1963
Cuando ella volvió a casa en su coche, estaba lloviendo; la lluvia tropical y torrencial de California, que tronchaba las flores, saltaba sobre las tejas, como balas de plata que rebotasen, y hacía caer aludes de tierra sobre los jardines y las piscinas de los vecinos. Hacía dos años que Colin había muerto, pero ella aún miró automáticamente el garaje, para ver si su coche estaba allí.
Dejó sus libros en el «Ford» 1959 y corrió hasta la puerta principal, mojándose toda la cabeza, aunque nada más estaba a unos metros de distancia. Ya en el interior, se quitó el abrigo y sacudió sus empapados cabellos. Sólo eran las cuatro y media de la tarde, pero la casa estaba a oscuras y tuvo que encender la luz del vestíbulo. Aquel fin de semana, Billy había salido a hacer camping en las Sierras con unos amigos, y ella esperó que el tiempo fuese mejor en las montañas que en la costa.
Abrió el buzón. Había varias facturas, unas cuantas circulares y una carta de Venecia, con letra de Rudolph.
Se dirigió al cuarto de estar, encendiendo luces a su paso. Se quitó los zapatos mojados, se preparó un whisky con sifón y se sentó en el diván, sobre las piernas, gozando del calor de la iluminada estancia. Ya no había murmullos en la sombra. Había ganado la batalla a la ex esposa de Colin, y se quedaría en la casa. El juez le había concedido una pensión, a resultas de la liquidación definitiva de la herencia, y ya no tenía que depender de Rudolph.
Abrió la carta de éste. Era muy larga. Cuando estaba en América, prefería llamarla por teléfono; pero, ahora que estaba rondando por Europa, empleaba el correo. Debía sobrarle mucho tiempo, porque escribía a menudo. Había recibido cartas suyas desde Londres, Dublín, Edimburgo, París, San Juan de Luz, Ámsterdam, Copenhague, Ginebra, Florencia, Roma, Ischia y Atenas, y desde pequeñas poblaciones y residencias de nombres desconocidos para ella, y donde Rudolph y Jean se detenían a pasar la noche durante sus viajes.
Querida Gretchen —leyó—: En Venecia está lloviendo, y Jean ha salido a tomar fotografías. Dice que es el tiempo mejor para plasmar el carácter de Venecia: agua sobre agua. Yo me he quedado cómodamente en el hotel, sin dejarme arrastrar por el arte. Jean es también muy aficionada a retratar personas en las peores circunstancias, para una serie que está haciendo. Dice que las penalidades y la vejez, y sobre todo ambas cosas juntas, reflejan mejor que nada el carácter de un pueblo y de un país. No se lo discuto. Pero yo prefiero los jóvenes tumbados al sol. Por algo soy su marido filisteo.
Disfruto hasta el máximo de los gloriosos frutos de la pereza. He descubierto que, en el fondo, después de tantos años de movimiento y de trabajo, soy un hombre perezoso y feliz, que me contento con contemplar dos obras maestras al día, vagar por una ciudad desconocida, sentarme durante horas a la mesa de un café con un francés o un italiano, simular que entiendo algo en arte y regatear en las exposiciones sobre el precio de cuadros de pintores nuevos y desconocidos, que, sin duda, harán de mi salón de Whitby una cámara de horrores cuando, al fin, me decida a regresar.
Aunque parezca extraño, después de tantos viajes y a pesar de que papá procedía de Alemania y tenía, probablemente, más de alemán que de americano, no siento el menor deseo de visitar aquel país. Jean ha estado allí, pero no tiene muchas ganas de volver. Dice que se parece demasiado a América, en lo esencial. Y yo acepto su opinión a este respecto.
Es la mujer más estupenda del mundo; me he convertido en un terrible gurrumino, y muchas veces cargo con sus cámaras para no separarme un momento de ella. Excepto cuando llueve, naturalmente. Tiene una vista agudísima, y yo he aprendido y comprendido más cosas de Europa en seis meses que si la hubiese recorrido durante sesenta años. En cambio, no tiene el menor sentido literario, jamás lee un periódico y se aburre en el teatro; por consiguiente, yo lleno este hueco de nuestra vida en común. Conduce muy bien nuestro pequeño «Volkswagen», y por esto puedo distraerme y gozar con la contemplación de paisajes como los de los Alpes y del valle del Ródano, sin temor a salirnos de la carretera. Hemos hecho un pacto. Ella conduce por la mañana y se bebe una botella de vino con la comida, y yo conduzco por la tarde, completamente sereno.
No vamos a los sitios de moda, como en nuestra luna de miel, porque como dice Jean, ahora la luna es real. Y no nos importa. Ella habla con todo el mundo, y con mi francés y su italiano y el inglés de los demás, trabamos amistad con las personas más variadas: un viticultor de Borgoña, un masajista de la playa de Biarritz, un jugador de rugby de Lourdes, un pintor no figurativo, curas en abundancia, pescadores, un actor secundario del cine francés, ancianas inglesas que viajan en autocar, ex comandos del Ejército inglés, GI con destino en Europa, un representante de la Cámara de los Diputados de París, que dice que la única esperanza del mundo está en John Fitzgerald Kennedy. Si tropiezas un día con John Fitzgerald Kennedy, puedes decírselo.
Las personas a quienes es casi imposible no querer son los ingleses. Excepto para otros ingleses. Los ingleses están ofuscados, aunque no les gusta que se lo digan. Por alguna razón, les fallaron todos los engranajes del poder, y después de ganar la guerra con su último gramo de sangre y de valor, lo dieron todo a los alemanes. No deseo que los alemanes, ni nadie, se mueran de hambre; pero los ingleses tenían derecho, cuando enmudecieron los cañones, a vivir en un mundo al menos tan cómodo como el de su antiguo enemigo. Temo que hay que apuntar este tanto en contra nuestra.
Con independencia de todo lo demás, debes procurar que Billy absorba una buena dosis de Europa antes de cumplir los veinte años, mientras su siga siendo Europa y antes de que se convierta en Park Avenue y la Universidad de California del Sur y Scaredale y Harlem y el Pentágono. Todas esas cosas, o al menos algunas de ellas, pueden ser buenas para nosotros, pero sería muy triste verlas en sitios como París, Roma y Atenas.
He estado en el Louvre, en el Rijks-Museum de Ámsterdam y en el Prado, y he visto los leones de Delos y la máscara de oro en el museo de Atenas, y si no hubiese visto más, y aunque hubiese estado sordo y mudo y sin amor, sólo estas cosas habrían valido mucho más que los seis meses de mi vida que he pasado fuera de casa.
Sonó el teléfono y Gretchen dejó la carta y se levantó para ponerse al aparato. Era Sam Corey, el viejo montador que había trabajado con Colin en las tres películas que había realizado. Sam la llamaba al menos tres veces por semana, y, en ocasiones, iban juntos al estudio, a ver una nueva película que él pensaba que podía interesarle. Tenía cincuenta y cinco años, era feliz en su matrimonio, y su compañía era tranquilizadora. Sam era el único colaborador de Colin con quien ella había conservado la amistad.
—Gretchen —dijo Sam—, vamos a pasar una película de la Nouvelle Vague que acaba de llegar de París. Después, te llevaré a cenar.
—Lo siento, Sam —dijo Gretchen—. Alguien, un condiscípulo, viene a trabajar conmigo.
—Los tiempos de la escuela —graznó Sam—, viejos y dorados tiempos.
Sólo había cursado estudios primarios y no la impresionaba la instrucción superior.
—Otra noche será, ¿verdad, Sam?
—Desde luego —dijo él—. ¿No ha sido aún arrastrada tu casa por la lluvia?
—Casi, casi…
—California es así —dijo Sam.
—También está lloviendo en Venecia.
—¿Cómo has conseguido esa información secreta?
—Estaba leyendo una carta de mi hermano Rudolph. Se encuentra en Venecia. Y está lloviendo.
Sam había conocido a Rudolph cuando éste había ido con Jean a pasar una semana en casa de Gretchen. Cuando ellos se marcharon, Sam había dicho que Rudolph le parecía muy bien, pero que él estaba loco por su mujer.
—Cuando le contestes —dijo—, pregúntale si quiere poner cinco millones de dólares en una película barata que me gustaría dirigir.
Sam, que se había codeado con personas inmensamente ricas durante su larga estancia en Hollywood, creía que la única razón de vivir de un hombre que tuviese más de cien mil dólares en el Banco era dejarse timar. A menos, naturalmente, que tuviese talento. Y el único talento que reconocía Sam era el necesario para hacer películas.
—Estoy segura de que le encantará —dijo Gretchen.
—No digas bobadas, Baby —dijo Sam.
Y colgó.
Sam era el hombre más tranquilo que ella conocía. Se había salvado serenamente de las tormentas temperamentales de los estudios, sabiendo cuanto sabía, haciendo pasar miles de kilómetros de cinta por sus manos, sorprendiendo errores, remendando pifias ajenas, sin adular jamás a nadie, sacando el mejor partido posible del material que le confiaban, esquivando las películas realizadas por personas imposibles, pasando de un estilo a otro con idéntica eficacia. Tenía algo de artista y algo de obrero; era fiel a los pocos directores que, a pesar de los fracasos, eran lo que Sam consideraba verdaderos profesionales, comprometidos con su arte, laboriosos, buscando la perfección. Sam había visto las comedias de Colin, y al trasladarse éste a Hollywood, le había buscado, y le había dicho que quería trabajar con él, mostrándose modesto, pero lo bastante seguro de lo que hacía, para saber que el nuevo director apreciaría su experiencia y que su colaboración sería fructífera.
Cuando Colin murió, Sam había sostenido una larga conversación con Gretchen, y le había advertido que, si pensaba quedarse en Hollywood sin hacer nada, aparte de su papel de viuda, sería muy desgraciada. La había visto lo bastante con Colin, durante las tres películas realizadas por éste, con Sam como montador, para haberse dado cuenta de que Colin confiaba mucho en ella, y con razón. Le había ofrecido enseñarle cuanto él sabía de las películas. «En esta ciudad —le había dicho—, el mejor lugar para una mujer sola es la sala de corte. No tiene que depender de sí misma, no tiene que exhibir sus encantos por ahí, no tiene que desafiar la egolatría de los demás; tiene algo metódico y práctico que hacer todos los días; algo como hacer un pastel».
Gretchen le había respondido entonces: «Gracias, no», porque no quería aprovecharse, ni siquiera en esto, de la reputación de Colin, y había optado por matricularse. Pero, cada vez que hablaba con Sam, se preguntaba si no se había precipitado. Las jóvenes, se movían demasiado deprisa, se interesaban por cosas que a ella le parecían baladíes, aprendían y olvidaban montañas de información, mientras ella luchaba trabajosamente con el mismo tema durante semanas enteras.
Volvió al diván y cogió de nuevo la carta de Rudolph. Venecia, recordó, Venecia… Con una mujer joven y hermosa que, por casualidad, resultó que era rica. Siempre la suerte de Rudolph.
Llegan vientos de inquietud desde Whitby —leyó—. El viejo Calderwood se toma muy a pecho mi prolongada versión del Grand Tour, e incluso Johnny, que oculta una conciencia puritana bajo su rostro de libertino, me indica delicadamente que mis vacaciones duran ya demasiado. En realidad, no lo considero unas vacaciones, aunque nunca disfruté más en mi vida. Es una continuación de mi educación, la continuación que no pude pagarme cuando salí del colegio y empecé a trabajar como empleado fijo en los «Almacenes». Tengo muchas cosas que resolver a mi regreso, y no dejo de darles vueltas en la cabeza mientras contemplo un Tiziano en el Palacio de los Dux o tomo un espresso en un velador de la Piazza San Marco. Aun a riesgo de parecer pomposo, debo decidir el rumbo de mi vida. Tengo treinta y cinco años y el dinero suficiente, tanto en capital como en rentas anuales, para vivir con esplendidez durante el resto de mi vida. Aunque mis gustos fuesen extraordinariamente costosos, que no lo son, y aunque Jean fuese pobre, que no lo es, aquello seguiría siendo cierto. Cuando uno se hace rico, en América, necesita ser genial o extraordinariamente ambicioso para volver a la pobreza. La idea de pasarme el resto de mi vida comprando y vendiendo, gastando todos mis días en aumentar mi riqueza, que es ya suficiente, me repugna. Mi instinto adquisitivo ha sido aplacado por la adquisición. La satisfacción que me produciría inaugurar nuevos centros de venta en todo el país, bajo el rótulo de Calderwood, y conseguir el control de nuevas empresas, sería mínima. Un imperio comercial, cuya perspectiva hechiza a hombres como Johnny Heath y Bradford Knight, tiene pocos atractivos para mí, y su gobierno me parece el más penoso de los trabajos. Me gusta viajar y me sentiría desolado si me dijesen que no podré volver aquí; pero no puedo ser como los personajes de Henry James, que, según dice E.M. Foster, aterrizan en Europa, contemplan las obras de arte y se contemplan entre sí, y esto es todo. Como puedes ver, he empleado mi nuevo ocio para leer un poco.
Desde luego, podría convertirme en filántropo y repartir dinero a los pobres que lo mereciesen, a los artistas que lo mereciesen o a los sabios y eruditos que fuesen merecedores de él; pero, aunque diese con la largueza para muchas causas, no me imagino adoptando la posición de árbitro en estos asuntos. Ciertamente, no es una vocación para dedicarle todas las horas del día; al menos, para mí.
Debe parecerte extraño, como me lo parece a mí, que un miembro de la familia Jordache se preocupe porque tiene dinero; pero las oscilaciones y los recovecos de la vida americana son tan raros, que esto es precisamente lo que me pasa.
Otra complicación. Tengo cariño a la casa de Whitby y a la propia Whitby. En realidad, no quisiera vivir en otro sitio. Incluso Jean me confesó, hace algún tiempo, que le gustaba aquello y que, si algún día tenemos hijos, preferiría criarlos allí que en la ciudad. Bueno, tendré que procurar que tenga hijos, o al menos uno, para criarlo. En todo caso, podemos conservar un pequeño apartamento en Nueva York, para cuando le apetezca un poco de distracción mundana o tenga algún trabajo en la ciudad. Pero, en Whitby, no hay nadie que no haga nada. Mis vecinos me tomarían inmediatamente por un holgazán, y el pueblo me resultaría menos atractivo. No quiero convertirme en otro Teddy Boylan.
Tal vez, cuando vuelva a América, compraré un número del Times y buscaré anuncios de empleos.
Jean acaba de llegar, calada hasta los huesos, feliz y un poco achispada. La lluvia la obligó a refugiarse en un café, y dos caballeros venecianos la hartaron de vino. Te manda su cariño.
Te estoy escribiendo una carta larga y egocéntrica. Espero una igualmente larga y egocéntrica de ti. Envíala a «American Express», en París. No sé cuándo estaremos en París, pero iremos allá dentro de las dos próximas semanas y me guardarán tu carta. Afectos para ti y para Billy.
P.S. ¿Has sabido algo de Tom? Nada sé de él desde el día del entierro de mamá.
Gretchen dejó las finas hojas de papel para avión, llenas de la apretada, firme y clara caligrafía de su hermano. Apuró su vaso y resolvió tomar otro. Se levantó, se acercó a la ventana y miró al exterior. Seguía lloviendo a cántaros. La ciudad aparecía borrada por el agua.
Pensó en la carta de Rudolph. Se entendían mejor por correo que cuando estaban cara a cara. Cuando escribía, Rudolph mostraba su lado vacilante, una falta de orgullo y de seguridad conmovedores que, en otras ocasiones, conseguía disimular. Cuando estaban juntos, siempre había un momento en que ella quería herirle. Sus cartas revelaban amplitud de espíritu, un deseo de perdonar tanto más grato cuanto que era tácito, puesto que nunca daba a entender que hubiese algo que perdonar. Billy le había contado lo mal que había recibido a Rudolph en la escuela; éste nunca se lo había mencionado, y siempre se había mostrado afectuoso y preocupado por el chico. Y siempre terminaba sus cartas con Afectos para ti y para Billy.
Debo aprender a ser generosa, pensó, contemplando la lluvia.
No sabía qué hacer en lo relativo a Tom. Éste no le escribía a menudo, pero la tenía al corriente de lo que hacía. Sin embargo, le había hecho prometer, como antaño a su madre, que no informaría a Rudolph de su paradero. Precisamente ahora, este mismo día, Tom se hallaba también en Italia. Al otro lado de la península, sí, y más al Sur; pero en Italia. Hacía pocos días, había recibido carta de él, desde un lugar llamado Porto Santo Stefano, en el Mediterráneo, más arriba de Roma. Tom y un amigo suyo, llamado Dwyer, habían encontrado, al fin, el barco que buscaban, a un precio asequible, y habían trabajado en él en unos astilleros durante el otoño y el invierno, porque que pudiese entrar en servicio el primero de junio.
Nosotros lo hicimos todo —escribía Tom, con su letra grande e infantil, sobre papel pautado—. Desmontamos el Diesel pieza por pieza y volvimos a montarlo, y quedó como nuevo. Hemos cambiado todos los cables, calafateado y rascado el casco, nivelado las hélices, reparado la dinamo, cambiado la cocina, pintado el casco y los camarotes, comprado muebles de segunda mano, y hemos pintado también éstos. Ahora, resulta que Dwyer es un buen decorador de interiores, y me gustaría que vieses lo que ha hecho en el salón y en los camarotes. Hemos trabajado catorce horas diarias, los siete días de la semana, pero valía la pena. Vivimos a bordo, aunque el barco está apuntalado en tierra firme, y así ahorramos dinero. Ni Dwyer ni yo entendemos de cocina; pero no nos morimos de hambre. Cuando nos hagamos a la mar, tendremos que buscar a alguien que cocine para nosotros y para la tripulación. Supongo que podremos apañarnos con tres tripulantes. Si Billy quiere venir a pasar el verano, tendremos sitio y mucho trabajo para él. Cuando le vi, me pareció que un verano de trabajo al aire libre le sentaría muy bien.
Pensamos botar el barco dentro de diez días. Aún no hemos decidido el nombre que le pondremos. Cuando lo compramos, se llamaba Penelope II, pero es un nombre demasiado caprichoso para un boxeador como yo. Y, hablando de esto, aquí nadie pega a nadie. Discuten mucho, o al menos hablan a gritos, pero todos tienen las manos quietas. Es muy agradable entrar en un bar y saber que no tendrás que liarte a golpes para salir. Dicen que al sur de Nápoles es diferente, pero yo no puedo saberlo.
El hombre que está al frente de los astilleros es buena persona y, por lo que he podido averiguar preguntando por ahí, nos trata bien en todos los aspectos. Incluso nos ha proporcionado dos excursiones. Una para junio y otra para julio, y dice que vendrán más. Tuve algún altercado con ciertos italianos en los Estados Unidos, pero los de aquí son completamente distintos. Buena gente. He aprendido algunas palabras italianas, pero no me pidas que haga un discurso.
Cuando nos hagamos a la mar, mi amigo Dwyer será el patrón, aunque el barco fue comprado con mi dinero. Tiene papeles de tercer piloto y sabe manejar una embarcación. Pero me está enseñando. Y el día en que yo pueda entrar en un puerto sin chocar con nada, seré el patrón. Una vez deducidos los gastos iremos a medias en todo, porque es un buen compañero y yo no habría podido hacer nada sin él.
Quiero recordarte una vez más, tu promesa de no decirle nada a Rudy. Si se enterase de que he hecho una locura tan grande como comprar una vieja cáscara de nuez en el Mediterráneo con el dinero que él ganó para mí, se moriría del susto. Él piensa que el dinero es algo que se guarda en el Banco. Bueno, cada cual con sus gustos. Cuando mi negocio marche viento en popa, le escribiré y le invitaré, con su esposa, a hacer un crucero con nosotros. Gratis. Entonces, verá con sus propios ojos lo estúpido que es su hermano.
No escribes mucho, pero tus cartas me dan la impresión de que las cosas no te van muy bien. Lo siento. Tal vez tendrías que hacer algo distinto de lo que estás haciendo. Si mi amigo Dwyer no tuviese un aspecto tan amariconado, te pediría que te casaras con él y nos hicieses de cocinera. Es broma.
Si tienes amigos ricos a quienes les guste la idea de un crucero por el Mediterráneo el próximo verano, dales mi nombre. Esto no es broma.
Tal vez a ti y a Rudy os parezca raro tener un hermano capitán de yate, pero supongo que debo llevarlo en la sangre. Al fin y al cabo, papá navegaba en el Hudson con su propio bote. Y se excedió una vez. Esto sólo es broma a medias.
El barco está pintado de blanco, con un ribete azul. Parece que valga un millón de dólares. El dueño del astillero dice que, tal como está ahora, podríamos venderlo y ganar 10.000 dólares. Pero no está en venta.
Si alguna vez vas al Este, podrías hacerme un favor. Mira si puedes descubrir dónde está mi mujer, lo que hace y cómo está el chico. No añoro la bandera ni las brillantes luces, pero a él sí.
Te escribo esta carta tan larga porque está diluviando y no podemos acabar de dar la segunda capa de pintura (azul) a la cámara. No creas a quienes te digan que no llueve en el Mediterráneo.
Dwyer está en la cocina y me llama para que vaya a comer. No sabes lo mal que huele. Afectos y besos, Tom.
Lluvia en Porto Santo Stefano, lluvia en Venecia, lluvia en California. Los Jordache no tenían mucha suerte con el tiempo. Pero al menos dos de ellos la tenían en todo lo demás, aunque sólo fuera por una estación. «Las cinco de la tarde es la hora fatídica del día», dijo Gretchen, en voz alta. Para no compadecerse de sí misma, corrió las cortinas y se sirvió otro vaso.
A las siete seguía lloviendo; pero tomó su coche y bajó a Wilshire Boulevard a recoger a Kosi Krumah. Condujo despacio y con cuidado al bajar la cuesta, con medio palmo de agua deslizándose delante del coche y gorgoteando al chocar con los neumáticos. Beverly Hills, la ciudad de los mil ríos.
Kosi estudiaba sociología y coincidía con Gretchen en un par de clases; por esto, a veces estudiaban juntos, cuando se acercaban los exámenes. Kosi había estado en Oxford, era mayor que los otros estudiantes y, según pensaba ella, más inteligente. Procedía de Ghana y tenía una beca. Gretchen sabía que la beca no era muy espléndida, y por esto, cuando trabajaban juntos, procuraba darle primero de cenar. Estaba segura de que no comía bastante, aunque él nunca hablaba de esto. Nunca se había atrevido a ir con él a restaurantes alejados del campus, porque no podía estar segura de cómo reaccionarían los camareros si una mujer blanca entraba con un hombre negro, aunque éste vistiese correctamente y hablase el inglés con puro acento de Oxford. En clase, no había problema, e incluso dos o tres profesores parecían mostrarse indebidamente deferentes con él. Frente a ella, Kosi mantenía una actitud cortés, pero distanciada, casi como un maestro con un estudiante. No había visto ninguna película de Colin. Decía que no tenía tiempo de ir al cine. Gretchen sospechaba que no tenía dinero. Nunca le había visto con chicas, y no parecía tener amigos, aparte de ella. Si es que lo era.
Solía recogerle en la esquina de Rodeo y Wilshire en Beverly Hills. Él no tenía coche, pero podía tomar el autobús desde Westwood, donde vivía, cerca del campus universitario. Al avanzar por Wilshire, atisbando a través del mojado parabrisas, porque la lluvia era tan densa que no daba tiempo a los limpiaparabrisas a enjugar el cristal, le vio plantado en la esquina, sin impermeable y sin haberse levantado siquiera el cuello de la chaqueta para protegerse un poco. Tenía erguida la cabeza y contemplaba la corriente del tráfico a través de sus mojadas gafas, como si estuviese presenciando un desfile.
Gretchen detuvo el coche, abrió la portezuela, y él subió con toda naturalidad, rezumando agua de las ropas y formando inmediatamente un charco en el suelo, alrededor de sus zapatos.
—¡Kosi! —dijo Gretchen—. Estás empapado. ¿Por qué no esperaste al menos en un portal?
—En mi tribu, amiga mía —dijo él—, los hombres no huyen de un poco de agua.
Gretchen se irritó.
—En mi tribu —dijo, imitándole—, en mi tribu de blancos encanijados, los hombres tienen el sentido común de resguardarse de la lluvia. Eres…, eres… —hurgó en su cerebro, buscando el epíteto adecuado—. ¡Eres un israelí!
Hubo un momento de embarazoso silencio. Después, él soltó una estruendosa carcajada. Y ella rió también.
—Ahora —dijo Gretchen—, podrías sacarte las gafas, hombre de tribu.
Él obedeció y se secó las gafas.
Cuando llegaron a la casa, ella hizo que se quitara la chaqueta y la camisa, y le dio un suéter de Colin. Era más bien bajo, aproximadamente de la estatura de Colin, y el suéter le caía bien. Gretchen no había sabido qué hacer con las cosas de Colin y las había dejado donde estaban, metidas en los cajones y colgadas en los armarios. A veces se decía que debería donarlas a la Cruz Roja o a alguna otra organización, pero nunca se resolvía a hacerlo.
Comieron en la cocina: pollo asado, guisantes, ensalada, helado y café. Gretchen abrió una botella de vino. Kosi le había dicho una vez que se había acostumbrado a beber vino en las comidas, cuando estaba en Oxford.
Kosi protestaba siempre, diciendo que no tenía apetito y que ella no debía molestarse; pero Gretchen advertía que siempre dejaba el plato limpio, aunque ella no era buena cocinera y la comida era sólo aceptable. La única diferencia entre la manera de comer de ambos era que él manejaba el tenedor con la izquierda. También esto lo había aprendido en Oxford. Había estado allí gracias a otra beca. Su padre poseía una pequeña tienda de artículos de algodón en Accra, y sin la beca, no habría podido educar tan bien a su inteligente hijo. Éste llevaba seis años fuera de su país, pero pensaba volver a Accra y trabajar para el Gobierno, en cuanto terminase su tesis.
Preguntó dónde estaba Billy. En general, comían juntos los tres. Al responderle Gretchen que había ido a pasar el fin de semana fuera, dijo él:
—¡Lástima! Añoro al hombrecito.
En realidad, Billy era más alto que él; pero Gretchen se había acostumbrado al lenguaje de Kosi, con sus «amigos míos» y sus «hombrecitos».
La lluvia tamborileaba sobre las losas del patio, al pie de la ventana. La sobremesa se alargó, y Gretchen abrió otra botella de vino.
—Si he de serte sincera —dijo ella—, esta noche no tengo ganas de trabajar.
—No me vengas ahora con ésas —dijo él—. No he hecho este horrible viaje bajo la lluvia sólo para comer.
Se acabaron el vino mientras fregaban los platos. Gretchen los lavaba y Kosi los secaba. Hacía seis meses que la máquina lavaplatos se había estropeado; pero hacía poca falta, y, como nunca eran más de tres a comer, el manejo de la máquina era más engorroso que lavar a mano unos pocos cacharros.
Gretchen llevó la cafetera al cuarto de estar; tomaron dos tazas cada uno, y empezaron a repasar el trabajo de la semana. Él tenía la mente rápida y ágil, fruto de un prolongado adiestramiento, y le impacientaba la lentitud de Gretchen.
—Amiga mía —le dijo—, no prestas atención. Deja de ser una aficionada.
Ella cerró el libro de golpe. Era la tercera o cuarta vez que la reprendía desde que se habían sentado juntos a la mesa. Como una… como una ama de llaves, pensó él; una gorda ama de llaves negra. Trabajaban en unas lecciones de estadística, y la estadística aburría mortalmente a Gretchen.
—No todos podemos ser tan listos como tú —dijo ella—. Yo nunca fui el estudiante más inteligente de Accra, ni gané una beca en…
—Mi querida Gretchen —dijo él, sin levantar la voz, pero visiblemente afectado—, nunca he pretendido ser el estudiante más inteligente de ninguna parte…
—Nunca he pretendido, nunca he pretendido… —dijo ella, pensando que se mostraba ruda sin querer—. No tienes que pretender nada. Te basta con sentarte ahí con tu aire de superioridad. O permanecer plantado bajo la lluvia, otro un dios idiota de una tribu, mirando con desdén a los cobardes blancos que pasan en sus decadentes «Cadillacs».
Kosi se levantó y dio un paso atrás. Se quitó las gafas y se las metió en el bolsillo.
—Lo siento —dijo—. Nuestra afinidad no parece ir por buen camino…
—Nuestra afinidad —le pinchó ella—. ¿Dónde aprendiste a hablar así?
—Buenas noches, Gretchen —dijo él, apretados los labios e irguiendo el cuerpo—. Si me permites ponerme mi camisa y mi chaqueta… No tardaré ni un minuto.
Pasó al cuarto de baño. Gretchen le oyó moverse, mientras apuraba el café que quedaba en la taza. Estaba frío y el azúcar depositado en el fondo le daba un dulzor excesivo. Hundió la cabeza entre las manos y apoyó los codos en la mesa entre los desparramados libros, avergonzada de sí misma. Lo he hecho por culpa de la carta de Rudolph. Por culpa del suéter de Colin. Porque no hay nada que hacer con ese pobre joven con acento de Oxford.
Cuando él volvió, con su camisa y su chaqueta todavía arrugadas y mojadas, Gretchen le esperaba de pie. Sin las gafas, su cabeza casi rapada resultaba hermosa, con su ancha frente, sus pesados párpados, su nariz de firme trazo, sus labios redondeados, sus orejas pequeñas y pegadas al cráneo. Todo ello tallado en piedra negra y sin manchas, y revelando un algo lastimero y derrotado.
—Te dejo, amiga mía —dijo él.
—Te llevaré en mi coche —ofreció ella, con un hilo de voz.
—Iré andando, gracias.
—Todavía llueve.
—A nosotros, los israelíes —dijo él, frunciendo el ceño—, no nos preocupa la lluvia.
Ella se esforzó en reír, pero su risa no obtuvo respuesta.
Él se volvió hacia la puerta. Gretchen le tiró de una manga.
—Kosi —dijo—. No te marches así, por favor.
Él se detuvo y se volvió.
—Por favor —dijo ella, rodeándole con sus brazos y besándole en la mejilla.
Él levantó las manos, despacio, y le sujetó la cabeza. La besó suavemente. Volvió a besarla, con menos suavidad. Ella sintió que sus manos se deslizaban sobre su cuerpo. ¿Por qué no?, pensó. ¿Por qué no? Y le estrechó con fuerza. Él trató de apartarse y conducirla al dormitorio; pero ella se dejó caer en el diván. No en la cama que había compartido con Colin.
Kosi estaba de pie junto a ella.
—Desnúdate —dijo.
—Apaga la luz.
Él se dirigió al interruptor, y la habitación se sumió en la oscuridad. Ella oyó que se desnudaba e hizo lo propio. Estaba temblando cuando él se acercó. Hubiese querido decir: «He cometido una gran equivocación, márchate, por favor», pero se avergonzó de hacerlo.
Se sentía seca, falta de preparación; pero él se abalanzó sobre ella y le hizo daño. Gretchen gimió, pero no de placer. Sintió como un desgarramiento. Él era rudo y vigoroso, y ella permaneció absolutamente inmóvil, absorbiendo el dolor.
Todo pasó rápidamente, sin una palabra. Él se levantó, y Gretchen oyó que cruzaba la estancia en dirección al interruptor de la luz. Dio un salto, corrió al dormitorio y cerró la puerta. Se lavó rápidamente la cara con agua fría y contempló su imagen en el espejo. Borró las huellas de lápiz de labios con que él la había tiznado alrededor de la boca. Le habría gustado darse una ducha caliente, pero no quería que él se diese cuenta de que lo hacía. Se puso una bata y esperó un buen rato, confiando en que él se habría marchado al salir ella. Pero todavía estaba allí, plantado en medio de la habitación, vestido, impasible. Gretchen trató de sonreír. No tenía la menor idea de cómo había pasado todo aquello.
—No vuelvas a hacer esto con nadie, amiga mía —dijo él, llanamente—. Y menos aún, conmigo. No lo toleraría. No quiero condescendencia. No quiero formar parte de cualquier programa de integración racial.
Gretchen permaneció con la cabeza gacha, incapaz de hablar.
—Cuando consigas tu título —prosiguió él, en el mismo tono pausado y malévolo—, podrás jugar a ser el Hada Bienhechora de los pobres bastardos de los hospitales de caridad, la hermosa y rica dama blanca que quiere demostrar a los negritos y a los pobrecitos mexicanos lo generoso y democrático que es este magnífico país, y lo cariñosas que pueden ser las bellas y cultas damas blancas y cristianas que se encuentran sin marido. Yo no estaré aquí para verlo. Estaré de nuevo en África, rezando para que los agradecidos negritos y los agradecidos mexicanitos se decidan a cortaros el gaznate.
Salió sin decir más. La puerta de la entrada se cerró casi sin ruido.
Al cabo de un rato, Gretchen limpió la mesa donde habían estado trabajando. Dejó las tazas, los platitos y la cafetera en el fregadero de la cocina y amontonó los libros a un lado de la mesa. Soy demasiado vieja para los libros escolares, pensó. No puedo competir con los demás. Después, caminando dolorida, fue a echar el cerrojo a la puerta. Arnold Simms, el de la bata de color castaño, puedes estar tranquilo, pensó, mientras apagaba las luces. He pagado por ti.
Por la mañana no asistió a las dos clases del sábado, sino que llamó a Sam Corey al estudio y le preguntó si podía ir a hablar con él.