1955
—¿Por qué has venido a esperarme? —se quejó Billy, mientras se dirigían a casa—. Como si fuese un niño pequeño.
—Pronto podrás ir solo —dijo ella, asiéndole automáticamente de la mano para cruzar la calle.
—¿Cuándo?
—Muy pronto.
—¿Cuándo?
—Cuando tengas diez años.
—¡Puñeta!
—Sabes que no debes decir esas cosas.
—Papá las dice.
—Pero tú no eres papá.
—Tú también las dices, a veces.
—Tampoco eres yo. Y, además, no debería decirlas.
—Entonces, ¿por qué las dices?
—Porque me enfado.
—Pues yo estoy enfadado ahora. Las madres de los otros chicos no van a esperarles a la salida, como si fuesen niños pequeños, y ellos se marchan solos a casa.
Gretchen sabía que esto era verdad, que era una madre demasiado aprensiva, y que ella o Billy, o ambos, tendrían que lamentarlo un día; pero no podía soportar la idea de que su hijo anduviese solo entre le peligroso tránsito de Greenwich Village. Varias veces había sugerido a Willie la conveniencia de trasladarse a las afueras, por el bien de su hijo; pero Willie ponía siempre el veto a la propuesta.
—No soy del tipo Scaredale —decía.
Ella no sabía lo que significaba el tipo Scaredale. Conocía a mucha gente que vivía en Scaredale o en sitios semejantes, y le parecían iguales a los que moraban en otras partes; borrachos, mujeriegos, devotos, políticos, patriotas, eruditos, suicidas, etcétera, etcétera.
—¿Cuándo? —volvió a preguntar Billy, tercamente, soltándose de su mano.
—Cuando tengas diez años —repitió ella.
—Aún falta un año entero —gimió él.
—Te sorprenderá lo deprisa que pasa —dijo ella—. Y, ahora, abróchate el abrigo, si no quieres enfriarte.
Billy había estado jugando al baloncesto en el patio del colegio y aún estaba sudoroso. El aire del atardecer de octubre era cortante y soplaban ráfagas de viento desde el Hudson.
Todo un año —dijo Billy—. Es inhumano.
Ella se echó a reír y se inclinó para besarle en la coronilla; pero Billy se apartó.
—No me beses en público —dijo.
Un perrazo se acercó trotando, y Gretchen tuvo que dominarse para no decirle a Billy que no lo tocase.
—Bonito, bonito —dijo Billy, acariciando la cabeza del perro y tirándole de las orejas, pues se sentía a sus anchas en el reino animal.
Se imagina que ningún ser viviente es capaz de hacerle daño, pensó Gretchen. A excepción de su madre.
El perro meneó el rabo y se alejó.
Ahora, estaban ya en su calle, sanos y salvos. Gretchen dejó que Billy se quedase atrás, saltando sobre las grietas del pavimento. Al acercarse al portal de la casa en que vivía, vio a Rudolph y a Johnny Heath esperando frente al edificio, apoyados en la fuente. Ambos llevaban una bolsa de papel, que contenía una botella. Ella sólo se había envuelto la cabeza con un pañuelo y se había puesto un abrigo, sin preocuparse de cambiarse los pantalones que llevaba de andar por casa. Se sintió desaliñada al acercarse a Rudolph y a Johnny, que vestían como serios hombres de negocios e incluso llevaban sombrero.
Ahora, veía con frecuencia a Rudolph en Nueva York. Durante los últimos seis meses, su hermano había bajado a la ciudad dos o tres veces por semana, ataviado como un joven hombre de negocios. Traía entre manos cierto asunto con Calderwood y la agencia de Heath, aunque, al preguntarle a Rudolph sobre ello y tratar él de explicárselo, no había comprendido los detalles. Tenía algo que ver con la constitución de una sociedad denominada «Empresas D.C.», por las iniciales de Duncan Calderwood. En definitiva, parecía que Rudolph iba a hacerse rico y a salir de los «Almacenes», e incluso de Whitby, al menos, durante la mitad del año. Él le había pedido que le buscase un apartamento pequeño y amueblado.
Tanto Rudolph como Johnny parecían un tanto eufóricos, como si hubiesen estado bebiendo. Observó, por el papel dorado que sobresalía del borde de las bolsas, que las botellas que traían era champaña.
—Hola, chicos —les dijo—. ¿Por qué no me avisasteis que vendríais?
—Porque no sabíamos que íbamos a venir —dijo Rudolph—. Es una celebración improvisada.
La besó en la mejilla. No había bebido.
—Hola, Billy —le dijo al pequeño.
—Hola —dijo Billy con indiferencia.
Las relaciones entre tío y sobrino eran superficiales. Billy llamaba Rudy a su tío. A veces, Gretchen trataba de que su hijo se mostrase más cortés y le llamase tío Rudolph; pero Willie apoyaba a su hijo, diciendo: «Esto son fórmulas anticuadas, anticuadas. No quieras que tu hijo sea un hipócrita».
—Subid —dijo Gretchen—, y abriremos esas botellas.
El cuarto de estar se hallaba revuelto. Ahora, ella trabajaba allí, pues había cedido a Billy toda la habitación de arriba, y había borradores y fragmentos de un par de artículos que había prometido para el día primero del próximo mes. Libros, notas y hojas de papel se hallaban desparramados sobre las mesas y el escritorio. Ni siquiera el sofá se había librado. Gretchen no era una trabajadora metódica, y sus ocasionales intentos de orden naufragaban en un caos aún mayor. Fumaba continuamente, mientras trabajaba, y en todas partes se veían ceniceros llenos de colillas. Incluso Willie, que no era la pulcritud en persona, se quejaba de vez en cuando. «Esto no es un hogar —decía—, sino la sala de redacción de un periodicucho de la maldita ciudad».
Advirtió la rápida mirada de censura de Rudolph. ¿Acaso la comparaba con la melindrosa muchachita que había sido a los diecinueve años? Sintió una viva oleada de irritación contra su impecable y bien planchado hermano. Cuido de mi hijo, me gano la vida; no lo olvides, hermano.
—Billy —dijo, después de colgar el abrigo y su pañuelo con gran cuidado, para compensar la impresión de desorden de la estancia—, sube a hacer los deberes.
—Yo… —se resistió Billy, más por protestar que por verdaderos deseos de quedarse con los mayores.
—Deprisa, Billy.
Éste se marchó muy satisfecho, simulando una gran contrariedad.
Gretchen sacó tres vasos.
—¿Qué hay que celebrar? —preguntó a Rudolph, que estaba descorchando la botella de champaña.
—Lo hemos conseguido —dijo Rudolph—. Hoy se han firmado las escrituras. Podremos beber champaña por la mañana, por la tarde y por la noche, durante el resto de nuestra vida.
Hizo saltar el tapón, dejando que la espuma se derramase sobre su mano antes de llenar las copas.
—Es estupendo —dijo Gretchen, mecánicamente.
Le resultaba difícil comprender la pasión exclusiva de Rudolph por los negocios.
Chocaron las copas.
—Por las «Empresas D.C.» y por el presidente de su Consejo de Administración —dijo Johnny—. Por el hombre de negocios más joven de la ciudad.
Los dos hombres se echaron a reír, tensos aún los nervios. Gretchen tuvo la impresión de que eran supervivientes de un accidente, que se felicitaban, casi histéricamente, por haber salido indemnes. ¿Qué pasa en esas oficinas del barrio comercial?, se preguntó.
Rudolph no podía estarse quieto. Iba de un lado a otro, sin soltar la copa, abriendo libros, observando la confusión del escritorio, hojeando las páginas de un periódico. Parecía agotado y nervioso, le brillaban los ojos y tenía hundidas las mejillas.
En cambio, Johnny tenía un aspecto rechoncho, suave, fino, desprovisto de aristas, y ahora, con la copa en la mano, distinguido y casi soñoliento. Estaba más familiarizado que Rudolph con el dinero y la manera de emplearlo, y más preparado para los súbitos golpes de la suerte y de la desgracia.
Rudolph conectó la radio, y vibraron las notas centrales del primer movimiento del Concierto del Emperador. Rudolph hizo un guiño.
—Están tocando nuestra canción —le dijo a Johnny—. Música para millonarios.
—Apágala —ordenó Gretchen—. Me hacéis sentir como una pobre de solemnidad.
—Si Willie tiene un poco de sentido común —dijo Johnny—, mendigará, pedirá prestado o robará un poco de dinero, para comprar acciones de las «Empresas D.C». Lo digo en serio. Pueden subir a alturas insospechadas.
—Willie —dijo Gretchen— es demasiado orgulloso para mendigar, demasiado conocido para pedir prestado y demasiado cobarde para robar.
—Estás hablando de un amigo mío —dijo Johnny, simulando disgusto.
—También fue amigo mío, hace tiempo —observó Gretchen.
—Bebamos un poco más de champaña —dijo Johnny, llenando su copa.
Rudolph cogió una hoja de papel del escritorio.
—La era de los enanos —leyó—. ¿Qué significa este título?
—En principio, tenía que ser un artículo sobre los nuevos programas de televisión de la temporada —dijo Gretchen—, pero, sin darme cuenta, me extendí a otras cuestiones. Las comedias del año pasado, las comedias de este año, un puñado de novelas, el gabinete de Eisenhower, la arquitectura, la moral pública, la educación… Me horroriza la forma en que se educa a Billy, y tal vez fue esto lo que hizo que me disparase.
Rudolph leyó el primer párrafo.
—Eres bastante ruda —dijo.
—Me pagan por ser un crítico vulgar —dijo Gretchen—. Éste es mi oficio.
—¿De verdad es tan negro el panorama? —preguntó Rudolph.
—Sí —respondió Gretchen, alargando su copa a Johnny.
Sonó el teléfono.
—Probablemente es Willie, para decir que no le espere a cenar —dijo Gretchen, levantándose y dirigiéndose al teléfono de encima de su escritorio—. Diga —respondió, en tono prematuramente irritado. Escuchó, sorprendida—. Un momento, por favor —dijo, pasando el aparato a Rudolph—. Es para ti.
—¿Para mí? —Rudolph encogió los hombros—. Nadie sabe que estoy aquí.
—Ese hombre pregunta por míster Jordache.
—¿Sí? —dijo Rudolph, al teléfono.
—¿Jordache? —dijo una voz apagada, confidencial.
—Yo mismo.
—Soy Al. He apostado quinientos por ti esta noche. Una buena ocasión. Cinco a siete.
—Espere un momento —dijo Rudolph; pero se cortó la comunicación. Rudolph se quedó mirando al aparato—. ¡Qué cosa más extraña! —dijo—. Era un hombre llamado Al. Dijo que había apostado quinientos dólares por mi cuenta, a cinco a siete. ¿Acaso juegas en secreto, Gretchen?
—No conozco a ningún Al —dijo ella—. No tengo quinientos dólares, y, además, preguntó por míster Jordache, no por Miss Jordache.
Firmaba sus escritos con su apellido de soltera y figuraba como G. Jordache en la guía telefónica de Manhattan.
—Esto es lo más raro que podía ocurrirme —dijo Rudolph—. ¿Le he dado este número a alguien? —preguntó a Johnny.
—Que yo sepa no —respondió éste.
—Se habrán equivocado —dijo Gretchen.
—No parece lógico —replicó Rudolph—. ¿Cuántos Jordache pueden haber en Nueva York? ¿Has conocido alguna vez a otros?
Gretchen meneó la cabeza.
—¿Dónde está la guía de Manhattan?
Gretchen la señaló y Rudolph la abrió y buscó la J.
—T. Jordache —leyó—. Calle 93 Oeste. —Cerró despacio el libro y lo dejó sobre la mesa—. T. Jordache —le dijo a Gretchen—. ¿Lo crees posible?
—¡Ojalá no lo creyese! —dijo Gretchen.
—¿De qué se trata? —preguntó Johnny.
—Tenemos un hermano que se llama Thomas —respondió Rudolph.
—El pequeño de la familia —dijo Gretchen—. ¡Y qué pequeño!
—No le hemos visto ni sabido de él desde hace diez años —explicó Rudolph.
—Los Jordache formamos una familia extraordinariamente unida —dijo Gretchen.
Después del trabajo del día, el champaña empezaba a surtir efecto, y Gretchen se dejó caer en el diván. Recordó que aún o había comido.
—¿Qué hace? —dijo Johnny—. Me refiero a vuestro hermano.
—No tengo la menor idea —respondió Rudolph.
—Si continúa como en sus primeros tiempos —dijo Gretchen—, estará huyendo de la Policía.
—Voy a averiguarlo.
Rudolph abrió de nuevo la guía telefónica y buscó el número de T. Jordache, en la Calle 93 Oeste. Marcó. Se puso al aparato una mujer joven, a juzgar por el sonido de su voz.
—Buenas tardes, señora —dijo Rudolph, en tono ceremonioso e impersonal—. ¿Puedo hablar con míster Thomas Jordache?
—No, no puede —dijo la mujer. Tenía la voz aguda de soprano—. ¿Quién le llama? —preguntó, en tono receloso.
—Un amigo suyo —dijo Rudolph—. ¿Está en casa míster Jordache?
—Está durmiendo —dijo la mujer, irritada—. Disputa un combate esta noche. No tiene tiempo para hablar con nadie.
Y colgó bruscamente el aparato.
Rudolph había sostenido el auricular apartado de su oreja, y como la mujer hablaba a voces, Gretchen y Johnny no se habían perdido palabra de la conversación.
—Un combate para esta noche, como en los viejos tiempos —dijo Gretchen—. Algo muy propio de Tommy.
Rudolph cogió el ejemplar del Times de Nueva York que estaba sobre una silla, junto a la mesa, y buscó la sección de deportes.
—Aquí está —dijo—. El combate principal. Tommy Jordache contra Virgil Walters. Pesos medios, diez asaltos. En los Sunnyside Gardens.
—Parece algo bucólico —dijo Gretchen.
—Iré —dijo Rudolph.
—¿Por qué? —preguntó Gretchen.
—A fin de cuentas, es mi hermano.
—He pasado diez años sin verle —dijo Gretchen—. Igual puedo pasar veinte.
—¿Johnny? —dijo Rudolph, volviéndose a Heath.
—Lo siento —dijo Johnny—. Estoy invitado a cenar. Ya me dirás el resultado.
Volvió a sonar el teléfono. Rudolph lo cogió, ansiosamente. Pero no era más que Willie.
—Hola, Rudy —dijo Willie. Se oían los ruidos propios de un bar—. No, no tengo que hablar con ella. Dile que lo siento, pero tengo una cena de negocios y llegaré tarde a casa. Dile también que no me espere levantada.
Gretchen sonrió, tumbada en el diván.
—No hace falta que me repitas lo que te ha dicho.
—Que no vendrá a cenar.
—Y que no le espere levantada.
—Algo así.
—Johnny —dijo Gretchen—, ¿no crees que ha llegado el momento de abrir la segunda botella?
Cuando terminaron de bebérsela, Gretchen había llamado a una cuidadora de niños y Rudolph se había enterado del emplazamiento de los Sunnyside Gardens. Ella se dirigió al cuarto de baño, tomó una ducha, se peinó y se puso un vestido de lana oscuro, preguntándose si estaría comme il faut para asistir a un combate de boxeo. Había adelgazado y el vestido le estaba un poco ancho; pero captó las miradas de aprobación de los dos hombres y se sintió halagada por ellas. No debo sumirme en la melancolía, pensó. Jamás.
Cuando llegó la cuidadora, Gretchen le dio instrucciones y salió del departamento con Rudolph y Johnny. Se dirigieron a un bar cercano, y Johnny tomó una copa, mientras los dos hermanos comían en la barra.
—Gracias por la bebida —dijo.
Y se disponía a marcharse cuando le dijo Rudolph:
—Sólo tengo cinco dólares. —Se echó a reír—. Johnny, ¿quieres ser mi banquero esta noche?
Johnny sacó la cartera y extrajo de ella cinco billetes de diez dólares.
—¿Es bastante? —dijo.
—Gracias —dijo Rudolph, metiéndose los billetes en el bolsillo y riendo de nuevo.
—¿Qué es eso tan gracioso? —preguntó Gretchen.
—Que nunca creí que llegase el día en que no supiese exactamente el dinero que llevaba en el bolsillo —respondió Rudolph.
—Has adquirido los hábitos saludables y liberadores de los ricos —dijo Johnny seriamente—. Te felicito. Nos veremos mañana en la oficina, Rudy. Y espero que tu hermano salga vencedor.
—Yo espero que le aplasten la cabeza —dijo Gretchen.
Se estaba celebrando un combate preliminar, y el acomodador los condujo a sus asientos de la tercera fila de ring. Gretchen observó que había pocas mujeres y que ninguna de ellas llevaba un vestido negro de lana. Jamás había presenciado un combate de boxeo, y, cuando los daban por televisión, apagaba el aparato. La idea de unos hombres pegándose por dinero le parecía brutal, y los rostros de los que ahora la rodeaban eran los que correspondían a un pasatiempo de esta clase. Estaba segura de que nunca había visto tantas caras feas juntas en un lugar.
Los hombres del ring no parecían hacerse mucho daño, y ella observó con pasivo disgusto cómo se agarraban, se debatían y esquivaban los golpes. La multitud, envuelta en una niebla de humo de tabaco, se mostraba apática, y sólo de vez en cuando, al sonar el sordo ruido de un fuerte puñetazo, surgía del circo una especie de gruñido bestial, agudo y breve.
Sabía que Rudolph iba algunas veces al boxeo, y le había oído discutir animadamente con Willie sobre ciertos boxeadores destacados, como Ray Robinson. Miró disimuladamente a su hermano, que parecía interesado en el espectáculo que se desarrollaba en el ring. Y, ahora, ante un combate de verdad, con el olor a sudor que se respiraba y con aquellas manchas rojas que aparecían en la piel de los boxeadores al recibir los golpes, todo el carácter de Rudolph, su aire sutil de educada superioridad, su delicada falta de agresividad, le parecieron de pronto sospechosos. Ahora, se confundía con los brutos del ring y con los brutos que le rodeaban.
En el siguiente combate, uno de los boxeadores sufrió una herida en una ceja y la sangre salpicó a los dos combatientes. El rugido de la multitud al ver la sangre la llenó de asco, y se preguntó si podría permanecer sentada allí y ver que su hermano pasaba entre las cuerdas para ser protagonista de semejante carnicería.
Cuando llegó el momento del combate estelar, estaba pálida y mareada. A través de un velo de humo y de lágrimas, vio que un hombrón envuelto en un rojo albornoz pasaba ágilmente entre las cuerdas, y reconoció a Thomas.
Cuando los cuidadores de Thomas le quitaron el albornoz y lo arrojaron sobre los hombros para calzar los guantes a sus manos vendadas, lo primero que advirtió Rudolph, con una punzada de envidia, fue que Thomas casi no tenía vello en el cuerpo. Él, en cambio, se estaba volviendo muy velludo y tenía el pecho y los hombros llenos de tupidos mechones de pelo negro y grueso. También sus piernas estaban cubiertas de vello negro, lo que en nada se avenía con la imagen que se había forjado de sí mismo. Cuando iba a nadar, en verano, su vello le irritaba, y tenía la impresión de que la gente se burlaba de él. Por esta razón, raras veces tomaba baños de sol, y se ponía una camisa en cuanto salía del agua.
A excepción de su cuerpo musculoso, poderoso, superentrenado, Thomas parecía el mismo de siempre. No había cicatrices en su cara, y seguía teniendo su expresión infantil y simpática. Thomas no dejó de sonreír durante los preliminares del primer asalto; pero Rudolph advirtió que se lamía nerviosamente las comisuras de los labios. Un músculo de la pierna se contraía en un tic, bajo el purpúreo calzón de seda, mientras el árbitro daba las últimas instrucciones a los pugilistas en el centro del ring. Salvo en el momento de su presentación. (En ese rincón, Tommy Jordache, ciento cincuenta y nueve libras y media), en que había levantado un brazo y echado una rápida mirada a la multitud, Thomas había mantenido los ojos bajos. Si había visto a Rudolph y a Gretchen, no dio la menor señal de ello.
Su rival era un negrazo bastante más alto que Tommy y de brazos mucho más largos, que saltaba amenazadoramente en su rincón y asentía con la cabeza a los consejos que su cuidador le susurraba al oído.
Gretchen observaba, con una rígida y dolorosa mueca pintada en el semblante, y a través de la nube de humo, la vigorosa y destructora figura desnuda de su hermano. No le gustaba el cuerpo masculino lampiño —Willie poseía una buena capa de vello rojizo—, y los abultados músculos del profesional le producían una repugnancia primitiva. Retoños del mismo tronco. Esta idea le pareció desoladora. Detrás de la sonrisa infantil de Thomas, descubrió la taimada ruindad, el deseo de dañar, el placer de causar dolor que tanto le enfurecía cuando vivían en la misma casa. La idea de que era su propia carne la que se exhibía bajo los potentes focos, en esta espantosa ceremonia, le resultaba casi insoportable. Debí suponerlo, pensó; tenía que terminar así. Pegándose para ganarse la vida.
Los dos boxeadores eran tal para cual; igualmente rápidos; el negro, menos agresivo, pero mejor pertrechado para la defensa, debido a sus largos brazos. Thomas atacaba sin cesar, recibiendo dos golpes por cada uno que propinaba, aporreando el cuerpo del negro, haciendo retroceder a éste y castigándole terriblemente de vez en cuando, cuando conseguía acorralarlo en un rincón contra las cuerdas.
—¡Mata a ese negro! —gritaba una voz en el fondo del local, cada vez que Thomas soltaba una ráfaga de golpes.
Gretchen se estremecía, avergonzada de encontrarse allí, avergonzada de los hombres y mujeres que la rodeaban. ¡Oh! Arnold Simms, con su cojera y su albornoz castaño, diciéndole «Tiene usted unos lindos pies, Miss Jordache», y soñando en Cornualles. ¡Oh! Arnold Simms, perdóname lo de esta noche.
El combate duró ocho asaltos de los diez. Thomas sangraba de la nariz y de un corte en la ceja; pero nunca retrocedía, y atacaba continuamente, con una especie de energía feroz, atolondrada, mecánica, agotando paulatinamente a su rival. En el octavo asalto, el negro apenas si podía levantar los brazos y Thomas lo tumbó en la lona de un largo y potente derechazo que le alcanzó en mitad de la frente. El negro se levantó a la cuenta de ocho, tambaleándose, casi incapaz de cubrirse, y Thomas, con el rostro ensangrentado, pero sonriente, le persiguió implacable, propinándole, según le pareció a Gretchen, cincuenta golpes en unos cuantos segundos. El negro cayó de bruces, mientras la multitud lanzaba un alarido ensordecedor. El negro trató de levantarse, apoyó una rodilla en el suelo. Thomas, en un rincón neutral, permanecía encorvado, alerta, feroz, incansable. Parecía desear que su rival se levantase, para continuar la lucha, y Gretchen creyó sorprender un matiz de desilusión en su maltrecho rostro, cuando el negro se derrumbó definitivamente sobre la lona hasta el final de la cuenta.
Sintió ganas de vomitar, pero sólo emitió un eructo seco; se tapó la boca con el pañuelo y se sorprendió al percibir su perfume entre los rancios olores del local. Permaneció acurrucada en su asiento, mirando al suelo, incapaz de ver más cosas, temerosa de desmayarse y de revelar con esto a todo el mundo su fatal relación con la bestia del ring.
Rudolph había presenciado todo el combate en el silencio más absoluto, contraídos ligeramente los labios en un gesto que censuraba la torpe carnicería, sin gracia y sin estilo de la lucha.
Los púgiles bajaron del ring. El negro, envuelto en su albornoz y en varias toallas, pasó entre las cuerdas ayudado por sus cuidadores, mientras Thomas, sonriendo y agitando triunfalmente los brazos recibía los aplausos de la multitud. Salto del ring por el lado más alejado, de modo que no pudo ver a sus hermanos al dirigirse al vestuario.
El público empezó a desfilar; pero Gretchen y Rudolph permanecieron sentados, sin pronunciar palabra, temerosos de establecer comunicación después de lo que acababan de presenciar. Por último, Gretchen dijo, con voz ronca y sin levantar los ojos:
—Salgamos de aquí.
—Tenemos que ir —dijo Rudolph.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Gretchen, mirando sorprendida a su hermano.
—Hemos venido —dijo Rudolph—. Hemos presenciado el combate. Tenemos que verle a él.
—Nada tiene que ver con nosotros —dijo Gretchen, sabiendo que no era cierto.
—Vamos.
Rudolph se levantó y la asió del codo para ayudarla a ponerse en pie. Rudolph, el frío, perfecto y gentil caballero de Sunnyside Gardens, no se espantaba de nada.
—No quiero, no quiero… —farfulló Gretchen, sabiendo que Rudolph la llevaría inexorablemente a enfrentarse con Thomas, sanguinario, victorioso, brutal, rencoroso.
Había algunos hombres ante la puerta del vestuario, pero nadie detuvo a Rudolph al abrirla. Gretchen retrocedió.
—Será mejor que espere aquí —dijo—. Tal vez no esté vestido.
Rudolph hizo caso omiso de sus palabras, y sin soltarle la muñeca, tiró de ella y la hizo entrar en el cuarto. Thomas estaba sentado sobre una mesa de masaje manchada, con una toalla atada a la cintura, mientras un médico le cosía el corte de la ceja.
—No es nada —decía el doctor—. Un punto más, y habremos terminado.
Thomas tenía los ojos cerrados, para facilitar el trabajo del médico. Mostraba una mancha anaranjada de antiséptico sobre la ceja, que le daba un desequilibrado aspecto de payaso. Sin duda, había tomado ya una ducha, pues los cabellos oscurecidos por el agua se pegaban a su cráneo. Recordaba esos grabados antiguos de púgiles que luchaban a puño limpio. Alrededor de la mesa, había varios hombres que habían estado junto al rincón de Thomas durante el combate. Una mujer rolliza y de ajustado vestido lanzaba tenues suspiros cada vez que el médico pinchaba la carne con su aguja. Tenía negrísimo el cabello y llevaba medias negras de nylon sobre unas piernas de perfección nada común. Sus cejas, reducidas a una fina raya de lápiz en la frente, le daban un aspecto de muñeca sorprendida. La habitación olía a sudor rancio, a linimento, a humo de tabaco y a orines, pues estaba abierta la puerta del retrete contiguo al vestuario. Sobre el suelo resbaladizo, se veía una toalla manchada de sangre, junto al calzón purpúreo, los suspensorios, los calcetines y los zapatos que había llevado Thomas durante el combate. Hacía un calor que mareaba.
¿Qué estoy haciendo en un lugar así?, pensaba Gretchen. ¿Cómo he venido a parar a este lugar?
—Ya está —dijo el médico, echándose hacia atrás e inclinando la cabeza a un lado, admirando su obra. Colocó una gasa y un esparadrapo sobre la herida—. Dentro de diez días, podrás combatir de nuevo.
—Gracias, Doc —dijo Thomas. Y abrió los ojos. Vio a Rudolph y a Gretchen—. ¡Santo Dios! —exclamó, sonriendo maliciosamente—. ¿Qué diablos estáis haciendo aquí?
—Te traigo un recado —respondió Rudolph—. Un hombre llamado Al me telefoneó esta tarde y me dijo que había apostado quinientos dólares, a siete a cinco, para esta noche.
—¡El bueno de Al! —dijo Thomas.
Pero miró con cierta preocupación a la rolliza pelinegra, como si hubiese preferido no hacerla partícipe de esta información.
—Te felicito por el combate —dijo Rudolph.
Avanzó un paso y alargó la mano. Thomas vaciló una fracción de segundo; después, volvió a sonreír y tendió su mano enrojecida e hinchada.
Gretchen se resistía a felicitar a su hermano.
—Me alegro de que hayas ganado, Tom —le dijo.
—Gracias —dijo él, mirándola divertido—. Permitid que haga las presentaciones. Mi hermano Rudolph, mi hermana Gretchen. Mi esposa, Teresa. Mi manager, míster Schultz. Mi entrenador, Paddy, etcétera —terminó, señalando con un vago ademán a los demás.
—Tengo mucho gusto en conocerles —dijo Teresa, con la misma voz recelosa que Rudolph había oído aquella tarde por teléfono.
—No sabía que tuvieses familiares —dijo míster Schultz.
También él parecía receloso, como si el hecho de tener familia fuese algo peligroso o penado por la ley.
—Tampoco yo estaba seguro —dijo Thomas—. Hemos seguido caminos diferentes, según suele decirse. Bueno, Schultz, hoy la taquilla habrá sido buena, teniendo en cuenta que incluso mis hermanos han comprado localidades.
—Después de lo de esta noche —dijo míster Schultz—, puedo llevarte al Garden. Has sido muy buena pelea. —Era un hombre bajito, de estómago saliente bajo el suéter verdoso—. Bueno, ustedes tendrán mucho que contarse, después de tanto tiempo. Les dejaremos solos. Te veré mañana, Tommy, para enterarme de cómo sigue tu ojo. —Se puso una chaqueta, que se abrochó con dificultad sobre la panza.
El entrenador recogió las prendas del suelo y las metió en una bolsa.
—Que te vaya bien, Tommy —dijo, saliendo con el médico, el manager y los demás.
—Bueno, aquí estamos —dijo Thomas—. Una agradable reunión familiar. Creo que deberíamos celebrarlo, ¿no es verdad, Teresa?
—Nunca me dijiste que tenías un hermano y una hermana —dijo agresivamente Teresa, con voz aguda.
—Me olvidé de ellos durante unos años —dijo Thomas. Y saltó de la mesa de masaje—. Ahora, si las damas quieren retirarse, me pondré un poco de ropa.
Gretchen salió al pasillo con la esposa de su hermano. El corredor estaba ahora desierto y Gretchen sintió un repentino alivio al salir del maloliente y caluroso vestuario. Teresa se puso un deformado abrigo de piel de zorro, con nerviosos movimientos de los hombros y de los brazos.
—«Si las damas quieren retirarse» —dijo—. Como si nunca lo hubiese visto desnudo.
Miró a Gretchen con franca hostilidad, observando su vestido de lana negro, sus zapatos de tacón bajo y su abrigo de polo con cinturón, y considerándolo, según comprendió Gretchen, como un insulto a su propio estilo de vida, a sus cabellos teñidos, a su vestido apretado, a sus piernas voluptuosas, a su matrimonio.
—No sabía que Thomas procediese de una familia tan encopetada —dijo.
—No somos una familia encopetada —dijo Gretchen—. Puedes estar tranquila.
—Nunca os molestasteis en verle combatir —dijo Teresa, con la misma agresividad—. ¿No es cierto lo que digo?
—Hasta hoy no supimos que era boxeador —dijo Gretchen—. ¿Te importa que me siente? Estoy muy cansada.
Había una silla al otro lado del pasillo, y se alejó de la mujer para sentarse, deseosa de poner fin a la conversación. Teresa sacudió nerviosamente los hombros debajo del abrigo de piel de zorro, y empezó a pasear arriba y abajo, muy engallada, haciendo resonar los afilados tacones sobre el suelo de cemento del pasillo.
Dentro del vestuario, Thomas se vestía despacio, volviéndose pudorosamente para ponerse los calzoncillos y enjugándose la cara con una toalla de vez en cuando, porque seguía sudando un poco a pesar de la ducha. De vez en cuando se volvía a mirar a Rudolph, meneaba la cabeza y decía:
—¡Maldita sea!
—¿Cómo te sientes, Tommy? —preguntó Rudolph.
—Muy bien. Aunque mañana, mearé sangre —respondió Thomas, tranquilamente—. Ese hijo de perra me arreó un par de buenos porrazos en los riñones. Pero ha sido un buen combate, ¿no?
—Sí —dijo Rudolph.
No tenía valor para decirle que, a su modo de ver, había sido una tosca pelea callejera.
—Sabía que podría con él —dijo Thomas—, aunque llevaba desventaja en las apuestas. Cinco a siete. Ha sido un buen golpe. Me he ganado setecientos pavos. —Parecía un niño presumido—. ¡Lástima que hayas mencionado esto delante de Teresa! Ahora, sabe que tengo pasta e irá detrás de ella como un perro pachón.
—¿Cuánto tiempo lleváis casados? —preguntó Rudolph.
—Dos años. Quiero decir, legalmente. La dejé preñada y pensé: ¡qué diablos! —se encogió de hombros—. Teresa es buena chica. Un poco bestia, pero buena chica. Y el hijo vale la pena. Un varón. —Miró maliciosamente a Rudolph—. Tal vez lo enviaré a su tío Rudy, para que le enseñe a ser todo un caballero y no un pobre estúpido como su padre.
—Me gustaría conocerle —dijo Rudolph, sin gran entusiasmo.
—Cuando quieras. Ve un día a casa. —Se puso un suéter negro con cuello de tortuga y su voz se apagó un momento al pasar la cabeza por aquél—. ¿Te has casado tú?
—No.
—Sigues siendo el más listo de la familia —dijo Thomas—. ¿Y Gretchen?
—Hace mucho tiempo. Tiene un chico de nueve años.
Thomas asintió con la cabeza.
—Ya sabía que no andaría mucho tiempo vagando por ahí. Era una espléndida moza. Y está mejor que nunca, ¿no crees?
—Sí.
—¿Y es tan puerca como antes?
—No hables así, Tom —dijo Rudolph—. Era una buena chica y se ha convertido en una mujer excelente.
—Tendré que fiarme de tu palabra, Rudy —dijo Thomas, despreocupadamente, mientras se peinaba con cuidado delante de un espejo roto colgado de la pared—. Yo no podía saberlo, era un extraño en la familia.
—No eras un extraño, Tom.
—¿Quieres burlarte, hermano? —dijo Thomas, llanamente. Se metió el peine en el bolsillo y echó una última mirada a su maltrecha e hinchada cara, con la cinta de esparadrapo en diagonal sobre la ceja—. Seguro que esta noche estoy guapísimo —dijo—. Si hubiese sabido que ibais a venir, me habría afeitado. —Se volvió y se puso una llamativa chaqueta de tweed sobre el suéter de cuello de tortuga—. Por tu aspecto, parece que las cosas te van bien —siguió diciendo—. Cualquiera te tomaría por un maldito vicepresidente de un Banco.
—No puedo quejarme —dijo Rudolph, un poco amoscado por lo de vicepresidente.
—¿No sabes? —dijo Thomas—. Hace unos años estuve en Port Philip. Fui a recordar tiempos pasados. Me dijeron que papá había muerto.
—Se suicidó —dijo Rudolph.
—Sí, esto me dijo la mujer de la frutería. —Thomas se palpó el bolsillo del pecho, para asegurarse que llevaba su cartera—. La vieja casa había desaparecido. No había luces en el sótano para recibir al hijo prodigo —añadió, en tono burlón—. Sólo un supermercado. Aún recuerdo el plato del día: espalda de cordero. ¿Vive mamá?
—Sí. Vive conmigo.
—¡Qué afortunado! —dijo Thomas, con un guiño—. ¿Seguís en Port Philip?
—No, vivimos en Whitby.
—No viajas mucho, ¿verdad?
—Ya tendré tiempo de hacerlo.
Rudolph tenía la desagradable impresión de que su hermano aprovechaba aquella conversación para pincharle, para castigarle, para hacerle sentir culpable. Ahora se había acostumbrado a dominar las conversaciones y tenía que esforzarse para disimular su irritación. Mientras el hermano se estaba vistiendo, había observado los movimientos tardos y doloridos de aquel cuerpo magnífico y poderoso, y había experimentado un fuerte sentimiento de piedad y de amor, un confuso deseo de salvar al robusto, bravo y vengativo hombrón de cara de niño, de otras veladas como la que acababa de celebrarse; de su absurda mujer; de la vociferante multitud; de los alegres médicos de aguja y esparadrapo; de los extraños que le cuidaban y vivían gracias a él. Y no quería que este sentimiento fuese apagado por las burlas de Thomas, y por los restos de una envidia y de una hostilidad antigua y que hubiesen debido desvanecerse con el tiempo.
—En cuanto a mí, —siguió diciendo Thomas—, he estado en bastantes lugares, Chicago, Cleveland, Boston, Nueva Orleáns, Filadelfia, San Francisco, Hollywood, Tijuana. Nombra una ciudad, y allí habré estado yo. Con tanto viajar, me he convertido en un hombre de mundo.
La puerta se abrió de golpe, y entró Teresa, hecha una furia bajo su tosco maquillaje.
—¿Es que vais a pasaros toda la noche hablando, chicos? —preguntó.
—Bueno, bueno, cariño —dijo Thomas—. Precisamente nos disponíamos a salir. ¿Queréis venir a comer algo con nosotros? —preguntó a Rudolph.
—Vamos a un restaurante chino —dijo Teresa—. Me muero por comer algo chino.
—Lo siento, pero hoy no puede ser, Tom —dijo Rudolph—. Gretchen tiene que volver a casa. Tiene que relevar a la chica que cuida del niño.
Captó una rápida y fugaz mirada de Thomas a su mujer y tuvo la seguridad de que éste pensaba: no quiere que le vean en público con mi esposa.
Pero Thomas se encogió de hombros y dijo amablemente:
—Bueno, otro día será. Ahora sabemos que estamos todos vivos. —Se detuvo bruscamente en el umbral, como si se le hubiese ocurrido una idea—. Escucha —dijo—, ¿estarás mañana en la ciudad, a eso de las cinco?
—Tommy —dijo su mujer, a grandes voces—: ¿Vamos a comer o no vamos a comer?
—Cállate —dijo Thomas—. ¿Rudy?
—Sí —dijo Rudy, que tenía que pasar todo el día en la ciudad con los arquitectos y los abogados.
—¿Dónde puedo verte? —preguntó Thomas.
—Estaré en mi hotel. El «Hotel Warwick», en…
—Sé dónde está —dijo Thomas—. Iré.
Gretchen se reunió con ellos en el pasillo. Tenía el rostro tenso y pálido, y por un momento, Rudolph se arrepintió de haberla traído. Pero sólo fue un momento. Ahora, es una chica mayor, pensó, y puede esquivarlo todo. ¿Acaso no lo ha hecho durante diez años con su madre?
Al pasar frente a la puerta del otro vestuario, Thomas se detuvo una vez más.
—Voy a entrar aquí un momento —dijo—, a saludar a Virgil. Ven conmigo, Rudy. Dile que eres mi hermano y que te ha gustado mucho su pelea. Esto le consolará.
—Por lo visto, esta noche no saldremos de este maldito lugar —dijo Teresa.
Thomas no le hizo caso, abrió la puerta e hizo una seña a Rudolph para que entrase el primero. El boxeador negro aún no se había vestido. Estaba sentado sobre la mesa de masaje, con los hombros caídos y los brazos colgando entre las piernas. Una linda joven de color, probablemente su mujer o su hermana, estaba sentada en silencio en una silla plegable, al pie de la mesa, y un cuidador blanco aplicaba una bolsa de hielo sobre un enorme bulto en la frente del negro. Debido a la hinchazón, éste tenía un ojo completamente cerrado. En un rincón de la estancia, otro negro, más viejo, de color más pálido y cabellos grises, que podía ser el padre del boxeador, empaquetaba cuidadosamente el albornoz de seda, el calzón y los zapatos. El boxeador levantó despacio el ojo sano, al entrar Thomas y Rudolph en el cuarto.
Thomas echó un brazo sobre los hombros de su adversario.
—¿Cómo te sientes, Virgil? —le preguntó.
—Mejor —dijo el púgil, que, según advirtió Rudolph, no tendría más de veinte años.
—Te presento a mi hermano Rudy, Virgil —dijo Thomas—. Quiere felicitarte por el buen combate que has hecho.
Rudolph estrechó la mano del boxeador y éste dijo:
—Mucho gusto en conocerle, señor.
—Ha sido un combate formidable —dijo Rudolph, aunque habría preferido decirle: «Por favor, jovencito, no vuelvas a calzarte un par de guantes».
—Sí —dijo el negro—. Su hermano es extraordinariamente fuerte.
—He tenido suerte —dijo Thomas—. Mucha suerte. Me han dado cinco puntos en la ceja.
—No fue un cabezazo, Tommy —dijo Virgil—. Te juro que no fue un cabezazo.
—Claro que no, Virgil —dijo Thomas—. Nadie ha dicho que lo fuese. Bueno, sólo quería saludarte y asegurarme de que estás bien —añadió, dando un nuevo apretón al hombro del negro.
—Gracias por la visita —dijo Virgil—. Eres muy amable.
—Buena suerte, chico —dijo Thomas.
Después, él y Rudolph estrecharon la mano a todos los presentes y salieron.
—Ya era hora —dijo Teresa, al aparecer ellos en el pasillo.
Ese matrimonio no durará más de seis meses, pensó Rudolph, mientras se dirigían a la salida.
—Han empujado demasiado a ese chico —dijo Thomas a Rudolph, caminando a su lado—. Consiguió una serie de victorias fáciles y quisieron hacerle pelear en serio. Le vi boxear un par de veces y sabía que podía derribarle. Esos managers son unos cerdos. No sé si te habrás fijado en que el muy bastardo no estaba ni siquiera allí. No esperó a ver si Virgil podía marcharse a casa o tenía que ir al hospital. Esta profesión es una mierda.
Miró atrás, para ver si Gretchen censuraba su expresión; pero Gretchen parecía ensimismada, sin oír ni enterarse de nada.
Ya en la calle, pararon un taxi y Gretchen se empeñó en sentarse al lado del chófer. Teresa se sentó en el centro del asiento de atrás, entre Thomas y Rudolph. Iba excesivamente perfumada, pero, cuando Rudolph bajó la ventanilla, dijo:
—Por el amor de Dios, el viento me deshace el peinado. Disculpadme.
Y subió de nuevo el cristal.
Regresaron a Manhattan en silencio. Teresa tenía asida la mano de Thomas y, de vez en cuando, se la acercaba a los labios y la besaba, como un símbolo de posesión.
Cuando hubieron cruzado el puente, Rudolph dijo:
—Nosotros nos apeamos aquí, Tom.
—¿De veras no queréis venir con nosotros? —dijo Thomas.
—Es la mejor comida china de la ciudad —dijo Teresa. Como no había pasado nada durante el trayecto y no temía ya ningún ataque, podía permitirse el lujo de mostrarse complaciente. Quizás, en el futuro, podría ser de utilidad—. No sabéis lo que vais a perderos.
—Tengo que volver a casa —dijo Gretchen. Le temblaba la voz, al borde del ataque de nervios—. Tengo que volver inmediatamente.
De no haber sido por Gretchen, Rudolph se habría quedado con Thomas. Después de la ruidosa velada, del triunfo, de los golpes, le parecía mala cosa dejar a Thomas solo con su gruñona esposa, anónimo, desconocido y al margen de las aclamaciones. Más adelante, tendría que reparar su deserción.
El chófer detuvo el coche y Gretchen y Rudolph se apearon.
—Hasta la vista, cuñados —dijo Teresa, echándose a reír.
—Mañana a las cinco, Rudy —dijo Thomas.
Y Rudolph asintió con la cabeza.
—Buenas noches —murmuró Gretchen—. Cuídate, te lo ruego.
El taxi se alejó y Gretchen se agarró al brazo de Rudolph, como para mantener el equilibrio. Rudolph paró otro taxi y dio la dirección de Gretchen. Una vez en el oscuro interior del coche, Gretchen no pudo aguantar más. Se echó en brazos de Rudolph y lloró desconsoladamente, sacudido el cuerpo por grandes sollozos. Las lágrimas acudieron también a los ojos de Rudolph, que abrazó con fuerza a su hermana y le acarició el cabello. Acurrucado en el oscuro taxi, con las luces de la ciudad desfilando al otro lado de las ventanillas, iluminando a sacudidas y con ráfagas de neón el rostro contraído, adorable y lacrimoso de Gretchen, se sentía más próximo a ésta, atado a ella por un amor fraterno más intenso que antes.
Por fin cesaron las lágrimas. Gretchen se irguió y se enjugó los ojos con un pañuelo.
—Lo siento —dijo—. Soy una odiosa sentimental. ¡Pobre chico, pobre chico, pobre chico…!
La jovencita que acompañaba al niño dormía en el diván cuando llegaron al apartamento. Willie aún no había llegado. Nadie había llamado por teléfono, dijo la muchacha. Billy había leído hasta quedarse dormido, y ella le había apagado la luz sin despertarle. Era una chica de unos diecisiete años, estudiante de la Escuela Superior, cortés, bonita, de nariz respingona y aire tímido, y parecía turbada porque la habían encontrado durmiendo. Gretchen preparó dos whiskies con sifón. La muchacha había arreglado la habitación; los periódicos, tirados antes por todas partes, aparecían ahora cuidadosamente apilados sobre la peana de la ventana, y los almohadones habían sido mullidos.
Sólo había una lámpara encendida. Se sentaron en la penumbra; Gretchen en el diván, con los pies encogidos debajo del cuerpo; Rudolph, en una amplia poltrona. Bebieron despacio, fatigados, agradeciendo el silencio. Cuando apuraron los vasos, Rudolph se levantó, volvió a llenarlos y se sentó de nuevo.
La sirena de una ambulancia gimió a lo lejos; alguien había sufrido un accidente.
—Él la estaba gozando —dijo Gretchen, por fin—. Cuando aquel chico estaba prácticamente indefenso, y él seguía pegándole una y otra vez. Siempre había creído, cuando se me ocurría pensar en ello, que el boxeo era una manera de ganarse la vida. Una manera peculiar, pero nada más. Pero esta noche no ha sido así, ¿verdad?
—Es una profesión extraña —dijo Rudolph—. Es difícil saber lo que pasa por la cabeza de un hombre, cuando se encuentra en el ring.
—¿No sentiste vergüenza?
—Llámalo así, si quieres —dijo Rudolph—. No me entusiasmó. Debe de haber, al menos, diez mil boxeadores en los Estados Unidos. Y todos proceden de la familia de alguien.
—No lo veo así —dijo Gretchen, fríamente.
—No.
—Esos finos calzones de color purpúreo —dijo ella, como si fijando su repugnancia en todo objeto determinado pudiese borrar el complejo horror de toda la noche. Meneó la cabeza, luchando contra el recuerdo—. No puedo librarme de la impresión de que nosotros, tú y yo, nuestros padres, tenemos la culpa de que Tom estuviese en ese horrible lugar.
Rudolph bebió en silencio. Yo no podía saberlo, le había dicho Tom en el vestuario; era un extraño en la familia. Y, viéndose excluido, había reaccionado en su adolescencia, de la manera más sencilla y más brutal: con los puños. De mayor, no había hecho más que continuar el camino emprendido. Todos llevaban la sangre de su padre, y Axel Jordache había matado a dos hombres. Por lo que Rudolph sabía, Thomas no había matado a nadie. Tal vez la tensión iba amainando.
—¡Oh, qué confusión! —dijo Gretchen—. Todos nosotros somos iguales. Sí, también tú. ¿Disfrutas tú con algo, Rudy?
—Yo no miro las cosas de este modo —respondió él.
—El monje de los negocios —dijo Gretchen, secamente—. Sólo que, en vez de hacer voto de pobreza, lo has hecho de riqueza. Y, a la larga, ¿cuál es mejor?
—No digas tonterías, Gretchen.
Ahora, lamentaba haber subido con ella.
—Y los otros —prosiguió Gretchen—. Castidad y Obediencia. Obediencia a Duncan Calderwood, el papa de la Cámara de Comercio de Whitby.
—Todo esto va a cambiar ahora —dijo Rudolph, aunque no quería seguir defendiéndose.
—¿Vas a colgar los hábitos, padre Rudolph? ¿Vas a casarte? ¿Vas a revolcarte en la lujuria? ¿Vas a mandar al diablo a Duncan Calderwood?
Rudolph se levantó y vertió un poco más de sifón en su vaso, conteniendo su irritación.
—Gretchen —dijo, con la mayor calma de que era capaz—, es una tontería que hoy la tomes conmigo.
—Perdona —dijo ella, aunque sin suavizar el tono de su voz—. ¡Ay! Yo soy la peor de toda la pandilla. Vivo con un hombre al que desprecio. Mi trabajo es ruin, vano e inútil. Soy la chica más fácil de Nueva York… ¿Te repugno, hermano? —preguntó, en son de burla.
—Creo que te atribuyes una condición inmerecida —respondió Rudolph.
—¡Tonterías! —dijo Gretchen—. ¿Quieres que te dé la lista? Empezaré por Johnny Heath. ¿O acaso te imaginas que fue bueno contigo sólo por tus lindos ojos?
—¿Qué piensa Willie de todo esto? —preguntó Rudolph, haciendo caso omiso de la alusión, pues, con independencia de cómo hubiese empezado la cosa y de cuáles hubiesen sido las razones, Johnny Heath era ahora amigo suyo.
—Willie no piensa nada de nada, salvo en ir de bar en bar, acostarse con putas borrachas y seguir viviendo con el menor trabajo y la menor vergüenza posibles. Si, por un azar, hubiese recibido las tablas de los Diez Mandamientos, lo primero que se le habría ocurrido habría sido buscar a quien le pagase el precio más alto por ellas, para utilizarlas como anuncio de excursiones de verano por el Monte Sinaí.
Rudolph se echó a reír, y Gretchen lo hizo también, a pesar de que no estaba para risas.
—No hay nada como un matrimonio fracasado —dijo— para inspirar piezas retoricas.
La risa de Rudolph había sido en parte, de alivio. Gretchen había cambiado de blanco y dejado de atacarle.
—¿Sabe Willie lo que piensas de él?
—Sí —respondió Gretchen—. Y está de acuerdo. Éste es su peor defecto. Dice que no admira a un hombre, a una mujer o a una cosa en el mundo, y menos que nada, a sí mismo. Una vez, me dijo que jamás podría perdonarse, si no fuese un fracasado. ¡Cuidado con los hombres románticos!
—¿Por qué vives con él? —preguntó Rudolph, bruscamente.
—¿Recuerdas la nota que te envié, diciéndote que estaba en un lío y que tenía que verte?
—Sí.
Rudolph lo recordaba bien; recordaba muy bien todo aquel día. P, cuando había venido a Nueva York, la semana siguiente, y le había preguntado a Gretchen cuál era el lío, ésta le respondió: «Nada, ya pasó».
—Tenía casi decidido pedir el divorcio —dijo Gretchen—, y quería tu consejo.
—¿Por qué cambiaste de idea?
Gretchen se encogió de hombros.
—Billy se puso enfermo. Nada importante. De momento, el médico pensó que era apendicitis. Pero no lo era. El caso fue que Willie y yo pasamos toda una noche junto a su cama, y al ver yo al pequeño retorciéndose de dolor y a Willie cuidándole con evidente amor, no pude soportar la idea de convertirle en uno de esos niños abandonados de los que hablan las estadísticas: hijos de matrimonios rotos, carentes para siempre de hogar, destinados al diván del psiquiatra. Bueno… —su voz se endureció—, esta deliciosa ola de amor maternal ha pasado ya. Si nuestros padres se hubiesen divorciado cuando yo tenía nueve años, sería una mujer mejor de lo que soy.
—¿Quieres decir que ahora piensas divorciarte?
—Si me confían la custodia de Billy —dijo ella—. Pero esto es lo único a lo que él no se avendrá jamás.
—¿Quieres que hable con él e intente conseguir algo?
De no ser por las lágrimas del taxi, no le habría ofrecido esta intervención.
—Si crees que puede servir de algo, sí —dijo Gretchen—. Quiero dormir con un sólo hombre, no con diez. Quiero ser honrada, hacer algo útil, definitivo. Como en Las tres hermanas. El divorcio es mi Moscú. Sírveme otro trago, por favor —añadió, tendiéndole el vaso.
Rudolph se dirigió al mueble bar y llenó los dos vasos.
—Se te está acabando el whisky —observó.
—¡Ojalá fuese verdad! —dijo ella.
Volvió a sonar la sirena de una ambulancia, quejumbrosa, doliente, como una advertencia al acercarse y como un lamento al perderse en la lejanía. El fenómeno de Doppler. ¿Era el mismo accidente, completando el círculo? ¿O era uno de la interminable serie que ensangrentaba las calles de la ciudad?
Rudolph ofreció el vaso a Gretchen y ésta se acurrucó en el diván, mirándole fijamente.
Sonó un reloj en alguna parte. La una.
—Bueno —dijo Gretchen—, supongo que Tommy y su dama habrán terminado ya su comida china. ¿Es posible que sea el único matrimonio feliz en la historia de los Jordache? ¿Se aman, se respetan y se quieren, de la misma manera que comen platos chinos y calientan la cama matrimonial?
Se oyó chirriar una llave en la puerta de entrada.
—¡Oh! —exclamó Gretchen—. El veterano vuelve al hogar, cargado de medallas.
Willie entró en la habitación, caminando derecho.
—Hola, querida —dijo, inclinándose para besar a Gretchen en la mejilla. Como siempre, que llevaba un tiempo sin ver a Willie, Rudolph se sorprendió de lo bajito que era. Tal vez era éste su verdadero mal: la estatura. Willie saludó a Rudolph con la mano—: ¿Qué cuenta esta noche el príncipe de los mercaderes? —dijo.
—Felicítale —dijo Gretchen—. Hoy ha firmado esa escritura.
—Te felicito —dijo Willie, echando una mirada alrededor de la estancia—. ¡Señor, cuánta oscuridad! ¿De qué estabais hablando? ¿De muertos, de tumbas, de crímenes cometidos en la noche? —se acercó al bar y se sirvió el whisky que quedaba—. Cariño —dijo—, necesitamos otra botella.
Gretchen se levantó automáticamente y se dirigió a la cocina.
Willie la siguió con una mirada ansiosa.
—Rudy —murmuró—, ¿crees que está enfadada conmigo porque no he venido a cenar?
—No, no lo creo.
—Me alegro que estés aquí —dijo Willie—. En otro caso, me habría recitado la Lección Número 725. Gracias, cariño —dijo, cuando Gretchen volvió con la botella. La tomó, la abrió y acabó de llenar su vaso—. ¿Qué habéis hecho esta noche? —preguntó.
—Hemos celebrado una reunión de familia —dijo Gretchen, desde su sitio en el diván—. Fuimos a un combate de boxeo.
—¿Qué? —dijo Willie, sorprendido—. ¿De qué está hablando, Rudy?
—Te lo contará después —dijo Rudolph, levantándose y dejando en el vaso la mayor parte de su último whisky—. Ahora, me marcho. Tengo que levantarme al amanecer.
Se sentía incómodo en presencia de Willie, simulando que era aquélla una noche como otra cualquiera, simulando no haberse enterado de lo que Gretchen le había dicho sobre él y sobre ella misma. Se inclinó para besar a Gretchen, y Willie le acompañó hasta la puerta.
—Gracias por venir y hacerle compañía a la vieja —dijo Willie—. Me siento peor que un cerdo por dejarla sola. Pero era inevitable.
«No fue un cabezazo, Tommy —recordó Rudolph—. Te juro que no fue un cabezazo».
—No tienes que excusarte conmigo, Willie.
—Escucha —dijo Willie—. Lo dijo en broma, ¿no? Todo eso de un combate de boxeo. Fue una especie de acertijo o algo por el estilo, ¿verdad?
—No. Fuimos a una velada de boxeo.
—Nunca comprenderé a esa mujer —dijo Willie—. Si un día quiero ver un combate por televisión, tengo que ir a casa de alguien. Bueno, supongo que ya me lo contará.
Apretó afectuosamente el brazo de Rudolph, y éste salió y oyó que Willie cerraba la puerta con llave y echaba la cadena. El peligro está dentro, Willie, hubiese querido decirle Rudolph. Te encierras con él. Bajó despacio la escalera. Se preguntó dónde habría estado esta noche, qué excusas habría dado, qué traiciones y qué angustias habrían flotado en el ambiente, si aquella noche de 1950, en el «Moritz Hotel», hubiese respondido el teléfono de la habitación 923.
Si fuese un hombre religioso, pensó, al salir a la calle, creería que Dios había velado por mí.
Recordó su promesa de hacer lo posible para que Gretchen consiguiese el divorcio de acuerdo con sus propias condiciones. Lógicamente, había que dar un primer paso; y él era un hombre lógico. Se preguntó dónde encontraría un detective privado digno de confianza. Johnny Heath lo sabría. Johnny Heath estaba hecho para la ciudad de Nueva York. Suspiró, temiendo el momento en que entraría en el despacho del detective, temiendo al propio detective, aún desconocido para él, entregado al trabajo cotidiano de espiar para destruir y poner fin al amor.
Se volvió y echó una última mirada a la casa de la que acababa de salir y contra la cual había jurado conspirar. Sabía que nunca sería capaz de subir de nuevo aquella escalera y de estrechar la mano a aquel hombre menudo y desesperado. La hipocresía también debía tener sus límites.