Capítulo II

1960

Sonó la campana para dar principio al último asalto de entrenamiento y Schultzy gritó:

—¡Mira si puedes fajarle más, Tommy!

El boxeador con quien debía enfrentarse Quayles dentro de cinco días era un buen fajador, y se trataba de que Thomas imitase su estilo. Pero Quayles era un hombre difícil de alcanzar; tenía un buen juego de piernas, y una buena esgrima, era veloz con los pies y rápido con los puños. Su pegada no hacía mucho daño, pero el hombre había llegado muy lejos gracias a su astucia. El combate sería televisado a toda la nación, y Quayles cobraría veinte mil dólares por él. Thomas, según el presupuesto de gastos, cobraría setecientos. Habría sido menos, si Schultzy, que era manager de ambos boxeadores, al menos sobre el papel, no hubiese regateado con los promotores. Había dinero de estraperlo, detrás de aquel combate, y aquellos tipos no hacían obras de caridad.

Habían montado el ring de entrenamiento en un teatro, y la gente que acudía a presenciar las sesiones se sentaba en las butacas de orquesta, con abigarradas camisas de Las Vegas y pantalones de color canario. En el escenario, Thomas se sentía como un actor, más que como un boxeador.

Avanzó hacia Quayles, que tenía un rostro chato y ruin, y unos ojos claros y acerados bajo el casco protector de cuero. Cuando Quayles se entrenaba con Thomas, lo hacía siempre con una sonrisa burlona entre los labios, como si le pareciese absurdo que éste compartiese el mismo cuadrilátero con él. Nunca hablaba con Thomas, ni siquiera para darle los buenos días, aunque pertenecían al mismo equipo. La única satisfacción de Thomas era que se acostaba con la mujer de Quayles. Y, algún día, procuraría hacérselo saber.

Quayles danzaba sobre sus pies, lanzando rápidos golpes a Thomas, esquivando fácilmente sus ganchos, exhibiéndose ante los espectadores, dejando que Thomas le acorralase en un rincón, y librándose de sus golpes con simples movimientos de cabeza, mientras el público chillaba.

Es sabido que los entrenadores no deben lesionar a los protagonistas; pero era el último asalto del entrenamiento y Thomas atacó furiosamente, ignorando el castigo y con el único propósito de alcanzar con un buen golpe a aquel bastardo y hacer que tocase la lona con los fondillos de su calzón de fantasía. Quayles se dio cuenta de lo que pretendía, y su sonrisa se hizo más insolente mientras le esquivaba, avanzando y retrocediendo y parando sus golpes en el aire. Ni siquiera sudaba al terminar el asalto, y su cuerpo no mostraba la menor señal, a pesar de los esfuerzos de Thomas por alcanzarle en el espacio de dos minutos.

Cuando sonó la campana, Quayles dijo:

—Tendrías que pagarme por esta lección de boxeo, holgazán.

—Espero que te maten el viernes, pedazo de cerdo —dijo Thomas, saltando del ring y dirigiéndose a la ducha, mientras Quayles hacía un poco de ejercicio de cuerda y de gimnasia y empezaba a pegarle al saco de arena.

Aquel bastardo no se cansaba nunca, le gustaba su trabajo y, probablemente, acabaría siendo campeón del peso medio, con un millón de dólares en el Banco.

Cuando Thomas volvió de la ducha, con los pómulos enrojecidos por los golpes que le había propinado Quayles, éste aún seguía con su exhibición, boxeando con su sombra, entre las aclamaciones del público circense.

Schultzy le dio un sobre con cincuenta pavos, por los dos asaltos, y Thomas pasó rápidamente entre los espectadores y salió a la resplandeciente luz de la abrasadora tarde de Las Vegas. En comparación con el aire acondicionado del teatro, aquel calor parecía artificial y maléfico, como si algún sabio diabólico estuviese cociendo toda la ciudad, deseoso de destruirla del modo más doloroso posible.

Estaba sediento, después de la sesión, y cruzó la ardiente calle en dirección a uno de los grandes hoteles. En el oscuro vestíbulo, hacía fresco. Los ganchos estaban de patrulla y había mujeres ancianas jugando en las máquinas tragaperras. Las mesas de dados y de ruleta funcionaban cuando él se dirigió al bar. Todos los que se hallaban en el apestoso salón estaban forrados de dinero. Todos menos él. En las últimas semanas, había perdido más de quinientos dólares, casi todo el dinero que había ganado, en las mesas de los dados.

Palpó en su bolsillo el sobre con los cincuenta pavos de Schultzy y luchó contra su deseo de probar con los dados. Pidió una cerveza al camarero. Conservaba su peso, y Schultzy no estaba allí para reñirle. De todos modos, Schultzy no se preocupaba mucho por lo que hacía él; ahora tenía a un buen boxeador en su equipo. Se preguntó qué parte de su bolsa tendría que dar a los chanchulleros.

Bebió otra cerveza, pagó y se disponía a salir cuando se detuvo a mirar el juego de dados. Un tipo con aspecto de enterrador de pueblo tenía un montón de fichas de más de un palmo delante de él. Los dados ardían. Thomas sacó el sobre y compró fichas. Al cabo de diez minutos, sólo le quedaban diez dólares y tuvo el suficiente buen criterio para dejarlo.

Consiguió que el portero le pidiese a un huésped que lo llevase en su coche hacia la parte baja de la ciudad, donde estaba el hotel donde se hospedaba, a fin de ahorrarse el gasto de un taxi. El hotel era mísero, y en él había unas cuantas máquinas tragaperras y una mesa de dados. Quayles se alojaba en el «Sands», con todas las estrellas de cine. Y con su mujer. La cual se pasaba todo el día en la piscina, haciendo bronce, cuando no se escapaba al hotel de Thomas para sostener una breve entrevista. Decía que su temperamento le pida amor, y Quayles dormía solo, en otra habitación, porque era un boxeador serio, en vísperas de un importante combate. Thomas había dejado de ser un boxeador serio, y los combates importantes se habían acabado para él; por esto podía hacer lo que quisiera. La dama se mostraba activa en el lecho, y valía la pena pasar alguna tarde con ella.

En el casillero había una carta para él. De Teresa. No se molestó en abrirla. Conocía su contenido. Otra petición de dinero. Ahora, Teresa trabajaba y ganaba más dinero que él, pero era insaciable. Estaba de vendedora de cigarrillos en un club nocturno, moviendo las caderas y mostrando las piernas hasta la mayor altura permitida por la ley, y percibiendo buenas propinas. Decía que se aburría en casa, sola con el niño, durante las largas ausencias de su marido, y que quería iniciar una carrera. Se imaginaba que vender cigarrillos era una especie de actividad teatral. Dejaba al niño con su hermana, en el Bronx, e incluso cuando Thomas estaba en la ciudad, llegaba a casa a cualquier hora, a las cinco o las seis de la mañana, con el bolso lleno de billetes de cien dólares. Dios sabe lo que haría. Pero a Thomas ya no le importaba.

Subió a su habitación y se tumbó en la cama. Una manera de ahorrar dinero. No sabía cómo podría aguantar hasta el viernes con sólo diez dólares. Le escocía la piel de los pómulos, a causa de los porrazos de Quayles. El acondicionamiento de aire de la habitación era pésimo y el calor asfixiante le hacía sudar.

Cerró los ojos y se durmió en un sueño agitado. Soñó con Francia. Había sido la época mejor de su vida, y con frecuencia, soñaba en el tiempo pasado a orillas del Mediterráneo; aunque de esto hacía casi cinco años y los sueños empezaban a perder su intensidad.

Se despertó, recordando su sueño, y suspiró al desvanecerse el mar y los blancos edificios y verse de nuevo entre las agrietadas paredes de Las Vegas.

Había ido a la Costa Azul después de vencer en el combate de Londres. Había sido una victoria fácil, y Schultzy le había conseguido otro combate en París, un mes más tarde, por lo que habría sido absurdo volver a Nueva York. Se había liado con una alocada chica londinense, la cual le había dicho que conocía un hotelito delicioso en Cannes, y como Thomas nadaba en dinero por primera vez en su vida y estaba convencido de que podía derrotar a cualquier boxeador europeo con una mano atada a la espalda, la había llevado allí a pasar el fin de semana. El fin de semana se había prolongado hasta diez días, a pesar de los furiosos telegramas de Schultzy. Thomas había holgazaneado en la playa, comía copiosamente, se aficionó al vino rosado y aumentó seis kilos. De nuevo en París, sólo había alcanzado el peso debido en la mañana misma del combate, y el francés había estado a punto de matarle. Por primera vez en su vida, fue puesto fuera de combate, y se acabaron los encuentros en Europa. Se había gastado casi todo el dinero con la inglesa, que gustaba mucho de las joyas, aparte de otras buenas condiciones, y durante el viaje de regreso a Nueva York, apenas si Schultzy le había dirigido la palabra.

El francés le había quitado buena parte de su prestigio y ningún crítico le consideraba ya como serio aspirante al título. Los combates se espaciaron más y más y las bolsas fueron cada vez más reducidas. En un par de ocasiones, tuvo que hacer tongo para conseguir algún dinero, y Teresa se cerró en banda, y, de no haber sido por su hijo, se habría largado de casa para siempre.

Tumbado en la cálida y arrugada cama, pensó en todas estas cosas y recordó lo que le había dicho su hermano aquel día, en el «Hotel Warwick». Se preguntó si Rudolph habría seguido sus andanzas y le estaría diciendo a su remilgada hermana: «Yo se lo había advertido».

¡Al diablo con su hermano!

Bueno, tal vez el viernes por la noche recobraría su antigua fuerza y triunfaría de un modo espectacular. La gente empezaría a aclamarle de nuevo, y él volvería a ser lo que había sido. Muchos boxeadores, más viejos que él, se habían recuperado. Como Jinny Braddock, que, de simple jornalero, había pasado a campeón del mundo de todos los pesos al derrotar a Max Baer. Schultzy tenía que elegir sus rivales con más cuidado; nada de bailarines, sino hombres dispuestos a luchar de veras. Tenía que hablar con Schultzy. Y no sólo acerca de esto. Necesitaba un anticipo de dinero, antes del viernes, para poder vivir en aquella sucia ciudad.

Dos o tres victorias sonadas, y podría olvidarse de todo esto. Dos o tres victorias sonadas, y volverían a solicitarle en París y podría volver a la Costa y sentarse en la terraza de un café, beber vino rosado y contemplar los mástiles de los yates anclados en el muelle. Con un poco de suerte, incluso podría alquilar uno de éstos y hacerse a la mar y alejarse de todo el mundo. Y pelear dos o tres veces al año, lo justo para mantener un saldo seguro en el Banco.

Estas simples ideas le hicieron recobrar el ánimo, y estaba a punto de bajar y jugarse los últimos diez dólares en la mesa de dados, cuando sonó el teléfono.

Era Cora, la mujer de Quayles, y parecía haberse vuelto loca, a juzgar por sus gritos y gemidos.

—¡Lo sabe todo, lo sabe todo! —repitió, una y otra vez—. Algún botones chivato tiene que habérselo contado. Ha estado a punto de matarme. Creo que me ha roto la nariz y me ha dejado inválida para el resto de mi vida…

—Calma —dijo Thomas—. ¿Qué sabe?

—Lo mismo que sabes tú. Ahora, va para allá…

—Un momento. ¿Qué le has dicho tú?

—¿Qué diablos crees que le dije? —gritó Cora—. Lo negué. Entonces, me pegó en la cara. Aún estoy sangrando. No me ha creído. Ese chivato de tu hotel debe tener un telescopio o algo parecido. Es mejor que te largues de la ciudad. Inmediatamente. Te aseguro que ahora va para allá. Dios sabe lo que es capaz de hacerte. Y después a mí. Sólo que no me encontrará. Salgo enseguida para el aeropuerto. Ni siquiera llevo mi maleta. Y te aconsejo que hagas lo mismo. Pero no te acerques a mí. Tú no le conoces. Es un asesino. Ponte cualquier cosa y sal de la ciudad. Deprisa.

Thomas colgó, interrumpiendo las agudas y espantadas voces. Contempló su maleta, en un rincón del cuarto; después, se levantó, se acercó a la ventana y miró a través de la persiana. La calle estaba desierta bajo el sol abrasador de las cuatro de la tarde. Se dirigió a la puerta y se aseguró de que no estaba cerrada con llave. Después, llevó la única silla a un rincón. No quería que la primera arremetida de su visitante le hiciese tropezar con ella.

Se sentó en la cama, sonriendo ligeramente. Nunca había eludido una riña, y tampoco lo haría esta vez. Y ésta sería la mejor de toda su carrera. La pequeña habitación del hotel no era sitio adecuado para las fintas y el juego de piernas.

Se levantó, abrió el armario, sacó una chaqueta de cuero y se la puso, abrochándola hasta arriba y levantando el cuello para protegerse mejor. Después, volvió a sentarse en el borde de la cama y esperó plácidamente, un poco encorvado el cuerpo y con los brazos colgando entre las piernas. Oyó que un coche se detenía frente al hotel, pero no se movió. Un minuto más tarde, sonaron pasos en el corredor, se abrió de golpe la puerta y apareció Quayles en el umbral.

—Hola —dijo Thomas, levantándose despacio.

Quayles cerró la puerta e hizo girar la llave en la cerradura.

—Lo sé todo, Jordache —dijo.

—¿Acerca de qué? —preguntó Thomas, suavemente, sin perder de vista los pies de Quayles, en espera del primer movimiento.

—Acerca de ti y mi mujer.

—¡Oh, sí! —dijo Thomas—. Me he acostado con tu mujer. ¿No te lo había dicho?

Estaba preparado para el ataque y casi se echó a reír al ver que Quayles, el elegante estilista del ring, lanzaba un ciego puñetazo con la derecha, el golpe más inocente que se pudiera imaginar. Como estaba alerta, lo esquivó fácilmente agachándose, se agarró a Quayles y, como no había un árbitro que los separase, empezó a aporrearle el cuerpo con deliciosa y creciente ferocidad. Buen conocedor de todos los trucos de la riña callejera, empujó a Quayles hacia la pared, y haciendo caso omiso de los intentos del hombre para librarse de su abrazo, retrocedió lo justo para lanzarle un salvaje uppercut. Después, se echó de nuevo encima de él, luchó, le golpeó, le agarró, empleó los codos y las rodillas, golpeó la cabeza de Quayles con la frente y no lo dejó caer, sino que le sujetó contra la pared, agarrándole el cuello con la izquierda y descargándole brutales derechazos en la cara. Cuando se echó atrás, Quayles se derrumbó sobre la alfombra manchada de sangre y yació de bruces, completamente inmóvil.

Llamaron frenéticamente a la puerta y Thomas oyó la voz de Schultzy en el pasillo. Abrió y le dejó entrar.

Le bastó a Schultzy una mirada para comprender lo que había pasado.

—¡Estúpido bastardo! —dijo—. Acabo de ver a la loca de su esposa y me lo ha contado todo. Pensé que llegaría a tiempo. Eres un gran boxeador fuera del ring, ¿no es cierto, Tommy? No podrías tumbar a tu abuela, luchando por dinero, y eres invencible cuando riñes por nada. —Se arrodilló junto a Quayles, inmóvil sobre la alfombra. Le dio media vuelta, le examinó el corte de la frente y pasó la mano por su mandíbula—. Creo que le has roto la quijada. ¡Idiota! No podrá combatir este viernes, ni en docenas de viernes. Los chicos estarán muy satisfechos. Se pondrán contentísimos. Habían apostado fuerte a este caballo… —pinchó con un dedo el cuerpo inerte de Quayles—. Les encantará que lo hayas hecho cisco. Si yo estuviera en tu pellejo, me largaría enseguida, antes de que yo me llevase a ese… a ese marido al hospital. Y no pararía hasta llegar al mar y pasar al otro lado, y no volvería aquí en diez años. No tomes ningún avión. Cuando éste aterrice en cualquier parte, te estarían esperando, y no precisamente con ramos de flores.

—¿Quieres que me marche andando? —preguntó Thomas—. Tengo diez pavos en el bolsillo.

Schultzy miró con aprensión a Quayles, que empezaba a moverse. Se levantó.

—Salgamos al pasillo —dijo.

Sacó la llave de la cerradura y, cuando hubieron salido, cerró la puerta por fuera.

—Te estaría bien empleado que te llenasen el cuerpo de agujeros —dijo Schultzy—. Pero has estado mucho tiempo conmigo y… —paseó nerviosamente arriba y abajo—. Toma —dijo, sacando unos billetes de la cartera—. Es todo lo que tengo. Ciento cincuenta. Y coge mi coche. Está abajo, con la llave en el contacto. Déjalo en la zona de aparcamiento del aeropuerto de Reno y desde allí, toma un autobús hacia el Este. Diré que me robaste el coche. En todo caso, no veas a tu mujer. La estarán vigilando. Me pondré al habla con ella y le diré que te has escapado y que no espere noticias tuyas. No vayas directamente a ninguna parte. Y no bromeo al aconsejarte que salgas del país. Tu vida no vale dos centavos en cualquier punto de los Estados Unidos. —Arrugó el entrecejo, pensando deprisa—. Lo más seguro es conseguir trabajo en un barco. Cuando llegues a Nueva York, ve a un hotel llamado «Aegean». Está en la Calle 18 Oeste. Está lleno de marineros griegos. Pregunta por el gerente. Tiene un apellido griego muy largo, pero todo el mundo le llama Pappy. Proporciona gente a buques de carga que no navegan bajo pabellón americano. Dile que te envío yo y que quiero que salgas del país lo antes posible. Me debe un favor, de cuando estuve en la Marina Mercante, durante la guerra. Y no te pases de listo. No creas que puedes ganarte unos pavos boxeando en Europa o en el Japón con otro nombre. Desde este momento, eres marinero y nada más. ¿Lo has entendido?

—Sí, Schultzy —dijo Thomas.

—Y no quiero saber más de ti, ¿comprendes?

—Sí.

Thomas hizo un movimiento hacia la puerta de su habitación. Schultzy lo detuvo.

—¿Adónde vas?

—Mi pasaporte está ahí. Lo necesito.

—¿Dónde está?

—En el cajón de arriba del tocador.

—Espera aquí —dijo Schultzy—. Yo iré a buscarlo. —Hizo girar la llave en la cerradura y entró en la habitación. Volvió al cabo de un momento con el pasaporte—. Toma —dijo, poniéndole el librito en la mano—. Y, en adelante, procura pensar con la cabeza y no con otra cosa. Ahora, vete. Tengo que empezar a componer a ese imbécil.

Thomas bajó la escalera y cruzó el vestíbulo, sin detenerse en la mesa de dados. No dijo nada al portero, que le miró con curiosidad, pues llevaba sangre en la chaqueta de cuero. Salió a la calle. El coche de Schultzy estaba aparcado precisamente detrás del «Cadillac» de Quayles. Subió a él, puso el motor en marcha y se dirigió despacio a la autopista. Aquella tarde, no quería que le detuviesen por una infracción de tráfico en Las Vegas. Más tarde se lavaría la chaqueta.