Capítulo IV

Corre las cortinas al ponerse el sol. No te encierres por la noche, y contempla las luces de la ciudad extendida a tus pies. Colin lo hacía, contigo a su lado, porque decía que era la vista que más le gustaba en el mundo, el mejor paisaje nocturno de América.

No vistas de negro. El luto es un asunto privado.

No escribas cartas lacrimosas, en contestación a las de los amigos y los extraños que emplean palabras tales como «genio inolvidable», «noble caballero» o «carácter prodigioso». Contesta enseguida y con cortesía. Nada más.

No llores en presencia de tu hijo.

No aceptes las invitaciones a cenar de amigos o colegas de Colin que no quieren que sufras en soledad.

Cuando surja algún problema, no llames por teléfono al despacho de Colin. El despacho está cerrado.

Resiste la tentación de decir a las personas que están terminando el retrato de Colin cómo quería éste que se hiciese.

No concedas entrevistas; no escribas artículos. No divulgues anécdotas. No seas la viuda de un gran hombre. No pienses en lo que él habría hecho, de haber vivido.

No celebres cumpleaños ni aniversarios.

Procura evitar los espectáculos conmemorativos, los festivales y las reuniones laudatorias a que seas invitada.

No asistas a estrenos o sesiones previas.

Cuando veas elevarse un avión en el aeropuerto, no recuerdes los viajes que hicisteis juntos.

No bebas sola o acompañada, por muy fuerte que sea la tentación. No tomes píldoras para dormir. Aguanta en silencio.

Quita el montón de libros y originales de la mesa del cuarto de estar. Ahora, no son más que mentiras.

Rechaza, amablemente, los legajos de recortes, las críticas de comedias y películas dirigidas por tu esposo, delicadamente encuadernados en cuero por el estudio. No leas los elogios de los críticos.

Deja sólo una sencilla instantánea de tu marido a la vista. Guarda todas las demás fotografías en una caja y guárdalas en el sótano.

Cuando quieras preparar una cena, no pienses en el menú que habría gustado a tu marido. (Gambas, chile, piccata de ternera pizzaiola).

Cuando te vistas, no mires los trajes colgados en el armario, diciendo: «A él le gusto con éste».

Muéstrate tranquila y serena con tu hijo. No te indignes demasiado si tiene algún problema en el colegio, si un grupo de gamberros le roba la cartera o si llega a casa con la nariz sangrante. No te aferres a él, ni dejes que él se aferre a ti. Cuando los amigos le inviten a ir a nadar, a un baile o al cine, dile: «Claro que sí. Hoy tengo mucho quehacer en casa, y creo que iré más deprisa si estoy sola».

No quieras hacer de padre. Lo que tu hijo tenga que hacer con hombres, deja que lo haga con hombres. No trates de distraerle por temor a que le resulte triste vivir a solas con una mujer afligida, en la cima de una colina, lejos de los sitios donde los chicos suelen divertirse.

No pienses en el sexo. Pero no te sorprendas si piensas en él.

No te dejes convencer si te llama tu ex marido y te propone, emocionado, que vuelvas a casarte con él. Si un matrimonio fundado en el amor, no duró, un matrimonio fundado en la muerte sería desastroso.

No busques ni huyas de los lugares donde fuimos felices los dos.

Cuida del jardín, toma baños de sol, lava los platos, mantén limpia la casa, ayuda a tu hijo a hacer los deberes, no le demuestres que esperas más de él de lo que esperan otros padres de sus hijos. Está siempre dispuesta a acompañarle a la esquina donde toma el autobús del colegio y a ir a buscarle a su regreso. No le beses excesivamente.

Sé comprensiva con tu propia madre, a la que tu hijo dice que quiere visitar durante las vacaciones de verano. Dile: «El verano aún está muy lejos».

Cuida de no quedarte a solas con hombres a los que admiraste o admiró Colin, y que te admiren y tengan fama de admirar a muchas mujeres en esta ciudad donde sobran mujeres, y cuya conmiseración se transforma astutamente en otra cosa, en tres o cuatro sesiones, y que tratarían de acostarse contigo y probablemente lo conseguirían. Ten cuidado en no quedarte a solas con hombres que admiraron a Colin y cuyo pesar puede ser auténtico, pero que, en definitiva, también querrían acostarse contigo, y probablemente, lo conseguirían también.

No construyas tu vida sobre tu hijo. Sería la manera más segura de perderlo.

Manténte ocupada. Pero ¿en qué?

—¿Está segura de haber mirado en todas partes, mistress Burke? —preguntó míster Greenfield.

Era el abogado a quien la había enviado el agente de Colin. Mejor dicho, uno entre un batallón de abogados cuyos nombres aparecían en la puerta de una serie de despachos, en un elegante edificio de Beverly Hills. Todos los nombres de la puerta parecían igualmente preocupados por su problema, igualmente inteligentes, igualmente bien vestidos, igualmente corteses, sonrientes y compasivos, igualmente caros e igualmente inútiles.

—He revuelto la casa de arriba abajo, míster Greenfield —dijo Gretchen—. He encontrado montones de escritos y montones de facturas, algunas de ellas sin pagar. Pero ningún testamento.

Míster Greenfield se dispuso a suspirar, pero se contuvo. Era un hombre de aspecto juvenil; llevaba cuello bajo, para demostrar que había estudiado leyes en el Este, y chillona corbata de lazo, para demostrar que ahora vivía en California.

—¿Tiene idea de si su marido tenía alguna caja de alquiler en algún Banco?

—No —dijo ella—. Y no creo que la tuviese. Era muy descuidado en esta clase de cosas.

—Temo que lo era en muchas —dijo míster Greenfield—. Mire que no dejar testamento…

—¿Cómo podía pensar que iba a morir? —preguntó ella—. No había estado enfermo en toda su vida.

—Conviene pensar en todas las posibilidades —dijo míster Greenfield. Y Gretchen pensó que, sin duda, él había estado redactando sus propios testamentos desde que tenía veintiún años. Por fin, míster Greenfield se permitió lanzar el contenido suspiro—. Por nuestra parte —prosiguió—, hemos explorado todas las pistas. Aunque parezca increíble, su marido nunca acudió a ningún abogado. Dejaba que su agente redactase los contratos, y según afirma éste, raras veces se molestaba en leerlos. Y cuando se divorció de la ex mistress Burke, permitió que fuese el abogado de ella quien redactase el documento de separación.

Gretchen no había conocido a la ex mistress Burke, pero, ahora, después de la muerte de Colin, empezaba a conocerla demasiado. Tenía verdadera pasión por el dinero y creía que trabajar para ganarlo era antifemenino y repugnante. Había estado cobrando veinte mil dólares al año, en concepto de alimentos, y al morir Colin, había iniciado un procedimiento judicial pidiendo su elevación a cuarenta mil, fundándose en que los ingresos de Colin habían aumentado considerablemente desde su traslado a Hollywood. Vivía con un joven, en lugares tales como Nueva York, Palm Beach y Sun Valley, cuando no viajaba por el extranjero; pero no quería casarse con él, debido a que Colin había conseguido introducir una cláusula en el documento, según la cual dejaría de pasarle pensión en concepto de alimentos si ella contraía nuevo matrimonio. Ella, o sus abogados, debían conocer muy bien las leyes, tanto federales como del Estado, pues, inmediatamente después de las exequias, a las que no asistió, había hecho retener las cuentas bancarias de Colin e intervenir la herencia, para impedir que Gretchen vendiese la casa.

Como Gretchen no tenía cuenta bancaria independiente, pues se había limitado a pedir dinero a Colin cuando lo necesitaba, y la secretaria de éste cuidaba de pagar las facturas, se había encontrado sin dinero efectivo, y había podido ir tirando gracias a Rudolph. Colin no tenía ningún seguro de vida, porque creía que las compañías aseguradoras eran los ladrones más grandes de América, y por esto, tampoco podía ella recibir nada por este concepto. Y, como la culpa del accidente había sido exclusivamente de Colin (se había estrellado contra un árbol, y el condado de Los Ángeles se disponía a reclamar el importe del daño causado), no había nadie a quien Gretchen pudiese exigir una indemnización.

—Tengo que salir de aquella casa, míster Greenfield —dijo Gretchen.

Las noches eran lo peor. Murmullos en los rincones oscuros de las habitaciones. Casi esperaba que se abriese una puerta en el momento menos pensado y entrase Colin, maldiciendo a un actor, o a un cameraman.

—Lo comprendo perfectamente —dijo míster Greenfield, que, en realidad, era un buen hombre—. Pero, si no conserva usted la posesión, la posesión física, es posible que la ex esposa de míster Burke encuentre algún pretexto legal para establecerse en ella. Tiene buenos abogados, buenos abogados… —Su admiración profesional era el sincero tributo de los nombres de la puerta de un elegante edificio a los nombres de la puerta de otro edificio elegante situado a una manzana de distancia—. Si hay algo a que agarrarse, lo encontrarán. Y, en la ley, siempre se encuentra algo a lo que cogerse, si se mira con la debida atención.

—Excepto para mí —dijo Gretchen, desanimada.

—Es cuestión de tiempo, mi querida mistress Burke —dijo míster Greenfield, con un ligerísimo acento de reproche contra la impaciencia del lego—. Lamento decirlo, pero no es un asunto claro. La casa estaba a nombre de su marido, pesa una hipoteca sobre ella y existen pagos pendientes. El caudal de la herencia es indeterminado y puede seguir siéndolo durante muchos años. Míster Burke tenía un porcentaje, un porcentaje importante, sobre las tres películas que dirigió, así como derechos sobre su proyección en el extranjero, y posiblemente, sobre la venta al cine de los derechos de adaptación de obras teatrales en las que intervino. —La enumeración de estas importantes dificultades que había que resolver antes de dar por terminado el asunto Colin Burke producía, por lo visto, una elegiaca satisfacción a míster Greenfield. Si el Derecho no hubiese sido tan complicado, probablemente habría elegido otra profesión más exigente—. Tendrán que practicarse peritaciones, tomar declaración a personas del estudio y realizar el acostumbrado tira y afloja entre las partes. Y aún existe la posibilidad de otras reclamaciones contra la herencia. Por ejemplo, parientes del causante, que siempre suelen aparecer en casos como éste.

—Sólo tenía un hermano —dijo Gretchen—, y éste me dijo que no quería nada.

El hermano había venido para la incineración del cadáver. Era un enérgico y joven coronel de las Fuerzas Aéreas, que había sido piloto de caza en Corea y que se había encargado de todas las diligencias, dejando incluso un poco al margen a Rudolph. Se había asegurado de que no hubiese servicios religiosos y le había dicho a Gretchen que, hablando él y Colin de la muerte, se habían prometido recíprocamente la incineración de sus cadáveres sin ceremonia alguna. El día después de la incineración, el hermano de Colin había alquilado una avioneta particular, había volado sobre el mar y había arrojado las cenizas de su hermano al océano Pacífico. Había dicho a Gretchen que le llamase, si necesitaba algo. Pero, si no era darle una paliza a la ex señora Burke, o bombardear las oficinas de sus abogados, ¿qué podía hacer un arrogante coronel de las Fuerzas Aéreas para ayudar a la viuda de su hermano, enzarzada en las triquiñuelas de la ley?

Gretchen se levantó.

—Gracias por todo, míster Greenfield —dijo—. Siento haberle robado tanto tiempo.

—En absoluto —dijo míster Greenfield, levantándose, con jurídica cortesía—. Naturalmente, la tendré informada de todo lo que ocurra.

La acompañó hasta la puerta de su despacho. Aunque su rostro no revelaba nada, ella tuvo la seguridad de que desaprobaba el traje que llevaba color azul pálido.

Gretchen recorrió el largo pasillo, flanqueado de hileras de mesas, donde los empleados aporreaban sus máquinas de escribir, sin levantar la cabeza, copiando actas, testamentos, denuncias, requerimientos, contratos, peticiones de quiebra, transferencias, hipotecas, dictámenes, demandas, peticiones de levantamiento de embargos.

Con sus teclas, están borrando el recuerdo de Colin Burke, pensó Gretchen. Día tras día, día tras día.