Capítulo VI

I

Por la mañana, había orinado sangre, pero no mucha, y no sentía ningún dolor. El reflejo de su cara en el cristal de la ventanilla del tren, al pasar un túnel, era un poco siniestro, debido a la cinta de esparadrapo sobre la ceja; pero, por lo demás, se dijo, parecía un ciudadano como otro cualquiera al dirigirse al Banco. El Hudson tenía un frío color azul bajo el sol de octubre, y al pasar el tren frente a Sing Sing, pensó en los presos que debían de contemplar el río, corriendo libre hacia el mar, y dijo en voz alta:

—¡Pobres bastardos!

Palpó el bulto de la cartera que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Había cobrado los setecientos dólares del corredor de apuestas. Tal vez podría hacer callar a Teresa dándole doscientos, o doscientos cincuenta, si se ponía terca.

Sacó la cartera. Le habían pagado en billetes de a cien. Extrajo uno de ellos y lo estudió. El padre fundador, Benjamín Franklin, pareció mirarle fijamente, con su expresión de madre anciana. El rayo de un billete de Banco, recordó vagamente; de noche, todos los gatos son pardos. Debió de ser un hombre mucho más duro de lo que aparentaba, para que estampasen su imagen en un billete de tanto valor. Dijo: «Caballeros, nos colgarán juntos». ¿O dijo por separado? Al menos, debí terminar la Escuela Superior, pensó Thomas, un poco confuso ante cien dólares de Historia. Este billete es de curso legal para el pago de toda clase de deudas, públicas y privadas, y canjeable por dinero efectivo de la Tesorería de los Estados Unidos y en cualquier Banco de Reserva Federal. Si no era dinero de curso legal, ¿qué diablos era? Seguía la firma caprichosa de un tal Ivy Baker Priest, Tesorero de los Estados Unidos. Se necesitaba llevar un nombre así para armar ese lío de deudas y dinero y seguir tan campante.

Thomas dobló cuidadosamente el billete y se lo metió en un bolsillo. Después, iría a hacer compañía a los otros billetes de a cien que descansaban en la caja de alquiler del Banco.

El hombre que estaba sentado delante de él leía un periódico y pasó a la página de deportes. Thomas pudo observar que leía el relato del combate de la noche anterior. Se preguntó qué diría aquel hombre si le tocaba en un hombro y le decía: «Mister, yo estaba allí. ¿Le gustaría que le contase el combate, visto desde el centro del ring?». En realidad, los reportajes de los periódicos sobre la pelea habían sido bastante buenos, y el News había publicado en la última página una foto de Virgil tratando por última vez de levantarse, mientras él esperaba en el rincón. Un reportero había llegado a decir que aquel combate permitía incluir a Jordache en la lista de los aspirantes al título, y Schultzy le había llamado por teléfono, muy excitado, justo antes de que él saliese de casa, para decirle que un promotor inglés había visto el combate y le ofrecía una actuación en Londres para dentro de seis semanas. «Nos volvemos internacionales —había dicho Schultzy, entusiasmado—. Podemos combatir en todo el continente. Y los noquearás a todos. En Inglaterra no hay un boxeador de tu peso que valga la mitad de Virgil Walters. Y ese tipo ha dicho que nos dará una parte de la bolsa bajo mano, y así no tendremos que declararla al maldito fisco».

Tenía, pues, motivos para sentirse satisfecho, sentado en el tren y viendo alejarse la prisión llena de tipos probablemente más listos que él y posiblemente menos culpables que él en ciertos aspectos. Pero no se sentía a gusto. Teresa le había dado una lata espantosa, porque no le había dicho nada de la apuesta, ni de su encopetada familia, según los llamaba. Estaba enojadísima porque nunca le había hablado de ellos, como si le hubiese ocultado un tesoro o algo por el estilo.

«Tu hermana me miraba como si yo fuese una porquería —le había dicho Teresa—. Y tu elegante hermano abrió la ventanilla, como si oliese a estiércol, y se acurrucó en su rincón del taxi, como temiendo que, si me rozaba un momento, le pegaría unas purgaciones. Creo que, después de pasar diez años sin ver a su hermano, su finura no hubiese debido impedirles tomar una taza de café con él. Y tú, el gran boxeador, sin decir palabra, aceptándolo todo por las buenas».

Esto se lo había dicho en la cama, después de cenar en el restaurante, donde había comido silenciosamente, enfurruñada. Él había querido hacerle el amor, como después de todos sus combates, porque no la tocaba en varias semanas antes de una pelea y esto le ponía en un estado de terrible excitación; pero ella se había cerrado a la banda y no le había permitido acercarse. «¡Qué caray! —pensó—. No me casé con ella por su conversación». Y lo cierto era que, ni en sus mejores momentos, valía nada en la cama. Si le mesaba el cabello y se mostraba fogoso, decía que iba a matarla, y siempre encontraba excusas para dejarlo para mañana o para la semana o el año siguiente, y si accedía al fin, era como si metiese una moneda falsa en una máquina tragaperras. Ella procedía de una familia religiosa, le decía, como si el Arcángel San Miguel, espada en alto, velase por la pureza de todas las jóvenes católicas. Apostaría su próxima bolsa a que su hermana Gretchen, con su pelo liso, su rostro sin maquillar, su traje negro y su remilgado aspecto de mírame y no me toques, era capaz de dar a un hombre, en un segundo, más satisfacción que Teresa en veinte asaltos de diez minutos.

Por esto había dormido mal, con las palabras de su mujer resonando en sus oídos. Y lo peor era que tenía razón. Él era todo un hombre, y había bastado con que sus hermanos entrasen en el vestuario para que se sintiese como le hacían sentirse de pequeño: viscoso, estúpido, inútil, sospechoso.

Gana combates, mira tu fotografía en los periódicos, orina sangre, escucha aclamaciones y siente palmadas en los hombros, y recibe invitaciones para combatir en Londres; basta con que aparezcan dos imbéciles a los que no pensabas volver a ver en la vida y te digan «Hola, qué tal» para que todo cuanto eres se convierta en nada. Bueno, el inútil boxeador le daría hoy una buena sorpresa a su maldito hermano, al mimado de mamá, al mimado de papá, que tocaba su cuerno de oro y abría las ventanillas de los taxis.

Durante un momento de arrebato, pensó en quedarse en el tren, seguir hasta Albany, cambiar y plantarse en Elysium, Ohio, y buscar a la única persona del mundo que le había tocado con amor, que le había hecho sentirse un hombre cuando sólo tenía dieciséis años. Clothilde, la esclava del lecho de su tío. San Sebastián, en la bañera.

Pero, cuando el tren se detuvo en Port Philip, se apeó y se dirigió al Banco, tal como lo había planeado.

II

Procuró ocultar su impaciencia mientras Billy jugaba con su comida. Tal vez por superstición (los niños advierten cosas que parecen imposibles a sus años), no se había vestido para la tarde, sino que conservaba puesta su ropa de trabajo, pantalón y suéter. Comía despacio y sin apetito, dominándose para no reñir al chico, que se dedicaba a empujar trocitos de carne y de lechuga alrededor del plato.

—¿Por qué tengo que ir al Museo de Historia Natural? —preguntó Billy.

—Es un obsequio —dijo ella—, un obsequio especial.

—No para mí. ¿Por qué tengo que ir?

—Irá toda la clase.

—Son unos tontos. Menos Conrad Franklin, son todos unos tontos.

Hacía cinco minutos que Billy tenía el mismo pedazo de carne en la boca. De vez en cuando, lo trasladaba simbólicamente de un carrillo a otro. Gretchen se preguntaba si, en definitiva, tendría que pegarle. El reloj de la cocina pareció de pronto más ruidoso; ella trató de no mirarlo, pero no pudo resistir la tentación. La una menos veinte. Tenía que estar en la parte alta de la ciudad a las dos menos cuarto. Y tenía que llevar a Billy al colegio, volver a casa, para bañarse y vestirse con todo cuidado, y llegar al lugar de la cita sin jadear como si acabase de correr un maratón.

—Termina de comer —dijo Gretchen, sorprendida de que su voz sonase tranquila y maternal, en una tarde en que no sentía en absoluto su maternidad—. Hay jalea de postre.

—No me gusta la jalea.

—¿Desde cuándo?

—Desde hoy. ¿Y por qué tengo que ir a ver un montón de animales disecados? Si quieren que veamos animales, sería mejor que nos los enseñasen vivos.

—El domingo te llevaré al Zoo —dijo Gretchen.

—Le he dicho a Conrad franklin que el domingo iría a su cada —dijo Billy, metiéndose un dedo en la boca, sacando un trozo de carne y dejándolo en el plato.

—Eso no es de buena educación —dijo Gretchen, escuchando el tictac del reloj.

—Está dura.

—Bueno —dijo Gretchen, haciendo ademán de retirarle el plato—. Si has terminado, no se hable más.

Billy agarró el plato.

—No he terminado mi ensalada —dijo.

Y con gran parsimonia, empezó a cortar una hoja de lechuga en formas geométricas con el tenedor.

Está afirmando su personalidad, se dijo Gretchen, para no pegarle. Es bueno para su futuro.

Incapaz de soportar el juego del niño con la lechuga, se levantó y sacó un bote de jalea de la nevera.

—¿Por qué estás tan nerviosa? —preguntó Billy—. No haces más que saltar de un lado al otro.

La maldita intuición de los niños, pensó Gretchen. Es como si emitiésemos ondas de radar. Dejó la jalea sobre la mesa.

—Come el postre —dijo—. Se está haciendo tarde.

Billy cruzó los brazos y se echó atrás.

—Ya te he dicho que no me gusta la jalea.

Estuvo a punto de decirle que, o se comía la jalea, o se quedaría en casa todo el día. Pero tuvo la vaga sospecha de que precisamente era esto lo que Billy quería que dijese. ¿Era posible que, en ese misterioso torbellino de emoción, amor, odio, sensualidad y codicia que gira en el interior de los niños, hubiese presentido él lo que su madre pretendía hacer en la ciudad, y que, a su manera instintiva, estuviese defendiéndose a sí mismo y a su padre, protegiendo la unidad de un hogar del que, con su ingenua arrogancia infantil, se consideraba centro?

—Bueno —dijo Gretchen—, dejemos la jalea. Vámonos.

Billy sabía ganar. Ninguna sonrisa de triunfo iluminó su rostro. En cambio, preguntó:

—¿Por qué tengo que ir a ver un montón de animales muertos y disecados?

Cuando abrió la puerta, estaba sudorosa y jadeante. Prácticamente había corrido casi continuamente después de dejar a Billy en el colegio. Estaba sonando el teléfono; pero dejó que siguiera llamando y se precipitó en el cuarto de baño, donde se despojó de sus ropas. Tomó una ducha caliente y, antes de enjugarse, echó un rápido y escrutador vistazo al cuerpo brillante y mojado que se reflejaba en el espejo. Habría podido engordar o adelgazar, pensó. Afortunadamente, he adelgazado. Pero no demasiado. Mi cuerpo, la engañosa y húmeda morada de mi alma. Se echó a reír y pasó desnuda al dormitorio.

Entonces, recordó la curiosa llamarada de deseo que había sentido la noche anterior, al acostarse. Las imágenes de los boxeadores, blanco y negro, que le habían repugnado en el ring, le habían inspirado aquel súbito deseo, como si los esplendidos y duros cuerpos girasen a su alrededor. El sexo era, para la mujer, una especie de intrusión, una invasión profunda de la intimidad, como un golpe propinado por un hombre a otro hombre. En las primeras horas de la madrugada, cruzadas las fronteras de la agitada noche, los golpes se convertían en caricias, y las caricias, en golpes, mientras ella se revolvía inquieta entre las sábanas. Si Willie hubiese venido a su lecho, le habría recibido ardientemente. Pero Willie dormía, tumbado de espaldas, roncando débilmente de vez en cuando.

Ella se había levantado y tomado una píldora para dormir.

Durante la mañana, lo había borrado todo de su mente, cubriendo la vergüenza de la noche con la máscara inocente de la luz del día.

Sacudió la cabeza y abrió un cajón lleno de panties y de sujetadores. Pensándolo bien, la palabra «panties» parecía hipócritamente discreta, falsamente infantil, para cubrir una zona tan peligrosa. «Bragas» estaba mejor, aunque era un término más vulgar. Así lo decía Boylan.

El teléfono volvió a sonar con insistencia. Pero no le hizo caso y empezó a vestirse. Contempló un momento los trajes colgados en el armario, y después escogió un sencillo y serio vestido azul. Hay que disimular el objetivo. Un cuerpo rosado se apreciaba mejor después de haber estado oculto. Se cepilló los negros cabellos lisos y largos hasta los hombros; su ancha frente, limpia y serena, sin una arruga, disimulaba toda clase de dudas y traiciones.

No encontró ningún taxi, y por esto, se dirigió al «Metro» de la Octava Avenida, recordando que debía tomar el tren de Queens hasta la Calle 43, en el East Side. Perséfone, saliendo de las profundidades de la Tierra en la primavera del amor.

Salió a la Quinta Avenida y caminó bajo el sol del ventoso otoño; su recatada figura vestida de azul marino se reflejaba en los cristales de los escaparates. Se preguntó cuántas de las mujeres que se cruzaban con ella, desfilando un breve trecho por la Avenida, disimularían un propósito igual al suyo.

Llegó a la Calle 55, giró hacia el Este y, al pasar por delante del «St. Regis», recordó a la pareja de novios que había visto allí, una tarde de verano: un velo blanco, un joven teniente. Había unas cuantas calles en la ciudad. No podían evitarse todas. Los ecos de la geografía urbana.

Miró su reloj. Las dos menos veinte. Le quedaban cinco minutos para caminar despacio y llegar tranquila y sin sofoco.

Colin Burke vivía en la Calle 56, entre Madison y Park. Otro eco. En esta calle, se había celebrado antaño una fiesta de la que ella se había escapado. No se podía exigir a un hombre que, al alquilar un apartamento y antes de pagar la primera mensualidad, estuviese enterado de todos los recuerdos de su futura amante.

Penetró en el conocido y blanco portal. Pulsó el timbre. ¿Cuántas veces, cuántas tardes, había tocado aquel timbre? ¿Veinte? ¿Treinta? ¿Sesenta? Algún día haría la cuenta.

Se descorrió el pestillo de la puerta y Gretchen entró y tomó el pequeño ascensor hasta el cuarto piso.

Él estaba ya en la puerta, en pijama y bata, y descalzo. Se dieron un rápido beso. No había prisa.

Había un servicio de café sobre la mesa del amplio y desordenado cuarto de estar, y una taza medio llena entre un montón de originales guardados en carpetas de cuero. Aquel hombre era director teatral y seguía el horario del teatro, acostándose raras veces antes de las cinco de la mañana.

—¿Quieres una taza de café? —preguntó.

—No, gracias —dijo ella—. Acabo de comer.

—¡Oh, la vida ordenada! —dijo él—. Te envidio.

Su ironía tenía un tono amable.

—Mañana —dijo ella—, puedes venir a casa y hacer que Billy se coma una chuleta de cordero. Tendrás motivos para envidiarme.

Burke no conocía a Billy, ni al marido de Gretchen, ni había estado nunca en su casa. Le había conocido en una comida con un director de una revista para la que de vez en cuando escribía artículos. Tenía que redactar un artículo sobre Burke, porque había encomiado una obra dirigida por éste. Durante la comida, Burke no le había gustado; le había parecido presuntuoso, lleno de teorías y excesivamente confiado. No había escrito el artículo; pero, tres meses más tarde, después de algunos esporádicos encuentros, se había acostado con él, por lascivia, por venganza, por hastío, por histerismo, por indiferencia, por accidente… No quería averiguar la verdadera causa.

Él sorbía el café de pie en la estancia, observándola por encima del borde de la taza; sus ojos grises oscuros eran cariñosos bajo las turbulentas cejas negras. Tenía treinta y cinco años y era bajito, más bajo que ella. (¿Estaré condenada a ir toda la vida con hombres bajos?); pero su rostro, sombreado ahora por la barba sin afeitar, tenía una intensidad sutil, una tensa seriedad intelectual, una expresión de aplomo y de fuerza, que hacían olvidar su estatura. En el ejercicio de su profesión, se había acostumbrado a poner orden entre gentes complejas y difíciles, y sus dotes de mando se reflejaban claramente en su semblante. De lenguaje severo y a veces mordaz, incluso cuando hablaba con ella; torturado por los propios fracasos y por los de los demás; insolente en más de una ocasión, desaparecía a veces sin decir palabra y por semanas enteras. Estaba divorciado y tenía fama de mujeriego, y al principio, el año pasado, Gretchen había tenido la impresión de que se servía de ella por la más sencilla y obvia razón; pero ahora, viéndole allí de pie, observando el delgado hombrecillo, descalzo y envuelto en su bata azul marino (feliz coincidencia de colores), tenía la seguridad de que lo amaba, de que era el único hombre a quien quería, de que era capaz de los mayores sacrificios para permanecer a su lado durante toda la vida.

Cuando, la noche anterior, le había dicho a su hermano que quería dormir con un hombre, no con diez, se había referido a Burke. Y, en realidad, desde que había empezado esta aventura, sólo se había acostado con él, salvo las contadas ocasiones en que Willie se había metido en su cama, en nostálgicos momentos de ternura, de inútiles y fugaces reconciliaciones, de hábitos matrimoniales casi olvidados.

Burke le había preguntado si seguía durmiendo con su marido, y ella le había dicho la verdad. Incluso le había confesado que le producía placer. No tenía por qué mentirle; era el único hombre a quien podía decirle siempre lo que pasaba por su cabeza. Él le había dicho que, desde su primer encuentro, no había tocado a otra mujer, y ella estaba segura de que era verdad.

—Hermosa Gretchen —dijo él, separando la taza de sus labios—, magnífica Gretchen, gloriosa G. ¡Oh, quién te viese entrar cada mañana con la bandeja del desayuno!

—¡Vaya! —dijo ella—. Veo que hoy estás de humor.

—En realidad, no —dijo él, dejando la taza. Se acercó a Gretchen y ambos se abrazaron por la cintura—. Me espera una tarde desastrosa. Mi agente me ha llamado hace una hora, y tengo que ir a las oficinas de la «Columbia» a las dos y media. Quieren que vaya a hacer una película al Oeste. Te he llamado un par de veces, pero nadie respondió.

El teléfono estaba sonando al entrar ella en su apartamento y volvió a sonar cuando se vestía. Quiéreme mañana, no hoy: cortesía del amante americano. Pero, mañana, la clase de Billy no visitaría ningún museo, dejándola en libertad hasta las cinco de la tarde. Mañana, tendría que estar en la puerta del colegio a las tres. ¡Terrible horario el de los niños!

—Oí sonar el teléfono —dijo, separándose de él—, pero no contesté. —Encendió un cigarrillo y se quedó pensativa—. Creía que este año tenías que dirigir una comedia —dijo.

—Tira ese cigarrillo —dijo Burke—. Siempre que un mal director quiere expresar una tensión muda entre dos personajes, hace que enciendan un cigarrillo.

Ella rió y aplastó el cigarrillo.

—La comedia no está lista —dijo Burke—, y, tal como van las correcciones, no lo estará en un año. Todo lo demás que me han ofrecido es una porquería. No te entristezcas.

—No estoy triste —dijo ella—. Estoy cabreada y defraudada.

Ahora, fue él quien se echó a reír.

—¡El vocabulario de Gretchen! —dijo—. Siempre sincero. ¿No podrías arreglártelas para esta noche?

—Ni hablar. Tú lo sabes. Sería un alarde de mal gusto. Y yo no soy de ésas. —Y había que contar con Willie. A veces iba dos semanas seguidas a cenar a casa, silbando alegremente—. ¿Es buena la película?

—Puede serlo —dijo él, encogiéndose de hombros y frotándose el negro rastrojo de la barba—. El reclamo de las rameras —añadió—. Puede serlo. Pero te seré franco: necesito dinero.

—El año pasado te llevaste una buena tajada —dijo ella, sabiendo que no debía pincharle, pero haciéndolo a pesar de todo.

—Entre el tío Sam y la pensión de mi ex esposa, mi Banco está a punto de quebrar. —Hizo un guiño—. Lincoln liberó a los esclavos en 1863, pero se olvidó de los hombres casados.

El amor, como casi todo en estos días, estaba en función del Impuesto sobre la Renta. Abrazos, entre impresos fiscales.

—Debería presentarte a Johnny Heath y a mi hermano —dijo ella—. Nadan como peces entre las excepciones.

—Los hombres de negocios —dijo él—. Conocen la fórmula mágica. Cuando mi agente revisa mis cuentas, se lleva las manos a la cabeza y se echa a llorar. Pero es inútil lamentarse por el dinero malgastado. Iremos a Hollywood. En realidad, pensaba hacerlo. Nada impide que un director de teatro también pueda hacer películas. La vieja idea de que el teatro es algo sagrado y de que el cine será siempre apestoso no es más que una chifladura y está tan muerta como David Belasco. Si me preguntas quién es el más grande artista dramático actual, te diré que es Federico Fellini. Y, en mis tiempos, los escenarios no han presentado nada que supere a El ciudadano Kane, que fue puro Hollywood. ¿Quién sabe? Quizá llegaré a ser el Orson Wells de los años cincuenta.

Burke paseaba arriba y abajo mientras hablaba, y Gretchen comprendió que lo decía en serio, al menos, en gran parte, y que estaba ansioso por dar este nuevo paso en su carrera.

—Desde luego, hay muchas zorras en Hollywood. Pero nadie puede decir seriamente que Shubert Alley sea un convento. Es verdad que necesito dinero y que no me repugna ver un dólar, pero no lo busco desaforadamente. Hasta ahora. Y espero que nunca. Hace un mes que estoy en tratos con la «Columbia», y van a darme libertad absoluta: el argumento que prefiera, el guionista que prefiera, ninguna supervisión, todo en mis manos hasta la palabra «Fin», con tal de que me ajuste al presupuesto. Y el presupuesto está muy bien. Si no consigo algo tan bueno como lo que he hecho en Broadway, la culpa sólo será mía. Espero que asistas al estreno y no me regatees los aplausos.

Ella sonrió; pero fue una sonrisa de cumplido.

—No me habías dicho que hubieses ido tan lejos. Más de un mes…

—Soy un tipo reservado —dijo él—. Y no quería decir nada hasta que fuese definitivo.

Ella encendió un cigarrillo, para hacer algo con los dedos y la boca. ¡Al diablo con los trucos de tensión de los directores!

—¿Y yo? ¿Qué haré yo aquí? —dijo ella, a través del humo, sabiendo también que no debía preguntarlo.

—¿Tú? —la miró reflexivamente—. Hay aviones.

—¿En qué dirección?

—En ambas.

—¿Cuánto tiempo crees que duraría?

—Dos semanas. —Golpeó con el dedo un vaso que estaba sobre la mesa, y sonó un débil retintín, como una campanita tocando una hora dudosa—. Para siempre.

—Si marchase al Oeste con Billy —dijo ella con voz serena—, ¿podríamos vivir contigo?

Él se acercó y la besó en la frente, sosteniéndole la cabeza con ambas manos. Ella tuvo que inclinarse un poco para recibir el beso. La barba rascó ligeramente su piel.

—¡Oh, Señor! —dijo él, suavemente, y se echó hacia atrás—. Tengo que afeitarme, ducharme y vestirme —dijo—. De todos modos, llegaré con retraso.

Ella esperó a que se afeitase, se duchase y se vistiese, y, después, le acompañó en un taxi hasta las oficinas de la Quinta Avenida donde él estaba citado. Burke no había respondido a su pregunta, pero le había pedido que le llamase más tarde, para decirle el resultado de su entrevista con la gente de la «Columbia».

Gretchen se apeó del taxi al hacerlo él y pasó las primeras horas de la tarde recorriendo tiendas, para hacer tiempo, y comprando un vestido y un suéter que sabía que devolvería dentro de unos días.

A las cinco, de nuevo en pantalones y abrigo de tweed, estaba a la puerta del colegio de Billy, esperando que los chicos volviesen del Museo de Historia Natural.

III

Al terminar la tarde, se sintió cansado. Había pasado toda la mañana entre abogados y había descubierto que éstos eran las personas más fatigosas del mundo. Al menos, para él. Incluso los que trabajaban para él. La lucha constante por obtener ventajas; el lenguaje ambiguo, resbaladizo, indigesto; la busca de escapatorias, de palancas, de compromisos provechosos; la descarada persecución del dinero; todo esto le parecía aborrecible, aunque saliese beneficiado con ello. Sólo una cosa le había gustado en el trato con los abogados: la confirmación de que había obrado acertadamente al rehusar el ofrecimiento de Boylan de pagarle los estudios de Derecho.

Por la tarde, habían llegado los arquitectos, y también había sido una dura prueba. Trabajaba en los planos del centro, y la habitación de su hotel estaba llena de diseños. Por consejo de Johnny Heath, había escogido una firma de jóvenes arquitectos que había ganado ya algunos premios importantes, pero que aún estaban hambrientos. Eran serios y capaces, esto saltaba a la vista; pero habían trabajado casi exclusivamente en ciudades, y sus ideas giraban alrededor del cristal, el acero y el cemento, mientras que Rudolph, aun sabiendo que lo consideraban irremediablemente vulgar, insistía en las formas y materiales tradicionales. No era exactamente su propio gusto, pero tenía la impresión de que sería el más apreciado por las personas que acudirían al centro. Y, a decir verdad, sería el único que merecería la aprobación de Calderwood. «Quiero que parezca una calle de un pueblo de Nueva Inglaterra —había repetido Rudolph, mientras los arquitectos gruñían—. Tablas pintadas de blanco, y una torre sobre el teatro, de modo que pueda confundirse con una iglesia. Es una zona rural y conservadora. Tendremos que servir a gente conservadora en un ambiente campesino, y ésta se gastará más fácilmente el dinero si se siente como en su casa».

Una y otra vez, los arquitectos habían estado a punto de marcharse; pero él había insistido: «Háganlo esta vez así, muchachos, y la próxima lo harán a su manera. Éste no es más que el primer eslabón de una cadena, y, con el tiempo, nos sentiremos más audaces».

Los planos que habían dibujado para él aún estaban muy lejos de lo que quería, pero, al observar los últimos bocetos que le habían presentado esta tarde, tuvo la seguridad de que acabarían rindiéndose.

Le escocían los ojos, y, al trazar unas notas sobre los planos, pensó que tal vez necesitaba unas gafas. Había una botella de whisky sobre la mesa, y se preparó un vaso, que acabó de llenarlo con agua del grifo del cuarto de baño. Echó unos tragos, mientras extendía sobre la mesa las rígidas hojas de los planos. Se estremeció al ver el dibujo de un enorme rótulo, CALDERWOOD'S que los arquitectos habían plantado en la entrada del centro. De noche, se iluminaria con neón. En sus viejos tiempos, Calderwood había buscado el renombre y la inmortalidad con brillantes rótulos multicolores, y todas las corteses advertencias de Rudolph para que todo fuese de estilo sencillo habían caído en saco roto.

Sonó el teléfono y Rudolph miró su reloj. Tommy le había dicho que iría a verle a las cinco, y casi era esta hora. Cogió el aparato, pero no era Tom. Reconoció la voz de la secretaria de Johnny Heath.

—¿Míster Jordache? Le llama míster Heath.

Esperó, contrariado, a que Johnny se pusiese al teléfono. Resolvió que, en su organización, cuando llamase alguien, fuese quien fuese, tendría que estar al aparato al responder él. ¡Cuántos clientes y parroquianos tendrían diariamente motivos de enfado en América, debido a las esperas impuestas por las secretarias, y cuántos negocios se perderían, y cuántas invitaciones serían rechazadas, y cuántas damas se echarían atrás, a causa de esta breve dilación!

—Hola, Rudy —dijo al fin Johnny Heath; y Rudolph disimuló su irritación—. Tengo la información que me pediste ayer —prosiguió aquél—. ¿Tienes lápiz y papel a mano?

—Sí.

Johnny le dio la dirección de una agencia de detectives.

—Tengo entendido que son de fiar —dijo, sin preguntarle por qué necesitaba un detective privado, aunque algo debía sospechar.

—Gracias, Johnny —dijo Rudolph, después de escribir el nombre y la dirección—. Gracias por tu interés.

—No tiene importancia —dijo Johnny—. ¿Estás libre a la hora de la cena?

—No, lo siento —dijo Rudolph.

En realidad, nada tenía que hacer aquella noche, y, si la secretaria de Johnny no le hubiese hecho esperar, habría dicho que sí.

Después de colgar, aún se sintió más cansado que antes y resolvió dejar para el día siguiente la llamada a la agencia de detectives. Le sorprendía su cansancio. Nunca se había sentido cansado a las cinco de la tarde.

Pero era indudable que ahora lo estaba. ¿La edad? Se echó a reír. Tenía veintisiete años. Se miró al espejo. Ni un cabello gris entre la lisa negrura. No tenía bolsas debajo de los ojos. Ninguna señal de libertinaje o de dolencia oculta en su tez morena. Si había trabajado con exceso, no se traslucía en su cara joven, serena y sin arrugas.

Sin embargo, estaba cansado. Se tumbó vestido en la cama, con la esperanza de dormir unos minutos antes de la llegada de Tom. Pero no pudo hacerlo. Las despectivas palabras de su hermana, la noche anterior, seguían presentes en su mente, como lo habían estado todo el día, incluso cuando luchaba con los abogados y los arquitectos. «¿Disfrutas tú con algo?». No se había defendido, pero habría podido decirle que disfrutaba trabajando, que disfrutaba asistiendo a un concierto, que leía una barbaridad, que iba al teatro, a las veladas de boxeo y a las galerías de arte, que disfrutaba corriendo por la mañana, conduciendo una motocicleta, que disfrutaba, sí, viendo a su madre sentada a la mesa frente a él, su madre, que no tenía ni podía tener amor, pero que estaba viva, gracias a su esfuerzo, y no en la tumba o en una cama de hospital.

Gretchen padecía la enfermedad de la época. Todo se fundaba en el sexo. La persecución del divino orgasmo. Ella lo llamaría amor, sin duda alguna; pero él sólo lo llamaba sexo. A juzgar por su experiencia, la dicha que podía encerrarse en él costaba demasiado cara y echaba a perder todas las otras satisfacciones. Una mujer agarrada a él a las cuatro de la mañana, reclamándole, arrojándole un vaso con odio asesino porque se había hartado de ella al cabo de dos horas, a pesar de esto estaba implícito en el trato. Una chica tonta pinchándole delante de sus amigos, para meterle después mano en plena luz del día. Si era el sexo o incluso algo parecido al amor lo que había unido en principio a sus padres, después se habían abrazado como dos fieras enloquecidas en la jaula de un parque zoológico, destruyéndose mutuamente. Y los matrimonios de la segunda generación. Empezando por Tom. ¿Qué futuro le esperaba, en las garras de aquella gruñona, avara y estúpida muñeca? Y la propia Gretchen, superior y destructora en su invencible sensualidad, odiándose por los lechos en que caía, distanciada de un marido inútil y burlado. ¿Quién caía en la ignominia de los detectives del espionaje, de los abogados, del divorcio? ¿Él o ella?

¡Que se vayan todos al cuerno!, pensó. Después, rió para sus adentros. La palabra era inoportuna.

Sonó el teléfono.

—Su hermano está en el vestíbulo, míster Jordache —dijo el empleado.

—Tenga la bondad de decirle que suba.

Saltó de la cama y alisó la colcha. Por alguna razón, no quería que Tom viese que se había tumbado, con las consiguientes implicaciones de lujo y holganza. Introdujo apresuradamente los dibujos de los arquitectos en un armario. Quería que la habitación estuviese desnuda, sin ninguna clave. No quería aparecer importante, sumido en grandes negocios, en presencia de su hermano.

Llamaron a la puerta y Rudolph la abrió. Al menos llevaba corbata, se dijo, pensando en los empleados y mozos del vestíbulo. Estrechó la mano de Thomas y le dijo:

—Pasa y siéntate. ¿Quieres un trago? Tengo una botella de whisky, pero puedo llamar, si quieres otra cosa.

—Tomaré whisky —dijo Thomas, sentándose muy tieso en un sillón.

Le colgaban ya las nudosas manos y, sobre los enormes hombros, la chaqueta aparecía tirante.

—¿Agua? —dijo Rudolph—. Puedo pedir sifón, si tú…

—Prefiero agua.

Parezco un anfitrión nervioso, pensó Rudolph, mientras entraba en el cuarto de baño y vertía agua del grifo en el vaso de Thomas.

Rudolph levantó su copa.

—¡Salud!

—A la tuya —dijo Thomas.

Y bebió ávidamente.

—Esta mañana he leído algunos comentarios buenos —dijo Rudolph.

—Sí —dijo Thomas—. He leído los periódicos. Bueno, creo que es inútil que perdamos tiempo, Rudy.

Metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó un sobre abultado. Se levantó, se acercó a la cama, abrió el sobre y lo puso boca abajo. Una lluvia de billetes cayó sobre la colcha.

—¿Qué diablos estás haciendo, Tom? —preguntó Rudolph.

Él no manejaba dinero en efectivo —raras veces llevaba más de cincuenta dólares en el bolsillo—, y aquel desparramamiento de billetes sobre una cama de hotel le parecía vagamente inquietante, ilícito como el reparto de un botín en una película de gángsters.

—Son billetes de cien dólares —dijo Thomas, arrugando el sobre vacío y echándolo en el cesto—. Cinco mil dólares en total. Son tuyos.

—No sé de qué me estás hablando —dijo Rudolph—. No me debes nada.

—Yo te privé de tu maldita educación universitaria —dijo Thomas—. Por pagar a esos bandidos de Ohio. Traté de devolverle el dinero a papá, pero había muerto. Ahora, es tuyo.

—Tu trabajo es demasiado duro —dijo Rudolph, recordando la sangre de la noche pasada— para que tires el dinero de este modo.

—Éste no me costó ningún trabajo —dijo Thomas—. Lo gané fácilmente de la misma manera que lo perdió papá: por un chantaje. Hace mucho tiempo. Ha estado en una caja acorazada durante años, esperando. No te preocupes, hermano. No me castigaron por ello.

—Es una actitud estúpida —dijo Rudolph.

—Porque yo soy un estúpido —dijo Thomas—. Y hago estupideces. Tómalo. Así me habré librado de ti. —Se apartó de la cama y apuró su vaso de un trago—. Y ahora, me marcho.

—Espera un minuto. Siéntate. —Rudolph tocó un momento los brazos de su hermano, sintiendo la enorme fuerza que se escondía en ellos—. No lo necesito. Las cosas me van bien. Acabo de cerrar un trato que me convertirá en un hombre rico. Yo…

—Lo celebro mucho, pero esto no hace al caso —dijo Thomas, fríamente y sin sentarse—. Quiero pagar a mi estupenda familia, y con esto queda saldada la deuda.

—No lo tomaré, Tom. Al menos, deposítalo en el Banco para tu hijo.

—Cuidaré de mi hijo a mi manera, no te preocupes por esto —dijo en tono que sonó amenazador.

—No es mío —dijo Rudolph, indefenso—. ¿Qué voy a hacer con él?

—Méate en él. Gástalo en mujeres. Destínalo a tus obras de caridad predilectas —dijo Thomas—. No saldré de esta habitación con el dinero encima.

—Siéntate, por el amor de Dios. —Esta vez, Rudolph tiró con fuerza de su hermano, llevándolo hacia el sillón y arriesgándose a recibir el porrazo que podía caer en cualquier momento—. Tengo que hablar contigo.

Volvió a llenar el vaso de Thomas y el suyo propio, y se sentó frente a su hermano, en una silla. La ventana estaba entreabierta y el viento de la ciudad entraba en pequeñas ráfagas. Los billetes revoloteaban sobre la cama, como temblorosos y complicados animalitos. Tanto Thomas como Rudolph se habían sentado lo más lejos posible de la cama, como si el primero que tocase inadvertidamente un billete tuviese que llevárselos todos.

—Escucha, Tom —empezó a decir Rudolph—, ya no somos aquellos niños que dormían en la misma cama, que se irritaban mutuamente y que compartían entre sí, consciente o inconscientemente. Somos dos hombres y somos hermanos.

—¿Y dónde estuvisteis estos diez años, Hermano, tú y la Princesa Gretchen? —dijo Thomas—. ¿Me enviasteis una sola postal?

—Perdóname —dijo Rudolph—. Y, si hablas con Gretchen, también ella te pedirá que la perdones.

—Si la veo primero —dijo Thomas—, no tendrá tiempo de acercarse para decirme «hola».

—La noche pasada, viéndote combatir, comprendimos muchas cosas —insistió Rudolph—. Somos de la familia, nos debemos algo los unos a los otros…

—Yo debía cinco mil pavos a la familia. Allí están, sobre la cama. Nadie debe nada a nadie.

Thomas mantenía la cabeza gacha, con el mentón casi hundido en el pecho.

—Digas lo que digas, pienses lo que pienses sobre mi comportamiento durante estos años —dijo Rudolph—, quiero ayudarte.

—No necesito ayuda —dijo Thomas, bebiendo casi todo su whisky.

—Sí la necesitas. Escucha, Tom —dijo Rudolph—, yo no soy técnico en estas lides, pero he visto bastantes combates y sé lo que puede esperarse de un boxeador. Saldrás malparado. Gravemente. Eres un boxeador de club. Una cosa es ser campeón del barrio, y otra enfrentarse con hombres entrenados, bien dotados y ambiciosos. Y tus rivales cada vez serán mejores, porque todavía estás subiendo, y acabaran haciéndote pedazos. Aparte de las lesiones, hematomas, heridas, los riñones…

—Sólo oigo la mitad por un oído —dijo Thomas, con sorprendente sinceridad. La charla profesional le había hecho salir de su concha—. Desde hace más de un año. Pero ¡qué diablos!, no soy músico.

—Aparte de las lesiones, Tom —prosiguió Rudolph—, llegará un día en que perderás más que ganarás, o bien te agotarás súbitamente y cualquier muchacho te tumbará en la lona. Lo has visto docenas de veces. Y éste será el final. No conseguirás un solo combate. ¿Y cuánto dinero habrás ahorrado? ¿Cómo te ganarás la vida, si has de volver a empezar desde el principio, a los treinta o treinta y cinco años?

—No me incordies, hijo de perra —dijo Thomas.

—Sólo quiero mostrarme práctico —dijo Rudolph, levantándose y llenando de nuevo el vaso de Thomas, para retenerle en la habitación.

—El viejo Rudy de siempre —dijo Thomas, en tono burlón—. Siempre con una frase consoladora y práctica para su hermano menor.

Pero aceptó la bebida.

—Hoy —dijo Rudolph—, estoy al frente de una importante organización. Habrá muchas plazas por ocupar. Puede encontrarse un empleo, un empleo permanente…

—¿Cuál? ¿Conducir un camión, a cincuenta pavos a la semana?

—Mejor que esto —dijo Rudolph—. Tú no eres tonto. Podrías servir como director de una sección o de un departamento —añadió, preguntándose si no estaría mintiendo—. Lo único que se necesita es un poco de sentido común y deseos de aprender.

—No tengo sentido común, ni quiero aprender nada —dijo Thomas—. ¿No lo sabías? —se levantó—. Y ahora, tengo que marcharme. Mi familia me espera.

Rudolph se encogió de hombros y miró los billetes que revoloteaban sobre la colcha. Se levantó también.

—Como tú quieras —dijo—. De momento.

—No hay momento que valga —dijo Thomas, dirigiéndose a la puerta.

—Iré a visitarte y a conocer a tu hijo —dijo Rudolph—. ¿Te parece bien esta noche? Os llevaré a cenar, a ti y a tu esposa. ¿Qué me dices?

—¡Digo que un cuerno! —abrió la puerta y se quedó plantado—. Ven a verme boxear alguna vez. Y lleva a Gretchen contigo. No me vendrán mal los partidarios. Pero no te molestes en volver al vestuario.

—Piensa en lo que te he dicho. Ya sabes dónde puedes encontrarme —dijo Rudolph, con voz cansada. No estaba acostumbrado a los fracasos, y le producían fatiga—. De todos modos, podrías venir a Whitby y saludar a tu madre. Siempre pregunta por ti.

—¿Qué pregunta? ¿Si me han colgado ya? —dijo Thomas, aviesamente.

—Dice que quiere verte al menos una vez, antes de morir.

—Música, maestro —dijo Thomas.

Rudolph escribió la dirección y el número de teléfono de Whitby.

—Aquí es donde vivimos, por si cambias de idea.

Thomas vaciló. Después, cogió la hoja de papel y se la metió descuidadamente en el bolsillo.

—Te veré dentro de diez años, hermano —dijo—. Quizá.

Salió dando un portazo. La habitación pareció mucho más grande sin su presencia.

Rudolph se quedó mirando la puerta fijamente. ¿Cuánto tiempo podía durar el odio? En una familia, siempre, pensó. Tragedias en la Casa Jordache, hoy supermercado. Se acercó a la cama, recogió los billetes, los guardó cuidadosamente en un sobre, y lo cerró. Era demasiado tarde para ingresar el dinero en el Banco. Haría que esta noche lo guardasen en la caja fuerte del hotel.

Una cosa era cierta. No lo emplearía en beneficio propio. Mañana lo invertiría en acciones «D.C.», a nombre de su hermano. Estaba seguro de que llegaría un día en que le sería de utilidad a Thomas. Y, entonces, serían mucho más de cinco mil dólares. Con dinero no se compra el perdón, pero, en definitiva, puede servir para cicatrizar viejas heridas.

Estaba molido hasta los huesos, pero no había que pensar en dormir. Sacó los dibujos de los arquitectos, imágenes grandiosas, sueños de papel, esperanzas de años, imperfectamente realizadas. Observó fijamente las rayas de lápiz que, dentro de seis meses, se convertirían en el nombre de Calderwood, escrito con letras de neón sobre el cielo nocturno del Norte. Hizo una mueca resignada.

Sonó el teléfono. Era Willie, eufórico pero sereno.

—Príncipe Mercader —dijo—, ¿quieres venir a cenar conmigo y con la vieja? Iremos a una tasca de barrio.

—Lo siento, Willie —dijo Rudolph—. Esta noche estoy ocupado. Tengo una cita.

—Diviértete a mi salud, Príncipe —dijo Willie, muy campechano—. Hasta pronto.

Rudolph colgó despacio. No vería pronto a Willie; al menos, para cenar.

Mira a tu espalda, Willie, cuando cruces una puerta.