Capítulo I

1960

La mañana era agradable, salvo la niebla estancada, como un fino y metálico puré, en la bahía de Los Ángeles. Gretchen, descalza y envuelta en su salto de cama, se deslizó entre las inmóviles cortinas del balcón y salió a la terraza para contemplar, desde la cima de su montaña, la ciudad turbia, pero alumbrada por el sol, y la lejana llanura del mar, que se extendían a sus pies. Aspiró profundamente el aire mañanero de septiembre, que olía a hierba mojada y a flores que se abrían. No llegaba el menor ruido de la ciudad, y sólo los gritos de una bandada de codornices sobre el prado rompían el silencio de la hora temprana.

Mejor que Nueva York, pensó por centésima vez; mucho mejor que Nueva York.

Le apetecía tomar una taza de café; pero era demasiado temprano para que se hubiese levantado Doris, la doncella, y, si se metía en la cocina para hacer ella el café, Doris se despertaría con el ruido del agua y del metal, y saldría a ayudarla, disculpándose, pero dolida de verse privada de un merecido sueño. También era demasiado pronto para despertar a Billy, sobre todo, habida cuenta del día que le esperaba; y peor habría sido despertar a Colin, al que había dejado durmiendo en el amplio lecho, tumbado de espaldas, con el ceño fruncido y cruzados los brazos, como si soñase que presenciaba una representación que no merecía sus plácemes.

Sonrió pensando en Colin, que, como le decía ella a veces, se había dormido en posición importante. Sus otras posiciones, que ella le había descrito con detalle, eran la divertida, la vulnerable, la pornográfica y la de espanto. Esta mañana, la había despertado un fino rayo de luz que se filtraba por una rendija de las cortinas, y había estado tentada de hacerle desplegar los apretados brazos. Pero Colin nunca hacía el amor por la mañana. Las mañanas eran para el crimen, decía. Acostumbrado al horario teatral de Nueva York, nunca había aceptado de buen grado el trabajo matinal de los estudios, y, según confesaba sin ambages, era un salvaje antes del mediodía.

Se dirigió a la fachada de la casa, pisando alegremente el césped cargado de rocío con sus pies descalzos, mientras su transparente salto de cama de algodón se hinchaba alrededor de su cuerpo al caminar. No tenían vecinos, y la probabilidad de que pasara un coche a aquella hora era casi nula. De todos modos, en California nadie se preocupaba del modo de vestir de los demás. Muchas veces, tomaba baños de sol completamente desnuda en el jardín, y después del verano, su cuerpo tenía un color moreno oscuro. En el Este, siempre había tenido mucho cuidado con el sol; pero, si uno no estaba moreno en California, la gente se imaginaba que estaba enfermo o que era demasiado pobre para tomarse unas vacaciones.

El periódico estaba junto a la verja, plegado y atado con una cinta de goma. Lo abrió y echó un vistazo a los titulares, mientras volvía despacio hacia la casa. En primera página, aparecían las fotografías de Nixon y de Kennedy, que lo prometían todo a todo el mundo. Compadeció un momento a Adlai Stevenson y se preguntó si había derecho a que un hombre tan joven y tan guapo como John Fitzgerald Kennedy se presentase candidato a la Presidencia. «El chico encantador», le llamaba Colin; pero Colin tenía que luchar diariamente con actores encantadores, y los efectos de su encanto eran casi invariablemente negativos.

Recordó que debía pedir papeletas de transeúnte para ella y para Colin, ya que estarían en Nueva York durante el mes de noviembre, y los votos contra Nixon eran preciosos. Aunque ahora ya no escribía para las revistas, seguía interesándole la política. El periodo McCarthy la había desengañado del valor de la rectitud privada y del alarmado clamor público. Su amor por Colin, que, políticamente, era por lo menos caprichoso, la había llevado a abandonar las viejas actitudes, junto con los viejos amigos. Colin se definía, según las ocasiones, como socialista sin esperanza, nihilista, partidario del impuesto único o monárquico; su actitud dependía de la persona con quien estaba discutiendo, aunque, generalmente, acababa por votar a los demócratas. Ni él ni Gretchen intervenían en las apasionadas actividades políticas de la colonia cinematográfica, como festejos a los candidatos, firma de documentos de propaganda o cocteles para recaudar fondos. En realidad, asistían a muy pocas fiestas. A Colin no le gustaba demasiado beber y encontraba intolerables las conversaciones achispadas y fútiles de las típicas reuniones de Hollywood. Nunca flirteaba, y por esto, la presencia de batallones de hermosas damas en las ceremonias de los ricos y famosos carecía de atractivo para él. Después de los años licenciosos y gregarios pasados junto a Willie, Gretchen gozaba de los días domésticos y de las noches tranquilas que vivía con su segundo marido.

La negativa de Colin a «mostrarse en público», según solía decir, no había menoscabado su carácter. «Sólo la gente sin talento sigue el juego de Hollywood», decía. Había demostrado su talento con su primera película; lo había confirmado con la segunda, y ahora, cuando acababa de montarse la tercera en cinco años, era considerado como uno de los directores más capaces de su generación. Su único fracaso se había producido cuando regresó a Nueva York, después de terminar su primera película, para estrenar una comedia que sólo se representó ocho veces. Después, había desaparecido durante tres semanas. Cuando reapareció, estaba malhumorado y silencioso, y pasaron meses antes de que se creyese dispuesto a volver de nuevo al trabajo. No podía soportar el fracaso, y Gretchen había tenido que compartir su sufrimiento. Y lo peor era que Gretchen le había dicho de antemano que no creía que la comedia, tal como estaba, resultase presentable. Sin embargo, él seguía preguntándole su opinión sobre todas las facetas de su trabajo y le pedía una franqueza absoluta, que ella le brindaba siempre. Ahora mismo, la preocupaba una secuencia de la nueva película, que habían presenciado juntos en el estudio, la noche pasada. Sólo Colin, ella y Sam Corey, encargado del montaje, la habían visto. Gretchen había notado que algo iba mal, aunque no podía explicar lógicamente su impresión. No había dicho nada después de pasarse la cinta, pero sabía que la interrogaría durante el desayuno. Al volver al dormitorio, donde Colin seguía durmiendo en su posición importante, trató de recordar la secuencia de la película, con todos sus planos, para poder hablar con sensatez al referirse a ella.

Miró el reloj de la mesita de noche y vio que aún era temprano para despertar a Colin. Se puso una bata y pasó al cuarto de estar. La mesa del rincón de la estancia estaba llena de libros, de manuscritos y de críticas de novelas, recortadas de la Times Book Review del domingo, del Publisher's Weekly y de periódicos londinenses. La casa no era grande, y no había otro sitio para el nunca menguante montón de literatura que ambos repasaban metódicamente, en busca de posibles ideas para películas.

Gretchen cogió un par de gafas que había sobre la mesa y se sentó para acabar de leer el periódico. Las gafas eran de Colin, pero veía bastante bien con ellas y por esto no se molestó en volver al dormitorio en busca de las suyas. Una concordancia en la imperfección.

La página teatral publicaba una crítica de Nueva York, de una comedia que acababa de estrenarse, que contenía grandes alabanzas para un joven actor hasta entonces desconocido, y Gretchen tomó mentalmente nota de encargar localidades para Colin y ella, cuando fuese a la ciudad. En la cartelera de cines de Beverly Hills, vio que reponían la primera película de Colin, aquel fin de semana, y arrancó este trozo del periódico para mostrarlo a su marido. Tal vez esto lo amansaría durante el desayuno.

Después, pasó a la sección de deportes, para ver qué caballos corrían aquella tarde en Hollywood Park. A Colin le gustaban las carreras jugaba fuerte, y ambos iban a ellas siempre que podían. La última vez, él había ganado lo bastante para comprarle un precioso broche de espuma de mar. Pero, en el programa del día, no parecía vislumbrarse ninguna joya, y se disponía a cerrar el periódico cuando vio la fotografía de dos boxeadores en plan de entrenamiento. ¡Dios mío!, pensó, ya está aquí otra vez. Leyó el pie de la foto: Henry Quayles, con su entrenador Tommy Jordache, en Las Vegas, preparándose para el combate de pesos medios de la próxima semana.

No había visto a su hermano, ni había oído hablar de él, desde aquella noche en Nueva York, y no entendía casi nada e boxeo; pero sabía lo bastante para comprender que, si trabajaba como entrenador de alguien, Thomas había rodado cuesta abajo desde su victoria en Queens. Dobló cuidadosamente el periódico, confiando en que Colin no se fijaría en la fotografía. Le había hablado de Thomas, porque no le ocultaba nada, pero temía que despertase su curiosidad e insistiese, quizás, en conocerle y verle boxear.

Ahora, oyó ruido en la cocina, y fue a la habitación de Billy a despertarle. Éste estaba sentado sobre la cama, con las piernas cruzadas, en pijama, pulsando en silencio las cuerdas de su guitarra. Cabello rubio, ojos graves y pensativos, mejillas sonrosadas y cubiertas de pelusa, nariz demasiado grande para su pequeño rostro, flaco, cuello de niño, piernas largas e inquietas, expresión concentrada, seria, digna.

Su maleta, con la tapa levantada, estaba sobre una silla. Todo aparecía en ella cuidadosamente dispuesto. Billy, a pesar de sus padres, o quizá debido a sus padres, sentía verdadera pasión por el orden.

Ella le besó en la cabeza. Ninguna reacción. Nada de hostilidad, pero tampoco amor. Pulsó una última cuerda.

—¿Todo listo? —preguntó ella.

—Sí.

Estiró las largas piernas y saltó de la cama. Llevaba abierta la chaqueta del pijama. En su torso largo y flaco, podían contarse las costillas, pegadas a la piel; piel de color del verano de California; días en la playa, junto a la rompiente; chicos y chicas juntos sobre la ardiente arena; sal y guitarras. Ella suponía que aún era virgen. Nunca habían hablado de eso.

—Y tú, ¿todo listo? —preguntó él.

—Las maletas están hechas —dijo ella—. Sólo hay que cerrarlas.

Billy tenía un miedo casi patológico a llegar tarde a todas partes, al colegio, a los trenes, a los aviones, a las fiestas. Se había acostumbrado a anticiparse en todo lo que hacía.

—¿Qué quieres para desayunar? —preguntó ella, dispuesta a complacerle.

—Jugo de naranja.

—¿Nada más?

—Prefiero no comer. El avión me marea.

—Recuerda tomar una «Dramamina».

—Sí.

Se quitó la chaqueta del pijama y entró en el cuarto de baño para lavarse los dientes. Desde que ella había resuelto vivir con Colin, Billy había evitado aparecer desnudo ante su madre. Había dos teorías sobre esto. Ella sabía que Billy admiraba a Colin, pero sabía también que a ella la admiraba menos por haber vivido con Colin antes de casarse. Los severos y dolorosos convencionalismos de la infancia.

Fue a despertar a Colin. Éste rebullía en la cama y hablaba en sueños. «¡Cuánta sangre!», dijo.

¿La guerra? ¿Una película? Imposible saberlo, tratándose de un director de cine.

Le despertó con un beso debajo de la oreja. Él se quedó inmóvil, mirando al techo.

—¡Jesús! —dijo—. Estamos en plena noche.

Ella le besó de nuevo.

—Bueno, ya es de día —dijo él, alborotando los cabellos de Gretchen.

Ésta se arrepintió de haber ido a ver a Billy. Alguna mañana, tal vez de un día de fiesta nacional o religiosa, Colin se decidiría a hacerle el amor. Y habría podido ser esta mañana. Desordenados ritmos del deseo.

Colin trató de levantarse de su cama, profiriendo un gruñido, y volvió a caer de espaldas. Alargó una mano.

—Ayuda a un pobre viejo —dijo—. Sácale de lo profundo.

Ella le agarró la mano y tiró con fuerza. Él se quedó sentado en el borde de la cama, frotándose un ojo con el dorso de la mano, molesto por la luz del día.

—Oye —dijo, dejando de frotarse el ojo y mirándola fijamente—, ayer, cuando pasamos la película, algo te pareció mal en el penúltimo rollo…

Si al menos pudiese esperar al desayuno, pensó ella.

—No dije nada —le interrumpió.

—No tienes que decir nada. Te basta con respirar.

—No te fíes de las impresiones —dijo ella, tratando de ganar tiempo—. Sobre todo, antes de tomar tu café.

—Sigue.

—Está bien —dijo ella—. Hubo algo que no me gustó, pero no supe lo que era.

—¿Y ahora?

—Creo que sí.

—¿Qué es?

—Pues, la secuencia en que él recibe la noticia y cree que ha sido por su culpa…

—Sí —dijo Colin con impaciencia—. Es una de las escenas clave de la película.

—Haces que deambule por la casa, mirándose a todos los espejos: el del cuarto de baño, el de cuerpo entero del armario, el oscuro del salón, el de aumento que emplea para afeitarse. Incluso mira su propio reflejo en un charco de delante de la puerta de la entrada…

—La idea es muy simple —dijo Colin, nervioso, a la defensiva—. Se está examinando a sí mismo. En otras palabras, observa su alma bajo diversas luces, desde distintos ángulos, para descubrir… Bueno, ¿qué es lo que te parece mal?

—Dos cosas —dijo ella, tranquilamente. Ahora se daba cuenta de que había estado debatiendo el problema subconscientemente, desde que habían salido de la sala de proyecciones: en la cama, antes de dormirse; en la terraza, mientras contemplaba la neblinosa ciudad; cuando hojeaba el periódico en el cuarto de estar—. Dos cosas. La primera, el ritmo. Hasta entonces, todo se desarrolla con rapidez; éste es el estilo de toda la película; y, de pronto, ésta se vuelve súbitamente lenta, como si quisieras avisar al público de que ha llegado el Gran Momento. Es demasiado claro.

—Así soy yo —dijo él, mordiendo las palabras—. Claro.

—Si vas a enfadarte, me callo.

—Estoy ya enfadado, pero no me callo. Has dicho dos cosas. ¿Cuál es la otra?

—Esa serie continua de primeros planos, encaminados, según presumo, a hacer ver que se siente torturado, vacilante, confuso.

—Bueno, al menos has captado eso…

—¿Quieres que prosiga o que vaya a preparar el desayuno?

—La próxima vez que me case —dijo él—, no lo haré con una mujer tan lista. Prosigue.

—Bueno, tú crees que él demuestra su tortura, sus dudas, su confusión —dijo ella—, y puede que él crea también que se muestra torturado, vacilante, confuso. Pero yo sólo saquee la impresión de un apuesto joven admirándose en unos espejos y preguntándose si las luces hacen resaltar sus ojos como es debido.

—¡Mierda! —dijo él—. Eres un mal bicho. Trabajamos cuatro días en esa secuencia.

—Si estuviese en tu lugar, la cortaría —dijo ella.

—La próxima película —dijo él—, la dirigirás tú, y yo me quedaré en casa a cuidar de la cocina.

—Tú me preguntaste —dijo ella.

—Nunca escarmentaré. —Saltó de la cama—. Estaré listo para el desayuno dentro de cinco minutos. —Se dirigió al cuarto de baño, tambaleándose. Dormía sin la chaqueta del pijama, y las sábanas habían marcado surcos rosados en la piel de su magra pero musculosa espalda. Al llegar a la puerta, se volvió—: Todas las demás mujeres a quienes conocí encontraban maravilloso cuanto yo hacía —dijo—, ¡y tuve que casarme contigo!

—No pensaban —dijo ella, suavemente—. Sólo decían.

Se acercó a él y lo besó.

—Voy a echarte de menos —murmuró él—. Extraordinariamente. —La empujó bruscamente—. Procura que el café esté bien negro.

Silbaba entre dientes mientras se disponía a afeitarse, cosa extraña en él a semejante hora del día. Gretchen no ignoraba que también él había estado preocupado por aquella secuencia y que, ahora que creía saber lo que estaba mal en ella, se sentía aliviado y dispuesto a cortar la escena y a disfrutar del exquisito placer de echar por la borda cuatro días de intenso trabajo, que habían costado cuatro mil dólares a los estudios.

Llegaron temprano al aeropuerto, y las arrugas de inquietud se desvanecieron en la frente de Billy, al ver que su equipaje y el de su madre desaparecían al otro lado del mostrador. Se había puesto, para el viaje, un traje gris de tweed, camisa de color rosa y corbata azul; llevaba el pelo cuidadosamente peinado, y su barbilla no mostraba los granos propios de la adolescencia. Gretchen pensó que estaba más crecido y era más apuesto de lo normal a los catorce años. Era tan alto como ella y más que Colin, que les había acompañado al aeropuerto y hacía un admirable esfuerzo para disimular su impaciencia por volver a los estudios y al trabajo. Gretchen había tenido que dominarse durante el trayecto hasta el aeropuerto, porque la manera de conducir de Colin la ponía nerviosa. Era lo único que ella pensaba que hacía mal. A veces, lo hacía sumamente despacio, porque estaba pensando en otra cosa, y de pronto, le entraba un afán de competición, y maldecía a los otros conductores, tratando de adelantarles o de impedir que le adelantasen. Cuando ella no podía resistir el advertirle, después de librarse de un choque por un pelo, él se burlaba y le decía: «Ya salió la prudente esposa americana». Estaba convencido de que conducía estupendamente; pues, como no dejaba de observar, jamás había tenido un accidente, aunque sí algunas denuncias por exceso de velocidad, que no figuraban en su historial gracias a los manejos de ciertos valiosos y dudosos caballeros de los estudios.

Otros pasajeros llegaron con sus maletas al mostrador, y Colin dijo:

—Tenemos tiempo de sobra. Vamos a tomar un café.

Gretchen sabía que Billy hubiese preferido quedarse junto a la puerta, para ser los primeros en subir al avión.

—Escucha, Colin —dijo—, no tienes por qué esperar. Las despedidas son siempre odiosas…

—Tomaremos una taza de café —dijo Colin—. Todavía no estoy bien despierto.

Cruzaron el vestíbulo en dirección al restaurante. Gretchen caminaba entre su esposo y su hijo, consciente de su apostura y de su propia belleza, y satisfecha cuando alguien se volvía a mirarlos a los tres. Soberbia, pensó, un pecado delicioso.

En el restaurante, ella y Colin tomaron café, y Billy bebió una «Coca-Cola», después de tomarse un «Dramamina».

—Cuando yo tenía dieciocho años, solía vomitar en el autobús —dijo Colin, viendo cómo el chico se tragaba la pastilla—. Pero, la primera vez que fui con una chica, dejé de vomitar.

Un fugaz destello de censura pasó por los ojos de Billy. Colin hablaba delante de él como si ya fuese un hombre. A veces, Gretchen se preguntaba si esto era prudente. No sabía si el chico quería a su padrastro, si sólo lo toleraba o si le odiaba, Billy era muy reservado con sus emociones. Y Colin no parecía esforzarse mucho en ganarse su estimación. A veces, se mostraba brusco con él; otras, solícito e interesado por sus estudios; otras, alegre y simpático; otras, distanciado. Colin no hacía concesiones al público; pero Gretchen pensaba que lo que era admirable en su profesión podía ser menos saludable para un chico retraído, hijo único, que vivía con una madre que había abandonado a su padre por un amante temperamental y difícil. Ella y Colin disputaban a veces, pero nunca por causa de Billy, y Colin pagaba la educación del muchacho, porque Willie Abbot pasaba una mala temporada y no podía hacerlo. Colin había prohibido a Gretchen que dijese al chico de dónde salía el dinero; pero Gretchen estaba segura de que Billy lo adivinaba.

—Cuando tenía tu edad —siguió diciendo Colin—, me enviaron al colegio. La primera semana, lloré. El primer año, odié el colegio. El segundo, lo soporté. El tercero, dirigí el periódico escolar, gusté las primeras mieles del poder y, aunque no lo confesé a nadie, ni a mí mismo, me gustó. El último año, lloré porque tenía que marcharme.

—A mí no me importa ir —dijo Billy.

—Así me gusta —dijo Colin—. Es un buen colegio, si es que hay alguno bueno hoy en día, y, al menos, saldrás de allí sabiendo escribir un poco en inglés. Mira. —Sacó un sobre del bolsillo y lo dio al muchacho—. Toma esto y no le digas nunca a tu madre lo que hay dentro.

—Gracias —dijo Billy, metiéndose el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta. Consultó su reloj—. ¿No sería mejor que fuésemos para allá?

Se dirigieron los tres hacia la puerta; Billy cargaba con su guitarra. Por un momento, Gretchen temió la reacción del colegio, vieja y respetable institución de la Nueva Inglaterra presbiteriana, ante aquel instrumento. Pero, probablemente, no se produciría ninguna. En esta época, debían esperar ya cualquier cosa de los chicos de catorce años.

El avión empezaba a cargar pasajeros cuando llegaron a la puerta.

—Sube a bordo, Billy —dijo Gretchen—. Quiero despedirme de Colin.

Colin le estrechó la mano a Billy y le dijo:

—Si necesitas algo, llámame. Andando.

Gretchen escrutó su cara, mientras él le hablaba a su hijo. El afecto y el interés eran reales sobre sus duras y secas facciones, y los ojos tenían una expresión amable y cariñosa bajo las cejas negras y tupidas. No me equivoqué, pensó, no me equivoqué.

Billy sonrió gravemente la emprender el turbador viaje, de un padre a otro, y subió a bordo empuñando su guitarra, como los infantes empuñan un fusil.

—Estará perfectamente —dijo Colin, cuando el chico cruzó la puerta y pisó el asfalto donde esperaba el enorme reactor.

—Así lo espero —dijo Gretchen—. Hay dinero en el sobre que le diste, ¿no?

—Unos cuantos pavos —dijo Colin, sin darle importancia—. Para sus malos gastos. Para endulzarle el cambio. Hay momentos en que un chico no puede aguantar los estudios sin tomarse un batido de leche y comprar el último número de Playboy. ¿Os espera Willie en Idlewild?

—Sí.

—¿Acompañareis los dos al chico al colegio?

—Sí.

—Creo que hacéis bien —dijo Colin llanamente—. Los padres deben asistir en pareja a las ceremonias de los adolescentes. —Desvió la mirada y contempló los pasajeros que cruzaban la puerta—. Cada vez que veo uno de esos anuncios de las líneas aéreas en que la gente sonríe satisfecha al subir al avión, me doy cuenta de lo embustera que es la sociedad en que vivimos. Nadie se siente dichoso al meterse en un avión. ¿Dormirás con tu ex marido esta noche?

—¡Colin!

—Más de una dama lo ha hecho. El divorcio es el mejor afrodisiaco.

—¡Vete al diablo! —dijo ella, dando un paso hacia la puerta.

Colin alargó la mano y la retuvo, asiéndola del brazo.

—Perdóname —dijo—. Soy un hombre siniestro, que se destruye a sí mismo, que duda de su felicidad. Un hombre imperdonable. —Sonrió tristemente, suplicante—. Sólo te pido una cosa: no le hables a Willie de mí.

—No lo haré.

Ella le había perdonado ya, y estaba frente a él, muy cerca. Él la besó ligeramente. El sistema de altavoces anunciaba el vuelo por última vez.

—Nos veremos en Nueva York dentro de dos semanas —dijo Colin—. No disfrutes de la ciudad hasta que llegue yo.

—No temas —dijo ella.

Le rozó la mejilla con los labios y él dio media vuelta y se alejó bruscamente, caminando de una manera que hacía reír a Gretchen interiormente, como si se dispusiera a entablar un combate peligroso del que estuviera resuelto a salir vencedor.

Le observó un instante, y cruzó la puerta.

A pesar de la «Dramamina», Billy vomitó cuando faltaba poco para aterrizar en Idlewild. Lo hizo pulcramente, y como excusándose, en la bolsa dispuesta al efecto; pero el sudor mojó su frente y fuertes convulsiones sacudieron sus hombros. Gretchen le dio unas palmadas en el cogote, apurada, sabiendo que no era nada grave, pero vejada, al propio tiempo, ante su imposibilidad de evitar un sufrimiento a su hijo. Los absurdos de las madres.

Cuando hubo acabado de vomitar, Billy cerró cuidadosamente la bolsa y se dirigió al lavabo para tirarla y enjuagarse la boca. Cuando volvió, aún estaba muy pálido. Se había enjugado el sudor de la cara y parecía sereno; pero, al sentarse junto a Gretchen, dijo amargamente:

—¡Dios mío, qué niño soy!

Willie se encontraba entre el grupo de personas que esperaban a los pasajeros del avión de Los Ángeles, y llevaba gafas de sol. El día estaba gris y húmedo, e incluso antes de acercarse lo bastante para poder decirle «hola», Gretchen comprendió que había bebido la noche anterior y que las gafas de sol no tenían más objeto que disimular, ante ellos, la congestión de sus ojos. Al menos una noche, antes de recibir a un hijo que no veía desde hacía meses, podía haberse mantenido sereno, pensó. Pero dominó su irritación. Los padres divorciados debían mostrarse amistosos y serenos en presencia de sus retoños. Necesaria hipocresía del amor dividido.

Billy vio a su padre y corrió entre las hileras de pasajeros en su dirección. Le abrazó y le besó en la mejilla. Gretchen caminó despacio, deliberadamente, para no entremeterse. El ligamen entre padre e hijo era evidente. Aunque Billy era más alto y más guapo de lo que jamás había sido su padre, se veía a las claras que llevaban la misma sangre. Y, una vez más, lamentó Gretchen que su contribución a la estructura genética del hijo no se viese por ninguna parte.

Cuando, al fin, se acercó a él, Will sonreía ampliamente (¿orgullosamente?) ante las demostraciones de afecto de su hijo. Sin soltar el hombro de Billy, Willie dijo:

—Hola, cariño.

Y avanzó para besarla en la mejilla. Dos besos parecidos, el mismo día, a uno y otro lado del continente; el de despedida, y el de llegada. Willie se había portado estupendamente en lo del divorcio y en lo de Billy, y Gretchen no podía rechazar el «cariño» ni el triste beso. No dijo nada sobre las gafas oscuras ni sobre el inconfundible olor a alcohol del aliento de Willie. Vestía de un modo serio y correcto; el traje adecuado para presentar un hijo al director de un buen colegio de Nueva Inglaterra. Procuraría impedir que bebiese cuando llevasen al chico al colegio, al día siguiente.

Gretchen estaba sentada, sola, en la salita de su suite del hotel, mientras las luces de Nueva York brillaban detrás de las ventanas y subía el zumbido familiar y excitante de las avenidas de la ciudad. Gretchen había esperado, tontamente, que Billy se quedase con ella esta noche; pero, en el coche de alquiler que les había traído de Idlewild a la ciudad, Willie le había dicho a Billy:

—Confío en que no te importará dormir en el diván. Sólo tengo una habitación; pero está el diván. Tiene un par de muelles rotos, pero, a tu edad, creo que dormirás como un lirón.

—Estupendo —dijo Billy, en un tono que no se prestaba a confusiones.

Ni siquiera se había vuelto a interrogar a su madre con la mirada. Y, si lo hubiese hecho, ¿qué habría podido decirle?

Cuando Willie le había preguntado dónde se alojaba y ella le había dicho en el «Algonquin», él había arqueado las cejas con expresión burlona.

—A Colin le gusta —había dicho ella, defendiéndose—. Está cerca del barrio teatral, y él se ahorra mucho tiempo al ir a los ensayos y a su oficina.

Cuando Willie detuvo el coche ante el «Algonquin», para que se apease, dijo, sin mirar ni mirar a Billy:

—Una vez, me bebí una botella de champaña con una chica en este hotel.

—Llámame por la mañana, por favor —dijo Gretchen—. En cuanto te despiertes. Tenemos que estar en el colegio antes de la hora de comer.

Cuando ella se apeó y el portero acudió a recoger el equipaje, Billy estaba sentado en el lado contrario del asiento de delante; por consiguiente, no le besó y se limitó a despedirse con un leve movimiento de la mano, dejando que fuese a cenar con su padre y a dormir en el roto diván de la única habitación de aquél.

Mientras se inscribía en la recepción del hotel, le dieron un mensaje para ella. Había telegrafiado a Rudolph su llegada a Nueva York y le había invitado a cenar con ella. El mensaje era de Rudolph, y decía que no podía ir aquella noche, pero que la llamaría por la mañana.

Subió a la suite, deshizo el equipaje, tomó un baño y dudó sobre el vestido que se pondría. Por último, se puso una bata, pues no sabía lo que iba a hacer aquella noche. Todas las personas que conocía en Nueva York eran amigos de Willie, o ex amantes, o personas que le había presentado Colin hacía tres años, cuando ella había venido a la ciudad para el estreno de aquella obra que fue un desastre. Naturalmente, no podía llamar a ninguno de ellos. Tenía urgente necesidad de beber algo; pero no podía bajar al bar y sentarse sola y emborracharse. El miserable de Rudolph había estado dos veces en Los Ángeles, por cuestiones de negocios, y ella le había acompañado, dedicándole todos los minutos que tenía libres. Que vuelva allá otra vez, pensó. También encontrará un mensaje a su llegada.

Estuvo a punto de llamar a Willie, con el pretexto de saber cómo se encontraba Billy después de su mareo en el avión. Quizá Willie la invitaría a cenar con ellos. Incluso se acercó al teléfono; pero, cuando ya alargaba la mano para descolgarlo, retrocedió. Había que reducir al mínimo los trucos femeninos. Su hijo se merecía una velada tranquila en compañía de su padre, lejos de la mirada envidiosa de la madre.

Paseó arriba y abajo por el pequeño y anticuado saloncito. ¡Qué dichosa se había sentido la primera vez que había llegado a Nueva York! ¡Qué abierta y acogedora le había parecido la ciudad! Cuando estaba sola y era joven y pobre, la habían recibido con los brazos abiertos, y ella había discurrido libremente y sin miedo por sus calles. En cambio, ahora, más avisada, más rica y más madura, se sentía como prisionera en aquella habitación. Un marido a tres mil millas de allí, y un hijo a unas manzanas de distancia, ponían vallas invisibles su comportamiento. Bueno, al menos podía bajar al comedor y cenar en el hotel. Otra dama solitaria sentada a una mesita, delante de media botella de vino, esforzándose en no oír las conversaciones de los otros comensales, embriagándose ligeramente y hablando demasiado y con demasiada animación al jefe de los camareros. ¡Jesús! ¡Qué aburrido resultaba a veces ser mujer!

Entró en el dormitorio y sacó su vestido más sencillo, un conjunto negro que había costado demasiado y sabía que no gustaba a Colin. Se vistió, se maquilló sin gran cuidado y apenas se cepilló el cabello, y estaba a punto de salir, cuando sonó el teléfono.

Casi corrió al saloncito. Si es Willie, pensó, cenaré con ellos, pase lo que pase.

Pero no era Willie, sino Johnny Heath.

—Hola —dijo Johnny—. Rudolph me dijo que estabas aquí, y, al pasar por delante del hotel, se me ocurrió llamar y ver si te encontrabas en él…

Embustero, pensó ella; nadie pasa casualmente por el «Algonquin» a las nueve menos cuarto de la noche. Pero dijo entusiasmada:

—¡Johnny! ¡Qué agradable sorpresa!

—Estoy abajo —dijo Johnny. Y su voz despertó ecos de otros tiempos—. Si aún no has cenado…

—Bueno —dijo ella, fingiendo vacilación y censurándose su astucia—. No estoy vestida, y estaba a punto de pedir que me subiesen la cena a la habitación. Estoy cansada del viaje y mañana tengo que levantarme temprano…

—Te espero en el bar —dijo Johnny.

Y colgó. Lisonjero y confiado hijo de perra de Wall Street, pensó ella. Después, entró en el dormitorio y se cambió de vestido. Pero le hizo esperar veinte minutos largos antes de bajar al bar.

—Rudolph sintió muchísimo no poder venir a verte esta noche —dijo Johnny Heath sentado a la mesa, frente a ella.

—Lo dudo —dijo Gretchen.

—De veras. Lo digo en serio. Me llamó por teléfono y advertí por su voz que estaba contrariado de verdad. Insistió en que te viese y te explicase la razón…

—Un poco más de vino, por favor —dijo Gretchen.

Johnny hizo una seña al camarero, y éste volvió a llenar el vaso. Estaban cenando en un pequeño restaurante francés de una de las calles Cincuenta. Estaba casi vacío. Discreto, pensó Gretchen. Un sitio donde no era probable encontrar personas conocidas. Bueno para cenar con mujeres casadas. Probablemente, Johnny tenía una larga lista de lugares parecidos. Guía de Restaurantes de Nueva York para Galanteadores Prudentes. Bien encuadernada, sería, sin duda, un best-seller. El maître había sonreído calurosamente cuando habían entrado y los había colocado en una mesa del rincón, donde nadie pudiese oír lo que decían.

—Si no hubiese sido absolutamente imposible —insistió Johnny, perfecto intermediario entre amigos, enemigos, amantes y parientes, en momento de tensión—, habría venido. Te quiere mucho —añadió él, que nunca había querido mucho a nadie—. Te admira más que a cualquier otra mujer. Así me lo dijo una vez.

—¿Acaso no tenéis mejores temas de conversación en las largas veladas de invierno?

Gretchen bebió un sorbo. Al menos, podía disfrutar de un buen vino aquella noche. Tal vez se emborracharía. Para estar segura de dormir un poco antes de la ordalía de mañana. Se preguntó si Willie y su hijo también estaban cenando en un restaurante discreto. ¿Se oculta también a los hijos con quienes se vivió en tiempos pasados?

—En realidad —dijo Johnny—, creo que tú tienes la culpa de que Rudy no se haya casado. Te admira, y no ha encontrado a nadie que iguale el concepto que tiene de ti…

—Me admira tanto —le interrumpió Gretchen— que después de casi un año de no verme, no puede perder una noche para hacerme una visita.

—Va a inaugurar un nuevo centro en Port Philip, la próxima semana —dijo Johnny Heath—. Uno de los más grandes. ¿No te lo escribió?

—Sí —confesó ella—. Creo que no me fijé en la fecha.

—Tiene un millón de cosas urgentes que resolver. Trabaja veinte horas al día. Le ha sido prácticamente imposible. Ya sabes cómo es en cuestiones de trabajo.

—Lo sé —dijo Gretchen—. Trabaja ahora, que ya vivirás después. Está loco.

—¿Y qué me dices de tu marido? Burke, ¿no? —preguntó Johnny—. ¿Acaso no trabaja? Supongo que también te admira, y sin embargo, no ha tenido tiempo de acompañarte a Nueva York.

—Vendrá dentro de dos semanas. Y, en todo caso, su trabajo es diferente.

—Comprendo —dijo Johnny—. Hacer películas es una empresa sagrada, y la mujer se ennoblece sacrificándose por ella. En cambio, dirigir un gran negocio es algo sórdido y vulgar, y el hombre debería sentirse dichoso de alejarse de toda esa porquería y correr a Nueva York a recibir a su inocente, purificadora y solitaria hermana, al pie del avión, para llevarla a cenar.

—No estás defendiendo a Rudolph, sino a ti mismo —dijo Gretchen.

—A los dos —dijo Johnny—. A los dos. Y no creo que tenga que defender a nadie. Si un artista se empeña en creer que es la única criatura valiosa producida por la civilización moderna, allá él con sus convicciones. Pero esperar que los pobres patanes manchados por el dinero, como yo, piensen igual, sería una idiotez. A las chicas les gusta aquello, y muchos pintores de tres al cuarto y Tolstoi de pacotilla consiguen acostarse en los lechos de las bellas. Pero esto no reza conmigo. Apuesto a que si yo hubiese trabajado en un tugurio de Greenwich Village, en vez de hacerlo en una oficina con aire acondicionado en Wall Street, te habrías casado conmigo mucho antes de conocer a Colin Burke.

—Adivínalo, hermano —dijo Gretchen—. Quisiera un poco más de vino.

Alargó el vaso. Johnny casi lo llenó e hizo una seña al camarero, que se mantenía a distancia, para que trajese otra botella. Después, permaneció callado, inmóvil, rumiando. A Gretchen le había sorprendido su exabrupto. Era impropio de Johnny. Incluso cuando habían sido amantes, parecía frío, despegado, técnico, como en todas las cosas. Sin embargo, al poco rato, desapareció toda su rudeza física y mental. Volvía a ser como una enorme piedra redonda y pulida, un arma elegante, un proyectil de asedio.

—Fui un estúpido —dijo por último, en voz grave y monótona—. Hubiese debido pedirte que te casaras conmigo.

—En aquella época, estaba casada. ¿Recuerdas?

—También lo estabas cuando conociste a Burke. ¿Recuerdas?

Gretchen se encogió de hombros.

—Fue otro año —dijo—. Y otro hombre.

—He visto algunas de sus películas —dijo Johnny—. Son bastante buenas.

—Son mucho más que eso.

—Los ojos del amor —dijo Johnny, con forzada sonrisa.

—¿Qué pretendes, Johnny?

—Nada —dijo él—. ¡Por mil diablos! Creo que me estoy portando como un perro porque lamento el tiempo perdido. Algo indigno de un hombre. Será mejor que formule preguntas corteses a mi invitada, ex esposa de uno de mis mejores amigos. ¿Eres feliz?

—Mucho.

—Así me gusta —dijo Johnny, aprobando con un movimiento de cabeza—. Es una buena respuesta. La dama consiguió lo que buscaba, y le había sido negado por mucho tiempo, al contraer segundas nupcias con un artista bajito, pero muy activo, de la pantalla de plata.

—Sigues portándote igual. Si lo prefieres, me marcharé de aquí.

—Todavía falta el postre. —Alargó una mano y tocó la de ella. Unos dedos suaves, redondos y carnosos; una palma muy fina—. No te marches. Tengo que hacerte más preguntas. Una muchacha como tú, tan neoyorquina, tan preocupada por su propia vida, ¿qué diablos hace, día tras día, en aquel maldito lugar?

—Empleo la mayor parte de mi tiempo —dijo ella— en darle gracias a Dios por haberme alejado de Nueva York.

—¿Y el resto del tiempo? No me dirás que permaneces sentada, como una buena ama de casa, esperando que papá vuelva de los estudios y te cuente lo que dijo Sam Goldwyn durante la comida.

—Si quieres saberlo —dijo ella, molesta—, paso muy poco tiempo sentada. Formo parte de la vida de un hombre a quien admiro y a quien puedo ayudar, y esto es mucho mejor que lo que hacía aquí, dándome importancia, fornicando en secreto, escribiendo en revistas y viviendo con un hombre que se emborrachaba como una cuba tres veces por semana.

—¡Ay, la nueva revolución feminista! —dijo Johnny—. La iglesia, los niños, la cocina. ¡Jesús! Eres la última mujer que hubiese creído capaz de…

—Aparte de la iglesia, has hecho una descripción perfecta de mi vida —dijo ella, levantándose—. Te perdono el postre. Los artistas bajitos y activos de la pantalla de plata prefieren las mujeres flacas.

—¡Gretchen! —llamó mientras ella salía del restaurante.

Su voz tenía un tono de cándida sorpresa. Nunca le había ocurrido una cosa semejante; era algo inverosímil, fuera de las normas de los bien reglamentados juegos en que era maestro. Gretchen no miró atrás, y salió antes de que cualquiera de los mozos del restaurante tuviese tiempo de abrirle la puerta.

Caminó velozmente en dirección a la Quinta Avenida; después, aflojó el paso, cuando su indignación empezó a mitigarse. Era estúpido tomarse la cosa tan a pecho, pensó. ¿Qué le importaba lo que pensase Johnny Heath de la vida que llevaba? Éste fingía que le gustaban las mujeres que calificaba de libres, porque le permitían hacer lo que quisiera con ellas. Le habían arrojado de la sala del festín, y quería hacérselo pagar a ella. ¿Cómo podía saber lo que significaba para ella despertarse por la mañana y ver a Colin a su lado? No era libre; tampoco lo era su marido, y, precisamente por esto, ambos se sentían mejores y más felices. Por la falta de lo que los imbéciles llamaban libertad.

Corrió al hotel, subió a su habitación, descolgó el teléfono y pidió su propio número de Beverly Hills. Eran las ocho en California, y Colin debía de estar ya en casa. Necesitaba oír su voz, aunque él detestaba hablar por teléfono, y solía mostrarse brusco y desabrido, aunque fuese ella quien llamase. Pero no obtuvo respuesta, y cuando llamó a los estudios y preguntó por él, le dijeron que míster Burke había salido y no volvería aquella noche.

Colgó despacio y empezó a pasear por la habitación. Después, se sentó a la mesa escritorio, sacó una hoja de papel y se puso a escribir: Querido Colin, te llamé y no estabas en casa ni en el estudio y me entristece que un hombre que antaño fue mi amante dijese algunas cosas inciertas que me preocuparon, y en Nueva York hace mucho calor, y Billy quiere a su padre más que a mí y pienso mal de ti y voy a bajar al bar a tomarme una copa o dos o tres y si alguien trata de ponerme los puntos voy a llamar a la Policía y no sé cómo voy a pasar estas dos semanas hasta que vuelva a verte y espero que no te pareciese una sabelotodo cuando te hablé de la secuencia de los espejos y si te lo parecí perdóname y te prometo no cambiar ni mantener cerrado el pico con tal de que tú me prometas no cambiar ni mantener cerrado el pico y llevabas el cuello de la camisa arrugado cuando nos llevaste al aeropuerto porque soy una espantosa ama de casa, pero soy un ama de casa, un ama de casa, el ama de tu casa, que es la mejor profesión del mundo y sabe Dios que si no estás en casa la próxima vez que llame prepararé una terrible venganza contra ti. Te quiere. G.

Metió la carta en un sobre de correo aéreo, sin releerla; bajó al vestíbulo, franqueó la carta y la echó al buzón, tendiendo un lazo de tinta y de papel con su centro vital, situado a tres mil millas de distancia, al otro lado del oscuro y ancho continente.

Después, bajó al bar y nadie trató de ponerle los puntos, y bebió dos whiskies sin hablar con el camarero. Subió, se desnudó y se metió en la cama.

Cuando se despertó, a la mañana siguiente, el teléfono estaba sonando. Willie estaba al aparato y le dijo:

—Iremos a buscarte dentro de media hora. Nosotros ya hemos desayunado.

Su ex marido, el ex aviador Willie, conducía velozmente y bien. Al acercarse al colegio, las hojas de los árboles empezaban a adquirir un tono otoñal en las pequeñas y deliciosas colinas de Nueva Inglaterra. Willie llevaba de nuevo sus gafas oscuras; pero hoy lo hacía para resguardarse los ojos del reflejo del sol sobre la carretera y no para disimular los efectos de la bebida. Sus manos permanecían firmes sobre el volante, y su voz no tenía aquella delatora inseguridad de las noches turbulentas. Tuvieron que detenerse dos veces, porque Billy se mareaba; pero, aparte de esto, el viaje fue bueno; el viaje de una joven y magnífica familia americana, en un coche nuevo y reluciente, por una de las regiones más frondosas de América, en un soleado día de septiembre.

El colegio era una edificación colonial, de ladrillos rojos en su mayor parte, con algunas columnas blancas y unos cuantos pabellones de madera repartidos en el campus y destinados a dormitorios. Los edificios se levantaban entre viejos árboles y anchos campos de juego. Mientras se dirigían al edificio principal, Willie dijo:

—Vas a ingresar en un club campestre.

Aparcaron el coche y subieron la escalinata hacia el amplio vestíbulo, entre un barullo de otros padres y alumnos. Una mujer sonriente y de edad madura les recibió en la mesa donde se realizaba el control de los nuevos estudiantes. Les estrechó la mano, dijo que se alegraba de conocerles y que hacía un día espléndido, dio a Billy una cartulina encarnada, para que la prendiese en su solapa, y grito «David Crawford», dirigiéndose a un grupo de muchachos mayores que lucían cartulinas de diversos colores. Un muchacho alto y con gafas, de unos dieciocho años, se acercó rápidamente a la mesa. La mujer madura hizo las presentaciones y dijo:

—William, le presento a David, que cuidará de su instalación. Si tiene algún problema, hoy o cualquier otro día del año escolar, consúltelo con David.

—Muy bien, Will —dijo Crawford, con la seriedad y la voz grave propias de un alumno de Sexto—, quedo a tu disposición. ¿Dónde está tu equipaje? Te mostraré tu habitación.

Y salió del edificio, precediéndoles, mientras la mujer madura sonreía al trío familiar.

—Will… —murmuró Gretchen, siguiendo con Willie a los dos chicos—. De momento, no supe a quién se dirigía.

—Es una buena señal —dijo Willie—. Cuando yo estudiaba, llamaban a todo el mundo por su apellido. Como si nos preparasen para el Ejército.

Crawford se empeñó en llevar la maleta de Billy. Cruzaron el campus, en dirección a un edificio de tres pisos, de ladrillos rojos, visiblemente más moderno que las estructuras que lo rodeaban.

—Sillitoe Hall —dijo Crawford, al entrar—. Tú dormirás en el tercer piso, William.

En el vestíbulo, había una placa en la que se decía que aquel pabellón era donativo de Robert Sillitoe, padre del teniente Robert Sillitoe Jr., promoción de 1938, muerto por la patria el 6 de agosto de 1944.

Gretchen lamentó haber visto aquella placa, pero se animó al oír el ruido de voces juveniles que cantaban en las habitaciones y la alegre música de jazz de gramolas que tocaban mientras ellos subían la escalera detrás de Crawford y Billy.

La habitación de Billy no era grande, pero en ella había dos literas, dos mesas pequeñas y dos armarios. El pequeño baúl que habían enviado de antemano, con las cosas de Billy, estaba debajo de una de las literas, y había otro baúl, con un rótulo que decía «Fournier», junto a la ventana.

—Tu compañero de habitación ya ha llegado —dijo Crawford—. ¿Le conoces?

—No —dijo Billy.

Éste parecía más sumiso que nunca, y Gretchen esperó que Fournier, quienquiera que fuese, no resultase ser un matón, un pederasta o un fumador de grifa. Sintió una súbita impresión de impotencia: una vida escapada de sus manos.

—Le verás a la hora de comer —dijo Crawford—. Pronto tocarán la campana. —Sonrió cortésmente a Willie y a Gretchen—. Desde luego, todos los padres están invitados, mistress Abbot.

Ella captó la angustiada mirada de Billy, que le decía: «Ahora no, por favor», y se tragó la aclaración antes de que saliese de sus labios. Billy tendría tiempo sobrado de explicar que su padre era míster Abbot, pero que su madre se llamaba mistress Burke. Hubiese sido prematuro decirlo el primer día.

—Gracias, David —dijo, con voz que sonó insegura a sus propios oídos. Miró a Willie, y éste meneó la cabeza—. Son muy amables al invitarnos —dijo.

Crawford señaló la litera desnuda.

—Te aconsejo que pongas tres mantas, William —dijo—. Aquí, las noches son extraordinariamente frías, pero reina una severidad espartana en lo tocante a calefacción. Se imaginan que la congelación contribuye al desarrollo del carácter.

—Hoy te enviaré las mantas desde Nueva York —dijo Gretchen. Se volvió hacia Willie—: En cuanto a la comida…

—No tienes apetito, ¿verdad, cariño? —dijo Willie, con voz suplicante.

Y Gretchen comprendió que lo que menos deseaba Willie era almorzar en un colegio, sin un vaso de vino al alcance de su mano.

—En realidad, no —dijo Gretchen, compadecida.

—Además, tengo que estar en la ciudad a las cuatro —añadió Willie—. Tengo una reunión muy…

Y dejó sin terminar la poco convincente frase.

Se oyó un repiquetear de campanas, y Crawford dijo:

—La hora. El comedor está precisamente detrás del escritorio donde te inscribiste, William. Ahora, si me disculpas, iré a lavarme. Y recuerda que cualquier cosa que necesites…

Erguido y distinguido con su blusa y sus zapatos blancos, haciendo honor a sus tres años de colegio, salió al pasillo, donde seguía resonando la estridente música de tres gramolas diferentes. Dominaban los gritos de Elvis Presley, frenéticos y desolados.

—Bueno —dijo Gretchen—, parece un chico estupendo, ¿no?

—Esperaré a ver lo que parece cuando vosotros no estéis presentes —dijo Billy—, y ya te lo contaré.

—Creo que deberías ir a comer —dijo Willie.

Gretchen sabía que estaba ansioso por tomarse la primera copa del día. Había sido muy considerado al no detenerse en ninguno de los bares de camino y toda la mañana se había portado como un buen padre. Se había ganado su «Martini».

—Te acompañaremos hasta el comedor —dijo Gretchen. Tenía ganas de llorar, pero no podía hacerlo en presencia de Billy. Miró vagamente la estancia—. Si tú y tu compañero lo arregláis un poco —dijo—, este cuarto será muy agradable. Tiene una vista magnífica.

Y salió bruscamente al pasillo. Cruzaron el campus, junto con otros grupitos que se dirigían al edificio principal. Gretchen se detuvo a cierta distancia de la escalera. Había llegado el momento de despedirse, y no quería hacerlo en medio del rebaño de padres y alumnos que había al pie de la escalinata.

—Bueno, despidámonos aquí.

Billy le echó los brazos al cuello y la besó bruscamente. Ella consiguió sonreír. Billy estrechó la mano de su padre.

—Gracias por haberme acompañado —les dijo a los dos.

Después, echó a andar hacia la escalinata, pausadamente y con los ojos secos, y se perdió en el río de estudiantes, incorporando irrevocablemente su fina y esbelta figura infantil a una bulliciosa comunidad de hombres donde las voces de las madres, que habían arrullado, consolado y amonestado, se oirían para siempre desde muy lejos.

Con la vista enturbiada por las lágrimas, Gretchen vio cómo desaparecía entre las blancas columnas y por la puerta abierta, pasando de la luz del sol a la sombra. Willie la rodeó con un brazo, y ambos se dirigieron al coche, agradeciendo el mutuo contacto. Rodaron por el serpenteante paseo y a lo largo de una avenida de árboles umbríos que flanqueaba los campos de juego del colegio, vacíos de atletas, indefensas las porterías, sin corredores en las pistas de las bases.

Gretchen estaba sentada junto a Willie, mirando fijamente hacia delante. Oyó un ruido extraño a su lado y vio que Willie detenía el coche debajo de uno de los árboles. Willie sollozaba, son poder dominarse, y ella no pudo aguantar más y se abrazó a él, y ambos lloraron y lloraron, por Billy y por la vida que le esperaba, por Robert Sillitoe Jr., por el amor, por mistress Abbot, por mistress Burke, por el whisky, por todos sus errores, por la vida rota que se extendía ante ellos.

—No se fije en mí —decía la chica de la cámara a Rudolph, en el momento en que Gretchen y Johnny se apearon del coche y cruzaron la zona de aparcamiento en dirección al sitio donde se hallaba Rudolph, al pie del enorme rótulo que estampaba el nombre de Calderwood sobre el cielo azul de septiembre.

Era el día de la inauguración del nuevo centro comercial en las afueras del norte de Port Philip, un barrio que Gretchen conocía bien, porque estaba junto a la carretera que conducía a la finca de Boylan, situada a unos kilómetros de allí.

Gretchen y Johnny habían llegado tarde a la ceremonia inaugural, porque éste no había podido salir de su oficina hasta la hora de comer. Johnny se había disculpado por ello, como se había disculpado por sus palabras de la antevíspera, y el viaje había transcurrido en un ambiente amistoso. Johnny había llevado la voz cantante en la conversación, pero sin referirse a sí mismo ni a Gretchen. Había explicado, con admiración, la mecánica del auge de Rudolph como promotor y manager. Según Johnny, Rudolph conocía las complejidades de los negocios modernos mejor que cualquier otro hombre de su edad. Cuando trató de explicar a Gretchen la hazaña que había realizado Rudolph el año pasado, al conseguir que Calderwood comprase una empresa que había tenido dos millones de dólares de pérdidas en los tres últimos años, ella tuvo que confesar que aquello superaba su capacidad de comprensión, pero lo aceptó como cosa cierta.

Gretchen se acercó al lugar donde se encontraba Rudolph tomando notas en un bloc, mientras la fotógrafo, agachada a unos pocos metros de distancia, disparaba su cámara hacia arriba, para captar el rótulo de Calderwood levantado detrás de él. Rudolph sonrió al ver a su hermana y a Johnny, y salió a su encuentro para saludarles. Aunque sabía que traficaba con millones, que jugaba con paquetes de valores y que arriesgaba grandes capitales, Gretchen sólo vio en él a su hermano, a un curtido y apuesto joven que vestía un traje serio y de magnífico corte. Una vez más, le chocó la diferencia entre su hermano y su marido. Por lo que le había dicho Johnny, sabía que Rudolph era muchas veces más rico que Colin y que gozaba de una autoridad mil veces superior sobre un número mucho más grande de personas; pero nadie, ni siquiera su propia madre, podía tachar a Colin de modesto. Éste, arrogante y dominador, destacaba en cualquier grupo, creándose enemigos. Rudolph, en cambio, se confundía con los grupos, afable y dúctil, y seguro de conquistar amigos.

—Muy bien —dijo la chica acurrucada, después de tomar varias fotografías—. Perfectamente bien.

—Permíteme que la presente —dijo Rudolph—. Mi hermana, mistress Burke. Mi socio, míster Heath. Miss… ah… Miss… Lo siento…

—Prescott —dijo la chica—. Pero llámenme Jean. Por favor, no se fijen en mí.

Se levantó y sonrió, con cierta timidez. Era una chica menuda, de lisos y largos cabellos castaños, atados con una cinta sobre la nuca. Era pecosa, no iba maquillada y se movía con facilidad, a pesar del engorro de las cámaras y de la pesada caja de películas que colgaba de su hombro.

—Vamos —dijo Rudolph—. Os enseñaré todo esto. Si nos tropezamos con el viejo Calderwood, no escatiméis las muestras de admiración.

En todas partes, hombres y mujeres paraban a Rudolph para estrecharle la mano y felicitarle por su gran obra en bien de la ciudad. Y, mientras Miss Prescott seguía disparando, Rudolph sonreía modestamente, decía que se alegraba mucho de que les gustase aquello y recordaba una asombrosa cantidad de nombres.

Entre los que acudían a felicitarle, Gretchen no reconoció a ninguna de sus condiscípulas de la escuela, ni a ninguna de las chicas que habían trabajado con ella en la fábrica de Boylan. En cambio, todos los compañeros de escuela de Rudolph parecían haber acudido para ver lo que había hecho su viejo amigo y para felicitarle, algunos sinceramente y otros con mal disimulada envidia. Por un curioso truco del tiempo, los hombres que se acercaban a Rudolph, con sus mujeres y sus hijos, y le decían: «¿Te acuerdas de mí? Nos graduamos el mismo año», parecían más viejos, más gordos y más pesados que su soltero y libre camarada. El triunfo le había situado en otra generación, una generación más activa y más elegante. También Colin, pensó Gretchen, parecía más joven de lo que era. La juventud de los triunfadores.

—Parece que ha venido toda la ciudad —dijo Gretchen.

—Casi toda —dijo Rudolph—. Me han dicho que incluso Teddy Boylan andaba por aquí. Probablemente, nos tropezaremos con él —añadió, mirando escrutadoramente a su hermana.

—Teddy Boylan —dijo ella, con voz indiferente—. ¿Aún vive?

—Eso dicen. Hace mucho tiempo que no le he visto.

Siguieron andando. Una fría ráfaga había pasado un instante sobre el grupo.

—Esperadme aquí un momento —dijo Rudolph—. Tengo que hablar con el director de la orquesta. Deben tocar más piezas antiguas.

—Quiere pensar en todo, ¿no es verdad? —dijo Gretchen a Johnny, mientras Rudolph corría hacia el tablado de la orquesta, seguido de cerca por Miss Prescott.

Cuando Rudolph volvió a reunirse con ellos, la orquesta tocaba Happy Days Are Here Again. Le acompañaba una pareja: una muchacha rubia, esbelta y muy bonita, con un vestido almidonado de lino blanco, y un hombre un poco calvo, sudoroso y algo mayor que Rudolph, con un arrugado traje de sarga. Gretchen estaba segura de haber visto a aquel hombre alguna vez; pero, de momento, no pudo situarlo.

—Te presento a Virginia Calderwood, Gretchen —dijo Rudolph—. La hija menor del jefe. Le he hablado mucho de ti.

Miss Calderwood sonrió tímidamente.

—Es cierto, mistress Burke.

—Y supongo que recuerdas a Bradford Knight —siguió diciendo Rudolph.

—Agoté todas sus provisiones de licor cuando celebramos la graduación de Rudy en Nueva York —dijo Bradford.

Entonces, ella le recordó: el ex sargento, con acento de Oklahoma, que perseguía a las chicas en el piso del Village. Su acento parecía haber mejorado, y era una lástima que se estuviese quedando calvo. Recordó que Rudolph le había presionado para que volviese a Whitby, unos años atrás, y le estaba instruyendo para convertirlo en subdirector. Sabía que Rudolph le apreciaba mucho, aunque su aspecto no parecía justificarlo. Rudolph le había dicho que, detrás de su apariencia de rotario, se ocultaba un hombre muy listo, y que era estupendo poder trabajar con gente que seguía las instrucciones al pie de la letra.

—Claro que te recuerdo, Brad —dijo Gretchen—. Me han dicho que eres un elemento valiosísimo.

—Me confunde usted, señora —dijo Knight.

—Todos somos inconmensurables —dijo Rudolph.

—No —dijo la chica, con toda seriedad, fijos los ojos en Rudolph, con una mirada que Gretchen reconoció enseguida.

Todos se echaron a reír. Salvo la chica. ¡Pobrecilla!, pensó Gretchen. Reserva estas miradas para otro hombre.

—¿Dónde está tu padre? —preguntó Rudolph—. Quiero presentarle a mi hermana.

—Se marchó a casa —respondió Virginia—. Se enfadó por algo que dijo el alcalde, porque éste no hacía más que hablar de ti, sin decir nada de él.

—Yo nací aquí —dijo Rudolph, sin darle importancia—, y el alcalde reclama ese mérito.

—Y tampoco le gustó que ella estuviese fotografiándote constantemente —añadió la chica, señalando a Miss Prescott, que enfocaba al grupo desde cerca.

—Son gajes del oficio —dijo Johnny Heath—. Ya se le pasará.

—No conoce usted a mi padre —dijo ella. Y, volviéndose a Rudolph—: Será mejor que le llames más tarde y le calmes un poco.

—Lo haré —dijo Rudolph, tranquilamente—, si tengo tiempo. Bueno, dentro de una hora se servirán bebidas para todos. ¿Por qué no vienes con nosotros?

—Ya sabes que no puedo exhibirme en los bares —dijo Virginia.

—Está bien —dijo Rudolph—. Entonces, cenaremos juntos. Date una vuelta por ahí, Brad, y cuida de que o se arme ningún alboroto. Más tarde, habrá baile para los jóvenes. Asegúrate de que bailan de un modo correcto.

—Insistiré en que toquen minués —dijo Knight—. Vamos, Virginia. Te invito a una naranjada; cortesía de tu padre.

La chica se dejó llevar por Knight, aunque de mala gana.

—No es el hombre de sus sueños —dijo Gretchen, cuando aquéllos se alejaron—. Salta a la vista.

—No se lo digas a Brad —dijo Rudolph—. Sueña en ingresar en la familia y en fundar un imperio.

—Ella es muy linda.

—Bastante —dijo Rudolph—. Sobre todo, por ser hija de un jefazo.

Una mujer huesuda, tosca y de ojos pintados, tocada con un turbante que le daba el aspecto de un personaje de película de los años veinte, detuvo a Rudolph, pestañeando y haciendo coquetones arrumacos con la boca.

Eh bien, mon cher Rudolph —dijo, agudizando el tono de la voz, en un desesperado intento juvenil—, tu parles français Toujours bien?

Rudolph hizo una grave reverencia, procurando no mirar el turbante.

Bonjour, Mademoiselle Lenaut —dijo—, je suis très content de vous voir. Permita que le presente a mi hermana, mistress Burke, y a mi amigo, míster Heath.

—Rudolph fue el alumno más brillante que tuve jamás —dijo Miss Lenaut, poniendo los ojos en blanco—. Estaba segura de que triunfaría en el mundo. Se veía en todo lo que hacía.

—Es usted demasiado amable —dijo Rudolph. Siguieron su camino. Rudolph sonrió—. Cuando iba a su clase, solía escribirle cartas de amor que nunca le envié. Una vez, papá la llamó zorra francesa y le dio una bofetada.

—Conozco esta historia —dijo Gretchen.

—Hay muchas que no conoces.

—Una tarde —dijo ella—, tendremos una sentada y me contarás la historia de los Jordache.

—Una tarde —dijo Rudolph.

—El hecho de volver a tu ciudad natal, en un día como éste —dijo Johnny—, debe producirte una gran satisfacción.

Rudolph reflexionó un momento.

—Es una ciudad como otra cualquiera —dijo, de repente—. Vamos a ver las mercancías.

Les llevó a dar una vuelta por las tiendas. Según había dicho Colin una vez, Gretchen tenía un instinto adquisitivo subnormal, y la enorme cantidad de cosas puestas a la venta, el insensato caudal de objetos que brotaba inexorablemente de las fábricas americanas la llenaban de tristeza.

Todo, o casi todo lo que más deprimía a Gretchen de la época en que vivía, se hallaba condensado en esta aglomeración artificiosamente rústica de blancos edificios, y era su hermano, al que quería, y que ahora vigilaba modestamente la prueba concreta y material de su astucia, el que lo había montado. Cuando le contase la historia de los Jordache, sin duda reservaría un capítulo para ella.

Después de las tiendas, Rudolph les mostró el teatro. Cuando entraron en la sala, una compañía ambulante de Nueva York, que iba a estrenar una obra aquella noche, estaba en pleno y precipitado ensayo. Aquí, el gusto del viejo Calderwood no había sido el factor decisivo. Las paredes pintadas de rosa mate y la felpa granate de las butacas mitigaban la clara severidad de las líneas interiores del edificio, y Gretchen comprendió por la facilidad con que el director de escena manejaba los complicados juegos de luces, que no se había reparado en gastos en el montaje del escenario. Por primera vez en muchos años, sintió una punzada de dolor por haber abandonado el teatro.

—Es magnífico, Rudy —dijo.

—Tenía que mostrarte algo que mereciese tu aprobación —dijo él, a media voz.

Ella le tocó la mano, pidiéndole perdón, con este ademán, por sus mudas críticas sobre el resto de su obra.

—A la larga —dijo él—, tendremos seis teatros como éste en el país, presentaremos nuestras propias comedias y las representaremos al menos durante dos semanas en cada sitio. De este modo, cada obra tendrá asegurado un mínimo de tres meses de representaciones, sin que tengamos que depender de nadie. Si Colin quiere un día dirigir una comedia para mí…

—Estoy segura de que le gustaría trabajar en un sitio como éste —dijo Gretchen—. Siempre está despotricando de los viejos corrales de Broadway. Cuando venga a Nueva York, le traeré para que eche un vistazo. Aunque, tal vez, no sea una idea tan buena…

—¿Por qué? —preguntó Rudolph.

—A veces, arma tremendas trifulcas con la gente con quien trabaja.

—Conmigo no se peleará —dijo Rudolph, en tono confiado. Él y Burke habían simpatizado desde el día en que se conocieron—. Siempre me he mostrado atento y respetuoso en presencia de los artistas. Bueno, vayamos a beber algo.

Gretchen miró su reloj.

—Siento rechazar tu invitación. Pero Colin me llamará al hotel a las ocho y se pone furioso si no contesto al teléfono. ¿Te importaría que nos marchásemos ya, Johnny?

—A sus órdenes, señora —dijo Johnny.

Gretchen dio un beso de despedida a Rudolph y le dejó en el teatro, con la cara brillante a causa de la luz reflejada del escenario, mientras Miss Prescott cambiaba el objetivo y empezaba a disparar, ágil, linda y atrafagada.

Johnny y Gretchen pasaron frente al bar al dirigirse al coche, y ella se alegró de no haber entrado, porque estaba segura de que un hombre que estaba en su oscuro interior, inclinado sobre una copa, era Teddy Boylan; y sabía que éste, incluso después de quince años, tenía la virtud de trastornarla. Y no estaba para trastornos.

El teléfono estaba sonando cuando abrió la puerta de su habitación. La llamada procedía de California, pero no era de Colin. Era el jefe del estudio y la llamaba para decirle que Colin se había matado a la una, en un accidente de automóvil. Llevaba muerto toda la tarde, y ella no se había enterado.

Agradeció serenamente las palabras de condolencia del hombre y colgó el aparato. Durante largo rato permaneció sentada en la habitación del hotel, sin encender la luz.