Capítulo I

1949

Dominic Joseph Agostino estaba sentado a la mesita de su despacho, situado al fondo del gimnasio, con el periódico abierto en la página de deportes y leyendo algo acerca de su persona. Llevaba lentes estilo Ben Franklin, y éstos daban una expresión tranquila y estudiosa a su cara redonda de ex pugilista, de nariz aplastada y ojos negros y menudos bajo las cicatrices de las cejas. Eran las tres de la tarde, la mejor hora del día, y el gimnasio estaba vacío. Habría poco trabajo hasta las cinco, hora en que daba su clase de gimnasia a un grupo de miembros del club, la mayoría de ellos maduros hombres de negocios que luchaban contra sus barrigas. Después, haría unos cuantos asaltos con los miembros más ambiciosos, teniendo buen cuidado de no lesionar a nadie.

El artículo sobre él había aparecido la noche anterior, en un recuadro de la página deportiva. Aquel día, había pocas noticias. Los «Red Sox» estaban fuera de la ciudad y, en definitiva, no iban a ninguna parte; y había que llenar con algo la página de deportes.

Dominic había nacido en Boston y, en sus tiempos de boxeador, había sido conocido por el nombre de Joe Agos, el Guapo de Boston, porque sus puños eran blandos y tenía que bailar mucho por el ring para que no le matasen. Había boxeado con algunos buenos pesos ligeros, a finales de los veinte y en los treinta, y el reportero de deportes, que era demasiado joven para haberle visto luchar, había escrito un emocionante relato de sus combates con boxeadores tales como Canzoneri y McLarnin, cuando Canzoneri y McLarnin estaban en auge. El periodista decía también que aún estaba en buena forma, cosa que no era tan exacta. Y declaraba que Dominic había dicho, en broma, que algunos de los jóvenes miembros del elegante «Revere Club» empezaban a darle trabajo en los asaltos de entrenamiento del gimnasio, y que pensaba en buscar un ayudante o en ponerse una máscara para proteger su lindo rostro en lo sucesivo. Lo cierto era que no lo había dicho en broma. El artículo estaba redactado en tono amistoso y presentaba a Dominic como un viejo y prudente veterano de la edad de oro del deporte, que, en sus años de pugilista había aprendido a aceptar filosóficamente la vida. En verdad, había perdido todo el dinero ganado, por lo que poco le quedaba, aparte de la filosofía. Pero esto no lo había dicho el periodista y no aparecía en el artículo.

Sonó el teléfono de encima de la mesa. Era el portero. Había un chico que quería verle. Dominic le dijo que podía subir.

El chico tendría diecinueve o veinte años, y llevaba un suéter azul desvaído y zapatos deportivos. Era rubio y de ojos azules, y tenía cara de niño. Dominic pensó que tenía cierto parecido con Jimmy McLarnin, que casi le había destrozado aquella vez que habían combatido en Nueva York. El chico tenía las manos manchadas de grasa, aunque Dominic advirtió que había tratado de limpiárselas bien. Era de suponer que ningún miembro del «Revere Club» había invitado a aquel muchacho para hacer guantes o jugar a los bolos.

—¿Qué quieres? —preguntó Dominic, mirándole por encima de los anteojos.

—Leí el periódico de anoche —dijo el chico.

—¿Sí?

Dominic se mostraba siempre afable y sonriente con los miembros del club, y lo compensaba con los que no lo eran.

—Dice que debido a su edad, esto empieza a pesarle un poco, míster Agostino; con los miembros jóvenes del club y todo lo demás.

—¿Sí?

—Pensé que quizá le convendría una especie de ayudante —dijo el chico.

—¿Eres boxeador?

—No exactamente —dijo el chico—. Pero tal vez quiera serlo. He tenido muchas peleas… —añadió haciendo un guiño—. Y pensé que podría cobrar por ellas.

—Vamos.

Dominic se levantó y se quitó los lentes. Salió del despacho y cruzó el gimnasio en dirección a los vestuarios. El chico le siguió. El cuarto estaba vacío, a excepción de Charley, el mozo, que dormitaba sentado junto a la puerta y apoyada la cabeza en un montón de toallas.

—¿No traes nada? —preguntó Dominic al chico.

—No.

Dominic le dio un mono viejo y un par de zapatos. Esperó, mientras el chico se cambiaba de ropa. Piernas largas, hombros anchos y caídos, cuello grueso. Sesenta kilos, tal vez sesenta y tres. Buenos brazos. Delgado.

Dominic le condujo al rincón del gimnasio donde estaban las lonas y le arrojó un par de guantes de dieciséis onzas. Charley se acercó para atarles los cordones a los dos.

—Vamos a ver de lo que eres capaz, chico —dijo Dominic, alzando los brazos con ligereza.

Charley se quedó mirando, interesado.

Naturalmente, el chico bajaba demasiado los brazos y Dominic le alcanzó dos veces con la izquierda. Pero el chico siguió atacando.

Al cabo de tres minutos, Dominic bajó los brazos y dijo:

—Basta por hoy.

Le había dado dos veces al chico con bastante fuerza y le había mantenido a raya al acercarse éste; pero, a pesar de todo, el muchacho era endiabladamente rápido, y los dos golpes que había conectado habían hecho mella. El chico tenía madera de luchador. ¿Qué clase de luchador? Dominic no lo sabía; pero era luchador.

—Ahora escucha, chico —dijo Dominic, mientras Charley soltaba los cordones de sus guantes—. Esto no es una taberna. Es un club de caballeros. Los caballeros no vienen aquí para que les hagan daño. Vienen para hacer un poco de ejercicio y para aprender el arte de defenderse. Si les atizas como me atizaste a mí, no durarás aquí ni un día.

—Comprendo —dijo el chico—. Pero quería demostrarle lo que puedo hacer.

—No es mucho —dijo Dominic—. Todavía. Pero eres rápido y te mueves bien. ¿Dónde trabajas ahora?

—He estado en Brookline —dijo el chico—. En un garaje. Mas quisiera encontrar un sitio donde pudiese tener las manos limpias.

—¿Cuándo podrías empezar aquí?

—Ahora. Hoy. Dejé el garaje la semana pasada.

—¿Cuánto ganabas allí?

—Cincuenta a la semana —dijo el chico.

—Yo puedo darte treinta y cinco —dijo Dominic—. Pero puedo montarte una litera en el cuarto de masajes y dormir en ella. Tendrás que ayudar a limpiar la piscina, a llenar las lonas y a cuidar el equipo.

—Está bien —dijo el chico.

—Quedas contratado —dijo Dominic—. ¿Cómo te llamas?

—Thomas Jordache —respondió el chico.

—Pero no te metas en líos, Tom —dijo Dominic.

No se metió en líos durante algún tiempo. Se mostraba diligente y respetuoso y, además del trabajo para el que había sido contratado, hacía recados para Dominic y para los miembros del club, y se esforzaba en sonreír siempre y en prestar atención especial a los más viejos. Le complacía el ambiente del club, silencioso, rico y amable, y cuando no estaba en el gimnasio, le gustaba cruzar los salones de lectura y de juego, con sus techos altos y sus paneles de madera oscura, y sus mullidos sillones y sus paisajes al óleo de Boston en los tiempos de los veleros. El trabajo no era pesado, y a lo largo del día, se producían muchos ratos de ocio, durante los cuales podía permanecer sentado, escuchando los relatos de Dominic sobre sus años de combates en el ring.

Dominic no mostró curiosidad por el pasado de Tom, y Tom no le dijo nada sobre los meses pasados en la carretera, ni sobre las casas públicas de Cincinnati, Cleveland y Chicago, ni sobre sus empleos en las estaciones de gasolina, ni sobre la paliza propinada a un botones en el hotel de Syracuse. Había ganado buena plata en aquel hotel, introduciendo prostitutas en las habitaciones de los huéspedes, hasta el día en que tuvo que arrancarle un cuchillo de la mano a un chulo, porque éste se quejaba de la cuantía de las comisiones entregadas por sus chicas al guapo muchacho de cara infantil, al que no dejaban de mimar cuando no estaban ocupadas en otros menesteres. Tampoco le habló a Dominic de los borrachos a quienes había atracado en el Loop, ni del dinero suelto que había hurtado en varias habitaciones, más por diversión que por ganancia, ya que el dinero le interesaba muy poco.

Dominic le había enseñado a pegar al saco, y resultaba agradable, en las tardes lluviosas, cuando el gimnasio estaba vacío, golpear el saco más y más deprisa, haciendo resonar los golpes entre las paredes del local. De vez en cuando, si estaba animado, Dominic hacía guantes con él, enseñándole diversas combinaciones y cómo había de la lanzar el puño derecho, y a emplear la cabeza y los hombros antes de descargar los puñetazos, y a apoyarse sobre las puntas de los pies, y a esquivar los golpes, agachándose y oscilando, pero sin retroceder. Dominic no le permitía aún cruzar los guantes con ninguno de los miembros del club, porque no estaba seguro de Thomas y no quería que se produjesen incidentes. En cambio, pudo bajar a las pistas de bolos, y, en pocas semanas, se convirtió en un jugador aceptable; así, cuando algún jugador de poca categoría se encontraba sin pareja, Thomas ocupaba el puesto de ésta. Era rápido y ágil; no le importaba perder, y cuando ganaba, se esforzaba en que su victoria no resultara demasiado fácil. De este modo, le llovían veinte o treinta dólares de propinas todas las semanas.

Hizo amistad con el cocinero del club, gracias, principalmente, a su sólida relación con un vendedor de buena marihuana, y a que se brindó a ir a la compra por cuenta de aquél, todo lo cual le valió comida gratis al cabo de poco tiempo.

Tuvo el buen criterio de mantenerse al margen de las conversaciones de los miembros, que eran abogados, agentes de Cambio y Bolsa, dirigentes de compañías navieras y propietarios de industrias. Aprendió a tomar minuciosamente los recados telefónicos de sus esposas y amantes, y a transmitirlos como si no se diese verdadera cuenta de lo que hacía.

No le gustaba beber, y los socios del club comentaban favorablemente esta circunstancia, mientras tomaban whisky en el bar, después del ejercicio.

Su comportamiento no obedecía a ningún plan; no buscaba nada; sólo sabía que le convenía congraciarse con los importantes ciudadanos que patrocinaban el club. Ya había corrido bastante de un lado a otro, como si anduviese perdido por América, metiéndose siempre en líos y acabando en camorras que el obligaban a salir huyendo. Aceptaba de buen grado la paz, la seguridad y la aprobación del club. No era una carrera, decía para sus adentros, pero sí un buen año. No era ambicioso. Cuando Dominic le hablaba vagamente de lo que valía, se negaba rotundamente a ello.

Cuando se sentía inquieto, iba a los barrios bajos de la ciudad, buscaba una prostituta y pasaba la noche con ella; buen dinero por buenos servicios, y nada de complicaciones por la mañana.

Incluso le gustaba la ciudad de Boston, o, al menos, tanto como cualquier otro lugar, aunque no se atrevía a salir mucho de día, pues estaba seguro de que había una orden de detención contra él, por riña y lesiones, como consecuencia de la última tarde que pasó en Brookline y en la que el capataz le había acometido con una llave inglesa. Aquella tarde, se había ido directamente a su pensión, a hacer los bártulos, y se había largado en menos de diez minutos, diciéndole a la patrona que se marchaba a Florida. Después, se había dirigido a la Asociación de Jóvenes Cristianos y había permanecido oculto durante una semana, hasta que leyó el artículo periodístico sobre Dominic.

Había socios que le gustaban más que otros, pero procuraba mostrarse imparcialmente servicial con todos. No quería ligarse con nadie. Ya había tenido bastantes líos. Trataba de no saber demasiado acerca de los socios, aunque, desde luego, era imposible dejar de formarse opiniones cuando se veía a un hombre desnudo, de panza prominente o mostrando en la espalda los arañazos de su última compañera de cama, o lanzando palabrotas si perdía un estúpido partido de bolos.

Dominic odiaba por igual a todos los socios, pero sólo porque tenían dinero y él no lo tenía. Dominic había nacido y se había criado en Boston, y su acento era como el de otro bostoniano cualquiera; pero, en espíritu, trabajaba en el campo de un terrateniente siciliano y conspiraba para incendiar el castillo del terrateniente y cortarle el gaznate a todos sus familiares. Naturalmente, disimulaba estos sueños de incendio y de asesinato bajo las maneras más cordiales, diciendo siempre a los socios que tenían un aspecto estupendo al volver de vacaciones, maravillándose de los kilos que parecían haber perdido e interesándose por sus jaquecas y torceduras.

—Ahí viene el peor ladrón de Massachusetts —le murmuraba a Thomas, cuando entraba en el vestuario un caballero canoso y de aspecto imponente, al que decía inmediatamente en voz alta—: Me alegro de que haya vuelto, señor. Hemos notado su ausencia. Creo que trabajo usted demasiado.

—¡Ah! El trabajo, el trabajo… —decía el caballero, meneando tristemente la cabeza.

—Sé lo que esto significa, señor —decía Dominic, sacudiendo también la cabeza—. Venga conmigo y haremos un poco de ejercicio con las pesas. Después, tomará un baño de vapor, nadará en la piscina, le daré masaje, se le irán todos los males y esta noche dormirá como un niño.

Thomas escuchaba y observaba, aprendiendo de Dominic, el práctico simulador. Le gustaba el ex boxeador de corazón de piedra, comprometido en lo más profundo de su ser, a pesar de todas sus lisonjas, con la anarquía y el pillaje.

Thomas simpatizaba también con un tal Reed, campechano presidente de una empresa textil, que jugaba a los bolos con Thomas e insistía en que éste le acompañase en la pista, aunque hubiese otros socios esperando para jugar. Reed tenía unos cuarenta y cinco años y estaba bastante gordo; pero aún jugaba bien, y la mayoría de las veces, él y Thomas se repartían los triunfos. Reed ganaba las primeras partidas, y perdía cuando empezaba a fatigarse. «¡Ay, las piernas de los jóvenes!», decía Reed, riendo y enjugándose el sudor del rostro con una toalla, mientras se dirigían juntos a las duchas, después de una hora en la pista. En general, jugaban tres veces por semana, y Reed siempre invitaba a Thomas a una «Coca-Cola», después de refrescarse y de ponerle en la mano un billete de cinco dólares. Tenía una peculiaridad. Siempre llevaba un billete de cien dólares, cuidadosamente plegado, en el bolsillo derecho de su chaqueta. «Una vez, un billete de cien dólares me salvó la vida», le había dicho a Thomas. Una noche, se había producido un espantoso incendio en el club nocturno donde se encontraba, y había habido muchas víctimas. Reed había quedado enterrado bajo un montón de cuerpos, cerca de la puerta, imposibilitado para moverse y con la garganta demasiado irritada para poder gritar. Había oído que los bomberos tiraban de los cuerpos del montón, y, haciendo un supremo esfuerzo, había hurgado en el bolsillo de su pantalón, donde llevaba un billete de cien dólares. Después, había conseguido sacar la mano que sostenía el billete. Alguien vio esta mano, que agitaba débilmente el billete. Sintió que el dinero volaba de sus dedos, y, entonces, un bombero apartó los cuerpos que tenía encima y lo sacó de allí. Había pasado dos semanas en el hospital, sin poder hablar, pero había sobrevivido, gracias al poder de un solo billete de cien dólares. Y aconsejó a Thomas que, por poco que pudiese, llevase siempre uno de estos billetes en el bolsillo más conveniente.

También le dijo a Thomas que ahorrase dinero y lo invirtiese en valores, pues las piernas no conservan eternamente su juventud.

El jaleo comenzó cuando llevaba tres meses trabajando allí. Advirtió que algo andaba mal cuando, después de su partido con Brewster Reed, se dirigió a su armario para cambiarse de ropa. No había señales ostensibles, pero algo le hizo comprender que alguien había revuelto sus prendas, buscando algo. Su cartera sobresalía del bolsillo trasero de su pantalón, como si la hubiesen sacado de allí y metido de nuevo a toda prisa. Thomas sacó la cartera y la abrió. Llevaba cuatro billetes de cinco dólares, y seguían en su sitio. En el bolsillo lateral del pantalón, había unos tres dólares en billetes y monedas, que eran los mismos que tenía antes de bajar a las pistas. Una revista que había estado leyendo, y que recordaba haber dejado cerrada sobre el estante superior, estaba ahora abierta por la mitad.

Por un momento, pensó en cerrar el armario; pero después decidió: ¡qué caray!, si hay alguien tan pobre en este club que quiere hurtarme a mí, bien venido sea. Se desnudó, metió los zapatos en el armario y se encaminó a las duchas, donde Brewster Reed se estaba refrescando muy tranquilo.

Al volver de la ducha, encontró una nota clavada en el interior de la puerta del armario. Era letra de Dominic, y decía: Quiero que vengas a mi despacho, después de cerrar. D. Agostino.

La brevedad del mensaje y el hecho de que llegase por escrito, cuando él y Dominic se cruzaban diez veces cada tarde, significaba que algo grave ocurría. Algo oficial, planeado. Ya estamos otra vez, pensó; y a punto estuvo de acabar de vestirse y largarse disimuladamente de allí, de una vez para siempre. Pero se contuvo, cenó en la cocina y, después, charló tranquilamente con el profesor de bolos y con Charley, en los vestuarios. Poco después de las diez, al cerrarse el club, se presentó en el despacho de Dominic.

Dominic estaba leyendo un número de Life y volvía lentamente las páginas sobre la mesa. Levantó la mirada, cerró la revista y la dejó a un lado del escritorio. Después, se levantó, miró al pasillo, para asegurarse de que no había nadie, y cerró la puerta del despacho.

—¿Qué pasa? —preguntó Thomas.

—Mucho —dijo Dominic—. Se ha armado la gorda. No me han dejado en paz en todo el día.

—¿Y qué tengo yo que ver con eso? —preguntó Thomas.

—Es lo que voy a averiguar —dijo Dominic—. Es inútil andarse por las ramas, chico. Alguien ha estado sacando dinero de las carteras de los socios. Un tipo listo, que toma un billete aquí y allá, y deja el resto. Esos gordos bastardos son tan ricos que, la mayoría de ellos, no saben lo que llevan en el bolsillo, y, si alguna vez echan en falta un billete de diez o de veinte, se imaginan que lo han perdido o que se equivocaron al contar su dinero. Pero hay un tipo que está seguro de no equivocarse. El hijo de perra de Greening. Asegura que le quitaron del armario un billete de diez dólares, mientras boxeaba ayer conmigo; ha estado todo el día llamando por teléfono a los otros socios, y, de pronto, todos aseguran que les han robado algo durante los últimos meses.

—Bien, pero ¿qué tiene eso que ver conmigo? —repitió Thomas, aunque comprendía que sí tenía que ver.

—Greening dijo que la cosa había empezado cuando tú viniste a trabajar aquí.

—¡Ese montón de mierda! —dijo Thomas, agriamente.

Greening era un hombre de unos treinta años, de mirada fría, que trabajaba en una agencia de Cambio y Bolsa, y que boxeaba con Dominic. Había combatido en el peso ligero, en cierto colegio del Oeste; se mantenía en forma y se mostraba implacable con Dominic, al cual perseguía furiosamente durante tres asaltos de dos minutos cada semana. Muchas veces, después de la sesión, Dominic, que no se atrevía a contraatacar con fuerza, quedaba magullado y rendido de verdad.

—Sí, es un montón de mierda —dijo Dominic—. Esta tarde, me hizo registrar tu armario. Ha sido una suerte que no tuvieses ningún billete de diez dólares. Pero, aun así, quiere llamar a la Policía y que ésta te detenga por sospechoso.

—¿Y qué le ha dicho usted? —preguntó Thomas.

—Le disuadí de hacerlo —respondió Dominic—. Le dije que hablaría contigo.

—Bueno, ya está hablando conmigo —dijo Thomas—. Y ahora, ¿qué?

—¿Cogiste la pasta?

—No. ¿Me cree?

Dominic se encogió de hombros, con ademán cansado.

—No lo sé. Lo seguro es que alguien la ha cogido.

—Muchas personas andan por los vestuarios durante el día. Charley, el tipo de la piscina, el profesor, los socios, usted…

—Basta, chico —dijo Dominic—. No me gustan las bromas.

—¿Por qué me lo cuelgan a mí?

—Ya te lo he dicho. La cosa empezó cuando tú viniste a trabajar aquí. ¡Señor! Están hablando de poner candados en los armarios. Y hace un siglo que nadie cerró nada en esta casa. Por su modo de hablar, se diría que no se vio delito más horrendo desde los tiempos de Jesse James.

—¿Qué quiere que haga? ¿Largarme?

—No —dijo Dominic, meneando la cabeza—. Sólo quiero que tengas cuidado. Manténte siempre a la vista de alguien. Tal vez se olvidará todo. Ese bastardo de Greening y sus puercos diez pavos… Ven conmigo. —Se levantó, fatigosamente, y se estiró—. Te invito a una cerveza. ¡Cochino día!

El vestuario estaba desierto cuando entró Thomas. Había tenido que ir a la oficina de Correos y llevaba traje de calle. Había un partido de bolos entre clubs, y todo el mundo estaba arriba, presenciándolo. Todos, salvo uno de los socios, llamado Sinclair, que pertenecía al equipo, pero que aún no había tenido que actuar. Estaba vestido para jugar, y llevaba un suéter blanco. Era un joven alto, esbelto, licenciado en Derecho por Harvard, y cuyo padre también era miembro del club. La familia tenía mucho dinero, y su nombre aparecía con frecuencia en los periódicos. El joven Sinclair trabajaba en la ciudad, en el bufete de su padre, y Thomas había oído decir a miembros más viejos del club que era un brillante abogado y que llegaría lejos.

Pero, en este preciso instante, al llegar Thomas por el pasillo, silenciosamente, con sus zapatos de tenis, el joven Sinclair estaba delante de un armario abierto, sacando una cartera del bolsillo interior de una chaqueta que había allí colgada. Thomas no sabía de fijo a quién pertenecía el armario, pero estaba seguro de que no era el de Sinclair, porque éste sólo distaba tres armarios del suyo y ambos estaban al otro lado de la estancia. El rostro de Sinclair, generalmente alegre y colorado, aparecía ahora tenso, pálido y sudoroso.

Thomas vaciló un momento, preguntándose si no sería mejor dar media vuelta y alejarse, antes de que Sinclair le viese. Pero, precisamente al sacar la cartera del bolsillo, Sinclair levantó los ojos y vio a Thomas. Ambos se miraron fijamente. Demasiado tarde para volverse atrás. Thomas avanzó rápidamente hacia aquel hombre y le agarró la muñeca. Sinclair jadeaba, como si hubiese corrido un largo trecho.

—Será mejor que devuelva esto a su sitio, señor —murmuró Thomas.

—Está bien —dijo Sinclair—. Lo devolveré.

También lo dijo murmurando.

Thomas no le soltó la muñeca. Tenía que pensar deprisa. Si denunciaba a Sinclair, perdería su empleo con cualquier pretexto. Sería muy incomodo para los otros socios tener que aguantar a diario la presencia de un humilde empleado que había puesto en evidencia a uno de los suyos. Si no lo denunciaba… Trató de ganar tiempo.

—¿Sabía, señor —dijo—, que sospechan de mí?

—Lo siento.

Thomas sintió temblar al hombre; pero Sinclair no trató de soltarse.

—Va a hacer usted tres cosas —dijo Thomas—. Devolver la cartera a su sitio y prometer que esto no se volverá a repetir.

—Lo prometo, Tom. Y te agradezco que…

—Ahora, podrá demostrar hasta dónde llega su agradecimiento, míster Sinclair —dijo Thomas—. Me firmará ahora mismo un pagaré por cinco mil dólares y me los pagará en efectivo dentro de tres días.

—Has perdido la cabeza —dijo Sinclair, con la frente cubierta de sudor.

—Bueno —dijo Thomas—. Empezaré a chillar.

—Apuesto a que lo harías, pequeño bastardo —dijo Sinclair.

—El jueves, a las once de la noche, le esperaré en el bar del «Hotel Touraine» —dijo Thomas—. Y me pagará.

—Iré.

Lo dijo en voz tan baja que Thomas apenas pudo oírlo. No obstante, soltó la mano del hombre y esperó a que pusiese la cartera en el bolsillo de donde la había sacado. Después, sacó la libretita en que apuntaba los pequeños gastos de sus encargos, la abrió en una página en blanco y entregó un lápiz a Sinclair.

Sinclair miró la libreta abierta ante sus narices. Thomas sabía que, si Sinclair lograba dominar sus nervios, podría marcharse tranquilamente y echarse a reír si Thomas contaba su historia. Aunque quizá no reiría el último. De todos modos, Sinclair tenía los nervios destrozados. Cogió la libreta y garrapateó en ella.

Thomas echó un vistazo a la página, se metió la libreta en el bolsillo y recuperó su lápiz. Después, cerró cuidadosamente la puerta y subió al piso superior a ver los partidos de bolos.

Quince minutos más tarde, Sinclair salió a la pista y batió claramente a su rival.

Cuando volvió a los vestuarios, Thomas le felicitó por su victoria.

Llegó al bar del «Touraine» a las once menos cinco. Vestía traje de calle, con cuello y corbata. Hoy quería dárselas de caballero. El bar estaba a media luz, y no había mucha gente. Escogió una mesa en un rincón, desde donde podía dominar la entrada. Cuando acudió el camarero, le pidió una botella de «Budweiser». Cinco mil dólares, pensó. Cinco mil… Era lo que le habían quitado a su padre, y él iba a cobrárselo. Se preguntó si Sinclair había tenido que acudir a su padre y explicarle lo ocurrido, para que le diese el dinero. Probablemente, no. Probablemente, Sinclair tenía bastante dinero a su nombre para reunir cinco mil dólares en diez minutos. Thomas no tenía nada contra Sinclair. Sinclair era un joven agradable, de mirada simpática y amistosa, dulce voz y buenos modales, que, de vez en cuando, le había instruido sobre determinadas jugadas, y cuya vida quedaría destrozada si llegara a saberse que era cleptómano. Pero las cosas habían marchado así.

Sorbió su cerveza, sin dejar de observar la puerta. A las once y tres minutos, ésta se abrió y apareció Sinclair. Miró alrededor del oscuro local, y Thomas se levantó. Sinclair se acercó a la mesa y Thomas le dijo:

—Buenas noches, señor.

—Buenas noches, Tom —dijo Sinclair, con voz tranquila.

Y se sentó, pero sin quitarse el gabán.

—¿Qué va a tomar? —preguntó Thomas, al acercarse el camarero.

—Whisky escocés con agua, por favor —dijo Sinclair, con su delicado acento de Harvard.

—Y otra «Bud», por favor —dijo Thomas.

Permanecieron un momento en silencio, sentados de lado en el banco. Sinclair tamborileó con los dedos sobre la mesa, escrutando el salón.

—¿Vienes a menudo aquí? —preguntó.

—Sólo de tarde en tarde.

—¿Has visto alguna vez a algún miembro del club?

—No.

El camarero dejó las bebidas sobre la mesa. Sinclair bebió ávidamente.

—Sólo para que lo sepas —dijo—, te diré que no cojo el dinero porque lo necesite.

—Lo sé —dijo Thomas.

—Es una enfermedad —dijo Sinclair—. Estoy bajo tratamiento psiquiátrico.

—Hace muy bien —dijo Thomas.

—¿Y no te importa hacerle una cosa así a un enfermo?

—No —dijo Thomas—. No, señor.

—Eres un hijo de perra de los duros, ¿eh?

—Así lo espero, señor —dijo Thomas.

Sinclair se desabrochó el abrigo, metió la mano en el bolsillo interior y sacó un sobre largo y repleto. Lo dejó sobre el banco, entre Thomas y él mismo.

—Está todo ahí —dijo—. No necesitas contarlo.

—Estoy seguro de ello —dijo Thomas.

Y se metió el sobre en el bolsillo.

—Ahora, tú —dijo Sinclair.

Thomas sacó el pagaré y lo dejó sobre la mesa. Sinclair le echó un vistazo, lo rasgó y puso los fragmentos en un cenicero. Se levantó.

—Gracias por la bebida —dijo.

Se dirigió a la puerta. Un chico muy apuesto, que llevaba impresas las señales de la buena crianza, la simpatía, la educación y la suerte.

Thomas le miró salir y terminó despacio su cerveza. Pagó las consumiciones, salió al vestíbulo y tomó una habitación para pasar la noche. Una vez arriba, con la puerta cerrada y corridas las cortinas, contó el dinero. Estaba en billetes de cien dólares, todos ellos nuevos. Se le ocurrió pensar que podían estar marcados; pero no tenía manera de saberlo.

Durmió bien en la amplia cama de matrimonio, y, por la mañana, llamó al Club y le dijo a Dominic que tenía que ir a Nueva York, para asuntos familiares, y que no estaría de regreso hasta el lunes por la tarde. Como no había hecho vacaciones desde el día en que empezó a trabajar en el Club, Dominic le dio permiso, pero sólo hasta el lunes.

Lloviznaba cuando el tren se detuvo en la estación, y aquella gris humedad otoñal no mejoraba el aspecto de Port Philip. Thomas no llevaba abrigo, y tuvo que levantarse el cuello de la chaqueta para impedir que el agua se filtrase en su torso.

La plaza de la estación no parecía haber cambiado mucho. La Port Philip House había sido repintada, y, en un edificio nuevo, una amplia tienda de Radio y Televisión anunciaba la venta de radios portátiles. El olor del río seguía siendo el mismo que recordaba Thomas.

Había podido tomar un taxi; pero, después de tantos años de ausencia, prefirió caminar un poco. Las calles de su ciudad natal le prepararían… para no sabía qué.

Pasó frente a la parada de autobús. El último trayecto con su hermano Rudolph. Apestas como una bestia salvaje.

Dejó atrás los «Almacenes Bernstein», lugar de cita de su hermana con Theodore Boylan. El hombre desnudo en el salón; la cruz en llamas. Felices recuerdos de la adolescencia.

Pasó por delante de la Escuela Pública. El soldado palúdico repatriado, el sable de samurái, el cuello del japonés manando sangre.

Nadie le saludaba. En la calle principal, todo el mundo parecía apresurado, hermético, desconocido. El Regreso Triunfal. Bien venido, Ciudadano.

Cruzó frente a San Anselmo, la iglesia del tío de Claude Tinker. Por la Gracia de Dio, nadie le vio.

Entró en Vanderhoff Street. Ahora, llovía con más intensidad. Tocó el bulto que el dinero hacía en su chaqueta. La calle había cambiado. Habían levantado un edificio cuadrado que parecía una cárcel y que, sin duda, era una fábrica. Algunas de las viejas tiendas estaban tapiadas, y, sobre los escaparates de otras, había nombres que le eran desconocidos.

Llevaba los ojos bajos, para resguardarlos de la lluvia, y por esto se pasmó al levantarlos y ver que, el lugar donde había estado la panadería, donde había estado la casa en que había nacido, se levantaba ahora un gran supermercado y tres plantas de departamentos. Leyó los rótulos de los escaparates. Plato del día: Chuletas asadas. Espalda de cordero. Entraban y salían mujeres cargadas con la cesta de la compra, por la puerta que, de haber continuado allí, habría dado entrada a la casa de los Jordache.

Thomas miró a través de los cristales. En el primer mostrador, había chicas que cobraban y devolvían el cambio. No conocía a ninguna. No tenía por qué entrar. No había ido allí en busca de chuletas o espaldas de cordero.

Siguió calle abajo, vacilando. El garaje contiguo había sido reconstruido; el rótulo era diferente, y tampoco reconoció ninguna de las caras. Pero, cerca de la esquina, vio que la «Verdulería Jardino» seguía donde había estado siempre. Entró y esperó, mientras una anciana discutía con mistress Jardino sobre el precio de las judías.

Cuando la anciana se hubo marchado, mistress Jardino se volvió hacia él. Era una mujer menuda y amorfa, de agresiva nariz aguileña y con una verruga sobre el labio superior, de la que brotaban dos largos y gruesos pelos negros.

—¿Qué desea? —preguntó mistress Jardino.

—Mistress Jardino —dijo Thomas, bajándose el cuello de la chaqueta para aparecer más respetable—, es probable que usted no me recuerde, pero yo fui… bueno… una especie de vecino. Teníamos la panadería. Jordache…

Mistress Jardino le observó, con ojos miopes.

—¿Cuál eres tú?

—El menor.

—¡Oh, sí! El pequeño gángster.

Thomas trató de sonreír, para felicitar a mistress Jardino por su tosco humorismo. Mistress Jardino no correspondió a su sonrisa.

—Bueno, ¿qué quieres?

—He estado ausente durante cierto tiempo. Y he venido a visitar a mi familia. Pero la panadería ha desaparecido.

—Desapareció hace años —dijo mistress Jardino con impaciencia, mientras arreglaba unas manzanas para que no se viesen las manchas—. ¿No te lo dijo tu familia?

—Perdimos el contacto —dijo Thomas—. ¿Sabe usted dónde están ahora?

—¿Y quién va a saberlo? No se dignaban hablar con los puercos italianos.

Y le volvió la espalda y se puso a arreglar unos manojos de apio.

—De todos modos, muchas gracias —dijo Thomas, disponiéndose a salir.

—Espera un momento —dijo mistress Jardino—. Cuando te marchaste, tu padre vivía, ¿no?

—Sí —respondió Thomas.

—Pues bien, está muerto —dijo ella, con cierta satisfacción en la voz—. Se ahogó. En el río. Y, entonces, tu madre se trasladó, y derribaron el edificio, y ahora… —amargamente— han montado un supermercado que nos arruina a todos.

Entró una parroquiana; mistress Jardino empezó a pesar cinco libras de patatas, y Thomas salió de la tienda.

Estuvo un buen rato plantado frente al supermercado, pero éste no le dijo nada. Pensó en bajar al río, pero tampoco el río le diría nada. Volvió a la estación. Al pasar frente a un Banco, alquiló una caja de depósito y puso en ella cuatro mil novecientos dólares de los cinco mil que llevaba consigo. Pensó que Port Philip era un lugar tan bueno como cualquier otro para dejar su dinero. Aunque también habría podido arrojarlo al río donde se había ahogado su padre.

Presumió que podría averiguar el paradero de su madre y de su hermano en la oficina de Correos; pero resolvió que no valía la pena. Él había venido a ver a su padre. Y a pagarle su deuda.