Capítulo III

1950

Thomas hizo girar los discos del candado y abrió su armario. Hacía ya muchos meses que todos los armarios habían sido provistos de un candado y se había dicho a los socios que dejasen las carteras en la oficina, donde eran introducidas en sobres cerrados y depositados en la caja fuerte. Esta decisión había sido tomada a instancia de Brewster Reed, a quien le habían quitado del bolsillo mágico el billete de cien dólares el sábado por la tarde de aquel fin de semana en que Thomas había ido a Port Philip. Dominic se alegró de anunciarle este suceso el lunes por la tarde, cuando Thomas volvió l trabajo. «Al menos —dijo Dominic—, ahora saben que no eres tú, y los muy bastardos no pueden censurarme por haber contratado a un ladrón». Dominic había subido también el sueldo a Thomas, que ganaba ahora cuarenta y cinco dólares a la semana.

Thomas se desnudó, se puso un traje limpio de ejercicios y se calzó un par de guantes de boxeo. Dominic le había traspasado la clase de gimnasia de las cinco, y, generalmente, siempre había uno o dos socios que le pedían que les entrenase en un par de asaltos. Había aprendido de Dominic el truco de parecer agresivo sin causar el menor daño y también las frases adecuadas para hacer creer a los socios que les enseñaba a boxear.

No había tocado los cuatro mil novecientos dólares de la caja de alquiler del Banco de Port Philip, y seguía llamando señor al joven Sinclair, cuando se encontraban en los vestuarios.

Le gustaban las clases de gimnasia. A diferencia de Dominic, que sólo marcaba los movimientos, Thomas hacía todos los ejercicios con sus alumnos: estirarse, agacharse, pedalear, esparrancarse, arrodillarse, tocar el suelo con las piernas rectas y las manos planas, y todo lo demás. Eso le hacía sentirse en forma, y, al mismo tiempo, se divertía viendo sudar y jadear a los dignos y engreídos personajes. Su voz adquirió un tono de mando que le hacía parecer menos infantil que antes. Por primera vez, empezó a levantarse por las mañanas sin la impresión de que iba a ocurrir algo malo e inevitable durante el día.

Cuando Thomas entró en la sala de boxeo, después de la gimnasia, Dominic y Greening se estaban poniendo los guantes. Dominic estaba resfriado y había bebido demasiado la noche anterior. Tenía los ojos enrojecidos y se movía con lentitud. Parecía amorfo y envejecido, con su traje de ejercicio lleno de bolsas, y, como tenía el pelo revuelto, su calva coronilla brillaba a la luz de las grandes lámparas de la sala. Greening, que era alto para su peso, saltaba impaciente y deslizaba los zapatos de boxeo sobre la lona, con ruido seco y agresivo. Sus ojos parecían blanquecinos bajo la fuerte luz, y su cabello rubio y corto habríase dicho de platino. Había sido capitán de Marines durante la guerra y ganado una importante condecoración. Era muy guapo, de nariz recta, mandíbulas vigorosas y mejillas sonrosadas y, de no haber procedido de una familia que estaba por encima de estas cosas, probablemente habría sido un buen protagonista de películas del Oeste. Desde que le había dicho a Dominic que cría que Thomas había robado diez dólares de su armario, no había vuelto a dirigir la palabra al segundo, y, al entrar ahora éste en la sala, para esperar a un socio que quería cruzar los guantes con él, ni siquiera volvió la vista en su dirección.

—Ayúdame, muchacho —dijo Dominic, extendiendo los brazos.

Thomas ató las cintas de los guantes, cosa que antes había hecho Dominic con los de Greening.

Dominic miró el gran reloj de la sala, para asegurarse de que no boxearía más de dos minutos sin descansar, levantó los guantes y se acercó a Greening, diciendo:

—Cuando usted quiera, señor.

Greening atacó con rapidez. Era un luchador vigoroso, convencional, entrenado, que empleaba su mayor envergadura para llegar a la cabeza de Dominic. El resfriado y la resaca hicieron que Dominic empezase a jadear inmediatamente. Trató de refugiarse en el cuerpo a cuerpo, y de ocultar la cara bajo el mentón de Greening, mientras golpeaba sin fuerza ni entusiasmo el estómago de éste. De pronto, Greening saltó atrás y disparó la derecha en un terrible uppercut que alcanzó a Dominic en plena boca.

Es un mierda, pensó Thomas. Pero no dijo nada, ni cambió la expresión de su semblante.

Dominic estaba sentado en la lona, apretándose reflexivamente los sangrantes labios con el guante. Greening no se molestó en ayudarle a levantarse, sino que retrocedió y le miró pensativo, con los brazos colgando. Todavía sentado, Dominic tendió los guantes a Thomas.

—Quítamelos, chico —dijo, con voz espesa—. Ya es bastante ejercicio por hoy.

Y nada más se dijo, mientras Thomas desataba los guantes y los arrancaba de las manos de Dominic. Sabía que al viejo boxeador le habría molestado que le ayudasen a levantarse, y no intentó hacerlo. Dominic se levantó, fatigosamente, enjugándose la boca con el puño de su traje de ejercicio.

—Lo siento, señor —dijo a Greening—. Temo que hoy no estoy en buenas condiciones.

—No ha sido muy fatigoso —dijo Greening—. Debería haberme dicho que no se encontraba bien. Me habría ahorrado el desnudarme. ¿Y tú, Jordache? —preguntó—. Te he visto aquí un par de veces. ¿Quieres boxear unos minutos?

Jordache, pensó Thomas. Sabe mi apellido. Miró interrogativamente a Dominic. Greening era algo muy distinto de los panzudos y graves entusiastas de la cultura física que solía reservarle Dominic.

Un destello de odio siciliano brilló en los negros y embotados ojos de Dominic. Había llegado el momento de incendiar la mansión del amo.

—Si míster Greening lo desea, Tom —dijo mansamente y escupiendo sangre—, creo que deberías complacerle.

Thomas se calzó los guantes y Dominic se los ató, con la cabeza gacha, sin mirar y sin decir palabra. Thomas volvió a sentir la antigua emoción: miedo, placer, ansiedad, un cosquilleo eléctrico en los brazos y las piernas, un encogimiento del estómago. Haciendo un esfuerzo, sonrió infantilmente a Greening por encima de la cabeza de Dominic. Greening esperó, impertérrito.

Dominic se retiró.

—Ya está —dijo.

Greening marchó directamente sobre Thomas, estirando el brazo izquierdo y con el puño derecho recogido debajo del mentón. Un universitario, pensó Thomas desdeñosamente, parando la izquierda y saltando a un lado para esquivar la derecha. Greening era más alto, pero sólo pesaría unos tres kilos más que él. Sin embargo, era más rápido de lo que Thomas había creído, y la derecha le alcanzó con dureza sobre la sien. Thomas no había sostenido ninguna pelea seria de su riña con el capataz del garaje de Brookline, y los suaves ejercicios con los pacíficos socios del club no le habían preparado para enfrentarse con Greening. Éste hizo una finta poco ortodoxa con la derecha y lanzó un gancho de izquierda a la cabeza de Thomas. Ese hijo de perra no bromea, pensó Thomas; y se agachó para lanzar la izquierda con el flanco de Greening y seguir con un rápido derechazo a la cabeza. Greening le paró y le golpeó las costillas con la derecha. No había duda de que era fuerte, muy fuerte.

Thomas echó una ojeada a Dominic y se preguntó si éste le haría alguna señal. Dominic estaba en pie junto al cuadrilátero, plácidamente, y sin hacer señales de clase alguna.

Bueno, pensó Thomas, encantado. Vamos allá. Y al diablo con lo que pase después.

Boxearon sin tomar el acostumbrado descanso a los dos minutos. Greening combatía deliberadamente, brutalmente, aprovechando su altura y su peso. Thomas, con la rapidez y la malicia reprimidas en su interior durante aquellos meses. Allá va, Capitán, decía para sus adentros, mientras trabajaba al otro con todas las artimañas que conocía, esquivando, pegando, agachándose; allá va, Niño Rico; allá va, Policía, ¿es que valéis los diez dólares que me pagáis?

Ambos sangraban por la boca y la nariz cuando Thomas acertó con el golpe que sabía que era el principio del fin. Greening retrocedió, sonriendo estúpidamente, todavía levantados los brazos, pero arañando débilmente el aire. Thomas giró a su alrededor, dispuesto a soltar el golpe definitivo; pero Dominic se interpuso entre los dos.

—Creo que ya es bastante por ahora, caballeros —dijo—. Ha sido un ejercicio estupendo.

Greening se recobró rápidamente. La mirada pasmada se apagó en sus ojos y miró fija y fríamente a Thomas.

—Quítame los guantes, Dominic —fue todo lo que dijo.

No trató de enjugarse la sangre de la cara. Dominic le desató los guantes y Greening salió muy tieso de la sala.

—Adiós, mi empleo —dijo Thomas.

—Probablemente —dijo Dominic, desatándole los guantes—. Pero ha valido la pena. Para mí —añadió, con un guiño.

Nada ocurrió durante tres días. Sólo Dominic, Greening y Thomas habían estado en la sala de boxeo en aquella ocasión, y ni Thomas ni Dominic habían mencionado el combate a ninguno de los socios. Había la posibilidad de que Greening, confuso por haber sido vencido por un chico de veinte años, más bajo que él, no armase jaleo en el Comité.

Cada noche, al cerrar, Dominic le decía: «Todavía nada», y tocaba madera.

Después, el cuarto día, Charley, el mozo de los vestuarios fue a buscarle y le dijo:

—Dominic quiere verte en su despacho. Ahora mismo.

Thomas fue en el acto al despacho de Dominic. Éste se hallaba sentado detrás de la mesa, contando noventa dólares en billetes de diez. Miró tristemente a Thomas, al entrar éste en su oficina.

—Aquí tienes la paga de dos semanas, chico —dijo—. Estás despedido desde ahora. Esta tarde ha habido una reunión del Comité.

Thomas se metió el dinero en el bolsillo. Confiaba en que, al menos, duraría un año, pensó.

—Hubiese debido permitir que le diese el último puñetazo, Dom —le dijo.

—Sí —dijo Dominic—. Hubiese debido hacerlo.

—¿También usted se verá en líos?

—Probablemente. Pero cuida de ti —dijo Dominic—. Sólo recuerda una cosa: no te fíes nunca de los ricos.

Se estrecharon la mano. Thomas salió del despacho, fue a los vestuarios a buscar sus cosas y salió a la calle sin despedirse de nadie.