I
En cuanto subió a bordo del Elga Andersen en Génova, comprendió que tendría jaleo con Falconetti. Falconetti era un matón del barco; un hombrón corpulento de grandes manazas y cabeza pequeña y piriforme, que había estado en la cárcel por atraco a mano armada. Hacía trampas en el juego; pero, una vez que un engrasador de la sala de máquinas se lo había echado en cara, había estado a punto de estrangularle; y lo habría hecho, si los otros que estaban en el comedor no lo hubiesen arrancado de sus manos. Tenía buenos puños y los usaba sin contemplaciones. Al empezar cada viaje, tenía especial empeño en reñir con cuatro o cinco hombres y golpearles brutalmente, para que nadie pusiese en duda su posición bajo cubierta. Cuando estaba en el comedor, nadie se atrevía a tocar la radio y todos escuchaban el programa elegido por Falconetti, tanto si les gustaba como si no. Había un negro en la tripulación, que siempre salía del comedor cuando entraba Falconetti.
—Donde yo esté, no admito a ningún negro —había dicho Falconetti la primera vez que vio al negro en el comedor.
Renway, que así se llamaba el negro, no había replicado, pero tampoco se había movido.
—Negro —dijo Falconetti—. Supongo que me has oído.
Y se acercó al negro sentado a la mesa, le agarró por los sobacos, lo llevó hasta la puerta y lo arrojó contra el mamparo. Nadie dijo ni hizo nada. En el Elga Andersen, cada cual cuidaba de sí mismo, y esto fue lo que hizo el nuevo tripulante.
Falconetti debía dinero a la mitad de la tripulación. Teóricamente, eran préstamos; pero nadie esperaba volver a ver el dinero. Si uno le dejaba cinco o diez dólares cuando se los pedía, Falconetti no hacía nada de momento; pero, a los dos o tres días, provocaba una riña, y había ojos amoratados y narices rotas y dientes saltados de raíz.
Falconetti aún no se había metido con Thomas, aunque era mucho más voluminoso que éste. Thomas no quería jaleo y se mantenía alejado de él; pero, aunque taciturno y pacífico y solitario, había algo en su aspecto que inducía a Falconetti a buscar presas más fáciles.
Pero la noche en que zarparon de Génova, Falconetti, que estaba jugando al póquer en el comedor de la tripulación, dijo, al ver entrar juntos a Thomas y a Dwyer:
—¡Oh! Aquí están los dos pajaritos enamorados.
Y emitió un chasquido, como el producido por un beso.
Los que estaban sentados a la mesa se echaron a reír, porque era peligroso no reír las chanzas de Falconetti.
Dwyer enrojeció, pero Thomas se sirvió tranquilamente una taza de café, cogió un número del Daily American de Roma que estaba tirado por allí y se puso a leer.
—Voy a hacerte una proposición, Dwyer —dijo Falconetti—. Seré tu agente. Todavía falta mucho para llegar a casa, y los chicos podrían distraerse un poco con tu culo, cuando no tengan nada que hacer. ¿No os parece, muchachos?
Hubo un aturdido murmullo de asentimiento por parte de los que estaban a la mesa.
Thomas siguió leyendo el periódico y sorbiendo su café. Sabía que Dwyer le miraba con ojos suplicantes; pero, mientras la cosa no se pusiese mucho peor, no estaba dispuesto a meterse en una riña.
—Es una tontería que te escapes de ese modo, Dwyer —siguió diciendo Falconetti—, mientras podrías ganar una fortuna y divertirte al mismo tiempo, si empezaras el negocio bajo mi dirección. Digamos, cinco o diez pavos según el servicio prestado. Yo sólo cobraría el diez por ciento, como los agentes de Hollywood. ¿Qué dices, Dwyer?
Dwyer se levantó de un salto y salió corriendo. Los hombres de la mesa se echaron a reír. Thomas siguió leyendo su periódico, aunque le temblaban las manos. No podía dominarse. Si se pegaba con un matón como Falconetti, que había aterrorizado a tripulaciones enteras durante años, alguien podía empezar a preguntarse quién diablos era y de dónde le venía su rudeza, y no pasaría mucho tiempo sin que recordase su apellido o haberle visto boxear en alguna parte. Y no faltaría algún marinero o algún holgazán del puerto dispuesto a ir con el chivatazo a los de más arriba.
Sigue leyendo tu maldito periódico y mantén cerrado el pico, pensó.
—Hola, cariño —dijo Falconetti, haciendo de nuevo aquel ruido como de beso—, ¿vas a dejar que tu amiguito se vaya solito a la cama y se pase la noche llorando?
Thomas dobló pausadamente el periódico y lo dejó a un lado. Cruzó despacio la habitación, llevando en la mano su taza de café. Falconetti le miraba desde el otro lado de la mesa, con risa de conejo. Thomas le arrojó el café a la cara. Falconetti no se movió. Se hizo un silencio total.
—Si vuelves a hacer ese ruido —dijo Thomas—, te atizaré cada vez que me cruce contigo en el barco, desde aquí hasta Hoboken.
Falconetti se levantó.
—¿Me quieres, cariño? —dijo.
Y volvió a chascar los labios.
—Te espero en la cubierta —dijo Thomas—. Y ven solo.
—No necesito ayuda —dijo Falconetti.
Thomas dio media vuelta y se dirigió a la cubierta de popa. Allí había sitio para moverse. No quería tener que luchar cuerpo a cuerpo con un hombre de la corpulencia de Falconetti.
El mar estaba en calma, la noche era tibia, brillaban las estrellas. Thomas gruñó. Mis malditos puños, pensó, siempre mis malditos puños.
No le preocupaba Falconetti. El abultado estómago que sobresalía por encima del cinturón no estaba hecho para los golpes.
Vio que se abría la puerta que daba a la cubierta y la luz del pasillo proyectó la sombra de Falconetti sobre las tablas. El hombre salió a la cubierta. Iba solo.
Tal vez saldré bien de ésta, pensó Thomas. Nadie verá cómo le atizo.
—¡Aquí estoy, pedazo de atún! —le gritó Thomas. Quería que Falconetti se lanzase sobre él, para no tener que avanzar y exponerse a ser agarrado y derribado por sus enormes brazos. Sospechaba que Falconetti no lucharía de acuerdo con las normas de la Federación de Boxeo—. Vamos, gordinflón, no voy a estarme aquí toda la noche.
—Tú lo has querido, Jordache —dijo Falconetti, lanzándose sobre él y descargando tremendos puñetazos al aire.
Thomas saltó a un lado y puso todas sus fuerzas en un derechazo al estómago. Falconetti retrocedió tambaleándose y haciendo un ruido como si se estuviese ahogando. Thomas avanzó y le golpeó de nuevo en el estómago. Falconetti cayó tumbado en el suelo, mientras una especie de estertor brotaba de su garganta. No había perdido el conocimiento y sus ojos miraban con furia a Thomas, plantado junto a él; pero no podía decir una palabra.
Había sido un golpe limpio y rápido, pensó Thomas, con satisfacción. El hombre no presentaba ninguna señal y, si mantenía cerrado el pico, ningún tripulante sabría jamás lo que había pasado en la cubierta. Desde luego, Thomas no diría nada. Y, después de esta lección, Falconetti debía saber que su reputación quedaría malparada si divulgaba la noticia.
—Bueno, pedazo de atún —dijo Thomas—, ahora ya sabes cómo las gasto. Por consiguiente, mantén cerrada tu sucia boca.
Falconetti hizo un súbito movimiento, y Thomas sintió su manaza que le agarraba un tobillo y le hacía caer. Algo brilló en la otra mano de Falconetti, y Thomas vio que era un cuchillo. Se dejó caer de golpe, de rodillas sobre la cara de Falconetti, con toda su fuerza, mientras agarraba la mano que empuñaba la navaja. Falconetti no había recobrado aún la respiración normal, y los dedos que sostenían el mango del cuchillo se aflojaron rápidamente. Ahora, Thomas sujetó los brazos de Falconetti con las rodillas sobre el suelo, cogió el cuchillo y lo arrojó lejos. Después, metódicamente, aporreó la cara del matón durante dos minutos.
Por fin, se levantó. Falconetti yacía inerte sobre la cubierta, con una aureola de sangre, negra a la luz de las estrellas, alrededor de su cabeza. Thomas recogió el cuchillo y lo arrojó por la borda.
Dirigió una última mirada a Falconetti y entró en el pasillo. Respiraba hondo, pero no estaba fatigado por la lucha. Era de satisfacción. ¡Caray!, pensó, me he divertido. Aunque soy viejo, todavía podré luchar con los novatos de mi Vieja Patria.
Entró en el comedor. El juego de póquer se había interrumpido, pero había allí más gente que antes, pues los jugadores que habían presenciado el choque entre Thomas y Falconetti habían ido a decirlo a sus compañeros y éstos habían venido a ver lo que pasaba. Todos habían estado charlando con animación; pero, cuando entró Thomas, tranquilo, respirando ahora normalmente, nadie dijo una palabra.
Thomas fue en busca de la cafetera y se sirvió una taza.
—Había tirado la mitad —dijo a los que estaban en el comedor.
Se sentó, desplegó el periódico y siguió leyendo.
Bajó por la pasarela, con su paga en el bolsillo y el saco de viaje del noruego sobre el hombro. Dwyer le siguió. Nadie le había dicho adiós. Desde la noche en que Falconetti había saltado por la borda, durante la tormenta, todos le habían retirado la palabra a bordo. ¡Al diablo con ellos! Falconetti se lo había buscado. Se había mantenido alejado de Thomas, pero, al cicatrizar las heridas de su cara, había empezado a emprenderla con Dwyer, cuando aquél no estaba presente. Dwyer decía que Falconetti chascaba los labios cada vez que se cruzaba con él, y una noche, precisamente al terminar la guardia, Thomas había oído gritos en el camarote de Dwyer. La puerta estaba abierta, y cuando entró Thomas, Dwyer estaba en el suelo y Falconetti le estaba quitando los pantalones. Thomas largó un puñetazo a las narices de Falconetti y le dio una patada en el trasero al cruzar aquél la puerta.
—Te lo advertí —le dijo—. Apártate de mi vista, porque vas a recibir cada vez que te vea en este barco.
—¡Dios mío, Tommy! —dijo Dwyer, húmedos los ojos, mientras se sujetaba los pantalones—. Jamás olvidaré lo que has hecho por mí. Aunque viva un millón de años, Tommy.
—Basta de gansadas —dijo Tommy—. No volverá a molestarte.
Falconetti no volvió a molestar a nadie. Hacía cuanto podía para no tropezarse con Thomas; pero, al menos una vez al día, tenían que encontrarse. Y, cada vez, Thomas le decía: «Ven acá, pedazo de atún», y Falconetti se abalanzaba sobre él, con el rostro contraído, y recibía un fuerte puñetazo en el estómago. Thomas siempre procuraba hacerlo en presencia de algún marinero, pero no delante de los oficiales. Ya no tenía nada que ocultar; después de las señales que había dejado aquella noche en la cara de Falconetti, la tripulación había comprendido. En realidad, un marinero llamado Spinelli le había dicho:
—Desde el primer día, he estado preguntándome dónde te había visto antes.
—No me habías visto en ninguna parte —dijo Thomas.
Pero comprendió que era inútil.
—Sí, sí —dijo Spinelli—. Te vi dejar fuera de combate a un negro, hace cinco o seis años, en Queens.
—No he estado en Queens en toda mi vida —dijo Thomas.
—Como quieras —dijo Spinelli, extendiendo los brazos en ademán apaciguador—. No es asunto de mi incumbencia.
Thomas tuvo el convencimiento de que Spinelli diría a todos que era un boxeador profesional y que su historial figuraba en el Ring Magazine; pero, mientras estuviesen en el mar, nada podían hacerle. Cuando desembarcasen, tendría que andar con más cuidado. Pero, mientras tanto, podía darse el gusto de anular a Falconetti. Lo más curioso era que los hombres de la tripulación, que habían tenido miedo a Falconetti y que ahora le trataban con desprecio, odiaban a Thomas por lo que hacía. En cierto modo, les hacía sentirse cobardes por haberse sometido a un globo hinchado que había sido desinflado en diez minutos por un tipo más bajito que cualquiera de ellos y que no había levantado la voz en dos viajes.
Falconetti procuraba no coincidir con Thomas en el comedor. Pero una vez que Thomas le encontró allí, no le pegó, sino que le dijo:
—No te muevas, pedazo de atún. Te he buscado un compañero.
Bajó al camarote de Renway. El negro estaba sentado solo, en el borde de su litera.
—Renway —dijo Thomas—, ven conmigo.
Renway, asustado, le había seguido al comedor y había tratado de escabullirse al ver que Falconetti estaba allí; pero Thomas le había empujado, diciendo:
—Sólo vamos a sentarnos un rato como caballeros, junto a ese caballero, y a disfrutar de la música.
La radio estaba tocando. Thomas se sentó a un lado de Falconetti, y Renway, al otro. Falconetti no se movió. Permaneció sentado, con los ojos bajos y las manazas planas sobre la mesa.
Al rato, dijo Thomas:
—Bueno, basta por hoy. Puedes marcharte, pedazo de atún.
Falconetti se había levantado, sin mirar a ninguno de los que le observaban, había salido a la cubierta y se había arrojado por la borda. El segundo piloto, que estaba en aquel momento sobre cubierta, le había visto, pero no había podido detenerle. El barco había virado en redondo, y había iniciado la búsqueda con poco entusiasmo; había mar arbolada, la noche era negra y nada podía hacerse.
El capitán había ordenado una investigación, pero ninguno de los tripulantes le había dado el menor dato. En su informe a los propietarios del buque, el capitán había consignado: suicidio, por causas desconocidas.
Thomas y Dwyer encontraron un taxi cerca del muelle, y Thomas dijo al chófer:
—Broadway, Calle 96.
Había dicho lo primero que le había pasado por la cabeza; pero, al acercarse al túnel, se dio cuenta de que el cruce de Broadway con la Calle 96 estaba cerca de la casa en que había vivido con Teresa y el chico. No le importaba un bledo volver a ver a Teresa en su vida; pero el deseo subconsciente de ver a su hijo le había hecho dar la dirección de su antiguo barrio, por si acaso.
Al subir por Broadway, Thomas recordó que Dwyer se alojaría en el Refugio de Jóvenes Cristianos de la Calle 62, y que esperaría allí sus noticias. Thomas no le había hablado a Dwyer del «Hotel Aegean».
El chófer detuvo el coche en la Calle 62, y Thomas le dijo a Dwyer:
—Bueno, puedes apearte.
—Sabré pronto de ti, ¿no es cierto, Tommy? —dijo Dwyer, ansiosamente, al bajar del coche.
—Depende —dijo Thomas, cerrando la portezuela del taxi.
No quería verse molestado por Dwyer y su pegajosa gratitud.
Cuando llegaron a la Calle 96, pidió al chófer que esperase un momento. Bajó del taxi y vio que había otros niños en la esquina de Broadway y la Calle 96, pero ni rastro de Wesley. De nuevo en el coche, dijo al taxista que le llevase a la Calle 96 y Park.
En la Calle 96 y Park, dejó el taxi, y cuando éste se hubo alejado, tomó otro y le dijo al conductor:
—Calle 18 y Cuarta Avenida.
Una vez allí, anduvo una manzana en dirección Oeste, dobló la esquina, retrocedió y se metió en el «Hotel Aegean».
Pappy estaba detrás del mostrador; pero no dijo nada y se limitó a entregarle una llave. Había tres marineros discutiendo en el vestíbulo, junto a una maceta con una palma, único adorno de lo que, en realidad, no era más que una angosta entrada con una concavidad para la mesa de recepción. Los marineros hablaban una lengua desconocida para Thomas. Éste no esperó a que pudiesen verle bien, sino que pasó rápidamente por su lado y subió al segundo piso, donde estaba la habitación indicada por el número de su llave. Entró, dejó el saco en el suelo, se tumbó en la aborujada cama, sobre la colcha de color mostaza, y se quedó mirando las grietas del techo. La cortina estaba echada al entrar él en el cuarto, y no se molestó en levantarla.
Diez minutos más tarde, llamaron a la puerta. Era la llamada de Pappy. Thomas saltó de la cama y abrió.
—¿Sabe usted algo? —preguntó Thomas.
Pappy se encogió de hombros. Imposible leer en sus ojos, detrás de las gafas negras que llevaba noche y día.
—Alguien sabe que te alojas aquí —dijo—, o, al menos, que te alojas aquí cuando estás en Nueva York.
Le seguían la pista. Sintió que se le secaba la garganta.
—¿Qué quieres decir, Pappy? —preguntó.
—Un tipo estuvo en el hotel hace siete u ocho días —dijo Pappy—, y preguntó si te alojabas aquí.
—¿Y qué le respondió?
—Que nunca había oído tu nombre.
—¿Qué dijo él?
—Dijo que era tu hermano. Y que sabía que venias aquí.
—¿Qué aspecto tenía?
—Más alto que tú, delgado, tal vez unos sesenta y cinco o sesenta y ocho kilos, pelo negro y corto, ojos verdosos, piel morena, tostada por el sol, bien vestido, lenguaje de hombre culto, uñas bien cuidadas…
—Es mi dichoso hermano —dijo Thomas—. Mi madre debió de darle la dirección. Y eso que le hice jurar que no la daría a nadie. A nadie en absoluto. Tendré suerte si no lo sabe toda la ciudad. ¿Qué quería mi hermano?
—Hablar contigo. Le dije que, si alguien con tu nombre pasaba por aquí, le daría su recado. Me dejó un número de teléfono. De un lugar llamado Whitby.
—Es él. Le llamaré cuando tenga ganas. Ahora, debo pensar en otras cosas. Nunca me dio una buena noticia. Quisiera que hiciese algo por mí, Pappy.
Pappy asintió con la cabeza. Le gustaba ser útil, siempre que le pagasen de acuerdo con su tarifa.
—Primero: tráigame una botella —dijo Thomas—. Segundo: consígame una pistola. Tercero: hable con Schultzy y entérese de si la cosa se ha calmado. Y de si cree que puedo arriesgarme a ver a mi hijo. Cuarto: tráigame una chica. Por este orden.
—Cien dólares —dijo Pappy.
Thomas sacó la cartera y le dio dos billetes de cincuenta. Después, le dio la cartera.
—Guárdela en la caja fuerte.
No quería llevar mucho dinero en el bolsillo, por si se emborrachaba y una prostituta desconocida le registraba la ropa.
Pappy cogió la cartera y salió de la habitación. Nunca hablaba más de lo necesario. Y hacía bien. Llevaba dos sortijas de brillantes y zapatos de cocodrilo. Thomas cerró la puerta y no se levantó hasta que volvió Pappy, con la botella y tres latas de cerveza, una fuente con bocadillos de jamón, y una pistola «Smith and Wesson» del Ejército inglés con el número raspado.
—Por casualidad tenía este cacharro en casa —dijo Pappy, dando la pistola a Thomas—. No lo utilices aquí, esto es todo.
—No lo haré.
Thomas abrió la botella de bourbon y la ofreció a Pappy. Éste meneó la cabeza.
—No bebo. Tengo el estómago delicado.
—Yo también —dijo Thomas, echando un largo trago.
—Lo dudo —dijo Pappy.
Y salió. ¿Qué sabía Pappy? ¿Qué sabían todos?
El bourbon le sirvió de poco, aunque no dejó de darle a la botella. No podía olvidar a aquellos hombres silenciosos, plantados detrás de la borda, mirándoles con odio, a él y a Dwyer, mientras bajaban del barco. Y tal vez tenían razón. Poner en su sitio a un ex presidiario fanfarrón, era una cosa. Apretarle las clavijas hasta el punto de impulsarle al suicidio, era algo muy distinto. Ahora se daba cuenta de que el hombre que se considerase un ser humano tenía que saber pararse a tiempo y dejar vivir a los demás. Falconetti era un cerdo y se merecía una lección, pero una lección que no terminase en medio del Atlántico.
Bebió un poco más de whisky, tratando de olvidar la expresión del rostro de Falconetti cuando él le había dicho «Puedes marcharte, pedazo de atún», y Falconetti se había levantado de la mesa y salido del comedor anterior las miradas de todos.
El whisky le sirvió de poco.
Se había puesto furioso cuando Rudolph le había llamado bestia salvaje, siendo chiquillos; pero ¿tendría hoy derecho a enfadarse, si le decían lo mismo? En realidad, creía que, si la gente le dejaba en paz, dejaría en paz a la gente. Él ansiaba la paz. Había tenido la impresión de que el mar le había librado, al fin, de su carga de violencia; el futuro que él y Dwyer pretendían alcanzar era inofensivo y digno, sobre un mar en calma y entre hombres pacíficos. Y aquí estaba él, con un muerto sobre su conciencia, escondiéndose con una pistola en un mugriento cuarto de hotel, desterrado en su propio país. ¡Jesús! ¡Ojalá pudiese llorar!
Había despachado media botella cuando Pappy llamó de nuevo a la puerta.
—He hablado con Schultzy —dijo—. La cosa aún está que arde. Es mejor que vuelvas a embarcar lo antes posible.
—Claro —dijo Thomas, medio achispado, con la botella en la mano.
La cosa aún está que arde. Había estado ardiendo durante toda su vida. Tenía que haber gente como él. En bien de la variedad.
—¿Dijo Schultzy si puedo escabullirme para ver a mi hijo?
—No te lo aconseja —respondió Pappy—. Por esta vez.
—No me lo aconseja. El bueno de Schultzy. Se ve que no es su hijo. ¿Ha oído algo más acerca de mí?
—Acaba de entrar en el hotel un griego del Elga Andersen —dijo Pappy—. Está hablando en el vestíbulo. Sobre el modo en que mataste a un tipo llamado Falconetti.
—Cuando la toman con uno —dijo Thomas—, no pierden tiempo, ¿verdad?
—Sabe que boxeaste como profesional. Será mejor que no te muevas de esta habitación hasta que te encuentre un sitio en un barco.
—No voy a ir a ninguna parte —dijo Thomas—. ¿Dónde está esa chica que te pedí?
—Llegará dentro de una hora —respondió Pappy—. Le dije que te llamas Bernard, y no te hará preguntas.
—¿Por qué Bernard? —preguntó Thomas, irritado.
—Tuve un amigo que se llamaba así —dijo Pappy.
Y salió deprisa, con sus zapatos de piel de cocodrilo. Bernard, pensó Thomas, ¡vaya nombre!
Llevaba una semana sin salir de la habitación. Pappy le había traído seis botellas de whisky. No más chicas. Las prostitutas habían dejado de gustarle. Había empezado a dejarse el bigote. Lo malo era que lo tenía rojizo. Con su cabello rubio, parecía un bigote de disfraz, más que postizo. Hacía prácticas de cargar y descargar la pistola. Procuraba no pensar en la expresión de Falconetti. Paseaba todo el día arriba y abajo, como un preso. Dwyer le había dejado uno de sus libros de navegación, y lo estudiaba durante un par de horas al día. Se sentía capaz de planear una ruta desde Boston hasta Johannesburgo. Pero no se atrevía a bajar a la calle a comprar un periódico. Se hacía la cama y limpiaba él mismo la habitación, para que no le viese la doncella. Pagaba diez «pavos» diarios a Pappy, todo comprendido, a excepción del licor, y se le estaba acabando el dinero. Le gritaba a Pappy, porque éste no le enrolaba de una vez, pero Pappy se encogía de hombros y decía que era una mala época y que debía tener paciencia. Pappy podía entrar y salir cuando le viniera en gana. Así, se podía tener paciencia.
Eran las tres de la tarde cuando oyó la llamada de Pappy. Era una hora desacostumbrada en él. En general, sólo entraba en su habitación tres veces al día, cuando le traía la comida.
Thomas abrió. Pappy entró, andando con sus pasos ligeros, inexpresivos los ojos detrás de las gafas negras.
—¿Tiene algo para mí? —preguntó Thomas.
—Tu hermano ha estado abajo hace unos minutos —dijo Pappy.
—¿Y qué le ha dicho usted?
—Le dije que sabía un sitio donde tal vez podría localizarte. Quedó en volver dentro de media hora. ¿Quieres verle?
Thomas reflexionó un momento.
—¿Por qué no? —dijo—. Si con esto he de hacer feliz a ese hijo de perra…
Pappy asintió con la cabeza.
—Te lo traeré en cuanto llegue —dijo.
Se marchó, y Thomas cerró la puerta. Se pasó la mano por el incipiente bigote y resolvió afeitarse. Se miró la cara en el desconchado espejo del mísero cuarto de baño. El bigote era ridículo. Tenía los ojos enrojecidos. Se enjabonó y se afeitó. Necesitaba un corte de pelo. Empezaba a quedarse calvo en la coronilla, pero le colgaban los cabellos sobre las orejas y sobre la parte post del cuello de la camisa. Pappy servía para muchas cosas, pero no para cortar el pelo.
La media hora se hizo muy larga.
Llamaron a la puerta, pero no era Pappy.
—¿Quién es? —murmuró Thomas.
Le extrañó el tono de su propia voz, después de estarse una semana sin hablar con nadie, salvo Pappy. Y las conversaciones de éste nunca eran largas.
—Soy yo, Rudy.
Thomas abrió la puerta. Rudolph entró en la habitación y Thomas echó el cerrojo, antes de estrechar la mano de su hermano. No le dijo que se sentara. Rudolph no necesitaba un corte de pelo, no se estaba volviendo calvo y llevaba un traje de entretiempo, parecido a los que suelen usar los señorones rurales, porque hacía un poco de calor. Su cuenta de lavandería debe de ser así de larga, pensó Thomas.
Rudolph sonrió, con intención.
—Ese hombre de abajo se muestra muy misterioso en lo que a ti respecta.
—Sabe lo que se hace.
—Estuve aquí hace un par de semanas.
—Lo sé —dijo Thomas.
—No me llamaste.
—No.
Rudolph echó una mirada llena de curiosidad a la habitación. Su rostro tenía una expresión peculiar, como si no acabase de creer lo que veía.
—Supongo que te ocultas de alguien —dijo.
—Sin comentarios, como dicen los periódicos —replicó Thomas.
—¿Puedo ayudarte?
—No.
¿Qué podía decirle a su hermano? ¿Que fuese a pescar a un tipo llamado Falconetti en los 26'24o de longitud y 38'31o de latitud, a una profundidad de diez mil pies? ¿O que fuese a decirle a algún gángster de Las Vegas, de esos que llevan un fusil con el cañón aserrado en el portaequipajes del coche, que Tommy sentía mucho haberle dado una paliza a Gary Quayles y que no volvería a hacerlo?
—Me alegro de verte, Tom —dijo Rudolph—, aunque no vengo en visita de cumplido.
—Lo suponía.
—Mamá se está muriendo —dijo Rudolph—. Quiere verte.
—¿Dónde está?
—En el hospital de Whitby. Ahora voy para allá, y si quieres…
—¿Qué quieres decir con eso de que se está muriendo? ¿Se morirá hoy, o la próxima semana, o dentro de un par de años?
—Puede morir en cualquier momento —dijo Rudolph—. Ha sufrido dos ataques cardiacos.
—¡Oh, Dios mío!
Nunca se le había ocurrido pensar que su madre podía morirse. Incluso llevaba en el saco un pañuelo que había comprado para ella en Cannes. Un pañuelo estampado con el mapa del Mediterráneo en tres colores. Las personas a quienes se lleva un regalo no se mueren.
—Sé que la viste de vez en cuando —dijo Rudolph—, y que le has escrito cartas. Se ha vuelto muy religiosa, ¿sabes?, y quiere hacer las paces con todo el mundo antes de morir. También quiso ver a Gretchen.
—No tiene que hacer las paces conmigo —dijo Thomas—. No le guardo ningún rencor. No fue culpa suya. Y yo le hice pasar muy malos ratos. Y en cuanto a nuestro maldito padre…
—Bueno —dijo Rudolph—, ¿quieres venir conmigo? Tengo el coche delante de la puerta.
Thomas asintió con la cabeza.
—Mejor que te lleves algunas cosas —dijo Rudolph—. Nadie sabe exactamente cuánto tiempo puede…
—Dame diez minutos —dijo Thomas—. Y no me esperes delante de la puerta. Da una vuelta por ahí. Dentro de diez minutos, sube por la Cuarta Avenida en dirección Norte. Yo andaré por allí, cerca del bordillo. Si no me ves, vuelve hasta dos manzanas más debajo de aquí y sigue de nuevo la Cuarta Avenida. Asegúrate de que la portezuela de la derecha no esté cerrada. Y ve despacio. ¿Cómo es tu coche?
—Un «Chevrolet» 1960. Verde.
Thomas descorrió el cerrojo.
—No hables con nadie al salir.
Cuando hubo cerrado la puerta, metió algunas cosas en su estuche de afeitar. No tenía maleta, y por ello, embutió dos camisas, ropa interior, calcetines y el pañuelo envuelto en papel de seda, en la bolsa en que Pappy le había traído la última botella de bourbon. Echó un trago para calmar sus nervios. Pensó que podía necesitar el whisky para el trayecto y metió la botella medio vacía en otra bolsa.
Se puso una corbata y el traje azul que había comprado en Marsella. Si su madre se estaba muriendo, tenía que vestirse como era debido. Sacó la «Smith and Wesson» del cajón del tocador, echó el seguro, se la puso en el cinturón, debajo de la chaqueta, y abrió la puerta. Salió, cerró y se metió la llave en el bolsillo.
Pappy estaba detrás del mostrador, pero no dijo nada al ver que Thomas cruzaba el vestíbulo con su estuche de afeitar bajo el brazo izquierdo y con las dos bolsas en la mano del mismo lado. Thomas pestañeó bajo la luz del sol, al salir del hotel. Caminó deprisa, pero no como si huyese de algo, en dirección a la Cuarta Avenida.
Sólo había andado una manzana y media por la avenida cuando le alcanzó el «Chevrolet». Echó una última mirada a su alrededor y saltó dentro del coche.
En cuanto hubieron salido de la ciudad, empezó a gustarle la excursión. El aire era fresco y el campo tenía un claro verdor. Su madre se estaba muriendo y él lo sentía, pero su cuerpo no sabía nada de esto y gozaba del fresco y se alegraba de salir de la cárcel y respirar el aire del campo. Sacó la botella de la bolsa y se la ofreció a Rudolph, pero éste rehusó con un movimiento de cabeza. Hablaron poco. Rudolph le dijo que Gretchen se había casado de nuevo y que su marido se había matado hacía poco tiempo. También le dijo que él acababa de casarse. Los Jordache nunca aprenderán, pensó Thomas.
Rudolph conducía deprisa, atento a la carretera. Thomas echaba un trago de vez en cuando; no lo bastante para achisparse, pero sí para sentirse bien.
Iban a ciento diez cuando oyeron la sirena detrás de ellos.
—¡Maldita sea! —dijo Rudolph, arrimándose a un lado y deteniendo el coche.
Le policía de tráfico se acercó y dijo:
—Buenas tardes, señor. —Rudolph era uno de esos hombres a quienes los «polis» dicen «Buenas tardes, señor»—. Su permiso de conducir, por favor —dijo el policía, el cual, antes de examinar el permiso, echó un buen vistazo a la botella colocada sobre el asiento delantero, entre Rudolph y Thomas—. Iba usted a ciento diez en una zona de velocidad limitada a ochenta —explicó, mirando fríamente a Thomas, su rostro curtido, su nariz aplastada y su traje azul marsellés.
—Temo que es verdad, señor agente —dijo Rudolph.
—Y han estado bebiendo —dijo el policía.
Era más una afirmación que una pregunta.
—Yo no he bebido una gota —dijo Rudolph—, y soy el conductor.
—¿Quién es éste? —preguntó el policía, señalando a Thomas con la mano en que tenía la licencia de conducir.
—Mi hermano —dijo Rudolph.
—¿Trae algún documento de identidad?
La voz del policía de tráfico se había vuelto dura y recelosa al dirigirse a Thomas.
Thomas buscó en su bolsillo y sacó el pasaporte. El policía lo abrió como si temiese que podía estallar.
—¿Por qué lleva el pasaporte encima?
—Soy marinero.
El agente devolvió su licencia a Rudolph, pero se guardó el pasaporte de Thomas.
—Guardaré esto, y eso —añadió, señalando la botella, y Rudolph se la dio—. Y, ahora, den media vuelta y síganme.
—Escuche, agente —dijo Rudolph—, ¿por qué no me impone la multa por exceso de velocidad y nos deja seguir nuestra ruta? Es absolutamente preciso que…
—He dicho que me sigan —dijo el agente, volviendo a su coche, donde otro policía estaba sentado al volante.
Tuvieron que retroceder quince kilómetros hasta el cuartelillo de la Policía de Tráfico. Thomas consiguió sacarse la pistola del cinto y deslizarla debajo del asiento sin que Rudolph lo advirtiese. Si los «polis» registraban el coche, supondría de seis meses a un año de cárcel como mínimo. Ocultación de armas. Sin licencia. El agente que les había detenido explicó a un sargento que llevaban exceso de velocidad y que habían cometido otra infracción al llevar una botella de licor abierta en un coche en marcha, y solicitó una prueba del coeficiente de alcohol ingerido. El sargento, un tanto impresionado por el aspecto de Rudolph, se disculpó con éste; pero olió la boca de ambos, les sometió a una prueba de aliento y obligó a Thomas a orinar en el frasco.
Había oscurecido ya cuando salieron del edificio, sin el whisky y habiendo pagado una multa por exceso de velocidad. El sargento vio que el agente que les había detenido observaba minuciosamente su pasaporte antes de devolvérselo. Esto le inquietó bastante, porque había muchos «polis» que estaban en relación con los gángsters; pero nada podía hacer.
—Hiciste mal en llevarme en tu coche —dijo Thomas, cuando estuvieron de nuevo en la carretera—. Me detienen sólo por respirar.
—Olvídalo —dijo Rudolph, pisando el acelerador.
Thomas hurgó debajo del asiento. La pistola seguía allí. No habían registrado el coche. Tal vez empezaba a cambiar su suerte.
Llegaron al hospital un poco antes de las nueve, pero la enfermera de la entrada detuvo a Rudolph y le dijo algo en voz baja.
—Gracias —le dijo Rudolph, con voz extraña. Después, se acercó a Thomas y dijo—: Mamá murió hace una hora.
II
—Lo último que dijo —explicó Gretchen— fue: «Decidle a vuestro padre, dondequiera que esté, que le perdono». Después, entró en coma y ya no recobró el conocimiento.
—Estaba obsesionada por esto —dijo Thomas—. A mí me había pedido que lo buscara en Europa.
Era muy tarde, y los tres estaban sentados en el cuarto de estar de la casa que Rudolph había compartido con su madre durante los últimos años. Billy dormía en el piso de arriba, y Martha lloraba en la cocina por la mujer que había sido, diariamente, su adversaria y su atormentadora. Billy había suplicado que le permitiesen ver a su abuela por última vez, y Gretchen había pensado que la muerte también formaba parte de la educación de los chicos y lo había traído con ella. Su madre había perdonado también a Gretchen antes de que la metieran en la tienda de oxigeno por última vez.
Rudolph había tomado ya las medidas necesarias para el entierro. Había hablado con el padre McDonnell y consentido todo el jaleo, según le había dicho a Jean al llamarla por teléfono a Nueva York. Panegírico, misa y todo lo demás. Pero no quiso mantener cerradas las ventanas de la casa y echadas las cortinas. Sólo mimaría a su madre hasta cierto punto. Jean le había dicho, sin insistir mucho, que iría si él lo deseaba; pero Rudolph le había respondido que no había necesidad de que lo hiciese.
El cablegrama que habían recibido en Roma la había trastornado un poco. «La familia —había dicho—. Siempre la maldita familia». Y había bebido mucho aquella noche y durante el viaje en el avión. Si él no la hubiese sostenido, estaba seguro de que se habría caído al bajar la escalerilla. Cuando la había dejado en Nueva York, ella se había quedado en la cama; tenía un aspecto débil y fatigado. Ahora, mientras hablaba con sus hermanos en la casa que había compartido con la muerta, se alegraba de que su mujer no estuviera con ellos.
—Después de tanto tiempo —dijo Thomas—, tienen que esperar a que la madre de uno se esté muriendo, para hacerte orinar en un frasco.
Thomas era el único que bebía; pero estaba sereno.
Gretchen le había besado en el hospital y le había abrazado con fuerza, y, en su dolor, no era ya la mujer engreída y con aires de superioridad que le miraba de arriba abajo y que él recordaba, sino una hermana cariñosa y afable. Thomas pensó que tal vez aún había una posibilidad de que olvidasen el pasado y se reconciliasen para siempre. Ya tenía bastantes enemigos en el mundo, sin tener que batallar con su familia.
—Me espanta el entierro —dijo Rudolph—. Todas esas viejas con las que solía jugar al bridge. ¿Y qué diablos tendrá que decir ese McDonnell?
—Que ella tenía el espíritu quebrantado por la pobreza y la falta de cariño, y que veneraba a Dios —dijo Gretchen.
—¡Ojalá no diga nada más! —dijo Rudolph.
—Disculpadme —dijo Thomas.
Salió de la estancia y se dirigió al dormitorio de los huéspedes, que compartía con Billy. Gretchen ocupaba la otra habitación sobrante. Nadie había entrado aún en el cuarto de la madre.
—Parece que ha cambiado, ¿no? —dijo Gretchen, al quedarse a solas con Rudolph.
—Sí.
—Más sumiso. Como si le hubiesen apaleado.
—Sea lo que fuese —dijo Rudolph—, algo ha mejorado.
Oyeron que Thomas bajaba la escalera e interrumpieron su conversación. Thomas entró, llevando algo blando envuelto en un papel de seda.
—Toma —dijo, dándolo a Gretchen—. Es para ti.
Gretchen abrió el paquete y desdobló el pañuelo con el antiguo mapa del Mediterráneo en tres colores.
—Gracias —dijo—. Es muy bonito.
Se levantó y le besó. Por alguna razón, este beso le puso nervioso. Sintió el impulso de hacer alguna locura, como tirarse al suelo y echarse a llorar, o romper los muebles, o ir en busca de la «Smith and Wesson» y dispararle a la Luna a través de la ventana.
—Lo compré en Cannes —dijo—. Para mamá.
—¿En Cannes? —dijo Rudolph—. ¿Cuándo estuviste en Cannes?
Thomas se lo dijo, y ambos calcularon que debieron de coincidir allí al menos un día.
—Es terrible —dijo Rudolph—. Dos hermanos, cruzándose sin verse. De ahora en adelante, Tom, debemos mantenernos en contacto.
—Sí —dijo Thomas. Sabía que quería seguir viendo a Gretchen; pero Rudolph era harina de otro costal. Había sufrido demasiado a causa de su hermano—. Sí —repitió—. En el futuro, diré a mi secretaria que te envíe una copia de mis itinerarios. —Se levantó—. Me voy a la cama. He tenido un día muy pesado.
Subió la escalera. No estaba cansado en absoluto. Pero no quería estar en la misma habitación con Rudolph. Si hubiese sabido dónde estaba la empresa de Pompas Fúnebres, se habría deslizado sin ruido y habría ido a pasar la noche junto al cadáver de su madre.
No quería despertar al hijo de Gretchen, que dormía en la otra cama con su pijama azul, y por esto no encendió la lámpara y dejó la puerta entreabierta mientras se desnudaba, para que la luz que entraba del pasillo le permitiese ver un poco lo que hacía. No traía pijama, y se preguntó si, cuando el chico se despertara por la mañana, se extrañaría de que durmiese en calzoncillos. Probablemente no. Parecía un buen muchacho, y sin duda, aún no se había forjado una pobre opinión de su tío. Olía a limpio, a jabón. Había procurado consolar a Gretchen en el hospital, abrazándola con fuerza y llorando con ella. Él no recordaba haber abrazado nunca a su madre.
Mirando al chico, pensó en Wesley. Tenía que verle. Tenía que hacer algo por él. No podía permitir que se criase junto a una vagabunda como Teresa.
Cerró la puerta y se metió en la limpia y mullida cama. Rudolph dormía todas las noches en una cama como ésta.
III
Teddy Boylan asistió al entierro. Había mucha gente. Los periódicos de Whitby y de Port Philip habían considerado que la noticia de la muerte de la madre de un ciudadano como Rudolph Jordache era lo bastante importante para destacar su óbito. Había poco que decir acerca de Mary Jordache; pero los periódicos lo compensaron con la descripción de los méritos y honores de Rudolph: presidente del Consejo de Administración de «D.C. Enterprises», adjunto a la Presidencia de la Cámara de Comercio de Whitby, graduado cum laude en la Universidad de Whitby, miembro del Comité de Pacificación Municipal de Whitby y de Port Philip, audaz y previsor comerciante, promotor de empresas inmobiliarias. Incluso mencionaban que Rudolph había corrido los doscientos metros con el equipo de atletismo de Port Philip y que había tocado la trompeta en una orquestina de jazz, llamada los «River Five», en los años cuarenta.
¡Pobre mamá!, pensó Rudolph, observando la colmada iglesia. Le habría gustado ver a tanta gente en una ceremonia celebrada en su honor.
El padre McDonnell fue más prolijo y estuvo peor de lo que Rudolph había temido, y éste procuró no escuchar las mentiras que decía junto al ataúd cubierto de flores. Esperó que Gretchen no lo tomaría demasiado a pecho, comparándolo con aquel otro ataúd, en el crematorio de California. La miró. A juzgar por su rostro, no recordaba nada.
Los pájaros cantaban en los árboles del cementerio, celebrando la llegada del verano. Cuando bajaron el ataúd a la tumba, entre los sollozos de las damas del bridge, Rudolph, Thomas y Gretchen permanecieron juntos y de pie. Gretchen tenía a Billy asido de la mano.
Boylan les alcanzó cuando se alejaban de la tumba para dirigirse a la hilera de coches negros que esperaban.
—No quisiera molestaros —dijo, cuando ellos se detuvieron—. Gretchen, Rudolph…, sólo deseo expresaros mi pesar. Una mujer tan joven…
Por un momento, Rudolph se sintió confuso. Su madre siempre le había parecido vieja; era vieja. Había sido vieja a los treinta años y había empezado a morirse antes de esta edad. Por primera vez, se dio cuenta de su edad real. Cincuenta y seis años. Aproximadamente, los que tenía Boylan. No era extraño que éste hubiese dicho: «Una mujer tan joven…».
—Gracias, Teddy —dijo Rudolph, estrechándole la mano.
Boylan no parecía dispuesto a bajar a la tumba. Sus cabellos eran del mismo color que siempre; su rostro, moreno y sin arrugas; caminaba muy erguido, y sus zapatos brillaban como de costumbre.
—¿Cómo estás, Gretchen? —preguntó Boylan.
El séquito se había detenido detrás del grupo, no atreviéndose a adelantarle en el estrecho sendero enarenado, entre las lápidas. Como siempre, Boylan aceptaba, sin darse cuenta, que los otros estuviesen pendientes de sus actos.
—Muy bien, gracias, Teddy —respondió Gretchen.
—Supongo que éste es tu hijo.
Boylan sonrió a Billy, que le miró gravemente.
—Te presento a míster Boylan, Billy —dijo Gretchen—. Es un antiguo amigo.
—¿Qué tal, Billy? —dijo Boylan, estrechando la mano del chico—. Espero volver a verte en una ocasión más agradable.
Billy no dijo nada. Thomas miraba a Boylan entre los párpados entornados, disimulando —pensó Rudolph—, las ganas de reír. ¿Recordaba Thomas la noche en que había visto a Boylan paseando desnudo por la casa de la colina, preparando una bebida para Gretchen, que yacía en la cama de arriba? Pensamientos propios de un cementerio.
—Mi hermano Thomas —dijo Rudolph.
—Ah, sí —dijo Boylan, sin tenderle la mano—. Si tus múltiples actividades te dejan un poco de tiempo —dijo a Rudolph—, podrías llamarme un día por teléfono e iríamos a cenar juntos. Debo confesar que me equivoqué y que estuviste acertado en la elección de tu carrera. Y que venga también Gretchen, si es que puede. Por favor.
—Regreso a California —dijo Gretchen.
—Lo siento. Bueno, no quiero entreteneros más.
Hizo una breve inclinación y se alejó, esbelto, bien conservado gracias al dinero, ostentosamente fuera de lugar, a pesar de su traje oscuro, en el gris desfile de los acompañantes provincianos.
Mientras se dirigían al primer coche, del que Rudolph había excluido resueltamente al padre McDonnell, Gretchen observó, con cierta desazón, lo mucho que se parecía Rudolph a Boylan; no físicamente, desde luego, y esperó que tampoco en su carácter, pero sí en sus actitudes, en su manera de hablar, en sus ademanes, en su modo de vestir y de moverse. Se preguntó si Rudolph sabía lo mucho que debía a aquel hombre y si le gustaría que se lo dijese.
Estuvo pensando en Boylan, mientras regresaban a la casa de Rudolph. Sabía que hubiese debido pensar en su madre, cuya tumba estaban llenando de tierra en aquellos momentos, en el soleado cementerio donde cantaban los pájaros saludando al verano. Pero pensaba en Boylan. No había en sus pensamientos amor ni deseo, pero tampoco sentía asco, ni odio, ni afán de venganza. Era como si sacase un juguete de su infancia, una muñeca especial, de un baúl olvidado, y la observase con curiosidad, tratando de recordar lo que había sentido cuando significaba algo para ella, y no sabiendo si tirarla o regalarla a otra niña del vecindario. El primer amor. Sé mi Valentine.
Cuando llegaron a casa, pensaron todos que necesitaban un trago. Billy, que parecía pálido y cansado, dijo que le dolía la cabeza y fue a acostarse al piso de arriba. Martha, a pesar de su incesante torrente de lágrimas, se dirigió a la cocina a preparar una comida fría.
Rudolph preparó unos «martinis» para Gretchen y para él mismo, y bourbon con hielo para Thomas, que se había quitado la chaqueta, demasiado estrecha para sus anchos hombros. También se había desabrochado el cuello de la camisa y estaba sentado en una silla inclinado hacia delante, apoyados los codos en los muslos y con las manos colgando entre las piernas. Dondequiera que esté, se sienta como en el taburete de un ángulo del ring, pensó Rudolph, al entregarle la bebida.
Levantaron los vasos, pero no mencionaron a su madre.
Habían resuelto partir hacia Nueva York, después de comer, pues no deseaban recibir visitas de pésame. Les habían mandado montañas de flores, pero Rudolph había dicho a Martha que las enviase todas, salvo un ramo, al hospital donde había muerto su madre. El ramo que había guardado era de narcisos: una pequeña explosión amarilla sobre la mesita de enfrente del diván. Las ventanas estaban abiertas, el sol entraba a raudales y, desde el prado, llegaba el olor de la hierba caldeada. La habitación de techo bajo, estilo siglo XVIII, era muy bonita, discreta y ordenada, no ostentosa y cargada de muebles, no agresivamente moderna, sino de acuerdo con el gusto de Rudolph.
—¿Qué vas a hacer con la casa? —preguntó Gretchen.
Rudolph se encogió de hombros.
—Conservarla, supongo. Todavía tengo que pasar aquí la mayor parte de mi tiempo. Aunque será demasiado grande para mí. ¿Te gustaría venir a vivir en ella?
Gretchen movió la cabeza.
—Me debo a California.
—¿Y tú? —preguntó Rudolph a Thomas.
—¿Yo? —dijo Thomas, sorprendido—. ¿Qué diablos haría yo aquí?
—Ya encontrarías algo. —Rudolph cuidó mucho de no decir: «Yo te encontraría algo» y sorbió complacido su «Martini»—. Tienes que confesar que estarías bastante mejor que en tu alojamiento de Nueva York.
—No pienso quedarme mucho tiempo allí. Además, éste no es sitio para mí. La gente me mira como a un animal del Zoo.
—Exageras —dijo Rudolph.
—Tu amigo Boylan no quiso estrechar mi mano en el cementerio. Y, si no estrechas la mano de un hombre en el cementerio, ¿dónde se la estrechas?
—Él es un caso especial.
—¡Y tanto que lo es!
Thomas se echó a reír. No rió fuerte, pero algo alarmante flotó en el ambiente.
—¿De qué te ríes? —preguntó Rudolph, mientras Gretchen miraba desconcertada a Thomas.
—La próxima vez que le veas —dijo Thomas—, dile que hizo muy bien en no darme la mano.
—¿De qué estás hablando, Tom?
—Pregúntale si recuerda la noche del día VE. La noche en que quemaron una cruz en su finca y se produjo un incendio.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Rudolph, vivamente—. ¿Lo hiciste tú?
—Yo y un amigo.
Thomas se levantó y se dirigió al aparador para llenar de nuevo su vaso.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Gretchen.
—Entusiasmo infantil —dijo Thomas, añadiendo hielo a la bebida—. Acabábamos de ganar una guerra.
—Pero ¿por qué lo escogiste a él? —insistió Gretchen.
Thomas jugueteó con su bebida, empujando el hielo con un dedo, vuelto de espaldas a Gretchen.
—Daba la casualidad de que estaba liado con una damita a la que yo conocía —dijo—. Yo no aprobaba esas relaciones. ¿Tengo que decir quién era la dama?
—No hace falta —dijo Gretchen, a media voz.
—¿Quién era el amigo? —preguntó Rudolph.
—¿Qué importa eso?
—Era Claude, Claude No-sé-qué-más, con el que solías pendonear por ahí, ¿no es cierto?
Thomas sonrió, pero no respondió. Siguió bebiendo, apoyado en el aparador.
—Desapareció inmediatamente después de aquello —dijo Rudolph—. Ahora lo recuerdo.
—Así fue —dijo Thomas—. Y yo desaparecí inmediatamente después de él, si también recuerdas eso.
—Alguien sabía que habíais sido vosotros —dijo Rudolph.
—Alguien —dijo Thomas, con un irónico asentimiento de cabeza.
—Tuviste suerte de no ir a la cárcel —dijo Gretchen.
—Ésta fue la amenaza de papá —dijo Thomas—, cuando me echó del pueblo. Bueno, no hay como un entierro para hacer recordar a la gente los buenos tiempos pasados, ¿verdad?
—Tom —dijo Gretchen—, tú ya no eres así, ¿verdad?
Thomas se acercó a Gretchen, sentada en el diván, y se inclinó y la besó en la frente.
—Supongo que no —dijo. Después, se irguió y añadió—: Subiré a ver qué hace el chico. Me gusta. Y probablemente se sentirá mejor si no está solo.
Se llevó el vaso al piso de arriba.
Rudolph mezcló otros dos «martinis» para él y Gretchen. Se alegraba de tener algo que hacer. Siempre se hallaba incómodo con su hermano. Incluso cuando éste salía de una habitación, dejaba en ella una atmósfera de tensión, de angustia.
—¡Dios mío! —dijo Gretchen, al fin—. Parece mentira que los tres tengamos los mismos genes, ¿no crees?
—¿Quién es la oveja negra? —dijo Rudolph—. ¿Tú…? ¿Yo…? ¿Él…?
—Nosotros éramos horribles, Rudy, tú y yo —dijo Gretchen.
Rudolph se encogió de hombros.
—Nuestra madre era horrible. Nuestro padre era horrible. Sabíamos por qué lo eran, o, al menos, creíamos saberlo. Pero esto no cambiaba las cosas. Yo procuro no ser horrible.
—Te salvó tu suerte —dijo Gretchen.
—Trabajé de firme —dijo Rudolph, a la defensiva.
—También lo hizo Colin. La única diferencia está en que tú no te estrellaste contra un árbol.
—Siento muchísimo no estar muerto, Gretchen —dijo él, sin poder disimular el tono ofendido de su voz.
—No me interpretes mal, por favor. Yo me alegro de que haya alguien en la familia que nunca se estrellará contra un árbol. Desde luego, no puedo decirlo de Tom. Y tampoco de mí. Tal vez soy yo la peor. De mí dependió la suerte de toda la familia. Si no hubiese estado en cierta carretera a la hora de comer, un domingo por la tarde, cerca de Port Philip, todas nuestras vidas habrían sido completamente diferentes. ¿Sabías esto?
—¿De qué estás hablando?
—De Teddy Boylan —dijo ella, con naturalidad—. Él me recogió en su coche. Si soy lo que soy, es principalmente gracias a él. Me he acostado con quienes me he acostado, gracias a Teddy Boylan. Huí a Nueva York por causa de Teddy Boylan. Me junté con Willie Abbot, por causa de Teddy Boylan, y acabé por despreciarle, porque no era bastante diferente de Teddy Boylan, y quise a Colin, porque era el polo opuesto a Teddy Boylan. Los sarcásticos artículos que escribí, y que todos consideraban ingeniosos, no eran más que una diatriba contra América, porque producía hombres como Teddy Boylan y hacía la vida más fácil para los hombres que eran como Teddy Boylan.
—Esto es una manía… ¡La suerte de la familia! ¿Por qué no vas a consultar a una gitana y te pones un amuleto y lo remedias todo?
—No necesito ninguna gitana —prosiguió Gretchen—. Si no hubiese conocido a Teddy Boylan y me hubiese acostado con él, ¿crees que Tom hubiese quemado aquella cruz en la colina? ¿Crees que le habrían echado del pueblo como a un criminal, si no hubiese existido Teddy Boylan? ¿Crees que habría sido lo que es hoy, si se hubiese quedado en Port Philip, rodeado de su familia?
—Tal vez no —admitió Rudolph—. Pero habría pasado otra cosa.
—Sólo que no pasó. No había más que Teddy Boylan, que se acostaba con su hermana. En cuanto a ti…
—Sé cuanto hay que saber acerca de mí —dijo Rudolph.
—¿De veras? ¿Crees que habrías ido a la Universidad sin el dinero de Teddy Boylan? ¿Crees que vestirías como vistes, y que te interesaría tanto triunfar y ganar dinero, y hacerlo lo más deprisa posible, de no haber sido por Teddy Boylan? ¿Crees que otra persona cualquiera habría ido a buscarte para llevarte a conciertos y a exposiciones de arte, y te habría alentado en tus estudios y te habría infundido esa confianza en ti mismo?
Terminó su segundo «Martini».
—Está bien —dijo Rudolph—, levantaré un monumento en su honor.
—Tal vez deberías hacerlo. Podrías permitirte el lujo, con el dinero de tu mujer.
—Esto no viene a cuento —dijo Rudolph, amoscado—. Sabes que no tenía la menor idea…
—A esto me refería —dijo Gretchen—. Has dejado de ser un horrible Jordache, gracias a tu suerte.
—Y tú, ¿has dejado de serlo?
El tono de la voz de Gretchen cambió radicalmente. Ya no era duro, y su rostro asumió una expresión triste, suave, más joven:
—Mientras viví con Colin, no fui horrible —dijo.
—No.
—Y no volveré a encontrar un Colin.
Rudolph alargó un brazo y le acarició la mano, desvanecida su irritación por el dolor persistente de su hermana.
—Tal vez no me creerás —dijo—, si te digo que creo que vas a encontrarlo.
—No —dijo ella.
—¿Qué piensas hacer? ¿Quedarte sentada y llorarle toda la vida?
—No.
—Entonces, ¿qué?
—Volveré al colegio.
—¿Al colegio? —dijo Rudolph, con incredulidad—. ¿A tus años?
—A un colegio de posgraduados —dijo Gretchen—. A UCLA. De este modo, podré vivir en mi casa y cuidar de Billy. Fui a verles y me dijeron que me admitirían.
—¿Qué vas a estudiar?
—Te reirás.
—Yo no me río de nada —dijo Rudolph.
—Me dio la idea el padre de un chico de la clase de Billy —dijo Gretchen—. Es psiquiatra.
—¡Jesús! —exclamó Rudolph.
—Otra prueba de tu suerte —dijo Gretchen—. Que seas capaz de decir «¡Jesús!» cuando oyes la palabra psiquiatra.
—Perdona.
—Aquel hombre trabaja a ratos en una clínica. Con analistas no titulados. Son personas que no tienen el grado de doctores en Medicina, pero que han estudiado psicoanálisis, han sido psicoanalizadas y tienen autorización para tratar casos que no requieren un análisis profundo. Terapéutica de grupo, muchachos inteligentes que se niegan a aprender a leer y escribir o son obstinadamente destructores, hijos de matrimonios desavenidos que se han recluido en sí mismos, muchachas que se han vuelto frígidas por motivos religiosos o por algún traumatismo sexual precoz y que rompen con sus maridos, niños negros o mexicanos que empiezan sus estudios con retraso, no pueden ponerse al nivel de los demás y pierden su sentido de identidad…
—Ya —dijo Rudolph, empezando a impacientarse—. Vas a resolver el problema negro, el problema mexicano, y el problema religioso por tu cuenta, armada con un pedazo de papel de UCLA, y…
—Voy a tratar de resolver un problema, o dos, o tal vez ciento. Y, al propio tiempo, resolveré mi problema. Estaré ocupada y haré algo útil.
—No algo inútil, como tu hermano —dijo Rudolph, amoscado—. ¿Es esto lo que querías decir?
—En absoluto —respondió Gretchen—. Tú eres útil a tu manera. Deja que yo lo sea a la mía.
—¿Cuánto tiempo duran los estudios?
—Dos años, como mínimo, para obtener el título —dijo Gretchen—. Después, hay que terminar el análisis…
—Nunca terminarás —dijo él—. Encontrarás un hombre y…
—Es posible —dijo Gretchen—. Lo dudo, pero es posible…
Entró Martha, con los ojos enrojecidos, y dijo que la comida estaba dispuesta en la mesa del comedor. Gretchen subió a buscar a Billy y a Thomas, y cuando hubieron bajado, pasaron todos al comedor y despacharon el yantar, con reciproca cortesía y abundancia de frases como éstas: «Pásame la mostaza, por favor», «Gracias», «No, tengo bastante por ahora».
Después de comer, subieron al coche y emprendieron el camino de Nueva York, alejándose de la muerta.
Llegaron al «Hotel Algonquin» un poco después de las siete. Gretchen y Billy se alojaban allí, porque no había sitio para ellos en el apartamento de Rudolph, que tenía un solo dormitorio para éste y Jean. Rudolph invitó a Gretchen y a Billy a cenar con Jean y con él; pero Gretchen dijo que no era un día adecuado para conocer a su nueva cuñada. Rudolph invitó también a Thomas; pero éste, que iba retrepado en el asiento delantero, se excusó.
—Tengo una cita —dijo.
Cuando Billy saltó del coche, Thomas se apeó también y le echó un brazo sobre los hombros.
—También yo tengo un hijo, Billy. Mucho más pequeño que tú. Pero si crece como tú, me sentiré orgulloso.
Billy sonrió, por primera vez en tres días.
—Tom —dijo Gretchen, de pie bajo la marquesina del hotel—, ¿volveremos a vernos?
—Claro —dijo Thomas—. Sé dónde vives. Te llamaré.
Gretchen y su hijo entraron en el hotel, y un mozo cargó con sus dos maletas.
—Tomaré un taxi aquí, Rudy —dijo Thomas—. Debes de tener prisa por irte a casa y reunirte con tu mujer.
—Quiero beber algo —dijo Rudolph—. Entremos en el bar y…
—Gracias. El tiempo apremia —dijo Thomas—. Tengo que seguir mi camino —añadió, sin dejar de observar el tráfico de la Sexta Avenida.
—Tom —insistió Rudolph—. Tengo que hablar contigo.
—Pensaba que ya nos lo habíamos dicho todo —dijo Thomas. Trató de detener un taxi, pero el chófer estaba fuera de servicio—. Nada tienes que añadir.
—¿No? —dijo Rudolph, perdiendo la paciencia—. ¿No? ¿Y si te dijese que, al cerrar hoy la Bolsa, tenías sesenta mil dólares? ¿Cambiarias entonces de opinión?
—Eres muy bromista, ¿verdad, Rudy?
—Ven conmigo al bar. No estoy bromeando.
Thomas entró en el bar detrás de Rudolph. El camarero les sirvió unos whiskies y Thomas dijo:
—Veamos de qué se trata.
—De aquellos malditos cinco mil dólares que me diste —dijo Rudolph—. ¿Te acuerdas?
—Dinero sucio —dijo Thomas—. ¡Claro que me acuerdo!
—Me dijiste que hiciese lo que quisiera con él —dijo Rudolph—. Creo recordar tus palabras: «Méate en él, gástalo en mujeres, destínalo a tu obra de caridad predilecta…».
—Es mi manera de hablar —dijo Thomas, con una mueca.
—Pues bien, quise invertirlo —dijo Rudolph.
—Siempre quisiste hacer negocios —dijo Thomas—. Incluso cuando eras pequeño.
—Lo invertí a tu nombre, Tom —dijo Rudolph, pausadamente—. En mi propia compañía. Hasta ahora, no se repartieron muchos dividendos; pero reinvertí los que hubo. Además, hubo cuatro ampliaciones de capital y las acciones han subido sin cesar. En fin, tienes unos sesenta mil dólares en acciones a tu nombre.
Thomas apuró el vaso de un trago. Cerró los ojos y se los apretó con los dedos.
—Traté varias veces de ponerme en contacto contigo durante los dos últimos años —prosiguió Rudolph—. Pero la Compañía de Teléfonos me dijo que tu aparato estaba desconectado, y, cuando te escribí a tu antigua dirección, me devolvieron las cartas con la nota «Desconocido en estas señas». Y mamá nunca me dijo que os escribíais, hasta que ingresó en el hospital. Yo leía las páginas deportivas, pero nada decían de ti.
—Hacía mi campaña en el Oeste —dijo Thomas, abriendo los ojos y viéndolo todo confuso.
—En realidad, me alegraba de no encontrarte —dijo Rudolph—, porque sabía que las acciones seguirían subiendo y no quería que cayeses en la tentación de venderlas prematuramente. Y, si he de ser sincero, no creo que debas venderlas ahora.
—¿Quieres decir —preguntó Thomas—, que puedo ir a cualquier parte y decir que tengo unas acciones por vender, y que me darían por ellas sesenta mil dólares en efectivo?
—Sí, pero no te aconsejo…
—Rudy —dijo Thomas—, eres un buen chico y tal vez retire mucho de lo que pensé de ti en todos estos años. Pero, en este momento, no puedo aceptar consejos. Todo lo que necesito es que me des la dirección del hombre que va a darme los sesenta mil dólares.
Rudolph cedió. Escribió la dirección de la oficina de Johnny Heath y se la dio a Thomas.
—Ve mañana a esa oficina —dijo—. Yo llamaré a Heath, y te estará esperando. Pero, por favor, Tom, ten cuidado.
—No temas, Rudy. De hoy en adelante, seré tan cuidadoso que no me reconocerás.
Thomas pidió otra ronda. Al levantar el brazo para llamar al camarero, se abrió un poco su chaqueta y Rudolph vio la pistola que llevaba al cinto. Pero no dijo nada. Había hecho lo que había podido por su hermano. No podía hacer nada más.
—Espérame un minuto —dijo Thomas—. Tengo que llamar por teléfono.
Salió al vestíbulo, entró en una cabina y buscó el número de la «TWA». Marcó y pidió información sobre los vuelos del día siguiente con destino a París. La muchacha de la «TWA» le dijo que había un vuelo a las ocho de la tarde y le preguntó si quería que le reservase una plaza. Él respondió que no, le dio las gracias y colgó el aparato. Después, llamó al Refugio de la Asociación de Jóvenes Cristianos y preguntó por Dwyer. Éste tardó mucho en ponerse al aparato y Thomas estuvo a punto de colgar el teléfono y olvidarse de él.
—Hola —dijo Dwyer—, ¿quién es?
—Soy Tom. Escucha…
—¡Tom! —exclamó Dwyer, muy excitado—. He estado rondando por ahí, sin parar, esperando saber algo de ti. Estaba muy preocupado. Pensé que tal vez habías muerto…
—¿Quieres dejarte de sandeces? —dijo Thomas—. Escúchame bien. Mañana, a las ocho de la tarde, sale de Idlewild un avión con destino a París. Debes estar en el mostrador de Reservas a las seis y media. Con tu equipaje completo.
—¿Quieres decir que has reservado plazas? ¿En un avión?
—Todavía no —dijo Thomas, lamentando que Dwyer fuese tan excitable—. Las obtendremos allí. No quiero que mi nombre figure hoy en ninguna lista de pasajeros.
—Claro, claro, Tom, lo comprendo.
—Estáte allí. Y sé puntual.
—Estaré. No temas.
Thomas colgó.
Volvió al bar e insistió en pagar las consumiciones.
Ya en la acera, antes de subir al taxi que acababa de detenerse junto al bordillo, estrechó la mano de su hermano.
—Escucha, Tom —dijo Rudolph—, cenemos un día juntos esta semana. Quiero que conozcas a mi esposa.
—Buena idea —dijo Thomas—. Te llamaré el viernes.
Subió al taxi y dijo al conductor:
—Cuarta Avenida y Calle 18.
Se retrepó en el asiento, sujetando la bolsa de papel en que llevaba sus cosas. Cuando se tienen sesenta mil dólares, todo el mundo le invita a uno a cenar. Incluso su propio hermano.