Capítulo IX

I

Al salir de la estación del «Metro» de la Calle 8, se detuvo a comprar seis botellas de cerveza, y después, entró en la tintorería, a buscar el traje de Willie. Anochecía —la temprana anochecida de noviembre— y soplaba un aire cortante. La gente llevaba abrigo y caminaba deprisa. Una muchacha con pantalón y trinchera pasó encorvada por delante de ella; llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo. Parecía que acabase de levantarse de la cama, aunque eran más de las cinco de la tarde. Sin duda, en Greenwich Village, la gente se levantaba a cualquier hora del día o de la noche. Era uno de los atractivos de aquel barrio, amén de que la mayoría de sus vecinos eran jóvenes. A veces, cuando cruzaba el barrio, entre tanta juventud, pensaba: «Estoy en mi país natal».

La chica de la trinchera entró en el «Corcoran's Bar and Grill». Gretchen lo conocía bien. Y, a su vez, era conocida en una docena de bares de la vecindad. Ahora, pasaba buena parte de su vida en los bares.

Caminó deprisa hacia la Calle 11, con las seis botellas gravitando en la bolsa de papel castaño, y el traje de Willie cuidadosamente plegado sobre el brazo. ¡Ojalá estuviese Willie en casa! Nunca podía saberse cuándo estaría allí. Gretchen venía de ensayar un pequeño papel en la parte alta de la ciudad, y tenía que volver allí para la función de las ocho. Nichols y el director le habían hecho recitar aquel papel y le habían dicho que poseía talento. La comedia tenía un éxito regular. Sin duda, duraría hasta junio. Ella cruzaba tres veces cada noche el escenario, en traje de baño. El público se reía cada vez; pero era una risa nerviosa. El autor se había enfurecido al escucharla, en el estreno, y había querido suprimir la intervención de Gretchen; pero Nichols y el director le habían convencido de los efectos beneficiosos de aquella risa. Gretchen recibía las acostumbradas cartas y telegramas, invitándola a cenar, y, en dos ocasiones, le habían mandado rosas. Pero no contestaba a nadie. Willie la esperaba siempre en el camerino, después de la representación, para ver cómo se quitaba el maquillaje y se vestía de calle. Cuando quería pincharla, decía: «¡Dios mío! ¿Por qué he de estar casado? Son palabras del autor».

Según decía, su divorcio se alargaba demasiado.

Penetró en la entrada y fue a ver si había correspondencia en el buzón. Abbot-Jordache. Ella misma había escrito la tarjeta.

Abrió la puerta de abajo y subió corriendo los tres tramos de escalera. Después, abrió la puerta del departamento, un poco sofocada por la carrera. La puerta daba directamente al cuarto de estar.

—¡Willie…! —llamó.

El departamento se componía sólo de dos habitaciones pequeñas, y no había motivos para gritar. No era más que una excusa para decir su nombre.

Rudolph estaba sentado en el maltrecho diván, con un vaso de cerveza en la mano.

—¡Oh! —exclamó Gretchen.

Rudolph se levantó.

—Hola, Gretchen —dijo, dejando el vaso y besándola en la mejilla, estirando la cabeza por encima de la bolsa llena de botellas y del traje de Willie.

—Rudy —preguntó ella, dejando la bolsa en el suelo y colgando el traje en el respaldo de la silla—, ¿qué estás haciendo aquí?

—He tocado el timbre —dijo Rudolph—, y tu amigo me ha abierto la puerta.

—¡Tu amigo se está vistiendo! —dijo Willie, en el cuarto contiguo.

Muchas veces se pasaba el día envuelto en su albornoz. El departamento era tan pequeño que se oía cuanto se decía en cualquiera de las dos habitaciones. Un biombo ocultaba la cocinita instalada en el mismo cuarto de estar.

—Saldré enseguida —dijo Willie, desde el dormitorio—. Te mando un beso.

—¡Cuánto me alegra verte! —dijo Gretchen, quitándose el abrigo y abrazando con fuerza a su hermano.

Retrocedió para mirarle. Cuando le veía todos los días, no se daba cuenta de lo guapo que era: moreno, erguido, con una camisa azul y la chaqueta ligera que le había regalado ella por su cumpleaños. Y sus ojos tristes, claros y verdes.

—¿Es posible que hayas crecido? ¿En sólo un par de meses?

—Casi seis meses —dijo él.

¿Había una acusación en sus palabras?

—Bueno —dijo ella—, siéntate.

Lo hizo sentar en el diván, a su lado. Había un pequeño maletín de cuero junto a la puerta. No era de Willie ni de ella, pero tenía la impresión de haberlo visto en alguna parte.

—Bueno, cuéntamelo todo —dijo—. ¿Qué ocurre en casa? ¡Oh, cuánto me alegro de verte, Rudy!

Sin embargo, su voz no sonaba del todo natural a sus propios oídos. Si hubiese sabido que él iba a venir, le habría dicho algo acerca de Willie. Al fin y al cabo, Rudolph sólo tenía diecisiete años, y eso de venir a verla, con toda la inocencia, y encontrarse con que vivía con un hombre… Abbot-Jordache.

—En casa no ocurre gran cosa —dijo Rudolph. Si se sentía violento, no lo demostraba. Sabía dominarse mejor que ella. Bebió un trago de cerveza—. Soy el único que queda, y tengo que cargar con el amor de todos.

Gretchen rió. No tenía por qué preocuparse. No había advertido lo crecido que estaba.

—¿Cómo está mamá? —preguntó Gretchen.

—Sigue leyendo Lo que el viento se llevó —respondió Rudolph—. Ha estado enferma. Dice que el médico diagnosticó flebitis.

Alegres y consoladores mensajes del hogar, pensó Gretchen.

—¿Quién cuida de la tienda?

—Una tal mistress Cudahy —dijo Rudolph—. Una viuda. Cobra treinta dólares a la semana.

—Esto debe entusiasmar a papá.

—No demasiado.

—¿Cómo está él?

—Si he de ser sincero —dijo Rudolph—, no me extrañaría que estuviese más enfermo que mamá. No ha hecho la siesta en el patio desde hace meses, y no creo que haya vuelto al río desde el día que te marchaste.

—Pero ¿qué tiene? —preguntó Gretchen, sorprendida de su propia preocupación.

—No lo sé —dijo Rudolph—. Sólo sé lo que hace. Ya conoces a papá. Nunca dice nada.

—¿Hablan de mí? —preguntó Gretchen, cautelosamente.

—Ni una palabra.

—¿Y Thomas?

—Lejos y olvidado —dijo Rudolph—. Nunca llegué a saber lo que ocurrió. Y, desde luego, no escribe jamás.

—Nuestra familia… —dijo Gretchen, y guardaron un momento de silencio en honor al clan Jordache—. Bueno…, ¿te gusta este sitio? —preguntó ella, indicando con un ademán el apartamento amueblado que había alquilado con Willie.

Los muebles parecían sacados de un desván; pero Gretchen había comprado algunas plantas y clavado litografías y unos carteles de viajes en los muros. Un indio con sombrero, en la entrada de un pueblo. Visite Nuevo México.

—Es muy bonito —dijo Rudolph, gravemente.

—Es espantosamente improvisado —dijo Gretchen—. Pero tiene una enorme ventaja. No es Port Philip.

—Comprendo lo que quieres decir —dijo Rudolph.

Le habría gustado no parecer tan serio. Y aún se preguntaba por qué había ido a verla.

—¿Cómo está esa linda muchacha? —preguntó ella, con falsa animación en la voz—. Julie, ¿no?

—Julie —dijo Rudolph—. Tenemos altibajos.

Willie entró en la habitación, peinándose el cabello. Iba sin chaqueta. Sólo hacía cinco horas que Gretchen le había visto, pero, si hubiesen estado solos, le habría abrazado como después de una separación de años. Willie besó rápidamente a Gretchen, inclinándose sobre el diván. Rudolph, siempre cortés, se puso en pie.

—Siéntate, siéntate, Rudy —dijo Willie—. No estás bajo mi mando de oficial.

Por un momento, Gretchen lamentó que Willie fuese tan bajito.

—¡Ah! —dijo Willie, viendo la cerveza y el traje planchado—. Ya le dije, el primer día que la vi, que haría una buena esposa y una buena madre para un hombre. ¿Está fría?

—Sí.

Willie abrió una botella.

—¿Rudy?

—Por ahora, tengo bastante —dijo Rudolph, sentándose de nuevo.

Willie vertió cerveza en un vaso utilizado, que aún conservaba un poco de espuma en el borde. Willie bebía mucha cerveza.

—Podemos hablar francamente —dijo, haciendo un guiño—. Se lo he explicado todo a Rudy. Le he dicho que sólo técnicamente vivimos en pecado. Le he dicho que te pedí en matrimonio y que tú me rechazaste, aunque no por mucho tiempo.

Esto era cierto. Le había pedido que se casara con él, una y otra vez. Y muchas veces, ella estaba segura de que hablaba en serio.

—¿Le dijiste que estabas casado? —preguntó ella, deseosa de que Rudy no se quedara con ninguna pregunta sin respuesta.

—Sí —dijo Willie—. Yo no oculto nada a los hermanos de las mujeres a quienes amo. Mi matrimonio fue un antojo de juventud, una nube pasajera, no mayor que la mano de un hombre. Rudy es un joven inteligente. Comprende las cosas. Llegará lejos. Bailará en nuestra boda. Y será nuestro apoyo cuando seamos viejos.

Por una vez, las chanzas de Willie la hicieron sentirse inquieta. Aunque la había hablado de Rudolph, de Thomas y de sus padres, era la primera vez que él tenía que enfrentarse de veras con un miembro de su familia, y temía que esto le pusiera nervioso.

Rudolph no dijo nada.

—¿Qué has venido a hacer en Nueva York, Rudy? —dijo ella, echando un capote a Willie.

—Alguien se brindó a traerme —dijo Rudolph. Evidentemente, tenía algo que decirle, y no quería hacerlo delante de Willie—. Había medio día de fiesta en el colegio.

—¿Y cómo te va en la escuela?

En cuanto lo hubo dicho, temió que sonase a cumplido, a esas cosas que se dicen a los hijos de los demás, porque no se sabe qué decirles.

—Bien —dijo Rudolph, liquidando el tema de la escuela.

—Rudy —dijo Willie—, ¿qué te parecería yo como cuñado?

Rudolph le miró, muy serio. Con sus ojos verdes reflexivos.

—No le conozco —dijo.

—Así está bien, Rudy. Tú no sueltas prenda. Éste es mi gran inconveniente. Soy demasiado franco. Llevo el corazón en la lengua. —Se sirvió un poco más de cerveza. No podía estarse quieto. En cambio, Rudy parecía resuelto, seguro de sí mismo, imparcial—. Le he dicho a Rudy que le llevaría a ver tu espectáculo esta noche. Un brindis por Nueva York.

—Es una comedia tonta —dijo Gretchen. No le gustaba que su hermano la viese prácticamente desnuda ante un público de mil personas—. Espera a que represente Santa Juana.

—De todos modos, tengo quehacer —dijo Rudolph.

—También le invité a cenar después del espectáculo —dijo Willie—. Pero dice que tiene un compromiso anterior. A ver si tú puedes convencerle. Me es simpático. Estoy atado a él por fuertes lazos.

—Otra noche será, muchas gracias —dijo Rudolph—. Gretchen, en aquel maletín, hay algo para ti. —Señaló el saquito de mano—. Me pidieron que te lo entregara.

—¿Qué es? —preguntó Gretchen—. ¿Quién lo envía?

—Alguien llamado Boylan —dijo Rudolph.

—¡Oh! —Gretchen tocó el brazo de Willie—. Creo que también necesito una cerveza, Willie. —Se levantó y fue en busca del maletín—. Un regalo. ¡Qué amable! —levantó el saquito de mano, lo puso sobre la mesa y lo abrió. Al ver lo que había dentro, se dio cuenta de que lo había presumido. Sostuvo el vestido delante de su cuerpo—. No recordaba que fuese tan rojo —añadió, tranquilamente.

—¡Santo varón! —dijo Willie.

Rudolph les observó fijamente uno a uno.

—Un recuerdo de mi depravada juventud —dijo Gretchen, dando unas palmadas en el brazo de Rudolph—. Todo va bien, Rudy. Willie sabe lo de míster Boylan. Todo.

—Le mataré como a un perro —dijo Willie—. En cuanto le eche la vista encima. ¡Lástima que haya devuelto mi «B-17»!

—¿Debo aceptarlo, Willie? —preguntó Gretchen, sumisa.

—Claro que sí. Salvo que a Boylan le siente mejor que a ti.

Gretchen dejó el vestido.

—¿Qué hizo para que me lo trajeras? —preguntó.

—Le conocí por casualidad —dijo Rudolph—. Y ahora le veo de vez en cuando. No quise darle tu dirección, y por esto me pidió…

—Dile que se lo agradezco mucho —dijo Gretchen—. Dile que pensaré en él cuando lo lleve.

—Si quieres, puedes decírselo tú misma —dijo Rudolph—. Él fue quien me trajo. Está esperándome en un bar de la Calle 8.

—¿Por qué no vamos todos y tomamos una copa con ese tipejo? —dijo Willie.

—No quiero tomar ninguna copa con él —dijo Gretchen.

—¿También debo decirle esto? —preguntó Rudolph.

—Sí.

Rudolph se levantó.

—Será mejor que me vaya. Le prometí volver enseguida.

Gretchen se levantó también.

—No olvides el maletín —dijo.

—Me ha dicho que podías quedártelo.

—No lo quiero. —Gretchen tendió el saquito de cuero a su hermano, que pareció reacio a cogerlo—. Rudy —dijo, curiosa—, ¿ves mucho a Boylan?

—Un par de veces por semana.

—¿Te gusta?

—No estoy seguro. Aprendo mucho de él.

—Ten cuidado —dijo ella.

—No te preocupes. —Tendió la mano a Willie—. Adiós —dijo—, y gracias por la cerveza.

Willie estrechó calurosamente aquella mano.

—Ahora ya sabes dónde estamos —dijo—. Ven a vernos. Lo digo en serio.

—Lo haré —dijo Rudolph.

Gretchen le besó.

—Me disgusta que te marches tan deprisa.

—Volveré pronto a Nueva York —dijo Rudolph—. Te lo prometo.

Gretchen le abrió la puerta. Pareció que él iba a decir algo más, pero sólo agitó la mano, ligeramente turbado, y empezó a bajar la escalera, llevándose el maletín. Gretchen cerró despacio la puerta.

—Tu hermano es muy guapo —dijo Willie—. Me gustaría parecerme a él.

—Lo eres bastante para mí —dijo Gretchen, dándole un beso—. Hacía siglos que no te había besado.

—Seis largas horas —dijo Willie.

Y se besaron de nuevo.

—Seis largas horas —dijo ella, sonriendo—. Quisiera que estuvieses en casa siempre que vuelvo a ella.

—Procuraré complacerte —dijo Willie. Cogió el vestido rojo y lo examinó con mirada crítica—. Tu hermano está muy desarrollado para la edad que tiene.

—Tal vez demasiado.

—¿Por qué lo dices?

—No sé. —Bebió un sorbo de cerveza—. Piensa demasiado las cosas. —Recordó la extraña generosidad de su padre con Rudolph, y los cuidados de su madre, que robaba tiempo al sueño para plancharle las camisas—. Saca provecho de su inteligencia.

—Mejor para él —dijo Willie—. ¡Ojalá yo pudiera sacar provecho de la mía!

—¿De qué hablásteis, antes de mi llegada? —preguntó ella.

—Te pusimos por las nubes.

—Bueno, ¿y qué más?

—Me preguntó en qué trabajaba. Supongo que le extrañó encontrar en casa, a media tarde, al amigo de su hermana, mientras ésta se ganaba el pan de cada día. Pero creo que le tranquilicé.

Willie tenía un empleo en una nueva revista que había empezado a publicar un amigo suyo. Era una revista dedicada a la radio; el trabajo de Willie consistía, principalmente, en escuchar los programas diurnos, y él prefería hacerlo en casa, más que en la pequeña y atestada oficina del periódico. Ganaba noventa dólares a la semana, que, sumados a los sesenta de ella, les permitía vivir bastante bien; sin embargo, solían pasar apuros a fin de semana, pues a Willie le gustaba comer en los restaurantes y frecuentar los bares hasta altas horas de la noche.

—¿Le dijiste que también escribes comedias? —preguntó.

—No. Prefiero que se entere por sí mismo. Algún día.

Willie aún no le había mostrado su obra. Sólo tenía escrito el primer acto y la mitad del segundo, y pensaba rehacer completamente ésta.

Willie cogió el vestido rojo, se lo sujetó sobre el pecho y empezó a andar como una modelo, moviendo exageradamente las caderas.

—A veces me pregunto cómo habría sido si hubiese nacido mujer. ¿Te lo imaginas?

—No —dijo ella.

—Pruébatelo. Vamos a ver cómo te sienta.

Le dio el vestido. Ella lo cogió y entró en el dormitorio, porque allí había un espejo de cuerpo entero, en el dorso de la puerta de un armario. Había hecho la cama antes de salir de casa; pero, ahora, la colcha estaba arrugada. Willie había hecho la siesta después de la comida. Hacía poco más de dos meses que vivían juntos, pero ella conocía ya al dedillo las costumbres de Willie. Las ropas de éste estaban desparramadas por el cuarto. Su corsé estaba tirado en el suelo, cerca de la ventana. Gretchen sonrió, mientras se quitaba el suéter y la falda. Le gustaba el desorden infantil de Willie. Y ordenar lo que él desordenaba.

Abrochó con dificultad la cremallera del vestido. Sólo se lo había puesto un par de veces; la primera, en la tienda, y la segunda, en el dormitorio de Boylan, como posando para él. En realidad, nunca lo había llevado. Se estudió en el espejo. Tenía la impresión de que el encaje de la parte delantera dejaba el busto excesivamente descubierto. Con este traje, parecía una mujer mayor, neoyorquina, segura de su atractivo; una mujer dispuesta a entrar en cualquier salón, sin miedo a la competencia. Se soltó el cabello, que formó una oscura cascada sobre sus hombros. Para el trabajo del día, lo llevaba recogido en un moño práctico, sobre la coronilla.

Después de una última mirada al espejo, volvió al cuarto de estar. Will estaba abriendo una botella de cerveza. Silbó al verla.

—Me asustas —dijo.

Ella hizo una pirueta y la falda se acampanó.

—¿Crees que me atreveré a llevarlo? —dijo—. ¿No es un poco descarado?

—Di-vi-no —dijo Willie, arrastrando las silabas—. Es un vestido perfectamente diseñado. Diseñado para que cualquier hombre sienta el deseo inmediato de quitártelo. —Se acercó a ella—. Poniendo en práctica lo que piensa —dijo—, el caballero despoja a la dama de su vestido. —Descorrió la cremallera y le quitó el traje por la cabeza. Tenía las manos frías, a causa de la botella de cerveza, y ella sintió un escalofrío—. ¿Qué estamos haciendo en esta habitación? —dijo él.

Pasaron al dormitorio y se desnudaron rápidamente. La vez que se había puesto el vestido para Boylan habían hecho lo mismo. Imposible apagar el eco del recuerdo.

Willie le hacía el amor suavemente, dulcemente, casi como si ella fuese un objeto frágil. Una vez, mientras se amaban, la palabra respetuosamente había pasado por la imaginación de Gretchen, haciéndola reír. Pero no le había dicho a Willie la causa de su risa. Willie era muy diferente de Boylan. Boylan la había dominado, anulado. Había sido una intensa y feroz ceremonia de destrucción, un torneo, con vencedores y vencidos. Después de lo de Boylan, había vuelto en sí como al regreso de un largo viaje, enojada por la violación de su personalidad. En cambio, con Willie, el acto era tierno, afectuoso, inocente. Era parte del curso de su vida en común; algo cotidiano y natural. No tenía aquel sentido de dislocación, de abandono, que le había impuesto Boylan, y que ella había añorado furiosamente. Muchas veces, no coincidía con Willie en el goce más intenso; pero lo mismo daba.

—Magnífico —murmuró.

Y yacieron inmóviles. Después, Willie se tumbó de espaldas, cuidadosamente. Y permanecieron uno al lado del otro, sin más contacto que el de las manos infantilmente entrelazadas.

—Me alegro de que estuvieses en casa —dijo ella.

—Siempre estaré en casa —dijo él.

Ella le apretó la mano.

Él alargó la otra para coger el paquete de cigarrillos de encima de la mesita de noche, y ella desprendió la suya para que pudiese encender. Willie yació boca arriba, reclinada la cabeza en la mezquina almohada, fumando. La habitación estaba oscura, salvo por la luz del cuarto de estar, que penetraba por la puerta abierta. Willie parecía un chiquillo, al que castigarían si le pillaban fumando.

—Ahora que has hecho de mí lo que has querido —dijo—, podríamos hablar un poco. ¿Cómo has pasado el día?

Gretchen vaciló. Más tarde, pensó a continuación.

—Como de costumbre —dijo—. Gaspard ha vuelto a propasarse.

Gaspard era la figura principal del espectáculo, y durante un descanso en el ensayo, le había pedido que fuese a su camarín a repasar algunas frases, y prácticamente, la había arrojado sobre el diván.

—El viejo Gaspard sabe apreciar las cosas buenas —dijo Willie, a guisa de consuelo.

—¿No crees que deberías hablarle y decirle que deje en paz a tu chica? —preguntó Gretchen—. O mejor, dale un puñetazo en las narices.

—Me mataría —dijo Willie, sin el menor recato—. Me dobla en estatura.

—Estoy enamorada de un cobarde —dijo Gretchen, besándole una oreja.

—Esto les ocurre a las ingenuas jovencitas provincianas —dijo él, chupando satisfecho el cigarrillo—. De todos modos, en este apartamento estás segura. Y, si eres lo suficiente mayor para andar de noche por la Gran Ciudad, también lo eres para defenderte.

—Yo pegaría a cualquiera que se propasase contigo —dijo Gretchen.

Willie se echó a reír.

—Lo creo.

—Nichols estuvo hoy en el teatro. Después del ensayo, me dijo que podría darme un papel en una nueva comedia, el año próximo. Un papel importante, dijo.

—Serás estrella. Tu nombre aparecerá en rótulos luminosos —dijo Willie—. Y, entonces, me dejarás tirado, como un par de zapatos viejos.

Mejor ahora que nunca, pensó ella.

—Tal vez no podré aceptar ese papel para la próxima temporada —dijo.

—¿Por qué? —preguntó él, incorporándose sobre un codo y mirándola con curiosidad.

—Esta mañana he visitado a un médico —dijo ella—. Estoy embarazada.

Él la miró fijamente, escrutando su rostro. Se sentó y apagó el cigarrillo.

—Tengo sed —dijo.

Bajó de la cama, muy tieso. Gretchen vio la sombra de la larga cicatriz sobre la espina dorsal. Él se puso una bata de algodón y pasó al cuarto de estar. Y ella oyó cómo llenaba el vaso de cerveza. Yació en la penumbra, sintiéndose abandonada. No debí decírselo, pensó. Todo se ha perdido. Recordó la noche en que debió de ocurrir. Habían regresado muy tarde, casi a las cuatro, después de asistir a una larga discusión en casa de alguien. Sobre el emperador Hirohito, nada menos. Todos habían bebido mucho. Ella estaba aturdida y no había tomado precauciones. En general, cuando volvían a casa estaban demasiado cansados para hacer el amor. Pero aquella maldita noche no lo habían estado. ¡Por el emperador del Japón! Si dice algo, pensó, le diré que voy a abortar. Sabía que nunca podría recurrir al aborto, pero se lo diría de todos modos.

Willie volvió al dormitorio. Gretchen encendió la lámpara de la mesita de noche. Esta conversación requería luz. La expresión de la cara de Willie sería más importante que sus palabras. Se cubrió con la sábana. La vieja bata de Willie flotaba alrededor de su flaca figura. Estaba descolorida debido a las muchas lavaduras.

—Escucha —dijo Willie, sentándose al borde de la cama—. Escucha con atención. Voy a conseguir el divorcio o voy a matar a esa zorra. Después, nos casaremos y seguiré un curso de dieta y cuidados infantiles. ¿Comprendido, Miss Jordache?

Ella estudió su rostro. Todo iría bien. Mejor que bien.

—Comprendido —dijo, dulcemente.

Él se inclinó y la besó en la mejilla. Ella se agarró a la manga de su bata. Por Navidad, le compraría una nueva. De seda.

II

Cuando Rudolph bajó el corto tramo de escalera, en la Calle 8, cargado con el maletín, Boylan estaba en pie junto a la barra, con su chaqueta de tweed, mirando fijamente su vaso. Sólo había hombres en el bar, aunque la mayoría de ellos no lo parecían.

—Veo que traes el maletín —dijo Boylan.

—No lo quiso.

—¿Y el vestido?

—El vestido sí.

—¿Qué quieres beber?

—Una cerveza, por favor.

—Una cerveza, por favor —dijo Boylan al camarero—. Yo tomaré otro whisky.

Boylan se miró en el espejo de detrás de la barra. Sus cejas eran más rubias que la semana anterior. Tenía el rostro muy tostado, como si hubiese pasado varios meses en una playa del Sur. Otros dos o tres tipejos del bar parecían también muy morenos. Rudolph sabía ahora que había una lámpara que tostaba la piel. «Procuro, siempre, parecer lo más sano y atractivo posible —le había explicado Boylan, en una ocasión—. Aunque no vea a nadie durante semanas. Es una forma de respetarse uno mismo».

En todo caso, Rudolph era tan moreno que pensó que podía respetarse a sí mismo sin necesidad de la lámpara de sol.

El camarero les sirvió las bebidas. Al asir el vaso, los dedos de Boylan temblaron un poco. Rudolph se preguntó cuántos whiskies se habría tomado.

—¿Le dijiste que yo estaba aquí? —preguntó Boylan.

—Sí.

—¿Vendrá?

—No. El hombre que estaba con ella quería venir a conocerle, pero ella no quiso.

No había ningún mal en ser sincero.

—¡Ah! —dijo Boylan—. El hombre que estaba con ella…

—Viven juntos…

—Comprendo —dijo Boylan, secamente—. No ha tardado mucho, ¿eh?

Rudolph bebió su cerveza.

—¿Acaso están casados?

—No. Él sigue casado con otra mujer.

Boylan volvió a mirar al espejo. Un muchacho corpulento, con suéter de cuello de tortuga, que estaba sentado más abajo en la barra, captó su mirada en el espejo y sonrió. Boylan se volvió ligeramente hacia Rudolph.

—¿Qué clase de tipo es él? ¿Te gustó?

—Es joven —dijo Rudolph—. Parece simpático. Siempre está de broma.

—Siempre está de broma —repitió Boylan—. ¿Y por qué lo está? ¿Dónde viven?

—En dos habitaciones amuebladas de un piso alto.

—Tu hermana siente un romántico desprecio por las ventajas del dinero —dijo Boylan—. Más tarde, lo lamentará. Entre otras cosas que tendrá que lamentar.

—Parece feliz —dijo Rudolph, a quien no gustaron las profecías de Boylan.

Él no quería que Gretchen tuviese nada que lamentar.

—¿Qué hace ese joven para ganarse la vida? ¿Te has enterado?

—Escribe en una revista de radio.

—¡Oh! —dijo Boylan—. Un tipo de ésos.

—Teddy —dijo Rudolph—, si quiere que le dé un consejo, olvídese de ella.

—Fundándote en tu profunda experiencia —dijo Boylan—, me aconsejas que la olvide.

—Bueno —dijo Rudolph—, yo no tengo experiencia. Pero la he visto a ella. He visto cómo miraba a ese hombre.

—¿Le dijiste que todavía estoy dispuesto a casarme con ella?

—No. Esto es mejor que se lo diga usted mismo —dijo Rudolph—. Y, a fin de cuentas, ¿cree que podía decírselo delante de su amigo?

—¿Y por qué no?

—Teddy, bebe usted demasiado.

—¿De veras? —dijo Boylan—. Es probable. ¿No querrías volver allí conmigo, para visitar juntos a tu hermana?

—Sabe que no puedo hacerlo —dijo Rudolph.

—No, no puedes —dijo Boylan—. Eres como el resto de tu familia. Incapaces de hacer nada.

—Escuche —saltó Rudolph—. Puedo coger el tren y volver a casa. Ahora mismo.

—Lo siento, Rudolph —dijo Boylan, dando una palmada en el brazo del chico—. Estuve aquí, esperando verla entrar por aquella puerta, y no entró. Los desengaños engendran malos modales. Por esto no conviene ponerse en situación propicia al desengaño. Perdóname. No, de momento, no volverás a casa. Hay un buen restaurante a pocas manzanas de aquí, y empezaremos por él. Camarero, la cuenta, por favor.

Dejó unos billetes sobre la barra. El joven del suéter de cuello de tortuga se acercó a ellos.

—¿Puedo invitar a los caballeros a tomar una copa? —dijo, sonriendo y sin apartar los ojos de Rudolph.

—No sea imbécil —dijo Boylan fríamente.

—¡Oh, vamos, queridito mío! —dijo el hombre.

Boylan, sin previo aviso, le largó un puñetazo en la cara. El hombre chocó de espaldas con la barra, y empezó a brotar sangre de su nariz.

—Vámonos, Rudolph —dijo Boylan, con toda calma.

Salieron del bar, antes de que el barman o cualquier otra persona hiciesen un solo movimiento.

—No había estado aquí desde antes de la guerra —dijo Boylan, mientras se dirigían al la Sexta Avenida—. La parroquia ha cambiado.

Si Gretchen hubiese cruzado aquella puerta, pensó Rudolph, esta noche habría una nariz sangrante menos en la ciudad de Nueva York.

Después de cenar en un restaurante donde la cuenta subió a más de doce dólares, según advirtió Rudolph, fueron a un club nocturno subterráneo, llamado «Café Society».

—Aquí podrás aprender algo para los «River Five» —dijo Boylan—. Tienen una de las mejores orquestas de la ciudad, y, generalmente, una nueva cantante negra, que sabe lo que se hace.

El lugar estaba atestado de gente, jóvenes en su mayoría, y muchos de ellos, negros; pero, gracias a una propina bien calculada, Boylan consiguió una mesita junto a la pequeña pista de baile. La música era ensordecedora y maravillosa. Si los «River Five» tenían que aprender algo de la orquesta del «Café Society», sería arrojar sus instrumentos al río.

Rudolph permanecía inclinado hacia delante, absorto, gloriosamente sacudido por la música, fijos los ojos en el trompeta negro. Boylan se retrepaba en su silla, fumando y bebiendo whiskies, recluido en una pequeña zona privada de silencio. Rudolph también había pedido whisky, porque algo había que pedir, pero el licor estaba intacto sobre la mesa. Con todo lo que había bebido Boylan por la tarde y por la noche, sin duda no estaría en condiciones de conducir el coche, y Rudolph sabía que debía mantenerse sereno para hacerse cargo del volante. Boylan le había enseñado a conducir en las carreteras secundarias de los alrededores de Port Philip.

—¡Teddy! —una mujer, en traje de noche corto, descubiertos los brazos y los hombros, se había plantado delante de su mesa—. Creí que estabas muerto, Teddy Boylan.

Boylan se levantó.

—Hola, Cissy —dijo—. Aún vivo.

La mujer le echó los brazos al cuello y le besó en la boca. Boylan pareció molesto y volvió la cabeza. Rudolph se levantó, vacilante.

—¿Dónde diablos te habías escondido?

La mujer dio un paso atrás, pero sin soltar la manga de Boylan. Llevaba una gran cantidad de joyas que resplandecían bajo la luz reflejada del foco del trompeta. Rudolph no sabía si las joyas eran falsas o verdaderas. La mujer iba extraordinariamente maquillada; llevaba los párpados sombreados y la boca pintada con un carmín agresivo. No dejaba de mirar a Rudy y de sonreír. Boylan no parecía dispuesto a presentarle, y Rudolph no sabía si sentarse o continuar de pie.

—Han pasado siglos —prosiguió diciendo la mujer, sin esperar respuesta y mirando descaradamente a Rudolph—. Han circulado los rumores más terribles. Es un pecado, eso de abandonar a los seres más queridos de la noche a la mañana. Ven a nuestra mesa. Está toda la pandilla. Susie, Jack, Karen… Están ansiosos de verte. Tienes un aspecto magnífico, querido. Para ti, no pasan los años. ¡Quién iba a imaginarse encontrarte en un sitio como éste! Ha sido una verdadera resurrección. —Seguía sonriendo descaradamente a Rudolph—. Ven a nuestra mesa. Y que venga también tu joven y guapo amigo. Creo que no entendí tu nombre…

—Te presento a míster Rudolph Jordache —dijo Boylan, secamente—. Mistress Alfred Sykes.

—Cissy para los amigos —dijo la mujer—. Es encantador. No te censuro por haber cambiado de acera, querido.

—No te hagas más idiota de lo que te hizo Dios, Cissy —dijo Boylan.

La mujer se echó a reír.

—Ya veo que eres tan cerdo como siempre, Teddy —dijo—. Pero ven después a nuestra mesa a saludar al grupo.

Agitó una mano, giró sobre los talones y se abrió paso entre las mesas, dirigiéndose al fondo del local.

Boylan se sentó e hizo un ademán para que Rudolph se sentase también. Éste sintió que el rubor había invadido sus mejillas. Afortunadamente, la oscuridad lo ocultaba a los demás.

Boylan apuró su whisky.

—Es una estúpida —dijo—. Tuve una aventura con ella, antes de la guerra. Viste pésimamente. —Boylan no miraba a Rudolph—. Larguémonos de aquí —dijo—. Hay demasiado ruido. Y demasiados hermanos de color en el local. Parece un barco de esclavos, después de un motín triunfal.

Llamó a un camarero, pidió la cuenta, pagó, fueron a buscar sus abrigos y salieron. Mistress Sykes, Cissy para los amigos, había sido la primera persona que Boylan había presentado a Rudolph, a excepción de Perkins, naturalmente. Si todos los amigos de Boylan eran como ésta, se comprendía que se encerrase en la soledad de la colina. Rudolph lamentaba que la mujer se hubiese acercado a su mesa. El rubor que le había producido le hacía recordar, dolorosamente, que era joven y nada mundano. Además, le habría gustado quedarse allí toda la noche, escuchando a aquel trompeta.

Echaron a andar por la Calle 4, en dirección Este, en busca del coche aparcado, pasando por delante de oscuras tiendas y bares, que eran como pequeñas chispas de luz, de música y de animadas conversaciones.

—Nueva York está histérico —dijo Boylan—. Como una mujer insatisfecha y neurótica. Es una ciudad vieja y ninfómana. ¡Dios mío, cuánto tiempo he perdido aquí! —por lo visto, la aparición de aquella mujer le había trastornado—. Siento lo de esa zorra —dijo.

—¡Bah! No tiene importancia —dijo Rudolph.

En realidad, le había importado mucho; pero no quería que Boylan lo supiese.

—La gente es asquerosa —dijo Boylan—. La mirada de reojo es la típica expresión del rostro americano. La próxima vez que volvamos a la ciudad, debes traer a tu chica. Eres un joven demasiado sensato para que te expongas a corromperte de esta manera.

—Se lo diré.

Estaba casi seguro de que Julie no les acompañaría. No le gustaba su amistad con Boylan. Ave de rapiña, le llamaba, y el Hombre Peróxido.

—Podríamos invitar a Gretchen y a su amigo. Yo buscaría en mi vieja libreta de direcciones, por si aún vive alguna de mis antiguas conocidas, y podríamos ir todos de parranda.

—Sería divertido —dijo Rudolph—. Como el hundimiento del Titanic.

Boylan se echó a reír.

—La clara visión de la juventud —dijo—. Eres un chico que promete. —Su tono era ahora afectuoso—. Con un poco de suerte, serás un hombre de provecho.

Habían llegado al coche. Había un billete de aparcamiento debajo de la varilla del limpiaparabrisas. Boylan lo rasgó sin mirarlo.

—Si quiere, conduciré yo —dijo Rudolph.

—No estoy borracho —dijo Boylan, secamente.

Y se sentó frente al volante.

III

Thomas estaba sentado en la desvencijada silla, con el respaldo apoyado en la pared del garaje, y chupando una brizna de hierba y contemplando el almacén de maderas. Hacía sol, y la luz arrancaba reflejos metálicos a las últimas hojas de los árboles que flanqueaban la carretera. Había que engrasar un coche antes de las dos; pero Thomas no tenía prisa. La noche pasada, había tenido una riña en un baile de estudiantes, y hoy le dolía todo el cuerpo y tenía hinchadas las manos. Había estado incordiando a un chico que jugaba de defensa en el equipo de la Escuela Superior, porque la pareja de este chico no había dejado de mirarle en toda la noche. El defensa había dicho que le dejara en paz, pero él había seguido incordiándole. Sabía que habría pelea, y había vuelto a sentir aquella antigua mezcla de impresiones —gozo, miedo, fuerza, fría excitación—, al ver cómo se nublaba más y más el duro rostro del defensa, mientras él bailaba con su chica. Por último, él y el defensa habían salido del gimnasio, donde se celebraba el baile. El defensa era un monstruo, de grandes y pesados puños, y muy rápido. El hijo de perra de Claude se habría meado de satisfacción, de haberse encontrado allí.

Al fin, Thomas había derribado al defensa; pero ahora, las costillas le dolían como si las tuviese rotas. Había sido su cuarta pelea en Elysium, desde el verano.

Esta noche, tenía una cita con la chica del defensa.

El tío Harold salió de la pequeña oficina situada detrás de la estación de gasolina. Thomas sabía que algunas personas se habían quejado al tío Harold de sus peleas, pero éste no le había dicho nada. El tío Harold sabía también que había que engrasar un coche antes de las dos; pero tampoco le dijo nada acerca de esto, aunque Thomas comprendió, por su expresión, que le enojaba verle holgazanear, apoyado en la pared y chupando una brizna de hierba. El tío Harold ya no decía nada de nada. Estos días, tenía mal aspecto: su cara rolliza y sonrosada aparecía fláccida y amarillenta, y tenía la expresión del que espera que estalle una bomba. La bomba era Thomas. Todo lo que tenía que hacer era darle el soplo a tía Elsa de lo que pasaba entre el tío Harold y Clothilde, y ya no se volvería a cantar Tristán e Isolda en la casa Jordache, al menos por mucho tiempo. Thomas no tenía la menor intención de informar a tía Elsa, pero tampoco le interesaba que lo supiera el tío Harold. Prefería que se cociese en su propio jugo.

Thomas ya no se traía el almuerzo de casa. Durante tres días, al ir al trabajo, había dejado sobre la mesa de la cocina la bolsa de bocadillos y fruta que le preparaba Clothilde. Después de estos tres días, ella se había dado por enterada y había dejado de prepararle la comida. Comía en un figón de la carretera. Podía darse ese lujo. El tío Harold le había subido el sueldo a diez dólares semanales. ¡El muy baboso!

—Si alguien pregunta por mí —dijo el tío Harold—, estaré en la tienda.

Thomas siguió mirando al otro lado de la carretera, chupando la brizna de hierba. El tío Harold suspiró, subió a su coche y arrancó.

Desde el interior del garaje, llegaba el ruido que hacía Coyne trabajando en el torno. Coyne había presenciado una de sus peleas, un domingo, a orillas del lago; ahora, se mostraba muy amable, y si historia descuidaba algún trabajo, Coyne solía encargarse de él. Thomas acarició la idea de dejar que hiciese el engrase de las dos.

Entonces llegó mistress Dornfeld, en su «Ford 1940», y se detuvo junto al poste de gasolina. Thomas se levantó y se acercó al coche, sin excesiva prisa.

—Hola, Tommy —dijo mistress Dornfeld.

—Hola.

—Llénalo, por favor.

Mistress Dornfeld era una rolliza rubia, de unos treinta años, de ojos azules, aturrullados e infantiles. Su marido trabajaba de pagador en el Banco, lo cual era una gran ventaja, pues, así, mistress Dornfeld sabía dónde estaba durante las horas de trabajo.

Thomas colgó la manguera, cerró el depósito del coche y empezó a limpiar el parabrisas.

—Me gustaría que hoy me hicieses una visita, Tommy —dijo mistress Dornfeld.

Siempre lo llamaba así: una visita. Hablaba deprisa, pestañeando y moviendo ligeramente los labios y las manos.

—Veré si puedo escaparme a las dos —dijo Thomas, sabiendo que míster Dornfeld estaba encerrado detrás de la reja de su ventanilla de pagador desde la una y media en adelante.

—Será una visita muy larga y agradable —dijo mistress Dornfeld.

—Si puedo escaparme.

Thomas no sabía cómo estaría de humor después del almuerzo.

Le dio un billete de cinco dólares y le apretó la mano al devolverle él el cambio. De vez en cuando, después de una visita, le deslizaba un billete de diez dólares. Por lo visto, míster Dornfeld no le daba nada, nada absolutamente.

Cuando salía de visitar a mistress Dornfeld, llevaba siempre manchas de carmín en el cuello de la camisa; pero no trataba de quitarlas, porque que las viese Clothilde cuando recogía su ropa para lavarla. Clothilde nunca mencionó esas manchas. El día siguiente, él encontraba la camisa lavada y planchada sobre su cama.

En realidad, ninguna aventura le satisfacía. Ni mistress Dornfeld, ni mistress Berryman, ni las gemelas, ni las demás. Eran unas marranas. Ninguna de ellas le hacía olvidar a Clothilde. Estaba seguro de que ésta lo sabía todo —nada podía mantenerse oculto, en aquella pequeña y apestosa ciudad—, y esperaba que esto le diese malestar. Al menos, que se sintiese tan mal como él. Pero, si era así, no lo demostraba.

—Las dos de la tarde es una hora feliz —dijo mistress Dornfeld.

Como para darle vómitos a cualquiera.

Mistress Dornfeld arrancó y se alejó rápidamente. Él volvió a sentarse en la silla apoyada en la pared. Coyne salió del garaje, enjugándose las manos.

—Cuando yo tenía tu edad —dijo Coyne, viendo alejarse el «Ford» por la carretera—, estaba seguro de que me quedaría inútil si iba con una mujer casada.

—Pues no es así —dijo Thomas.

—Ya lo veo —dijo Coyne.

Coyne no era malo. Cuando Thomas había cumplido los diecisiete años, Coyne había abierto una botella de bourbon y se la había tragado en una tarde.

Thomas estaba rebañando el jugo de su hamburguesa con un trozo de pan cuando Joe Kutz, el policía, entró en el figón. Faltaban diez minutos para las dos, y la tasca estaba casi vacía; sólo dos peones del almacén de maderas, que terminaban de comer, y Elías, el tabernero, que limpiaba el asador. Thomas no había decidido aún si iría a visitar a mistress Dornfeld.

Kutz se acercó a Thomas, que estaba sentado frente al mostrador, y le dijo:

—¿Thomas Jordache?

—Hola, Joe —dijo Thomas.

Kutz pasaba un par de veces a la semana por el garaje, para tomar el aire. Siempre decía que dejaría el Cuerpo, porque la paga era malísima.

—¿Confiesas que eres Thomas Jordache? —preguntó Kutz, con voz de policía.

—¿Qué pasa, Joe? —dijo Thomas.

—Te he hecho una pregunta, hijito —dijo Kutz, a punto de reventar el uniforme.

—Ya sabe mi nombre —dijo Thomas—. ¿Qué significa esta broma?

—Será mejor que vengas conmigo, hijo —dijo Kutz—. Traigo una orden de detención contra ti.

Agarró a Thomas por encima del hombro. Elías dejó de fregar el asador; los chicos del almacén de maderas interrumpieron su comida, y reinó un silencio absoluto en el figón.

—He pedido un trozo de tarta y un café —dijo Thomas—. Quítame las manazas de encima, Joe.

—¿Qué te debe, Elías? —preguntó Kutz, sin soltar el brazo de Thomas.

—¿Con el café y la tarta, o sin el café y la tarta? —dijo Elías.

—Sin el café y la tarta.

—Setenta y cinco centavos.

—Paga, hijo, y ven conmigo sin alborotar —dijo Kutz, que no practicaba más de veinte detenciones al año y sabía que ésta completaba el número.

—Bueno, bueno —dijo Thomas, poniendo ochenta y cinco centavos sobre el mostrador—. ¡Caray, Joe! Me está rompiendo el brazo.

Kutz le sacó rápidamente de la tasca. Pete Spinelli, el compañero de Joe, estaba sentado al volante de la furgoneta, con el motor en marcha.

—Pete —dijo Thomas—, ¿quiere decirle a Joe que me suelte de una vez?

—Cállate, chico —dijo Spinelli.

Kutz le hizo sentar en el asiento de atrás y se acomodó a su lado, y el coche arrancó en dirección a la ciudad.

—Se te acusa de estupro —dijo el sargento Horvath—. Existe una denuncia ratificada bajo juramento. Lo notificaré a tu tío, para que pueda llamar a un abogado. Lleváoslo, muchachos.

Thomas estaba ahora entre Kutz y Spinelli. Cada uno de ellos le sujetaba un brazo. Entre los dos, le empujaron y le metieron en la jaula. Thomas miró su reloj. Eran las dos y veinte. Bertha Dornfeld se vería privada hoy de su visita.

Había otro preso en la única celda de la cárcel; un hombre flaco y harapiento, de unos cincuenta años, con barba de una semana. Estaba allí por cazador furtivo de venados. Le dijo a Thomas que, con ésta, le habían encerrado veintitrés veces por cazar venados.

IV

Harold Jordache paseaba nerviosamente por el andén. Precisamente hoy el tren llegaba con retraso. Tenía acidez y apretaba angustiosamente el estómago con la mano. Cuando había algún disgusto, éste le atacaba directamente el estómago. Y, desde las dos y media de la tarde de ayer, en que Horvath le había llamado desde la cárcel, sólo había tenido disgustos. No había pegado ojo, porque Elsa había pasado toda la noche llorando y diciéndole que estaban deshonrados para siempre, que ya no se atrevería a presentarse en la ciudad y que había sido un estúpido al recibir en su casa a una bestia salvaje. Y tenía razón, aunque le costase confesarlo: había sido un idiota, tenía el corazón demasiado blando. Aquella tarde, cuando Axel le llamó desde Port Philip, habría tenido que decir que no y olvidarse de la familia.

Se imaginaba a Thomas en la cárcel, charlando por los codos como un loco, confesándolo todo, sin dar muestras de vergüenza o de arrepentimiento, diciendo nombres. ¿Y quién podía saber lo que diría, en cuanto se disparase? Sabía que el pequeño monstruo le odiaba. ¿Quién le impediría hablar de los cupones de estraperlo, de los coches de segunda mano cuyas cajas de cambios no durarían más de doscientos kilómetros, de sus maniobras por escamotear los coches nuevos al Control de Precios, de las válvulas y pistones que tenían atascado el paso de la gasolina? ¿Y lo de Clothilde? Cría cuervos y te sacarán los ojos. La acidez pinchaba el estómago del tío Harold como un cuchillo. Empezó a sudar, aunque hacía más frío del normal en la estación, gracias al fuerte viento.

Confiaba en que Axel traería bastante dinero. Y el certificado de nacimiento. Había enviado un telegrama a Axel, pidiéndole que le llamase, porque Axel no tenía teléfono. ¡En estos tiempos! Había redactado el telegrama en los términos más ominosos, para asegurarse de que Axel le llamaría; pero, incluso así, casi se sorprendió cuando sonó el timbre del teléfono y oyó la voz de su hermano en el auricular.

Ahora, oyó que el tren entraba en la curva próxima a la estación y se apartó nerviosamente del borde del andén. Dado su estado, temía que le diese un ataque al corazón y se cayese en redondo.

El tren se detuvo, y se apearon unas cuantas personas, que se alejaron corriendo a causa del viento. Tuvo un momento de pánico. No veía a Axel. Y sería muy propio de Axel dejarle plantado con su problema. Axel era un padre desnaturalizado; en todo el tiempo que llevaba Thomas en Elysium, no había escrito una sola vez, ni a éste ni a Harold. Tampoco lo había hecho la madre, aquella flaca y chiflada hija de perra. Ni los dos hermanos. ¿Qué podía esperarse de una familia así?

Entonces, vio a un hombrón de gorra y mackinaw, que avanzaba cojeando en su dirección. ¡Vaya una manera de vestir! Harold se alegró de la oscuridad y de que hubiese tan poca gente por allí. Debió de estar loco, aquella vez, cuando fue a Port Philip e invitó a Axel a venir con él.

—Bueno, aquí estoy —dijo Axel, sin darle la mano.

—Hola, Axel —dijo Harold—. Empezaba a temer que no vendrías. ¿Cuánto dinero traes?

—Cinco mil dólares —dijo Axel.

—Espero que será bastante.

—Confío en que sí —dijo Axel, secamente—. No tengo más.

Parecía viejo y enfermo, pensó Harold. Cojeaba más de lo que él recordaba.

Salieron juntos de la estación y se dirigieron al coche de Harold.

—Si quieres ver a Tommy —dijo Harold—, tendrás que esperar hasta mañana. No permiten visitas después de las seis.

—No quiero ver a ese hijo de perra —dijo Axel.

Harold pensó que estaba muy mal llamar hijo de perra al propio hijo, incluso en aquellas circunstancias; pero no dijo nada.

—¿Has comido, Axel? —preguntó—. Elsa debe tener algo en la nevera.

—No perdamos tiempo —dijo Axel—. ¿A quién tengo que indemnizar?

—Al padre, Abraham Chase. Es uno de los hombres más importantes de la ciudad. Tu hijo tenía que elegir lo mejor —dijo Harold, pesaroso—. Una chica de fábrica no es bastante para él.

—¿Es judío ese hombre? —preguntó Axel, cuando estuvieron en el coche.

—¿Cómo? —dijo Harold, irritado. Sólo faltaría que Axel tuviese ideas nazis, aparte de todo lo demás—. ¿Por qué tiene que ser judío?

—Se llama Abraham —dijo Axel.

—No. Pertenece a una de las familias más antiguas de la ciudad. Prácticamente, es el amo de todo. Tendrás suerte, si acepta tu dinero.

—Sí —dijo Axel—. Mucha suerte.

Harold sacó el coche del aparcamiento y emprendió la marcha en dirección a la casa de Chase. Ésta se encontraba en el barrio distinguido de la ciudad, cerca de la casa de Jordache.

—Hablé con él por teléfono —dijo Harold—. Le dije que estabas en camino. Parecía haber perdido la razón. Y no se lo censuro. No es agradable volver a casa y encontrarse con una hija embarazada. Pero ¡las dos! Y además son gemelas.

—Así obtendrán rebaja en la ropa para niños —dijo Axel, riendo, y su risa sonó como un bote de latón arrastrado sobre el fregadero—. Gemelas. Por lo visto, Thomas no se ha dado punto de reposo.

—Aún no sabes de la misa la mitad —dijo Harold—. Desde que llegó, ha dado una docena de palizas. —Al pasar de boca en boca, los rumores habían llegado muy exagerados hasta Harold—. Lo raro es que no le metieran antes en la cárcel. Todo el mundo le tiene miedo. Y es natural que, cuando ocurre una cosa así, le carguen la culpa a él. Pero ¿quién es el más perjudicado? Yo. Y Elsa.

A Axel le importaban poco los sufrimientos de su hermano y de su cuñada.

—¿Cómo saben que fue mi chico?

—Las gemelas lo dijeron a su padre. —Harold redujo la marcha. No tenía prisa en enfrentarse con Abraham Chase—. Las gemelas se han acostado con todos los chicos de la ciudad, y también con muchos hombres mayores. Esto lo sabe todo el mundo. Pero, cuando se trata de personalizar, es natural que le carguen el sambenito a Tommy. No van a decir que fue el distinguido joven de la casa de al lado, o el policía Joe Kutz, o el chico de Harvard cuyos padres juegan al bridge con los Chase dos veces por semana. Escogen la oveja negra. Las dos putillas son muy listas. Y tu hijo tuvo que decirles que tenía diecinueve años. Estúpido. Dice mi abogado que no se puede acusar de estupro a un menor de dieciocho.

—Entonces, ¿por qué tanto jaleo? —dijo Axel—. Traigo su certificado de nacimiento.

—No creas que vaya a ser tan fácil —dijo Harold—. Míster Chase jura que puede tenerlo encerrado, como delincuente juvenil, hasta que cumpla veintiún años. Y puede hacerlo. Son cuatro años. Y no creas que Tommy salga mejor parado si les dice a los «polis» que conoce a más de veinte tipos que han ido con esas chicas y les da una lista de sus nombres. Con esto, sólo conseguirá irritar más los ánimos. Será una deshonra para toda la ciudad, y le harán pagar por ello. Y también pagaremos Elsa y yo. Ésa es mi tienda —dijo, automáticamente, al pasar por delante de la agencia de automóviles—. Me consideraré afortunado si no me rompen los cristales a pedradas.

—¿Estás en buena relación con Abraham?

—He hecho algunas operaciones con míster Chase —dijo Harold—. Le vendí un «Lincoln». Aunque no puedo decir que frecuentemos los mismos círculos. Ahora, lo tengo en lista para un «Mercury» nuevo. Mañana vendería cien coches, si pudiese conseguir que me los entregasen. ¡Maldita guerra! No sabes lo que he tenido que sufrir durante estos cuatro años, sólo para mantenerme a flote. Y ahora, cuando empezaba a respirar, tenía que ocurrirme esto.

—No parece que te vaya tan mal —dijo Axel.

—Hay que guardar las apariencias.

De una cosa estaba seguro. Si Axel había pensado por un momento que iba a prestarle dinero, se equivocaba de medio a medio.

—¿Y cómo sé yo que Abraham no va a tomar mi dinero y dejar que el chico siga en la cárcel?

—Míster Chase es hombre de palabra —dijo Harold, temiendo, de pronto, que Axel fuese a llamarle Abraham en su propia casa—. Tiene a la ciudad en el bolsillo. Los policías, el juez, el alcalde, la organización del Partido. Si dice que se sobreseerá la causa, puedes darla por sobreseída.

—Será mejor para él —dijo Axel.

Su voz sonó amenazadora, y Harold recordó lo bruto que era su hermano cuando estaban los dos en Alemania. Axel había ido a la guerra y había matado. No era un hombre civilizado; su cara tosca y amargada, su odio por todos y por todo, incluso por su propia sangre, así lo pregonaban. Harold se preguntó si no habría hecho mal en llamar a su hermano y pedirle que viniese a Elysium. Tal vez habría sido mejor que hubiese intentado arreglar él mismo la cuestión. Pero sabía que esto le habría costado dinero. La acidez volvió a atenazarle el estómago, al detenerse frente a la casa blanca y de altas columnas donde vivía la familia Chase.

Los dos hombres se dirigieron a la puerta principal, y Harold tocó el timbre. Se quitó el sombrero y lo mantuvo sobre su pecho, casi como si saludase a la bandera. Axel siguió con la gorra calada.

Se abrió la puerta y apareció una doncella. Míster Chase les estaba esperando, dijo.

V

—Cogen a millones de muchachos sanos… —iba diciendo el cazador furtivo, mientras mascaba tabaco y escupía en un bote de hojalata que tenía al lado—, de muchachos sanos, y los envían a que se maten y se mutilen con inhumanos instrumentos de destrucción. Y se felicitan y se llenan el pecho de medallas y desfilan por la calle principal de la ciudad. Y a mí me meten en la cárcel y me llaman enemigo de la sociedad sólo porque de vez en cuando me introduzco en un bosque americano y derribo un venado con mi vieja «Winchester 22» del año 1920.

El cazador furtivo procedía de los Ozarks y hablaba como un predicador de pueblo.

En la celda, había cuatro camastros: dos a un lado, y dos al otro. El cazador furtivo, que se llamaba Dave, yacía en su litera, y Thomas estaba tumbado en la inferior del otro lado de la celda. Dave olía un poco a rancio, y Thomas prefería mantenerse a cierta distancia de él. Hacía ya dos días que estaban juntos en la celda, y Thomas sabía muchas cosas acerca de Dave, que vivía solo en una choza próxima al lago y gustaba de tener un público permanente. Dave había venido de los Ozarks para trabajar en la industria automovilística de Detroit; pero, al cabo de quince años, se había cansado de esto.

—Trabajaba en el departamento de pintura —dijo Dave—, envuelto en la peste de los productos químicos y en el calor del horno, consagrando mis limitados días en este mundo a rociar con pintura unos coches para gentes que me importaban un bledo, y llegaba la primavera y brotaban las plantas y llegaba el verano y se cosechaban las mieses y llegaba el otoño y las gentes de la ciudad llegaban con sus graciosos sombreros y sus licencias de caza y sus escopetas de fantasía y se metían en los bosques a cazar venados, y yo parecía que estuviese en el fondo de un pozo, encadenado a un poste, porque todas las estaciones eran iguales para mí. Soy un hombre de la montaña, y por esto me largué y, un día, vi extenderse ante mí el verdadero camino y me refugié en los bosques. El hombre debe saber cuidar sus limitados días sobre la tierra, hijo mío. Hay una conspiración para encadenar a todos los hijos del hombre a un poste en el fondo de un pozo, y no debes dejarte engañar cuando los pintan con todos los brillantes colores del arco iris y se valen de trucos diabólicos para hacerte creer que no es un pozo, que no hay un poste, que no hay una cadena. El presidente de la «General Motors», encumbrado en su magnífico despacho, estaba tan encadenado, tan metido en el pozo, como yo, que me destrozaba tosiendo en el departamento de pintura.

Dave escupió jugo de tabaco en el bote de hojalata del suelo, junto a la litera. El escupitajo produjo un ruido musical al chocar con el costado del bote.

—No pido mucho —siguió diciendo—, sólo un venado de vez en cuando y el olor de los bosques en mis narices. No les guardo rencor por meterme algunas veces en la cárcel. Es su profesión, como la caza es la mía, y no voy a enfadarme porque me tengan un par de meses entre rejas. En realidad, siempre me pillan en los meses de invierno, y así resulta más tolerable. Pero nada de lo que dicen puede convencerme de que soy un delincuente. No, señor. Soy un americano de los bosques de América, que vive de los venados americanos. Si quieren establecer normas y reglamentos para todos esos ciudadanos del los clubs de caza, me parece muy bien. Pero esto no cuenta para mí, no cuenta.

Volvió a escupir.

—Sólo hay una cosa que me molesta un poco, y es la hipocresía. Escucha: una vez, el mismo juez que me condenó había comido de un venado cazado por mí la semana anterior, y lo había hecho en su propia mesa, en su propia casa, gracias al dinero pagado por su propia cocinera. La hipocresía es el cáncer que roe el alma del pueblo americano. Considera tu caso, hijo. ¿Qué hiciste? Hiciste lo que todo el mundo sabe que haría si le diesen ocasión: te ofrecieron un buen bocado y lo tomaste. A tu edad, hijo, la sangre hierve, y todas las normas de los libros no pueden contra esto. Apuesto a que, si esas dos rollizas chicas de que me hablaste le hiciesen proposiciones al juez que va a privarte de unos años de libertad, y si este juez estuviese seguro de que nadie iba a saberlo, se refocilaría con ellas como un cabrón salvaje. Como hizo el juez con mi venado. Estupro. —Escupió, despectivamente—. Las viejas normas del hombre. ¿Qué sabe tu colita de estupro? Hipocresía, hijo, hipocresía; hipocresía en todas partes.

Joe Kutz abrió la puerta de la celda.

—Sal, Jordache —dijo.

Desde que Thomas le había dicho al abogado que le había enviado el tío Harold que Joe Kutz también había ido con las gemelas, y Kutz se había enterado de ello, el policía se mostraba poco amistoso. Estaba casado y tenía tres hijos.

Axel Jordache esperaba en el despacho de Horvath, con el tío Harold y el abogado. El abogado era un joven de aspecto preocupado, rostro enfermizo y gruesas gafas. Thomas no había visto nunca tan mal semblante a su padre. Ni siquiera el día en que le había pegado.

—Thomas —dijo el abogado—, celebro decirte que todo se ha arreglado a satisfacción de todos.

—Sí —dijo Horvath, desde detrás de la mesa.

Su satisfacción no parecía excesiva.

—Eres libre, Thomas —dijo el abogado.

Thomas miró con incredulidad los cinco hombres que estaban allí. Ninguno de ellos ponía cara alegre.

—¿Quiere decir que puedo salir de este tugurio? —preguntó.

—Así es —respondió el abogado.

—Larguémonos —dijo Axel Jordache—. Ya he perdido bastante tiempo en este maldito pueblo.

Dio media vuelta y salió cojeando. Thomas tuvo que hacer un esfuerzo por caminar despacio detrás de su padre. Sentía deseos de echar a correr, antes de que cambiasen de idea.

La tarde era soleada. En la celda, no había ventanas, y uno no podía saber qué tiempo hacía en el exterior. El tío Harold caminaba al lado de Thomas, y su padre, al otro lado. Era como una segunda detención.

Subieron al coche del tío Harold. Axel se sentó delante, y todo el asiento de atrás quedó para Thomas. Éste no hizo preguntas.

—Por si te interesa saberlo, he comprado tu libertad —dijo su padre, sin volver la cabeza, mirando fijamente el parabrisas—. Cinco mil dólares le he dado a ese Shylock por su libra de carne. Supongo que es el revolcón más caro de la Historia. Espero que valiese la pena.

Thomas quería decir que lo sentía, que algún día pagaría lo que su padre había hecho por él. Pero las palabras se negaron a salir.

—No creas que lo hice por ti —siguió diciendo el padre—, ni por Harold, aquí presente…

—Vamos, Axel —le interrumpió Harold.

—Por mí, podéis moriros los dos esta noche, y no perderé el apetito —dijo el padre—. Lo hice por el único miembro de la familia que vale un real: tu hermano Rudolph. No iba a permitir que empezase su camino en la vida con un hermano convicto colgado del cuello. Pero no quiero volver a verte, ni oír hablar más de ti. Voy a volver a casa en el tren, y aquí terminará todo entre nosotros. ¿Comprendido?

—Comprendido —dijo Thomas, llanamente.

—Y saldrás también de la ciudad —dijo el tío Harold a Thomas, con voz temblorosa—. Es la condición que ha puesto míster Chase, y n puede parecerme mejor. Te llevaré a casa, harás tus bártulos y no pasarás en ella una noche más. ¿Has comprendido esto también?

—Sí, sí —dijo Thomas.

Que se quedasen con su pueblo. ¿Qué le importaba a él?

No dijeron más. Cuando el tío Harold detuvo el coche frente a la estación, el padre salió sin decir palabra y se alejó renqueando, dejando abierta la portezuela. El tío Harold tuvo que estirar el brazo para cerrarla de golpe.

En la desnuda habitación de debajo del tejado, había una pequeña y raída maleta sobre la cama. Thomas la reconoció. Pertenecía a Clothilde. No había ropa en la cama, y habían enrollado el colchón, como si tía Elsa temiese que pudiese descabezar en ella unos minutos de sueño. Tía Elsa y las niñas no estaban en casa. Para evitar toda contaminación, tía Elsa se había llevado a sus hijas al cine.

Thomas metió rápidamente sus cosas en la maleta. No eran muchas. Unas cuantas camisas, calzoncillos y calcetines, un par de zapatos y un suéter. Se quitó el uniforme del garaje con que había sido detenido y se puso el traje nuevo gris que le había comprado tía Elsa el día de su cumpleaños.

Miró a su alrededor. El libro que le habían prestado en la biblioteca, los Riders of the Purple Sage, estaba sobre la mesa. No habían dejado de enviarle notas, advirtiéndole que había pasado el plazo de devolución y que tendría que pagar dos centavos por día. A estas horas, quizá les debía más de diez «pavos». Arrojó el libro en la maleta. Recuerdo de Elysium, Ohio.

Cerró la maleta, bajó la escalera y se dirigió a la cocina. Quería darle las gracias a Clothilde por la maleta. Pero no estaba allí.

Salió de la cocina y cruzó el pasillo. El tío Harold estaba comiendo un enorme trozo de tarta de manzana en el comedor, pero de pie. Las manos que sostenían la tarta temblaban un poco. El tío Harold sentía necesidad de comer, siempre que estaba nervioso.

—Si estás buscando a Clothilde —dijo el tío Harold—, puedes ahorrarte el trabajo. La envié al cine con tía Elsa y las niñas.

Bueno, pensó Thomas, al menos me debe una sesión de cine. Había hecho una buena obra.

—¿Tienes dinero? —preguntó el tío Harold—. No quiero que te detengan por vago y que se repita la función.

Y le dio un gran bocado al pastel de manzana.

—Lo tengo —dijo Thomas.

Tenía veintiún dólares y algunos centavos.

—Bien. Dame tu llave.

Thomas se sacó la llave del bolsillo y la dejó sobre la mesa. Sintió deseos de aplastar el resto de la tarta en la jeta del tío Harold; pero ¿de qué habría servido?

Se miraron fijamente. Un trocito de tarta se había pegado en la barbilla del tío Harold.

—Déle un beso a Clothilde de mi parte —dijo Thomas.

Y salió, cargado con la maleta. Se encaminó a la estación y pagó veinte dólares de transporte desde Elysium, Ohio.