I
Mi querido hijo —empezaba la carta, escrita con su redonda escritura colegiala—, tu hermano Rudolph ha tenido la bondad de comunicarme tu dirección en la ciudad de Nueva York, y aprovecho la oportunidad para ponerme en contacto con mi hijo perdido hace tantos años.
¡Dios mío!, pensó Thomas, más noticias de la parentela. Acababa de llegar y había encontrado la carta sobre la mesa del recibimiento. Oyó que Teresa trajinaba con los cacharros en la cocina y que el niño hacía extraños ruidos con la garganta.
—¡Estoy aquí! —gritó.
Y pasó al cuarto de estar y se sentó en el canapé, después de apartar un coche de bomberos de juguete que le entorpecía el paso. Después, permaneció sentado en el sofá tapizado de satén color naranja que Teresa se había empeñado en comprar, haciendo oscilar la carta entre los dedos y pensando si no sería mejor arrojarla al cesto sin abrirla.
Entonces, entró Teresa. Llevaba delantal, y el sudor brillaba sobre su maquillaje. El niño le seguía, arrastrándose.
—Tienes una carta —dijo ella.
Desde que había oído decir que Thomas se marchaba a Inglaterra y que ella no le acompañaría, estaba de mal talante.
—Sí.
—Es letra de mujer.
—¡Caray! Es de mi madre.
—¿Esperas que lo crea?
—Mira —dijo él, poniéndole la carta delante de las narices.
Ella entornó los párpados para leer. Era muy corta de vista, pero se negaba a usar gafas.
—Es una escritura muy joven para una madre —dijo, cediendo de mala gana—. Ahora, la madre. Tu familia aumenta cada día.
Volvió a la cocina, llevándose al niño, que empezó a chillar porque quería quedarse.
A pesar de Teresa, Thomas resolvió leer la carta y ver lo que tenía que decirle esa vieja zorra.
Rudolph me explicó cómo os habíais encontrado —leyó—, y debo decir que la profesión que has elegido me produjo una impresión bastante penosa. Aunque no hubiese debido sorprenderme, teniendo en cuenta el carácter de tu padre y el ejemplo que te dio con los horribles puñetazos que daba al saco colgado en el patio de la casa. Sin embargo, supongo que es un modo honrado de ganarse la vida, y tu hermano dice que llevas una vida normal, con tu esposa y tu hijo, y espero que seáis felices.
Rudolph no me dijo cómo es tu esposa, pero confío en que tu vida familiar sea más dichosa que la de tus padres. No sé si Rudolph te lo habrá contado, pero tu padre desapareció una noche, llevándose al gato.
Yo no me encuentro bien y tengo la impresión de que mis días están contados. Me gustaría ir a Nueva York y ver a mi hijo y a mi nieto, pero me cuesta mucho viajar. Si Rudolph se comprase un automóvil, en vez de esa motocicleta con la que rueda por la ciudad, tal vez podría hacer esa excursión. Tal vez podría llevarme también a la iglesia algún domingo, con lo que empezaría a reparar los años de paganismo que tu padre me obligó a soportar. Pero creo que no debería quejarme. Rudolph ha sido muy bueno conmigo, me cuida bien y compró un aparato de televisión que hace que los largos días me sean más llevaderos. Está tan ocupado con sus proyectos, que raras veces viene a dormir a casa. Por lo que veo, y sobre todo por su manera de vestir, supongo que se gana bien la vida. Pero siempre vistió bien y encontró la manera de llevar dinero en el bolsillo.
Si he de ser sincera, no puedo decir que me gustaría ver a toda la familia reunida, pues borré a tu hermana de mi corazón, por justas y suficientes razones; pero, si pudiese ver de nuevo juntos a mis dos hijos, lloraría de alegría.
Siempre estuve demasiado cansada y agotada, y tuve que luchar demasiado para satisfacer las exigencias de borracho de tu padre, para que pudiese demostrarte el amor que sentía por ti; pero tal vez ahora, en mis últimos días, podremos tener paz entre nosotros.
Por el tono de Rudolph, comprendí que no le demostraste mucha simpatía. Tal vez tenías tus razones. Se ha vuelto muy frío, aunque es considerado. Si no quieres encontrarte con él, podría avisarte cuando se halle ausente, cosa que ocurre muy a menudo, y podríamos vernos tú y yo sin que nadie nos molestase. Besa a mi nieto de mi parte. Tu madre que te quiere.
¡Dios mío!, pensó. Voces de ultratumba.
Permaneció sentado, sosteniendo la carta, mirando al vacío, sin oír a su mujer que reñía al niño en la cocina, pensando en los tiempos de la panadería, en los años en que, viviendo en la misma casa, se había sentido más desterrado que cuando le habían arrojado de ella y dicho que no volviese nunca jamás. Tal vez iría a visitar a la vieja, a escuchar sus quejas tan tardías, sobre su adorado Rudolph, sobre su hijito angelical.
Pediría un coche prestado a Schultzy y la llevaría a la iglesia; sí, señor. Que viese toda la maldita familia lo mal que lo habían juzgado.
II
Míster McKenna, ex policía en funciones de detective privado, majestuoso, benévolo, salió de la habitación del hotel, después de sacar el informe de su pulida cartera de piel de foca y dejarlo sobre la mesa de Rudolph. «Estoy seguro de que esto le dará toda la información que necesita sobre el individuo en cuestión —había dicho míster McKenna, amable, rollizo, frotándose la calva; el serio sombrero de fieltro gris ribeteado descansaba a su lado, sobre la mesa—. En realidad, la investigación ha sido relativamente sencilla y extraordinariamente breve, teniendo en cuenta los resultados obtenidos». Lo había dicho en tono lastimero, como si lamentara la burda ingenuidad de Willie, que había ahorrado tanto tiempo y tanto trabajo de investigación. «Creo que cualquier abogado competente podrá conseguir sin dificultad el divorcio, fundándose en las leyes del Estado de Nueva York sobre el adulterio. La esposa es parte perjudicada; de esto, no cabe la menor duda».
Rudolph contempló con disgusto el informe pulcramente escrito a máquina. Por lo visto, intervenir una línea telefónica era tan fácil como comprar una hogaza de pan. Por cinco dólares, los mozos de los hoteles permitían aplicar un micrófono a la pared. Las secretarias buscaban cartas de amor rasgadas en las papeleras y las componían meticulosamente por el precio de una comida. Las antiguas amantes, hoy desdeñadas, cantaban como calandrias. Los ficheros de la Policía estaban abiertos; las declaraciones secretas ante los comités dejaban de ser reservadas; podía creerse todo, por desagradable que fuese. L comunicación, a pesar de cuanto decían los poetas actuales, era abundantísima.
Descolgó el teléfono y dio el número de Gretchen. Oyó marcar a la telefonista. La señal de ocupado, ese agrio zumbido, llegó a través de la línea. Colgó, se acercó a la ventana, apartó los visillos y miró al exterior. La tarde era fría y gris. Abajo, los transeúntes caminaban encorvados contra el viento, apresurados en busca de refugio, con los cuellos de los abrigos levantados. Un día muy adecuado para un ex policía.
Volvió al teléfono y pidió de nuevo el número de Gretchen. Una vez más, oyó la señal de ocupado. Colgó de golpe, vivamente contrariado. Quería terminar el enojoso asunto lo antes posible. Había hablado con un abogado amigo suyo, sin mencionar nombres, y éste le había dicho que la parte perjudicada debía salir del domicilio conyugal, con el hijo, antes de entablar cualquier acción, salvo que hubiese manera de tener al marido alejado del domicilio desde aquel mismo momento. En ningún caso debía la parte perjudicada pasar una sola noche bajo el mismo techo que el presunto demandado.
Antes de llamar a Willie y mostrarle el informe del detective, tenía que explicar todo aquello a Gretchen y decirle, también, que pensaba hablar con Willie inmediatamente.
Pero el teléfono seguía ocupado. Por lo visto, la parte perjudicada tenía la tarde locuaz. ¿Con quién estaría hablando? ¿Con Johnny Heath, el pacífico y amable invitado de siempre, o con uno de aquellos diez hombres con quienes decía que no quería volver a acostarse? La chica más fácil de Nueva York. Su hermana.
Miró el reloj. Las cuatro menos cinco. Sin duda, Willie estaría ya en su oficina, dormitando satisfecho después de los «martinis» del mediodía.
Rudolph cogió el teléfono una vez más y pidió el número de Willie. Dos secretarias de la oficina de éste pasaron su comunicación, con voces suaves y desenvueltas, con el electrizante encanto de las relaciones públicas.
—Hola, Príncipe Mercader —dijo Willie, al ponerse al aparato—. ¿A qué debo el honor?
Esta tarde tenía voz de tres «martinis».
—Tienes que venir inmediatamente a mi hotel, Willie —dijo Rudolph.
—Oye, chico, estoy bastante atado aquí y…
—Lo siento, Willie, pero debes venir sin perder un minuto.
—Está bien —dijo Willie, resignado—. Prepárame una copa.
Willie, sin beber, se había sentado en el sillón que antes había ocupado el ex policía y leía atentamente el informe de éste. Rudolph estaba en pie junto a la ventana, mirando la calle. Oyó el ruido que hacía el papel cuando Willie lo dejó sobre la mesa.
—Bueno —dijo Willie—. Parece que he estado muy ocupado. ¿Qué vas a hacer con esto? —preguntó, señalando el informe.
Rudolph alargó una mano, cogió las hojas de papel sujetas con un clip, las rasgó en menudos fragmentos y los echó a la papelera.
—¿Qué significa esto? —preguntó Willie.
—Significa que no puedo seguir adelante —respondió Rudolph—. Nadie lo verá y nadie sabrá nada de esto. Si tu mujer quiere el divorcio, tendrá que buscar otra manera de conseguirlo.
—¡Oh! —dijo Willie—. ¿Fue idea de Gretchen?
—No exactamente. Ella dijo que quería separarse de ti y quedarse con el niño, y yo le ofrecí mi ayuda.
—La sangre es más fuerte que el matrimonio, ¿no es eso?
—Algo así. Pero no mi sangre. Al menos, esta vez.
—Has estado a punto de hacer una charranada, Príncipe Mercader —dijo Willie—. ¿No te parece?
—En efecto.
—¿Sabe mi amada esposa lo que averiguaste sobre mí?
—No. Y no lo sabrá.
—En tiempos venideros —dijo Willie—, cantaré las alabanzas de mi brillante cuñado. Le diré a mi hijo: si miras bien a tu noble tío, podrás distinguir el brillo de su corona. ¡Caray! ¿No hay un poco de bebida en este hotel?
Rudolph sacó la botella. A pesar de todas sus chanzas, Willie parecía necesitar un trago más que nada en el mundo. Se bebió medio vaso de golpe.
—¿Quién ha pagado el gasto de la investigación?
—Yo.
—¿Cuánto ha costado?
—Quinientos cincuenta dólares.
—Habrías tenido que acudir a mí —dijo Willie—. Te habría dado la misma información por la mitad de precio. ¿Quieres que te lo devuelva?
—Olvídalo —dijo Rudolph—. No te hice regalo de boda. Considera que es éste.
—Mejor que una bandeja de plata. Gracias, cuñado. ¿Queda algo en la botella?
Rudolph le sirvió.
—Será mejor que te mantengas sereno —dijo—. Supongo que te espera una conversación muy seria.
—Sí —dijo Willie—. Cuando pagué a tu hermana una botella de champaña en el bar de Algonquin, fue un día triste para todos. —Sonrió sin ganas—. Aquella tarde, yo la amaba, y hoy la amo también, y me veo tirado en el cubo de la basura. —Señaló la papelera de metal donde yacían desperdigados los rotos papeles del detective, decorada con una escena de caza y jinetes con rojas casacas—. ¿Sabes lo que es el amor?
—No.
—Yo, tampoco. —Willie se puso en pie—. Bueno, te dejo. Gracias por esta interesante media hora.
Y salió sin tenderle la mano.
III
Cuando llegó a la casa, no pudo dar crédito a sus ojos. Volvió a mirar el trozo de papel que le había dado Rudolph, para asegurarse de que no se había equivocado de dirección. Seguían viviendo en una tienda. Y en un barrio que no era mucho mejor que el antiguo de Port Philip. Viendo a Rudolph en aquella elegante habitación del «Hotel Warwick» y oyéndole hablar, cualquiera habría pensado que nadaba en dinero. Bueno, si era así, no lo gastaba en alquiler.
Tal vez sólo tenía a la anciana en aquel tugurio y él disfrutaba de un rico apartamento en la ciudad. Aquel bastardo era capaz de todo.
Thomas entró en el oscuro vestíbulo, vio el nombre Jordache junto a uno de los timbres y llamó. Esperó, pero la puerta siguió cerrada. Había llamado por teléfono para decirle a su madre que hoy iría a visitarla, y ella le había dicho que estaría en casa. No podía ir en domingo, porque, ciudad se lo había insinuado a Teresa, ésta se había echado a llorar. El domingo era su día, gimoteó, y no iba a renunciar a él por una vieja arpía que ni siquiera se había molestado en enviar una postal cuando nació su nieto. En vista de lo cual, habían dejado al chico con una hermana de Teresa, que vivía en el Bronx, y habían ido a un cine de Broadway y a cenar en «Toots Shor's», donde un periodista de deportes había reconocido a Thomas, lo cual colmó de dicha a Teresa y compensó, quizá, los veinte pavos que había costado la cena.
Thomas pulsó de nuevo el timbre. Tampoco hubo respuesta. Probablemente, pensó Thomas, con amargura, la había llamado Rudolph en el último momento, diciéndole que quería que bajase a Nueva York para lustrarle los zapatos o algo por el estilo, y ella había salido corriendo, trastornada de alegría.
Dio media vuelta, sintiendo cierto alivio por no tener que enfrentarse con ella. Tal vez se había precipitado. Había que dejar en paz a las madres dormidas. Casi había salido a la calle, cuando oyó el zumbador de la puerta. Retrocedió, abrió y subió la escalera.
Se abrió la puerta del primer piso, y allí estaba ella. Parecía una centenaria. Avanzó dos pasos y, entonces, comprendió el por qué había tenido que esperar tanto rato. A juzgar por su modo de andar, debía de tardar cinco minutos en cruzar la habitación. Estaba llorando y tendía los brazos para estrecharle.
—¡Hijo mío, hijo mío! —gritó, enlazándole con los sarmientos de sus brazos—. ¡Creí que nunca volvería a verte!
Se percibía un fuerte olor a agua de excusado. Él besó suavemente la mojada mejilla, preguntándose lo que sentía.
Ella le hizo entrar en el piso, agarrada a su brazo. El cuarto de estar era pequeño y oscuro, y Thomas reconoció los muebles de la vivienda de Vanderhoff Street. Entonces, ya eran viejos y carcomidos. Ahora, estaban hechos una ruina. A través de una puerta abierta, pudo echar un vistazo al cuarto contiguo y vio una mesa, una cama individual y libros por todas partes.
Si podía permitirse comprar tantos libros, pensó, sin duda también podría haber comprado algunos muebles.
—Siéntate, siéntate —dijo la madre, muy excitada, guiándole hasta la única y deshilachada poltrona—. ¡Qué día más maravilloso! —su voz era débil, aflautada por años de lamentaciones. Tenía las piernas hinchadas, deformes, y calzaba unos zapatos anchos y blancos de inválido, como si estuviese tullida. Caminaba como si no se hubiese repuesto de un antiguo accidente—. Tienes un magnífico aspecto. Magnífico de verdad. —Recordaba estas palabras de Lo que el viento se llevó—. Tenía miedo de que hubiesen estropeado la cara de mi hijito pequeño; pero te has vuelto más guapo. Te pareces a mi rama de la familia, esto salta a la vista; eres irlandés. No como los otros dos. —Dio unos pasos vacilantes y se sentó muy tiesa en la silla. Llevaba un vestido estampado de flores que colgaba, holgado, sobre su flaco cuerpo. Sus gruesas piernas asomaban por debajo de la falda como un error de construcción, como si perteneciesen a otra mujer—. Tu traje gris es muy bonito —dijo, tocándole la manga—. Un traje de caballero. Temí que aún llevases suéter. —Rió alegremente, haciendo novela de su infancia—. ¡Ah! Sabía que el Destino no sería tan malvado —dijo— que no me dejase ver la cara de mi hijo antes de morir. Y ahora, déjame ver la del tuyo. Debes de tener alguna foto. Estoy segura de que la llevas en la cartera, como todos los padres orgullosos.
Thomas sacó una fotografía de su hijo.
—¿Cómo se llama? —preguntó la madre.
—Wesley —dijo Thomas.
—Wesley Pease —dijo la madre—. Suena bien.
Thomas no quiso recordarle que el niño se llamaba Wesley Jordache, ni decirle que había discutido una semana con Teresa para hacerle desistir de ponerle un nombre tan caprichoso. Pero Teresa había llorado, manteniéndose en sus trece, y él había tenido que ceder.
Su madre contemplaba fijamente la fotografía, con los ojos húmedos. Después, besó la instantánea.
—¡Qué preciosidad de criatura! —dijo.
Thomas no recordaba que le hubiese besado nunca a él, cuando era chico.
—Tienes que llevarme a verle —dijo.
—Desde luego.
—Pronto.
—En cuanto regrese de Inglaterra —dijo él.
—¡Inglaterra! Acabamos de encontrarnos de nuevo, ¡y te marchas al otro lado del mundo!
—Sólo por un par de semanas.
—Tienes que ganarte muy bien la vida —dijo ella—, para tomarte unas vacaciones como éstas.
—Tengo que hacer un trabajo allí —dijo él, resistiéndose a emplear la palabra «boxear»—. Me pagan el viaje.
No quería que ella imaginase que era rico, y no lo era, ni mucho menos. En la familia Jordache, lo más prudente era hacerse el pobre. Con una mujer que agarraba hasta el último centavo que entraba en casa tenía bastante.
—Supongo que ahorrarás dinero —dijo ella—. En tu profesión…
—Claro —dijo él—. No te preocupes por mí. —Miró a su alrededor—. Ya veo que Rudolph también ahorra.
—¡Oh! Lo dices por el piso. No es muy grande, ¿verdad? Pero no puedo quejarme. Rudy paga a una mujer que viene todos los días a hacer la limpieza y va a la compra cuando yo no estoy en condiciones de subir escaleras. Y dice que está buscando un sitio más grande. Una planta baja, para que yo no tenga que subir y bajar escaleras. No me habla mucho de su trabajo. Pero, el mes pasado, un periódico traía un artículo diciendo que era uno de los jóvenes hombres de negocios más prometedores de la ciudad. Supongo, pues, que debe ganarse bien la vida. Pero hace bien en ser ahorrativo. El dinero fue la tragedia de nuestra familia. Me convirtió en una vieja antes de tiempo. —Suspiró, compadeciéndose—. Tu padre se volvía loco en cuanto se tocaba este tema. No podía sacarle diez dólares, para las necesidades más urgentes, sin librar una encarnizada batalla. Cuando estés en Inglaterra, podrías hacer una investigación confidencial, descubrir si alguien le ha visto por allí. Ese hombre puede estar en cualquier sitio. A fin de cuentas, es europeo, y sería natural que hubiese ido a esconderse allí.
Está majareta, pensó Thomas. ¡Pobre anciana! Rudolph no le había preparado para esto. Pero dijo:
—Ya preguntaré, cuando esté allí.
—Eres un buen chico —dijo ella—. Siempre creí que, en el fondo, eras un buen chico, aunque descarriado por las malas compañías. Si yo hubiese tenido tiempo de portarme como una madre con mis hijos, tal vez te habría ahorrado muchos disgustos. Tienes que ser severo con tu hijo. Cariñoso, pero severo. ¿Es tu esposa una buena madre para él?
—Perfecta —dijo él. Prefería no hablar de Teresa. Miró su reloj. La conversación y el oscuro apartamento empezaban a deprimirle—. Escucha —dijo—, es casi la una. ¿Por qué no vienes a comer conmigo? Tengo un coche en la puerta.
—¿A comer? ¿En un restaurante? ¡Oh! Sería estupendo —dijo ella, en tono infantil—. El hijo fuerte llevando a comer a su anciana madre…
—Iremos al mejor sitio de la ciudad.
De regreso a casa, mientras conducía el coche de Schultzy en dirección a Nueva York, avanzada ya la tarde, Thomas pensaba en el día transcurrido y se preguntaba si volvería a hacer aquel viaje.
La imagen que se había forjado de su madre en la adolescencia —una mujer regañona, siempre dura, mimando con fanatismo a un hijo en perjuicio del otro— había sido remplazada por la de una anciana inofensiva y lastimosa, espantosamente sola, sensible a la menor atención y ansiosa de cariño.
En el restaurante, él la había invitado a un cóctel. Se le había subido un poco a la cabeza, y, riendo entre dientes, le había dicho: «¡Oh! He hecho una travesura». Después de comer, la había llevado a dar unas vueltas por la ciudad y se había sorprendido al ver que casi todo le era desconocido. Hacía años que vivía allí, y, prácticamente, no había visto nada; ni siquiera la Universidad donde se había graduado su hijo mayor. «No sabía que fuese una población tan hermosa», decía una y otra vez, al cruzar los barrios distinguidos, con sus grandes casas rodeadas de árboles y de verdes prados. Y cuando pasaron delante de los «Almacenes Calderwood», comentó: «No me imaginaba que fuesen tan grandes. No estuve nunca en ellos, ¿sabes? ¡Y pensar que, prácticamente todo, lo dirige Rudy!».
Él había aparcado el coche, había recorrido con ella la planta baja, caminando despacito, y se había empeñado en comprarle un bolso de ante por quince dólares. Ella había dicho a la dependienta que le envolviese el bolso viejo y había salido de los almacenes con el nuevo, orgullosamente colgado del brazo.
Había hablado mucho durante la tarde, contándole, por primera vez, su vida en el orfanato («Era la primera de mi clase. Me dieron un premio cuando salí.»), su trabajo de camarera, la vergüenza que sentía por ser hija ilegitima, su asistencia a la escuela nocturna de Buffalo para mejorar su educación, su cuidado en no dejarse besar siquiera por un hombre antes de casarse con Axel Jordache, su peso de cuarenta y cinco kilos cuando se casó, lo hermoso que era Port Philip el día en que Axel y ella fueron a ver la panadería, la blanca embarcación de excursiones que remontaba el río, con la orquesta tocando valses en cubierta, lo lindo que era el barrio cuando se establecieron allí, y sus sueños de montar un pequeño restaurante, y sus esperanzas para su familia…
Cuando le devolvió al piso, le pidió la foto de su hijo para ponerle un marco y tenerla sobre la mesita de noche, y cuando él se la dio, entró tambaleándose en su cuarto y volvió a salir con una fotografía de ella, amarillenta por los años, pero que había sido tomada cuando tenía diecinueve, y en la que aparecía con un largo vestido blanco, esbelta, seria, hermosa.
—Toma —le dijo—. Quiero que la tengas tú.
Y le observó en silencio, mientras él la introducía cuidadosamente en su cartera, en el mismo sitio en que había llevado el retrato de su hijo.
—¿Sabes una cosa? —le dijo—. Me siento más cerca de ti que de cualquier otra persona en el mundo. Somos de la misma clase. Somos sencillos. No como tus hermanos. Supongo que quiero a Rudy, y debería quererle, pero no le comprendo. Y, a veces, me da miedo. En cambio tú… —se echó a reír—. Un joven tan alto y tan fuerte, que se gana la vida con los puños… Pero me siento a gusto contigo, casi como si tuviéramos la misma edad, casi como si fueses hermano mío. Y hoy… hoy ha sido maravilloso. Soy como una presa salida de entre rejas.
Él la besó y la abrazó, y ella le retuvo un breve instante.
—¿Has visto? —le dijo—. No he fumado un solo cigarrillo desde que llegaste.
Condujo lentamente en la penumbra, pensando en aquella tarde. Se detuvo en una posada, entró, se sentó en el bar vacío y tomó un whisky. Sacó la cartera del bolsillo y contempló la joven que había sido su madre. Se alegraba de haber ido a visitarla. Tal vez su cariño le serviría de poco; pero, después de su larga carrera por el mísero trofeo, había salido triunfador. Solo en el tranquilo bar, gozó de una desacostumbrada apacibilidad. Al menos disfrutaría de una hora de paz. Hoy tenía una persona menos a quien odiar.