Capítulo II

1950

Rudolph, con su toga y su birrete, se hallaba sentado bajo el sol de junio, junto a otros graduados vestidos de negro.

—Hoy, en 1950, cuando se cumple exactamente el medio siglo —decía el orador—, los americanos debemos hacernos varias preguntas: ¿Qué tenemos? ¿Qué queremos? ¿Cuál es nuestra fuerza, y cuáles nuestros puntos flacos? ¿Adónde vamos?

El orador era miembro del Gabinete y había venido de Washington en atención al rector del Colegio, que había sido amigo suyo en Cornell, ilustre centro del saber.

Hoy, cuando se cumple exactamente el medio siglo, pensó Rudolph, agitándose inquieto en su silla plegable, montada en el prado del campus, ¿qué tengo yo, qué quiero, cuáles son mi fuerza y mis puntos flacos, adónde voy? Tengo un título de Bachiller en Artes, una deuda de cuatro mil dólares y una madre que se está muriendo. Quiero ser rico, libre y respetado. ¿Mi fuerza? Correr 220 yardas en 23'8. ¿Mi punto flaco? Soy honrado. Sonrió para sus adentros, sin dejar de mirar cándidamente al Personaje de Washington. ¿Adónde voy? Dímelo tú, amigo.

El Personaje de Washington era hombre de paz.

—La potencia militar aumenta en todas partes —dijo, en tono solemne—. La única esperanza de paz reside en la fuerza militar de los Estados Unidos. Para evitar la guerra, los Estados Unidos necesitan disponer de una fuerza enorme, formidable, tanto para contraatacar como para disuadir de los ataques.

Rudolph observó las hileras de sus compañeros graduados. La mayoría de ellos eran veteranos de la Segunda Guerra Mundial, que habían cursado sus estudios gracias a la Ley de Derechos de los Ex Combatientes. Muchos de ellos estaban casados, y sus esposas, recién salidas de la peluquería, se hallaban sentadas en las filas de atrás; algunas de ellas, con niños en los brazos, porque no tenían a nadie a quien dejarlos en los atestados apartamentos de alquiler que habían sido sus hogares, mientras sus maridos luchaban por el título que hoy les otorgaban. Rudolph se preguntó qué pensarían ellas de la creciente potencia militar.

Sentado junto a Rudolph, se hallaba Bradford Knight, un joven coloradote y carirredondo de Tulsa, que, en Europa, había sido sargento de Infantería. Era el mejor amigo de Rudolph en el campus; un tipo enérgico, franco, cínico y astuto, detrás de un velo de pereza muy propio de Oklahoma. Había venido a Whitby porque su capitán se había graduado allí y le había recomendado en la Oficina de Admisión. Él y Rudolph habían bebido mucha cerveza e ido muchas veces de pesca juntos. Brad no dejaba de decirle que debía acompañarle a Tulsa, una vez graduado, y meterse en el negocio del petróleo, con él y con su padre. «Serás millonario antes de cumplir los veinticinco —le decía Brad—. Es un país muy floreciente. Podrás cambiar de “Cadillac” como cambias de cenicero». El padre de Brad se había hecho millonario antes de los veinticinco; pero, ahora, pasaba una mala época («Una pequeña racha de mala suerte», según Brad) y no había podido trasladarse al Este, con motivo de la graduación de su hijo.

Tampoco Boylan asistía a la ceremonia, a pesar de que Rudolph le había enviado una invitación. Era lo menos que podía hacer, por los cuatro mil dólares. Pero Boylan se había excusado. «Soy incapaz de hacer cincuenta millas, en una calurosa tarde de junio, para escuchar a un demócrata perorando en el campus de una oscura escuela rural». Whitby no era una escuela rural, aunque tenía un importante departamento agrícola; pero Boylan aún le guardaba rencor a Rudolph por negarse a solicitar el ingreso en una Universidad de la Ivy League cuando le había ofrecido, en 1946, financiar su educación. Sin embargo —añadía la carta de Boylan, con su vigorosa y ruda caligrafía—, el acontecimiento debe ser celebrado. Ven a mi casa, cuando hayan terminado esos horribles discursos, y abriremos una botella de champaña y hablaremos de tus planes.

Varias habían sido las razones de que Rudolph eligiese Whitby, antes que solicitar el ingreso en Yale o Harvard. Una de ellas era que, en este último caso, le habría debido a Boylan mucho más de cuatro mil dólares, y otra, que, con sus antecedentes y su falta de dinero, siempre se habría sentido como un extraño entre los señoritos de la alta sociedad americana cuyos padres y abuelos habían asistido a los partidos Harvard-Yale, que frecuentaban los bailes de gala y, que, en su mayoría, no habían dado golpe en su vida. En Whitby, la pobreza era normal. Los que se hallaban desplazados eran los chicos que no tenían que trabajar en verano, para pagarse los libros y la ropa de invierno. Los únicos extraños, salvo algún descarriado ocasional como Brad, eran unos cuantos empollones, que rehuían la compañía de sus condiscípulos, y algunos jóvenes de mentalidad política, que no paraban de redactar instancias a favor de las Naciones Unidas y contra el reclutamiento militar obligatorio.

Otro motivo de que Rudolph hubiese escogido Whitby era que, de este modo, se hallaba más cerca de Port Philip y podía ir a visitar a su madre los domingos. Ella se encontraba más o menos confinada en su domicilio, y sin amigos; recelosa y medio loca como estaba, Rudolph no podía permitir que se hundiese en el más absoluto de los abandonos. Después, en el verano del segundo curso, había encontrado un empleo para las horas libres y los domingos, en los «Almacenes Calderwood», y se había traído a su madre a vivir con él, en un pisito barato de dos hombres y una cocinita que había podido hallar. Ahora, ella le estaría esperando. No se sentía con ánimos de asistir a la ceremonia de la graduación, le había dicho, y, además, le habría deshonrado con su mísero aspecto. La palabra deshonrado era, probablemente, demasiado fuerte, pensó Rudolph, contemplando a los pulcros y graves padres de sus condiscípulos; pero, sin duda, no habría deslumbrado a ninguno de los presentes con su belleza o con su elegancia. Una cosa era ser un buen hijo, y otra muy distinta negarse a ver los hechos.

Por esto, Mary Jordache, sentada en una poltrona junto a la ventana del mísero apartamento, manchada de ceniza la bufanda, hinchadas y casi inútiles las piernas, no se encontraba allí para ver cómo su hijo recibía el rollo de pergamino. Un ausente más, como Gretchen, retenida en Nueva York por una crisis, con su hijo; Julie, que aquel mismo día se graduaba en Barnard; y Thomas, de paradero desconocido; y Axel Jordache, que, con sus manos manchadas de sangre, remaba en la eternidad.

Rudolph estaba solo, y era como debía ser.

—El poderío militar es espantoso —iba diciendo el orador, ampliada su voz por el sistema de altavoces—, pero tenemos la ventaja de que los pueblos de todos los países ansían la paz.

Si Rudolph pertenecía al pueblo, el miembro del Gabinete podía haberse referido perfectamente a él. Ahora, que había oído muchas cosas sobre la guerra, en los debates del campus, no envidiaba ya a la generación anterior, que había luchado en Guadalcanal, en las arenosas colinas de Túnez y en el Río Rápido.

La fina, inteligente y educada voz tenía ahora acentos triunfales, en el cuadrilátero de rojos edificios coloniales. Era, inevitablemente, el saludo a América, tierra de oportunidades. La mitad de los jóvenes que le escuchaban se habían jugado la vida por América; pero, esta tarde, el orador no miraba al pasado, sino al futuro, y sus oportunidades eran la investigación científica, el servicio público, la ayuda a las naciones del mundo menos afortunadas que la nuestra. El miembro del Gabinete era un buen hombre, y Rudolph se alegró de que semejante hombre estuviese cerca de la sede del poder en Washington; pero su visión de las oportunidades, en 1950, era demasiado encumbrada, evangélica, washingtoniana; muy buena para un ejercicio de Ingreso, pero poco de acuerdo con las prosaicas opiniones de los trescientos hijos de hombres sentados ante él, con sus negras togas, en espera de recibir los títulos de un pequeño y mal subvencionado colegio, sólo conocido por su departamento de agricultura, y preguntándose cómo empezarían a ganarse la vida el día siguiente.

Delante de todo, en el sector reservado a los profesores, Rudolph vio al profesor Denton, jefe de las secciones de Historia y Economía, agitándose en su silla y volviéndose a susurrarle algo al profesor Loyd, de la sección de Inglés, que estaba sentado a su derecha. Rudolph sonrió, presumiendo que los comentarios del profesor Denton tendrían que ver con los términos rituales del miembro del Gabinete. Denton, hombre canoso, menudo y enérgico, amargado porque se daba cuenta de que no ascendería más en el mundo académico, era también una especie de populista pasado de moda del Oeste Medio, que invertía casi todo su tiempo en el aula despotricando contra la que calificaba de traición de los Grandes Capitales y de las Grandes Empresas, desde los tiempos de la Guerra Civil, contra el sistema económico y político americano. «La economía americana —había dicho en plena clase— es una mesa de juego con dados cargados. Las leyes han sido cuidadosamente amañadas de modo que los ricos saquen siempre sietes, y los otros se queden sin blanca».

Al menos una vez en cada curso, citaba el hecho de que, en 1932, J.P. Morgan había confesado ante un comité del Congreso que no había pagado un centavo por el impuesto sobre la renta. «Y quiero que sepan, caballeros —declamaba, amargamente—, que, aquel mismo año, yo, por mi menguado salario de maestro, tuve que pagar quinientos veintisiete dólares y treinta centavos al Gobierno Federal».

El efecto que con ello producía en la clase, según podía apreciar Rudolph, era muy distinto del pretendido por Denton. En vez de despertar la indignación de los estudiantes y de agruparles en inflamados deseos de lucha por la reforma, la mayoría de éstos, incluido el propio Rudolph, soñaban en llegar a las alturas de poder y de riqueza que les permitiesen, como a J.P. Morgan, librarse de lo que Denton llamaba la esclavitud legal del cuerpo electoral.

Y cuando Denton comentaba alguna noticia de The Wall Street Journal sobre alguna marrullería de los trusts o algún agio de las compañías petrolíferas para escamotear millones de dólares al Tesoro Federal, Rudolph le escuchaba atentamente, admirando las técnicas minuciosamente analizadas por Denton y anotándolas con detalle en sus libretas, por si llegaba el día en que él pudiese gozar de oportunidades parecidas.

Ansioso de buenas notas, no tanto por lo que éstas eran en sí como por las posibles ventajas que pudieran traerle más adelante, Rudolph disimulaba que la atención con que escuchaba los discursos de Denton no era la propia de un discípulo, sino, más bien, la de un espía en territorio enemigo. Sus tres cursos con Denton le habían valido tres sobresalientes, y Denton le había ofrecido un puesto de auxiliar en la Sección de Historia, para el año siguiente.

A pesar de su secreto desacuerdo con las que creía opiniones ingenuas de Denton, éste era el único profesor con quien Rudolph había simpatizado durante todo el tiempo de su estancia en el colegio y el único hombre que consideraba que le había enseñado algo útil.

Pero había mantenido el secreto más absoluto sobre esta opinión, así como sobre la mayoría de las que profesaba, y los miembros de la Facultad le consideraban como estudiante serio y un joven de magnífica conducta.

El orador terminó su discurso, mencionando a Dios en la última frase. Sonaron aplausos. Después, llamaron a los graduados, uno a uno, para que recogiesen sus títulos. El rector hacía una reverencia cada vez que entregaba un rollo de papel atado con una cinta. Había conseguido un golpe de efecto con la presencia del miembro del Gabinete en la ceremonia. Y no había leído la carta de Boylan en que éste hablaba de una escuela rural.

Se cantó un himno y se tocó una marcha. Las togas negras pasaron a las filas donde estaban los padres y parientes. Después, se dispersaron bajo la fronda de los robles, mezclándose con los vivos colores de los trajes femeninos y haciendo que los graduados pareciesen una bandada de cuervos sobre un campo florido.

Rudolph se limitó a unos cuantos apretones de manos. Le esperaban un día y una noche de mucho trabajo. Denton, un hombrecillo casi jorobado, de gafas con montura de plata, le buscó y le estrechó la mano.

—¿Lo pensará, Jordache? —le dijo, con entusiasmo.

—Sí, señor —dijo Rudolph—. Han sido ustedes muy amables.

Respetar a los ancianos. La vida académica, serena, mal pagada. Maestro, en un año; Doctor en Filosofía, unos años después; una cátedra, quizás a la edad de cuarenta y cinco.

—Es una tentación, señor.

Pero no sentía ninguna tentación.

Él y Brad fueron a dejar sus togas, para dirigirse, según lo convenido, a la zona de aparcamiento. Brad tenía un «Chevrolet» descapotable de antes de la guerra, y sus maletas estaban ya en el portaequipajes. Brad estaba a punto de partir para Oklahoma, el país de la abundancia.

Fueron los primeros en llegar al aparcamiento. No miraron atrás. El Alma Mater desapareció al doblar ellos el primer recodo de la carretera. Cuatro años. Dejemos los sentimentalismos para más tarde. Para dentro de veinte.

—Pasemos un momento por el almacén —dijo Rudolph—. Prometí a Calderwood que iría a verle.

—Sí, señor —dijo Brad, sentado detrás del volante—. ¿Hablo como una persona educada?

—El acento de la clase dirigente —dijo Rudolph.

—Entonces, no he perdido el tiempo —dijo Brad—. ¿Cuánto crees que gana al año un miembro del Gabinete?

—Quince o dieciséis mil —aventuró Rudolph.

—Una miseria —dijo Brad.

—Más el honor.

—Que vale, al menos, otros treinta dólares al año —dijo Brad—. Y libres de impuestos. ¿Crees que escribió él mismo su discurso?

—Probablemente.

—Está superpagado —dijo Brad, y empezó a silbar Everything's Up-to-Date in Kansas City—. ¿Habrá chicas esta noche?

Gretchen les había invitado a una fiesta en su departamento, para celebrar el éxito. Julie iría también, si podía librarse de sus padres.

—Es probable —dijo Rudolph—. Siempre suele haber alguna chica rondando por allí.

—He leído todas esas monsergas de los periódicos —dijo Brad en son de queja— sobre la degeneración de la juventud y la decadencia de la moral desde la guerra. Pero todo esto me tiene sin cuidado. Si vuelvo alguna vez a un colegio, éste tendrá que ser mixto. Soy un Bachiller en Artes de pura sangre y sexualmente hambriento. Y no lo digo porque sí.

Siguió silbando alegremente.

Cruzaron la ciudad. Desde que había terminado la guerra, se habían levantado muchos edificios nuevos: pequeñas fábricas con prados de césped y macizos de flores, que simulaban lugares de recreo y de vida holgada; tiendas construidas de manera que pareciesen formar callejas aldeanas inglesas del siglo XVIII; una casa blanca de madera, que había sido antaño el Ayuntamiento y era ahora el teatro de verano. Gentes de Nueva York habían empezado a comprar casas de campo en los alrededores y venían a pasar las fiestas y los fines de semana. En los cuatro años que Rudolph llevaba allí, Whitby se había desarrollado visiblemente; había añadido nueve agujeros a su campo de golf, y contaba con una empresa inmobiliaria llamada «Greeenwood Estates», que no vendía terrenos a menos de una hectárea a quien quisiera construirse una casa. Había incluso una pequeña colonia de artistas, y cuando el rector de la Universidad quería atraerse personal de otras instituciones, decía siempre que la de Whitby se hallaba en una ciudad con mucho porvenir, que progresaba tanto en calidad como en dimensiones y que en ella se respiraba un ambiente cultural.

Los pequeños almacenes de Calderwood se hallaban situados en la mejor esquina de la calle comercial de la ciudad. Habían sido fundados en 1890, como una especie de almacén general para atender las necesidades de una adormilada población docente y de las ricas granjas de los alrededores. Al crecer la ciudad y cambiar ésta de carácter, la tienda había crecido y cambiado correlativamente. Ahora, era una larga estructura de dos pisos, que exhibía una gran variedad de artículos en sus escaparates. Rudolph había empezado a trabajar allí como mozo de almacén, en las temporadas de más movimiento; pero había trabajado con tanto empeño y había hecho tan acertadas sugerencias, que Duncan Calderwood, descendiente del fundador del establecimiento, tuvo que ascenderle. El establecimiento aún era lo bastante pequeño para que cada empleado pudiese realizar diversas funciones, y así, Rudolph actuaba ahora, y a ratos, como dependiente, decorador de escaparates, redactor de anuncios, consejero de compras y asesor en la admisión y despido de personal. Cuando, en verano, trabajaba toda la jornada, cobraba cincuenta dólares semanales.

Duncan Calderwood era un yanqui sobrio y lacónico, de unos cincuenta años, que se había casado siendo ya mayor y tenía tres hijas. Aparte del almacén, poseía muchas fincas en la ciudad y en sus alrededores. Era un hombre de pocas palabras, y conocía el valor de un dólar. El día anterior, le había dicho a Rudolph que pasara por allí, después de la ceremonia de entrega de títulos, pues tenía que hacerle una proposición interesante.

Brad detuvo el coche frente a la entrada de los almacenes.

—Será cuestión de un minuto —dijo Rudolph, apeándose.

—No te des prisa —dijo Brad—. Tengo toda la vida por delante.

Se desabrochó el cuello de la camisa y se aflojó la corbata, libre, al fin, de hacer lo que quisiera. La capota del coche estaba bajada, y él se echó atrás en el asiento y cerró voluptuosamente los ojos bajo los rayos del sol.

Al entrar en la tienda, Rudolph contempló satisfecho uno de los escaparates, que había arreglado él mismo tres noches antes. En aquel escaparate se exhibían útiles de carpintero, y Rudolph los había dispuesto de modo que formasen un severo dibujo abstracto, sobrio y resplandeciente. De vez en cuando, Rudolph iba a Nueva York y estudiaba los escaparates de los grandes almacenes de la Quinta Avenida, para captar ideas que aplicaba después a los de Calderwood.

En la planta principal, se percibía el agradable murmullo de las compradoras y un típico olor de ropa y calzado nuevos, y de perfumes de mujer, que encantaban a Rudolph. Los empleados le sonrieron y saludaron con la mano, al dirigirse él a la parte posterior del almacén, donde se hallaba el despacho particular de Calderwood. Un par de dependientes le dijeron «Felicidades», y él se lo agradeció con un ademán. Le querían bien, sobre todo, los más viejos. Ignoraban que el dueño le consultaba para admitir y despedir al personal.

Calderwood tenía la puerta abierta, como siempre. Le gustaba vigilar lo que pasaba en el almacén. Estaba sentado detrás de la mesa, escribiendo con una pluma estilográfica. Tenía una secretaria, que ocupaba el despacho contiguo; pero había cosas en el negocio que ni aquélla debía saber. Calderwood escribía diariamente cuatro o cinco cartas a mano, que él mismo cerraba y depositaba en el correo. La puerta del despacho de la secretaria estaba cerrada.

Rudolph se quedó en la puerta, esperando. Aunque la dejase abierta, a Calderwood no le gustaba que lo interrumpiesen.

Calderwood acabó una frase, la leyó y levantó la cabeza. Tenía la cara enjuta y fina, larga nariz y cabellos negros con buenas entradas. Volvió la carta boca abajo sobre la mesa. Tenía manos grandes de campesino y manejaba torpemente las cosas delicadas, como las hojas de papel. Rudolph, en cambio, estaba orgulloso de sus manos finas y de largos dedos, que consideraba aristocráticas.

—Pasa, Rudy —dijo Calderwood, con su voz seca y sin inflexiones.

—Buenas tardes, míster Calderwood.

Rudolph entró en la desnuda habitación, con su traje nuevo y azul de graduado. En una de las paredes, pendía un calendario de propaganda, con una fotografía en colores de los «Almacenes Calderwood». Aparte del calendario, no había allí más adorno que un retrato de las hijas del dueño, tomado cuando eran pequeñas y colocado encima de la mesa.

Con gran sorpresa de Rudolph, Calderwood se levantó y dio la vuelta a la mesa para estrecharle la mano.

—¿Cómo ha ido eso? —le preguntó.

—Sin sorpresas.

—¿Te alegras de haberlo hecho?

—¿Quiere decir, de haber ido al colegio? —preguntó Rudolph.

—Sí. Siéntate.

Calderwood volvió detrás de su mesa y se sentó en el sillón de madera, de recto respaldo. En la sección de muebles del segundo piso, había docena de sillones tapizados de cuero; pero éstos eran sólo para los compradores.

—Creo que sí —dijo Rudolph—. Creo que me alegro.

—En este país —dijo Calderwood—, la mayoría de los hombres que hicieron grandes fortunas, y que las hacen en la actualidad, jamás tuvieron una verdadera instrucción. ¿Sabías esto?

—Sí —dijo Rudolph.

—Pagan a los instruidos —dijo Calderwood.

Casi era una amenaza. El mismo Calderwood no había terminado la Escuela Superior.

—Procuraré que mi educación no me impida hacer fortuna —dijo Rudolph.

Calderwood emitió una risa seca, comprimida.

—Apuesto a que lo conseguirás, Rudy —dijo, afablemente. Abrió un cajón de su mesa y sacó un estuche de joyería con el nombre del establecimiento en letras doradas sobre la tapa de terciopelo—. Toma —dijo, empujando el estuche sobre la mesa—. Es para ti.

Rudolph abrió el estuche. Era un hermoso reloj suizo de acero, de pulsera, y con la cinta de ante negro.

—Es usted muy amable, señor —dijo Rudolph, tratando de ocultar su sorpresa.

—Te lo has ganado —dijo Calderwood, ajustándose la estrecha corbata sobre el cuello almidonado. Parecía confuso; la generosidad n era una de sus virtudes—. Has trabajado bien en esta tienda, Rudy. Tienes la cabeza bien asentada sobre los hombros, tienes un don natural para el comercio.

—Gracias, míster Calderwood.

Éste era un verdadero discurso de Iniciación, y no todas aquellas monsergas de Washington sobre el auge del poderío militar y la ayuda a los hermanos menos afortunados.

—Te dije que quería proponerte algo, ¿no?

—Sí, señor.

Calderwood vaciló, carraspeó, se levantó y se acercó al calendario. Fue como si, antes de efectuar un estupendo salto de trampolín, quisiese repasar mentalmente los movimientos. Vestía, como siempre, traje negro con chaleco, y negras botas altas. Decía que le gustaba tener los tobillos bien sujetos.

—Rudy —empezó a decir—. ¿Te gustaría tener un empleo fijo en los «Almacenes Calderwood»?

—Depende —dijo Rudolph, cautelosamente, pues esperaba la proposición y había pensado ya sus condiciones.

—Depende, ¿de qué? —preguntó Calderwood, en tono beligerante.

—De cuál sea el trabajo —dijo Rudolph.

—El mismo que has hecho hasta ahora —dijo Calderwood—. Sólo que más intenso. Un poco de todo. ¿Quieres un título?

—Depende del título.

—¡Depende, depende! —dijo Calderwood. Pero se echó a reír—. ¿Quién dijo que la juventud es turbulenta? Bueno, ¿qué te parece subdirector? ¿Es un título bastante bueno para ti?

—Para empezar… —dijo Rudolph.

—Tal vez debería echarte a patadas de este despacho —dijo Calderwood, súbitamente helados sus pálidos ojos.

—No quisiera parecer ingrato —dijo Rudolph—, pero no quiero meterme en callejones sin salida. Tengo algunas ofertas y …

—Supongo que quieres marcharte a Nueva York, como todos esos malditos y estúpidos jovenzuelos —dijo Calderwood—. Conquistar la ciudad en unas semanas, hacer que os inviten a todas las fiestas.

—No es eso —dijo Rudolph, que aún no se sentía preparado para Nueva York—. Me gusta esta ciudad.

—Y con razón —dijo Calderwood, volviendo a sentarse detrás de la mesa y casi suspirando—. Escucha, Rudy —prosiguió—, yo he dejado atrás mi juventud. El médico dice que debo empezar a tomarme las cosas con más calma. Delegar responsabilidades, dice, tomarme vacaciones, prolongar mi vida. Lo que suelen decir los médicos. Tengo un elevado índice de colesterol. El colesterol es un nuevo truco que se han inventado para espantarle a uno. De todos modos, no anda desencaminado. No tengo hijos varones… —miró la fotografía de las tres niñas: una triple traición—. He llevado personalmente el negocio, desde que murió mi padre. Alguien tiene que ayudarme. Y no quiero a ninguno de esos petulantes mocosos de las escuelas mercantiles, que cambian cada día de empleo y piden participación en los beneficios a las dos semanas de trabajar en el negocio. —Bajó la cabeza y miró fijamente a Rudolph, por debajo de las negras y gruesas cejas—. Empezarás con cien dólares a la semana. Dentro de un año, ya veremos. ¿Te parece justo, o no?

—Es justo —dijo Rudolph, que había esperado setenta y cinco.

—Tendrás una oficina —prosiguió Calderwood—. El antiguo cuarto de embalaje del segundo piso. Y un rótulo de subdirector en la puerta. Pero quiero verte en el almacén durante las horas de venta. ¿Cerramos el trato?

Rudolph alargó la mano. El apretón de Calderwood no pareció el de un hombre con mucha cantidad de colesterol.

—Supongo que primero, querrás tomarte unas vacaciones —dijo Calderwood—. Y no te lo censuro. ¿Qué quieres? ¿Dos semanas? ¿Un mes?

—Estaré aquí mañana a las nueve —dijo Rudolph, levantándose.

Calderwood sonrió. Sus dientes no eran muy blancos.

—Confío en no equivocarme —dijo—. Hasta mañana por la mañana.

Cuando Rudolph salió del despacho, se preparaba ya a continuar la carta y su cuadrada manaza empuñaba la pluma estilográfica.

Rudolph cruzó la tienda caminando despacio, observando los mostradores, los dependientes, los parroquianos, con calculadora mirada de propietario. Al llegar a la puerta, se detuvo, se quitó el reloj barato y se puso el nuevo.

Brad dormitaba detrás del volante y bajo el sol. Se incorporó cuando Rudolph subió al coche.

—¿Alguna novedad? —preguntó, poniendo el motor en marcha.

—El viejo me ha hecho un regalo —respondió Rudolph, extendiendo el brazo para mostrar el reloj.

—Tiene buen corazón —dijo Brad, al apartar el coche de la acera.

—Ciento quince dólares en el mostrador —dijo Rudolph—. Cincuenta dólares al mayor.

Pero no dijo que iría a trabajar a las nueve de la mañana. Los «Almacenes Calderwood» no eran una casa de recreo.

Mary Pease Jordache estaba sentada junto a la ventana, mirando a la calle y esperando a Rudolph. Éste la había prometido volver directamente a casa, después de la ceremonia, para mostrarle el título. Le habría gustado preparar algún festejo en su honor, pero no tenía fuerzas para ello. Además, no conocía a ninguno de sus amigos. Y no por falta de popularidad de su hijo. El teléfono sonaba constantemente, y voces jóvenes decían: «Soy Charlie», o bien «Soy Brad. ¿Está Rudy?». Sin embargo, nunca traía a ninguno de ellos. Lo mismo daba. La casa no era muy presentable. Dos habitaciones oscuras, sobre una tienda de ultramarinos, en una calle desnuda y sin árboles. Estaba condenada a vivir toda su vida sobre tiendas. Y había una familia negra en la casucha de enfrente. Caras negras, que la miraban fijamente desde su ventana. Descuideros y truhanes. En el orfanato, había aprendido mucho sobre ellos.

Encendió un cigarrillo, con mano temblorosa, y sacudió descuidadamente la ceniza de otros anteriores en su chal.

Bueno, Rudolph lo había conseguido, a pesar de todo. Graduado en un colegio, podía llevar alta la cabeza, ser igual a cualquiera. Gracias a Theodore Boylan. Ella no le conocía, pero Rudolph le había dicho que era un hombre inteligente y generoso. Lo que Rudolph se merecía, pensó. Sus modales y su ingenio movían a la gente a ayudarle. Bueno; había emprendido su camino. Aunque cuando le preguntaba sobre lo que haría después, sus respuestas eran vagas. Pero estaba segura de que tenía planes. Rudolph siempre tenía algún plan. Lo malo sería que se dejase atrapar por alguna chica y se casara con ella. Mary Pease se estremeció. Él era un buen chico; no podía pedirse un hijo más fiel; sólo Dios sabía lo que habría sido de ella, sin su hijo, después de la desaparición de Axel. Pero, en cuanto una chica entraba en escena, los muchachos, incluso los mejores, se volvían bestias salvajes y lo sacrificaban todo, el hogar, los padres, la carrera, por un par de ojos dulces y una promesa bajo unas faldas. Mary Pease Jordache no conocía a Julie, pero sabía que estudiaba en Barnard y que Rudolph iba a Nueva York todos los domingos, viajando muchas millas de ida y de vuelta, y llegando a casa a altas horas de la madrugada, pálido y ojeroso, inquieto y parco en palabras. Pero lo de Julie hacía más de cinco años que duraba, y ahora podría gustarle alguna otra. Tenía que hablar con él, decirle que estaba en la edad de divertirse, que había cientos de chicas que se sentirían más que dichosas de arrojarse en sus brazos.

Realmente, hubiese tenido que preparar algo especial para este día. Cocer un pastel, o bajar a comprar una botella de vino. Pero el esfuerzo de bajar y subir la escalera, de arreglarse para estar presentable a los ojos de sus vecinos… Rudolph lo comprendería. Y, de todos modos, por la tarde se marcharía a Nueva York, a reunirse con sus amigos. Dejaría sola a la vieja junto a la ventana, pensó, con súbita amargura. Pero esto lo hacían incluso los mejores.

Vio un coche que doblaba la esquina, chirriando los neumáticos por exceso de velocidad. Vio a Rudolph, brillante el cabello, como un joven príncipe. De lejos, veía mejor que nunca; pero de cerca, era muy distinto. Había dejado de leer, porque tenía que esforzarse demasiado; sus ojos cambiaban, y las gafas sólo parecían servirle unas cuantas semanas. Ojos viejos. Aún no tenía cincuenta años, pero sus ojos se morían antes que ella. Dejó correr sus lágrimas.

El coche se detuvo en la calle, y Rudolph se apeó de un salto. Elegancia, elegancia. Con su hermoso traje azul. Esbelto, ancho de hombros, de piernas largas, le sentaba bien la ropa. Se apartó de la ventana. Él no se lo había dicho nunca, pero sabía que no le gustaba que estuviese todo el día sentada detrás de la ventana atisbando.

Se levantó trabajosamente, se enjugó los ojos con el borde del chal y se dejó caer en una silla, junto a la mesa donde solían comer. Al oír los pasos de él en la escalera, apagó el cigarrillo.

Rudolph abrió la puerta y entró.

—Bueno —dijo—, aquí está. —Desenrolló el papel sobre la mesa, delante de su madre—. Está en latín —añadió.

Ella pudo leer su nombre, en escritura gótica. Las lágrimas volvieron a sus ojos.

—¡Ojalá supiese la dirección de tu padre! —dijo—. Me gustaría que viese esto, que viese lo que has conseguido sin su ayuda.

—Mamá —dijo Rudolph, amablemente—. Papá murió.

—Esto es lo que quiere creer la gente —dijo ella—. Pero yo le conozco mejor que nadie. No está muerto. Escapó.

—Mamá… —repitió Rudolph.

—En este mismo instante, se está riendo entre dientes —dijo ella—. No encontraron su cuerpo, ¿verdad?

—Bueno, piensa lo que quieras —dijo Rudolph—. Tengo que llevarme un saco de mano. Pasaré la noche en la ciudad. —Se fue a su cuarto y metió los trastos de afeitar, un pijama y una camisa limpia en el maletín—. ¿Tienes cuanto necesitas? ¿Tienes cena?

—Abriré una lata —dijo ella—. ¿Vas a ir con ese chico en el coche?

—Sí —dijo él—. Es Brad.

—¿El de Oklahoma? ¿El occidental?

—Sí.

—No me gusta su manera de conducir. Va como un loco. Y no me fío de los occidentales. ¿Por qué no tomas el tren?

—Sería una tontería malgastar el dinero en el tren.

—¿Y de qué te servirá el dinero si te matas, estrellado contra un camión?

—Mamá…

—Y ahora vas a ganar mucho. Un chico como tú. Y con esto. —Alisó el rígido papel escrito en latín—. ¿Has pensado alguna vez lo que sería de mí si te ocurriese algo?

—No me ocurrirá nada.

Cerró el maletín. Tenía prisa. Ella comprendió que tenía prisa. Y que iba a dejarla junto a la ventana.

—Me arrojarían al montón de basura, como a un perro —dijo ella.

—Mamá —dijo Rudolph—. Hoy es un día feliz. Hay que estar alegre.

—Haré poner esto en un marco —dijo ella—. Y diviértete. Te lo has ganado. ¿Dónde estarás en Nueva York? ¿Tienes el número de teléfono, por si ocurriese algo?

—No pasará nada.

—Por si acaso.

—En casa de Gretchen —dijo él.

—¡Esa ramera!

Nunca hablaban de Gretchen, aunque ella sabía que se veían.

—¡Jesús! —dijo él.

Ella había ido demasiado lejos, y lo sabía; pero quería que su posición quedase clara.

Rudolph se agachó para darle un beso de despedida y reparar su interjección. Pero ella le retuvo. Se había rociado con el agua de colonia que él le había comprado por su cumpleaños. Y que temía oler a vieja.

—Aún no me has dicho cuáles son tus planes —dijo la madre—. Ahora, empieza realmente tu vida. Pensé que podrías dedicarme un minuto para contarme lo que debo esperar. Si quieres, te haré una taza de té…

—Mañana, mamá. Mañana te lo contaré todo. No te preocupes.

Volvió a besarla; ella le soltó, y él salió corriendo escalera abajo. Mary Pease se levantó, se dirigió tambaleándose a la ventana y se dejó caer en la mecedora. La vieja de la ventana. Podía verla si quería.

El coche arrancó. Rudolph no volvió la cabeza.

Todos se van. Todos y cada uno. Incluso el mejor.

El «Chevrolet» subió la cuesta de la colina y cruzó el conocido portal de piedra. Los álamos que flanqueaban el paseo que conducía a la casa proyectaban sombras funerarias, a pesar del sol de junio. La casa se estaba deteriorando poco a poco, más allá de los descuidados macizos de flores.

—El Hundimiento de la Casa Husher —dijo Brad, tomando la curva que conducía al patio. Rudolph había estado demasiadas veces en la casa para formarse una opinión. Era la casa de Teddy Boylan, y nada más—. ¿Quién vive aquí? ¿Drácula?

—Un amigo —dijo Rudolph. Nunca le había hablado a Brad de Boylan. Boylan pertenecía a otro compartimento de su vida—. Un amigo de mi familia. Me ayudó en mis estudios.

—¿Tiene pasta? —preguntó Brad, deteniendo el coche y observando con mirada crítica el pétreo edificio.

—Un poco —dijo Rudolph—. Lo suficiente.

—¿Y no puede pagar un jardinero?

—No le interesa. Ven y le conocerás. Nos esperan unas copas de champaña.

Rudolph saltó del coche.

—¿Debo abrocharme el cuello? —preguntó Brad.

—Sí.

Rudolph esperó a que Brad se abrochase el cuello y se ajustase la corbata. Por primera vez, advirtió que tenía el cuello grueso, corto, plebeyo.

Cruzaron el patio enarenado hasta la pesada puerta de roble. Rudolph tocó la campanilla. Se alegraba de no estar solo. No quería estar a solas con Teddy Boylan cuando le diese la noticia. La campanilla sonó lejos, apagada, como una tumba. ¿Estáis vivos?

Se abrió la puerta y apareció Perkins.

—Buenas tardes, señor —dijo.

Alguien estaba tocando el piano. Rudolph reconoció una sonata de Schubert. Teddy Boylan le había llevado a los conciertos de Carnegie Hall y había tocado mucha música para él en la gramola, satisfecho del afán de aprender de Rudolph y de la rapidez con que sabía distinguir lo bueno de lo malo y lo mediocre de lo excelente. «Antes de entrar tú en escena —le había dicho Boylan una vez—, estaba a punto de abandonar la música. No me gusta escucharla a solas, y menos con personas que fingen interés por ella».

Perkins condujo a ambos jóvenes al salón. Incluso para dar cinco pasos, parecía iniciar un desfile. Brad venció su costumbre de andar cabizbajo y se irguió un poco, bajo la influencia del sombrío y amplio vestíbulo.

Perkins abrió la puerta del salón.

—Míster Jordache y un amigo, señor —dijo.

Boylan terminó el pasaje que estaba tocando. Había una botella de champaña en un cubo, y dos copas junto a éste.

Boylan se levantó, sonriendo.

—Bien venido —dijo, tendiendo las manos a Rudolph—. Me alegra verte de nuevo.

Boylan había estado dos meses en el Sur y estaba muy moreno; tenía el pelo y las rectas cejas blanqueados por el sol. Había un ligero cambio en su rostro, que intrigó momentáneamente a Rudolph, mientras le estrechaba la mano.

—¿Puedo presentarle a un amigo? —dijo Rudolph—. Bradford Knight, míster Boylan. Es un condiscípulo mío.

—¿Qué tal, míster Knight? —dijo Boylan, estrechando la mano de Brad.

—Encantado de conocerle, señor —dijo Brad, con más acento de Oklahoma que de costumbre.

—Supongo que también debo felicitarle —dijo Boylan.

—Supongo que sí. Al menos, ésta es la teoría general —respondió Brad, haciendo un guiño.

—Necesitamos otra copa, Perkins —dijo Boylan.

Y se acercó al cubo de la botella de champaña.

—Sí, señor —dijo Perkins, saliendo del salón, al frente de su eterno e imaginario desfile.

—¿Ha sido edificante el discurso del demócrata? —preguntó Boylan, mientras hacía girar la botella en el hielo—. ¿Se ha referido a los plutócratas malditos?

—Ha hablado de la bomba —dijo Rudolph.

—Un invento demócrata —dijo Boylan—. ¿Ha dicho también dónde van a arrojar la próxima?

—Al parecer, él no quiere arrojarla contra nadie. —Por alguna razón, Rudolph creía que tenía que defender al miembro del Gabinete—. En realidad, habló con mucha sensatez.

—¿De veras? —dijo Boylan, haciendo girar de nuevo la botella con las puntas de los dedos—. Tal vez es un republicano disfrazado.

De pronto, Rudolph advirtió lo que era diferente en la cara de Boylan. Ya no tenía bolsas debajo de los ojos. Sin duda había dormido mucho durante las vacaciones, pensó.

—Tiene usted una casita estupenda, míster Boylan —dijo Brad, que había estado mirando descaradamente a su alrededor durante la conversación.

—Se cae de vieja —dijo Boylan, con indiferencia—. Pero mi familia la adoraba. ¿Es usted del Sur, míster Knight?

—De Oklahoma.

—Pasé por allí una vez —dijo Boylan—. Y lo encontré deprimente. ¿Piensa volver allá?

—Mañana —dijo Brad—. He intentado convencer a Rudy para que se venga conmigo.

—¿Ah, sí? —Boylan se volvió hacia Rudolph—. ¿Vas a ir?

Rudolph meneó la cabeza.

—No —dijo Boylan—. No puedo imaginarte en Oklahoma.

Perkins entró con la tercera copa y la dejó sobre la mesa.

—Bien —dijo Boylan—. Vamos allá.

Quitó el alambre del tapón con dedos hábiles. Después, imprimió un breve giro al corcho y, al saltar éste con un seco chasquido, vertió con mano experta el espumoso líquido en las copas. En general, dejaba que Perkins abriese las botellas. Rudolph comprendió que, hoy, Boylan hacía un esfuerzo especial y simbólico.

Dio una copa a Brad y otra a Rudolph, y levantó la suya:

—Por el futuro —dijo—, por ese tiempo tan peligroso.

—Desde luego, esto está mejor que la «Coca-Cola» —dijo Brad, y Rudolph frunció ligeramente el ceño, porque Brad se mostraba tosco adrede, reaccionando desfavorablemente contra la amanerada elegancia de Boylan.

—¿Verdad que sí? —dijo Boylan, sin darle importancia. Y, volviéndose a Rudolph—: ¿Por qué no salimos al jardín y terminamos la botella a la luz del sol? Beber al aire libre siempre me ha parecido más alegre.

—En realidad —dijo Rudolph—, no tenemos mucho tiempo…

—¡Oh! —dijo Boylan, enarcando las cejas—. Había pensado que podríamos cenar juntos en «Farmer's Inn». Desde luego, usted también queda invitado, míster Knight.

—Gracias, señor —dijo Brad—. Pero eso depende de Rudy.

—Alguien nos espera en Nueva York —dijo Rudolph.

—Comprendo —dijo Boylan—. Sin duda, una fiesta de gente joven.

—Algo así.

—Es natural —dijo Boylan—. En un día como éste… —vertió más champaña en las tres copas—. ¿Verás a tu hermana?

—Es en su casa —mintió Rudolph.

—Salúdala de mi parte. No debo olvidarme de mandarle un regalo para el pequeño. ¿Qué me dijiste que era?

—Un chico.

Rudolph le había dicho ya que era un chico, el mismo día del nacimiento.

—Un platito de plata —dijo Boylan—, para que coma sus delicadas papillas. En mi familia —explicó a Brad—, había la costumbre de regalar un paquete de acciones a los recién nacidos. Pero esto sólo lo hacía mi familia. Sería presuntuoso hacer una cosa así para el sobrino de Rudolph, aunque yo aprecio mucho a éste. Además, también aprecio mucho a su hermana, aunque nos hemos distanciado un tanto durante los últimos años.

—Cuando yo nací —dijo Brad—, mi padre puso un pozo de petróleo a mi nombre. Un pozo vacío.

Y se echó a reír a carcajadas.

Boylan sonrió, amablemente.

—La intención es lo que cuenta.

—No en Oklahoma —dijo Brad.

—Rudolph —dijo Boylan—, había pensado hablarte de varios asuntos después de cenar. Pero, ya que estás comprometido, y comprendo muy bien que quieras estar con jóvenes de tu edad en una noche como ésta, tal vez podrías dedicarme ahora un par de minutos…

—Si usted quiere —dijo Brad—, iré a dar un paseo.

Es usted muy discreto, míster Knight —dijo Boylan, con una chispita de ironía en su voz—, pero Rudolph y yo no tenemos secretos. ¿No es verdad, Rudolph?

—No sé —dijo éste, audazmente, pues no estaba dispuesto a seguirle el juego a Boylan.

—Te diré lo que he hecho —dijo Boylan, ahora en tono de hombre de negocios—. Te he encargado un pasaje en el Queen Mary, que zarpará dentro de dos semanas, con lo que tendrás tiempo de sobra para ver a tus amigos, sacar el pasaporte y tomar las demás medidas necesarias. He redactado un pequeño itinerario de los lugares que creo debes visitar: Londres, París, Roma, todos los sitios de costumbre. Para completar un poco tu educación. En realidad, la educación empieza después del colegio. ¿No le parece, míster Knight?

—No puedo hacerlo —dijo Rudolph, dejando su copa.

—¿Por qué? —preguntó Boylan, sorprendido—. Siempre estás hablando de ir a Europa.

—Cuando pueda permitirme ese lujo.

—¡Oh! ¿Eso es todo? —dijo Boylan, sonriendo con indulgencia—. No lo has entendido. Es un obsequio. Creo que te conviene. Para limar un poco tus aristas provincianas. Incluso es posible que, en el mes de agosto, vaya a reunirme contigo en el sur de Francia.

—Gracias, Teddy —dijo Rudolph—. Pero no puedo.

—Lo siento —dijo Boylan, encogiéndose de hombros y dando por terminada la cuestión—. El hombre prudente sabe cuándo tiene que aceptar un regalo y cuándo tiene que rechazarlo. Incluso los pozos secos —añadió, con un movimiento de cabeza dirigido a Brad—. Claro que si tienes algo mejor que hacer…

—Tengo algo que hacer —dijo Rudolph, y pensó: «Ha llegado el momento».

—¿Puedo preguntarte qué es?

Boylan se sirvió más champaña, sin verterlo en las otras copas.

—Mañana empiezo a trabajar de un modo fijo en los «Almacenes Calderwood».

—¡Pobrecillo! —dijo Boylan—. Te espera un verano muy divertido. Debo confesar que tienes unos gustos muy raros. Prefieres vender ollas y cacerolas a vulgares amas de casa pueblerinas, en vez de viajar por el sur de Francia. En fin, si lo has decidido así, tus razones tendrás. Y, para después del verano, ¿has resuelto ingresar en la Facultad de Derecho, según te aconsejé, o intentar los exámenes de la carrera diplomática?

Desde hacía más de un año, Boylan había insistido muchas veces cerca de Rudolph para que optase por una de ambas profesiones, pero mostrando su predilección por la de abogado. Para un joven que no tiene más bienes que su personalidad y su inteligencia —le había escrito Boylan—, el Derecho es el mejor camino hacia el poder y el triunfo. Éste es un país de abogados. Un buen abogado suele hacerse indispensable para la empresa que contrata sus servicios. Muchas veces, se sitúa en posiciones dominantes. Vivimos una época intrincada, y cada día lo será más. Ahora bien, el abogado, el buen abogado, es el único que puede servir de guía en este intrincado mundo, y se le recompensa adecuadamente. Incluso en política… Fíjate en la cantidad de abogados que hay en el Senado. ¿Por qué no puedes coronar tu carrera de este modo? Sabe Dios que un hombre de tu inteligencia y de tu carácter serviría mucho mejor a su país que algunos de esos viles payasos que medran en el Capitol Hill. O, si no, piensa en la Diplomacia. Nos guste o no, somos dueños del mundo, o deberíamos serlo. Debemos colocar a nuestros mejores hombres en posiciones desde las cuales puedan influir en nuestras acciones y en las de nuestros amigos y enemigos.

Boylan era un patriota. Apartado él mismo, por pereza o complacencia, del curso de los grandes acontecimientos, conservaba firmes y virtuosas opiniones sobre la dirección de la vida pública. El único hombre de Washington a quien había alabado en presencia de Rudolph era James Forrestal, secretario de Marina. Si fueras hijo mío —seguía diciendo la carta de Boylan—, te daría idéntico consejo. En el Cuerpo Diplomático, te pagarían poco; pero vivirías como un caballero entre caballeros y nos honrarías a todos. Y nada te impediría casarte bien y llegar a embajador. Si puedo ayudarte en algo, lo haré con gusto. Y me consideraré pagado si me invitas a almorzar a la Embajada de vez en cuando… y puedo decirme que contribuí un poquito a ello.

Recordando todo esto, y recordando la mirada dirigida aquella misma tarde por Calderwood al retrato de sus tres hijas, Rudolph pensó, con cierta angustia, que todo el mundo buscaba un hijo varón. Un hijo de acuerdo con una imagen particular, exclusiva, imposible.

—Bueno, Rudolph —dijo Boylan—, aún no me has contestado. ¿Qué eliges?

—Ninguna de ambas cosas —dijo Rudolph—. Le he dicho a Calderwood que trabajaría en el almacén al menos durante un año.

—Ya comprendo —dijo Boylan, llanamente—. No apuntas muy alto, ¿eh?

—Sí —dijo Rudolph—. Pero a mi manera.

—Entonces cancelaré el viaje a Europa —dijo Boylan—. Y no quiero robarte por más tiempo a tus amigos. He tenido mucho gusto en conocerle, míster Knight. Si alguna vez vuelve a escaparse de Oklahoma, venga a verme con Rudolph.

Apuró su champaña y salió de la estancia, con su impecable chaqueta de tweed y su pañuelo de seda de colorines alrededor del cuello.

—Bueno… —dijo Brad—. ¿A qué vino todo eso?

—Hace años, tuvo algo que ver con mi hermana —dijo Rudolph, encaminándose a la puerta.

—Un bastardo friolento, ¿no?

—No —dijo Rudolph—. Nada de eso. Salgamos de aquí.

Mientras cruzaban la verja, Brad rompió el silencio.

—Hay algo extraño en los ojos de ese tipo. ¿Qué diablos será? Parece como si la piel hubiese sido… sido… —buscaba la palabra exacta—… estirada hacia los lados. ¡Eh! ¿Sabes una cosa? Apuesto a que se ha hecho arreglar la cara.

Desde luego, pensó Rudolph. Era esto. No eran los meses de descanso en el Sur.

—Es posible —dijo—. Teddy Boylan es capaz de todo.

«¿Quién será toda esa gente?», pensó ella, recorriendo el cuarto de estar con la mirada.

—Las bebidas están en la cocina —dijo alegremente a una nueva pareja que acababa de entrar.

Tendría que esperar a que volviese Willie para saber sus nombres. Willie había bajado al bar de la esquina, en busca de más hielo. Siempre sobraba whisky escocés, bourbon, ginebra y vino tinto en las garrafitas de dos litros; pero nunca había bastante hielo.

Había al menos treinta personas en la estancia, de las que conocía a la mitad, y aún habían de llegar otras. No sabía cuántas. A veces, tenía la impresión de que Willie escogía a sus invitados en la calle. Mary Jane estaba en la cocina, actuando de camarera. Mary Jane estaba recuperándose de su segundo marido, y había que invitarla a todas partes. Sintiéndose compadecida, procuraba pagar el favor ayudando a servir las bebidas, a lavar los vasos y a vaciar los ceniceros, y llevándose a casa a tipos descarriados que se sentían solos. En una fiesta, se necesitaba a alguien como ella.

Gretchen se estremeció al observar a un tipo de «Brooks Brothers» que dejaba caer ceniza en el suelo, y un momento después, apagaba la colilla con el tacón sobre la alfombra. Con lo bonita que parecía aquella habitación cuando no había nadie en ella, con sus paredes de un rosa pálido, sus almidonadas cortinas, ordenados los libros en la estantería, barrido el suelo de la chimenea, mullidos los cojines y brillantes los muebles.

Temía que a Rudolph no le gustase la fiesta, aunque nada en sus modales parecía demostrarlo. Como siempre que se hallaba en una habitación con Johnny Heath, se habían retirado los dos a un rincón, donde Johnny llevaba la voz cantante, y Rudolph escuchaba casi en silencio. Johnny sólo tenía unos veinticinco años, pero ya era socio de una agencia de Cambio y Bolsa de Wall Street, y se decía que había hecho su propia fortuna en el mercado de valores. Era un joven simpático y dulce en el hablar, de semblante modesto y conservador, y ojos vivarachos. Gretchen sabía que, de vez en cuando, Rudolph bajaba a la ciudad para cenar con Johnny o ir a un partido de pelota con él. Por las palabras que a veces sorprendía, siempre hablaban de lo mismo: ventas de valores, fusiones, nuevas compañías, márgenes de beneficios, exenciones de impuestos; cuestiones todas ellas, muy aburridas para Gretchen, pero que parecían fascinar a Rudolph, a pesar de no hallarse en condiciones de comprar valores, de fusionarse con alguien o de constituir cualquier clase de compañía.

Una vez, al preguntarle ella por qué había escogido a Johnny, entre todas las personas que había conocido en su casa, Rudolph le había respondido, gravemente: «Es el único de tus amigos que puede enseñarme algo».

¿Quién podía conocer a su propio hermano? En todo caso, ella no había querido celebrar una fiesta así para celebrar el título de su hermano, y Willie se había mostrado de acuerdo. Pero, por alguna razón, estaba resultando como todas las demás. Los personajes variaban un poco: actores, actrices, jóvenes directores, escritores de revistas, modelos, muchachas que trabajaban en Time Inc., productores de radio, algún miembro de una agencia de publicidad al que no se podía desdeñar; mujeres como Mary Jane que acababan de divorciarse y decían a todo el mundo que sus maridos eran unos sinvergüenzas, profesores auxiliares de NYU o de Columbia, que escribían novelas; jóvenes de Wall Street, que parecían de visita en los barrios bajos; una secretaria deslumbrante y sensual, que empezaría a coquetear con Willie después de la tercera copa; un ex piloto, compañero de la guerra de Willie, que se la llevaría aparte para hablarle de Londres; un marido descontento, que trataría de insinuarse con ella a hora avanzada y que, probablemente, acabaría escabulléndose con Mary Jane.

Pero, aunque cambiase el reparto, las actividades eran casi siempre las mismas. Discusiones sobre Rusia y Alger Hiss y el senador McCarthy; chicas intelectuales que elogiaban a Trotski… («Las bebidas están en la cocina», dijo alegremente a una nueva pareja, tostada por el sol, que, sin duda, había estado en la playa aquel mismo día), alguien que acababa de descubrir a Kierkegaard o que había conocido a Sartre, y tenía que contarlo, o que había estado en Israel o en Tánger, y tenía que decirlo. Una vez al mes, habría estado bien. O incluso dos veces al mes, si dejasen de tirar ceniza por toda la habitación. En su inmensa mayoría, eran jóvenes educados y de buen ver, y algunos de ellos tenían dinero bastante para vestir bien, invitarse mutuamente a unas copas y alquilar un departamento en los Hamptons para la mejor época del verano. La clase de personas que ella había soñado que serían sus amigos, cuando era pequeña y vivía en Port Philip. Pero ahora, confraternizaba con ellos desde hacía casi cinco años. Las bebidas están en la cocina. La fiesta sin fin.

Deliberadamente, se dirigió a la escalera y subió al cuarto superior, donde dormía Billy. Al nacer éste, se habían trasladado al piso alto de una casa de la Calle 12 Oeste, y convertido el desván en una amplia habitación, provista de una claraboya. Aparte de la cama y los juguetes de Billy, había una mesa grande en la que trabajaba Gretchen. Encima de aquélla, había una máquina de escribir y montones de libros y papeles. A Gretchen le gustaba trabajar en la habitación del pequeño Billy, y el ruido de la máquina no molestaba a éste, que parecía tomarlo más bien como una monótona canción de cuna. Un niño de la era de la máquina, apaciguado por Remington.

Pero cuando encendió la lámpara de la mesa, vio que su hijo no dormía. Yacía en la camita, envuelto en su pijama, con una jirafa de trapo sobre la almohada y moviendo lentamente las manos sobre su cabeza, como trazando dibujos en el humo que subía desde el piso de abajo. Gretchen sintió remordimiento por el humo de los cigarrillos; pero no podía pedirse a una persona que no fumase, sólo porque podía molestarle a un niño de cuatro años. Se acercó a la cama, se inclinó y besó a Billy en la frente. Percibió el limpio olor del jabón de baño y el suave aroma de la piel infantil.

—Cuando sea mayor —dijo él—, no invitaré a nadie.

No te pareces a tu padre, hijo, pensó Gretchen. Aunque se le parecía muchísimo, con su cabello rubio y sus simpáticos hoyuelos. Nada tenía de los Jordache. Por ahora. A menos que Thomas hubiese sido así, de pequeño. Volvió a besarle, doblándose sobre su cama.

—Duerme, Billy —dijo.

Después, se dirigió a la mesa y se sentó, contenta de librarse de la cháchara de la habitación de abajo. Estaba segura de que nadie la echaría en falta, aunque se quedase allí toda la noche. Cogió un libro de encima de la mesa. Psicología elemental. Lo abrió al azar. Dos páginas dedicadas a la prueba de las manchas de Rorschach. Conócete a ti mismo. Conoce a tu enemigo. Gretchen seguía unos cursos de ampliación en la NYU, a última hora de la tarde y primera de la noche. Si continuaba así, podría conseguir el título dentro de dos años. Sentía una molesta impresión de inferioridad que hacía que se mostrase tímida delante de los cultos amigos de Willie y, a veces, del propio Willie. Además, le gustaban las aulas, la placidez de sentirse entre personas a quienes no sólo interesaba el dinero, o la posición social, o que las viesen en público.

Había abandonado el teatro cuando nació Billy. Más tarde volveré, se había dicho, cuando él ya no me necesite continuamente. Pero ahora sabía que nunca volvería a las tablas. Y no le importaba. Había tenido que buscar un trabajo que pudiese hacer en casa, y lo había encontrado del modo más sencillo. Había empezado por ayudar a Willie a escribir sus criticas de los programas de radio, y después, de la televisión, cuando él se aburría o tenía que hacer otra cosa o dormía una mona. Al principio, él siguió firmando los artículos; pero llegó un momento en que le ofrecieron un cargo ejecutivo en las oficinas de la revista, con aumento de sueldo, y entonces Gretchen empezó a firmar con su nombre. El director le había dicho, confidencialmente, que escribía mucho mejor que Willie, aunque ella se había formado ya su propio juicio. Un día, al limpiar un baúl, había tropezado con el primer acto de la comedia de Willie. Era horrible. Todo lo que había de gracioso e ingenioso en las conversaciones de Willie se convertía en paja al ser trasladado al papel. Ella no le había dicho lo que opinaba de su manera de escribir, ni que había leído la comedia. Pero le había animado a aceptar el puesto en la oficina.

Miró la hoja de papel amarillo que había en la máquina. Le había puesto un título incitante. El canto del vendedor. Miró la página al azar. El aire de inocencia —había escrito— que constituye, teóricamente, una virtud nacional, propia de todos los americanos, ha sido donada a los mercaderes, para que puedan engatusarnos o forzarnos a comprar sus productos, ya sean éstos beneficiosos, necesarios o peligrosos para nosotros. Nos venden jabón con risas, desayunos con violencia, automóviles con Hamlet, purgantes con ñoñerías

Frunció las cejas. No era muy bueno. Y, además, inútil. ¿Quién la escucharía? ¿Quién actuaria? El pueblo americano estaba consiguiendo lo que pensaba que quería. La mayoría de sus invitados de abajo vivían, de un modo u otro, de lo que su anfitriona censuraba en el piso de arriba. El licor que consumían había sido comprado con el dinero que ganaba un hombre que entonaba el canto del vendedor. Arrancó la hoja de papel de la máquina, hizo una bola con ella y la arrojó al cesto. De todos modos, no lo habrían publicado. Willie habría cuidado de impedirlo.

Se acercó a la cama del niño. Éste se había dormido, abrazado a la jirafa. Dormía, milagrosamente integro. ¿Qué vas a comprar, qué vas a vender, cuando tengas mis años? ¿Cuántos errores te esperan? ¿Cuánto amor será desperdiciado?

Sonaron pasos en la escalera, y Gretchen se inclinó sobre la cama, simulando que estaba arreglando las sábanas. Willie, el proveedor de hielo, abrió la puerta.

—No sabía dónde estabas —dijo.

—Estaba recobrando mi cordura —dijo ella.

—Gretchen —dijo él, en tono de reproche.

Estaba un poco colorado, a causa de la bebida, y había gotitas de sudor sobre su labio superior. Empezaba a volverse calvo y su frente se parecía aún más a la de Beethoven; pero, por alguna razón, conservaba su aspecto de adolescente.

—Son tan amigos tuyos como míos —declaró.

—No son amigos de nadie —dijo Gretchen—. Son bebedores, y nada más.

Se sentía agresiva. Al releer las líneas de su artículo, había cristalizado la repugnancia que la había impulsado a subir. Y, de pronto, la irritaba que el niño se pareciese tanto a Willie. Al fin y al cabo, yo también intervine, habría querido gritar.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Willie—. ¿Que los eche?

—Sí. Échalos.

—Sabes que no puedo hacerlo. Ven conmigo, querida. La gente empieza a preguntarse qué ocurre.

—Diles que he sentido la urgente necesidad de darle el pecho a mi hijo. En algunas tribus, los niños maman hasta los siete años. Ésos lo saben todo. Mira si saben también esto.

—Cariño… —se acercó y la rodeó con sus brazos. Gretchen olió la ginebra—. Cede un poco. Por favor. Te estás volviendo muy nerviosa.

—¡Oh! Te has dado cuenta.

—Claro que me he dado cuenta. —La besó en la mejilla. Un beso insignificante, pensó ella. No habían cohabitado desde hacía dos semanas—. Sé lo que te pasa. Trabajas demasiado. Cuidar al niño, escribir, ir a la escuela, estudiar… —Siempre la instigaba a abandonar sus cursos. «¿Qué pretendes con ello? —le había preguntado—. ¡Si eres la chica más lista de Nueva York!».

—Debería hacer el doble de lo que hago —dijo ella—. Tal vez volver a la fiesta y escoger a un candidato adecuado, y tener con él una aventura. Para calmarme los nervios.

Willie desprendió los brazos de la cintura de ella y se echó atrás, y también parecieron hacerlo los «martinis».

—Muy graciosa. Ja, ja —dijo, fríamente.

—Vamos al gallinero —dijo Gretchen, apagando la lámpara de la mesa—. Las bebidas están en la cocina.

Él la asió por la cintura, en la oscuridad.

—¿Qué he hecho de malo? —preguntó.

—Nada —dijo ella—. La perfecta anfitriona y su compañero volverán al encuentro de la hermosura y la caballerosidad de la Calle 12 Oeste.

Se desprendió de él y bajó la escalera. Willie la siguió al cabo de un momento. Se había detenido a depositar un beso con olor de «Martini» en la frente de su hijo.

Gretchen vio que Rudolph se había separado de Johnny Heath y estaba en un rincón de la estancia hablando seriamente con Julie, que debía haber llegado mientras ella estaba arriba. El amigo de Rudolph, el chico de Oklahoma, que parecía salido de las páginas de Babbit, reía con demasiada fuerza algo que había dicho una de las secretarias. Julie se había peinado el cabello hacia arriba y llevaba un fino vestido negro de terciopelo. «Lucho constantemente —le había confiado a Gretchen— por ocultar la colegiala que llevo dentro». Y esta noche lo había conseguido. Demasiado bien. Parecía excesivamente segura de sí misma, para una chica de su edad. Gretchen hubiese jurado que Julie y Rudolph no habían dormido nunca juntos. ¡Después de cinco años! Inhumano. Algo andaba mal en la chica, en Rudolph o en ambos.

Hizo una seña a Rudolph; pero éste no la vio, y cuando ella fue a su encuentro, le cerró el paso un ejecutivo de una agencia de publicidad, demasiado bien vestido y demasiado bien peinado.

—Mi querida anfitriona —dijo el hombre, que se llamaba Alec Lister y, por lo delgado, parecía un actor inglés. Había empezado como reportero de CBS, pero de esto hacía mucho tiempo—. Permíteme que te felicite por tu espléndido aspecto.

—¿Eres un candidato adecuado? —preguntó ella, mirándole fijamente.

—¿Qué?

Lister pasó su copa de una mano a la otra, un tanto nervioso. No estaba acostumbrado a que le hiciesen preguntas oscuras.

—Nada —dijo ella—. Asociación de ideas. Celebro que te gusten los animales.

—Me encantan —dijo Lister, como si pusiera el imprimatur a la asamblea—. Y te diré que me gusta otra cosa. Tus artículos en la revista.

—Me llamarán el Samuel Taylor Coleridge de la Radio y la Televisión —dijo ella.

Lister era uno de los invitados a quienes no había que molestar; pero ella andaba esta noche a la caza de cabelleras.

—¿Qué dices? —se sentía confuso por segunda vez en veinte segundos, y empezaba a fruncir el ceño—. ¡Oh, sí, ya entiendo! —dijo, no muy satisfecho de haber comprendido—. Si puedo hacer un comentario, Gretchen —prosiguió, sabiendo que en cualquier parte, entre Wall Street y la Calle 6 podía hacer los comentarios que le viniesen en gana—, los artículos son excelentes, pero un poco… ¿cómo diría…? , un poco mordaces. Tienen un tono agresivo que, desde luego, impresiona favorablemente, tengo que confesarlo, pero que revela una hostilidad latente contra toda la industria…

—¡Oh! —dijo ella, tranquilamente—. Veo que lo has captado.

Él la miró fríamente, sin la menor cordialidad, con su cara oficial, helada e implacable, que sustituyó en la fracción de un segundo a una máscara tolerante de actor inglés en una fiesta.

—Sí, lo he captado —dijo él—. Y no soy el único. En el ambiente actual, en que se investiga a todo el mundo y los anunciantes tienen que andarse con mucho cuidado para no dar su dinero a personas cuyos móviles no sean aceptables…

—¿Es una advertencia? —preguntó Gretchen.

—Llámalo así, si quieres —dijo el hombre—. Pero nacida de la amistad.

—Eres muy amable —dijo ella, tocándole ligeramente el brazo y sonriéndole con afecto—, pero temo que has llegado tarde. Soy una ardiente comunista, a sueldo de Moscú, que conspira para destruir NCB y MGM y derribar la «Ralston's Cereals».

—Esta noche se mete con todo el mundo, Alec —dijo Willie, que se había plantado junto a ella y le apretaba el codo con la mano—. Cree que es el día de los Inocentes. Ven conmigo a la cocina, y echaré hielo en tu copa.

—Gracias, Willie —dijo Lister—, pero tengo que seguir mi ronda. He prometido asistir a otras dos fiestas esta noche. —Besó a Gretchen en la mejilla; un roce de éter sobre su piel—. Buenas noches, queridos. Espero que recuerdes lo que te he dicho.

—Esculpido en piedra —dijo ella.

Inexpresivo, resuelto, se encaminó a la puerta, dejando la copa sobre un estante, donde dejaría un círculo de humedad.

—¿Qué te pasa? —dijo Willie en voz baja—. ¿Odias el dinero?

—Le odio a él —dijo Gretchen.

Se apartó de Willie y se abrió paso entre los invitados, sonriendo deliciosamente y dirigiéndose al rincón donde estaban hablando Rudolph y Julie. Más que hablar, casi susurraban. Se respiraba, a su alrededor, una atmósfera tensa que levantaba una pared invisible e impenetrable entre ellos y las conversaciones y risas de la estancia. Julie parecía al borde de las lágrimas, y Rudolph tenía un aspecto concentrado y terco.

—Creo que es terrible —decía Julie—. Esto es lo que creo.

—Estás muy guapa, Julie —le interrumpió Gretchen—. Pareces una mujer fatal.

—Pues no me siento fatal en absoluto —dijo Julie, con voz temblorosa.

—¿Qué sucede? —preguntó Gretchen.

—Explícaselo tú —dijo Julie a Rudolph.

—En otro momento —dijo Rudolph, con labios apretados—. Esto es una fiesta.

—Va a trabajar de un modo permanente en los «Almacenes Calderwood» —dijo Julie—. Y empieza mañana por la mañana.

—Nada es permanente —dijo Rudolph.

—Metido detrás de un mostrador para toda la vida —siguió diciendo Julie, atropelladamente—. Y en una ciudad de tres al cuarto. ¿De qué sirven los estudios, si sólo conducen a esto?

—Ya te he dicho que no voy a estar allí toda la vida —dijo Rudolph.

—Pues dile lo otro —dijo Julie, acalorada—. Atrévete a contárselo.

—¿Qué es lo otro? —preguntó Gretchen.

También ella se sentía contrariada, pues la elección de Rudolph no era muy brillante. Pero también sentía alivio. Trabajando para Calderwood, Rudolph seguiría cuidando de su madre y ella no tendría que hacer frente al problema o pedir ayuda a Willie. Esta sensación de alivio no era noble, pero no podía negar que la sentía.

—Me han ofrecido un veraneo en Europa —dijo Rudolph, con voz grave—. Como regalo.

—¿Quién? —preguntó Gretchen, aunque ya sabía la respuesta.

—Teddy Boylan.

—Yo sé que mis padres me dejarían ir también —dijo Julie—. Pasaríamos el mejor verano de nuestra vida.

—No tengo tiempo para pasar el mejor verano de nuestra vida —dijo Rudolph, mordiendo las palabras.

—¿No podrías convencerle tú, Gretchen? —dijo Julie.

—Rudy —dijo Gretchen—, ¿no crees que te mereces un poco de diversión, después de lo mucho que has trabajado?

—Europa seguirá en su sitio —dijo él—. Iré cuando esté en condiciones de hacerlo.

—Teddy Boylan debió de quedar muy satisfecho, cuando rechazaste su oferta —dijo Gretchen.

—Ya se le pasará.

—Quisiera que alguien me ofreciese un viaje a Europa —dijo Gretchen—. Estaría en el barco antes de que…

—Gretchen, ¿puedes echarnos una mano? —dijo uno de los jóvenes invitados—. Queremos tocar la gramola, y parece que está estropeada.

—Hablaremos más tarde —dijo Gretchen a Rudolph y a Julie—. Buscaremos una solución.

Se dirigió a la gramola con el joven. Se inclinó y buscó el enchufe. La doncella de color había estado limpiando aquel día, y siempre se olvidaba de colocar el enchufe después de pasar el aspirador. «No puedo doblarme tanto», le había dicho a Gretchen, cuando ésta la reprendió.

La gramola se calentó con un ruido hueco y, después, empezó a tocar el primer disco del álbum de South Pacific. Voces infantiles, dulces y americanas, desde la lejanía de una fingida isla tropical, cantaban las palabras Dites-moi. Cuando Gretchen se levantó, vio que Rudolph y Julie se habían marchado. No voy a celebrar otra fiesta en un año, resolvió. Se metió en la cocina e hizo que Mary Jane le preparase un whisky fuerte. Estos días, Mary Jane llevaba el pelo rojo, mucho azul en los párpados y largas pestañas postizas. Desde lejos, estaba muy hermosa; pero, desde cerca, las cosas cambiaban un poco. Sin embargo, después de tres horas de fiesta, con todos los hombres desfilando por sus dominios y prodigándole alabanzas, se encontraba en la gloria; pestañeaba y entreabría los labios, ávida y provocativa.

—Una fiesta estupenda —dijo, con voz enroquecida por el whisky—. Y ese tipo nuevo, Alec No-Sé-Qué…

—Lister —dijo Gretchen, bebiendo y advirtiendo que la cocina estaba hecha un desastre y resolviendo que ya pondría orden por la mañana—. Alec Lister.

—¿No es deslumbrador? —dijo Mary Jane—. ¿Tiene compromiso?

—Esta noche, no.

—¡Bendito sea! —dijo Mary Jane—. Cuando estuvo aquí, llenó la cocina con su encanto. Y he oído cosas terribles acerca de él. Willie me dijo que pega a las mujeres. —Rió entre dientes—. ¿No es emocionante? ¿Sabes si necesita beber algo? Iré a llevarle una copa. Mary Jane Hackett, la fiel escanciadora.

—Se marchó hace cinco minutos —dijo Gretchen, con malévola satisfacción por lo que afectaba a Mary Jane y preguntándose al mismo tiempo qué mujeres tendrían tanta intimidad con Willie para contarle que Alec Lister les había pegado.

—Bueno —dijo Mary Jane, encogiéndose filosóficamente de hombros—, hay otros peces en el mar.

Dos hombres entraron en la cocina y Mary ja agitó su cabellera roja y les dirigió una sonrisa radiante.

—Adelante, muchachos —dijo—, el bar siempre está abierto.

Saltaba a la vista que Mary Jane no llevaba dos semanas sin hacer el amor. El divorcio no es tan malo como dicen, pensó Gretchen, mientras volvía al cuarto de estar.

Rudolph y Julie se dirigieron a la Quinta Avenida, bajo el aire tranquilo de la noche de junio. Él no la llevaba del brazo. «Aquí no se puede hablar seriamente —le había dicho en la fiesta—. Salgamos».

Pero, en la calle, no se estaba mucho mejor. Julie caminaba a largas zancadas, procurando no tocarle, tensas las ventanas de la nariz, apretados los gordezuelos labios como una rotunda herida. Caminando a su lado por la oscura calle, Rudolph pensaba si no sería mejor dejarla allí en aquel mismo instante. Probablemente, esto ocurriría más pronto o más tarde, y tal vez era mejor que fuese pronto. Pero entonces pensó que no volvería a verla, y esto le desanimó. Sin embargo, siguió sin decir nada. Sabía que, en la batalla entablada entre los dos, llevaba las de ganar el que guardara silencio por más tiempo.

—Tienes una chica allí —dijo ella, al fin—. Por eso quieres quedarte en aquel horrible lugar.

Rudolph se echó a reír.

—Tu risa no me engaña —dijo Julie, con voz dura, en nada parecida a la de cuando cantaban juntos o a la de cuando ella le había dicho «te quiero»—. Te has encaprichado de una dependienta, de una cajera o de alguien por el estilo. Y te has acostado con ella todo este tiempo. Lo sé.

Él volvió a reír, seguro de su castidad.

—Entonces, eres un mariquita —dijo ella, con voz ronca—. Hace cinco años que salimos juntos, dices que me quieres, y ni una sola vez has intentado hacerme el amor, hacerme de veras el amor.

—No me has invitado —dijo él.

—De acuerdo. Te invito. Ahora. Esta noche. En la habitación 923 del «St. Moritz».

—No —dijo él, alerta contra las trampas, temeroso de las inevitables rendiciones entre sábanas.

—O eres un embustero —dijo ella— o eres un marica.

—Quiero casarme contigo —dijo él—. Podemos casarnos la próxima semana.

—¿Y dónde pasaremos la luna de miel? —preguntó ella—. ¿En el departamento de muebles de jardín de los «Almacenes Calderwood»? Te estoy ofreciendo mi cuerpo virgen e inmaculado —dijo, en son de burla—. Libre y sin trabas. ¿De qué sirve la boda? Soy una chica americana libre, independiente, sensual. Acabo de ganar la Revolución Sexual por un tanteo de diez a cero.

—No —dijo él—. Y deja de hablar como mi hermana.

—Mariquita —dijo ella—. Quieres que me entierre contigo para toda la vida en aquel pueblo horrible. ¡Y yo que había pensado que eras un chico listo, que te esperaba un brillante futuro! Me casaré contigo. Me casaré contigo la próxima semana, si aceptas ese viaje a Europa y te matriculas en la Facultad de Derecho el próximo otoño. O, en otro caso, si decides instalarte en Nueva York y trabajar aquí. No me importa lo que hagas en Nueva York, pues yo también trabajaré. Quiero trabajar. ¿Qué haría en Whitby? ¿Pasando el día pensando en qué delantal debo ponerme para cuando tú llegues por la noche?

—Te prometo que, en cinco años, podrás vivir en Nueva York y donde más te plazca.

—Lo prometes —dijo ella—. Prometer es cosa fácil. Además, no quiero enterrarme, aunque sólo sea por cinco años. No te comprendo. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué quieres conseguir con esto?

—Empiezo con dos años de ventaja sobre cualquiera de los de mi clase —dijo Rudolph—. Sé lo que hago. Calderwood confía en mí. Tiene muchas cosas, además del almacén. El almacén no es más que un principio, una base. Él aún no lo sabe, pero yo, sí. Cuando yo venga a Nueva York, no seré un desconocido con título escolar, de esos que esperan en las antesalas de las empresas con el sombrero en la mano. Cuando yo entre aquí, será por la puerta grande. He sido pobre mucho tiempo, Julie —dijo—, y haré cuanto tenga que hacer para no volver a serlo.

—El niño de Boylan —dijo Julie—. Boylan te ha malcriado. ¡Dinero! ¿Tanto significa el dinero para ti? ¿Por qué sólo el dinero?

—No hables como la Pequeña Ricachona —dijo él.

—Aunque eso diese resultado —insistió ella—, si tuvieses la carrera de Derecho…

—No puedo esperar. Ya he esperado demasiado. Ya he ido a demasiadas escuelas. Si los necesito, contrataré abogados. —Un eco de las palabras del rudo Duncan Calderwood: Pagan a los instruidos—. Si quieres seguir conmigo, bien. Si no… —no pudo decirlo—. Si no… —repitió flojamente—. ¡Oh, Julie! No sé, no sé. Creo que sé todo lo demás, pero nada acerca de ti.

—Mentí a mis padres —dijo ella, sollozando—, para poder estar sola contigo. Pero no eres tú. Eres el muñeco de Boylan. Me marcho al hotel. No quiero verte nunca más.

Sin dejar de llorar desconsoladamente, llamó a un taxi en la Avenida. El coche se detuvo; ella abrió la portezuela, subió y la cerró de golpe.

Él vio marchar el taxi, sin moverse. Después, dio media vuelta y volvió a la fiesta. Había dejado allí su saco de mano, y Gretchen le prepararía el lecho en el diván del cuarto de estar. 923, recordó; el número de la habitación del hotel.

Gracias a su pensión alimenticia, Mary Jane vivía bien. Rudolph no había estado nunca en una cama tan ancha y mullida, y, a la luz de la lámpara de la mesita de noche (Mary Jane insistió en tener encendida la luz), la amplia y cálida habitación alfombrada, con sus paredes tapizadas de seda gris perla, revelaban el gusto de un decorador de categoría. Gruesas cortinas verdes de terciopelo apagaban los ruidos de la ciudad. Los preliminares (habían sido breves) se habían desarrollado en el cuarto de estar de elevado techo, dorados muebles de estilo Directorio y espejos con marcos también dorados, en los que la abrazada pareja se reflejaba con vaga y metálica luminosidad. «Lo principal se hace allí dentro», había dicho Mary Jane, interrumpiendo un beso y conduciendo a Rudolph al dormitorio sin esperar su asentimiento. «Voy al cuarto de baño, a arreglarme un poco», había dicho después; y quitándose los zapatos, se había dirigido majestuosamente, casi rígidamente, al contiguo cuarto de baño, donde se oyó enseguida ruido de agua y de frascos de cristal.

Es como hallarse en casa de un médico, mientras éste se prepara para una operación de cirugía menor, pensó Rudolph, irritado; y vaciló un poco antes de desnudarse.

Cuando bien pasada ya la medianoche, y con sólo tres o cuatro invitados en la fiesta, Mary Jane le había pedido que la acompañase a casa, él no tenía la menor idea de lo que iba a pasar. Se sentía un poco mareado, después de lo que había bebido, y le preocupaba un poco lo que sentiría en la cabeza al acostarse. Por un momento, pensó en escabullirse de allí; pero Mary Jane, con la intuición de la experiencia, le había gritado alegremente:

—¡Sólo tardaré un minuto más, querido! ¡Ponte cómodo!

Y Rudolph se había desnudado, dejando los zapatos debajo de una silla y plegado cuidadosamente su ropa sobre el respaldo. La cama estaba ya preparada para la noche (almohadas con funda de encaje, observó, y sábanas de un pálido azul), y él se había metido en ella, temblando un poco. Era una manera de asegurarse de que, aquella noche, no iría a llamar al 923 del hotel.

Mientras yacía entre las sábanas, curioso y con un poco de temor, cerró los ojos. Algún día tenía que ocurrir, pensó. ¿Qué día mejor que éste?

Con los ojos cerrados, la habitación parecía hundirse y girar a su alrededor, y la cama parecía moverse con ritmo desigual, como un bote anclado en la rompiente. Abrió los ojos en el momento en que Mary Jane entraba en el dormitorio, alta, desnuda, soberbia, con su largo cuerpo de senos pequeños y redondos, de espléndidas caderas y muslos no marchitados por el matrimonio ni estropeados por la vida licenciosa. Se plantó ante él, mirándole con los párpados entornados, veterana de muchas estaciones, buscadora de hombres descarriados, sueltos los rojos cabellos, que parecían negros a la luz de la lámpara.

Rudolph sintió una emoción súbita y potente, como un cañonazo. Se debatía entre el orgullo y la vergüenza, y a punto estuvo de pedir a Mary Jane que apagase la luz. Pero, antes de que pudiese decir nada, Mary Jane se inclinó y apartó la sábana con un solo ademán desgarrador.

Permaneció junto al lecho, observándole, sonriendo dulcemente.

—Hermanito —murmuró—. El bello hermanito de los pobres.

Después, le acarició con suavidad. Rudolph saltó, convulsivamente.

—Estáte quieto —ordenó ella, y sus manos eran como menudos y expertos animales, piel sobre damasco. Él se estremeció—. Quieto, he dicho —repitió ella, con voz ronca.

Todo acabó muy pronto, vergonzosamente pronto, en un súbito espasmo, y Rudolph oyó su propio sollozo. Ella se arrodilló en el lecho y le besó la boca. Sus manos se habían hecho intolerables, y el olor de su pelo, de humo de cigarrillo y de perfume, le asfixiaba.

—Lo siento —dijo, cuando ella levantó la cabeza—. No pude…

Ella rió entre dientes.

—No lo sientas. Me halagas. Lo considero un cumplido.

Con gracioso y lánguido movimiento, se deslizó en la cama junto a él, subió la sábana, se apretó contra el muchacho y entrelazó las resbaladizas piernas con las de él.

—No te preocupes por nimiedades, hermanito —dijo. Le besó en la oreja, y él sintió de nuevo un estremecimiento que corrió por todo su cuerpo hasta la punta de los pies, como una descarga eléctrica—. Estoy segura de que, dentro de unos minutos, te sentirás como nuevo, hermanito.

Rudolph deseó que dejase de llamarle hermanito. No le gustaba que le recordasen a Gretchen. Gretchen le había mirado de modo extraño cuando él se marchó con Mary Jane.

Ésta no había perdido su don profético en su campo preferido. En menos de unos minutos, consiguió que Rudolph hiciese lo que ella pretendió al traerlo allí. Y él actuó con la fuerza acumulada durante años de abstinencia.

—Por favor, ¡basta ya! —gritó ella, al fin.

Y ambos quedaron sosegados.

Mariquita, había dicho Julie, mariquita. Ven aquí, Julie, y esa mujer será mi testigo.

—Tu hermana me dijo que eras virgen —dijo Mary Jane.

—No hablemos de eso —dijo él, cortando por lo sano.

Ahora, yacían ambos boca arriba, sin más contacto que el de una pierna de Mary Jane sobre la rodilla de él. Mary Jane fumaba, aspirando profundamente, y el humo ascendía lentamente al salir de sus pulmones.

—Tengo que encontrar más chicos vírgenes —dijo—. ¿Es verdad?

—He dicho que no hablemos de eso.

—Entonces, es verdad.

—Al menos, ya no lo soy.

—Mejor es así —dijo ella—. ¿Por qué?

—Por qué, ¿qué?

—Un guapo chico como tú —dijo ella—. Las muchachas deben perseguirte como locas.

—Saben contenerse. Hablemos de otra cosa.

—¿Qué me dices de esa linda chiquilla con la que sales? —Habitación 923—. ¿Cómo se llama?

—Julie —respondió él, disgustado por tener que pronunciar el nombre de Julie en aquel lugar.

—¿Está enamorada de ti?

—Pensamos casarnos.

—¿Dónde? ¿Cuándo?

—No lo sé —dijo él.

—No sabe lo que se pierde —dijo Mary Jane—. Debe de venirte de familia.

—¿Qué quieres decir con esto?

—Willie dice que tu hermana es una fiera en el catre.

—Willie debería aprender a cerrar el pico.

Le repugnó que Willie fuese capaz de hablar así de su esposa a una mujer, a cualquier mujer, a cualquier persona. Nunca volvería a confiar del todo en Will, ni a quererle del todo.

Mary Jane se echó a reír.

—Estamos en la gran ciudad —dijo—, donde nadie se anda con remilgos. Willie es un viejo amigo mío. Tuve amoríos con él antes de que conociese a tu hermana. Y, de vez en cuando, cuando se siente abatido o necesita un cambio de escenario, todavía viene por aquí.

—¿Lo sabe mi hermana? —preguntó Rudolph, tratando de disimular su súbita ira.

Willie, el inconstante, el frívolo.

—No lo creo —dijo Mary Jane, tranquilamente—. Willie sabe disimular muy bien. Y nadie firma confesiones. ¿Te has acostado alguna vez con Gretchen?

—¡Por el amor de Dios, es mi hermana! —exclamó él, con voz que sonó chillona a sus propios oídos.

—Magnífico —dijo Mary Jane—. Una hermana. Por lo que dice Willie, habría valido la pena.

—Te estás burlando de mí.

Sí, se dijo, la mujer mayor y de experiencia se divertía incordiando al sencillo muchacho de provincias.

—Pues no —dijo tranquilamente Mary Jane—. Sé bueno, querido, y tráeme una copa. El whisky está sobre la mesa de la cocina. Con agua. No quiero hielo.

Él saltó de la cama. Le habría gustado ponerse ropa, una bata, los pantalones, una toalla alrededor de la cintura, algo para no exhibirse ante aquellos ojos expertos, calculadores, divertidos. Pero sabía que si se cubría con algo, se burlaría de él. ¡Maldita sea!, pensó, furioso. ¿Cómo me habré metido en una cosa así?

De pronto, le pareció que hacía frío en la habitación y sintió piel de gallina en todo el cuerpo. Trató de no temblar al dirigirse a la puerta y salir al cuarto de estar. Oro y sombras en los espejos metalizados. Caminó sin ruido sobre las gruesas alfombras, en dirección a la cocina. Encontró el interruptor y encendió la luz. Una gran nevera eléctrica que zumbaba suavemente, una coctelera, un extractor de jugos, cacerolas de cobre ordenadamente colgadas en las paredes blancas, un fregadero doble de acero, una máquina lavaplatos, la botella de whisky escocés sobre la mesa roja de formica, el sueño doméstico americano a la luz brillante del neón. Sacó dos vasos de una alacena (marfileña porcelana, tazas floridas, cafeteras, molinetes de pimienta, objetos caseros para la mujer nada casera tumbada en la cama de la otra habitación). Dejó correr el agua hasta que salió fría, y, ante todo, se enjugó la boca y escupió en el fregadero metálico —un xilofón nocturno—, para, después, beber dos vasos llenos de agua. Vertió un buen chorro de whisky en el otro vaso y lo llenó de agua hasta la mitad. Percibió la sombra de un ruido, un sonido débil de rozamiento y de carreras. Unos insectos negros, gordos y acorazados, cucarachas, se escabulleron por las rendijas. Puerca, pensó.

Dejó encendida la luz de la cocina y llevó la bebida a la señora de la casa, que yacía en el tan usado lecho. Para servirla.

—Eres un encanto —dijo Mary Jane, estirando el brazo para coger el vaso, con un brillo carmesí en las largas y afiladas uñas. Se incorporó sobre la almohada, destacando sus rojos cabellos de ramera sobre el pálido azul y los encajes, y bebió con sed furiosa—. Y tú, ¿no bebes nada?

—Ya he bebido bastante.

Cogió los calzoncillos y empezó a ponérselos.

—¿Qué haces? —preguntó ella.

—Me marcho a casa —dijo él, poniéndose la camisa, contento de aparecer cubierto—. Tengo que estar en mi trabajo a las nueve de la mañana.

Se sujetó el nuevo reloj de pulsera. Las cuatro menos cuarto.

—Por favor —dijo ella, con vocecilla infantil—. No hagas eso.

—Lo siento —dijo él.

En realidad, no lo sentía. La idea de encontrarse en la calle, vestido y solo, le parecía maravillosa.

—No puedo estarme sola toda la noche.

Su voz era ahora suplicante.

—Llama a Willie —dijo él, sentándose para ponerse los calcetines y los zapatos.

—No puedo dormir, no puedo dormir —dijo Mary Jane.

Rudolph ató deliberadamente los cordones de sus zapatos.

—Todos me abandonan —dijo ella—, todos los hijos de perra me abandonan. Quédate hasta las seis, hasta que amanezca, hasta las cinco, querido. Haré lo que quieras…

Ahora, lloraba.

Lágrimas toda la noche; así es el mundo de las mujeres, pensó fríamente él, mientras se abrochaba la camisa y se anudaba la corbata. Los sollozos resonaron detrás de él, plantado ante el espejo. Vio que tenía el pelo desgreñado y empapado en sudor. Fue al cuarto de baño. Docenas de frascos de perfume, ungüentos, «Alka-seltzer», píldoras para dormir. Se peinó cuidadosamente, para borrar las huellas de la noche.

Cuando volvió al dormitorio, el llanto de ella había cesado. Estaba sentada muy erguida, mirándole fríamente entre los párpados entornados. Había terminado su bebida, pero aún tenía el vaso en la mano.

—La última oportunidad —dijo, con voz seca.

Rudolph se puso la chaqueta.

—Buenas noches —dijo.

Salió de la habitación, cruzo el recibidor y abrió la puerta. Ya en el rellano, cerró la puerta sin hacer ruido y pulsó el botón del ascensor.

El mozo del ascensor era viejo, sólo bueno para viajes cortos, a altas horas de la noche. Mientras bajaban, miró reflexivamente a Rudolph, el cual pensó: ¿Llevará la cuenta de sus pasajeros? ¿Redactará un informe al amanecer?

El ascensor se detuvo y el hombre abrió la puerta.

—Está sangrando, joven —le dijo—. De la cabeza.

—Gracias —dijo Rudolph.

El hombre del ascensor no dijo nada más mientras Rudolph cruzaba el portal y salía a la oscura calle. Una vez en ésta, lejos de aquellos ojos legañosos y escrutadores, Rudolph sacó su pañuelo y se lo llevó a la frente. El pañuelo quedó manchado de sangre. No hay combate sin heridos. Echó a andar hacia las luces de la Quinta Avenida, solo; sus pisadas resonaban en el pavimento. Al llegar a la esquina, levantó la cabeza. El rótulo decía: «Calle 63». Vaciló. El «St. Moritz» estaba en la Calle 59, junto al Park. Habitación 923. Un breve paseo bajo el aire ligero de la mañana. Se enjugó de nuevo la frente con su pañuelo y se dirigió al hotel.

No sabía lo que iba a hacer cuando llegase allí. Pedir perdón, jurar, «Haré lo que quieras…», confesar, denunciar, lavarse, hablar de amor, buscar un recuerdo, ahogar la lujuria, recobrar la ternura, dormir, olvidar…

El vestíbulo estaba desierto. El recepcionista nocturno le echó una breve mirada, indiferente, acostumbrado a la tardía llegada de hombres solos, procedentes de la ciudad dormida.

—Habitación 923 —dijo, por el teléfono interior.

Rudolph oyó que la telefonista llamaba a la habitación. Después de diez timbrazos, colgó. Había un reloj en el vestíbulo. Las 4'35. Los últimos bares de la ciudad habían cerrado hacía treinta y cinco minutos. Salió lentamente del hotel. Había empezado el día solo, y solo lo terminaba. ¿Y qué?

Detuvo un taxi que pasaba y se metió en él. Esta mañana empezaría a ganar cien dólares a la semana. Podía darse el lujo de tomar un taxi. Dio la dirección de Gretchen; pero al torcer el taxi hacia el Sur, cambió de idea. No deseaba ver a Gretchen y, desde luego, no quería ver a Willie. Ya le enviarían su maletín.

—Perdone, chófer —dijo, inclinándose hacia delante—. Lléveme a la Estación de Gran Central.

Aunque no había dormido en veinticuatro horas, estaba completamente despierto cuando se presentó, a las nueve de la mañana, en el despacho de Duncan Calderwood. No accionó el reloj de entrada, aunque su ficha estaba en la ranura. Esto había terminado para él.