Cuando salieron de la estación, vieron el distintivo de la «Hertz», y Rudolph dijo:
—Ahí está el hombre que nos trae el coche.
El conserje del hotel de París se había encargado de todo. Él había cuidado de comprarles localidades para el teatro, de alquilar un coche para hacer la ruta de los Castillos del Loira, de reservarles mesa en diez restaurantes, de adquirir las entradas para la Ópera y Longchamps, y Jean había dicho: «Toda pareja de recién casados debería tener su conserje particular en París».
El mozo llevó su equipaje al coche, dijo merci por la propina y sonrió, a pesar de que saltaba a la vista que eran americanos. Según los periódicos estadounidenses, los franceses no sonreían este año a los americanos. El hombre de la «Agencia Hertz» se dirigió a ellos en inglés, pero Rudolph quiso hacer alarde de su francés, sobre todo, para divertir a Jean, y todas las demás formalidades para el alquiler del «Peugeot» convertible se realizaron en el idioma de Racine. Rudolph había comprado en París un mapa «Michelin» de los Alpes Marítimos, y después de consultarlo, y mientras el suave sol matinal del Mediterráneo acariciaba sus cabezas descubiertas, cruzaron la blanca ciudad y siguieron por la orilla del mar, cruzando el Golfo Juan, donde había desembarcado Napoleón, y Juan-les-Pins, con sus grandes hoteles aún dormidos antes de empezar la temporada, hasta llegar al «Hotel du Cap», elegante y espléndido; su color crema resaltaba entre los pinos verdes de la colina.
Cuando el gerente les mostró su suite, con una terraza que dominaba el parque del hotel y el mar tranquilo y azul, Rudolph dijo, fríamente:
—Está muy bien, gracias.
Pero tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse como un idiota, al ver la perfección con que el gerente, Jean y él mismo representaban los papeles de su antiguo sueño. Sólo que aún era mejor que el sueño. La suite era más amplia y estaba más lujosamente amueblada; el aire era más suave; el gerente era más gerente de lo que cualquiera hubiese podido imaginar; él mismo era más rico, más distinguido, y vestía mejor que en sus sueños de muchacho pobre; Jean, en su fino vestido parisiense, era más bella que la joven imaginaria que salía a la terraza con vistas al mar y que le besaba en sus fantasías.
El gerente salió, después de hacer una reverencia; los mozos colocaron las maletas sobre las banquetas plegables alrededor del inmenso lecho. Seguro, real, con una esposa real y segura, Rudolph dijo:
—Salgamos a la terraza.
Y salieron a la terraza, y se besaron a la luz del sol.
Habían estado a punto de no casarse. Jean había vacilado una y otra vez, negándose a decir sí o no, y él había estado al borde de dirigirle un ultimátum en las ocasiones cruelmente escasas, en que podía verla. El trabajo le retenía la mayor parte del tiempo en Whitby o en Port Philip, y, cuando podía ir a Nueva York, solía encontrarse un mensaje de Jean diciéndole que estaba fuera de la ciudad por un asunto. Una noche, después de ir al teatro, la había visto en un restaurante con un joven de ojos saltones, cabellos largos y lisos, y que llevaba barba de una semana. La próxima vez que la vio, le preguntó quién era aquel joven, y ella confesó que era el mismo con quien alternaba sus salidas. Rudolph quiso saber si aún se acostaba con él, y Jean le respondió que esto no era de su incumbencia.
Se sintió humillado por tener que competir con un tipo de tan desagradable aspecto y no le sirvió de consuelo que Jean le dijese que aquel hombre era uno de los fotógrafos de moda más famosos del país. En esta ocasión, resolvió esperar a que fuese ella quien se pusiera en contacto con él; pero Jean no le llamó, y, al cabo de un tiempo, Rudolph no pudo aguantar más y le telefoneó, jurándose que se acostarían juntos, pero que jamás se casaría con ella.
El trato que le daba Jean perjudicaba el buen concepto que él tenía de sí mismo, y sólo en la cama, donde ella le daba plena satisfacción y también parecía recibirla de él, sentía desvanecerse su impresión de envilecimiento por todo aquel asunto. Sus conocidos le aseguraban que todas las chicas a quienes ellos conocían estaban intrigando constantemente para casarse. Entonces, ¿qué defecto había en su carácter, en su manera de hacer el amor o en su atractivo en general, para que las dos únicas chicas a quienes había pedido en matrimonio le hubiesen rechazado?
Tampoco Virginia Calderwood había contribuido a mejorar la situación. El viejo Calderwood había seguido el consejo de Rudolph, dejando que su hija fuese a Nueva York a vivir sola y seguir el curso de secretaria. Pero, si la chica estudiaba mecanografía y taquigrafía, debía a hacerlo a horas muy extrañas, porque, cada vez que Rudolph iba a su piso de Nueva York, ella estaba espiando desde un portal de enfrente o se cruzaba con él por la calle, simulando que pasaba casualmente por allí. Y le llamaba por teléfono a altas horas de la noche, para decirle: «Te amo, Rudy, te amo. Quiero acostarme contigo».
Para librarse de ella, adquirió la costumbre de alojarse en hoteles diferentes cuando iba a Nueva York; pero, por extrañas razones de mojigatería, Jean se negaba a visitarle en un hotel, y de este modo se veía él privado de los placeres de la cama. Jean tampoco quería que él la visitase en su apartamento, y Rudolph no había estado nunca en su piso ni conocido a su compañera.
Virginia le enviaba prolijas cartas, horriblemente explícitas en lo tocante a sus anhelos sensuales y redactadas en el lenguaje propio de Henry Miller, al que Virginia debía haber estudiado concienzudamente. Mandaba estas cartas a su casa de Whitby, a su piso de Nueva York y a la oficina principal de la empresa, y habría bastado con que una secretaria abriese una de aquéllas por descuido para que el viejo Calderwood no volviese a dirigirle la palabra.
Cuando le habló a Jean de Virginia, ella se echó a reír y le dijo:
—¡Oh, qué desgraciado seductor!
Y una noche, cuando volvían a altas horas del piso de Rudolph y vieron a Virginia oculta entre las sombras del otro lado de la calle, Jean le había propuesto, maliciosamente, invitar a la chica a subir a tomar una copa.
Todo esto redundaba en perjuicio del trabajo de Rudolph, el cual tenía que leer tres o cuatro veces los informes más sencillos para que se grabasen en su mente. Dormía mal y se despertaba cansado. Por primera vez en su vida, tuvo una erupción de granos en la barbilla.
En una fiesta a la que asistió en Nueva York, conoció a una dama rubia y pechugona que se vio asediada durante toda la velada por tres hombres, pero que le dio a entender claramente que deseaba que la acompañase a casa. Él la llevó a su piso de la Calle 80 Este, cerca de la Quinta Avenida, y se enteró de que era rica, de que estaba divorciada, de que se sentía sola, de que le fastidiaban los hombres que la perseguían por toda Nueva York y de que le encontraba maravillosamente sexy (él habría preferido que hubiese empleado otra expresión). Se acostaron juntos, después de tomar una copa, y él no pudo hacer nada y fue despedido con risotadas de burla desde el inútil lecho.
—El día más desdichado de mi vida —le dijo a Jean— fue aquel en que fuiste a Port Philip a tomar aquellas fotografías.
Pero nada de cuanto sucedía podía hacer que dejase de amarla, de querer casarse con ella y de querer vivir con ella durante el resto de su vida.
La había estado llamando durante todo el día, diez veces, doce veces, y no había obtenido respuesta. Probaré otra vez, resolvió tristemente sentado en el cuarto de estar de su departamento. Probaré por última vez, y si no está en casa, saldré y me emborracharé, iré con chicas y reñiré en los bares, y, si Virginia Calderwood está frente a la puerta cuando vuelva a casa, haré que suba, me acostaré con ella y llamaré a los loqueros para que se nos lleven a los dos.
El teléfono llamó una y otra vez, y estaba a punto de colgar cuando oyó la voz de Jean, , con su tono apagado e infantil:
—Diga.
—¿Tenías el teléfono averiado? —preguntó él.
—No lo sé —respondió ella—. He estado fuera durante todo el día.
—¿Estarás también fuera toda la noche?
Hubo una pausa.
—No —dijo ella.
—¿Podemos vernos?
Estaba dispuesto a colgar de golpe si decía que no. Una vez, le había dicho a Jean que, tratándose de ella, sólo podía sentir dos emociones: furor o éxtasis.
—¿Quieres que nos veamos?
—¿A las ocho? —dijo él—. Podemos tomar una copa en mi casa.
Había mirado por la ventana y no había visto a Virginia Calderwood.
—Tengo que tomar un baño —dijo ella— y me molesta darme prisa. ¿Por qué no vienes tú aquí, y seré yo quien te invite?
—Címbalos y trompetas suenan en mis oídos —dijo él.
—Guárdate tu cultura —dijo ella.
Pero rió entre dientes.
—¿Qué piso?
—Cuarto —dijo ella—. No hay ascensor. Ten cuidado con el corazón.
Y colgó.
Él se duchó y se afeitó. Le temblaba un poco la mano y se hizo un corte en el mentón. Estuvo sangrando durante un buen rato, y pasaban cinco minutos de las ocho cuando llamó a la puerta del piso en que vivía ella, en la Calle 40 Este.
Abrió una chica vestida con pantalón azul y suéter, a la que no conocía y que le dijo:
—Hola. Soy Florence. —Después gritó—: Jeanny, el hombre ha llegado.
—Pasa, Rudy —dijo la voz de Jean, a través de una puerta abierta que daba al cuarto de estar—. Me estoy arreglando.
—Gracias, Florence —dijo Rudy.
Y entró en el cuarto de Jean.
Ésta estaba sentada, desnuda, frente a un pequeño tocador, colocándose unas pestañas postizas. Él no se había dado cuenta, hasta aquel momento, de que usaba pestañas postizas. Pero nada dijo acerca de esto. Ni de que estuviese desnuda. Estaba demasiado ocupado observando la habitación. Toda la pared estaba llena de fotografías de él, sonriendo, frunciendo el ceño, entornando los párpados, escribiendo en su libreta de notas. Algunas fotos eran pequeñas; otras, enormes ampliaciones. Y en todas ellas aparecía favorecido. Por fin, pensó, entusiasmado, por fin se ha decidido.
—Me parece que conozco a ese hombre —dijo.
—Pensé que le reconocerías —dijo Jean.
Sonrosada, firme y delicada, siguió poniéndose las pestañas postizas.
Mientras cenaron, hablaron de la boda. Al llegar a los postres, estuvieron a punto de echarlo todo a rodar.
—Me gustan las chicas que saben lo que quieren —dijo Rudolph, con irritación.
—Pues yo lo sé perfectamente —dijo Jean, malhumorada por su discusión con Rudolph—. Sé lo que voy a hacer este fin de semana. Me quedaré en casa, romperé todas esas fotografías y pintaré de blanco la pared.
Para empezar, ella era ferviente partidaria del secreto. Él quería participarlo inmediatamente a todo el mundo; pero Jean meneó la cabeza.
—Nada de participaciones —dijo.
—Tengo madre y una hermana —dijo Rudolph—. Y, en realidad, también tengo un hermano.
—Ésta es la cuestión. Yo tengo padre y un hermano. Y no puedo soportar a ninguno de los dos. Si se enteran de que tú lo has participado a tu familia y yo no les he dicho nada, los truenos del Oeste retumbarán durante más de diez años. Y, cuando nos hayamos casado, no quiero saber nada de tu familia, ni que tú sepas nada de la mía. Se acabaron las familias y los banquetes del Día de Acción de Gracias en el antiguo hogar.
Rudolph había cedido en esto, sin oponer gran resistencia. Su boda no podía ser una ocasión dichosa para Gretchen, a los pocos meses de la muerte de Colin. Y la perspectiva de su madre, gimoteando y vestida de beata, no resultaba muy halagüeña. Además, se evitaría el escándalo que armaria Virginia Calderwood al enterarse de la noticia. Pero no notificarlo a Johnny Heath, a Johnny y a Brad Knight, le traería complicaciones en su oficina, sobre todo, si pretendía emprender el viaje de luna de miel inmediatamente después de la boda. Los puntos en que había habido acuerdo entre Jean y él eran que no habría banquete, que saldrían lo antes posible de Nueva York, que no se casarían en la iglesia y que pasarían la luna de miel en Europa.
En cambio, no se habían puesto de acuerdo en lo que harían al regresar de Europa. Jean se negaba a dejar de trabajar y a vivir en Whitby.
—¡Maldita sea! —dijo Rudolph—. Todavía no nos hemos casado y ya quieres que me convierta en un marido temporal.
—No me gusta la vida hogareña —dijo Jean, tercamente—. No me gustan las poblaciones pequeñas. Me he abierto camino en la ciudad. No voy a renunciar a todo, sólo porque un hombre quiere casarse conmigo.
—Jean… —dijo Rudolph, en tono amonestador.
—Está bien —rectificó ella—, sólo porque quiero casarme con un hombre.
—Así está mejor —dijo él.
—Tú mismo dijiste que tu oficina debería estar en Nueva York.
—Pero no está.
—Me querrás más, si no me ves continuamente.
—No.
—Pues yo, sí.
También en esto había cedido, pero de mala gana.
—Es mi última rendición —dijo.
—Sí, cariño —dijo ella, pestañeando, con burlona modestia y apretándole exageradamente la mano sobre la mesa—. Admiro a los hombres que saben imponerse.
Ambos se echaron a reír. Todo había quedado arreglado, y Rudolph dijo:
—Pero lo habremos de participar a un hijo de perra, y es ese pegajoso fotógrafo amigo tuyo. Si quiere venir a la boda, dile que será bien recibido, pero que tendrá que afeitarse.
—De acuerdo —dijo Jean—, si yo puedo participarlo a Virginia Calderwood.
Crueles y felices, salieron del restaurante cogidos de la mano y entraron en un bar de la Tercera Avenida, para brindar en secreto, amorosamente, y al fin, un poco achispados, por los años venideros.
Al día siguiente, Rudolph compró una sortija de brillantes en «Tiffany's»; pero ella le obligó a devolverla.
—Odio la ostentación —dijo—. Sólo quiero que seas puntual el día de la boda y que me regales una sencilla alianza de oro.
Era imposible no decir a Calderwood y a Brad y a Johnny Heath que estaría al menos un mes ausente, y no explicarles la razón. Jean cedió en esto, pero a condición de que les hiciese jurar que guardarían el secreto. Y así lo hizo él.
Calderwood se mostró contristado. Rudolph no hubiese podido decir si era a causa de su hija o de que no le gustaba la idea de que él permaneciese un mes alejado del negocio.
—Espero que no te hayas precipitado —dijo Calderwood—. Recuerdo a esa chica. Me pareció poquita cosa. Apuesto a que no tiene un real.
—Trabaja —dijo Rudolph, a la defensiva.
—No me parece bien que las mujeres casadas trabajen —dijo Calderwood—. ¡Ay, Rudy! Pensar que podrías haberlo tenido todo…
Todo, pensó Rudolph. Incluso a la loca de Virginia Calderwood y sus cartas pornográficas.
Tampoco Brad y Johnny se mostraron muy entusiasmados; pero él no se casaba para complacerles. Entusiastas o no, ambos asistieron a la boda y les acompañaron al aeropuerto en compañía de Florence.
El primer incidente matrimonial de Rudolph se produjo cuando facturó el equipaje de Jean y resultó que llevaba un exceso de peso de casi cuarenta kilos.
—¡Dios mío! —dijo—. ¿Qué llevas ahí?
—Un poco de ropa para cambiarme —dijo Jean—. No querrás que tu esposa ande desnuda delante de los franceses, ¿verdad?
—Para una chica a la que le disgusta la ostentación —dijo él, mientras extendía un cheque para pagar el exceso de peso—, veo que llevas muchos trapos.
Trató de decirlo sin darle importancia; pero, por un instante, aquello le pareció de mal agüero. Los largos años de ahorrar hasta el último penique le habían hecho precavido en cuestiones de dinero. Esposas derrochadoras habían arruinado a hombres mucho más ricos que él. Un temor injustificado. La haré entrar en razón, en caso necesario, pensó. Hoy, se sentía capaz de resolverlo todo. La asió de la mano y la condujo al bar.
Tuvieron tiempo de beber dos botellas de champaña, antes de tomar el avión y de prometer a Johnny Heath que llamaría a Gretchen y a la madre de Rudolph para darles la noticia, cuando el avión hubiese despegado.
Los días se hicieron más cálidos. Rudolph y Jean haraganeaban, tumbados al sol. Se pusieron muy morenos, y los cabellos de Jean se volvieron casi rubios, decolorados por el sol y el agua de mar. Ella le dio lecciones de tenis en las pistas del hotel y le dijo que tenía condiciones para el juego. Se mostraba muy severa en sus lecciones y le reprendía vivamente cuando fallaba un golpe. También le enseñó esquí acuático. Y él se sorprendió al ver las muchas cosas que sabía hacer.
Se hacían subir la comida a su caseta del muelle de lanchas rápidas. Comían langosta fría y bebían vino blanco, y, después de comer, subían a sus habitaciones a hacerse el amor, con los postigos cerrados para resguardarse del sol de la tarde.
Él no miraba a ninguna de las chicas que yacían casi desnudas alrededor de la piscina del hotel y sobre las rocas próximas al trampolín, aunque dos o tres de ellas merecían ser contempladas.
—No eres normal —le dijo Jean.
—¿Por qué?
—Porque no miras.
—Te miro a ti.
—Que sea por muchos años —dijo ella.
Descubrieron nuevos restaurantes y comieron bullabesa en la terrasse de «Chez Félix», desde donde se podían contemplar las embarcaciones del puerto de Antibes a través del arco de la muralla. Cuando, después, se hacían el amor, ambos olían a ajos y a vino, pero no les importaba.
Hicieron excursiones a los pueblos de la montaña, visitaron la capilla de Matisse y las alfarerías de Vallauris, y comieron en la terraza de la «Colombe d'Or», en St.-Paul-de-Vence, bajo el aleteo de las blancas palomas. Allí se enteraron, con pesar, de que la bandada era siempre blanca porque las palomas echaban del nido a los pichones de otro color. Y, si alguna vez toleraban a sus impuros hijitos, el dueño del establecimiento se encargaba de matarlos.
Adondequiera que fuesen, Jean llevaba su cámara consigo y tomaba innumerables fotos de Rudolph, sobre fondos de mástiles, murallas, palmeras y olas.
—Me servirás para empapelar nuestro dormitorio en Nueva York —le dijo.
Él ya no se preocupaba en ponerse la camisa al salir del agua. Jean decía que le gustaba el vello de su pecho y de sus hombros.
Pensaban dar una vuelta por Italia, cuando se cansasen de Cap d'Antibes. Consultaban el mapa y recorrían las ciudades de Menton, San Remo, Milán —para ver La Última Cena—. Rapallo, Santa Margherita, Florencia —por las obras de Miguel Ángel y Botticelli—, Bolonia, Siena, Asís, Roma. Estos nombres eran como campanitas tañendo bajo la luz del sol. Jean había estado en todos aquellos lugares. Otros veranos. Pasaría mucho tiempo antes de que él lo supiese todo acerca de ella.
Pero no se cansaban de Cap d'Antibes.
Un día, él le ganó un «set» a Jean en un partido de tenis. Ella defendió tres veces un «set-ball», pero él acabó ganando. Se puso furiosa. Por dos minutos.
Enviaron un cable a Calderwood, diciéndole que retrasaban el regreso.
No hablaban con nadie del hotel, salvo con una actriz de cine italiana que era tan hermosa que uno se veía impulsado a hablarle. Jean pasó una mañana tomándole fotos y las envió al Vogue de Nueva York. El Vogue cablegrafió diciendo que se publicaría una serie en el número de septiembre.
Aquel mes, nada podía fallar.
Aunque no se habían cansado de Cap d'Antibes, subieron al coche y se dirigieron al Sur, para recorrer las ciudades previstas sobre el mapa. Ningún lugar les defraudó.
Se sentaron en la plaza empedrada de Portofino y comieron helado de chocolate, el mejor helado de chocolate del mundo. Observaron a las mujeres que vendían postales, encajes y mantelerías bordadas a los turistas, en sus tenderetes, y contemplaron los yates anclados en el puerto.
Había allí un esbelto yate blanco, de unos quince metros de eslora, de bella y dinámica línea italiana, y Rudolph dijo:
—Las máquinas valen la pena, cuando toman esa forma.
—¿Te gustaría que fuese tuyo? —preguntó Jean, comiendo su helado de chocolate.
—¿A quién no le gustaría? —dijo Rudolph.
—Te lo compraré —dijo ella.
—Gracias. Y pensándolo bien, ¿por qué no un «Ferrari», un abrigo forrado de visón y una casa de cuarenta habitaciones en Cap d'Antibes?
—No —dijo ella, sin dejar de comer helado—. Lo he dicho en serio. Si es que de verdad te gusta.
Él la observó fijamente. Estaba serena y hablaba en serio.
—Un momento —dijo—. El Vogue no va a pagarte tanto por esas fotos.
—Esto no tiene nada que ver con el Vogue. Soy extraordinariamente rica. Cuando murió mi madre, me dejó un abominable montón de acciones y obligaciones. Su padre era dueño de una de las más importantes empresas de productos farmacéuticos de los Estados Unidos.
—¿Cómo se llama esa compañía? —preguntó Rudolph, con recelo.
Jean le dijo el nombre de la empresa.
Rudolph silbó entre dientes, soltando la cucharilla.
—Todo está en un fondo administrado por mi padre y por mi hermano hasta que yo cumpla los veinticinco años —explicó Jean—. Pero incluso ahora, mis ingresos son tres veces mayores que los tuyos. Confío en que no te habré estropeado el día.
Rudolph soltó la carcajada.
—¡Jesús! —dijo—. ¡Vaya luna de miel!
Jean no le compró el yate aquella tarde, pero sí una chillona camisa de color rosa, en una tiendecita del puerto.
Más tarde, cuando él le preguntó por qué no se lo había dicho antes, ella se mostró evasiva.
—No me gusta hablar de dinero —dijo—. En mi familia, no se hablaba de otra cosa. Cuando tuve quince años, adquirí el convencimiento de que el dinero pervierte el alma cuando no se piensa en otra cosa. A partir de aquella edad, no volví a pasar un verano en casa. Y, al terminar mis estudios, jamás gasté un centavo del dinero heredado de mi madre. Dejé que mi padre y mi hermano lo reinvirtiesen en el negocio. Ellos quieren que les permita seguir empleándolo cuando termine el fideicomiso, pero se van a llevar una gran sorpresa. Me estafarían, si pudieran, y no estoy dispuesta a dejarme estafar. Sobre todo, por ellos.
—Bueno, ¿qué vas a hacer con él?
—Tú lo administrarás por mi cuenta —dijo ella—. Perdón, por nuestra cuenta. Empléalo como mejor te parezca. Pero no me hables de ello. Y que no sirva para hacernos llevar una vida vana, caprichosa e inútil.
—Durante estas semanas, nuestra vida ha sido bastante caprichosa —dijo Rudolph.
—Hemos gastado un dinero que ganaste con tu trabajo —dijo Jean—. Y, a fin de cuentas, es una luna de miel. Una luna que no es real.
Cuando llegaron a su hotel, en Roma, encontraron un cablegrama dirigido a Rudolph. Era de Bradford Knight y decía así: Tu madre en el hospital Punto El médico teme próximo fin Punto Esperamos pronto regreso.
Rudolph tendió el cable a Jean. Aún estaban en el vestíbulo y acababan de entregar sus pasaportes en la recepción. Jean leyó el cable en voz baja y se lo devolvió.
—Supongo que deberíamos mirar si hay un avión esta noche —dijo.
Eran casi las cinco de la tarde cuando habían llegado al hotel.
—Subamos a la habitación —dijo Rudolph, que no quería pensar en lo que tenía que hacer entre la barahúnda de un vestíbulo de hotel romano.
Subieron en el ascensor, entraron en la habitación y esperaron a que el mozo que les había acompañado abriese los postigos y dejase entrar la luz y el ruido de Roma.
—Les deseo buena estancia —dijo el mozo.
Y salió. Después, esperaron a que los botones del hotel dejasen su equipaje. Los chicos salieron y ellos se quedaron mirando las maletas cerradas. Tenían planeado pasar al menos dos semanas en Roma.
—No —dijo Rudolph—. No vamos a mirar si sale un avión esta noche. Mi anciana madre no nos privará por completo de Roma. Partiremos mañana. Nos tomaremos un día para nosotros. Aún la encontraremos viva. Por nada del mundo se privaría de la satisfacción de morir ante mis ojos. Abre las maletas.