1954
Se despertó a las siete y cuarto en punto. Nunca ponía el despertador. No lo necesitaba.
Permaneció inmóvil en la cama durante un par de minutos. Su madre roncaba en la habitación contigua. Las cortinas se hinchaban un poco sobre la ventana abierta y hacía frío en el cuarto. Una pálida luz invernal se filtraba a través de las cortinas, y los libros de la estantería, al otro lado de la cama, formaban una mancha alargada y oscura.
No sería un día como los demás. La noche pasada, después de cerrar, había ido al despacho de Calderwood y dejado sobre su mesa un grueso sobre de papel manila.
—Quisiera que leyese esto —le había dicho al viejo—, cuando tenga tiempo de hacerlo.
Calderwood contempló el sobre, con recelo.
—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó, apretando el sobre con unos de sus romos dedos.
—Es un poco complicado —dijo Rudolph—. Preferiría discutirlo cuando lo haya leído.
—¿Otra de tus locas ideas? —preguntó Calderwood. El bulto que hacía el sobre pareció irritarle—. ¿Me estás empujando otra vez?
—¡Ajá! —dijo Rudolph, y sonrió.
—¿Sabes, jovencito —dijo Calderwood—, que mi colesterol ha subido considerablemente desde que te contraté? No ha dejado de subir.
—Mistress Calderwood no deja de decirme que procure convencerle para que se tome unas vacaciones.
—¿Sí, eh? —gruñó Calderwood—. Lo que no sabe es que no te dejaría diez minutos solo en esta tienda. Díselo la próxima vez que te hable de eso de las vacaciones.
Pero, al salir de los «Almacenes», se había llevado a casa el grueso sobre sin abrir. Y Rudolph tenía la seguridad de que, de haber empezado a leer lo que había dentro, no habría parado hasta el final.
Permaneció inmóvil entre las sábanas, casi resuelto a no levantarse temprano esta mañana, sino a quedarse allí tumbado y reflexionar sobre lo que le diría al viejo al llegar a su oficina. Pero después pensó: nada de eso, he de enfocar el asunto fríamente, simular que es una mañana como otra cualquiera.
Apartó la ropa de la cama, cruzó rápidamente el cuarto y cerró la ventana. Procuró no temblar al quitarse el pijama y ponerse las gruesas prendas de corredor pedestre. Se puso un par de calcetines de lana y unos gruesos zapatos de tenis, con suela de goma. Después, se puso una chaqueta de tartán sobre el traje deportivo y salió del piso, cerrando cuidadosamente la puerta para no despertar a su madre.
Quentin McGovern le esperaba abajo, frente a la casa. Quentin también vestía traje de carreras, y llevaba un grueso suéter encima. Se cubría la cabeza con un gorro de lana metido hasta las orejas. Quentin tenía catorce años y era el hijo mayor de la familia negra que vivía al otro lado de la calle. Corrían juntos todas las mañanas.
—Hola, Quent —dijo Rudolph.
—Hola, Rudy —dijo Quentin—. Hace mucho frío. Mi madre dice que estamos locos de remate.
—No lo dirá cuando le traigas una medalla de la Olimpiada.
—Tal vez —dijo Quentin—. Sólo sé lo que dice ahora.
Echaron a andar rápidamente hacia la esquina. Rudolph abrió la puerta del garaje donde guardaba la motocicleta. En el fondo de su memoria, surgió vagamente otro recuerdo. Otra puerta, otro espacio a oscuras, otra máquina. El esquife en el cobertizo, el olor del río, los brazos nudosos de su padre.
Pero ahora estaba en Whitby, con el muchacho en traje deportivo, en un lugar donde no había río. Sacó la moto. Se calzó un par de guantes forrados de lana, saltó sobre la máquina y puso el motor en marcha. Quentin subió a la banqueta, se abrazó a la cintura de Rudolph, y la moto corrió calle abajo, mientras el viento se ensañaba con los ojos de los motoristas.
El campo de atletismo de la Universidad sólo distaba unos minutos de allí. Ahora, el colegio de Whitby se había convertido en Universidad. El campo no estaba cerrado, pero tenía unas gradas de madera a uno de los lados. Rudolph dejó la moto junto al graderío y arrojó la chaqueta sobre el sillín.
—Será mejor que te quites el suéter —dijo a Quentin—. Guárdalo para después. Así no te enfriarás a la vuelta.
Quentin contempló el campo. Una niebla fina y helada flotaba sobre el césped. Sintió un escalofrío.
—Tal vez mi madre tenga razón —dijo.
Pero se quitó el suéter y ambos emprendieron un trotecillo corto la pista de ceniza.
Mientras había estudiado allí, Rudolph no había tenido tiempo de entrenarse con el equipo de atletismo. Por esto encontraba divertido que ahora, en su nuevo papel de joven ejecutivo de una empresa, lo tuviese para correr media hora al día, seis días a la semana. Lo hacía para hacer ejercicio y mantenerse en forma, pero también disfrutaba con el aire fresco de la mañana, el olor del césped, el cambio de las estaciones, el redoble de sus pies sobre la dura pista. Había empezado a hacerlo él solo; pero, una mañana, se había encontrado con Quentin frente a su casa, y éste, vistiendo también ropas deportivas, le había dicho: «Míster Jordache, veo que hace usted ejercicio todos los días. ¿Le importaría que fuese con usted?». Rudolph había estado a punto de negarse. Le gustaba estar solo a primeras horas de la mañana, ya que todo el día estaba rodeado de gente en los «Almacenes». Pero Quentin le había dicho: «Pertenezco al equipo de la Escuela Superior. Corro los cuatrocientos metros. Seguro que si corro en serio todas las mañanas, mejoraré mi tiempo. No tiene usted que hablarme, míster Jordache; sólo dejarme correr a su lado». Hablaba tímidamente, a media voz, sin pedir una relación de confianza, y Rudolph comprendió que el chico había tenido que hacer acopio de valor para pedirle esto a un joven blanco mayor que él y que sólo le había dicho «hola» un par de veces en su vida. Además, el padre de Quentin trabajaba en un camión de transporte de los «Almacenes». Relaciones laborales, había pensado Rudolph. Había que complacer a los obreros. Solidaridad democrática. «Está bien —había dicho—. Vamos allá».
El chico había sonreído nerviosamente, y ambos se habían dirigido al garaje.
Dieron dos vueltas a la pista a un trotecillo corto, para calentarse; después, un sprint de cien metros; luego, otro trotecillo y un sprint de doscientos, otras dos vueltas al trote, y los cuatrocientos metros a casi toda velocidad. Quentin era un chico larguirucho, de largas y delgadas piernas, y movimientos agiles y suaves. A Rudolph le convenía que corriese junto a él, pues le obligaba a esforzarse más que si lo hubiese hecho solo. Dieron otras dos vueltas a la pista, a marcha lenta, y por fin, sudorosos, se pusieron sus prendas de abrigo, cruzaron la ciudad que empezaba a despertar y volvieron a su calle.
—Hasta mañana, Quentin —dijo Rudolph, dejando la motocicleta junto al bordillo.
—Gracias —dijo Quentin—. Hasta mañana.
Rudolph agitó una mano y entró en su casa. Le gustaba aquel chico. Ambos habían vencido su pereza, en una fría mañana invernal, y habían soportado la prueba de la atmósfera, de la velocidad y de la hora. Cuando llegasen las vacaciones de verano, buscaría un trabajo para el chico en los «Almacenes». Estaba seguro de que a la familia de Quentin no le vendría mal el dinero.
Cuando entró en el piso, su madre estaba despierta.
—¿Qué tiempo hace? —preguntó.
—Frío —dijo él—. Será mejor que te quedes en casa todo el día.
Continuaban fingiendo que la madre salía todos los días, como cualquier otra mujer.
Pasó al cuarto de baño, tomó una ducha caliente, seguida de un minuto bajo el chorro helado, y salió sintiendo un hormigueo en todo el cuerpo. Mientras se secaba, oyó que su madre exprimía jugo de naranja y hacía café en la cocina, y el ruido de sus movimientos parecía el de un pesado saco al ser arrastrado sobre el suelo. Recordó los sprints sobre la pista helada y pensó: si algún día llego a estar así, le pediré a alguien que me mande al otro mundo.
Se pesó en la báscula del cuarto de baño. Sesenta y cinco. No estaba mal. No le gustaban las personas gordas. En los «Almacenes», sin decirle a Calderwood su verdadera razón, procuraba librarse de los empleados que pesaban demasiado.
Antes de vestirse, se frotó los sobacos con desodorante. La jornada era larga, y la calefacción siempre era excesiva en los «Almacenes». Se puso un pantalón de franela gris, una fina camisa azul con corbata granate, y una chaqueta deportiva de tweed, sin hombreras. Durante su primer año de subdirector, había llevado trajes serios y oscuros; pero, al adquirir importancia en la jerarquía de la empresa, había preferido una indumentaria menos convencional. Era muy joven para sus responsabilidades y debía procurar no parecer engreído. Por la misma razón, se había comprado una motocicleta. Así, viéndole correr a su trabajo, sin sombrero, montado en una moto, con sol o con lluvia, nadie podría decir que el joven subdirector se daba demasiada importancia. Debía procurar que las envidias se mantuviesen al nivel más bajo. Habría podido comprarse un coche, pero prefería la motocicleta. Ésta mantenía la frescura de su tez y hacía que pareciese que llevaba una vida al aire libre. Su piel tostada le hacía sentirse, sobre todo en invierno, ligeramente superior a los tipos pálidos y de aspecto enfermizo que le rodeaban. Ahora comprendía por qué utilizaba Boylan la lámpara de sol. En cuanto a él, jamás se rebajaría a tal procedimiento. Era engañoso y mezquino, pensaba; una forma de cosmética masculina, que le hacía a uno vulnerable a la ironía de los que conocían estas lámparas y descubrían el truco.
Entró en la cocina y besó a su madre para darle los buenos días. Ella sonrió, con una sonrisa infantil. Si se hubiese olvidado de besarla, habría tenido que escuchar un largo monólogo, durante el desayuno, sobre lo mal que había dormido y el inútil derroche de dinero que representaban los medicamentos recetados por el médico. Rudolph no le había dicho a su madre lo que ganaba, ni tampoco que habrían podido trasladarse a un piso mejor. No pensaba celebrar fiestas en casa y sí dar otro destino a su dinero.
Se sentó a la mesa de la cocina, bebió el jugo de naranja y el café, y se comió unas tostadas. Su madre sólo tomaba café. Tenía el cabello lacio y unas ojeras grandes y moradas. Pero, a pesar de esto, Rudolph no la veía peor que en los últimos tres años. Probablemente, viviría hasta los noventa. Y él no lamentaba su longevidad. Le debía su exclusión del servicio militar. Único sostén de una madre inválida. El último y más preciado don maternal: librarle de una helada trinchera en Corea.
—Esta noche —dijo ella—, he soñado con tu hermano Thomas. Se me apareció igual que cuando tenía ocho años. Como un monaguillo en la fiesta de Pascua. Entró en mi habitación y dijo: «Perdóname, perdóname…» —sorbió pensativamente su café—. Nunca había soñado con él. ¿Has tenido alguna noticia suya?
—No —dijo Rudolph.
—No me ocultas nada, ¿verdad? —preguntó ella.
—No. ¿Por qué había de hacerlo?
—Me gustaría volver a verle, antes de morir —dijo ella—. A fin de cuentas, lleva mi sangre.
—Aún no vas a morir.
—Tal vez no. Tengo la impresión de que, cuando llegue la primavera, me sentiré mucho mejor. Podremos volver a dar paseos.
—Así me gusta verte —dijo Rudolph, apurando su café y levantándose. Le dio el beso de despedida—. Esta noche, cuidaré yo de la cena —dijo—. Compraré algo cuando vuelva.
—No me digas lo que será —dijo ella, mimosa—. Dame una sorpresa.
—De acuerdo —dijo él—. Será una sorpresa.
Cuando Rudolph llegó a los «Almacenes», con los periódicos de la mañana que había comprado en el trayecto, el vigilante nocturno aún estaba de servicio en la entrada de los empleados.
—Buenos días, Sam —dijo Rudolph.
—Hola, Rudy.
Rudolph había tenido especial empeño en que los empleados antiguos, que le conocían desde los primeros días de su trabajo en la empresa, no dejasen de tutearle.
—Desde luego —dijo el vigilante—, eres un pájaro madrugador. Cuando yo tenía tu edad, nadie podía sacarme de la cama en un día como éste.
Por esto eres vigilante a tu edad, Sam, pensó Rudolph; pero se limitó a sonreír y subió a su despacho, después de cruzar la oscura y dormida tienda.
Su oficina estaba aseada y había en ella pocos muebles. Dos mesas; una para él, y otra para su secretaria, Miss Giles, soltera, madura y eficaz. Había montones de revistas geométricamente apiladas en amplios estantes —Vogue, Vogue francés, Seventeen, Glamour, Harper's Bazar, Esquire, House and Garden— que él repasaba minuciosamente, buscando ideas para las diversas secciones de los «Almacenes». La ciudad cambiaba rápidamente de condición; los que venían de Nueva York tenían dinero y lo gastaban con prodigalidad. Y los nativos gozaban de una prosperidad hasta entonces desconocida y empezaban a imitar los gustos de los más refinados recién llegados. Calderwood se batía tercamente en retirada contra la transformación del sólido establecimiento para la clase media en lo que llamaba amasijo de afeites y chucherías de moda; pero no podía negar que las continuas innovaciones de Rudolph se reflejaban favorablemente en los balances, y esto facilitaba al joven la puesta en práctica de sus ideas. Después de casi un año de resistencia, Calderwood incluso había consentido en tapiar una parte del excesivamente grande cuarto de embalajes, para convertirla en tienda de licores, con un estante de vinos franceses, que Rudolph, recordando las enseñanzas de Boylan a lo largo de los años, se había complacido en escoger él mismo.
No había visto a Boylan desde el día en que le habían entregado el título. Le había llamado dos veces por teléfono, durante el verano, para preguntarle si podían cenar juntos, y, en ambas ocasiones, le había respondido con un seco «No». Todos los meses, Rudolph enviaba un cheque de cien dólares a Boylan, a cuenta de su préstamo de cuatro mil. Boylan no había cobrado ninguno de estos cheques; pero Rudolph procuraba tener fondos suficientes en su cuenta, para el caso de que decidiese hacerlo. Pensaba poco en Boylan, pero, cuando lo hacía, se daba cuenta de que sentía por él una mezcla de desdén y gratitud. Con su dinero, con su libertad, pensaba Rudolph, no tenía derecho a ser tan desgraciado. Era un síntoma de debilidad total, y Rudolph, que luchaba contra todo síntoma de debilidad en sí mismo, no podía tolerar los de los demás. Willie Abbot y Teddy Boylan, pensaba, formaban un buen equipo.
Extendió los periódicos sobre la mesa. Eran el Record de Whitby y la edición del Times de Nueva York, llegada en el primer tren de la mañana. La primera página del Times hablaba de fuertes combates a lo largo del paralelo 38 y de nuevas acusaciones de traición e infiltración por parte del senador McCarthy en Washington. La primera página del Record se refería a la votación de nuevos impuestos para el mantenimiento de la escuela (no aprobados) y al número de esquiadores que habían utilizado la nueva pista de esquí desde el comienzo de la temporada. Cada ciudad tiene sus intereses.
Pasó a las páginas interiores del Record. El anuncio de media página en color, de un nuevo estilo de trajes de lana y de suéteres, era defectuoso, pues los colores estaban fuera de registro, y Rudolph tomó una nota en su bloc, para llamar al periódico aquella misma mañana.
Después, abrió la página de cotizaciones del Times y la estudió durante quince minutos. Cuando había ahorrado sus primeros mil dólares, había ido a ve a Johnny Heath y le había pedido, como un favor, que los invirtiera por su cuenta. Johnny, que manejaba cuentas de millones de dólares, había accedido seriamente, y ahora, se preocupaba de las transacciones de Rudolph como si éste fuese el cliente más importante de su agencia. La cartera de valores de Rudolph aún era muy pequeña, pero aumentaba constantemente. Al observar las cotizaciones, se alegró al ver que tenía, en papel, casi trescientos dólares más que la mañana anterior. Era uno de los buenos momentos del día. Si conseguía resolver el crucigrama antes de las nueve, hora en que es abría la tienda, empezaría la jornada con una pequeña sensación de triunfo.
Catorce horizontal. Esposo de Betsabé. Urías, escribió, con letra clara.
Casi había terminado cuando sonó el teléfono. La centralita empezaba a funcionar temprano, observó con satisfacción. Levantó el aparato con la mano izquierda.
—¿Sí? —dijo, escribiendo ubicuo en una línea vertical.
—¿Jordache? ¿Es usted?
—¿Sí? ¿Quién llama?
—Denton, el profesor Denton.
—¿Cómo está usted, señor? —dijo Rudolph.
Se había atascado en el equivalente de Serio, en cinco letras, de las que la tercera era una a.
—Siento molestarle —dijo Denton. Su voz sonaba de un modo peculiar, como si murmurase y temiese que pudieran escucharle—, pero ¿podría verle un momento hoy mismo?
—Desde luego —dijo Rudolph.
Escribió grave en la última línea del crucigrama. Veía a Denton con mucha frecuencia en el colegio, cuando iba a pedirle prestados libros de Economía y de Dirección de Empresas.
—Estaré todo el día en los «Almacenes» —añadió.
La voz de Denton produjo un ruido extraño y susurrante en el teléfono.
—Preferiría que nos viésemos en otra parte. ¿Está libre a la hora de comer?
—Sólo me tomo quince minutos…
—Está bien. Comeremos en algún sitio próximo a su oficina. —Denton parecía hablar entrecortadamente y muy deprisa, siendo así que, en el aula, lo hacía despacio y con voz sonora—. ¿Qué le parece «Ripley's»? Está en la esquina de sus almacenes, ¿no?
—Sí —dijo Rudolph, sorprendido de que Denton eligiese aquel restaurante.
«Ripley's» era una tasca, más que un restaurante, frecuentada por sedientos obreros, más que por personas deseosas de comer un menú aceptable. Desde luego, no era la clase de lugar que pudiera pensarse que elegiría un profesor de Historia y de Economía.
—¿Le van bien a las doce y cuarto?
—Allí estaré, Jordache. Gracias, muchas gracias —dijo Denton, hablando muy deprisa—. No sabe en cuánto aprecio…
Pareció colgar en mitad de la frase.
Rudolph frunció el ceño, preguntándose qué le pasaría a Denton. Después, colgó el aparato. Consultó su reloj. Las nueve. Hora de abrir las puertas. Su secretaria entró en el despacho.
—Buenos días, míster Jordache —dijo.
—Buenos días, Miss Giles —dijo Rudolph, arrojando el periódico en el cesto, con cierto mal humor.
Por culpa de Denton, no había podido terminar el crucigrama antes de las nueve.
Dio su primera vuelta del día por los «Almacenes», caminando despacio, sonriendo a los dependientes, sin detenerse ni parecer observarlo cuando veía algo fuera de lugar. Más tarde, de nuevo en su despacho, dictaría corteses advertencias a los jefes de las secciones, diciendo que las corbatas del mostrador estaban demasiado desordenadas; que Miss Kale, de perfumería, llevaba demasiado pintados los ojos; que la ventilación del salón del té era insuficiente.
Prestaba especial atención a las secciones instaladas por Calderwood a sugerencia suya: la pequeña boutique, donde se vendía bisutería, suéteres italianos, pañuelos franceses y gorros de piel, con éxito sorprendente; el salón de refrigerios y de té (era curioso ver que las mujeres no paraban de comer en todo el día), que no sólo producía buenas ganancias por sí mismo, sino que se había convertido en el lugar de reunión de muchas amas de casa de la ciudad, pocas de las cuales salían de los «Almacenes» sin comprar algo; el departamento de esquí, en un rincón de la antigua sección de deportes, presidido por un joven de complexión atlética, llamado Larsen, que encandilaba a las chicas de la localidad los domingos de invierno, en las pistas aledañas, y cuyo sueldo era irrisorio, habida cuenta de los parroquianos que atraía con sólo deslizarse una vez a la semana por la falda de una colina.
La sección de discos había sido también idea suya, y les había valido una nueva clientela de jóvenes derrochadores. Calderwood, que odiaba el ruido y no podía soportar el comportamiento de la mayoría de los jóvenes (sus tres hijas, dos de ellas ya mayores, y la tercera, una pálida adolescente, se comportaban con tímido decoro victoriano), había luchado denodadamente contra la sección de discos. «No quiero saber nada de esa algarabía —había dicho—. Esos bárbaros ruidos, que hoy se tienen por música, corrompen a la juventud americana. Déjame en paz, Jordache, deja en paz a este pobre y anticuado tendero».
Pero Rudolph le había presentado estadísticas de lo que gastaban en discos muchos adolescentes americanos, y le había prometido instalar cabinas a prueba de ruidos, y Calderwood había claudicado como de costumbre. Muchas veces, éste parecía enojado con Rudolph; pero Rudolph se mostraba siempre respetuoso y paciente con el viejo y, en muchos aspectos, sabía cómo tenía que manejarlo. En privado, Calderwood se jactaba de su avispado subdirector y de lo listo que había sido él al sacar al muchacho del montón. También le había doblado el sueldo, sin pedírselo Rudolph, y en Navidad, le había dado un aguinaldo de tres mil dólares. «No sólo ha modernizado los “Almacenes” —alguien le oyó decir, aunque no en presencia de Rudolph—, sino que el muy pillastre me está modernizando a mí. Bueno, pensándolo bien, por esto escogí a un hombre joven».
Una vez al mes, los Calderwood invitaba a Rudolph a comer en su casa; una triste ceremonia puritana, donde las hijas sólo hablaban cuando eran preguntadas, y donde la bebida más fuerte era la sidra. La hija mayor, Prudence, que era también la más bonita, había pedido alguna vez a Rudolph que la acompañara a los bailes del club de la localidad, y éste la había complacido. Cuando se hallaba lejos de su padre, Prudence olvidaba un poco el decoro victoriano; pero Rudolph tuvo buen cuidado en no irse de las manos. No iba a hacer algo tan vulgar o peligroso como casarse con la hija de su patrono.
No pensaba en casarse. En todo caso, esto vendría después. Hacía tres meses, había recibido una invitación a la boda de Julie. Se casaba, en Nueva York, con un hombre apellidado Fitzgerald. No había ido a la boda, y había sentido que las lágrimas subían a sus ojos al redactar el telegrama de felicitación. Después, se había censurado su flaqueza, y absorbiéndose más en su trabajo, casi había conseguido olvidarse de Julie.
Se mostraba cauto con las otras chicas. En sus paseos por el establecimiento se daba cuenta de que había muchachas que le miraban con coquetería y que se habrían sentido dichosas de salir con él: Miss Sullivan, la de los negros cabellos, de la Boutique; Miss Brandywine, alta y esbelta, de la Sección de Jóvenes; Miss Soames, de la Sección de Discos, rubia y pechugona, que reía escuchando la música y sonreía gazmoña al pasar él; tal vez seis o siete más. Desde luego, se sentía tentado, pero dominaba la tentación y mostraba con todas la misma perfecta e impersonal cortesía. En los «Almacenes Calderwood» no se celebraban fiestas; por consiguiente, no podían producirse verdaderos acercamientos, con el pretexto del licor y del jolgorio.
La noche con Mary Jane, en Nueva York, y la frustrada llamada por teléfono desde el desierto vestíbulo del «St. Moritz Hotel», le habían abroquelado contra los embates de sus propios deseos.
De una cosa estaba seguro: cuando volviese a pedirle a una chica que se casara con él, estaría absolutamente cierto de que le diría que sí.
Al pasar por la Sección de Discos, tomó mentalmente nota de pedir a alguna de las mujeres mayores del almacén que sugiriese delicadamente a Miss Soames la conveniencia de llevar sujetadores debajo del suéter.
Estaba estudiando los bocetos para el escaparate de marzo, con Bergson, el joven que cuidaba de montarlo, cuando sonó el teléfono. Era Calderwood.
—Rudy —dijo—. ¿Puedes bajar un momento a mi despacho?
Su voz era inexpresiva, reservada.
—Iré enseguida, míster Calderwood —dijo Rudolph. Y colgó—. Creo que esto tendrá que esperar un poco —dijo a Bergson.
Bergson había sido todo un hallazgo. Había hecho los decorados del teatro de verano de Whitby. A Rudolph le habían gustado y le había ofrecido el trabajo de escaparatista en los «Almacenes Calderwood», durante el invierno. Hasta la llegada de Bergson, los escaparates se habían montado de cualquier manera, pues cada sección luchaba por exhibir sus propios artículos, sin preocuparse de las demás. Bergson había introducido un cambio radical. Era un joven menudo, triste, que no había podido ingresar en la unión de escenógrafos de Nueva York. Agradeció este trabajo invernal y le consagró su considerable talento. Acostumbrado a trabajar de baratillo para las representaciones del teatro de verano, empleaba toda clase de materiales extraños y poco costosos, y les infundía su arte.
Los diseños extendidos sobre la mesa de Rudolph evocaban el tema de la primavera en la región, y Rudolph le había dicho ya a Bergson que sería la mejor serie de escaparates que jamás hubiesen presentado los «Almacenes Calderwood». A pesar de lo taciturno que era Bergson, Rudolph encontraba agradables las horas que pasaba con él, comparadas con las que pasaba con los jefes de sección y con el de contabilidad. Un futuro ideal, pensaba, no volveré a mirar un balance, ni a revisar las partidas de inventario mensual.
Calderwood tenía la puerta abierta. Vio inmediatamente a Rudolph y le dijo:
—Pasa, Rudy, y cierra la puerta.
Los papeles que había contenido el sobre se hallaban desparramados sobre la mesa de Calderwood.
Rudolph se sentó frente al viejo y esperó.
—Rudy —dijo Calderwood con voz pausada—, eres el hombre más asombroso con quien jamás he tropezado.
Rudolph guardó silencio.
—¿Quién más ha visto esto? —preguntó Calderwood, señalando los papeles de encima de la mesa.
—Nadie.
—¿Quién lo pasó a máquina? ¿Miss Giles?
—Lo hice yo. En casa.
—Piensas en todo, ¿no?
Era un reproche, pero también un cumplido.
Rudolph no respondió.
—¿Quién te dijo que poseo quince hectáreas de terreno cerca del lago? —preguntó Calderwood, sin andarse por las ramas.
Los terrenos figuraban a nombre de una sociedad domiciliada en Nueva York. Se había necesitado todo el ingenio de Johnny Heath para averiguar que el verdadero dueño de esta sociedad era Duncan Calderwood.
—Siento no poder decírselo, señor —contestó Rudolph.
—¡No puedes, no puedes! —dijo Calderwood, con un tonillo de impaciencia—. El camarada no puede hablar. La Generación del Silencio, como dicen en la revista Life. Rudy, no te he pillado en una mentira desde el día en que te conocí, y espero que no vayas a mentirme ahora.
—Se lo prometo, señor —dijo Rudolph.
Calderwood empujó los papeles que tenía sobre la mesa.
—¿Son algún truco para sorprenderme? —dijo.
—No, señor —respondió Rudolph—. No son más que una sugerencia sobre la manera de sacar provecho de su situación y de sus diversas posesiones. De expansionarse con la comunidad y de diversificar sus intereses. De beneficiarse de las leyes fiscales y, al propio tiempo, conservar su hacienda para su esposa y sus hijas cuando usted fallezca.
—¿Cuántas páginas tiene esto? —dijo Calderwood—. ¿Cincuenta? ¿Sesenta?
—Cincuenta y tres.
—Y lo llamas una sugerencia —gruñó Calderwood—. ¿Y todo lo pensaste tú?
—Sí.
Rudolph no se creía obligado a decirle que había estado estrujando metódicamente el cerebro de Johnny Heath y que debía a éste las partes más sustanciosas del plan.
—¡Está bien, está bien! —masculló Calderwood—. Lo estudiaré.
—Si me permite, señor —dijo Rudolph—, creo que debería consultar todo esto a sus abogados de Nueva York y a sus banqueros.
—¿Qué sabes de mis abogados de Nueva York? —preguntó Calderwood, receloso.
—¡Míster Calderwood! —dijo Rudolph—. Olvida que hace mucho tiempo que trabajo para usted.
—Bueno. Supongamos que, después de estudiarlo mejor, digo que sí y llevo adelante todo tu maldito plan, constituyo una sociedad, emito acciones, pido créditos a los Bancos, construyo unos almacenes generales en la zona del lago, con teatro y todo, como un idiota. Suponiendo que hago todo esto, ¿qué esperas conseguir tú?
—Me atrevería a esperar la presidencia del Consejo de Administración, con usted como presidente de la Sociedad —dijo Rudolph—, más un salario adecuado y una opción de compra de cierta cantidad de acciones por el plazo de cinco años. —¡Bravo, Johnny Heath! No te andes con minucias, le había dicho. Hay que picar alto—. También debería tener un ayudante que ocupase mi sitio cuando tuviera otras ocupaciones.
Había escrito ya a Brad Knight, a Oklahoma, hablándole de este empleo.
—Has pensado en todo, ¿verdad, Rudy?
Ahora, la voz de Calderwood era francamente hostil.
—Hace más de un año que trabajo en este plan —dijo Rudolph, con voz tranquila—. He tratado de prever todos los problemas.
—Y si dijese que no —dijo Calderwood—, si metiese todos esos papeles en un archivo y me olvidase de ellos, ¿qué harías entonces?
—Temo que tendría que decirle que me marcho a fin de año, míster Calderwood —respondió Rudolph—. Lo sentiría mucho, pero tendría que buscar otra cosa de más porvenir.
—Me apañé sin ti durante mucho tiempo —dijo Calderwood—. Creo que también podría hacerlo en adelante.
—Claro que podría —dijo Rudolph.
Calderwood miró su mesa, enfurruñado; sacó una hoja de papel de uno de los montones y la contempló con particular enojo.
—Un teatro —dijo, muy irritado—. Ya tenemos uno en la ciudad.
—Que será demolido el año próximo —dijo Rudolph.
—No dejas nada por remover, ¿eh? —dijo Calderwood—. No lo anunciarán hasta julio.
—Siempre hay gente que se va de la lengua.
—Así parece. Y siempre hay personas dispuestas a escucharlas, ¿no es cierto, Rudy?
—Sí, señor —dijo Rudolph, sonriendo.
Por último, Calderwood sonrió también.
—¿Qué hace correr a Rudy? —preguntó.
—Yo no soy de ésos, en absoluto —dijo Rudolph, con voz grave—. Y usted lo sabe.
—Sí, lo sé —confesó Calderwood—. Siento haberte dicho esto. Bueno. Vuelve a tu trabajo. Ya tendrás noticias mías.
Y se quedó mirando los papeles que había sobre su mesa, mientras Rudolph salía del despacho. Rudolph pasó entre los mostradores, con aire juvenil y sonriendo benévolamente como siempre.
El plan que había sometido a Calderwood era muy complicado, y había estudiado minuciosamente todos sus puntos. La comunidad se expansionaba en dirección al lago. Más aún: la vecina población de Cedarton, situada a unas diez millas de distancia, estaba enlazada con Whitby por una nueva carretera, y crecía también hacia el lago. Los centros de ventas suburbanos proliferaban en toda América, y la gente empezaba a acostumbrarse a comprar todas sus cosas en ellos. Las quince hectáreas de tierra de Calderwood estaban estratégicamente situadas para establecer en ellas un mercado que atrajese parroquianos de ambas poblaciones y de las casas de los burgueses acomodados que salpicaban las orillas del lago. Si Calderwood no se lanzaba a esta empresa, otra persona o alguna sociedad aprovecharían sin duda la ocasión, el próximo año o el siguiente, y además de beneficiarse de su propia actividad, reducirían severamente el volumen de negocios de Calderwood en sus almacenes de Whitby. Antes de verse perjudicado por un competidor, Calderwood debía competir, aunque fuese parcialmente, consigo mismo.
Rudolph sostenía, en sus planes, la conveniencia de montar un restaurante, además de un teatro, para atraer, también, a parroquianos nocturnos. El teatro, proyectado para la temporada de verano, podría utilizarse como cine durante el resto del año. También proponía la construcción de apartamentos para la clase media, a orillas del lago, y sugería, así mismo, la utilización de las improductivas tierras pantanosas situadas en uno de los extremos de la propiedad de Calderwood para el establecimiento de ciertas industrias ligeras.
Adiestrado por Johnny Heath, Rudolph había calculado meticulosamente las ventajas por la ley a las empresas de esta clase.
Estaba seguro de que sus argumentos en pro de una sociedad pública, surgida de la nueva Asociación Calderwood, influirían en el ánimo del viejo. Cuando éste muriese, sus herederos, es decir, su esposa y sus tres hijas, , no correrían el riesgo de tener que vender el negocio a bajo precio para pagar el impuesto de sucesiones, sino que podrían vender acciones, conservando la mayoría del capital en la Sociedad.
Durante el año en que Rudolph había desarrollado su plan y estudiado las leyes de las sociedades y fiscales, le había sorprendido la manera en que el dinero se protegía a sí mismo, legalmente, en el sistema americano. El intento de utilizar la ley en provecho propio no le producía escrúpulos de conciencia. El juego tenía sus reglas. Sólo había que aprenderlas y seguirlas, como las habría seguido si hubiesen sido diferentes.
El profesor Denton le esperaba en el bar, desplazado entre los otros parroquianos, ninguno de los cuales tenía aspecto de haber pisado un aula en su vida.
—Le agradezco que haya usted venido, Jordache —dijo Denton, en voz baja y apresurada—. He pedido bourbon. ¿Qué quiere usted tomar?
—No bebo durante el día —dijo Rudolph, quien se arrepintió enseguida de sus palabras, pues con ellas parecía censurar a Denton, que estaba bebiendo a las doce y cuarto.
—Hace bien —dijo Denton—, hace muy bien. Hay que tener la cabeza despejada. En general, yo espero a haber terminado el trabajo del día, pero… —asió a Rudolph de un brazo—. Tal vez podríamos sentarnos. —Señaló el último compartimiento de la pared opuesta al bar—. Sé que tiene que volver pronto al trabajo.
Dejó unas monedas sobre el mostrador, después de contarlas bien, y sin soltar el brazo de Rudolph, lo condujo hacia el compartimiento que le había indicado. Se sentaron el uno frente al otro. Había dos menús grasientos sobre la mesa. Los estudiaron.
—Yo tomaré sopa y hamburguesa —dijo Denton a la camarera—. Y una taza de café. ¿Y usted, Jordache?
—Lo mismo —dijo Rudolph.
La camarera tomó laboriosamente nota en su bloc, pues procedía de familia analfabeta. Era una mujer de unos sesenta años, canosa y disforme, absurdamente provocativa con su escotado uniforme color naranja, con su coquetón delantalito de blonda, como un gravoso tributo de la edad al ideal de la América joven. Tenía los tobillos hinchados y arrastraba los pies al dirigirse a la cocina. Rudolph pensó en su madre, en su sueño de un pulcro restaurante iluminado con velas, que nunca se había materializado. Bueno, al menos se había ahorrado el uniforme de color naranja.
—Está usted realizando un buen trabajo, Jordache —dijo Denton, inclinado sobre la mesa, preocupados y agrandados los ojos por los gruesos cristales de sus lentes de montura metálica. Agitó vivamente la mano, para atajar cualquier protesta—. Lo sé, lo sé —dijo—. Recibo informes de muchas procedencias. Mistress Denton, por ejemplo. Es una buena parroquiana. Debe ir a los «Almacenes» tres veces por semana. Sin duda la verá usted de vez en cuando.
—La vi la semana pasada —dijo Rudolph.
—Dice que es un negocio floreciente, muy floreciente. Un nuevo estilo de vida, dice. Muy a lo gran ciudad. Toda clase de novedades. Bueno, a la gente le gusta comprar. Y hoy, todo el mundo parece tener dinero. Menos los profesores de los colegios. —La pobreza pintó una fugaz arruga en la frente de Denton—. No importa. No he venido a lamentarme. Lo cierto es, Jordache, que hizo usted muy bien en cambiar de orientación. El mundo académico —dijo amargamente— está lleno de envidias, intrigas, traiciones, ingratitud. Hay que pasar por él como sobre brasas. Es mejor el mundo de los negocios. Toma y daca. A ver quién puede más. Pero con franqueza. Siempre arriba.
—No es exactamente así —dijo Rudolph.
—No, claro que no —dijo Denton—. El carácter lo modifica todo. No hay que llevar las teorías a su extremo, pues se pierde de vista la realidad, la forma viva. De todos modos, me satisfacen sus triunfos y tengo la seguridad de que no ha renunciado a ninguno de sus principios.
Llegó la camarera con la sopa. Denton metió la cuchara en el plato.
—Sí —dijo—, si hubiese de empezar de nuevo, huiría de esos muros cubiertos de hiedra como de la peste. Gracias a ellos, soy lo que soy, un hombre mezquino, amargado, fracasado, cobarde…
—No creo que sea usted nada de eso —dijo Rudolph, sorprendido por los calificativos que se aplicaba Denton.
Siempre había tenido la impresión de que Denton estaba satisfecho de sí mismo, de que disfrutaba exponiendo sus imágenes de una economía vil, ante un público de jóvenes cautivos.
—Vivo entre miedos y temblores —dijo Denton, entre dos cucharadas de sopa—. Entre miedos y temblores.
—Si puedo ayudarle en algo —dijo Rudolph—, yo…
—Usted es un alma buena, Jordache, un alma buena. Lo descubrí inmediatamente. Serio, entre los frívolos. Compasivo, entre los despiadados. Buscando conocimientos, donde otros sólo buscaban el progreso material. ¡Oh! Lo estudié muy bien en aquellos años, Jordache. Irá usted lejos. Se lo digo yo, que, durante más de veinte años, he enseñado a millares de jóvenes que no tienen secretos para mí, y cuyo futuro no es para mí ningún misterio. Se lo digo yo, Jordache.
Denton terminó la sopa, y la camarera les sirvió las hamburguesas y el café.
—Y no lo hará pisoteando al prójimo —prosiguió Denton, ensartando la hamburguesa con su tenedor—. Conozco su manera de pensar, conozco su carácter. Le observé durante varios años. Tiene usted principios, sentido del honor y escrupulosidad mental y corporal. Pocas cosas escapan a mis ojos, Jordache, en clase o fuera de ella.
Rudolph comía en silencio, esperando que cesase el alud de alabanzas y pensando que Denton debía de tener que pedirle un gran favor para mostrarse tan efusivo antes de formular su demanda.
—Antes de la guerra —prosiguió Denton, sin dejar de masticar—, había más jóvenes de su tipo, de principios claros, sinceros, dignos de confianza. Hoy la mayoría de ellos están muertos. Los mataron en lugares cuyos nombres han sido poco menos que olvidados. Esta generación —dijo, encogiendo los hombros con desaliento— es artificiosa, precavida, hipócrita, busca conseguir algo por nada. Se asombraría si le dijese las trampas que descubro en los exámenes de fin de curso. ¡Ay! Si tuviese dinero, abandonaría todo esto y me iría a vivir a una isla. —Observó nerviosamente su reloj—. El tiempo vuela —dijo, paseando una mirada recelosa por el salón en penumbra. El compartimiento contiguo al suyo estaba vacío, y los cuatro o cinco hombres acodados en la barra, cerca de la puerta, estaban fuera del alcance de su voz—. Será mejor que vaya al grano. —Bajó la voz y se inclinó sobre la mesa—. Estoy en apuros, Jordache.
Va a pedirme el nombre de alguien dispuesto a practicar un aborto, pensó absurdamente Rudolph. Amor en el Campus. Le pareció leer los titulares. Un Profesor de Historia Hace Historia a la Luz de la Luna con sus Alumnas. Un Catedrático en la Cárcel. Procuró dar a su semblante una expresión indiferente y siguió comiendo. La hamburguesa era gris y jugosa, y las patatas, muy grasientas.
—¿Ha oído lo que he dicho? —murmuró Denton.
—Que está en apuros.
—Exacto. —Su voz tenía un matiz de aprobación docente: el alumno estaba atento a las palabras del maestro—. Un apuro grave. —Sorbió su café; Sócrates bebiendo la cicuta—. Se han propuesto acabar conmigo.
—¿Quiénes?
—Mis enemigos.
Los ojos de Denton escrutaron el bar, buscando enemigos disfrazados en los obreros que bebían cerveza.
—Cuando yo asistía a la escuela —dijo Rudolph—, parecía que gozaba del aprecio de todos.
—Hay corrientes, corrientes —dijo Denton—, escollos y remolinos que los estudiantes no pueden siquiera sospechar. En las salas de las Facultades, en las oficinas del poder. Incluso en el despacho del propio rector. Yo soy demasiado franco, tengo este defecto. Y demasiado ingenuo, pues creí en el mito de la libertad académica. Mis enemigos aprovecharon el tiempo. El vicedecano de la Sección, a quien hubiese debido echar a patadas hace tiempo, porque es un ignorante, y no lo hice por compasión, por una lamentable debilidad… El vicedecano, como digo, ambiciona mi puesto y ha preparado un legajo hecho de retazos de conversaciones alrededor de unas copas, frases sueltas, insinuaciones. Y se disponen a ofrecerme en sacrificio, Jordache.
—Será mejo que me diga concretamente de qué se trata —dijo Rudolph—. Tal vez entonces, sabré si puedo ayudarle.
—¡Oh! ¡Ya lo creo que puedes ayudarme! —dijo Denton, apartando el plato con la mitad de la hamburguesa—. Han encontrado su bruja —declaró—. Y ésta soy yo.
—No acabo de comprender…
—La caza de la bruja —dijo Denton—. Usted lee los periódicos como hace todo el mundo. ¡Expulsad a los rojos de nuestras escuelas!
Rudolph se echó a reír.
—Pero usted no es rojo, profesor —dijo.
—No levante la voz, muchacho —dijo Denton, mirando receloso a su alrededor—. Son temas que no hay que airear.
—Estoy seguro de que no tiene usted por qué preocuparse, profesor —dijo Rudolph, pretendiendo tomarlo a chanza—. Llegué a temer que fuese algo grave. Pensé que quizás había dejado embarazada a una alumna.
—Puede usted reírse —dijo Denton—. Como entonces. Actualmente, nadie ríe en los colegios y las Universidades. Imagínese las acusaciones más absurdas. Una contribución de cinco dólares una oscura obra de caridad, en 1938. Una referencia a Carlos Marx en una lección, como si alguien pudiese explicar las teorías económicas del siglo XIX sin mencionar a Carlos Marx. Un comentario irónico sobre las prácticas económicas dominantes, recogido por un cavernícola en la clase de Historia de América y repetido al padre del cavernícola, que es el jefe de la Legión Americana de la localidad. ¡Ay! Usted no puede imaginárselo, muchacho, no puede imaginárselo. Y Whitby percibe una subvención anual del Estado. Para la Escuela de Agricultura. Por esto, cualquier legislador charlatán pronuncia un discurso, constituye un comité, exige una investigación y consigue que su nombre salga en los periódicos. El Patriota, el Defensor de la Fe. Se ha formado un comité dentro de la Universidad, Jordache. No se lo diga a nadie, pero hay un comité, presidido por el rector, para investigar las acusaciones contra diversos miembros de la Facultad. Están dispuestos a ofrendar sacrificios al Estado, a arrojarle unas cuantas víctimas, yo la primera, con tal de no poner en peligro la subvención. ¿Lo ve ahora más claro, Jordache?
—¡Jesús! —dijo Rudolph.
—Exacto. ¡Jesús! Desconozco sus opiniones políticas…
—No las tengo —dijo Rudolph—. Voto según mi libre criterio.
—Magnífico, magnífico —dijo Denton—. Aunque lo sería más si figurase oficialmente en las filas republicanas. ¡Y pensar que voté por Eisenhower! —lanzó una risa cascada—. Mi hijo estaba en Corea, y él prometió poner fin a la guerra. Pero ¿cómo demostrarlo? Habría mucho que decir sobre el sufragio público.
—Concretamente —dijo Rudolph—, ¿qué quiere usted que haga, profesor?
—A eso voy —dijo Denton, apurando su café—. El comité se reúne dentro de una semana para estudiar mi caso. El martes, a las dos de la tarde. Apúntese la hora. Sólo me han permitido ver un esbozo general de las acusaciones formuladas contra mí: subvenciones a organizaciones comunistas en los años treinta; manifestaciones radicales y ateas en el aula; recomendación de ciertos libros dudosos para su lectura fuera de la Universidad. El arma de costumbre en el mundo académico, Jordache; un arma demasiado utilizada. Tal como está el ambiente, con un hombre como Dulles vociferando al mundo, predicando la destrucción nuclear, y con los hombres más eminentes juzgados y despedidos como mozos de recados en Washington, un pobre maestro puede verse destrozado por un rumor, por el más tenue de los rumores. Afortunadamente, la Universidad todavía conserva un poco de vergüenza, aunque dudo de que vaya a durar mucho, y tengo la oportunidad de defenderme, citando a testigos que respondan por mí…
—¿Qué quiere usted que diga?
—Lo que quiera, muchacho —dijo Denton, con voz quebrada—. No pretendo coaccionarle. Diga lo que piense de mí. Asistió a tres de mis cursos, sostuvimos muchas charlas instructivas fuera del aula, estuvo en mi casa. Es un joven inteligente, que no se dejará engatusar. Me conoce tan bien como el mejor. Diga lo que quiera. Su reputación es buena, su historial universitario es impecable, sin una mala nota. Es un hombre de negocios en pleno auge y sin tacha. Su testimonio será muy valioso.
—Está bien —dijo Rudolph. Premoniciones de disgustos. Ataques. La actitud de Calderwood. Los «Almacenes» metidos en política, en relación con el problema comunista—. De acuerdo, prestaré declaración —dijo.
El peor momento para una cosa así, pensó, malhumorado. De pronto, y por primera vez, comprendió el placer exquisito que deben sentir los cobardes.
—Sabía que me diría esto, Jordache. —Denton, emocionado, le estrechó la mano por encima de la mesa—. Le sorprendería saber las negativas que he recibido de hombres que fueron mis amigos durante veinte años. ¡Qué manera de escurrir el bulto! ¡Qué pusilanimidad! Este país se está convirtiendo en una jauría de perros apaleados, Jordache. ¿Quiere que le jure que nunca he sido comunista?
—No sea absurdo, profesor —dijo Rudolph. Miró su reloj—: Pero tengo que volver a mi trabajo. Cuando se reúna el comité, el martes próximo, allí estaré. —Buscó el monedero en el bolsillo—. Permítame pagar lo mío.
Denton le atajó con un ademán.
—Yo le invité —dijo—. Vaya, muchacho, vaya a su trabajo. No quiero entretenerle más.
Se levantó; miró por última vez a su alrededor, para asegurarse de que nadie les observaba, y tranquilizado, estrechó efusivamente la mano de Rudolph.
Rudolph cogió su abrigo y salió del restaurante. A través de los empañados cristales, vio que Denton se paraba y pedía una copa en el bar.
Se encaminó despacio a los «Almacenes», sin abrocharse el gabán, aunque el tiempo era crudo y el aire cortaba. La calle tenía el aspecto de siempre, y las personas que se cruzaban con él no parecían perros apaleados. ¡Pobre Denton! Recordó que precisamente en las clases de Denton había concebido sus primeras ideas sobre la forma de convertirse en capitalista. Rió para sus adentros. A Denton, pobre infeliz, le estaba vedada la risa.
La desastrosa comida no había saciado su apetito, y cuando llegó a los «Almacenes», se dirigió al saloncito del sótano, pidió leche malteada y la bebió, entre el agudo parloteo de las parroquianas que le rodeaban por todas partes. Éstas vivían en un mundo seguro. Esta misma tarde, comprarían vestidos de cincuenta dólares, y radios portátiles y aparatos de televisión, y cacerolas y muebles de salón y cremas para el cutis, y aumentarían los beneficios de la empresa, y se sentirían dichosas con sus bocadillos y sus helados.
Observó aquellas caras tranquilas, hambrientas, maquilladas, derrochadoras, ávidas; caras de madre, de novia, de virgen, de solterona, de cortesana; escuchó sus voces; respiró sus mezclados perfumes, y se alegró de no estar casado ni enamorado de nadie. No me pasaré la vida sirviendo a esas acaudaladas señoras, pensó. Después, pagó su leche malteada y subió a su despacho.
Había una carta sobre su mesa. Una carta muy breve. Te ruego que vengas pronto a Nueva York. Estoy en un lío y tengo que hablarte. Te quiere. GRETCHEN.
Arrojó la carta al cesto.
—¡Jesús! —dijo, por segunda vez en una hora.
Cuando salió de los «Almacenes», a las seis y cuarto, estaba lloviendo. Calderwood no le había dicho una palabra, desde su conversación de la mañana. Es lo único que me faltaba, esa lluvia, pensó tristemente, mientras rodaba en su motocicleta entre el intenso tráfico. Estaba cerca de su casa cuando recordó que le había prometido a su madre que compraría la cena. Lanzó una maldición, dio media vuelta y se dirigió al barrio comercial, donde las tiendas permanecían abiertas hasta las siete. Una sorpresa, había dicho su madre. Tu amante hijo puede verse de patitas en la calle dentro de dos semanas, madre. ¿Quieres mayor sorpresa?
Hizo la compra apresuradamente: un pollito, patatas, una lata de guisantes, medio pastel de manzana para postre. Mientras se abría paso entre las hileras de amas de casa, recordó la entrevista con Calderwood y sonrió torvamente. El niño prodigio de las finanzas, rodeado de bellas admiradoras, camino de uno de sus habituales y elegantes banquetes en la mansión familiar, captado por los fotógrafos de Life y de House and Garden. En el último momento, compró una botella de whisky escocés. Esta noche, vendría bien el whisky.
Se acostó temprano, un poco alumbrado, y justo antes de dormirse, pensó: La única satisfacción en todo el día ha sido la carrera de esta mañana con Quentin McGovern.
La semana transcurrió por cauces rutinarios. Siempre que Rudolph se tropezó con Calderwood, éste se abstuvo de aludir a la proposición de aquél, limitándose a hablarle de los asuntos corrientes del negocio, en su acostumbrado tono irritado y ligeramente bronco. Ni sus modales ni sus palabras parecían indicar que hubiese tomado una decisión definitiva.
Rudolph había llamado a Gretchen por teléfono (desde una cabina pública, pues a Calderwood no le gustaba que se utilizasen los teléfonos de la empresa para conversaciones particulares), y Gretchen había parecido contrariada cuando él le dijo que no podría ir esta semana, pero que trataría de hacerlo al final de la próxima. Se había negado a decirle cuál era su problema. Podía esperar, había dicho. Si podía esperar, pensó él, la cosa no debería ser tan grave.
Denton no volvió a llamarle. Tal vez temía que, si le daba una oportunidad con una nueva conversación, pudiese retractarse de su promesa de hablar en su favor ante el comité, el próximo martes por la tarde. A Rudolph le preocupaba un poco tener que comparecer ante el comité. Siempre cabía la posibilidad de que se presentase contra Denton alguna prueba ignorada o silenciada por éste y que hiciese aparecer a Rudolph como un cómplice, un embustero o un estúpido. Pero lo que más le inquietaba era que el comité se mostraría en todo caso agresivo, predispuesto a liquidar a Denton y hostil a cualquiera que se interpusiese en su camino. Durante toda su vida, Rudolph había procurado granjearse la simpatía de los demás, sobre todo, si eran personas mayores y bien situadas. La idea de enfrentarse con una sala llena de hoscos semblantes le turbaba profundamente.
Durante toda la semana, pronunció silenciosos discursos dirigidos a aquellos rostros imaginados e inexorables, discursos en los que defendía dignamente a Denton y con los que, al mismo tiempo, encandilaba a los jueces. Pero, en definitiva, ninguno de tales parlamentos parecía eficaz. Tendría que presentarse ante el comité con la mayor serenidad posible, palpar el ambiente de la sala e improvisar lo mejor para Denton y para él mismo. Si Calderwood supiese lo que se disponía a hacer…
Al tocar la semana a su fin, durmió pésimamente, entre sueños lascivos y nada satisfactorios, con imágenes de Julie bailando desnuda ante un caudal de agua, Gretchen tumbada en una canoa y Mary Jane despatarrada en el lecho, con los senos al descubierto y el semblante contraído y acusador. Un barco zarpaba del puerto, y una muchacha, con las faldas agitadas por el viento, le sonreía, mientras él corría desesperadamente por el muelle para alcanzar el buque y era retenido por unas manos invisibles. El barco se alejaba y se perdía en alta mar…
El domingo por la mañana, mientras tañían las campanas de la iglesia, resolvió que no podía permanecer en casa todo el día, aunque había proyectado repasar una copia de los papeles que había entregado a Calderwood y hacer en ellos algunas correcciones y adiciones que se le habían ocurrido durante la semana. Pero, los domingos, su madre se encontraba peor que nunca. Las campanas la hacían lamentar su religión perdida y entonces decía que si Rudolph la acompañaba, iría a misa, confesaría y comulgaría.
—Me esperan las llamas del infierno —dijo, después de desayunar—, y la iglesia y la salvación se encuentran a sólo dos manzanas de aquí.
—Otro domingo, mamá —dijo Rudolph—. Hoy estoy muy ocupado.
—Otro domingo puedo estar muerta y en el infierno —dijo ella.
—Tendremos que arriesgarnos —dijo él, levantándose de la mesa.
La dejó llorando.
El día era claro y frío, y el sol brillaba en el pálido cielo invernal. Rudolph se puso las ropas de abrigo, una pelliza forrada de lana de las Fuerzas Aéreas, un gorro de punto también de lana, y calándose las gafas de motorista, sacó la máquina del garaje. Vaciló sobre la dirección a tomar. Aquel día, no tenía que ver a nadie; ningún destino parecía prometedor. El ocio es la carga del hombre moderno.
Subió a su motocicleta, la puso en marcha y vaciló de nuevo. Un coche con esquís sobre la capota cruzó la calle a toda velocidad. Él pensó: ¿y por qué no? Es un sitio tan bueno como otro cualquiera. Y lo siguió. Recordó que Larsen, el joven de la sección de Deportes de Invierno, le había dicho que había un granero en las afueras de la población que podía convertirse en un puesto de alquiler de esquís para los fines de semana y que podía rendir buenos beneficios. Rudolph se sintió más tranquilo cuando siguió al coche de los esquís. Ya tenía algo que hacer.
Estaba medio helado cuando llegó a las pistas. El sol le deslumbraba al reflejarse en la nieve, y Rudolph miraba con párpados entornados las figuras vestidas de brillantes colores que se deslizaban por la pendiente del monte. Todos parecían vigorosos, jóvenes y divertidos, y las muchachas, con sus pantalones ceñidos a las finas caderas y a las redondas nalgas, ponían una nota de saludable emoción a la mañana dominguera.
Rudolph observó el alegre espectáculo durante un rato, hasta que empezó a invadirle la melancolía. Se sentía solo, aislado. Estaba a punto de montar en su máquina para volver a la ciudad, cuando llegó Larsen, deslizándose por la pendiente, y se detuvo en seco delante de él, levantando una polvareda de nieve.
—Hola, míster Jordache —dijo.
Sonrió, mostrando una doble hilera de dientes blancos y brillantes. Dos chicas que le seguían se detuvieron detrás de él.
—Hola, Larsen —dijo Rudolph—. He venido a ver ese granero del que me habló.
—Es negocio seguro —dijo Larsen.
Con rápido y ágil movimiento, se inclinó para despojarse de los esquís. Llevaba la cabeza descubierta, y, al inclinarse, los largos cabellos finos y rubios, cayeron sobre sus ojos. Al mirarle, con suéter rojo y las dos chicas detrás de él, Rudolph tuvo la seguridad de que Larsen no había soñado, la noche anterior, en ningún barco alejándose de un muelle.
—Hola, míster Jordache —dijo una de las chicas—. No sabía que fuese usted esquiador.
Él la miró y ella se echó a reír. Llevaba unas grandes gafas verdes que cubrían casi toda su carita. Las levantó sobre el gorro de lana rojo y azul.
—Voy disfrazada —dijo.
Ahora, Rudolph la reconoció. Era Miss Soames, de la Sección de Discos. Alegre, rolliza, rubia, respirando música por todos sus poros.
—Buenos días, buenos días —dijo Rudolph, un poco aturdido, al fijarse en la fina cintura de Miss Soames y en sus redondas caderas—. No, no soy esquiador. Sólo he venido a ver.
Miss Soames rió.
—Hay bastante que ver aquí, ¿no es cierto?
—Míster Jordache —dijo Larsen, que se había quitado ya los esquís—, ¿puedo presentarle a mi prometida? Miss Packard.
Miss Packard se quitó también las gafas de sol y resultó tan linda como Miss Soames y de edad parecida.
—Mucho gusto —dijo.
Su prometida. La gente aún se casaba.
—Volveré dentro de media hora, chicas —dijo Larsen—. Míster Jordache y yo tenemos que hablar de un asunto.
Plantó los esquís y los palos en la nieve, mientras las jóvenes hacían un ademán de despedida y se dirigían a la estación del telesilla.
—Parecen buenas esquiadoras —dijo Rudolph, mientras volvía n Larsen a la carretera.
—No mucho —dijo Larsen, despreocupadamente—. Pero tienen otros encantos.
Y se echó a reír, mostrando sus magníficos dientes sobre el fondo de su tostado rostro. Rudolph sabía que ganaba sesenta y cinco dólares a la semana. ¿Cómo podía sentirse tan feliz, en una mañana de domingo, con sólo sesenta y cinco dólares a la semana?
El granero estaba situado en la carretera, a unos doscientos metros de las pistas, y era una estructura grande y sólida, bien protegida contra las inclemencias del tiempo.
—Todo lo que se necesita —dijo Larsen— es una estufa grande de hierro, para que no falte calor. Apuesto a que podría usted alquilar mil pares de esquís o dos o trescientos pares de botas cada fin de semana, sin contar las vacaciones de Navidad y de Pascua y otras fiestas. Un par de estudiantes podrían cuidar de ello, por sólo la comida. Sería una mina de oro. Si no lo hace usted, alguien lo hará. Es el segundo año que se practica el esquí en esta zona. Pero hay mucha afición, y no faltará quien advierta la oportunidad.
Rudolph comprendió la fuerza del argumento, parecido al empleado por él mismo con Calderwood la semana pasada, y sonrió. En los negocios a veces era uno quien empezaba, y otros quienes se dejaban empujar. Este domingo me empujan, pensó. Si lo hacemos, Larsen se merecerá un buen aumento de salario.
—¿Quién es el dueño de esto? —preguntó.
—No lo sé —dijo Larsen—. Pero es fácil enterarse.
¡Pobre Larsen!, pensó Rudolph. No está hecho para los negocios. Si la idea se me hubiese ocurrido a mí, habría conseguido una opción de compra antes de decirle una palabra a nadie.
—Cuídese usted de esto, Larsen —dijo—. Entérese de quién es el dueño, de si está dispuesto a alquilarlo y por qué precio, o a venderlo y por qué precio. Y no hable de los «Almacenes». Diga que es un proyecto suyo.
—Comprendo, comprendo —dijo Larsen, gravemente—. Hay que impedir que pregunten demasiado.
—Nada se pierde con probar —dijo Rudolph—. Vayámonos de aquí. Me estoy helando. ¿Hay algún sitio donde podamos tomar un café?
—Pronto será la hora de comer. Hay un sitio, a un kilómetro y medio de aquí, que no está mal del todo. ¿Por qué no come conmigo y las chicas, míster Jordache?
El impulso automático de Rudolph fue decir que no. Jamás se había dejado ver con algún empleado fuera de los «Almacenes», salvo, alguna vez, con un jefe de compras o de sección. Sintió un escalofrío. En realidad, sentía un frío extraordinario. Tenía que meterse en alguna parte. Y Miss Soames era alegre y gentil. ¿Qué mal había en ello?
—Gracias, Larsen —dijo—. Les acompañaré con mucho gusto.
Se encaminaron a la estación del telesilla. Larsen caminaba con firmeza y seguridad, con sus pesadas botas de suela de caucho. Rudolph llevaba zapatos con suela de cuero, y, como el suelo estaba helado, tenía que andar con gran cuidado, casi temerosamente, para no resbalar. Confió en que las chicas no le estarían observando.
Éstas les estaban esperando, despojadas ya de sus esquís, y Miss Soames dijo, antes de que Larsen abriese la boca:
—Estamos muertas de hambre. ¿Quién va a alimentar a este par de huerfanitas?
—Bueno, bueno, niñas —dijo Larsen, en tono autoritario—, os daremos de comer. No lloréis más.
—¡Oh, míster Jordache! —dijo Miss Soames—. ¿Va usted a comer con nosotros? ¡Qué gran honor!
Y bajó modestamente los párpados sobre su carita pecosa, con no disimulada chunga.
—Desayuné temprano —dijo Rudolph, avergonzándose de su torpe aclaración—. No me vendrá mal comer y beber un poco. —Se volvió a Larsen—: Les seguiré en mi máquina.
—¿Es suya esa hermosa moto, míster Jordache? —preguntó Miss Soames señalando en dirección a la motocicleta.
—Sí —dijo Rudolph.
—Tengo verdaderos deseos de ir en moto —dijo Miss Soames. Tenía un modo de hablar efusivo, rotundo, con un aplomo que parecía innato—. ¿Le importaría mucho dejarme subir?
—Hace mucho frío —dijo Rudolph, secamente.
—Llevo dos pares de pantalones largos —dijo Miss Soames—. Le aseguro que no pasaré frío. Benny —le dijo a Larsen—, sé bueno y pon mis esquís en tu coche. Yo iré con míster Jordache.
Nada podía hacerle Rudolph, el cual echó a andar en dirección a la máquina, mientras Larsen sujetaba los tres pares de esquís sobre la cubierta de su nuevo «Ford». ¿Cómo lo habrá comprado, con sesenta y cinco dólares a la semana?, pensó Rudolph. Y, por un momento, se preguntó si Larsen llevaría honradamente las cuentas de la Sección de Esquí.
Rudolph montó en la motocicleta y Miss Soames saltó ágilmente detrás de él, agarrándose fuertemente a su cintura. Rudolph se caló las gafas y siguió al «Ford» de Larsen fuera de la zona de aparcamiento. Larsen conducía deprisa, y Rudolph tenía que apretar para mantener su misma velocidad. Hacía mucho más frío que antes y el viento le cortaba la cara; pero Miss Soames, apretándose aún más, le gritó al oído:
—¿No es estupendo?
El restaurante era espacioso, limpio y estaba lleno de bulliciosos esquiadores. Encontraron una mesa cerca de una ventana, y Rudolph se quitó la chaqueta de las Fuerzas Aéreas, mientras los otros se despojaban de sus anoraks. Miss Soames llevaba un suéter azul pálido, que se ajustaba delicadamente sobre sus gordezuelos y menudos senos. Rudolph también llevaba un suéter sobre su camisa de lana, y un pañuelo de seda cuidadosamente anudado al cuello. Demasiado elegante, pensó, recordando a Teddy Boylan; y se lo quitó, con el pretexto de que en el restaurante hacía calor.
Las chicas pidieron «Coca-Cola» y Larsen una cerveza. Rudolph pensó que necesitaba algo más fuerte, y pidió un whisky. Cuando les trajeron las bebidas, Miss Soames levantó su vaso y brindó, haciendo chocar el cristal con el de Rudolph:
—Por el domingo —dijo—, sin el cual nos moriríamos todos.
Estaba sentada al lado de Rudolph, y éste sintió la firme presión de su rodilla contra la de él. Apartó la suya despacio, para que pareciese un movimiento natural; pero, al mirarle por encima del borde del vaso, los ojos de la niña, de un pálido y frío azul, mostraron una expresión divertida y experta.
Encargaron bistés para todos. Miss Soames pidió una moneda para el tocadiscos, y Larsen se la sacó del bolsillo antes de que pudiera hacerlo Rudolph. Ella tomó la moneda, alto por encima de las piernas de Rudolph, apoyando una mano en su hombro para mantener el equilibrio, y se dirigió a la máquina, cruzando el salón con ondulados y agiles movimientos, a pesar de sus pesadas botas.
Sonó con estrépito la música, y Miss Soames volvió a la mesa, trazando menudos y graciosos pasos de baile. Esta vez, al saltar sobre Rudolph, para sentarse en su sitio, quedaron pocas dudas sobre sus intenciones, pues se sentó más cerca de él y la presión de su rodilla se hizo inconfundible. Si él trataba ahora de apartarse, todos se darían cuenta; por consiguiente, no se movió.
A Rudolph le habría gustado beber vino con la carne, pero no se atrevía a pedir una botella, por temor a que los otros lo considerasen como una exhibición de superioridad. Contempló la carta. En la parte posterior, figuraban vinos de California, tinto y blanco.
—¿Quiere alguno de ustedes beber vino? —preguntó, dejando a los otros que tomasen la decisión.
—Yo sí —dijo Miss Soames.
—¿Y tú, querida? —dijo Larsen, volviéndose a Miss Packard.
—Si los demás lo toman… —respondió ella, por complacerles.
Cuando acabaron de comer, habían despachado tres botellas de vino tinto. Larsen era el que más había bebido, pero los otros también habían hecho un buen papel.
—¡Menuda historia voy a contarles mañana a las chicas del almacén! —dijo Miss Soames con el rostro colorado y rozando mimosamente su rodilla con la de Rudolph—. He pasado el domingo con el grande e inabordable míster Frigidaire en persona…
—Vamos, vamos, Betsy —dijo Larsen, inquieto, mirando a Rudolph para ver cómo se había tomado lo de míster Frigidaire—. Cuidado con lo que dices.
Pero Miss Soames no le hizo el menor caso y se apartó un rubio mechón de la frente con su menuda y gordezuela mano.
—Con sus maneras cosmopolitas y su fuerte vino de California, el Príncipe de la Corona me ha emborrachado y me ha hecho perder la compostura en público. ¡Oh! Nuestro míster Jordache es muy ladino —siguió diciendo ella, llevándose un dedo a uno de sus ojos y haciendo un guiño—. Cualquiera diría que es capaz de enfriar una caja de cervezas con una sola de sus miradas. Pero ¡ay!, cuando llega el domingo, aparece el verdadero míster Jordache. Saltan los tapones, corre el vino, y él bebe con todos los demás, ríe los chistes verdes de Ben Larsen y se insinúa con las pobrecitas dependientas del montón. Por cierto, míster Jordache, que tiene usted unas rodillas muy duras.
Rudolph no pudo contener la risa, y los otros rieron con él.
—Bueno, no puedo decir lo mismo de usted, Miss Soames —declaró—. Estoy dispuesto a jurarlo.
Todos volvieron a reír.
—Míster Jordache, el temerario motociclista, el Muro de la Muerte, lo ve todo, lo sabe todo, lo siente todo —dijo Miss Soames—. Pero, Dios mío, todavía le llamo míster Jordache. ¿Puedo llamarle Joven Amo? ¿O prefiere que le llame Rudy?
—Rudy —dijo él.
Si hubiesen estado solos, la habría abrazado, habría besado su carita tentadora y sus gordezuelos labios, medio burlones, medio incitantes.
—Así está bien —dijo ella—. Sonia, puedes llamarle Rudy.
—Hola, Rudy —dijo Miss Packard para quien nada significaba esto, pues no trabajaba en los «Almacenes».
—Benny —dijo Miss Soames, con voz de mando.
Larsen miró a Rudolph, con ojos suplicantes.
—Está un poco cargada… —empezó a decir.
—No seas tonto, Benny —dijo Rudolph.
—Está bien, Rudy —dijo Larsen, haciendo un esfuerzo.
—Rudy, el hombre misterioso —prosiguió Miss Soames, sorbiendo vino—. Al terminar la jornada, le encierran bajo llave. Nadie le ve, salvo en las horas de trabajo. Ni los hombres, ni las mujeres, ni los niños. Sobre todo, las mujeres. Sólo en la planta baja hay veinte chicas que lloran por él todas las noches, por no hablar de las damas de las otras secciones. Y él se pasea entre ellas, con fría e impávida sonrisa.
—¿Dónde diablos aprendiste a hablar así? —preguntó Rudolph, intrigado, divertido y, al mismo tiempo, halagado.
—Es muy culta —dijo Miss Packard—. Lee un libro cada día.
Miss Soames no le hizo caso.
—Es un hombre misterioso, envuelto en un enigma, como dijo míster Churchill en cierta ocasión. Se le ha visto correr al amanecer, seguido de un muchacho de color. ¿De qué está huyendo? ¿Qué mensaje le trae el chico de color? Se rumorea que le han visto en los barrios bajos de Nueva York. ¿Qué pecados comete en la gran ciudad? ¿Por qué no peca en su población?
—Betsy —dijo Larsen, débilmente—. Vamos a esquiar.
—Conecten con esta emisora el próximo domingo y tal vez podremos responder a estas preguntas —dijo Miss Soames—. Ahora, puedes besar mi mano.
Alargó la mano, desdoblando la muñeca, y Rudolph la besó, ruborizándose ligeramente.
—Tengo que volver a la ciudad —dijo.
Habían traído la cuenta, y dejó unos billetes sobre la mesa. Quince dólares, incluida la propina.
Cuando salieron de allí, nevaba un poco. El monte tenía un aspecto desolado y peligroso, y su silueta aparecía desdibujada por la fina cortina de nieve.
—Gracias por la comida, míster Jordache —dijo Larsen, pensando que con una vez de llamarle Rudy había ya bastante—. Ha sido estupenda.
—Yo también lo he pasado muy bien, míster Jordache —dijo Miss Packard, ensayando su papel de esposa—. Lo digo de veras.
—Vamos, Betsy —dijo Larsen—. Volvamos a la pista, a quemar un poco del vino que hemos bebido.
—Yo prefiero volver a la ciudad con mi viejo y buen amigo Rudy, en esa máquina que desafía a la muerte —dijo Miss Soames—. ¿Quieres, Rudy?
—Pasarías un frío espantoso —dijo Rudolph.
Ella parecía menuda y frágil en su anorak, con sus enormes gafas de sol absurdamente sujetas sobre su capucha de esquiadora. Su cabeza parecía muy grande, debido principalmente a las gafas; como un marco desmesurado de su cara picara y menuda.
—Hoy no esquiaré más —dijo Miss Soames, en tono autoritario—. Prefiero otros deportes. —Se dirigió a la motocicleta—. Montemos —dijo.
—No tiene por qué llevarla, si no quiere —dijo Larsen, seriamente, sintiéndose responsable.
—Puede venir —dijo Rudolph—. Iré despacio y me asegurare de que no se caiga.
—Es una chica un poco alocada —dijo Larsen, todavía preocupado—. No sabe beber. Pero no lo hace con mala intención.
—No ha hecho nada malo, Benny —dijo Rudolph, con unas palmadas en el hombro abrigado de Larsen—. No te preocupes. Y mira lo que puedes averiguar sobre ese local.
Hablando de negocios, volvía a sentirse seguro.
—Lo haré, míster Jordache —dijo Larsen.
Éste y Miss Packard agitaron la mano, despidiéndose, mientras Rudolph salía en su máquina de la zona de aparcamiento del restaurante, con Miss Soames montada detrás de él y abrazada a su cintura.
La nevada no era intensa, pero sí lo bastante para hacer que condujese con cuidado. Los brazos de Miss Soames eran sorprendentemente vigorosos para una chica de constitución tan delicada, y aunque ésta había bebido lo bastante para desatar su locuacidad, el alcohol no había afectado su equilibrio, según demostraba la facilidad con que se inclinaba al tomar él las curvas de la carretera. De vez en cuando, cantaba las tonadas escuchadas durante todo el día en la Sección de Discos; pero, con el viento zumbando junto a sus oídos, Rudolph sólo podía captar pequeños retazos, fragmentos de frases melódicas entonadas por una voz lejana. Parecía una niña que cantase sola en una habitación apartada.
Él disfrutaba con el paseo. En realidad, había pasado un buen día. Y se alegraba de que las palabras de su madre le hubiesen alejado de casa.
Al pasar frente a la Universidad, en las afueras de Whitby, redujo la velocidad para preguntar a Miss Soames dónde vivía. No era lejos del campus, y el trayecto discurría por calles conocidas. Aún era temprano, pero había nubes negras en el cielo y se veían luces encendidas en las casas. Rudolph tuvo que detenerse ante una señal de «stop», y, al hacerlo, los brazos de Miss Soames resbalaron de su cintura, sin menguar su presión. Sintió su risa y su voz junto al oído.
—No distraer al conductor —dijo Rudolph—. Así reza el reglamento.
Pero ella se rió, sin darse por vencida.
Pasaron junto a un viejo que paseaba su perro, y Rudolph estuvo seguro de que aquél les observaba con desaprobación. Aceleró la máquina, y el viejo se volvió. Pero Miss Soames no se dio por enterada.
Llegaron a la dirección que ella le había dado. Era una vieja casa, de una sola vivienda, rodeada de amarillento césped. No había luces.
—Ya estamos en casa —dijo Miss Soames, saltando de la banqueta—. Ha sido un buen paseo, Rudy. Sobre todo, los últimos minutos. —Se quitó las gafas y el capuchón e inclinó la cabeza a un lado, dejando que los cabellos cayesen sobre sus hombros—. ¿Quieres entrar? —preguntó—. No hay nadie. Mis padres salieron de visita y mi hermano está en el cine. Podemos pasar al capítulo siguiente.
Él vaciló, contempló la casa y pensó cómo sería su interior. Papá y mamá estaban de visita, pero podían regresar temprano. El hermano podía aburrirse en el cine y volver antes de lo que se esperaba. Miss Soames seguía plantada ante él, apoyada una mano en la cadera, sonriendo, y haciendo oscilar las gafas y la capucha en la otra.
—¿Y bien? —preguntó.
—Tal vez otro día —dijo él.
—Gato escaldado —dijo ella, riendo entre dientes.
Después, echó a correr en dirección a la casa. Al llegar a la puerta, se volvió y le sacó la lengua. Se sumió en el oscuro edificio.
Él arrancó, pensativo, y se dirigió hacia el centro de la ciudad, a lo largo de las calles sumidas en la penumbra. No tenía ganas de volver a casa; aparcó la moto y se metió en un cine. Apenas vio la película, y, al salir, no habría podido explicar nada de su argumento.
Seguía pensando en Miss Soames. Una chiquilla alocada y fácil, incitadora, muy incitadora, que le había estado tomando el pelo. No le gustaba la idea de tropezarse con ella en los «Almacenes» a la mañana siguiente. Si era posible, haría que la despidiesen. Pero ella acudiría al sindicato y Rudolph tendría que explicar las causas del despido. «Me llamó míster Frigidaire; después, me llamó Rudy, y por fin, se propasó conmigo en público».
Renunció al proyecto de despedir a Miss Soames. Pero una cosa había quedado demostrada: había hecho bien en mantenerse apartado del personal de los «Almacenes».
Cenó solo en un restaurante, se bebió una botella entera de vino y estuvo a punto de estrellarse contra una farola al regresar a casa.
Durmió mal y se despertó, gruñendo, a las siete menos cuarto del lunes, ante la perspectiva de levantarse y correr con Quentin McGovern. Pero se levantó y corrió.
Al realizar su recorrido matinal en los «Almacenes», cuidó de no acercarse a la Sección de Discos. Saludó a Larsen con la mano, la pasar por la Sección de Esquí, y Larsen, con su suéter rojo, le dijo «Buenos días, míster Jordache», como si no hubiesen pasado juntos el domingo.
Por la tarde, Calderwood le llamó a su despacho.
—Bueno, Rudy —le dijo—, he reflexionado sobre tus proyectos y he hablado de ellos con ciertas personas de Nueva York. Mañana iremos allá, para entrevistarnos con mi abogado, en su oficina de Wall Street. Me ha dado hora para las dos. Quiere hacerte unas preguntas. Tomaremos el tren de las once y cinco. No te prometo nada, pero, por primera vez en la vida, mis asesores creen que no andas desencaminado. —Le miró fijamente—. No pareces muy entusiasmado, Rudy —le dijo, en tono de reproche.
—¡Oh! Me satisface mucho, señor. Muchísimo. —Consiguió sonreír. «Le prometí a Denton que el martes, a las dos, comparecería ante el comité», pensó—. Es una espléndida noticia, señor —dijo, simulando una alegría ingenua e infantil—. Sólo que no la esperaba…, tan pronto, quiero decir.
—Comeremos en el tren —dijo Calderwood, dando por terminada la entrevista.
Comer en el tren con el viejo. Esto significa que no podré beber, pensó Rudolph, al salir del despacho. Prefería lamentarse por esto que por lo que iba a hacerle al profesor Denton.
Avanzada la tarde, sonó el teléfono de su despacho y mis Giles se puso al aparato.
—Veré si está —dijo—. ¿Quién le llama?
Cubrió el micrófono con la mano y dijo:
—El profesor Denton.
Rudolph vaciló; después, alargó la mano y asió el aparato.
—Hola, profesor —dijo, en tono afectuoso—. ¿Cómo van las cosas?
—Jordache —dijo Denton, con voz ronca—. Estoy en el «Ripley's». ¿Podría venir un momento? Tengo que hablar con usted.
Igual daba ahora que más tarde.
—Desde luego, profesor. Iré inmediatamente. —Se levantó—. Si alguien pregunta por mí —dijo a Miss Giles—, dígale que volveré dentro de media hora.
Cuando llegó al restaurante, tuvo que mirar a su alrededor para encontrar a Denton. Éste se hallaba de nuevo en el último compartimiento. No se había quitado el sombrero ni el gabán, y estaba inclinado sobre la mesa, acariciando su vaso con ambas manos. Necesitaba un afeitado y llevaba arrugado el traje y tenía empañados los lentes. Rudolph pensó que parecía un viejo vagabundo, esperando en un banco de un parque invernal a que llegase un policía que lo llevase bajo techado. El confiado, vocinglero y sarcástico profesor que conocía Rudolph, divertido y que divertía, parecía haberse esfumado para siempre.
—Hola, profesor —dijo Rudolph, al llegar frente a Denton. No se había puesto el abrigo, debido a lo cerca que estaba el figón de su oficina—. Me alegro de verle.
Sonrió, como para dar a entender a Denton que le veía igual que siempre y que por esto le saludaba en la forma acostumbrada.
Denton le dirigió una mirada torpe. No le tendió la mano. Su rostro, generalmente colorado, tenía un tinte gris. Incluso su sangre ha capitulado, pensó Rudolph.
—Tome una copa —dijo Denton, con voz espesa. Por lo visto, él la había tomado ya. O tal vez más de una—. ¡Señorita! —gritó a la señora del uniforme color naranja, que estaba apoyada, como una yegua vieja, en un extremo de la barra—. ¿Qué quiere tomar? —preguntó a Rudolph.
—Whisky escocés, por favor.
—Un whisky con soda para mi amigo —dijo Denton—. Y otro bourbon para mí.
Después, permaneció un rato en silencio, contemplando el vaso que tenía entre las manos. Rudolph había pensado ya lo que tenía que hacer. Le diría a Denton que le era imposible comparecer ante el comité al día siguiente, pero que podría hacerlo cualquier otro día, si el comité concedía un aplazamiento. En otro caso, iría a ver al rector aquella misma noche y le diría cuanto tuviese que decir. O bien, si esto no le parecía bien a Denton, escribiría su declaración aquella noche, para que Denton la leyese al comité cuando se viese su caso. Temía hacer estas propuestas a Denton, pero le era preciso salir para Nueva York con Calderwood a las once y cinco de la mañana. Agradeció el momentáneo silencio de Denton y se dedicó a agitar su bebida, mientras una débil barrera musical pareció atajar la conversación durante unos segundos.
—Lamento haber interrumpido su trabajo de este modo, Jordache —dijo Denton, sin levantar los ojos y hablando a media voz—. Los apuros hacen que el hombre se vuelva egoísta. Si paso frente a un cine y veo gente haciendo cola, para reírse viendo una comedia, me digo: «¿No saben lo que ocurre? ¿Cómo pueden ir al cine?» —rió tristemente—. Absurdo —dijo—. Sólo entre 1939 y 1945, murieron cincuenta millones de personas en Europa, y yo fui al cine dos veces por semana.
Bebió ávidamente, inclinado sobre la mesa y sosteniendo el vaso con ambas manos. El cristal hizo un ruido seco sobre la mesa al dejar Denton el vaso.
—Dígame lo que le pasa —dijo Rudolph, en tono tranquilizador.
—Nada —dijo Denton—. Bueno, en realidad, no es esto. Pasa mucho. Todo ha terminado.
—¿Cómo dice? —preguntó Rudolph, con voz pausada, aunque le resultaba difícil disimular su excitación. Así pues, no había sido nada. Un temporal en un vaso de agua. La gente no podía ser tan idiota—. ¿Quiere decir que han dejado correr el asunto?
—Quiero decir que yo lo he dejado correr —dijo Denton, llanamente, levantando la cabeza y mirando a Rudolph por debajo del ala de su raído sombrero—. Hoy he dimitido.
—¡Oh, no! —dijo Rudolph.
—¡Oh, sí! —dijo Denton—. Después de doce años. Me propusieron aceptar mi dimisión y sobreseer el procedimiento. Yo no podía hacer frente a la sesión de mañana. Después de doce años. Soy viejo, demasiado viejo. Tal vez si hubiese sido más joven… Cuando uno es joven, puede enfrentarse con lo absurdo. Aún confía en la justicia. Mi mujer se pasó toda la semana llorando. Decía que esta deshonra la mataría. Una figura retórica, desde luego. Pero una mujer que llora siete días y siete noches quebranta la voluntad de un hombre. Así pues, es cosa hecha. Sólo quería darle las gracias y decirle que no tiene que ir allá mañana, a las dos de la tarde.
Rudolph tragó saliva. Trató de disimular el alivio que sentía.
—Me habría complacido mucho hablar en su favor —dijo. En realidad, no habría experimentado esta satisfacción; pero, en todo caso, había tenido el propósito de hacerlo y holgaba una descripción más exacta de sus sentimientos—. ¿Y qué va usted a hacer ahora? —preguntó.
—Me han echado un cable —dijo Denton, con voz triste—. Tengo un amigo en la Facultad de Derecho Internacional de Ginebra. Me han ofrecido una plaza. Menos dinero, pero una plaza. Tengo entendido que es una bella ciudad.
—Pero no es más que una Escuela Superior —protestó Rudolph—. Y usted ha sido siempre catedrático de Universidad.
—Está en Ginebra —dijo Denton—. Y quiero largarme de este maldito país.
Rudolph no había oído nunca decir a nadie que América fuese un país maldito, y le chocó su exabrupto. De muchacho, había cantado Dios Derrame su Gracia sobre Ti, junto a otros muchachos y muchachas de la escuela, refiriéndose a su tierra natal, y ahora se daba cuenta de que lo que había cantado de chico seguía creyéndolo de adulto.
—No es un país tan malo como usted cree —dijo.
—Peor —dijo Denton.
—Todo pasará. Le pedirán que vuelva.
—Jamás —dijo Denton—. No volvería aunque me lo pidiesen de rodillas.
«El Hombre sin Patria», recordó Rudolph de sus tiempos de estudiante, pensando en el pobre desterrado transferido de barco en barco, condenado a no volver a ver las playas de su tierra natal y a mirar con lágrimas en los ojos la bandera de su país. Ginebra, el buque sin pabellón. Contempló a Denton, ya desterrado en el último compartimiento del «Ripley's» y sintió una confusa mezcla de emociones, de compasión y de desdén.
—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó—. ¿Necesita dinero?
Denton negó con la cabeza.
—Tenemos lo necesario —dijo—. Al menos, de momento. Vamos a vender la casa. El valor de las fincas ha subido mucho desde que la compré. El país está en pleno florecimiento. —Emitió una risa seca. Se levantó bruscamente—. Tengo que marcharme a casa —dijo—. Todas las tardes le doy lección de francés a mi esposa.
Dejó que Rudolph pagase las consumiciones. Ya en la calle, se levantó el cuello del gabán, acentuando su aspecto de viejo vagabundo, y estrechó flojamente la mano de Rudolph.
—Le escribiré desde Ginebra —dijo—. Nada comprometedor. ¡Sabe Dios cuántas cartas se abren hoy en día!
Se alejó arrastrando los pies —figura erudita y encorvada— entre los ciudadanos de la ciudad maldita. Rudolph le observó durante unos momentos y, después, volvió a los «Almacenes». Respiró profundamente, sintiéndose joven, afortunado, afortunado.
Se hallaba en la cola de los que querían reír, mientras los que sufrían pasaban arrastrando los pies. Cincuenta millones de muertos; pero los cines seguían abiertos.
Sentía pesar por Denton; pero su propia satisfacción ahogaba aquel sentimiento. De ahora en adelante, todo marcharía perfectamente, todo se desarrollaría de acuerdo con sus intenciones. Aquella misma tarde había brillado la señal, y los augurios no podían ser más claros.
A las once y cinco de la mañana siguiente, se hallaba en el tren en compañía de Calderwood, compuesto y optimista. Cuando penetraron en el coche restaurante, ya no le importaba verse privado de vino en la comida.