La cita era para las once, pero Jean había telefoneado diciendo que se retrasaría unos minutos y Rudolph le había dicho que no importaba y que, de todos modos, tenía que hacer algunas llamadas por teléfono. Era un sábado por la mañana. Rudolph había estado demasiado ocupado para llamar a su hermana en toda la semana y sentía remordimientos por ello. Desde que había regresado del entierro, la había llamado al menos dos o tres veces por semana. Había propuesto a Gretchen que se viniese con él al Este y se alojase en su piso, del cual podría disfrutar ella sola la mayor parte del tiempo. El viejo Calderwood se negaba a trasladar las oficinas a la ciudad, y esto quería decir que Rudolph no podía pasar más de diez días al mes en Nueva York. Pero Gretchen había resuelto permanecer en California, al menos, por una temporada. Burke no había dejado testamento, o al menos, no se había encontrado; los abogados no se daban punto de reposo, y la ex esposa de Burke reclamaba la mayor parte de su herencia y trataba de echar a Gretchen de su casa, amén de otras desagradables maniobras legales.
En California, eran las ocho de la mañana; pero Rudolph sabía que Gretchen era madrugadora y no la despertaría con el timbre del teléfono. Pidió la conferencia a la telefonista y se sentó a la mesa del pequeño cuarto de estar, para ver de terminar un ángulo del crucigrama del Times que no había podido resolver durante el desayuno.
Había alquilado el piso amueblado. Las paredes estaban pintadas; pero Rudolph sólo pensaba pasar una temporada en él, y, además, tenía una cocinita que estaba muy bien y una nevera que producía gran cantidad de hielo. Le gustaba prepararse la comida y, con frecuencia, comía solo, leyendo el periódico. Aquella mañana, se había preparado una tostada, jugo de naranja y café, a hora muy temprana. A veces, venía Jean y preparaba el desayuno para los dos; pero hoy había estado ocupada. Se negaba a pasar allí la noche, aunque nunca le había explicado la razón.
Sonó el teléfono y Rudolph se puso al aparato; pero no era Gretchen. Era la voz de Calderwood, monótona, gangosa y vieja. Los sábados y los domingos significaban poco para Calderwood, salvo las dos horas de la mañana del domingo que pasaba en la iglesia.
—Rudy —dijo, yendo directamente al grano, como solía—, ¿vendrás esta tarde?
—No pensaba hacerlo, míster Calderwood. Tengo algunas cosas que hacer este fin de semana. Se ha convocado una reunión en la ciudad para el lunes y…
—Quisiera verte lo antes posible, Rudy —insistió Calderwood, testarudo.
Al envejecer, se había vuelto impaciente y malhumorado. Parecía que le molestaban su creciente riqueza y los hombres que la habían hecho posible, como le molestaba la necesidad de depender cada vez más de los financieros y de los asesores legales de Nueva York para tomar decisiones importantes.
—Estaré en la oficina el martes por la mañana, míster Calderwood —dijo Rudolph—. ¿No puede esperar hasta entonces?
—No, imposible. Además, no quiero verte en la oficina, sino en mi casa. —Su voz sonaba áspera y tensa—. Te esperaré hasta mañana después de la cena, Rudy.
—Muy bien, míster Calderwood.
La comunicación se interrumpió con un chasquido. Calderwood había colgado sin despedirse.
Rudolph frunció el ceño al colgar el teléfono. Tenía localidades para el partido de los «Gigantes» en el Estadio, el domingo por la tarde, y la orden de Calderwood significaba que no podría ir allí con Jean. Ésta, cuando estuvo en Michigan, había hecho amistad con un jugador del equipo y entendía muchísimo de rugby; por esto resultaba divertido ir con ella. ¿No podía morirse el viejo de una vez?
Volvió a sonar el teléfono; esta vez, era Gretchen. Desde la muerte de Burke, su voz había perdido la viveza, la animación, el tono musical que la había caracterizado desde su niñez. Pareció alegrarse al oír a Rudolph, pero con una alegría amortiguada, como la del inválido que recibe una visita en su lecho del hospital. Dijo que estaba bien, que tenía mucho trabajo en revisar y clasificar los papeles de Colin, contestar las cartas de pésame que seguían llegando y hablar con los abogados sobre la herencia. Le dio las gracias por el cheque que le había enviado la semana anterior y le dijo que, cuando arreglase la cuestión de la herencia, le devolvería todo lo que le había mandado.
—No pienses más en eso —dijo Rudolph—. Te lo ruego. No tienes que devolverme nada.
Ella pasó a otra cuestión.
—Me alegro de que me hayas llamado —dijo—. Iba a hacerlo yo, para pedirte otro favor.
—¿Cuál? —preguntó él; y añadió—: Espera un momento.
El aparato de comunicación interior estaba llamando. Corrió hacia él y apretó el botón.
—Una tal Miss Prescott pregunta por usted, míster Jordache —dijo el portero, siempre discreto.
—Dígale que suba, por favor —dijo Rudolph. Y volvió al teléfono—. Perdona, Gretchen —dijo—. ¿Qué ibas a decirme?
—Ayer tuve carta de Billy —dijo ella—, y no me gustó su tono. En realidad, no sé lo que eso: Pero él es así, nunca dice lo que le preocupa, y yo tengo la impresión de que está desesperado. ¿Podrías encontrar un momento para ir a visitarle y ver lo que le pasa?
Rudolph vaciló. Dudaba de que el chico le apreciase lo bastante para hacerle confidencias y temía que su visita al colegio fuese más perjudicial que beneficiosa.
—Desde luego, si tú lo deseas —dijo—. Pero ¿no crees que sería mejor que fuese su padre?
—No —dijo Gretchen—. Willie es un chapucero. Metería la pata, con toda seguridad.
Ahora, llamaron a la puerta.
—Espera otro momento, Gretchen —dijo Rudolph—. Están llamando a la puerta. —Corrió a la puerta y la abrió—. Estoy hablando por teléfono —le dijo a Jean; y corrió de nuevo a la habitación—. Bueno, ya estoy aquí, Gretchen —dijo, llamándola por su nombre, para que Jean no creyese que hablaba con otra dama—. Te diré lo que voy a hacer. Iré mañana por la mañana al colegio, me llevaré al chico a comer y averiguaré lo que le pasa.
—Siento causarte esta molestia —dijo Gretchen—, pero su carta era tan… tan negra.
—Probablemente no será nada. Habrá llegado segundo en una carrera o le habrán suspendido en un examen de Álgebra o algo por el estilo. Ya sabes cómo son los chicos.
—Pero Billy no es así. Te digo que está desesperado.
Parecía a punto de llorar.
—Te llamaré mañana por la noche, cuando le haya visto —dijo Rudolph—. ¿Estarás en casa?
—Sí —respondió ella.
Colgó lentamente el aparato, pensando en su hermana, sola, esperando una llamada telefónica, en la casa aislada en la cima del monte, dominando la ciudad y el mar, mientras repasaba los papeles de su marido muerto. Meneó la cabeza. Mañana se preocuparía de ella. Sonrió a Jean, que estaba al otro lado de la habitación, modosamente sentada en una silla de madera, luciendo medias de lana coloradas y mocasines, y con los cabellos lisos y brillantes recogidos sobre la nuca con una cinta de terciopelo negro y cayendo después libremente sobre su espalda. Como siempre, ponía carita de colegiala. El cuerpo esbelto y adorable se perdía en un holgado abrigo de pelo de camello. Tenía veinticuatro años; pero, en momentos como éste, no parecía tener más de dieciséis. Había estado trabajando y traía su equipo fotográfico, que dejó descuidadamente en el suelo, junto a la puerta.
—Parece como si esperases que te invitase a una taza de leche y un dulce —dijo él.
—Prefiero que me invites a un trago —dijo ella—. He estado en la calle desde esta mañana. Con poco agua.
Él se acercó y la besó en la frente. Ella le recompensó con una sonrisa. ¡Esas jovencitas!, pensó Rudolph, al entrar en la cocina en busca de una jarra de agua.
Mientras bebía su bourbon, Jean repasó la lista de las exposiciones de arte en el Times del domingo anterior. Cuando él tenía un sábado libre, solían recorrer las exposiciones. Ella trabajaba como fotógrafo independiente, y muchos de sus encargos procedían de las revistas de arte y de los impresores de catálogos.
—Ponte unos zapatos cómodos —dijo—. La tarde será larga.
Tenía una voz grave y ligeramente ronca, que chocaba en una joven tan menuda.
—Adonde tú vayas —dijo él—, iré yo.
Se disponían a salir, cuando volvió a sonar el teléfono.
—Déjales que llamen —dijo él—. Salgamos.
Ella se detuvo en el umbral.
—¿Quieres decir que puedes oír sonar un teléfono y no contestar?
—Claro que puedo.
—Yo no. Puede ser algo maravilloso.
—Nunca me ha ocurrido nada maravilloso por teléfono. Salgamos de aquí.
—Contesta. Si no lo haces, estarás intranquilo todo el día.
—No, no lo estaré.
—Pero lo estaré yo. Voy a contestar —dijo, entrando de nuevo en la habitación.
—¡Está bien, está bien! —dijo Rudolph, adelantándose y cogiendo el aparato.
Era su madre, que le llamaba desde Whitby. Por el tono con que dijo «Rudolph», comprendió que la conversación no tendría nada de maravillosa.
—Rudolph —dijo ella—, no quisiera estropearte la fiesta… —su madre estaba convencida de que sólo dejaba Whitby por Nueva York para entregarse a placeres indecorosos y secretos—. Pero se ha apagado la calefacción y me estoy helando en este viejo caserón donde corre tanto aire…
Hacía tres años, Rudolph había comprado una linda casa de campo en las afueras de la población; una casa de techo bajo, construida en el siglo XVIII. Pero su madre la llamaba siempre este viejo caserón o este agujero en ruinas.
—¿No puede arreglarlo Martha? —preguntó Rudolph.
Martha era la doncella que hacía las faenas de la casa, cocinaba y cuidaba de su madre, por un salario que Rudolph consideraba mísero.
—¡Martha! —gruñó su madre—. Estoy tentada de despedirla en el acto.
—Mamá…
—Cuando le dije que fuese a mirar el horno, se negó de plano. —La voz de la madre se elevó media octava—. Tiene miedo a los sótanos. Dijo que me pusiese un suéter. Te aseguro que, si no fueses tan benévolo con ella, sería menos deslenguada en sus consejos. Está tan gorda, gracias a la comida que le damos, que no sentiría frío en el Polo Norte. Cuando vuelvas a casa, si es que un día te dignas a hacerlo, te ruego que le digas unas palabras.
—Iré mañana por la tarde y hablaré con ella —dijo Rudolph, dándose cuenta de que Jean sonreía maliciosamente. Sus padres vivían en algún lugar del Mediano Oeste y hacía dos años que no les veía—. Mientras tanto, mamá, llama a mi oficina y di que te pongan con Brad Knight. Hoy está allí. Dile de mi parte que te mande a uno de nuestros mecánicos.
—Pensará que estoy chiflada.
—No pensará nada de eso. Haz lo que te digo, por favor.
—No puedes imaginarte el frío que hace aquí. El viento silba por debajo de las ventanas. No sé por qué no podemos vivir en una casa nueva y decente, como todo el mundo.
Era una antigua canción y Rudolph no le hizo caso. Cuando su madre se había dado cuenta de que Rudolph ganaba muchísimo dinero, le había entrado de pronto una gran afición al lujo. Su cuenta en los almacenes sobresaltaba a Rudolph cuando le pasaban las facturas mensuales.
—Dile a Martha que encienda fuego en el cuarto de estar —dijo Rudolph—. Y, si cierras la puerta, tendrás calor dentro de unos minutos.
—Dile a Martha que encienda fuego —repitió su madre—. Lo hará, si le da la gana. ¿Llegarás a tiempo para la cena, mañana por la noche?
—Temo que no —dijo él—. Tengo que ver a míster Calderwood.
No era una mentira. No iba a cenar con Calderwood, pero le vería. En todo caso, no tenía ganas de cenar con su madre.
—Calderwood, Calderwood —dijo su madre—. A veces, pienso que gritaré si vuelvo a oír este nombre.
—Ahora tengo que salir, mamá. Me están esperando.
Al colgar el aparato, oyó que su madre empezaba a llorar.
—¿Por qué no se mueren las ancianas? —le dijo a Jean—. Los esquimales lo hacen mejor. Las abandonan. Bueno, salgamos de aquí antes de que llame alguien más.
Salieron, y Rudolph se alegró al ver que Jean dejaba sus avíos fotográficos en el piso. Esto significaba que tendría que volver con él por la tarde para recogerlos. En este aspecto, era una chica imprevisible. A veces, volvía con él después de sus salidas, como si fuese inconcebible que pudiese hacer otra cosa. En otras ocasiones, insistía, sin darle ninguna explicación, en tomar un taxi y marcharse sola al apartamento que compartía con otra muchacha. Y algunas veces, se limitaba a llamar a su puerta, por si estaba en casa.
Jean seguía su propio camino y obraba a su antojo. Él no había estado nunca en su piso. Jean se reunía siempre con él en casa de éste o en algún bar de la ciudad. Y tampoco daba ninguna explicación sobre esto. A pesar de su juventud, parecía confiar en sí misma. Su trabajo, según había observado Rudolph cuando ella se presentó en Whitby con las pruebas de las fotos de la inauguración del centro de Port Philip, era rigurosamente técnico y sorprendentemente audaz para una chica que parecía tímida e infantil el día en que la conoció. Tampoco era tímida en la cama, y fuese cual fuere su comportamiento y las razones del mismo, nunca se mostraba zalamera. No se quejaba si, debido a su trabajo en Whitby, Rudolph tenía que pasar muchos días, incluso un par de semanas, sin verla. Más bien era éste quien se quejaba de sus separaciones y planeaba toda clase de estratagemas, como innecesarias citas de negocios en la ciudad, para pasar una velada con Jean.
No era de esas chicas que abruman con su autobiografía a sus amantes. Él sabía muy poco acerca de ella. Procedía del Medio Oeste. No estaba en buena relación con su familia. Tenía un hermano mayor que trabajaba en la empresa familiar y que tenía algo que ver con el negocio de droguería. Había terminado sus estudios en el colegio a los veinte años. Se había licenciado en Sociología. Desde su infancia, le había interesado la fotografía. Para llegar a alguna parte, había que empezar en Nueva York, y por esto había venido a la gran ciudad. Le gustaban los trabajos de Cartier-Benson, Penn, Capa, Duncan, Klein. Entre estos nombres, había sitio para el de una mujer. Tal vez, algún día, figuraría el suyo.
Salía con otros hombres. No hablaba de ellos. En verano, navegaba. No mencionaba los nombres de las embarcaciones. Había estado en Europa. En una isla yugoslava a la que no quería volver. Le sorprendía que él no hubiese salido nunca de los Estados Unidos.
Vestía de un modo juvenil y tenía una clara visión de los colores, que, al principio, parecían chocantes, pero que enseguida se advertía que se completaban de una manera sutil. Rudolph advirtió que sus trajes no eran caros, y después de salir tres veces con ella, tuvo la seguridad de que conocía todo su vestuario.
Resolvía el crucigrama del Times del domingo más deprisa que él. Tenía una caligrafía sin adornos, masculina. Le gustaban los pintores de vanguardia, cuyas obras Rudolph no podía comprender.
—Sigue mirando —le decía ella—. Un día, se abrirá una puerta y cruzarás de pronto la barrera.
Nunca iba a la iglesia. Jamás lloraba en las películas tristes. Nunca le había presentado a ningún amigo o amiga. No le impresionaba Johnny Heath. No le importaba mojarse el cabello los días de lluvia. Nunca se quejaba del tiempo ni de los atascos del tráfico. Nunca decía «Te quiero».
—Te quiero —dijo él.
Estaban juntos en la cama, y él le rodeaba el pecho con un brazo, por debajo de la sábana subida hasta el mentón. Eran las siete de la tarde y la habitación estaba a oscuras. Habían recorrido veinte exposiciones de arte. Y él no había cruzado ninguna barrera. Habían comido en un pequeño restaurante italiano, cuyos dueños no oponían reparos a las niñas de medias coloradas. Mientras comían, él le había dicho que no podría llevarla al partido de mañana, y le había explicado la razón. Se había quedado tan tranquila. Él le había dado los billetes. Jean había dicho que llevaría a un conocido que había sido defensa del equipo de Columbia. Y había comido con buen apetito.
Al regresar de su paseo por la ciudad, habían sentido frío, porque la tarde de diciembre era más cruda de lo normal, y él había preparado unas tazas de té, reforzadas con ron.
—Lástima que no haya chimenea —había dicho ella, acurrucada en el sofá; había tirado los mocasines al suelo.
—El próximo piso que alquile la tendrá —dijo él.
Se besaron, y su beso tuvo sabor de ron, perfumado con limón.
Se hicieron el amor sin ninguna prisa, con dedicación total.
—Así deberían ser todas las tardes de domingo en el invierno neoyorquino —dijo ella, yaciendo inmóvil junto a él—. Arte, spaghetti, ron y jolgorio.
Él se echó a reír y la estrechó con más fuerza. Lamentaba sus años de abstinencia. O tal vez no. Quizás esta abstinencia le había preparado, liberado, para ella.
—Te amo —dijo—. Quiero casarme contigo.
Ella permaneció un instante inmóvil. Después, se separó, levantó la sábana y empezó a vestirse en silencio. Lo he echado todo a perder, pensó él.
—¿Qué te pasa?
—Es un tema que nunca discuto desnuda —dijo ella, con toda seriedad.
Él se volvió a reír, pero sin alegría. ¿Cuántas veces había discutido sobre matrimonio aquella linda y serena moza, que se comportaba de un modo tan misterioso y con cuántos hombres lo había hecho? Era la primera vez que sentía celos. Una emoción inútil.
Observó la esbelta sombra moviéndose en la habitación a oscuras y oyó el susurro de la ropa sobre la piel. Ella pasó al cuarto de estar. ¿Mala señal? ¿Buena señal? ¿Era mejor seguirla, o quedarse donde estaba? Nada había planeado al decirle «Te amo» y «Quiero casarme contigo».
Saltó de la cama y se vistió rápidamente. Jean estaba sentada en el cuarto de estar —muebles pertenecientes a otra gente—, manipulando la radio. Voces de locutores, suaves y melosas, voces a las que nadie creería si dijesen «Te amo».
—Quiero un trago —dijo ella, sin volverse y sin dejar de manipular los discos de la radio.
Rudolph sirvió bourbon con agua para los dos. Ella bebió como un hombre. ¿De qué otro amante lo había aprendido?
—¿Y bien? —preguntó Rudolph.
Plantado ante ella, se sentía en una posición de desventaja, de súplica. No se había puesto los zapatos, ni la chaqueta, ni la corbata. Descalzo y en mangas de camisa, su apariencia no era la más adecuada para tan solemne ocasión.
—Tienes el cabello revuelto —dijo ella—. Así estás mucho mejor.
—Tal vez mi lenguaje también es confuso —dijo él—. Quizás no hayas comprendido lo que te dije en el dormitorio.
—Lo he comprendido. —Apagó la radio y se sentó en una poltrona, sosteniendo el vaso de bourbon entre las manos—. Quieres casarte conmigo.
—Exacto.
—Vayamos al cine —dijo ella—. Dan una película que quiero ver, muy cerca de aquí…
—No seas mala.
—Pasado mañana cambian el programa, y tú no estarás aquí mañana por la noche.
—Te hice una pregunta.
—¿Debo sentirme halagada?
—No.
—Pues me siento. Y ahora, vayamos al cine…
Pero no hizo ningún movimiento para levantarse del sillón. Sentada allí, en la penumbra, porque la única lámpara encendida proyectaba oblicuamente su luz desde un lado de la estancia, parecía frágil y vulnerable. Y, al mirarla, Rudolph comprendió que había hecho bien en decirle lo que había dicho, que no había hablado movido por un súbito impulso de ternura en una tarde fría, sino debido a una profunda e imperiosa necesidad.
—Me destrozarás —dijo—, si me dices que no.
—¿Lo crees de veras? —dijo ella, mirando su vaso y revolviendo el líquido con un dedo.
Él sólo podía verle la parte superior de la cabeza y los cabellos que brillaban a la luz de la lámpara.
—Sí.
—Dime la verdad.
—Parte de la verdad —dijo él—. Lo creo parcialmente. Me destrozarías en parte.
Ahora fue ella quien se echó a reír.
—Al menos, serías un marido sincero —dijo.
—¿Y bien? —preguntó él, cogiéndole la barbilla y obligándola a levantar la cabeza.
Los ojos de ella parecían confusos, atemorizados, y tenía pálido el rostro.
—La próxima vez que vengas a la ciudad, llámame por teléfono —dijo ella.
—Esto no es una respuesta.
—En cierto modo, lo es —dijo ella—. Quiere decir que necesito tiempo para pensar.
—¿Por qué?
—Porque he hecho algo de lo que no estoy muy orgullosa —dijo ella—, y quiero ver si hay manera de que me sienta orgullosa otra vez.
—¿Qué has hecho? —preguntó él, sin saber si quería saberlo o prefería ignorarlo.
—He comido a dos carrillos —dijo Jean—. Es una enfermedad muy femenina. Cuando empecé a salir contigo, tenía amoríos con un chico, y aún no he roto con él. Estoy haciendo algo de lo que me creía incapaz: dormir con dos hombres al mismo tiempo. Y él también quiere casarse conmigo.
—Eres una chica afortunada —dijo Rudolph, mordaz—. ¿Es quien comparte tu apartamento?
—No. Ella es una chica. Si quieres, te la presentaré.
—¿Por eso no me dejaste ver tu piso? ¿Él está allí?
—No, no está allí.
—Pero ha estado.
Rudolph se dio cuenta, con sorpresa, de que se sentía herido, profundamente herido, y peor aún, de que él mismo se empeñaba en hurgar en su propia herida.
—Uno de tus mayores atractivos —dijo Jean— era que estabas demasiado seguro de ti mismo para hacer preguntas. Si el amor tiene que volverte antipático, olvídate del amor.
—¡Maldita tarde! —exclamó Rudolph.
—Creo que esto lo solventa todo —dijo Jean, levantándose y dejando cuidadosamente el vaso sobre una mesa—. No iremos al cine esta noche.
Él la observó mientras se ponía el abrigo. Si se marchaba así, pensó, nunca volveré a verla. Se acercó a ella, la abrazó y la besó.
—Te equivocas —dijo—. Esta noche, iremos al cine.
Entró en su cuarto, se peinó, se puso una corbata y se calzó. Mientras se ponía la chaqueta, echó un breve vistazo a la revuelta cama, que parecía ahora un confuso campo de batalla.
Cuando salió de nuevo al cuarto de estar, vio que ella se había colgado la cámara de un hombro. Trató de disuadirla, pero Jean se empeñó en llevarse sus avíos.
—Por un sábado —dijo—, ya he estado bastante en este sitio.
A la mañana siguiente, mientras conducía su coche por la mojada carretera en dirección al colegio de Billy, entre un tráfico poco intenso, no pensaba en Billy, sino en Jean. Habían ido a ver la película, que les defraudó, y después, a cenar a un restaurante de la Tercera Avenida, donde habían hablado de cosas que les interesaban poco: la película que acababan de ver, otras películas, comedias que ambos habían visto, libros y artículos de revista que habían leído, y chismes de Washington. Las conversaciones que suelen mantenerse entre extraños. Evitaron hablar de matrimonio y de la duplicidad de amantes. Ambos se sentían absurdamente cansados, como si acabasen de realizar un gran esfuerzo físico. Bebieron más de lo acostumbrado. Si hubiese sido la primera vez que salían juntos, se habrían calificado recíprocamente de aburridos. Cuando hubieron terminado su bisté y tomado una copa de coñac, él se alegró de meterla en un taxi y marcharse solo a casa, a su piso silencioso, aunque los colorines de las paredes y el artificio metálico de los muebles le daba el aspecto de una carroza abandonada del último Carnaval. La cama estaba revuelta, como un arrugado lecho de mujer desaliñada y no como un nido de amor. Durmió pesadamente, y cuando se despertó por la mañana y recordó la noche anterior y lo que tenía que hacer hoy, le pareció que la fuliginosa lluvia de diciembre que veía a través de la ventana era el tiempo más adecuado para aquel fin de semana.
Había llamado por teléfono al colegio, para que dijesen a Billy que iría a buscarle a las doce y media y que comerían juntos; pero llegó antes de lo previsto, un poco después del mediodía. Aunque había cesado la lluvia y unos débiles y fríos rayos de sol se filtraban a través de las nubes, hacia el Sur, no se veía a nadie en el campus ni entrando o saliendo de los edificios. Por lo que Gretchen le había dicho del colegio, éste era un sitio magnífico y con buen tiempo en una estación menos cruda. Pero, bajo el húmedo cielo y con aquel aspecto de abandono, el grupo de edificios y los embarrados prados tenían más bien la temible apariencia de una cárcel. Detuvo el coche ante el que era, sin duda, el edificio principal, y se apeó vacilante, sin saber dónde buscar a Billy. Entonces, llegó desde la capilla, situada a unos cien metros de allí, un ruido de voces juveniles que cantaban ¡Adelante, soldados cristianos!
Era domingo. Oficio obligatorio, pensó. Aún hacían estas cosas en los colegios. Cuando él tenía la edad de Billy, lo único que tenía que hacer era saludar la bandera todas las mañanas y jurar fidelidad a los Estados Unidos de América. La ventaja de las escuelas públicas. Separación de la Iglesia y el Estado.
Un «Lincoln Continental» se detuvo ante la escalinata. Era un colegio de muchachos ricos. Los futuros gobernantes de América. En cuanto a él, conducía un «Chevrolet». Se preguntó lo que dirían en los tés de la Facultad si se presentase en su motocicleta, que conservaba, que la utilizaba poco. Un hombre de aspecto importante y elegante impermeable descendió del «Lincoln», dejando a una dama en el interior. Unos padres. Una ocasional comunicación de fin de semana con un futuro gobernante de América. A juzgar por sus modales, el hombre debía de ser, al menos, presidente de una compañía. Ahora, Rudolph conocía ya su tipo: hombres rubicundos, despiertos y activos.
—Buenos días, señor —dijo Rudolph, empleando automáticamente el tono que reservaba a los presidentes de compañías—. ¿Podría usted decirme dónde está Sillitoe Hall?
El hombre sonrió, campechano, mostrando una dentadura que lo menos había costado cinco mil dólares.
—Buenos días, buenos días —dijo—. Sí, desde luego. Mi hijo estuvo allí el año pasado. En cierto modo, es el mejor pabellón del campus. Está allá abajo. —Señaló con el dedo. El edificio estaba a unos cuatrocientos metros—. Puede ir en su coche, si lo desea. Siga esa avenida y gire a la derecha.
—Gracias —dijo Rudolph.
El himno seguía sonando en la capilla. El padre aguzó el oído.
—Todavía alaban a Dios —dijo—. Me parece muy bien. Cuanto más, mejor.
Rudolph subió a su «Chevrolet» y se dirigió a Sillitoe Hall. Al entrar en el silencioso edificio, observó la placa conmemorativa del teniente Sillitoe. Una niña de unos cuatro años, con mono azul, pedaleaba en un triciclo, dando vueltas por el desordenado salón de visita de la planta baja. Un setter grande, que estaba allí, empezó a ladrar. Rudolph estaba un poco desconcertado. No esperaba encontrar niñas de cuatro años en un colegio de muchachos.
Se abrió una puerta; entró una joven regordeta y de agradable semblante; llevaba pantalón corto, y dijo:
—¡Cállate, Boney! —dirigiéndose al perro. Sonrió a Rudolph—. Es inofensivo —dijo.
Rudolph tampoco comprendía lo que estaba haciendo ella allí.
—¿Es usted el padre de uno de los chicos? —preguntó la mujer, agarrando al perro por el collar y casi ahogándole, mientras el animal meneaba furiosamente el rabo, rebosante de amor.
—No —dijo Rudolph—. Soy tío de Billy Abbot. He llamado por teléfono esta mañana.
Una curiosa expresión —¿preocupación?, ¿recelo?, ¿alivio?— cruzó por el joven, regordete y amable semblante.
—¡Ah, sí! —dijo la mujer—. Le está esperando. Yo soy Mollie Fairweather, esposa del director de este pabellón.
Esto explicaba la presencia de la niña, el perro de ella misma. Rudolph decidió inmediatamente que, si algo le pasaba a Billy, no era por culpa de aquella sana y agradable mujer.
—Los chicos saldrán de la capilla dentro de un momento —dijo ella—. ¿Quiere pasar a nuestro departamento y tomar algo mientras espera?
—No quisiera causarle molestias —dijo Rudolph.
Pero no protestó cuando mistress Fairweather le invitó a pasar con un ademán. La estancia era espaciosa, cómoda, había muebles bastante gastados y muchos libros.
—Mi marido también está en la capilla —dijo mistress Fairweather—. Creo que tenemos un poco de jerez. —Un niño lloró en otra habitación—. El más pequeño —dijo la mujer—, que quiere algo. —Sirvió apresuradamente el jerez y dijo—: Discúlpeme un momento. —Y se marchó para averiguar lo que quería su hijo. El llanto cesó inmediatamente. Mistress Fairweather volvió, alisándose el cabello, y se sirvió también una copa de jerez—. Siéntese, por favor.
Hubo una pausa forzada. Rudolph pensó que aquella mujer, que sólo veía a Billy desde hacía unos meses, debía conocerle mucho mejor que él, que se había lanzado ciegamente y sin preparación a su rescate. Hubiese debido pedirle a Gretchen que le leyese aquella carta que tanto le preocupaba.
—Billy es un chico muy simpático —dijo mistress Fairweather—. Muy guapo y bien educado. Tenemos otros que son unos salvajes, Mr…
—Jordache —dijo Rudolph.
—Por eso apreciamos más a los que tienen buenos modales.
Sorbió un poco de jerez, y Rudolph pensó, al mirarla, que míster Fairweather era un hombre afortunado.
—Su madre está preocupada por él —dijo Rudolph.
—¿Ah, sí?
La reacción había sido demasiado rápida. Gretchen no era la única que había advertido algo.
—Recibió una carta de él, la semana pasada. Me dijo…, bueno, las madres suelen exagerar…, me dijo que, por el tono de la carta, Billy parecía estar desesperado. —No creyó que hubiese inconveniente en revelarle a aquella mujer sensata y bien intencionada el verdadero objeto de su visita—. La palabra me parece un poco fuerte —prosiguió—, pero he venido a ver si puedo hacer algo. Su madre vive en California. Y… —ahora, se sintió un poco confuso—. Quiero decir que volvió a casarse.
—Esto no tiene aquí nada de extraño —dijo mistress Fairweather. Después se echó a reír—. No me refiero a que los padres vivan en California, sino a que vuelvan a casarse.
—Su marido murió hace unos meses —dijo Rudolph.
—¡Oh! —dijo mistress Fairweather—. Lo siento. Tal vez por esto Billy…
Dejó la frase sin terminar.
—¿Ha observado algo especial? —preguntó Rudolph.
La mujer se tiró del corto pantalón. Parecía inquieta.
—Preferiría que hablase de esto con mi marido. En realidad, le incumbe más a él.
—Estoy seguro de que cuanto dijese usted sería aprobado por su esposo —dijo Rudolph, que, sin conocer al marido, estaba seguro de que la mujer estaría menos a la defensiva, si algo era culpa del colegio.
—Su copa está vacía —dijo mistress Fairweather.
Y la cogió para llenarla de nuevo.
—¿Es a causa de las notas? ¿O algún otro chico la ha tomado con él por alguna razón?
—No. —Mistress Fairweather le pasó la copita de jerez—. Sus notas son muy buenas, y no parece tener que esforzarse mucho para obtenerlas. En cuanto a los otros chicos, no permitimos que se atropelle a nadie. —Se encogió de hombros—. Es un muchacho que nos desorienta. He hablado varias veces de él con mi marido y hemos tratado de sonsacarle algo. Pero ha sido inútil. Es… reservado. No parece ligar con nadie. Ni con los otros chicos, ni con sus maestros. Su compañero de habitación ha pedido el traslado a otro pabellón…
—¿Acaso se pelean?
Ella meneó la cabeza.
—No. Su compañero sólo dice que Billy no le habla. Nunca. De nada. Hace pulcramente las faenas que le corresponden en la habitación, estudia a las horas debidas, no se queja de nada. Pero apenas responde sí o no cuando se le dirige la palabra. Físicamente, es un chico robusto, pero no participa en ninguno de los juegos. Jamás ha tocado una pelota de rugby, y, en esta época del año, siempre hay docenas de muchachos que juegan delante del pabellón, aunque no hagan más que lanzarse una y otra vez una pelota. Y los domingos, cuando jugamos contra otros colegios y todos los alumnos acuden a presenciar los partidos, él se queda leyendo en la habitación.
Mientras hablaba, su voz parecía casi tan preocupada como la de Gretchen en el auricular del teléfono.
—Si fuese un hombre adulto, míster Jordache —siguió diciendo mistress Fairweather—, me inclinaría a pensar que sufre de melancolía. Ya sé que esto no le servirá de mucho… —sonrió como disculpándose—. Es una descripción, no un diagnóstico. Pero es lo único que hemos podido sacar en claro mi marido y yo. Si usted puede averiguar algo concreto, algo que podamos hacer, le quedaremos muy agradecidos.
Sonaron las campanas de la capilla, al otro lado del campus, y Rudolph vio salir de ella a los primeros chicos.
—¿Podría usted decirme dónde está la habitación de Billy? —preguntó Rudolph—. Le esperaría allí.
Tal vez encontraría alguna clave que le sirviese de preparación para su entrevista con el muchacho.
—Está en el tercer piso —respondió mistress Fairweather—. Al final del pasillo, la última puerta a la izquierda.
Rudolph le dio las gracias y la dejó con sus dos hijos y el setter. Simpática mujer, pensó, mientras subía la escalera. Él no había tenido nunca unos educadores tan buenos. Y si ella estaba preocupada por Billy, sin duda había motivos de preocupación.
La puerta estaba abierta, como la mayoría de las que daban al pasillo. La habitación parecía estar dividida por una cortina invisible. A un lado, la cama tenía la ropa arrugada y estaba llena de discos. Había montones de libros en el suelo, y muchos gallardetes y fotos de chicas y de atletas, arrancadas de revistas, decoraban la pared. Al otro lado, la cama estaba pulcramente arreglada y no había adornos en el muro. Las dos únicas fotografías estaban sobre el ordenado pupitre. Eran fotos separadas de Gretchen y Burke. Gretchen aparecía sentada en una silla plegable, en el jardín de la casa de California. El retrato de Burke había sido publicado en una revista. No había ninguna foto de Willie Abbot.
Sobre la cama, había un libro abierto y vuelto boca abajo. Rudolph se inclinó para ver lo que era. La peste, de Camus. Curiosa lectura para un chico de catorce años, y muy poco adecuada para combatir la melancolía.
La excesiva pulcritud era síntoma de neurosis juvenil. Billy era neurótico. Pero Rudolph recordó que también él había sido muy pulcro a su edad, sin que nadie le considerase anormal.
Sin embargo, notó que aquella habitación le deprimía, y, como no deseaba conocer al compañero de Billy, descendió a la planta baja y esperó a éste en la puerta. El sol brillaba ahora con más fuerza, y los grupos de muchachos que cruzaban el campus al salir de la capilla habían hecho que el lugar perdiera su aspecto de cárcel. La mayoría de los chicos eran de elevada estatura, mucho más altos que los antiguos condiscípulos de Rudolph. América crecía. Todo el mundo daba por sabido que era una buena señal. Pero ¿lo era en realidad? Así se podía mirar de arriba abajo.
Vio a Billy desde lejos. Era el único chico que caminaba solo. Andaba despacio, con naturalidad, erguida la cabeza, sin el menor disimulo. Rudolph recordó cómo andaba él a su edad, sin mover los hombros, deslizándose, queriendo parecer mayor y más atractivo que sus camaradas. Todavía andaba de esta manera, pero no deliberadamente, sino por costumbre.
—Hola, Rudy —dijo Billy, sin sonreír, al acercarse a la puerta del edificio—. Gracias por venir a visitarme.
Se estrecharon la mano. El apretón de Billy fue vigoroso y rápido. Aún no se afeitaba, pero su rostro no tenía nada de infantil y su voz había cambiado.
—Tengo que estar en Whitby esta noche —dijo Rudolph—, y, ya que tenía que desplazarme de todos modos, pensé que podría venir a verte y comer contigo. Una simple desviación de un par de horas en mi trayecto. O quizá menos.
Billy le miró fijamente, y Rudolph comprendió que el muchacho sabía que su visita era menos casual de lo que él quería aparentar.
—¿Hay algún restaurante bueno cerca de aquí? —preguntó, rápidamente—. Estoy muerto de hambre.
—Mi padre me llevó a comer a un sitio que no estaba mal la última vez que estuvo aquí —respondió Billy.
—¿Cuándo fue?
—Hace un mes. Tenía que venir la semana pasada, pero me escribió diciendo que el hombre que iba a prestarle el coche había tenido que ausentarse de la ciudad en el último momento.
Rudolph se preguntó si la fotografía de Willie Abbot no habría estado en un principio sobre el pupitre, junto a la de Gretchen y Burke, y si el chico la habría quitado después de recibir esta carta.
—¿Tienes que hacer algo en tu habitación, o decirle a alguien que vas a comer con tu tío?
—No tengo nada que hacer —respondió Billy—, ni he de decir nada a nadie.
De pronto, al ver pasar a los otros chicos por su lado, riendo, bromeando y hablando a voces, Rudolph se dio cuenta de que Billy no saludaba a ninguno de ellos y de que ninguno de ellos se acercaba a él. La situación era tan mala como temía Gretchen, pensó. O peor.
Echó un brazo sobre los hombros de Billy. No hubo reacción.
—Vámonos —dijo—. Me mostrarás el camino.
Mientras conducía el coche por los deliciosos terrenos del colegio, dejando atrás los soberbios edificios y los campos de juego, costosa e inteligentemente proyectados para preparar a los jóvenes para una vida útil y feliz, bajo la dirección de abnegados hombres y mujeres de la categoría de mistress Fairweather, y observando al joven taciturno que llevaba al lado, Rudolph se extrañó de que alguien tuviese la osadía de educar a los demás.
—Sé por qué el hombre no le dejó el coche a mi padre la semana pasada —dijo Billy, mientras comía su bisté—. Éste chocó con un árbol, al hacer marcha atrás para salir de la zona de aparcamiento, y abolló el guardabarros. Había bebido tres «martinis» antes de comer, una botella de vino durante la comida y dos copas de coñac después del postre.
El joven juez. Rudolph se alegró de haber pedido agua.
—Tal vez estaba disgustado por algo —dijo, deseoso de no destruir la posibilidad de un lazo afectivo entre padre e hijo.
—Supongo que sí. Casi siempre parece estarlo.
Billy siguió comiendo. Fuese cual fuere su dolencia, ésta no había mitigado su apetito. Allí daban buena comida americana: bistés, langosta, almejas, rosbif y pasteles calientes, servidos por lindas camareras vestidas con serio uniforme. El comedor era amplio y estaba muy animado; las mesas estaban cubiertas con manteles a cuadros, y había muchos grupos del colegio; cinco o seis muchachos sentados a una mesa, con los padres de uno de ellos, que había invitado a sus amigos a aprovechar la visita paterna. Rudolph se preguntó si también él, un día, iría a buscar a su hijo al colegio y lo llevaría a comer con sus amigos. Si Jean le decía que sí y se casaba con él, tal vez podría hacerlo dentro de quince años. Pero ¿cómo sería él dentro de quince años? ¿Cómo sería Jean? ¿Cómo sería su hijo? ¿Acaso retraído, taciturno, trastornado, como Billy? ¿O franco, alegre, como parecían ser los chicos de las otras mesas? ¿Existirían aún colegios como éste, comidas como las que servían aquí, padres borrachines que chocaban con los árboles a las dos de la tarde? ¿Y qué peligros habían corrido, quince años atrás, recién terminada la guerra y cuando la nube atómica aún se cernía en los cielos del planeta, esas gentiles damas y esos satisfechos padres, sentados orgullosamente a la mesa con sus hijos?
Tal vez, reflexionó, le diré a Jean que lo he pensado mejor.
—¿Qué tal es la comida del colegio? —preguntó, para romper el largo silencio.
—Buena —dijo Billy.
—¿Y los chicos?
—Buenos. Es decir… no tan buenos. Son muchos los que siempre están hablando de lo importantes que son sus padres, de que éstos comen con el Presidente y le dicen cómo tiene que gobernar el país, de que veranean en Newport y tienen caballos en sus casas, de que las fiestas de presentación de sus hermanas en sociedad cuestan veinticinco mil dólares.
—¿Y qué dices tú, cuando hablan así?
—Me callo. —Los ojos de Billy tenían un brillo hostil—. ¿Qué podría decirles? ¿Que mi padre vive en un apartamento de una sola habitación y que le han despedido de tres empleos en dos años? ¿O hablarles de lo bien que conduce después de comer?
Dijo todo esto en tono de conversación, natural y sin énfasis, con alarmante serenidad.
—¿Y tu padrastro?
—¿Qué puedo decir de él? Está muerto. E incluso antes de que muriese, no había seis niños en el colegio que conociesen su nombre. Creen que las personas que hacen teatro o películas son unos tipos raros.
—¿Y tus maestros? —preguntó Rudolph, empezando a desesperar de encontrarse algo que mereciese la aprobación del chico.
—No me interesan —dijo Billy, poniendo más mantequilla a una patata hervida—. Hago mi trabajo, eso es todo.
—¿Qué te ocurre, Billy?
Era mejor poner las cartas boca arriba. No conocía lo bastante al muchacho para andarse con indirectas.
—Mi madre te pidió que vinieses, ¿no? —dijo Billy, dirigiéndole una mirada astuta y desafiadora.
—Ya que quieres saberlo… sí.
—Siento haberla preocupado. No debí enviarle aquella carta.
—Hiciste bien en enviarla. ¿Qué te pasa, Billy?
—No lo sé. —Ahora, había dejado de comer, y Rudolph comprendió que se esforzaba por dominar su voz—. Todo. Tengo la impresión de que voy a morir si continúo aquí.
—No te morirás —dijo Rudolph, vivamente.
—No, supongo que no. Es sólo una impresión. —Por un instante, Billy pareció petulante, infantil—. Algo muy distinto, ¿no? Pero la impresión es real, ¿no crees?
—Sí, lo es —admitió Rudolph—. Vamos. Habla.
—No es un sitio adecuado para mí —dijo Billy—. No quiero que me eduquen para ser lo que van a ser todos esos chicos. Veo a sus padres. Muchos de ellos estudiaron en este mismo colegio hace veinticinco años. Son como sus hijos, pero más viejos. Le dicen al Presidente lo que tiene que hacer. No saben que Colin Burke fue un gran hombre, e incluso ignoran que ha muerto. No es mi mundo, Rudy. Ni el de mi padre. No habría sido el de Colin Burke. Si me obligan a seguir aquí, me habrán incorporado a este mundo dentro de cuatro años, y yo no quiero. No sé… —meneó la cabeza, con desaliento; los rubios cabellos le caían sobre la alta frente heredada de su padre—. Supongo que te imaginas que hablo sin ton ni son, que no soy más que un chiquillo que añora su hogar y que patalea porque no le han elegido capitán del equipo o algo por el estilo…
—No imagino nada de esto, Billy. Ignoro si tienes o no razón. Pero has expuesto claramente tus motivos.
Añoranza, pensó. Toda la frase había girado alrededor de este concepto. Pero, añoranza, ¿de qué hogar?
—La asistencia obligatoria a la capilla —dijo Billy—. Hacerme creer que soy cristiano, siete veces a la semana. Yo no soy cristiano. Mamá no es cristiana. Mi padre no es cristiano. Colin no era cristiano. ¿Por qué he de serlo yo por toda la familia y tengo que escuchar todos los sermones? ¿Te gustaría escucharlos siete veces por semana?
—No mucho.
En esto, el chico no andaba desencaminado. Los ateos tienen una responsabilidad religiosa en lo tocante a sus hijos.
—Y el dinero —dijo Billy, bajando la voz pero sin restarle intensidad, al pasar una camarera—. ¿De dónde vendrá el dinero para mi espléndida educación, ahora que Colin ha muerto?
—No te preocupes por esto —dijo Rudolph—. Ya le he dicho a tu madre que yo me encargaría de ello.
Billy le miró maliciosamente como si acabase de confesar que conspiraba contra él.
—No te quiero lo bastante, tío Rudy —dijo—, para aceptar este dinero.
Rudolph se sintió desagradablemente sorprendido, pero consiguió mantener la calma. Al fin y al cabo, Billy sólo tenía catorce años; era un chiquillo.
—¿Por qué no me quieres lo bastante?
—Porque tú perteneces a este mundo —dijo Billy—. Manda aquí a tu propio hijo.
—Prefiero no hablar de esto.
—Siento haberlo dicho. Pero he sido sincero.
Las lágrimas pugnaban por brotar en los ojos azules y de largas pestañas del joven Abbot.
—Y yo te admiro por haberlo dicho —replicó Rudolph—. Los chicos de tu edad suelen fingir delante de los tíos ricos.
—¿Qué hago yo aquí, en el otro lado del país, mientras mi madre llora a solas, noche tras noche? —dijo Billy, hablando precipitadamente—. Un hombre como Colin muere en accidente… ¿Y qué pretenden que haga yo? Chillar en un estúpido partido de rugby o escuchar a un boy scout vestido de negro que nos dice tonterías. Voy a decirte una cosa… —ahora, las lágrimas rodaban por sus mejillas y las enjugaba con su pañuelo, pero sin dejar de hablar con energía—. Si no me sacas de aquí, me escaparé. Y como sea, llegaré a la casa donde está mi madre y la ayudaré en todo lo que pueda.
—Está bien —dijo Rudolph—. No se hable más de ello. No sé lo que podré hacer, pero te prometo que haré algo. ¿De acuerdo?
Billy asintió desanimadamente con la cabeza, acabó de enjugarse la cara y se guardó el pañuelo.
—Ahora, terminemos la comida —dijo Rudolph.
Comió muy poco más, pero observó que Billy limpiaba su plato, pedía pastel de manzana à la mode y se lo zampaba todo. Catorce años era una edad voraz. Lágrimas, muerte, compasión, pastel de manzana y helado, en desvergonzada mezcla.
Después de comer, mientras regresaban al colegio, Rudolph dijo:
—Sube a tu habitación. Haz la maleta. Luego baja y espérame en el coche.
Esperó a que el chico entrase en el edificio, muy pulcro con su traje de los domingos, y después, se apeó del coche y entró a su vez. A su espalda, los chicos jugaban a la pelota en el prado y gritaban: «¡A mí, a mí!», en uno de los innumerables juegos de juventud en que jamás había participado Rudolph.
La sala de recreo, junto al vestíbulo, estaba llena de muchachos que jugaban al ping-pong o al ajedrez, leían revistas o escuchaban el partido de los «Gigantes» en el transistor. Desde el piso de arriba, llegaba el estruendo de un conjunto musical procedente de otra radio. Al cruzar él la sala, en dirección al departamento de los Fairweather, los chicos de la mesa de ping-pong se apartaron para dejar paso al hombre de edad madura. Parecían buenos muchachos, atractivos, sanos, educados, contentos: la esperanza de América. Si él hubiese sido padre, le habría gustado ver a su hijo en esta compañía, en una tarde de domingo. En cambio, su sobrino se sentía extraño entre ellos y se imaginaba que iba a morir. El derecho constitucional a sentirse desplazado.
Pulsó el timbre del departamento de los Fairweather, y un hombre alto y ligeramente encorvado, con un mechón de cabello cayéndole sobre la frente, de sana complexión y agradable sonrisa, abrió la puerta. Debía de tener los nervios bien templados, para vivir en un lugar como éste, lleno de chicos.
—¿Míster Fairweather? —dijo Rudolph.
—¿Qué desea?
Su voz era amable.
—Siento molestarle, pero desearía hablar con usted un momento. Soy el tío de Billy Abbot. He estado…
—¡Ah, sí! —dijo Fairweather, tendiéndole la mano—. Mi esposa me ha dicho que habló con usted antes de comer. Tenga la bondad de pasar.
Le guió por un pasillo lleno de estantes con libros, hasta un cuarto de estar asimismo con estantes con libros. Al cerrar la puerta, se apagó milagrosamente el ruido de la sala de recreo. Un santuario, fuera del alcance de la juventud. Paredes de libros aisladores. Rudolph pensó que, cuando Denton le había ofrecido un puesto en la Universidad, tal vez se había equivocado en su elección.
Mistress Fairweather estaba sentada en el diván, tomando una taza de café. Su hijita se sentaba en el suelo, apoyada en las rodillas de su madre, y volvía las páginas de un libro ilustrado, mientras el setter dormía tumbado a su lado. Mistress Fairweather le sonrió y levantó la taza a guisa de saludo.
¿Es posible que sean tan felices?, pensó Rudolph, con un deje de envidia.
—Siéntese, por favor —dijo Fairweather—. ¿Tomará un poco de café?
—No, gracias. Acabo de tomarlo. Y sólo estaré un momento.
Se sentó, muy estirado, sintiéndose un poco violento, porque no era un padre, sino un tío.
Fairweather se acomodó junto a su mujer. Llevaba zapatos de tenis manchados de verde y camisa de lana, como convenía a una tarde de domingo.
—¿Ha hablado con Billy? —preguntó.
Y su voz tenía un ligero y agradable acento del Sur, el caballeresco acento de Virginia.
—He hablado con él —dijo Rudolph—, aunque no sé si habrá sido beneficioso. Míster Fairweather, deseo llevarme a Billy. Al menos, por unos días. Creo que es absolutamente necesario.
Los Fairweather cambiaron una mirada.
—¿Tan grave es la situación? —dijo el hombre.
—Tan grave.
—Nosotros hemos hecho cuanto hemos podido —dijo Fairweather, aunque no en son de disculpa.
—Lo sé —dijo Rudolph—. Pero Billy es un chico especial. Ha pasado por ciertas experiencias…, en el pasado, recientemente… —se preguntó si los Fairweather habían oído hablar alguna vez de Colin Burke, si habían lamentado la desaparición de este hombre de talento—. No hace falta hablar de ello. Los motivos de un muchacho pueden ser pura fantasía, pero sus sentimientos pueden ser extraordinariamente reales.
—Así pues, quiere usted llevarse a Billy —dijo míster Fairweather.
—Sí.
—¿Cuándo?
—Dentro de diez minutos.
—¡Oh! —exclamó mistress Fairweather.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Fairweather, sosegadamente.
—No lo sé. Unos días. Unos meses. Tal vez para siempre.
Se hizo un incómodo silencio. Desde fuera, apagado por el cristal de la ventana, llegó la voz de un muchacho que gritaba las señales del juego: «¡22, 45, 38! ¡Ya!». Fairweather se levantó, se dirigió a la mesa donde estaba la cafetera y llenó su taza.
—¿De veras no quiere usted un poco de café, míster Jordache?
Rudolph negó con la cabeza.
—Las vacaciones de Navidad empiezan dentro de dos semanas y media —dijo Fairweather— y los exámenes comenzaran dentro de pocos días. ¿No cree que sería mejor esperar hasta entonces?
—Creo que no sería prudente que me marchase sin Billy —dijo Rudolph.
—¿Ha hablado con el director del colegio? —preguntó Fairweather.
—No.
—Sería conveniente consultarle el asunto —dijo Fairweather—. En realidad, no estoy autorizado para…
—Cuanto menos ruido se arme, cuantas menos personas hablen con Billy, tanto mejor será para el chico —dijo Rudolph—. Puede usted creerme.
Los Fairweather cambiaron otra mirada.
—Charles —dijo mistress Fairweather a su marido—, creo que podremos explicarlo al director.
Fairweather sorbió reflexivamente el café, de pie junto a la mesa. Un pálido rayo de sol entraba por la ventana, recortando su silueta sobre la estantería de libros. Un hombre sano y ponderado, cabeza de familia, médico de almas juveniles.
—Supongo que sí —dijo—. Creo que podremos explicarlo. Pero usted me llamará mañana o pasado, para decirme lo que han resuelto, ¿verdad?
—Desde luego.
Fairweather suspiró.
—En nuestra tranquila profesión, sufrimos muchas derrotas, míster Jordache —dijo—. Dígale a Billy que será bien recibido, si desea volver. Es lo bastante inteligente para recuperar el tiempo que pierda.
—Se lo diré. Gracias. Gracias a los dos por todo.
Fairweather le acompañó por el pasillo, abrió la puerta de la sala donde alborotaban los chicos y se despidió de Rudolph con un apretón de manos, sin sonreír.
Mientras Rudolph se alejaba del colegio en su coche, Billy, sentado a su lado en el asiento de delante, le dijo:
—No quiero volver nunca a ese lugar.
Y no le preguntó adónde iban.
Eran las cinco y media cuando llegaron a Whitby. Los faroles ya estaban encendidos en la oscura tarde de invierno. Billy había dormido durante la mayor parte del trayecto. Rudolph temía el momento en que tendría que presentar al nieto a la abuela. «El hijo de la ramera», sería una frase muy propia de la retórica de su madre. Pero tenía que verse con Calderwood después de la cena de éste, que habría terminado a las siete, y le habría sido imposible llevar a Billy a Nueva York y llegar a tiempo a Whitby. Y, aunque hubiese podido llevar al chico a la ciudad, ¿con quién le habría dejado? ¿Con Willie Abbot? Gretchen le había dicho que no metiese a Willie en este asunto, y él lo había hecho así y ahora no podía volverse atrás. Además, después de lo que había dicho Billy sobre su padre durante la comida, parecía que ponerlo al cuidado de un alcohólico no habría sido mejor que dejarlo en el colegio.
En fin, Rudolph había pensado en alojar a Billy en un hotel, pero había rechazado esta idea, por considerarla demasiado cruel. Dejar al chico solo en un hotel, en una noche como ésta, habría sido una barbaridad. Y una cobardía. Prefería enfrentarle con la vieja.
Sin embargo, cuando el muchacho despertó y detuvo el coche ante la puerta de la casa, se alegró de ver que su madre no se encontraba en el cuarto de estar. Miró al pasillo y vio que la puerta de su cuarto estaba cerrada. Esto quería decir, probablemente, que se había peleado con Martha y le había dado un berrinche. En este caso, podría verla a solas y prepararla para el primer encuentro con su nieto.
Entró con Billy en la cocina. Martha estaba sentada a la mesa, leyendo un periódico, y se percibía el olor de algo que se cocía en el hornillo. Martha no estaba gorda, como decía desdeñosamente su madre, sino que era una cincuentona angulosa, virginal y desgarbada, convencida de que el mundo la trataba mal y dispuesta a corresponder con la misma moneda.
—Martha —dijo Rudolph—, le presento a mi sobrino Billy, que se quedará unos días con nosotros. Está cansado y necesita un baño y comer algo caliente. ¿Puede echarle una mano? Dormirá en la habitación de los huéspedes, junto a la mía.
Martha aliso el periódico sobre la mesa de la cocina.
—Su madre dijo que no se quedaría usted a cenar.
—No. Tengo que salir.
—Entonces, habrá bastante para él —dijo Martha—. Ella —e hizo un ademán hacia la parte de la casa habitada por su madre— no me dijo que vendría ningún sobrino.
—Aún no lo sabe —dijo Rudolph, tratando de dar un tono alegre a su voz, en consideración a Billy.
—Sólo le faltaba eso —dijo Martha—. Que le vengan sobrinos.
Billy permanecía apartado y silencioso, oliendo la atmósfera y poco complacido por ésta.
Martha se levantó, no más huraña que de costumbre; pero ¿cómo podía saberlo Billy?
—Vamos, jovencito —dijo Martha—. Creo que encontrarnos sitio para un niño esmirriado como tú.
Rudolph se sorprendió ante lo que, en el lenguaje de Martha, era una cariñosa invitación.
Billy vaciló al salir de la cocina detrás de Martha. Ligado ahora a su tío, toda separación estaba llena de peligros.
Rudolph oyó sus pasos en la escalera. Su madre se daría cuenta de que algún desconocido andaba por la casa. Conocía sus pisadas y siempre le llamaba cuando se dirigía a su habitación.
Sacó hielo del refrigerador. Necesitaba beber algo después de un día de abstinencia casi total y antes de enfrentarse con su madre. Llevó el hielo al cuarto de estar y se alegró de ver que en ésta hacía calor. Sin duda, Brad había enviado el mecánico el día anterior. Al menos su madre no tendría la lengua afilada por el frío.
Mezcló bourbon y agua, con mucho hielo, se retrepó en un sillón, levantó los pies y sorbió su bebida, paladeándola. Le gustaba aquella habitación, ligeramente amueblada, con modernos sillones de cuero, lámpara a base de globos de cristal, mesitas danesas de madera y cortinas lisas y de colores neutros, todo ello haciendo contraste con el techo bajo y las ventanillas cuadradas del siglo XVIII. Su madre se quejaba de que parecía la sala de espera de un dentista.
Terminó despacio su bebida, para demorar la escena que le esperaba. Por último, se levantó del sillón, recorrió el pasillo y llamó a la puerta. El dormitorio de su madre estaba en la planta baja, para que no tuviese que subir escaleras. Aunque ahora, después de dos operaciones, una de flebitis y otra de cataratas, se desenvolvía bastante bien. Quejándose, pero bastante bien.
—¿Quién es? —preguntó una voz aguda, detrás de la puerta cerrada.
—Soy yo, mamá —dijo Rudolph—. ¿Estabas durmiendo?
—Ya no —dijo ella.
Él abrió la puerta.
—¿Cómo quieres que duerma, mientras esa gente anda como elefantes por toda la casa? —dijo ella, desde la cama.
Estaba incorporada, apoyándose en unos almohadones con funda de encaje, y se cubría con una mañanita de color rosa, ribeteada con algo parecido a una piel también rosada. Llevaba las gruesas gafas que le había recetado el médico después de la operación. Con ellas, podía leer, mirar la televisión e ir al cine, pero daban una mirada extraña e inexpresiva a su ojos agrandados.
Desde que se había trasladado a la nueva casa, los médicos habían hecho maravillas con ella. Antes, mientras vivieron en el piso de encima de la tienda, y a pesar de que Rudolph había insistido en que se sometiese a unas operaciones que creía necesarias, ella se había negado rotundamente. «No quiero que me operen gratuitamente —decía— y servir de conejillo de Indias a unos internos indignos de clavar un bisturí en un perro». Las protestas de Rudolph habían caído en saco roto. Mientras se alojaron en una vivienda modesta, nada podía convencerla de que no era pobre y de que no sufriría el destino de los pobres en cuanto la confiasen a los fríos cuidados de una institución. Pero, cuando se hubieron trasladado y Martha le hubo leído las noticias de los periódicos sobre los triunfos de Rudy, y ella hubo paseado en el coche nuevo de su hijo, se sometió animosamente a las intervenciones quirúrgicas, después de asegurarse de que los hombres que iban a operarla eran los mejores y más caros de quienes podía echarse mano.
Su fe en el poder del dinero la había literalmente rejuvenecido, resucitado, arrancado del borde de la tumba. Rudy había pensado que los cuidados médicos harían un poco más llevaderos los últimos años de su madre. En vez de esto, casi la habían convertido en una joven. Ahora, con Martha al volante, paseaba en el coche de Rudy cuando éste no lo necesitaba; frecuentaba los salones de belleza (su pelo aparecía ondulado y casi azul); asistía a sesiones de cine; cogía taxis; iba a misa; jugaba al bridge dos veces por semana, con nuevas amistades de la iglesia; convidaba a sacerdotes, cuando Rudy no estaba en casa, y se había comprado un nuevo ejemplar de Lo que el viento se llevó y las novelas completas de Frances Parkinson Keyes.
Guardaba una enorme variedad de trajes y sombreros, para todas las ocasiones, en el armario del dormitorio, el cual estaba lleno de muebles, hasta el punto de parecer una tienda de antigüedades: mesitas doradas, un diván, un tocador con diez clases distintas de frascos de perfume franceses. Por primera vez en su vida, llevaba los labios muy pintados. Rudolph pensaba que, con su cara maquillada y sus extravagantes vestidos, tenía un aspecto cadavérico; pero lo cierto era que se sentía mucho más viva que antes. Y si ésta era su manera de desquitarse de los tristes años de su juventud y de la prolongada agonía de su matrimonio, él no se creía autorizado a privarla de sus juguetes. Rudolph había acariciado la idea de trasladarla a un piso de la ciudad donde pudiese vivir sola, al cuidado de Martha; pero se imaginaba y no podía soportar la cara que pondría al cruzar por última vez la puerta de la casa, abrumada por la ingratitud de un hijo al que había querido más que a nada en la vida; un hijo cuyas camisas había planchado a medianoche, después de doce horas de estar de pie en la tienda; un hijo por el que había sacrificado su juventud, su marido, sus amigos y sus otros dos hijos.
Por consiguiente, seguía allí. Rudolph era incapaz de dejar de pagar una deuda.
—¿Quién anda por arriba? ¿Has traído a una mujer a casa? —preguntó la madre, en tono acusador.
—Jamás he traído una mujer a casa, como tú dices, mamá —respondió Rudolph—, aunque, si quisiera, no sé por qué no había de hacerlo.
—La sangre de tu padre —dijo ella.
Terrible acusación.
—Es tu nieto. Lo he traído del colegio.
—No fue un niño de seis años el que subió la escalera —replicó ella—. Todavía tengo oídos.
—No es el hijo de Thomas —dijo Rudolph—, sino el de Gretchen.
—No quiero oír este nombre —dijo ella, tapándose los oídos.
La televisión había dejado su marca en los ademanes de la anciana. Rudolph se sentó en el borde de la cama, asió suavemente las manos de su madre y las retuvo entre las suyas. He sido flojo, pensó. Hubiésemos debido tener esta conversación hace muchos años.
—Escucha, mamá —dijo—. Es muy buen chico, está trastornado y…
—No quiero tener a ese bichejo hijo de puta en mi casa —dijo.
—Gretchen no es una puta —objetó Rudolph—. Su hijo no es un bichejo. Y ésta no es tu casa.
—Sabía que llegaría un día en que dirías estas palabras —dijo ella.
Rudolph hizo caso omiso de su invitación al melodrama.
—Sólo se quedará unos días —dijo—. Necesita ser tratado con cariño y delicadeza, y así hemos de tratarlo, tú, Martha y yo.
—¿Y qué voy a decirle al padre McDonnell? —preguntó su madre, levantando sus grandes e inexpresivos ojos al cielo, ante cuyas puertas se hallaba, teóricamente, el padre McDonnell.
—Le dirás que, por fin, has aprendido la virtud de la caridad cristiana —respondió Rudolph.
—¡Oh! —exclamó ella—. ¿Quién eres tú para hablar de caridad cristiana? ¿Has entrado una sola vez en una iglesia?
—No tengo tiempo para discutir —dijo Rudolph—. Calderwood me está esperando. Sólo te digo cómo tienes que comportarte con el muchacho.
—No permitiré que se presente ante mí —dijo ella, repitiendo una frase de alguna de sus lecturas predilectas—. Cerraré mi puerta, y Martha me servirá la comida en una bandeja.
—Hazlo así si quieres, mamá —dijo Rudolph, sin levantar la voz—. Pero, si lo haces, no cuentes más conmigo. Se acabaron el coche, las partidas de bridge, las cuentas corrientes, los salones de belleza y las cenas con el padre McDonnell. Piénsalo. —Se levantó—. Ahora, tengo que marcharme. Martha está dispuesta a servir la cena a Billy. Te aconsejo que te reúnas con ellos.
La vieja lloraba cuando él cerró la puerta. ¡Qué manera más ruin de amenazar a una anciana!, pensó Rudolph. Pero ¿por qué no se moría de una vez? Tranquilamente, sin ruido, sin enjuagues, sin broncas.
Había un reloj de péndulo en el pasillo, y vio que tenía tiempo de telefonear a Gretchen, si pedía inmediatamente la conferencia con California. Llamó a la central y se preparó otra bebida mientras esperaba el aviso. Tal vez Calderwood percibiría el olor a licor de su aliento y le parecería mal; pero también esto había dejado de importarle. Mientras bebía, pensó en lo que había estado haciendo la víspera a la misma hora. Entrelazados ambos en el calor del blando lecho sumido en la penumbra, tiradas en el suelo las rojas medias de lana, mezclados sus cálidos alientos: ron y limón. ¿Había yacido su madre alguna vez entre los dulces brazos de un amante, en una tarde de diciembre, impulsada por un amor verdadero? La imagen se negó a materializarse. ¿Yacería Jean algún día, vieja ya, en una cama revuelta, mirando fijamente a través de los gruesos cristales de unas gafas, torcidos los labios en un gesto de enfado y de avaricia? Era mejor no pensarlo.
Sonó el teléfono. Era Gretchen. Él le explicó rápidamente lo que había hecho por la tarde, y le dijo que Billy estaba con él. Después, le preguntó si quería que lo enviase a Los Ángeles en avión, dentro de un par de días, o si prefería venir ella al Este.
—No —dijo Gretchen—. Que venga en avión.
Un mezquino sentimiento placentero. Un pretexto para ir a Nueva York el martes o el miércoles. Jean.
—No sabes cuánto te lo agradezco, Rudy —dijo ella.
—Tonterías. Cuando yo tenga un hijo, tú también te preocuparás por él. Ya te diré el avión que va a tomar. Y tal vez muy pronto vaya a visitaros.
Las vidas de los otros.
Cuando Rudolph llamó, Calderwood en persona le abrió la puerta. Aún llevaba puesto su atuendo dominguero, aunque el día de fiesta tocaba ya a su fin: traje oscuro, camisa blanca, corbata oscura y botas negras. Nunca había bastante luz en el severo hogar de los Calderwood, y Rudolph no pudo distinguir la expresión del rostro de aquél cuando le dijo, en tono inexpresivo:
—Pasa, Rudy. Te has retrasado un poco.
—Lo siento, míster Calderwood.
Siguió al viejo, que andaba ahora pesadamente, como si quisiera ahorrar los pasos que le separaban de la tumba.
Calderwood le condujo a la sombría estancia con paneles de roble, mesa de caoba y desvencijados sillones de cuero, a la que llamaba su despacho. Los armarios con cristales estaban llenos de archivadores, de legajos de facturas pagadas, de contratos antiguos, que Calderwood no se atrevía a guardar en el sótano, como suelen hacer los hombres de negocios, por miedo a las miradas indiscretas de los empleados.
—Siéntate —dijo Calderwood, señalando uno de los sillones de madera y cuero—. Has bebido, Rudy —añadió, tristemente—. Lamento tener que confesar que mis yernos también son bebedores.
Hacía algún tiempo que las dos hijas mayores de Calderwood se habían casado. Una, con un hombre de Chicago; la otra, con un hombre de Arizona. Rudolph tenía la impresión de que las chicas habían escogido a su pareja, no por amor, sino por motivos geográficos, para alejarse de su padre.
—Por esto te he pedido que vinieses esta noche —dijo Calderwood—. Quería hablar contigo de hombre a hombre, cuando mistress Calderwood y Virginia no estuviesen en casa. Han ido al cine, y podemos hablar con toda libertad.
Estos preámbulos eran impropios del viejo. Parecía hallarse violento, cosa también impropia de él.
—Rudolph… —Calderwood carraspeó lúgubremente—. Me sorprende tu comportamiento.
—¿Mi comportamiento?
Por un momento, Rudolph pensó que Calderwood había averiguado algo sobre sus relaciones con Jean.
—Sí. Es indigno de ti, Rudy. —Ahora, su tono tenía una inmensa tristeza—. Has sido como un hijo para mí. Más que un hijo. Sincero. Franco. Fiel.
El viejo capitán cubierto de medallas, pensó Rudolph. Y esperó, con resignación.
—De pronto, algo cambió dentro de ti, Rudy —prosiguió Calderwood—. Te pusiste a actuar a espaldas mías, sin el menor motivo. Sabías que podías llamar a mi puerta siempre que quisieras, y que te habría recibido con los brazos abiertos.
—Míster Calderwood —dijo Rudolph, pensando que también sería cosa de la edad—, no sé de qué me está usted hablando.
—Me refiero a los sentimientos de mi hija Virginia, Rudy. No lo niegues.
—Míster Calderwood…
—Has estado jugando con sus sentimientos. Innecesariamente. Has robado lo que habrías podido pedir.
Ahora, había ira en su voz.
—Le aseguro, míster Calderwood, que yo no…
—No mientas, Rudy.
—No estoy mintiendo. Yo no sé…
—¿Y si te dijese que ella lo ha confesado todo? —tronó Calderwood.
—No hay nada que confesar.
Rudolph se sentía ahora aturrullado y, al propio tiempo, experimentaba ganas de reír.
—Lo que dices es muy distinto de lo que afirma mi hija. Ha confesado a su madre que está enamorada de ti y que se propone ir a Nueva York, a cursar estudios de secretaria, para poder verte siempre que quiera.
—¡Dios santo! —exclamó Rudolph.
—En esta casa, no se toma el nombre de Dios en vano, Rudy.
—Le aseguro, míster Calderwood —dijo Rudolph—, que lo máximo que he hecho con Virginia ha sido invitarla a un bocadillo o a un helado cuando me he tropezado con ella en los «Almacenes».
—La has hechizado —dijo Calderwood—. Se pasa la mayor parte de la semana llorando por ti. Y una joven ingenua no coge estas pataletas, a menos que hayan sido provocadas por un insidioso galán.
La herencia puritana se manifiesta al fin, pensó Rudolph. Desembarca en Plymouth Rock, respira un par de siglos el aire tónico de Nueva Inglaterra, prospera… y pierde la chaveta. Era demasiado para un solo día: Billy, el colegio, su madre, y ahora, esto.
—Necesito que me digas lo que piensas hacer, jovencito.
Cuando Calderwood decía «jovencito», podía volverse peligroso. Inmediatamente, Rudolph sopesó sus posibilidades: estaba bien atrincherado, pero Calderwood seguía siendo la suprema autoridad en el negocio. Podría luchar; pero a la larga, Calderwood le echaría de la empresa. Y todo por esa estúpida zorra de Virginia.
—No sé qué quiere usted que haga, señor —dijo, tratando de ganar tiempo.
—Es muy sencillo —dijo Calderwood. Por lo visto, había estado pensando en el problema desde el momento en que mistress Calderwood le había dado la feliz noticia del enamoramiento de su hija—. Cásate con Virginia. Pero tienes que prometerme que no os iréis a vivir a Nueva York. —Nueva York le trae loco, pensó Rudolph. La morada del mal—. Serás mi socio en la empresa. Cuando yo muera, y salvo las adecuadas disposiciones que tome a favor de mis hijas y de mistress Calderwood, recibirás la mayor parte de mis acciones. Tendrás el control de los votos. Nunca volveré a hablar de esto, y no te haré ningún reproche. En realidad, lo borraré todo de mi mente. Y me sentiré dichoso de tener un muchacho como tú en mi familia. Ha sido mi mayor deseo desde hace años, y tanto mistress Calderwood como yo sentíamos una gran desilusión cuando te invitábamos a nuestra casa y no parecías interesarte por ninguna de nuestras hijas, a pesar de que todas son bonitas a su manera, educadas y, si me permites decirlo, sobradamente ricas. No comprendo cómo no acudiste directamente a mí cuando hiciste tu elección.
—No hice ninguna elección —dijo Rudolph, distraído—. Virginia es una chica encantadora, y estoy seguro de que será la mejor de las esposas. Pero ignoraba por completo que sintiese algún interés por mí…
—Rudy —dijo Calderwood, severamente—, te conozco desde hace mucho tiempo. Eres uno de los hombres más listos con quienes jamás me haya tropezado. ¿Y te atreves a decirme que…?
—Sí. —¡Al diablo el negocio!, pensó Rudolph—. Le diré lo que voy a hacer. Me estaré aquí sentado con usted, esperaremos a que mistress Calderwood y Virginia vuelvan a casa, y le preguntaré sin ambages delante de ustedes, si jamás le hice la menor insinuación, si traté de besarla una sola vez. —Todo era pura farsa, pero tenía que seguir adelante—. Si dice que sí, mentirá. Pero no me importa. ¡Saldré en el acto de aquí, y haga usted lo que quiera con su maldito negocio y con sus malditas acciones y con su maldita hija!
—¡Rudy!
La voz de Calderwood sonó furiosa; pero Rudolph advirtió que el hombre no estaba ya tan seguro del terreno que pisaba.
—Si ella hubiese tenido el buen criterio de decir que me amaba —prosiguió Rudolph, implacable, aprovechando su ventaja—, tal vez habríamos podido llegar a alguna parte. Virginia me es simpática. Pero, ahora, es demasiado tarde. Si quiere saberlo, le diré que ayer, en Nueva York, pedí a otra chica que se casara conmigo.
—Nueva York —dijo Calderwood, con resentimiento—. Siempre Nueva York.
—Bueno, ¿quiere que espere a que regresen las damas? —preguntó Rudolph, cruzando amenazadoramente los brazos.
—Esto podría costarte mucho dinero, Rudy —dijo Calderwood.
—Está bien, me costará mucho dinero —dijo Rudolph, con firmeza, pero sintiendo un temblorcillo en la boca del estómago.
—Y esa…, esa joven de Nueva York —dijo Calderwood, ahora en tono quejumbroso—, ¿te dijo que sí?
—No.
—¡Dios mío, el amor! —la insensatez del cariño, las encrucijadas del deseo, la pura anarquía del sexo, eran demasiado para el piadoso Calderwood—. Dentro de dos meses, la habrás olvidado, y entonces tal vez tú y Virginia…
—Ayer dijo que no —le interrumpió Rudolph—. Pero quedó en pensarlo. Bueno, ¿tengo que esperar a mistress Calderwood y a Virginia?
Seguía con los brazos cruzados. Para que no le temblasen las manos.
Calderwood, irritado, empujó el tintero hasta el borde de la mesa.
—Comprendo que dices la verdad, Rudy —dijo—. No sé lo que le habrá pasado a la loca de mi hija. ¡Ay! Ya sé lo que dirá mi esposa: que la eduqué mal, que es tímida por culpa mía; que la protegí demasiado. Si te contase las discusiones que he tenido con mi mujer en esta casa… Pero debes saber que, cuando yo era joven, las cosas eran muy distintas. Las chicas no contaban a sus madres que se habían enamorado de jóvenes que jamás les habían dirigido la mirada. ¡Ese maldito cine…! Corrompe el cerebro de las mujeres. No, no hace falta que esperes. Me arreglaré yo solo. Y ahora vete. Tengo que tranquilizarme un poco.
Rudolph se levantó y Calderwood hizo lo mismo.
—¿Me permite que le dé un consejo? —preguntó Rudolph.
—Siempre me estás dando consejos —dijo Calderwood, con aspereza—. Cuando sueño, siempre te veo murmurándome algo al oído. Desde hace años. A veces, pienso que habría sido mejor que no te hubieses presentado en el almacén aquel verano. ¿Qué consejo?
—Deje que Virginia vaya a Nueva York, que estudie para secretaria y que ande suelta un par de años.
—¡Magnífico! —dijo Calderwood, amargamente—. Tú puedes decir esto. No tienes hijas. Te acompañaré a la puerta.
Ya en la puerta, apoyó una mano en el brazo de Rudolph.
—Rudy —le dijo, con voz suplicante—, si esa damita de Nueva York dice que no, ¿pensarás en Virginia? Tal vez es una idiota, pero no puedo soportar verla desgraciada.
—No tema, míster Calderwood —dijo Rudolph, ambiguamente.
Y se dirigió a su coche.
Cuando arranco, Calderwood aún estaba de pie en la puerta, iluminado por la débil lámpara del vestíbulo.
Tenía hambre, pero resolvió cenar más tarde en un restaurante. Quería volver a casa y ver lo que hacía Billy. También quería decirle que había hablado con Gretchen y que saldría para California dentro de dos o tres días. El chico dormiría mejor sabiendo esta noticia y sin verse perseguido por el espectro del colegio.
Al abrir la puerta con su llave, oyó voces en la cocina. Cruzó el cuarto de estar y el comedor, sin hacer ruido, y escuchó detrás de la puerta.
—Hay una cosa que me gusta en los chicos que están creciendo… —Rudolph reconoció la voz de su madre—, y es que tengan buen apetito. Me agrada ver que aprecias la comida, Billy. Martha, sírvele otro pedazo de carne y más ensalada. ¿Qué es eso de no querer ensalada, Billy? En mi casa, todos los niños la comen.
¡Santo Dios!, pensó Rudolph.
—Y hay otra cosa que me gusta en un chico, Billy —siguió diciendo su madre—, aunque ya soy vieja y tendría que haber olvidado estas flaquezas femeninas: que sean guapos y bien educados. —Su voz era coquetona, mimosa—. ¿Sabes a quién me recuerdas? A él no se lo dije nunca, por miedo a malcriarle, porque no hay nada peor que un niño vanidoso; pero me recuerdas a tu tío Rudolph, que todos decían que era el chico más guapo de la ciudad y que se convirtió en un joven magnífico.
—Pues todos dicen que me parezco a mi padre —dijo Billy, con la desfachatez de los catorce años, pero sin agresividad.
A juzgar por su tono, se encontraba como en casa.
—No he tenido la suerte de conocer a tu padre —dijo la anciana, con una ligera frialdad en la voz—. Sin duda, debes parecerte en algo a él. Pero, en lo esencial, te pareces a la rama de la familia y, sobre todo, a Rudolph. ¿No es así, Martha?
—En algunos rasgos —respondió Martha, sin resignarse a que la vieja tuviese una cena perfecta.
—En los ojos —dijo ésta—. Y en la boca inteligente. Los cabellos son diferentes. Pero siempre creí que el cabello importa poco. No da mucho carácter.
Rudolph empujó la puerta y entró en la cocina. Billy estaba sentado a un extremo de la mesa, flanqueado por las dos mujeres. Con su pelo liso, después del baño, tenía un aspecto limpio y alegre, mientras engullía su yantar. La madre de Rudolph se había puesto un serio vestido de color castaño y representaba concienzudamente el papel de abuela. Martha parecía menos enfurruñada que de costumbre, y sus labios estaban menos apretados, como si no le viniese mal aquella inyección de juventud en la casa.
—¿Cómo te va? —preguntó Rudolph—. ¿Te dan bastante de comer?
—Es una comida estupenda —dijo Billy.
Todas las huellas de angustia de la tarde habían desaparecido de su rostro.
—Confío en que te gustará el pastel de chocolate, para postre, Billy —dijo la anciana, levantando un momento los ojos para mirar a Rudolph, que seguía en la puerta—. Martha hace un pastel de chocolate delicioso.
—Sí —dijo Billy—, me gusta muchísimo.
—También era el postre predilecto de Rudolph. ¿No es cierto, Rudolph?
—En efecto —respondió éste.
En realidad, no recordaba haberlo catado más de una vez al año, y en todo caso, no le había prestado nunca gran atención; pero no era el momento adecuado para cortar las alas a la fantasía de su madre. Ésta se había abstenido incluso de pintarse los labios, para representar mejor su papel de abuelita, y se merecía alguna recompensa.
—He hablado con tu madre, Billy —dijo Rudolph.
Billy le miró gravemente, como esperando un golpe.
—¿Qué ha dicho?
—Te está esperando. El martes o el miércoles próximos, te acompañaré al avión. En cuanto pueda librarme de la oficina y llevarte a Nueva York.
Los labios del chico temblaron un poco, pero Rudolph comprendió que no se echaría a llorar.
—¿Cómo está? —preguntó Billy.
—Encantada de que vayas a reunirte con ella —dijo Rudolph.
—¡Pobre chiquilla! —dijo su madre—. Con la vida que ha tenido que llevar… Son los embates del destino.
Rudolph no se atrevió a mirarla.
—Aunque es una lástima, Billy —siguió diciendo ella—, que, ahora que nos hemos encontrado no puedas pasar un poco más de tiempo con tu vieja abuelita. En fin, ya que se ha roto el hielo, tal vez podría ir yo a visitarte. ¿No sería una buena idea, Rudolph?
—Muy buena.
—California —dijo ella—. Siempre tuve deseos de conocerla. Buen clima para los huesos viejos. Y, por lo que me han dicho, es un verdadero paraíso. Antes de morir… Creo, Martha, que Billy está esperando el pastel de chocolate.
—Sí, señora —dijo Martha, levantándose de la mesa.
—Rudolph —dijo la madre—, ¿no quieres probar un poco? El feliz círculo familiar estará más completo.
—No, gracias. —Lo que menos deseaba era incorporarse al feliz círculo familiar—. No tengo apetito.
—Bueno, iré a acostarme —dijo ella, levantándose pesadamente—. A mis años, hay que dormir mucho, ¿sabes? Pero, cuando subas a dormir, entra a darle las buenas noches a la abuelita. ¿Lo harás, Billy?
—Sí, señor.
—Abuelita.
—Sí, abuelita —dijo Billy, obediente.
La mujer salió de la cocina, después de lanzar a Rudolph una última mirada triunfal. Lady McBeth, con su invisible rastro de sangre, dirigiendo majestuosamente una guardería de niños precoces, en un país más cálido que Escocia.
Las madres o deberían exhibirse, pensó Rudolph, mientras le decía: «Buenas noches; que duermas bien, mamá». Deberían ser fusiladas en secreto.
Salió de casa, cenó en un restaurante y llamó a Jean a Nueva York, para preguntarle qué noche podrían verse, si el martes o el miércoles. Pero nadie le contestó.