Capítulo V

Hacía frío en la proa; pero a Thomas le gustaba estar allí, solo, contemplando las olas largas y grises del Atlántico. Incluso cuando no era su turno de guardia, solía permanecer allí durante largas horas, fuese cual fuese el tiempo atmosférico, sin hablar con nadie, plantado en silencio, observando la proa que se hundía y surgía en un remolino de agua blanca, en paz consigo mismo, sin pensar en nada, sin querer ni necesitar pensar en algo.

El barco navegaba bajo pabellón liberiano, pero, en dos viajes, no se había acercado a las costas de Liberia. El hombre llamado Pappy, director de «Aegean Hotel», se había mostrado tan servicial como había pronosticado Schultzy. Le había dado la ropa y el saco de un viejo marinero noruego que había muerto en el hotel, y le había enrolado en el Elga Andersen, barco de propiedad griega y que tomaba carga en Hoboken con destino a Rotterdam, Algeciras, Génova y el Pireo. Thomas no había salido de su habitación del «Aegean» durante los ocho días que había estado en Nueva York, y Pappy se había encargado personalmente de llevarle la comida, cuando Thomas le dijo que no quería que le viesen los camareros y empezasen a hacerle preguntas. La noche antes de zarpar el Elga Andersen, Pappy le había llevado al muelle de Hoboken y había esperado a que firmase en el rol. El favor que Schultzy le había hecho a Pappy durante la guerra, cuando aquél estaba en la Marina Mercante, tenía que haber sido muy grande.

El Elga Andersen había zarpado al amanecer del día siguiente, y si alguien andaba buscando a Tommy Jordache, su tarea no resultaría nada fácil.

El Elga Andersen era un buque «Liberty» de diez mil toneladas. Construido en 1943, había conocido tiempos mejores. Había pasado de mano en mano, produciendo rápidas ganancias, y nadie había hecho en él más de lo absolutamente necesario para mantenerlo a flote y en condiciones de navegar. El casco estaba lleno de lapas, sus motores chirriaban, no había sido pintado en muchos años, había orín por todas partes y el capitán era un viejo loco que rezaba arrodillado en el puente cuando había tormenta y que había sido suspendido de empleo durante la guerra, por simpatizar con los nazis. Los oficiales tenían documentos de identidad de diez países diferentes y habían sido despedidos de otros barcos por embriaguez, incompetencia o latrocinio. Los hombres de la tripulación procedían de casi todos los países con costas en el Atlántico o el Mediterráneo: griegos, yugoslavos, noruegos, italianos, marroquíes, mexicanos y norteamericanos, la mayoría de ellos con documentos que no habrían resistido una inspección. Casi a diario había riñas en el comedor, donde se jugaba continuamente al póquer; pero los oficiales se guardaban muy mucho de intervenir.

Thomas se mantenía alejado del póquer y de las riñas, sólo hablaba cuando era necesario, no contestaba a las preguntas, y se sentía tranquilo. Tenía la impresión de que había encontrado su sitio en el planeta, surcando las anchas aguas del mundo. No había mujeres, no tenía que preocuparse por el peso, no orinaba sangre por la mañana, no tenía que arrebañar dinero a fin de mes. Algún día, le pagaría a Schultzy los ciento cincuenta pavos que le había dado en Las Vegas. Con intereses.

Oyó pasos a su espalda, pero no se volvió.

—Esta noche, tendremos jaleo —dijo el hombre que acababa de reunirse con él en la proa—. Avanzamos directamente hacia una tormenta.

Thomas gruñó. Había reconocido la voz. Un joven apellidado Dwyer, un chiquillo del Medio Oeste que parecía marica. Tenía dientes de conejo y le apodaban Bunny.

—Lo digo por el patrón —prosiguió Dwyer—. Está rezando en el puente. Y ya conoces el dicho: «Lleva un cura a bordo, y hará mal tiempo».

Thomas no dijo nada.

—Esperemos que no sea muy fuerte —dijo Dwyer—. Muchos de estos «Liberty» se han partido en dos con mar arbolada. Y con la carga que llevamos… ¿Has visto la lista del cargamento?

—No.

—Pues es de miedo. ¿Es éste tu primer viaje?

—El segundo.

Dwyer se había enrolado en Savannah, donde había atracado el Elga Andersen después del primer viaje de regreso de Thomas en el barco.

—Es un cascaron infernal —dijo Dwyer—. Sólo embarqué en él por si se presentaba una oportunidad.

Thomas comprendió que Dwyer esperaba que le preguntase cuál era esa oportunidad, pero siguió sin decir nada, observando fijamente el horizonte crepuscular.

—Pues sí —prosiguió Dwyer, al darse cuenta de que Thomas no hablaría—, tengo título de tercer piloto. En los barcos americanos, tendría que esperar años para ascender a la cima. En cambio, en una bañera como ésta, con la clase de chusma que tenemos como oficiales, es probable que alguno se caiga borracho por la borda o lo pille la Policía en algún puerto, y entonces, tendré mi oportunidad, ¿comprendes?

Thomas volvió a gruñir. No tenía nada contra Dwyer, pero tampoco le debía nada.

—¿No piensas obtener el título de piloto? —preguntó Dwyer.

—No lo había pensado.

Las salpicaduras del agua empezaban a saltar por la proa al encresparse el mar, y Thomas se arrebujó en su chaqueta. Debajo de ésta, llevaba un grueso suéter azul de cuello de tortuga. El viejo noruego que había muerto en el «Aegean Hotel» debía de ser muy corpulento, porque sus ropas se adaptaban bien al cuerpo de Thomas.

—Es lo único que puede hacerse —dijo Dwyer—. Lo comprendí la primera vez que pisé la cubierta de un barco. El marinero corriente, e incluso de primera clase, no tiene nada que hacer. Vive como un perro y es un viejo inútil a los cincuenta años. Incluso en los barcos americanos, con el sindicato y la fruta fresca y todo lo demás. Fruta fresca. ¡Vaya una cosa! La cuestión es ascender. Llevar galones. Cuando regresemos, iré a Boston e intentaré examinarme de segundo piloto.

Thomas le miró con curiosidad. Dwyer llevaba un sombrero blanco, calado sobre un sueste amarillo y botas altas y nuevas, con suela de goma. Era bajito, y con sus ropas nuevas de marinero, parecía un niño vestido para un baile de disfraces. El viento había enrojecido su cara, pero no a la manera de los hombres que trabajaban al aire libre, sino más bien a la de una niña no acostumbrada al frío y que se hubiese expuesto de repente a él. Tenía largas y negras pestañas, sobre unos ojos negros y dulces, y parecía estar pidiendo algo. La boca era demasiado grande, demasiado llena y excesivamente locuaz. Metía y sacaba continuamente las manos en los bolsillos.

¿Será esa la causa —pensó Thomas— de que haya subido a hablarme y de que me sonría siempre al cruzarse conmigo? Era mejor poner las cosas en claro de una vez.

—Si eres un tipo tan instruido —dijo rudamente—, con título de piloto y todo lo demás, ¿qué haces aquí, con unos pobres infelices como nosotros? ¿Por qué no estás bailando con alguna rica heredera, en un barco de lujo, con tu elegante uniforme blanco de oficial?

—No pretendo darme aires de superioridad, Jordache —dijo Dwyer—. Puedes creerme. Pero me gusta hablar con alguien de vez en cuando. Somos aproximadamente de la misma edad, eres americano y tienes distinción. Lo vi en el acto: distinción. Todos los demás de barco son unos bestias. Siempre se burlan de mí, porque no soy de los suyos, porque tengo ambición y no participo en sus tramposas partidas de póquer. Supongo que lo habrás advertido.

—No he advertido nada —dijo Thomas.

—Se imaginan que soy un marica o algo por el estilo —dijo Dwyer—. ¿Tampoco lo has advertido?

—No.

Salvo a la hora del rancho, Thomas no se acercaba al comedor.

—Es mi gran desgracia —dijo Dwyer—. Cuando solicito un puesto de tercer piloto, sea donde sea, siempre me ocurre lo mismo. Observan mis documentos y mis recomendaciones, hablan un rato conmigo y, después, me miran de arriba abajo, de un modo extraño, y me dicen que no hay ningún puesto vacante. Conozco esta mirada desde un kilómetro de distancia. Y te juro que no tengo nada de marica, Jordache.

—No tienes que jurarme nada —dijo Thomas.

Le molestaba esta conversación. No deseaba conocer los secretos o los apuros de nadie. Sólo quería hacer su trabajo, ir de puerto en puerto y surcar los mares en un aislamiento total.

—¡Tengo novia formal! —gritó Dwyer. Hurgó en el bolsillo trasero del pantalón, sacó una cartera y extrajo de ella una fotografía—. Mira, mira esto. —Plantó la foto ante las narices de Thomas—. Ésta es mi novia, y éste soy yo. El verano pasado, en Narragansett Beach. —Una joven bonita y rolliza, de rizados cabellos rubios, en traje de baño, y a su lado, Dwyer, bajito pero delgado y musculoso, como un peso mosca, luciendo un ajustado slip. Tenía buena planta para subir a un ring; pero, desde luego, ahora no había que pensar en esto—. ¿Tengo pinta de marica? —preguntó Dwyer—. ¿Tiene esa chica aspecto de querer casarse con un marica?

—No —confesó Thomas.

La espuma que saltaba sobre la proa salpicaba la fotografía.

—Será mejor que la guardes —dijo Thomas—. El agua va a estropearla.

Dwyer sacó un pañuelo, secó la instantánea y la guardó en la cartera.

—Sólo quería que supieses —dijo— que, si alguna vez tengo ganas de hablar contigo, no es por nada de eso.

—Está bien —dijo Thomas—. Ahora, ya lo sé.

—Y una vez aclaradas las cosas —dijo Dwyer, en tono casi agresivo—, nada más tengo que decir.

Y dio bruscamente media vuelta, y se alejó por la pasarela provisional tendida sobre unas cañerías de petróleo estibadas en la proa.

Thomas meneó la cabeza, sintiendo los pinchazos de la espuma en la cara. Todo el mundo tenía sus problemas. Todo un cargamento de problemas. Si cada uno de los tripulantes subiese a contarle sus apuros, habría para echarse por la borda.

Se acurrucó en la proa, para evitar los golpes directos de la espuma asomando sólo la cabeza de vez en cuando para cumplir su tarea de guardia, consistente en observar lo que había delante del Elga Andersen.

Papeles de piloto, pensó. ¿Por qué no, si uno pensaba ganarse la vida en el mar? Más adelante y sin darle importancia, le preguntaría a Dwyer lo que había que hacer para conseguirlos. Fuese o no fuese marica.

Estaban en el Mediterráneo cruzando el estrecho de Gibraltar, pero el tiempo aún era peor. Sin duda, el capitán seguía rezando a Dios y a Adolf Hitler en el puente. Ningún oficial se había emborrachado y caído por la borda, y Dwyer seguía esperando su ascenso. Éste y Thomas se hallaban en el antiguo cuarto de los artilleros navales, a popa, sentados ante la mesa de acero clavada en el suelo. Los cañones antiaéreos habían sido desmontados hacía mucho tiempo, pero nadie se había preocupado de desmantelar las dependencias de sus servidores. Había al menos diez orinales en ellas, y Thomas pensó que los jóvenes artilleros debían de mear como locos cada vez que pasaba un avión por encima de sus cabezas.

El mar estaba tan encrespado que, a cada cabezada, salía la hélice del agua y retemblaba toda la popa, de modo que Dwyer y Thomas tenían que sujetar los papeles, los libros y los planos que había sobre la mesa, para que no cayesen al suelo. Pero aquél era el único lugar donde podían estar a solas y trabajar juntos. Como mínimo, pasaban allí un par de horas al día, y Thomas, que nunca había prestado atención en la escuela, se sorprendía al ver la rapidez con que aprendía de Dwyer todo lo referente a navegación, empleo del sextante, mapa estelar, cargamentos y todas las demás materias que tendría que saberse al dedillo cuando se examinase para tercer piloto. También le sorprendía lo mucho que gozaba con estas sesiones. Pensando en ello en su litera, cuando no estaba en guardia, y mientras los otros dos hombres de su camarote roncaban a pierna suelta, llegó a creer que comprendía la razón del cambio. No era sólo cuestión de la edad. Seguía sin leer otras cosas, ni siquiera los periódicos, ni siquiera las páginas de deportes. Las cartas de navegar, los folletos, los planos de motores y las formulas, eran una salida para él. Por fin, una salida.

Dwyer había trabajado en las salas de máquinas de los barcos, así como en cubierta, y tenía una rudimentaria, pero clara idea de los problemas de la mecánica, y la experiencia de Thomas en los garajes hacía que éste comprendiese más fácilmente las explicaciones de aquél.

Dwyer se había criado en las orillas del Lago Superior, había navegado en pequeñas embarcaciones desde su infancia, y al terminar sus estudios secundarios, se había marchado a Nueva York y había bajado a la Battery, a ver pasar los barcos que entraban y salían del puerto, y se había enrolado en un petrolero del servicio costero. Nada de lo que le había pasado desde entonces había mitigado su entusiasmo por el mar.

No hizo preguntas sobre el pasado de Thomas, ni éste le dio ninguna información. Agradecido a las enseñanzas de Dwyer, Thomas casi empezó a sentir simpatía por el hombrecillo.

—Algún día —dijo Dwyer, sujetando una carta que resbalaba sobre la mesa—, tú y yo tendremos nuestros propios barcos. Capitán Jordache, el capitán Dwyer le presenta sus respectos y solicita que le haga el honor de subir a bordo de su barco.

—Sí —dijo Thomas—. Como si lo estuviera viendo.

—Sobre todo, si hay guerra —dijo Dwyer—. No me refiero a una guerra grande, como la Segunda Guerra Mundial, en que bastaba que supieses remar por el lago de Central Park para que te hiciesen capitán de alguna clase de barco. Quiero decir una guerra pequeña, como la de Corea. No tienes idea de los chicos que volvieron a casa cargados de dinero, con paga de combatientes y otras ventajas por el estilo. Y muchos que no sabían distinguir su propio culo de la popa acabaron siendo capitanes de sus barcos. ¡Caray! Si los Estados Unidos empiezan a luchar pronto en alguna parte, y si no nos descuidamos, nadie sabe adónde podemos llegar.

—Guarda tus sueños para el catre —dijo Thomas—. Volvamos al trabajo.

Se inclinaron sobre la carta.

Fue en Marsella donde se le ocurrió a Thomas la gran idea. Era casi medianoche, y él y Dwyer habían cenado juntos en una tasca del Vieux Port. Thomas recordó que estaban en la costa meridional de Francia, y habían bebido tres botellas de vino clarete entre los dos, precisamente porque estaban en la costa meridional de Francia, aunque Marsella no pudiese considerarse como ciudad de recreo para turistas. El Elga Andersen levaría anclas a las cinco de la mañana, y con tal de que estuviesen a bordo antes de esa hora, todo iría bien.

Después de cenar, habían ido a dar una vuelta y entrado en varios bares, y ahora habían hecho la última parada en un bar pequeño y oscuro, junto a la Canebière. Un tocadiscos atronaba el aire y unas cuantas prostitutas gordas estaban sentadas en la barra, esperando a que alguien les preguntase si querían tomar algo. A Thomas no le habría importado irse con una chica, pero aquellas zorras valían poco y probablemente tenían blenorragia, y no se parecían en nada a la clase de damas con quienes pensaba él que debía uno acostarse en el sur de Francia.

Mientras bebía, un poco achispado, en una mesa adosada a la pared, contemplando las gordas piernas de las chicas, que asomaban bajo chillones vestidos de seda artificial, Thomas recordó diez de los mejores días de su vida, pasados en Cannes con aquella inglesa loca y aficionada a las joyas.

—Escucha —le dijo a Dwyer, que estaba sentado frente a él, bebiendo cerveza—. Tengo una idea.

—¿Cuál es?

Dwyer observaba cautelosamente a las chicas, temeroso de que una de ellas se acercase y se sentase a su lado y pusiera una mano sobre su rodilla. Antes le había dicho a Thomas que estaba dispuesto a irse con una prostituta para demostrarle, de una vez para siempre, que no era marica; pero Thomas le había respondido que no era necesario, que le importaba un bledo que fuese marica o no lo fuese, y que, a fin de cuentas, nada demostraría con ello, pues conocía a muchos maricones que también se acostaban con mujeres.

—Cuál… ¿qué? —dijo Thomas.

—Dijiste que se te había ocurrido una idea.

—Una idea. ¡Ah, sí! Una idea. Perderemos el barco.

—Estás loco —dijo Dwyer—. ¿Qué haríamos en Marsella sin un barco? Nos meterían en la cárcel.

—Nadie nos meterá en la cárcel —afirmó Thomas—. No he dicho que lo abandonemos para siempre. ¿Cuál es el primer puerto donde toca? Me parece que es Génova.

—Sí, Génova —dijo Dwyer, de mala gana.

—Lo tomaremos en Génova —dijo Thomas—. Diremos que nos emborrachamos y que nos despertamos cuando el barco ya estaba fuera del puerto. Y que por esto fuimos a alcanzarlo en Génova. ¿Qué pueden hacernos? Descontarnos unos cuantos días de la paga, nada más. Y ya es bastante mezquina. Después de Génova, el barco regresa directamente a Hoboken, ¿no es cierto?

—Sí.

—De este modo, no perderemos ningún día en tierra, pues no podrán retenernos a bordo al atracar en algún puerto. En todo caso, no quiero seguir navegando en esta asquerosa bañera. Ya encontraremos algo mejor en Nueva York.

—Pero ¿qué haremos desde aquí hasta Génova?

—Viajar. Haremos un gran viaje —dijo Thomas—. Iremos en tren a Cannes. El refugio de los millonarios, como dicen los periódicos. Yo he estado allí. Los mejores días de mi vida. Nos tumbaremos en la playa y conquistaremos a algunas damas. Llevamos la paga en el bolsillo…

—Estoy ahorrando —dijo Dwyer.

—Vive un poco, vive un poco —dijo Thomas, con impaciencia.

Ahora, le parecía inconcebible que pudiese volver a la oscuridad del barco, a las guardias, a la pintura resquebrajada, a comer la basura que les daban, con Cannes esperándole a la vuelta de la esquina.

—Ni siquiera traigo mi cepillo de dientes —dijo Dwyer.

—Te compraré uno —dijo Thomas—. Escucha: siempre me estás diciendo que eres un gran marino, que cruzaste todo el Lago Superior en una canoa cuando eras pequeño…

—¿Y qué tiene que ver el Lago Superior con Cannes?

—Marinerito… —era una de las prostitutas del bar, con un vestido de lentejuelas que dejaba al descubierto la mayor parte de su pecho—. Marinerito, ¿tú quieres invitarrr a una copita a linda dama y pasarrr después un grratito con ella?

Y sonrió, mostrando unos dientes de oro.

—Lárgate de aquí —dijo Thomas.

Salaud —dijo amablemente la mujer.

Y se dirigió a la máquina tocadiscos.

—¿Qué tiene que ver el Lago Superior con Cannes? —dijo Thomas—. Voy a decírtelo. Tú fuiste un buen marinero de canoa cuando eras pequeño, en el Lago Superior…

—Bueno, yo…

—¿Lo fuiste o no?

—¡Por el amor de Dios, Tommy! —dijo Dwyer—. Nada dije que fuera Cristóbal Colón o algo parecido. Dije que navegué en una canoa y en barquitos de motor por el Lago Superior, cuando era pequeño…

—Sabes manejar una barca. ¿O acaso me equivoco?

—Claro que sé manejar embarcaciones pequeñas —confesó Dwyer—. Pero aún no he comprendido…

—En la playa de Cannes —dijo Thomas—, alquilan barcas de vela por horas. Quiero ver con mis ojos cómo te portas. Eres un as de la teoría, con los libros y los mapas. Pues bien, quiero verte haciendo entrar y salir una barca de algún sitio. ¿O he de creerlo también bajo palabra, como que no eres maricón?

—¡Tommy! —dijo Dwyer, muy dolido.

—Y podrás enseñarme —dijo Thomas—. Quiero aprender de un experto. Bueno, ¡al diablo con todo! Si eres demasiado gallina para venir conmigo, me iré yo solo. Vuelve al barco, como un buen chico.

—Está bien —dijo Dwyer—. Nunca hice nada parecido. Pero lo haré. ¡Al diablo con el barco!

Apuró su cerveza.

—El Grand Tour —dijo Thomas.

No fue tan grande como el que recordaba, porque le acompañaba Dwyer y no aquella inglesita loca. Pero estuvo bastante bien, desde luego, mucho mejor que tener que hacer guardias en el Elga Andersen, y comer aquella bazofia, y dormir en el mismo apestoso camarote con los dos marroquíes roncadores.

Encontraron un hotelito barato que no estaba mal del todo, detrás de la Rue d'Antibes, y fueron a la playa a nadar, aunque todavía era primavera y el agua estaba tan fría que sólo podían aguantar un breve rato dentro de ella. Pero los blancos edificios eran los mismos, el vino clarete era el mismo, el cielo azul era el mismo y los grandes yates atracados en el muelle eran los mismos. Y no tenía que preocuparse por su peso, ni por enfrentarse con un asesino francés cuando terminasen sus vacaciones.

Alquilaron una barquita de vela. Dwyer no había mentido, sabía manejar embarcaciones pequeñas. En dos días, enseñó muchas cosas a Thomas, y éste fue capaz de tirar la cuerda y virar con la vela casi rozando el agua, nueve veces de cada diez.

Pero la mayor parte del tiempo lo pasaban en el puerto, paseando despacio por los muelles, admirando las canoas, las goletas, los grandes yates y los barcos de excursiones, todos ellos inmóviles en el puerto, para ser limpiados y pintados con vistas a la próxima temporada veraniega.

—¡Dios mío! —dijo Thomas—. ¡Pensar que hay tanto dinero en el mundo y que nosotros no tenemos una gorda!

Descubrieron un bar del Quai St. Pierre, frecuentado por marineros y patrones que trabajaban en embarcaciones de placer. Había algunos ingleses; otros chapurreaban un poco el idioma, y los dos jóvenes entablaban conversación con ellos siempre que se les presentaba una ocasión. Al parecer, el trabajo de aquellos hombres no era muy duro, y el bar estaba casi siempre medio lleno, fuese cual fuese la hora. Se acostumbraron a beber pastís, porque todos lo bebían y porque era barato. No habían hecho ninguna conquista, y las chicas que les llamaban desde sus coches en la Croisette o detrás del puerto pedían demasiado dinero. Pero, por primera vez en su vida, a Thomas le tenían sin cuidado las mujeres. Le bastaba con el puerto, con la visión de la vida que bullía a su alrededor, de aquellos hombres que vivían, a temporadas, en hermosos barcos. Durante nueve meses al año, no tenían ningún jefe que les incordiase, y después, al llegar el verano, se plantaban al timón de un yate de cien mil dólares, iban a lugares tales como St. Tropez, Montecarlo y Capri, y volvían a puerto transportando muchachas en traje de baño, tumbadas en la cubierta. Y todos parecían tener dinero. Lo que no ganaban como sueldo lo percibían en comisiones de los abastecedores y de los astilleros, e hinchando las cuentas de gastos. Comían y bebían como reyes, y algunos de los viejos empalmaban las borracheras de un día a otro.

—Esos tipos —dijo Thomas, cuando llevaban cuatro días en la ciudad— han resuelto todos los problemas del universo.

Incluso pensó en desertar del Elga Andersen y tratar de conseguir un empleo en un yate para el verano; pero resultó que, a menos que uno tuviese el título de patrón, sólo podía aspirar a que le contratasen para tres o cuatro meses, con un sueldo ínfimo, exponiéndose a pasar sin blanca todo el resto del año. Y, por mucho que le gustase Cannes, el simple hecho de vivir allí no justificaba ocho meses de hambre.

Dwyer estaba tan deslumbrado como él. O tal vez más. No había estado nunca en Cannes, pero había admirado los barcos y rondado entre ellos toda su vida. Lo que Thomas descubría como adulto era, para Dwyer, un recordatorio de los mayores placeres de su adolescencia.

Había en el bar un inglés llamado Jennings, hombre menudo, de tez muy morena y cabellos blancos, que había estado en la Marina inglesa durante la guerra y que poseía, en plena propiedad, una embarcación de sesenta pies y cinco camarotes. El barco era viejo e inseguro, les dijo el inglés, pero él lo conocía como a su propia madre y lo llevaba por todo el Mediterráneo, Malta, Grecia, Sicilia, etcétera, en viajes especiales y actuando él de capitán. Tenía un agente en Cannes que hacía los tratos con los excursionistas, cobrando una comisión del diez por ciento. Había tenido suerte, dijo. El antiguo dueño del barco, a cuyas órdenes había trabajado, odiaba a su esposa. Cuando murió, dejó la embarcación a Jennings, por puro despecho. Bueno, eran cosas imprevisibles, pero que a veces sucedían.

Jennings sorbió satisfecho su pastís. Su yate a motor, el Gertrude II, achaparrado, pero limpio y de cómoda apariencia, estaba atracado durante el invierno al otro lado de la calle, precisamente frente al bar, y Jennings, mientras bebía, podía contemplarlo amorosamente: todo lo bueno, al alcance de la mano.

—Es una vida estupenda —dijo—, tengo que confesarlo, yanquis. Mucho más que afanarse por un par de pavos al día, cargando mercancías en los muelles de Liverpool o sudando sangre para engrasar los motores de una bañera en el mar del Norte, durante una galerna de invierno. Y esto, dejando aparte el clima y los impuestos. —Hizo un amplio ademán en dirección al puerto, donde un sol suave acariciaba los bamboleantes mástiles de los barcos atracados unos junto a otros en el muelle—. Tiempo de ricos —dijo Jennings—, tiempo de ricos.

—Permita que le haga una pregunta, Jennings —dijo Thomas. Como pagaba la bebida del inglés, tenía derecho a preguntarle algo—. ¿Cuánto costaría una embarcación de tamaño regular, digamos como la suya, y ponerla en condiciones de ser explotada?

Jennings encendió la pipa y la chupó, mientras reflexionaba. Jennings no hacía nada deprisa. Ya no estaba en la Marina inglesa, ni en los muelles, ni había un capataz o un piloto que le regañase; tenía tiempo para todo.

—¡Oh! Es una pregunta difícil de contestar, yanqui —dijo—. Los barcos son como las mujeres: algunas cuestan caras, y otras, baratas. Pero el precio que pagas nada tiene que ver con la satisfacción que te producen.

Y se echó a reír, celebrando su propio ingenio.

—El mínimo —insistió Thomas—. El mínimo absoluto.

Jennings se rascó la cabeza y terminó su pastís. Thomas pidió otra ronda.

—Es cuestión de suerte —dijo Jennings—. Sé de hombres que se gastaron cien mil libras contantes y sonantes por barcos diseñados por los mejores ingenieros navales, construidos en los mejores astilleros de Holanda o de Inglaterra, con el casco de acero, las cubiertas de teca y todas las virguerías posibles a bordo: radar, lavadoras eléctricas, aire acondicionado, piloto automático, y que maldijeron el día en que el condenado trasto fue botado al agua, estuvieron dispuestos a venderlo por el precio de una caja de whisky, y no encontraron comprador.

—Nosotros no tenemos cien mil libras —dijo Thomas, secamente.

—¿Nosotros? —dijo Dwyer, asombrado—. ¿Qué quieres decir con eso de nosotros?

—Cierra el pico —dijo Thomas. Y volviéndose a Jennings—: Su barco nunca costó cien mil libras.

—No —dijo Jennings—. Nunca he dicho que las costara.

—Me refiero a algo razonable —dijo Thomas.

—La palabra razonable no se emplea cuando se habla de barcos —dijo Jennings. Empezaba a poner nervioso a Thomas—. Lo que es razonable para un hombre es pura locura para otro, si entiende lo que quiero decir. Es cuestión de suerte, ya lo dije antes. Por ejemplo: un hombre tiene un barquito que es una monería, que tal vez le ha costado veinte o treinta mil libras, pero tal vez su mujer se marea continuamente, o sus negocios han ido mal este año y los acreedores le siguen la pista, o ha hecho mal tiempo para navegar, o ha bajado la Bolsa y parece que los comunistas van a hacerse con el poder en Francia o en Italia, o que va a haber guerra, o que los inspectores del fisco le persiguen por alguna trapacería, quizá porque no declaró que había pagado el barco con dinero guardado a escondidas en un Banco de Suiza. Por consiguiente, tiene prisa en desprenderse de él, y, precisamente aquella misma semana, nadie quiere comprar barcos… ¿Comprende adónde voy a parar, yanqui?

—Sí —dijo Thomas—. No hace falta que dibuje un plano.

—El hombre está desesperado —prosiguió Jennings—. Quizá necesita cinco mil guineas antes del lunes, para que la casa no se derrumbe sobre su cabeza. Si usted está allí y tiene las cinco mil guineas…

—¿Qué es una guinea? —preguntó Dwyer.

—Cinco mil guineas son cinco mil pavos —dijo Thomas—. ¿No es esto?

—Poco más o menos —dijo Jennings—. O se entera usted de que sale un barco de la Marina a subasta, o tal vez un barco confiscado por el Servicio de Aduanas por contrabando. Desde luego, tendrá que repararlo y adaptarlo. Pero, si tiene usted buenas manos y no paga a esos piratas de los astilleros para que hagan el trabajo por su cuenta (no se fie nunca de un francés de la Côte y, sobre todo, de los pueblos costeros, pues son capaces de robarle las pestañas), bueno, quizá…, si lo estudia todo bien y cuenta su dinero por las noches, y si consigue que alguien le fie los aparejos y las provisiones hasta el fin de la temporada, podrá hacerse a la mar y realizar su primer viaje por ocho o diez mil libras.

—Ocho o diez mil libras —dijo Dwyer—. Igual podrían ser ocho o diez mil millones de dólares.

—Cállate —dijo Thomas—. Hay muchas maneras de hacer dinero.

—¿Sí? —dijo Dwyer—. ¿Cómo?

—Hay muchas maneras. Una vez, gané tres mil pavos en una noche.

Dwyer respiró profundamente.

—¿Cómo?

Era la primera vez que Thomas daba a alguien un indicio de su pasado, desde que salió del «Hotel Aegean», y enseguida se arrepintió de haber hablado.

—No tiene importancia —dijo secamente. Y se volvió a Jennings—. ¿Quiere hacerme un favor?

—Si está en mi mano, con mucho gusto —dijo Jennings—. Siempre que no me cueste dinero.

Rió entre dientes, como buen dueño de barco, dominador del sistema, sagaz graduado de la Marina Real, superviviente de la guerra y de la pobreza, bebedor de pastís, viejo lobo de mar, dispuesto a no dejarse engañar por nadie.

—Si sabe usted de algo —dijo Thomas—, de algo bueno, pero barato, ¿me lo hará saber?

—De acuerdo, yanqui —dijo Jennings—. Anóteme su dirección.

Thomas vaciló. Su única dirección era la del «Aegean Hotel», y la única persona que la sabía era su madre. Antes de su riña con Quayles, la había visitado con regularidad, cuando estaba seguro que no se tropezaría con su hermano Rudolph. Después, le había escrito desde los puertos en que habían tocado, y enviado montones de postales en las que exageraba su buena fortuna. Al regresar de su primer viaje, había encontrado un fajo de cartas esperándole en el «Aegean». Lo único malo de estas cartas era que su madre insistía en ver a su nieto y él no se atrevía a ponerse en contacto con Teresa, ni siquiera para ver a su hijo. Era lo único que añoraba de América.

—Anóteme su dirección, muchacho —repitió Jennings.

—Dale la tuya —dijo Thomas a Dwyer.

Dwyer recibía su correspondencia en el Sindicato Marítimo Nacional, de Nueva York. A él, nadie le buscaba.

—¿Por qué no bajas de las nubes? —dijo Dwyer.

—Haz lo que te he dicho.

Dwyer se encogió de hombros, escribió su dirección y dio el papel a Jennings. Su caligrafía era clara y firme. Buena para llenar el cuaderno de bitácora. Si un día se le ofrecía una oportunidad al tercer piloto Dwyer.

El viejo introdujo el pedazo de papel en una vieja y arrugada cartera de cuero.

—Abriré los ojos y aguzaré los oídos —prometió.

Thomas pagó la cuenta, y él y Dwyer echaron a andar a lo largo del muelle, observando, como siempre, todas las embarcaciones atracadas. Caminaban despacio y en silencio. Thomas sentía las miradas inquietas de Dwyer.

—¿Cuánto dinero tienes? —preguntó Thomas, cuando llegaron al final del muelle, donde estaban atracadas las barcas de pesca, con sus lámparas de acetileno y con las redes tendidas a secar sobre el pavimento.

—¿Cuánto dinero tengo? —dijo Dwyer, con mal humor—. Ni siquiera cien pavos. Lo justo para comprar una millonésima parte de un transatlántico.

—No me refiero al dinero que llevas encima, sino al que tienes. Siempre me dijiste que hacías ahorros.

—Si te imaginas que tengo lo bastante para cometer una locura como ésa…

—Te he preguntado de cuánto dinero dispones. ¿Cuánto tienes en el Banco?

—Dos mil doscientos dólares —respondió Dwyer, de mala gana—. Escucha, Tommy: déjate de fantasías, nunca podremos…

—Un día tendremos tú y yo, un barco de propiedad. Aquí. En este puerto. Buen tiempo para los ricos, dijo el inglés. Conseguiremos el dinero de alguna manera.

—Yo no haré ninguna barrabasada —dijo Dwyer, con aprensión—. No he cometido un delito en mi vida, y no voy a empezar ahora.

—¿Quién ha hablado de cometer delitos? —dijo Thomas, aunque la idea había pasado por su mente.

Durante sus años de boxeador, había conocido a muchos tipos a los que Dwyer habría calificado de delincuentes y que llevaban trajes de doscientos dólares y magníficos automóviles. Tenían amantes de postín y todo el mundo se mostraba cortés con ellos: policías, políticos, hombres de negocios y estrellas de cine. Eran personas como los demás. No tenían nada en particular. El delito no era más que una manera de ganarse la pasta. Quizá más sencilla. Pero no quería asustar a Dwyer. Al menos, por ahora. Si se salía con la suya, le necesitaría para gobernar el barco. Él solo no podía hacerlo. De momento. No era tan idiota.

De alguna manera, se dijo, mientras pasaban junto a unos viejos que jugaban a bolos en el muelle, con el puerto a su espalda y el mar brillando bajo el sol y lleno de embarcaciones de placer que costaban millones de dólares. La primera vez que había estado allí, había jurado que volvería. Bueno, ya había vuelto, y volvería de nuevo. DE ALGUNA MANERA.

A la mañana siguiente, muy temprano, tomaron el tren de Génova. Lo hicieron con un día de anticipación, pues querían detenerse para visitar Montecarlo. Tal vez tendrían suerte en el Casino.

Si hubiese estado en la otra punta del andén, Thomas habría visto a su hermano Rudolph, que se apeó de uno de los coches cama procedentes de París, con una joven esbelta y bonita, y un montón de maletas nuevas.