algo que podía ser incluso una sonrisa. La muerte tiene sus ventajas, pensó Rudolph, observando con qué cuidado dejaba la cafetera delante de Jean. En los viejos tiempos, habría golpeado la mesa con ella, en su diaria protesta contra el Destino.
El embarazo había redondeado la cara de Jean, que ya no parecía una colegiala firmemente resuelta a obtener las mejores notas en su clase. Plácido y femenino, su rostro tenía un suave resplandor bajo la luz del sol.
—Esta mañana —dijo Rudolph—, tienes cara de santita.
—También tú la tendrías —dijo Jean—, después de dos meses de abstinencia.
—Espero que el niño valga el sacrificio —dijo Rudolph.
—¡Pobre de él si no lo vale!
—¿Cómo está hoy?
—Muy bien. Camina arriba y abajo con botas de paracaidista. Pero, por lo demás, se porta bien.
—¿Y si es niña? —preguntó Rudolph.
—La enseñaré a no saltar demasiado —dijo Jean.
Y ambos se echaron a reír.
—¿Qué vas a hacer esta mañana? —preguntó él.
—Vendrá una niñera para ser interrogada. Traerán los muebles para el cuarto del niño, y Martha y yo los colocaremos en su sitio. Tengo que tomar mis vitaminas, y tengo que pesarme —dijo Jean—. Una mañana muy ocupada. ¿Y tú?
—Tengo que ir a la Universidad —dijo Rudolph—. Hay una reunión de la Junta del Patronato. Después, tendría que pasar por la oficina…
—No vas a dejar que ese viejo monstruo de Calderwood siga incordiándote, ¿eh?
Desde que Rudolph había dicho a Calderwood que pensaba retirarse del negocio en el mes de junio, el viejo no dejaba de discutir con él cada vez que le echaba la vista encima.
—Por el amor de Dios, ¿quién se retira a los treinta y seis años? —repetía una y otra vez.
—Yo —le había dicho Rudolph en una ocasión.
Pero Calderwood se había negado a creerle.
Receloso como siempre, Calderwood pensaba que lo que pretendía Rudolph era un mayor control sobre la empresa, y le había dado a entender que se lo daría, si consentía en quedarse. Incluso se había brindado a trasladar la oficina principal a Nueva York; pero Rudolph le había respondido que ya no deseaba vivir en la gran ciudad. Ahora, Jean compartía su apego a la vieja casa de campo de Whitby y estaba haciendo planes con un arquitecto para ampliarla.
—No te preocupes por Calderwood —dijo Rudolph, poniéndose en pie—. Estaré en casa a la hora de comer.
—Así me gusta —dijo Jean—. Los maridos deben comer en casa. Me acostaré contigo después de la comida.
—No harás nada de eso —dijo él.
Y se inclinó para besar el rostro amado y sonriente.
Era temprano y condujo despacio, gozando del espectáculo de la población. Niños con chaquetas de brillantes colores montaban triciclos en las aceras o jugaban en los jardines que empezaban a secarse y a retoñar con el primer verdor de la primavera. Una joven de pantalón azul empujaba un cochecito de niño bajo el sol. Un perro viejo dormitaba en la tibia escalera de un caserón pintado de blanco. Hawkins, el cartero, le saludó con la mano, y él correspondió a su saludo. Slattery, de pie junto a su carromato y hablando con un jardinero, le saludó también con una sonrisa. Dos profesores de la Sección de Biología, que se encaminaban a la Universidad enfrascados en profunda conversación, levantaron la cabeza sugiriendo un saludo. Esta parte de la población, con sus árboles, sus grandes casas de madera y sus calles tranquilas, tenía el aire urbano e inocente del siglo XIX, de antes de las guerras, de antes de los auges y las depresiones. Rudolph se preguntó por qué había deseado antaño salir de un sitio donde todos le conocían y le saludaban, y cambiarlo por la anónima incertidumbre y la fría hostilidad de Nueva York.
Tenía que pasar junto al campo de atletismo, para ir al edificio de la Administración, y vio a Quentin McGovern, vestido de gris y correteando por la pista. Detuvo el coche y se apeó, y Quentin vino a su encuentro: un joven alto, serio; el sudor hacía brillar su piel. Se estrecharon la mano.
—Mi primera clase empieza a las once —dijo Quentin—, y hace un buen día para correr, después de haber estado encerrado todo el invierno.
Ahora, ya no corrían por las mañanas. Desde su boda, Rudolph se había pasado al tenis, en atención a Jean. De todos modos, era demasiado duro levantarse cada mañana del lecho conyugal a las siete, sin reparar en el tiempo, para correr tres cuartos de hora por una pista, tratando de mantener el ritmo de un joven atleta en plena forma. Además, le hacía sentirse viejo. Y aún era pronto para este sentimiento.
—¿Cómo va eso, Quentin? —preguntó Rudolph.
—No del todo mal. Hago veintidós ocho en las doscientas veinte yardas, y dice el entrenador que también me hará correr los cuatrocientos metros y los relevos.
—¿Qué dice ahora tu madre?
Quentin sonrió, recordando las frías mañanas de invierno.
—Dice que no debo enorgullecerme por esto. Las madres no cambian.
—¿Y tu trabajo escolar?
—Debieron equivocarse en la oficina —dijo Quentin—. Me pusieron en la Lista del Decano.
—¿Y qué dice tu madre a esto?
—Dice que lo han hecho porque soy de color y quieren demostrar su liberalismo —respondió Quentin, sonriendo débilmente.
—Si tienes más conflictos con tu madre, dile que venga a verme.
—Así lo haré, míster Jordache.
—Bueno, tengo que marcharme. Saluda a tu padre de mi parte.
—Mi padre ha muerto, míster Jordache —dijo Quentin, en voz baja.
—Lo siento —dijo Rudolph, subiendo al coche.
¡Caray!, pensó; el padre de Quentin debía de haber trabajado al menos veinticinco años en los «Almacenes Calderwood», y nadie había tenido la consideración de comunicárselo.
La mañana ya no era tan pura y agradable como antes de su conversación con Quentin.
Todas las plazas de aparcamiento estaban ocupadas delante del edificio de la Administración, y Rudolph tuvo que dejar su coche casi a quinientos metros de allí. Todo se está convirtiendo en zona de aparcamiento, pensó, irritado, mientras cerraba el automóvil. Poco tiempo atrás, le habían robado la radio en Nueva York, y a partir de entonces, siempre lo dejaba cerrado, aunque sólo fuese por cinco minutos. Había tenido una pequeña discusión con Jean acerca de esto, porque ella se negaba a cerrar el coche en todo momento, e incluso dejaba abierta la puerta de la casa cuando se hallaba sola en su interior. Se podía amar al prójimo, le había dicho él, pero era una tontería no querer ver sus instintos de ladrón.
Mientras probaba la portezuela, oyó que alguien le llamaba por su nombre.
—¡Eh, Jordache!
Era Leon Harrison, que también pertenecía a la Junta del Patronato y se dirigía a la reunión. Harrison era un hombre alto y apuesto, de unos sesenta años, con blancos cabellos de senador y un engañoso aire de campechanía. Editaba el periódico local, que había heredado de su padre junto con muchas tierras de los alrededores de Whitby. Rudolph sabía que el periódico no marchaba muy bien. Y no lo lamentaba. Era muy mal llevado por un grupito de tipos mal pagados, borrachos y fracasados, que habían sido despedidos de otros periódicos del país. Rudolph tenía por norma no creer nada de lo que leía en el periódico de Harrison; ni siquiera los partes meteorológicos.
¿Cómo está, muchacho? —dijo Harrison, echando un brazo sobre el hombro de Rudolph y encaminándose con éste al edificio de la Administración—. ¿Preparado para lanzar una nueva andanada contra esos vejestorios?
Soltó una carcajada para demostrar que no lo decía con malicia. Rudolph había mantenido tratos con Harrison no todos ellos agradables, sobre la publicidad de Calderwood en su periódico. Harrison había empezado llamándole muchacho; después, Rudy; después, Jordache; y ahora, según observó Rudolph, volvía a lo de muchacho.
—Sólo las sugerencias de siempre —dijo Rudolph—. Cómo incendiar el edificio de Ciencias para librarnos del profesor Fredericks.
Fredericks era el jefe de la Sección y Rudolph estaba seguro de que los cursos de Ciencias eran los peores que se daban en cualquier Universidad de la importancia de la de Whitby, al norte de la Línea Mason-Dixon. Fredericks y Harrison se llevaban muy bien, y aquél escribía a menudo artículos científicos para el periódico de éste, artículos que hacían enrojecer a Rudolph de vergüenza por la Universidad. Al menos tres veces al año, Fredericks escribía un artículo sobre un nuevo método para curar el cáncer, que era publicado en primera página por el Sentinel de Whitby.
—Ustedes, los hombres de negocios —dijo Harrison, en tono benévolo—, no pueden apreciar el papel de la ciencia pura. Sólo quieren doblar sus inversiones en seis meses. Esperan que salgan de cada tubo de ensayo.
Cuando le convenía, Harrison, con sus hectáreas de buenos terrenos y sus intereses en el Banco, se parecía mucho a los empecinados hombres de negocios. En otras ocasiones, como editor sumergido en tinta de imprenta, era un personaje literario, que censuraba la supresión del Latín como asignatura obligatoria para la graduación, o despotricaba contra una nueva Historia de la Literatura Inglesa, porque no citaba bastantes obras de Charles Dickens.
Se descubrió galantemente al paso de una auxiliar de la Sección de Psicología que se cruzó con ellos. Harrison tenía modales anticuados y odios actuales.
—He oído decir que ocurren cosas interesantes en «D.C.» —dijo.
—Siempre pasan cosas interesantes en «D.C.» —replicó Rudolph.
—Más interesantes que de costumbre —insistió Harrison—. Corre el rumor de que usted va a dejarlo.
—Yo nunca dejo nada —dijo Rudolph.
Y enseguida se arrepintió de haberlo dicho. El hombre lo interpretó de la peor manera.
—Si algún día resuelve usted dejarlo —prosiguió Harrison—, ¿quién será su sucesor? ¿Knight?
—Aún no se ha suscitado esa cuestión —dijo Rudolph.
En realidad, se había suscitado, entre Calderwood y él, pero no habían llegado a ninguna decisión. No le gustaba mentir, pero quien no mintiese a hombres como Harrison merecía ser canonizado.
—«D.C.» significa muchísimo para esta ciudad —dijo Harrison—, principalmente gracias a usted, y sabe perfectamente que no me gusta la lisonja, y mis lectores tienen derecho a saber lo que pasa entre bastidores.
Sus palabras eran fútiles e inocentes, pero contenían una amenaza, y Harrison y Rudolph lo sabían.
Mientras subía la escalera del edificio de la Administración, con Harrison a su lado, Rudolph no pudo dejar de sentir que la mañana estaba empeorando rápidamente.
El nuevo rector de la Universidad era un hombre activo y juvenil, procedente de Harvard y llamado Dorlacker, que no estaba dispuesto a consentir sandeces por parte de la Junta. Él y Rudolph se habían hecho amigos, y Dorlacker solía visitarle con su esposa, y ambos hablaban libremente, sobre todo, acerca de la conveniencia de librarse de la mayoría de los miembros de la Junta. Detestaba a Harrison.
La reunión discurrió por cauces conocidos. El presidente del comité de finanzas informó de que, a pesar del aumento de las subvenciones, los gastos aumentaban aún más deprisa, y aconsejó que elevase el precio de la enseñanza y se limitase el número de becas. La proposición fue dejada en suspenso para un estudio ulterior.
Se hizo observar a la Junta que la nueva ala de la biblioteca estaría lista para el curso de otoño y que aún no tenía nombre. Se recordó que, en la última reunión, míster Jordache había propuesto que se denominase Pabellón Kennedy, o mejor aún, que se diese a todo el edificio el nombre de Biblioteca Kennedy.
Harrison protestó, diciendo que el difunto presidente había sido un personaje muy discutido, que sólo representaba a la mitad del país, y que un campus universitario no era lugar adecuado para una política partidista. Puesto el asunto a votación, se decidió llamar Pabellón Kennedy a la nueva ala, respetando el antiguo nombre de Memorial Library para todo el edificio. El rector preguntó secamente a míster Harrison quién o qué era lo que conmemoraba el edificio.
Otro miembro de la Junta, que también había tenido que aparcar a cierta distancia de la Administración, dijo que debería establecer una severa norma para que los estudiantes no pudiesen poseer automóvil. Dorlacker replicó que la norma sería imposible de imponer, y por ende, contraproducente. Tal vez se podría ampliar la zona de aparcamiento.
Harrison se mostró indignado por un editorial del periódico estudiantil que pedía una manifestación a favor de la prohibición de la bomba atómica. Había que sancionar al director por hacer política en el campus y por falta de respeto al Gobierno de los Estados Unidos. Dorlacker expuso que, en su opinión, no se debía coartar la libertad de expresión en las Universidades americanas. Puesto el asunto a votación, se acordó no castigar al director del periódico.
—La Junta —gruñó Harrison— está eludiendo sus responsabilidades.
Rudolph era el miembro más joven de la Junta y hablaba sin levantar la voz y respetuosamente. Pero, debido a su amistad con Dorlacker, a su habilidad para conseguir subvenciones de los ex alumnos y de las empresas (el propio Calderwood había donado cincuenta mil dólares para la nueva ala de la biblioteca) y a su profundo conocimiento de la ciudad y de sus relaciones con la Universidad, era el miembro más influyente, y lo sabía. Lo que había empezado casi como un pasatiempo y un pequeño tributo a su propia persona, se había convertido en uno de los intereses primordiales de su vida. Sentía una gran satisfacción al dominar la Junta y hacer que los cabezudos como Harrison tuviesen que tragarse sus proyectos uno tras otro. La nueva ala de la biblioteca, los cursos de ampliación de Sociología y de Derecho Internacional, la incorporación de un artista residente y la expansión de la Escuela de Bellas Artes, la concesión durante dos semanas al año del teatro del Centro de Ventas a la Sección Dramática: todo esto había sido idea suya. Recordando el sarcasmo de Boylan, Rudolph estaba resuelto a que nunca un hombre como aquél pudiese volver a decir que Whitby era una escuela agrícola.
Como ventaja adicional, podía, al fin de cada año, deducir una buena parte de sus gastos de viaje, tanto para los Estados Unidos como para el extranjero, a los efectos de impuesto sobre la renta, ya que, adondequiera que fuese, visitaba escuelas y Universidades, como parte de sus deberes de miembro del Patronato de la Universidad. La instrucción recibida de Johnny Heath le había hecho aprovechar automáticamente esta ventaja. «La diversión de los ricos»: así llamaba Johnny al juego con el Servicio de Contribuciones.
—Como saben ustedes —estaba diciendo Dorlacker—, debemos estudiar, en esta reunión, los nombramientos de nuevo personal docente para el próximo curso escolar. Existe una plaza de jefe de sección a cubrir: la de la Sección de Economía. Hemos estudiado el terreno y consultado con los miembros de la Sección, y nos gustaría someter a la aprobación de ustedes el nombre de un ex director de la que era entonces nuestra Sección combinada de Historia y Economía, un hombre que ha adquirido una valiosa experiencia en Europa durante los últimos años: el profesor Lawrence Denton.
Al pronunciar el nombre, Dorlacker se volvió casualmente a Rudolph, mientras se dibujaba en su rostro un guiño casi imperceptible. Rudolph había cruzado algunas cartas con su viejo maestro y sabía que Denton deseaba volver a América. No estaba hecho para ser un apátrida, le había escrito Denton, y su mujer no había dejado de añorar a su país. Rudolph había contado a Dorlacker todo lo de Denton, y Dorlacker se había mostrado comprensivo. Denton había apoyado su propia causa escribiendo un libro, en Europa, sobre el renacimiento de la economía alemana, y el libro había sido objeto de laudatorias críticas.
La resurrección de Denton no era más que justicia poética, pensó Rudolph. Él no había declarado a favor de su viejo amigo, cuando hubiese podido ayudarle. Pero, si hubiese declarado, lo más probable habría sido que nunca le hubiesen elegido como miembro de la Junta del Patronato y que no hubiese podido intrigar para la reposición de Denton. La amable ironía de la situación hizo que Rudolph sonriese para sus adentros mientras hablaba Dorlacker. Sabía que entre Dorlacker y él, habían conseguido suficientes votos para hacer triunfar a Denton. Y se arrellanó en su butaca y no dijo nada, porque sabía que Dorlacker adoptaría las disposiciones necesarias.
—Denton —dijo Harrison—. Recuerdo ese nombre. Le expulsaron de aquí por rojo.
—He repasado a fondo su expediente, míster Harrison —dijo Dorlacker—, y he comprobado que jamás se formuló ninguna acusación contra él, ni se realizó ninguna investigación en regla. El profesor Denton dimitió para trabajar en Europa.
—Era rojo —dijo Harrison, tercamente—. Y ya tenemos bastantes salvajes en este campus para que tengamos que importar otros.
—En aquella época —dijo Dorlacker, amablemente—, el país estaba bajo la nube de McCarthy, y muchas personas dignas tuvieron que pagar las consecuencias sin ningún motivo. Afortunadamente, esto quedó muy atrás y ahora podemos juzgar a los hombres por sus méritos. Por mi parte, me satisface poder demostrar que Whitby sólo se guía por criterios estrictamente escolares.
—Si mete usted aquí a ese hombre —dijo Harrison—, mi periódico no callará.
—Considero impertinente esa observación —dijo Dorlacker, sin acalorarse—. Y estoy seguro de que, si lo piensa bien, no hará tal cosa. A menos que alguien tenga algo que añadir, creo que debe ponerse el asunto a votación.
—Jordache —dijo Harrison—, supongo que usted no tiene nada que ver con esto, ¿verdad?
—Pues sí —dijo Rudolph—. El profesor Denton fue el maestro más competente que tuve cuando estudiaba aquí. Y su último libro me ha parecido muy ilustrador.
—Votar, votar —dijo Harrison—. No sé por qué pierdo el tiempo viniendo a estas reuniones.
Fue el único que votó contra Denton, y Rudolph pensó enviar un cablegrama al desterrado de Ginebra en cuanto se levantase la sesión.
Llamaron a la puerta y Dorlacker dijo:
—Adelante.
Entró su secretario.
—Siento molestar, señor —le dijo a Dorlacker—, pero llaman por teléfono a míster Jordache. He dicho que estaba en una reunión, pero…
Rudolph se levantó y se dirigió a la antesala, donde estaba el teléfono del secretario.
—Rudy —dijo Jean—. Creo que deberías venir enseguida. Han empezado los dolores.
Su voz era tranquila y feliz.
—Voy inmediatamente —dijo él; y añadió, dirigiéndose al secretario—: Sírvase presentar mis excusas al rector y a los miembros de la Junta. Tengo que llevar a mi esposa al hospital. Y tenga la bondad de llamar al hospital y decirles que avisen al doctor Levine y le digan que mistress Jordache estará allí dentro de media hora.
Salió corriendo hacia el lugar donde había aparcado el coche. Hurgó en la cerradura, maldiciendo a los que le habían robado la radio en Nueva York, y, en un momento de desorientación, miró el interior del coche aparcado al lado del suyo, para ver si por casualidad estaban las llaves en el contacto. No estaban. Volvió a su propio coche. Esta vez, abrió la portezuela, y él saltó dentro del vehículo y cruzó a toda velocidad el campus y las tranquilas calles de la ciudad, en dirección a casa.
Durante su espera de todo un día, mientras asía la mano de Jean, Rudolph se preguntaba, una y otra vez, cómo podía ella aguantar tanto. El doctor Levine estaba tranquilo. Era normal, decía, tratándose de un primer parto. Y esta tranquilidad de médico ponía nervioso a Rudolph. El doctor Levine sólo pasaba por allí de vez en cuando, como en visitas de cumplido. Cuando aconsejó a Rudolph que fuese a comer a la cafetería del hospital, éste se asombró de que el médico pudiese creerle capaz de apartarse de su doliente esposa y marcharse a comer, abandonándola a su angustia.
—Soy un padre —le dijo—, no un tocólogo.
El doctor Levine se echó a reír.
—Los padres también comen —respondió—. Tienen que conservar las fuerzas.
¡Indiferente y materialista bastardo! Si eran lo bastante locos para tener otro hijo, buscaría otro médico que no fuese una máquina.
La criatura nació momentos antes de la medianoche. Era una niña. Cuando el doctor Levine salió un minuto del cuarto de partos para informar a Rudolph de que la madre y la hija estaban bien, Rudolph estuvo a punto de abrazarle.
Caminó junto a la camilla con ruedas en que trasladaban a Jean a su habitación. Jean parecía sofocada, menuda, agotada, y, cuando trató de sonreírle, le venció el esfuerzo.
—Ahora dormirá —dijo el doctor Levine—. Puede usted marcharse a casa.
Pero, antes de que saliese de la habitación, Jean le dijo, con voz sorprendentemente enérgica:
—Trae mi «Leica» mañana, Rudy. Quiero tener un recuerdo de su primer día.
El doctor Levine le acompañó a la Nursery a ver a su hija, que dormía con otros cinco niños detrás de un cristal. El doctor Levine se la mostró.
—Es aquélla.
Las seis criaturas parecían iguales. Seis en un día. La corriente incesante. Los tocólogos debían de ser los hombres más cínicos del mundo.
La noche estaba fría fuera del hospital. Por la mañana, cuando había salido de casa, hacía calor y no había cogido el abrigo. Sintió un escalofrío al dirigirse a su coche. Esta vez, había olvidado cerrar la portezuela; pero la radio seguía en su sitio.
Comprendía que estaba demasiado excitado para dormir, y le habría gustado llamar a alguien para tomar una copa juntos y celebrar su paternidad; pero era más de la una y no podía despertar a nadie.
Puso en marcha el sistema de calefacción del coche y, cuando detuvo éste frente a su casa, ya se había calentado. Martha había dejado las luces encendidas. Cuando cruzaba el jardín, vio que una figura se movía en la sombra del portal.
—¿Quién está ahí? —gritó con fuerza.
La figura salió despacio a la luz. Era Virginia Calderwood. Llevaba la cabeza cubierta con un chal e iba envuelta en un abrigo gris ribeteado de piel.
—¡Jesús! —dijo él—. Virginia. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Lo sé todo —dijo Virginia, acercándose a él y mirándole fijamente, con los negros y grandes ojos destacando en su fina y pálida carita—. He llamado varias veces al hospital para saber noticias. Dije que era tu hermana. Lo sé todo. Ha tenido una hija. Mi hija.
—Debes volver a casa, Virginia —dijo Rudolph, retrocediendo un poco para que ella no pudiese tocarle—. Si tu padre se entera de que has estado rondando por aquí, va a…
—No me importa que se enteren todos —dijo Virginia—. No me avergüenzo de nada.
—Deja que te lleve a casa —dijo Rudolph. Era su familia, no él, quien debía pechar con su locura. Sobre todo, en una noche cómo ésta—. Lo que necesitas es dormir toda la noche y…
—No tengo casa —dijo Virginia—. Sólo te pertenezco a ti. Mi padre no sabe siquiera que estoy en el pueblo. Estoy aquí, contigo, que es donde debo estar.
—No debes estar aquí, Virginia —dijo Rudolph, desesperado. Devoto de la cordura, era incapaz de luchar contra la aberración—. Yo vivo aquí con mi esposa.
—Ella te apartó de mí con engaños —dijo Virginia—. Se interpuso entre dos amores verdaderos. Recé para que hoy muriese en el hospital.
—¡Virginia!
En realidad, nada de cuanto le había dicho antes le había irritado de veras. Le había fastidiado o divertido, e incluso había hecho que la compadeciese; pero esto iba más allá del fastidio, de la chanza y de la compasión. Por primera vez, pensó que Virginia podía ser peligrosa. Llamaría al hospital en cuanto entrase en casa y les diría que no dejasen que Virginia se acercase a la Nursery o a la habitación de su mujer.
—Bueno —dijo, en tono apaciguador—, sube a mi coche y te llevaré a tu casa.
—No me trates como a una niña —dijo ella—. No lo soy. Tengo mi propio coche aparcado cerca de aquí. No necesito que nadie me lleve a ninguna parte.
—Virginia —dijo él—, estoy extraordinariamente cansado y tengo que dormir. Si tienes algo que decirme, llámame por la mañana.
—Quiero acostarme contigo —dijo ella, plantada allí, mirándole fijamente, metidas las manos en los bolsillos del abrigo, en actitud normal y corriente—. Quiero acostarme contigo esta noche. Sé que tú lo deseas. Lo vi en tus ojos desde el primer momento. —Hablaba en un susurro apresurado y monótono—. Pero nunca te atreviste. Como todo el mundo, temes a mi padre. Vamos. Vale la pena que lo pruebes. Sigues considerándome una chiquilla, como cuando me viste por primera vez en casa de mi padre. Bueno, pues no soy una niña, puedes estar seguro. He rondado un poco por ahí. Aunque tal vez no tanto como tu estupenda mujer con su fotógrafo… ¡Oh! ¿Te sorprende que lo sepa? Hice mis averiguaciones y podría contarte muchas cosas que no te gustaría oír.
Él abrió la puerta y la cerró de golpe, y la dejó pataleando en el portal y golpeando la madera con los puños. Después, examinó todas las puertas y ventanas de la planta baja, para asegurarse de que estaban bien cerradas. Cuando volvió a la entrada, habían cesado los débiles y femeninos golpes. Por suerte, Martha no se había despertado. Apagó la luz de la entrada desde el interior. Llamó al hospital y subió cansadamente al dormitorio que compartía con Jean.
Feliz nacimiento, hija mía, en esta tranquila y respetable ciudad, pensó, antes de quedarse dormida.
Aún era temprano, aquel sábado por la tarde, y el bar del club local estaba vacío, porque la mayoría de los socios todavía estaban en el campo de golf y en las pistas de tenis. Rudolph tenía el bar para él solo, y bebía cerveza. Jean aún estaba en el vestuario de señoras, arreglándose. Sólo hacía cinco semanas que había salido del hospital, pero le había ganado limpiamente dos sets. Rudolph sonrió al recordar lo satisfecha que estaba al salir victoriosa de la pista.
La casa del club era una estructura baja de madera, sin estilo definido, destartalada. El club siempre se hallaba al borde de la quiebra y admitía a cualquiera que pagase la baja cuota de entrada, así como socios temporales entre los veraneantes. El bar estaba adornado con amarillentas fotografías de hombres que vestían pantalones largos de franela y habían ganado campeonatos del club hacía más de treinta años, y con una foto llena de cagadas de moscas, de Bill Tilden y Vincent Richards, que habían celebrado una vez un partido de exhibición en las pistas del club.
Mientras esperaba a Jean, Rudolph cogió el número del Sentinel de Whitby correspondiente al fin de semana e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. En primera página, había un artículo sobre el nombramiento del profesor Denton para la Universidad, con todas las antiguas insinuaciones y citas de fuentes no identificadas, y expresando honda preocupación por la influencia que tan dudoso personaje pudiese ejercer sobre los impresionables jóvenes de la Universidad.
—¡Ese hijo de perra de Harrison…! —dijo Rudolph, en voz alta.
—¿Quiere usted algo, míster Jordache? —preguntó el camarero del bar, que estaba leyendo una revista en el otro extremo de la barra.
—Otra cerveza, por favor, Hank —dijo Rudolph.
Dejó el diario a un lado. Acababa de decidir que, si podía, compraría el periódico de Harrison. Era lo mejor que podía hacer por la ciudad. Y no sería demasiado difícil. Harrison no había obtenido beneficios desde hacía al menos tres años, y si no sabía que Rudolph quería comprarlo, probablemente lo vendería a buen precio. Resolvió hablar a Johnny Heath del asunto, el próximo lunes.
Estaba bebiendo su cerveza, procurando olvidarse de Harrison hasta el lunes, cuando llegó Brad Knight del campo de golf, con los otros tres miembros de su cuarteto. Rudolph se estremeció al ver los pantalones color naranja que llevaba Brad.
—¿Te has inscrito en el Campeonato de Damas? —le preguntó, cuando los hombres se acercaron al bar y recibieron una palmada de Brad en la espalda.
Brad se echó a reír.
—Plumaje de macho, Rudy —dijo—. En la Naturaleza, es siempre más brillante que el de las hembras. Y, los fines de semana, soy un hombre natural. Esta ronda corre de mi cuenta, Hank. Soy el gran triunfador.
Los hombres pidieron las bebidas y repasaron sus tarjetas. Brad y su compañero habían ganado casi trescientos dólares. Brad era uno de los mejores jugadores de golf del club y jugaba con picardía, empezando muchas veces mal, para que sus contrarios doblasen las apuestas. Bueno, allá él. Rudolph presumía que, si alguien se exponía a perder ciento cincuenta dólares en una tarde de sábado, era porque podía permitirse ese lujo. Sin embargo, sentía desazón al advertir la ligereza con que hablaban de pérdidas tan fuertes. Él no era jugador nato.
—Vi a Jean en la pista contigo —dijo Brad—. Tiene un aspecto magnífico.
—Es de buena raza —dijo Rudolph—. A propósito, gracias por tu regalo para Enid.
El nombre de soltera de la madre de Jean era Enid Cunningham, y en cuanto Jean se había recobrado lo bastante para hablar con lucidez, había preguntado a Rudolph si le importaba poner a su hija el nombre de su madre. «Los Jordache nos estamos encumbrando —había dicho Rudolph—. Nos adentramos en el territorio ancestral de los tres nombres». No había habido bautizo, ni lo habría. Jean compartía el ateísmo de su marido, o, según prefería llamarlo éste, su agnosticismo. Él se había limitado a escribir el nombre en el certificado de nacimiento, pensando, al hacerlo, que Enid Cunningham Jordache eran muchas letras para una recién nacida que pesaba tres kilos. Brad le había regalado una tacita de plata de ley, con el correspondiente plato. Ahora, tenían ocho tacitas de plata en su casa. Brad no era demasiado original. Pero también había abierto una libreta de ahorro para la niña, con una imposición inicial de quinientos dólares. «Nunca se sabe —había dicho Brad, al protestar Rudolph por la importancia del regalo— cuándo tendrá que pagar una niña su primer aborto».
Uno de los hombres con quien había jugado Brad era el presidente del comité de golf, Eric Sunderlin, el cual empezó a hablar de su proyecto predilecto, o sea, ampliar y mejorar el campo. Había lindante con éste, un gran trozo de tierra abandonada y yerma, y Sunderlin pedía a los socios del club que hiciesen un empréstito para comprarlo.
—Esto nos daría mucha más categoría —decía ahora Sunderlin—. Incluso podríamos inscribirnos en un campamento de la PGA. Y doblaríamos el número de socios.
En América, pensó Rudolph, con irritación, todo tiende a doblarse y a aumentar de categoría. En cuanto a él, no jugaba al golf. Sin embargo, se alegraba de que hablasen de esto en el bar, en vez de comentar el artículo del Sentinel.
—¿Qué dices tú, Rudy? —preguntó Sunderlin, apurando su «Tom Collins»—. ¿Vas a contribuir, como todos nosotros?
—Todavía no lo tengo decidido —dijo Rudolph—. Dame un par de semanas para pensarlo.
—¿Qué tienes que pensar? —preguntó Sunderlin, en tono agresivo.
—El viejo Rudy —terció Brad—, no toma decisiones precipitadas. Antes de cortarse el pelo, lo piensa dos semanas.
—Nos interesa mucho contar con un hombre de tu estatura —dijo Sunderlin—. No te dejaré en paz.
—Estoy seguro de ello, Eric —dijo Rudolph.
Sunderlin se echó a reír, tomándolo como una lisonja, y se dirigió a la ducha con los otros dos, haciendo repicar sus zapatos claveteados sobre el suelo de madera del bar. Una de las normas del club prohibía llevar las botas claveteadas en el bar, el restaurante y el salón de juego; pero nadie la observaba. Si llegamos a adquirir categoría, pensó Rudolph, tendréis que quitaros los zapatos.
Brad se quedó en el bar y pidió otra bebida. Siempre estaba colorado, pero era imposible decir si se debía al sol o a los licores.
—Un hombre de tu estatura —dijo Brad—. En este pueblo, todo el mundo habla de ti como si midieras un metro ochenta.
—Por esto permanezco aquí —dijo Rudolph.
—¿Vas a quedarte cuando te retires? —dijo Brad, sin mirar a Rudolph y limitándose a dar las gracias a Hank en un movimiento de cabeza, al dejar éste el vaso delante de él.
—¿Quién ha hablado de retirarme? —dijo Rudolph, que no había hablado a Brad de sus planes.
—Las noticias corren.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Vas a retirarte, ¿no?
—¿Quién te lo ha dicho?
—Virginia Calderwood —respondió Brad.
—¡Ah!
—Oyó que su padre hablaba de ello con su madre.
Virginia Calderwood, la espía, la agente de información, la silenciosa acechadora nocturna, escuchando en y fuera de la sombra.
—La he visto a menudo en los dos últimos meses —dijo Brad—. Es una chica simpática.
Bradford Knight, estudiante de caracterología, oriundo de Oklahoma, en las grandes llanuras del Oeste, donde las cosas eran lo que parecían ser.
—Ya —dijo Rudolph.
—¿Has hablado con el viejo de quién ocupará tu puesto?
—Sí, lo hemos discutido.
—¿Y quién será?
—Aún no lo hemos resuelto.
—Bueno —dijo Brad, sonriendo, pero más colorado que nunca—, supongo que se lo dirás a tu viejo colega diez minutos antes de hacer el anuncio oficial, ¿no?
—Sí. ¿Qué más te dijo Miss Calderwood?
—Poca cosa —dijo Brad, como sin darle importancia—. Que me quiere. Y otras cosas por el estilo. ¿La has visto hace poco?
—No.
Rudolph no la había visto desde la noche en que nació Enid. Seis semanas no era poco tiempo.
—Nos reímos mucho —dijo Brad—. Su apariencia engaña. Es una chica muy divertida.
Un nuevo aspecto del carácter de la damita. Propensa a la risa. Divertida. Alegría en los portales a medianoche.
—En realidad —dijo Brad—, estoy pensando en casarme con ella.
—¿Por qué? —preguntó Rudolph, aunque podía imaginarse el motivo.
—Estoy cansando de pendonear por ahí —dijo Brad—. Tengo casi cuarenta años, y me estoy cansando.
No me lo dices todo, amigo, pensó Rudolph. Ni muchísimo menos.
—Tal vez me he dejado impresionar por tu ejemplo —dijo Brad—. Si el matrimonio es bueno para un hombre de tu estatura… —hizo un guiño de chico grandullón y colorado—, también debería serlo para un hombre de la mía. La dicha conyugal.
—No fue mucha la última vez.
—Cierto —dijo Brad, cuyo primer matrimonio con la hija de un industrial del petróleo había durado seis meses—. Pero entonces yo era más joven. Y no me casé con una chica decente como Virginia. Tal vez haya cambiado mi suerte.
Rudolph aspiró profundamente.
—Tu suerte no ha cambiado, Brad —le dijo a media voz.
Después, le explicó todo lo de Virginia Calderwood: las cartas, las llamadas por teléfono, las emboscadas frente a su apartamento, la último y loca escena de hacía seis semanas. Brad le escuchó en silencio. Y, cuando el otro hubo terminado, dijo simplemente:
—Debe de ser fantástico ser un tipo tan deseable como tú, muchacho.
Entonces llegó Jean, resplandeciente después de la ducha, sujetos los cabellos con una cinta de terciopelo, sin medias y calzada con unos mocasines.
—Hola, mamá —dijo Brad, saltando del taburete y besándola en la mejilla—. Voy a pagaros una ronda.
Hablaron de la niña, del golf y del tenis, y de la nueva obra que se iba a representar en el Teatro de Whitby, que inauguraría la temporada en el transcurso de la próxima semana. No se mencionó el nombre de Virginia Calderwood, y, al terminar su copa, Brad dijo:
—Bueno, voy a ducharme.
Firmó la nota de las consumiciones y se alejó bamboleándose; un hombre grueso y maduro, con pantalones color naranja, haciendo resonar los clavos de sus caros zapatos de golf sobre el estropeado suelo de madera.
Dos semanas más tarde, en el correo de la mañana, llegó la invitación a la boda de Miss Virginia Calderwood con míster Bradford Knight.
El órgano atacó la marcha nupcial y Virginia avanzó por el pasillo del brazo de su padre. Estaba muy linda, y parecía delicada, frágil y serena, en su blanco traje de novia. No miró a Rudolph al pasar por su lado, aunque éste se hallaba en uno de los primeros bancos, con Jean a su lado. Bradford Knight, el novio, sudando un poco y bastante colorado por el sol de junio, esperaba en el altar, junto al padrino, Johnny Heath. Ambos vestían chaqué y pantalón a rayas. Todos, menos Rudolph, se habían extrañado de que no fuese éste el padrino.
Es culpa mía, pensó Rudolph, mientras escuchaba a medias la función. Yo le hice venir de Oklahoma; y le hice ingresar en el negocio; yo rechacé a la novia. Es culpa mía, pero ¿soy responsable?
El banquete de boda se celebró en el Country Club. Habían montado el buffet en una mesa larga, bajo un toldo, y dispuesto mesas en el prado, resguardadas con sombrillas de brillantes colores. Tocaba una orquesta en la terraza, donde los novios, vestidos ahora con trajes de viaje, habían inaugurado su baile con un vals. Rudolph se había sorprendido al ver lo bien que bailaba Brad, desmintiendo su aspecto de hombre poco ágil.
Rudolph había besado a la novia, como correspondía. Virginia le había sonreído exactamente igual que a los demás. Tal vez, pensó Rudolph, aquello ya pasó y todo acabaría bien.
Jean se había empeñado en bailar, aunque él había protestado:
—¿Cómo puedes bailar en mitad del día?
—Me gustan las bodas —dijo Jean, apretándose a él—. Las de los otros. —Y después, maliciosamente—: ¿No deberías levantarte y brindar por la novia? Podrías referirte a su fiel amistad. A su vigilancia nocturna frente a tu casa, para asegurarse de que llegabas sano y salvo. A sus continuas llamadas telefónicas, para saber si te daba miedo la oscuridad y ofrecerse a hacerte compañía en tu frío y solitario lecho…
—¡Chitón! —dijo Rudolph, mirando aprensivamente a su alrededor.
No le había contado lo que había ocurrido la noche en que ella se hallaba en el hospital.
—Está muy guapa —dijo Jean—. ¿No te arrepientes de tu elección?
—Estoy desesperado —dijo él—. Ahora, bailemos.
La orquesta estaba formada por chicos de la Universidad, y Rudolph sintió tristeza al ver lo bien que tocaban. Recordó sus tiempos de trompeta, cuando tenía aproximadamente su edad. Hoy, los jóvenes lo hacían todo mejor que entonces. Los muchachos del equipo de atletismo de Port Philip corrían los doscientos metros, su distancia preferida, en dos segundos menos que su mejor marca.
—Salgamos de esta maldita pista —dijo—. Me abruma el gentío.
Salieron de allí, bebieron una copa de champaña y charlaron con el padre de Brad, que había venido de Tulsa para asistir a la ceremonia, luciendo un sombrero «Stetson» de anchas alas. Era un hombre curtido por la intemperie, delgado y con profundas arrugas en el cogote tostado por el sol. No parecía un tipo que había ganado y perdido fortunas, sino más bien un personaje secundario del cine, interpretando el papel de sheriff en una película del Oeste.
—Brad me había hablado mucho de usted, señor —le dijo el viejo Knight a Rudolph—, y también de su bella y joven esposa. —Levantó galantemente la copa por Jean, que se había quitado el sombrero y tenía ahora más aspecto de colegiala que de esposa—. Sí, míster Jordache —prosiguió diciendo el viejo Knight—, mi hijo Brad siempre estará en deuda con usted, y no crea que él lo ignora. Andaba perdido por Oklahoma, sin saber apenas cómo podría comer el día siguiente, cuando usted le invitó a venir al Este. En aquellos tiempos, yo también las pasaba moradas, no me importa confesarlo, y no podía pagar el precio de un taladro roto, para ayudar a mi chico. Me alegra poder decir que, ahora, he vuelto a levantar cabeza; pero hubo momentos en que pareció que el pobre y viejo Pete Knight estaba acabado para siempre. Brad y yo vivíamos en una sola habitación y comíamos chile tres veces al día, para no morir de hambre, cuando llegó la llamada de su amigo Rudy, como caída del cielo. Al volver él del servicio militar, yo le había dicho que aprovechase el ofrecimiento del Gobierno de los Estados Unidos y que ingresase en un colegio, amparándose en la Ley de Derechos de los antiguos GI, pues, en lo sucesivo, el hombre que no hubiese estudiado no valdría un pepino en este país. Brad es un buen chico. Tuvo el buen criterio de escuchar a su papá, y ahí lo tienen ustedes. —Miró, muy satisfecho, al otro lado de la pista, donde su hijo, Virginia y Johnny Heath, estaban bebiendo champaña entre un grupo de jóvenes invitados—. Bien vestido, bebiendo champaña, con todo el futuro por delante, y casado con una guapa y rica heredera. Y si algún día se atreve a decir que no le debe todo a su amigo Rudy, su padre será el primero en llamarle embustero.
Brad y Virginia se acercaron, con Johnny Heath, a saludar a Knight, y el viejo salió a bailar con Virginia, mientras Brad lo hacía con Jean.
—Parece que hoy no te diviertes mucho, Rudy —dijo Johnny.
Nada escapaba a sus adormilados ojos.
—La novia es bella, abunda el champaña, brilla el sol y mi amigo piensa que durará toda la vida —dijo Rudolph—. ¿Por qué no he de sentirme alegre?
—Esto es lo que digo yo —dijo Johnny.
—Mi copa está vacía —dijo Rudolph—. Vayamos en busca de más vino.
Echó a andar hacia el extremo de la mesa montada debajo del toldo, donde se encontraba el bar.
—El lunes tendremos la respuesta de Harrison —dijo Johnny—. Me parece que aceptará la oferta. Tendrás tu juguete.
Rudolph asintió con la cabeza. Aunque le fastidiaba que Johnny, que no veía que pudiese ganarse dinero con el Sentinel, lo llamase juguete. Lo cierto era que Johnny, como de costumbre, se había salido con la suya. Había encontrado a un hombre llamado Hamlin, que estaba montando una cadena de periódicos de ciudades pequeñas, el cual actuaria como comprador. Y habían convenido en que vendería su propiedad a Rudolph, tres meses más tarde. Hamlin era un buen traficante y había pedido el tres por ciento del precio de compra por sus servicios; pero había conseguido una rebaja en el fijado al principio por Harrison, que valía la pena aceptar sus condiciones.
Sid Grosset se acercó al bar y saludó a Rudolph dándole una palmada en la espalda. Grosset había sido alcalde de Whitby hasta las últimas elecciones, y cada cuatro años le enviaban a la Convención republicana, como delegado. Era un hombre abierto y campechano, abogado de profesión, que había sofocado con éxito los rumores de que se había dejado sobornar en el ejercicio de su cargo, pero había preferido no presentarse en la última elección. Una buena decisión, decía la gente. El actual alcalde estaba en la otra punta del bar, bebiendo también el champaña de Calderwood. Todo el mundo había asistido a la boda.
—Hola, joven —dijo Grosset—. He oído noticias acerca de usted.
—¿Buenas o malas? —preguntó Rudolph.
—Nunca se oye nada malo acerca de Rudolph Jordache —dijo Grosset, que por algo era político.
—¡Bravo, bravo! —dijo Johnny Heath.
—Gracias, Johnny. —Había que estar bien con todos. Habría otras elecciones—. Me lo ha dicho un pajarito. Usted abandona la «D.C.» a final de mes.
—¿Quién ha sido esta vez el pajarito?
—Míster Duncan Calderwood.
—La emoción del día se le habrá subido a la cabeza al viejo —dijo Rudolph.
No quería hablar de sus asuntos con Grosset, ni contestar preguntas sobre lo que se proponía hacer después. Sobraría tiempo para esto.
—El día en que una emoción se le suba a la cabeza a Calderwood, avíseme —dijo Grosset—. Acudiré corriendo. Me ha dicho que no sabe qué piensa hacer usted en el futuro. En realidad, dijo que no sabe si tiene algún plan. Pero, para el caso de que pueda hacerle alguna sugerencia… —miró a su alrededor, como husmeando la presencia de algún demócrata—, tal vez podríamos hablar dentro de un par de días. Si le viniese bien pasar por mi despacho cualquier tarde de la próxima semana…
—La próxima semana estaré en Nueva York.
—Bueno, es inútil que nos andemos por las ramas —dijo Grosset—. ¿Ha pensado alguna vez en meterse en política?
—Cuando tenía veinte años —dijo Rudolph—. Ahora, soy demasiado viejo y prudente para…
—No me venga con ésas —dijo Grosset, rudamente—. Todo el mundo piensa en meterse en política. Sobre todo, las personas como usted. Rico, popular, con un largo historial de triunfos, una bella esposa y todo el mundo por conquistar.
—No me diga que quiere que opte a la Presidencia, ahora que Kennedy ha muerto —dijo Rudolph.
—Sé que lo dice en broma —replicó Grosset, seriamente—. Pero ¿quién puede decir que siga siendo una broma dentro de diez o veinte años? No. Usted tiene que iniciarse en política a nivel local, Rudy, y precisamente en esta ciudad, donde es el niño mimado de todos. ¿No es cierto, Johnny? —preguntó, dirigiendo una suplicante mirada al padrino.
—El niño mimado de todos —asintió Johnny.
—Nació en la pobreza, estudió aquí, es apuesto y educado, y tiene una mentalidad de hombre público.
—Hasta ahora, siempre he tenido una mentalidad privada —dijo Rudolph, atajando la lisonja.
—Está bien, pásese de listo. Pero observe la cantidad de comités de los que forma parte. Y no tiene un solo enemigo en el mundo.
—No me insulte, Sid.
A Rudolph le gustaba pinchar al hombrecillo, pero le escuchaba con más atención de la que aparentaba.
—Yo sé lo que me digo.
—Ni siquiera sabe si soy demócrata o republicano —dijo Rudolph—. Pregúnteselo a León Harrison y le dirá que soy comunista.
—León Harrison es un viejo estúpido —dijo Grosset—. De buena gana iniciaría una suscripción para comprarle su periódico.
Rudolph no pudo abstenerse de hacer un guiño a Johnny Heath.
—Yo sé lo que es usted —prosiguió diciendo Grosset—. Usted es un republicano tipo Kennedy. Un modelo que tiene la victoria asegurada. Precisamente lo que necesita el viejo Partido.
—Ahora que ha me ha puesto el marbete, Sid —dijo Rudolph—, cláveme un alfiler y póngame en una vitrina.
No le gustaba que le clasificasen, fuese cual fuese la categoría.
—Donde yo quiero ponerle es en el Ayuntamiento de Whitby —dijo Grosset—. Como alcalde. Y apuesto a que puedo hacerlo. ¿Qué le parece? Y después, arriba, y arriba. Supongo que no le gustaría ser senador, el senador por Nueva York. Creo que esto le vendría a contrapelo, ¿no?
—Sid —dijo Rudolph, amablemente—, he querido pincharle un poco. En realidad, me halaga lo que me ha dicho. Iré a verle la semana próxima, palabra. Y ahora, recordemos que estamos en una boda y no en el salón de un hotel lleno de humo. Tengo que bailar con la novia.
Dejó su copa, dio una palmada amistosa en el hombro de Grosset y fue en busca de Virginia. Aún no había bailado con ella, y, si no salía al menos una vez con ella a la pista, sin duda provocaría comentarios. Estaban en una pequeña ciudad y había ojos curiosos y lenguas parlanchinas por todas partes.
Buen republicano, senador en potencia, se acercó a la novia, que permanecía, modesta y alegre, bajo un toldo, cogida ligera y amorosamente del brazo de su marido.
—¿Puedo tener el honor…? —preguntó Rudolph.
—Todo lo mío es tuyo —dijo Brad—. Ya lo sabes.
Rudolph giró con Virginia sobre la pista. Ella bailaba como correspondía a una novia, fría la mano asida por él, apoyada la otra ligeramente en su espalda, con la cabeza orgullosamente echada hacia atrás, consciente de ser observada por chicas que habrían querido estar en su lugar y por hombres que habrían querido estar en el de su marido.
—Muchas felicidades —dijo Rudolph—. Te deseo muchos, muchísimos años de felicidad.
Ella rió en voz baja.
—Seré feliz —dijo, rozando sus muslos con los de él—. No temas. Tendré a Brad por marido y a ti por amante.
—¡Jesús! —dijo Rudolph.
Ella le tocó los labios con la punta de un dedo, imponiéndole silencio, y terminaron el baile. Al acompañarla al sitio donde estaba Brad, Rudolph comprendió que había sido demasiado optimista. Las cosas no saldrían tan bien como había pensado. Ni que pasara un millón de años.
No lanzó arroz, como los otros invitados, cuando los recién casados arrancaron en el coche de Brad para iniciar su viaje de luna de miel. Estaba en la escalera del Club, al lado de Calderwood. Éste tampoco lanzó arroz. El viejo tenía el ceño fruncido, pero era difícil saber si se debía a sus propios pensamientos o al sol que le daba en los ojos. Mientras los invitados volvían al bar, para tomar la última copa de champaña, Calderwood permaneció plantado en la escalera, contemplando en la brillante tarde de verano, la lejanía en que su última hija acababa de desaparecer con su marido. Antes, Calderwood había dicho a Rudolph que quería hablar con él, y por esto, Rudolph hizo una seña a Jean, indicándole que se reunirían más tarde, y ésta dejó solos a los dos hombres.
—¿Qué te parece? —preguntó Calderwood, al fin.
—Ha sido una boda magnífica.
—No me refiero a esto.
Rudolph se encogió de hombros.
—¿Quién sabe lo que puede pasar en un matrimonio?
—Él espera conseguir tu cargo.
—Es natural —dijo Rudolph.
—¡Ojalá fueses tú quien se fuera esta tarde con ella a Nueva York!
—La vida no suele facilitar las cosas —dijo Rudolph.
—Cierto que no —convino Calderwood, moviendo la cabeza—. No acabo de fiarme de él —dijo—. Siento hablar así de un hombre que siempre ha sido leal conmigo y que se ha casado con mi hija. Pero he de ser sincero conmigo mismo.
—Nunca dio un mal paso desde que vino aquí —dijo r.
Salvo uno, pensó. No creer lo que le dije acerca de Virginia. O peor aún, creerlo y casarse con ella a pesar de todo. Pero esto no podía decirlo a Calderwood.
—Sé que es amigo tuyo —dijo Calderwood—. Es listo como una ardilla. Tú le conocías de antiguo y confiaste lo bastante en él para traerle y cargarle de responsabilidades. Pero hay algo en él que… —movió de nuevo la cabeza, grande y lívida, marcada por la muerte—. Bebe, es un putañero… No, no me contradigas, Rudy, porque lo sé de buena tinta. Y juega, procede de Oklahoma…
Rudolph chascó la lengua.
—Sí —dijo Calderwood—, ya sé que soy un viejo cargado de prejuicios. Pero no puedo remediarlo. Supongo que tú me acostumbraste mal, Rudy. Jamás tropecé con un hombre en quien pudiese confiar como confío en ti. Incluso cuando me impulsabas a hacer algo contra mi criterio, y fueron muchas más veces de lo que crees, sabía que nunca harías nada que creyeses perjudicial para mis intereses, o que fuese poco honesto, o que pudiese dañar mi reputación.
—Gracias, míster Calderwood —dijo Rudolph.
—Míster Calderwood, míster Calderwood —gruñó el viejo—. ¿Es que aún me llamarás míster Calderwood en mi lecho de muerte?
—Gracias, Duncan —dijo Rudolph, haciendo un esfuerzo.
—Y que ese hombre tenga que hacerse cargo de toda la maldita empresa… —la voz de Calderwood tenía ahora un tono cascado y lastimero—. Aunque sea después de mi muerte. No me gusta. Pero si tú lo dices…
Dejó la frase sin acabar. Rudolph suspiró. Siempre hay que traicionar a alguien, pensó.
—Yo no he dicho eso —dijo, sin levantar la voz—. En nuestra asesoría jurídica hay un joven abogado llamado Mathers…
—Le conozco —dijo Calderwood—. Un chico rubio, con gafas, que tiene dos hijos y es de Filadelfia.
—Se graduó en la «Wharton School of Business», antes de cursar la carrera de Derecho en Harvard. Lleva más de cuatro años con nosotros. Conoce todos los departamentos. Viene a menudo a mi oficina. Y hace siempre las preguntas oportunas. Habría podido aprender mucho más en una docena de firmas de abogados de Nueva York; pero le gusta vivir aquí.
—Está bien —dijo Calderwood—. Anúnciaselo mañana.
—Prefiero que se lo diga usted, Duncan.
Era la segunda vez en su vida que le llamaba Duncan.
—Como de costumbre —dijo Calderwood—. No me gusta hacer lo que tú me dices que haga, aunque sepa que tienes razón. Bien, se lo diré. Y ahora, vamos a beber un poco más de champaña. Dios sabe lo que me ha costado. Por consiguiente, tengo derecho a beberlo.
El nuevo nombramiento fue hecho público el día antes de que los recién casados regresaran de su luna de miel.
Brad lo tomó con calma, como un caballero, y nunca preguntó a Rudolph de quién había sido la decisión. Pero, a los tres meses, renunció a su empleo y se marchó con Virginia a Tulsa, donde su padre le había reservado una plaza en su negocio de petróleos. El día del primer cumpleaños de Enid, envió un cheque de quinientos dólares al Banco, para su ingreso en la cuenta de ahorro de la niña.
Brad escribía con regularidad; cartas joviales, alegres, amistosas. Decía que le iba muy bien y que nunca había ganado más dinero en su vida. Le gustaba Tulsa, donde las apuestas de golf ser realizaban a escala del Oeste, permitiéndole ganar más de mil dólares en cada uno de los tres domingos sucesivos. Todos querían a Virginia, que había hecho muchas amistades. También se había aficionado al golf. Invitaba a Rudolph a invertir dinero en su empresa. «Es como coger dinero de un árbol», decía; y añadía que quería corresponder de algún modo a cuanto Rudolph había hecho por él, y que ésta era su manera de hacerlo.
Por cierto sentimiento de culpabilidad —no podía olvidar aquella conversación con Duncan Calderwood en la escalera del Country Club—, Rudolph empezó a comprar participaciones en los pozos descubiertos, perforados y explotados por Brad. Además, según le hizo observar Johnny Heath, el descuento del veintisiete por ciento de los impuestos, concedido a la industria petrolífera, valía la pena de que uno se arriesgara un poco, tratándose de un hombre de rentas elevadas como él. Johnny comprobó el crédito de que disfrutaban Pete Knight y su hijo, lo encontró satisfactorio y llevó la cuenta exacta de las inversiones de Rudolph.