I
Mientras Clothilde le lavaba los cabellos, él permanecía sentado en la gran bañera de tío Harold y de tía Elsa, envuelto en vapor del agua caliente, cerrados los ojos, adormilado, como un animal tomando el sol sobre una roca. El tío Harold, la tía Elsa y las dos niñas estaban en Saratoga, para pasar sus vacaciones anuales de dos semanas, y Tom y Clothilde tenían la casa para ellos. Era domingo, y el garaje estaba cerrado. A lo lejos, repicaba la campana de una iglesia.
Los hábiles dedos frotaban su cráneo y le acariciaban la nuca, entre montones de espuma perfumada. Clothilde había comprado un jabón especial para él, con su propio dinero. Sándalo. Cuando regresara el tío Harold, tendría que volver al viejo «Ivory», a cinco centavos la pastilla. El olor a sándalo podría hacer sospechar al tío Harold.
—Ahora hay que aclararlo, Tommy —dijo Clothilde.
Tom se echó atrás, metiendo la cabeza en el agua, mientras ella le frotaba vigorosamente el cabello, para quitarle la espuma. Resopló al sacarla de nuevo.
—Ahora, las uñas —dijo Clothilde.
Se arrodilló junto a la bañera y frotó con un cepillo las negras manchas de grasa de la piel y de debajo de las uñas. Clothilde estaba desnuda, y sus sueltos cabellos caían en cascada sobre los bajos y repletos senos. Incluso humildemente arrodillada, no parecía una servidora.
Tom tenía las manos coloradas y rosadas las uñas, mientras ella seguía cepillando, con su anillo de desposada brillando entre la espuma. Clothilde dejó el cepillo sobre el borde de la bañera, después de un último y minucioso examen.
—Ahora, el resto —dijo.
Él se puso en pie dentro de la bañera. Ella se levantó y empezó a enjabonarle el cuerpo. Clothilde tenía anchas y firmes caderas, y vigorosas piernas. Su piel era morena, y con sus pómulos salientes y su liso cabello, parecía sacada de una de aquellas imágenes de los libros de Historia en que las jóvenes indias recibían a los primeros colonizadores de los bosques. Tenía una cicatriz en forma de media luna en el brazo derecho. Su marido la había golpeado con un leño. Hacía mucho tiempo, dijo ella. En Canadá. Prefería no hablar de su marido. Al mirarla, Tom sintió algo extraño en la garganta y no supo si tenía ganas de reír o de llorar.
Unas manos maternales le tocaban ligeramente, amorosamente.
—Ahora, los pies —dijo Clothilde.
Obediente, sacó un pie por encima del borde de la bañera, como un caballo en casa del herrero. Encorvada, sin preocuparse de sus cabellos, ella le enjabonó los dedos de los pies y se los frotó concienzudamente con un trapo, como si puliese ricos ornamentos de plata. Y él comprendió que incluso los dedos de los pies podían ser una fuente de placer.
Terminó de limpiarle el otro pie, y él permaneció erguido, resplandeciente entre el vapor. Ella le observó, le estudió.
—Un cuerpo de muchacho —dijo—. Te pareces a San Sebastián. Sin las flechas.
No bromeaba. No bromeaba nunca. Por primera vez en su vida, él tuvo la impresión de que su cuerpo servía para algo más que para desempeñar sus funciones cotidianas. Sabía que era vigoroso y ágil, y que su cuerpo era apto para los juegos y para la lucha; pero nunca se le había ocurrido que alguien pudiese gozar con sólo mirarlo. Se sentía un poco avergonzado de no tener vello en el pecho y de tenerlo ralo en el resto del cuerpo.
Con un rápido movimiento de las manos, ella se recogió el cabello en un moño, sobre la coronilla. Después, se metió a su vez en la bañera. Asió la pastilla de jabón, y la espuma empezó a relucir sobre su piel. Se enjabonó metódicamente, sin coquetería. Después, ambos se acostaron en la bañera y permanecieron inmóviles, abrazados.
Si tío Harold y tía Elsa y las dos chicas caían enfermos en Saratoga y se morían, él se quedaría para siempre en esta casa de Elysium.
Cuando el agua empezó a enfriarse, salieron de la bañera y Clothilde cogió una de las grandes toallas especiales de tía Elsa y lo secó con ella. Y, mientras ella limpiaba la bañera, Tom entró en el dormitorio de los Jordache y se tumbó en la cama recién hecha.
Las abejas zumbaban al otro lado de los visillos; sombras verdes convertían el dormitorio en una gruta; el escritorio, junto a la pared, parecía un barco en un mar verde. Él habría sido capaz de quemar mil cruces por una tarde como ésta.
Después, entró ella, sueltos de nuevo los cabellos. Tenía en el rostro esa expresión suave, distante, vagamente pensativa, que él esperaba y deseaba.
Se tendió a su lado. Una ola de sándalo. Alargó la mano, cuidadosamente. Un contacto amoroso, acariciador, un acto distinto de todos los demás, totalmente distinto de la alegre y juvenil lujuria de las gemelas y de la excitación profesional de las mujeres de McKinley Street, en Port Philip. Le parecía increíble que alguien quisiera tocarle de este modo.
Suavemente, delicadamente, él la poseyó, mientras las abejas libaban en las macetas de la ventana. La esperó, iniciado ya, rápidamente adiestrado por el vigoroso cuerpo indio; y, cuando hubieron terminado, siguieron yaciendo uno al lado del otro, y él se dio cuenta de que sería capaz de hacer cualquier cosa por ella, dónde y cuándo se lo pidiera.
—No te muevas. —Un último beso en el cuello—. Te avisaré cuando esté a punto.
Se deslizó de la cama, y él la oyó trajinar en el cuarto de baño, vistiéndose, y bajar sin ruido la escalera para ir a la cocina. Permaneció tumbado, mirando al techo, lleno de gratitud y lleno de amargura. Detestaba tener dieciséis años. No podía hacer nada por ella. Podía aceptar su prodigiosa entrega, podía deslizarse en su cuarto por la noche; pero, ni siquiera podía llevarla a dar un paseo por el parque o regalarle un pañuelo, porque alguien podría irse de la lengua o porque los agudos ojos de tía Elsa podían descubrir la nueva prenda de colores en el cajón de la mesa del cuarto de detrás de la cocina. No podía llevársela de esta casa agobiante, donde se consumía en esclavitud. Si al menos tuviese veinte años…
San Sebastián.
Ella entró en la habitación, sin hacer ruido.
—Ven a comer —dijo.
—Cuando tenga veinte años —dijo él, desde la cama—, volveré y te llevaré de aquí.
Ella sonrió.
—Mi hombre —dijo, jugando distraídamente con su anillo de casada—. No tardes. Se enfriará la comida.
Él entró en el cuarto de baño, se vistió y bajó a la cocina.
Sobre la mesa de la cocina, entre los dos cubiertos preparados, había un ramo de flores. Flox. Azul oscuro. Ella cuidaba también del jardín. «Mi Clothilde es una perla —había dicho tía Elsa—. Este año, las rosas han sido el doble de grandes que el pasado».
—Deberías tener tu propio jardín —dijo Tom, sentándose en su sitio.
Lo que no podía darle en realidad, se lo brindaba en intención. Iba descalzo, y sentía el frescor y la suavidad del linóleo en las plantas de los pies. Su cabello, aún mojado, aparecía pulcramente peinado, y los rubios y tupidos rizos tenían un brillo oscuro. A ella le gustaba la pulcritud, en las cacerolas y las sartenes, en los muebles de caoba, en las habitaciones, en los chicos. Era lo menos que podía hacer por ella.
Clothilde le sirvió un tazón de sopa de pescado.
—Dije que deberías tener tu propio jardín —repitió él.
—Come la sopa —dijo ella, sentándose en su sitio, frente a él.
Después, comieron pierna de cordero, tierna y poco cocida, acompañada de patatas tempranas con perejil, cocidas junto con el cordero. También había un tazón colmado de guisantes tiernos con mantequilla y una fuente de escarola y tomates. Y un plato de bizcochos calientes, y una buena porción de mantequilla junto a un helado jarro de leche.
Ella le observaba gravemente y sonrió cuando él le alargó de nuevo el plato. Durante las vacaciones de la familia, Clothilde tomaba el autobús todas las mañanas, para hacer la compra en la ciudad, con su propio dinero. Sin duda, los tenderos de Elysium informarían a mistress Jordache de la buena carne y de las frutas cuidadosamente elegidas para los banquetes que se preparaban en su cocina durante su ausencia.
Para postre, había helado de vainilla, hecho por Clothilde aquella misma mañana, y salsa caliente de chocolate. Conocía el apetito de su amante. Le había declarado su amor con dos bocadillos de tocino y tomate. Su consumación requería una tarifa mayor.
—Clothilde —dijo Tom—, ¿por qué trabajas aquí?
—¿Y dónde habría de hacerlo?
Parecía sorprendida. Hablaba con voz grave, sin inflexiones. Tenía un ligerísimo acento francocanadiense. Pronunciaba la w casi como una v.
—En cualquier sitio. En un almacén. En una fábrica. No de criada.
—Me gusta tener una casa donde vivir. Y cocinar —dijo—. No es mala cosa. Tu tía se porta bien conmigo. Me aprecia. Le estoy agradecida por haberme tomado a su servicio. Cuando llegué aquí, hace dos años, no conocía a nadie y no tenía un centavo. Y quiero mucho a las pequeñas. Siempre tan limpias. ¿Qué haría yo en un almacén o en una fábrica? Soy muy lenta en sumar y restar, y me asustan las máquinas. Prefiero estar en una casa.
—En la casa de otro —dijo Tom.
Era intolerable que aquel par de gordos patanes pudiesen mandar a Clothilde.
—Esta semana —dijo ella, tocándole la mano sobre la mesa—, la casa es nuestra.
—Ni siquiera podemos salir juntos.
—¿Y qué? —dijo ella, encogiéndose de hombros—. ¿Nos falta algo?
—¡Tenemos que andar siempre a escondidas! —gritó él, empezando a enfadarse.
—¿Y qué? —volvió a encogerse de hombros—. Hay muchas cosas que vale la pena hacer a hurtadillas. No todo es bueno al aire libre. Y tal vez me gusta el secreto —añadió, iluminado el rostro por una de sus raras y suaves sonrisas.
—Esta tarde… —dijo él, testarudo, tratando de plantar la semilla de la rebelión, de quebrantar su tranquila docilidad campesina—. Después de un banquete como éste… —agitó la mano sobre la mesa—. No hay derecho. Deberíamos salir, hacer algo, no estarnos aquí sentados.
—¿Y qué haríamos? —preguntó ella, seriamente.
—Hay un concierto en el parque —dijo él—. Y un partido de béisbol.
—A mí me basta la música del fonógrafo de tu tía Elsa —dijo ella—. Ve tú al partido de béisbol, y me dirás quién ha ganado. Yo seré feliz aquí, arreglando todo esto y esperando tu regreso. Con tal de que vuelvas a casa, no quiero nada más, Tommy.
—Hoy no iré a ninguna parte sin ti —dijo él, cediendo. Se levantó—. Lavaré los platos.
—No hace falta.
—Lavaré los platos —repitió, autoritario.
—Mi hombre —dijo ella, sonriendo de nuevo, más allá de toda ambición, confiada en su sencillez.
La tarde siguiente, después del trabajo, volvía Tom del garaje en su bamboleante velomotor «Iver Johnson», cuando acertó a pasar por delante de la Biblioteca Municipal. Cediendo a un súbito impulso, se detuvo, apoyó la máquina en una baranda, y entró. Leía poco, ni siquiera las páginas deportivas de los periódicos, y raras veces había entrado en una biblioteca. Tal vez como reacción al comportamiento de su hermano y de su hermana, siempre enfrascados en sus libros y llenos de ideas fantasiosas.
El silencio de la biblioteca y el crítico examen de sus ropas manchadas de grasa, por parte de la bibliotecaria, le hicieron sentirse incómodo, y empezó a vagar entre las estanterías, sin saber cuál de aquellos miles de libros contenía la información que buscaba. Por último, no tuvo más remedio que acercarse al escritorio y preguntar a la dama.
—Discúlpeme —dijo.
La mujer estaba sellando tarjetas, dictando sentencias de prisión para los libros, con maliciosos y bruscos movimientos de muñeca.
—¿Sí? —dijo, mirándole con recelo, pues le bastaba un vistazo para identificar a los tipos poco amantes de los libros.
—Quisiera saber algo sobre San Sebastián, señora.
—¿Qué quiere saber acerca de él?
—Todo —respondió él, empezando a arrepentirse de haber entrado allí.
—Busque en la Enciclopedia Británica —dijo la señora—. En la Sala de Consulta. SARS a SORC.
Desde luego, conocía bien su biblioteca.
—Muchas gracias, señora.
Resolvió que, en adelante, se cambiaría de ropa en el garaje y emplearía jabón «Coyne» para quitarse, al menos, la capa superior de grasa de la piel. Clothilde también le gustaría que lo hiciese. Era estúpido verse tratado como un perro, si podía evitarlo.
Tardó diez minutos en encontrar la Enciclopedia Británica. Cogió el tomo SARS-SORC, lo llevó a la mesa y se sentó. SAYÓN, SEBÁCEO, SEBASTIANO DEL PIOMBO. ¿Por qué se preocupaba la gente de tantas tonterías?
Aquí estaba: SEBASTIÁN, SAN. Mártir cristiano, cuya fiesta se celebra el 20 de enero. Sólo un párrafo. No debía de ser tan importante.
Cuando los arqueros lo hubieron dado por muerto —leyó Tom—, una mujer devota, Irene, fue a buscar su cuerpo para enterrarlo; pero, al ver que aún vivía, lo llevó a su casa y curó sus heridas. En cuanto se hubo recobrado, corrió el joven a enfrentarse con el emperador, el cual ordenó que lo sacasen de allí y lo mataran a pedradas.
Dios mío, ¡dos veces!, pensó Tom. Pero aún no comprendía por qué había mencionado Clothilde a San Sebastián, al verle desnudo en la bañera.
Siguió leyendo. San Sebastián es especialmente invocado contra la peste. Como joven y apuesto soldado, ha sido tema predilecto del arte sacro, que generalmente lo representa desnudo y herido de gravedad, pero no mortalmente, por flechas.
Cerró el libro, pensativo. Joven y apuesto soldado… al que generalmente se le representa desnudo… Ahora lo sabía. Clothilde, ¡maravillosa Clothilde! Amándole sin palabras, pero diciéndoselo con su religión, con su comida, con su cuerpo, con todo.
Hasta hoy, había creído que sólo era un chico de aspecto gracioso, un chico rudo, de cara chata y expresión maligna. San Sebastián. La próxima vez que viese a sus dos bellezas, Rudolph y Gretchen, podría mirarles cara a cara. Una mujer mayor y experimentada le había comparado con San Sebastián, joven y apuesto soldado. Por primera vez, desde que salió de casa, sintió no ver a sus hermanos esta noche.
Se levantó y puso el libro en su sitio. Y se disponía a salir cuando se le ocurrió que Clothilde también era un nombre de santo. Buscó entre los volúmenes y tomó el marcado con las letras CASTIR-COLE.
Gracias a la práctica adquirida, encontró más rápidamente lo que buscaba, aunque no era Clothilde, sino CLOTILDE, SANTA (m. 544), hija de Chilperico, rey de Borgoña, y esposa de Clodoveo, rey de los francos.
Tom pensó en la Clothilde que sudaba junto al fogón de la cocina de los Jordache y que lavaba los calzoncillos del tío Harold, y sintió tristeza. Hija de Chilperico, rey de Borgoña, y esposa de Clodoveo, rey de los francos. La gente no pensaba en el futuro, cuando escogía el nombre de los hijos.
Leyó el resto del párrafo; pero Clothilde no parecía haber hecho grandes hazañas, limitándose a convertir a su marido, construir iglesias y otras cosas por el estilo, y meterse en líos de familia. El libro no decía los méritos que había hecho para que la hiciesen santa.
Tom dejó el libro, ansioso de reunirse en casa con Clothilde. Pero se detuvo en el escritorio, para decir «Gracias, señora» a la bibliotecaria. Percibió un aroma agradable. Había una taza con narcisos sobre la mesa; tallos verdes y flores blancas, sobre un lecho de chinas multicolores. Después, sin pensarlo, dijo:
—Por favor, ¿podría darme una tarjeta?
La dama le miró, sorprendida.
—¿La ha tenido anteriormente, en alguna parte?
—No, señora. Hasta ahora, no he tenido tiempo para leer.
La mujer le miró de un modo extraño, pero sacó una tarjeta en blanco y le preguntó su nombre, su edad y su dirección. Consignó los datos en la tarjeta con curiosa y lenta caligrafía, puso la fecha y le tendió la cartulina.
—¿Puedo llevarme un libro ahora mismo? —preguntó él.
—Cuando quiera —dijo ella.
Volvió a la Enciclopedia Británica y cogió el tomo SARS-SORC. Quería leer detenidamente aquel párrafo y, si era posible, aprendérselo de memoria. Pero, cuando se plantó en el escritorio, porque que le pusiesen el sello, la dama movió la cabeza, impaciente.
—Devuelva el libro a su sitio —dijo—. Éste no puede salir de la Sala de Consulta.
Volvió a la Sala de Consulta y dejó el volumen. Siempre le están diciendo a uno que tiene que leer, pensó, amoscado, y cuando uno se decide al fin y quiere leer, te echan el reglamento a la cabeza.
Sin embargo, al salir de la Biblioteca, se tocó varias veces el bolsillo de atrás, para sentir la agradable rigidez de la tarjeta.
Para cenar había pollo frito, puré de patatas y salsa de manzana, con un pastel de moras para postre. Él y Clothilde comieron en la cocina, sin hablar mucho.
Cuando hubieron terminado y Clothilde empezó a limpiar la mesa, él la abrazó y le dijo:
—Clotilde, hija de Chilperico, rey de Borgoña, y esposa de Clodoveo, rey de los francos.
Ella le miró, con ojos muy abiertos.
—¿De qué estás hablando?
—Quise saber el origen de tu nombre —dijo él—. Fui a la biblioteca. Eres hija de un rey y esposa de un rey.
Ella le miró largo rato, abrazada a su cintura. Después, le besó en la frente, con gratitud, como si le hubiese traído un regalo.
II
Había ya dos peces en la cesta de mimbre, destacando sobre los mojados helechos del fondo. El riachuelo estaba bien poblado, según había dicho Boylan. Había una presa en uno de los bordes de la finca, donde el arroyo entraba en la propiedad. Desde allí, la corriente serpenteaba alrededor de la hacienda, hasta otra presa cerrada con tela metálica, para que no escapasen los peces, en el otro extremo de la finca.
Después, saltaba en una serie de cascadas, en dirección al Hudson.
Rudolph llevaba un viejo pantalón de pana y un par de botas de caucho, de bombero, compradas de segunda mano, y que le estaban un poco grandes; pero así podía andar por la orilla del riachuelo y defenderse de las espinas y las ramas que entorpecían su paso. Había un buen trecho desde la última parada del autobús hasta la cima de la colina; pero valía la pena. Su propio río truchero. Ninguna de las veces que había subido allí había visto a Boylan o a otras personas en la finca. El riachuelo no se acercaba en ningún punto a menos de quinientos metros de la casa.
La noche anterior había llovido, y había lluvia en el aire gris del atardecer. El arroyo estaba un poco fangoso, y las truchas se escondían. Pero el solo hecho de remontar la corriente, deslizando ligeramente la mosca por el agua, donde mejor le parecía, sin nadie alrededor y sin más ruido que el de la corriente sobre las rocas, ya era bastante satisfacción. Las clases empezarían dentro de una semana, y había que aprovechar los últimos días de vacaciones.
Estaba cerca de uno de los dos puentes de adorno del riachuelo, cuando oyó un ruido de pisadas sobre la arena. Un pequeño sendero, cubierto de hierbajos, conducía al puente. Recogió el hilo y esperó. Boylan, sin sombrero, con chaqueta de ante, pañuelo de colores y botas altas, bajó por el sendero y se detuvo en el puente.
—Hola, míster Boylan —dijo Rudolph, sintiendo un poco de inquietud al ver a aquel hombre, por si se había olvidado de su invitación, o sólo lo había hecho por cumplido.
—¿Ha habido suerte? —preguntó Boylan.
—Hay dos en la cesta.
—No está mal, en un día como éste —dijo Boylan, mirando al agua fangosa—. Con mosca, ¿eh?
—¿Pesca usted? —preguntó Rudolph, acercándose al puente para no tener que hablar tan alto.
—Lo hice en otros tiempos —dijo Boylan—. Pero no quiero entretenerte. Sólo estoy dando un paseo. Volveré por este camino. Si aún estás aquí, tendré mucho gusto en invitarte a una copa en la casa.
—Gracias —dijo Rudolph, pero sin decir si le esperaría o no.
Boylan agitó la mano y siguió su paseo.
Rudolph cambió la mosca por una nueva, desprendida de la cinta del raído sombrero de fieltro que usaba cuando llovía o cuando salía de pesca. Hizo los nudos con mano experta, sin perder tiempo. Tal vez un día sería cirujano y suturaría incisiones. «Creo que el paciente vivirá, enfermera». ¿Cuántos años? Tres de estudios preparatorios, cuatro en la Facultad de Medicina y otros dos de internado. ¿Quién podía tener tanto dinero? Era mejor olvidarlo.
Al tercer intento, un pez picó la mosca. Hubo un pequeño remolino en el agua, blanca y sucia en la amarilla corriente. Parecía un pez gordo. Tiró con gran cuidado, procurando mantener el pez alejado de las rocas y de las ramas ancladas en el riachuelo. Perdió la noción del tiempo. En dos ocasiones, estuvo a punto de agarrar la trucha; pero ambas veces, el pez se escabulló, tirando del hilo. La tercera vez, pensó que ya era bastante. Se metió en el arroyo con la red. El agua pasó por encima del borde de sus botas de bombero; estaba helada. Sólo cuando tuvo la trucha en la red, advirtió que Boylan había regresado y le estaba observando desde el puente.
—¡Bravo! —dijo Boylan, mientras Rudolph volvía a la orilla, chorreando agua por las puntas de sus botas—. Lo has hecho muy bien.
Rudolph mató la trucha, y Boylan se acercó y miró cómo depositaba el pescado en la canasta, junto a las otras dos.
—Yo no podría hacerlo —dijo Boylan—. Me refiero a matar algo con mis manos. —Llevaba guantes—. Parecen diminutos tiburones, ¿verdad?
A Rudolph sólo le parecían truchas.
—Nunca he visto un tiburón —dijo.
Arrancó unos cuantos helechos más y los metió en la cesta, alrededor de los pescados. Su padre tendría trucha para el desayuno. El fruto de su inversión de cumpleaños en la caña de pescar.
—¿Pescas alguna vez en el Hudson? —preguntó Boylan.
—Sólo de tarde en tarde. A veces, en la estación propicia, llega algún sábalo hasta aquí.
—Cuando mi padre era un muchacho, pescaba salmones en el Hudson —dijo Boylan—. ¿Te imaginas cómo debía de ser el Hudson cuando los indios estaban aquí? Antes de los Roosevelt. Cuando había osos y linces en las márgenes y bajaban los gamos hasta las orillas.
—Alguna vez, he visto un gamo —dijo Rudolph, a quien nunca se la había ocurrido pensar cómo sería el Hudson surcado por canoas iroquesas.
—Mala cosa, los gamos, para las cosechas —dijo Boylan.
A Rudolph le habría gustado sentarse y quitarse las botas, para que saliese el agua; pero sabía que llevaba unos calcetines llenos de remiendos y no le gustaba la idea de exhibir a Boylan el fruto del trabajo de su madre.
Como si leyese su pensamiento, Boylan dijo:
—Creo que deberías quitarte el agua de las botas. Debe de estar muy fría.
—Lo está.
Rudolph se sacó una bota, y después, la otra. Boylan no pareció fijarse. Miraba a su alrededor, a los frondosos bosques que habían sido propiedad de la familia desde después de la Guerra Civil.
—Antes se podía ver la casa desde aquí. No había matorrales. Los jardineros trabajaban esta tierra, en verano y en invierno. Ahora, sólo vienen los del servicio oficial de pesca, una vez al año. Ya no se encuentra a nadie. Ni falta que hace, en realidad. —Estudió el tupido follaje de las encinas, y los cornejos sin flor, y los alisos. Árboles de hojarasca, dijo—. El bosque primigenio. Donde sólo el Hombre es vil. ¿Quién dijo eso?
—Longfellow —dijo Rudolph, volviendo a ponerse las botas sobre los calcetines mojados.
—¿Lees mucho? —preguntó Boylan.
—Tenemos que hacerlo en la escuela —respondió Rudolph, sin jactancia.
—Celebro ver que nuestro sistema de instrucción no echa en olvido nuestros pájaros indígenas y sus bosques nativos —dijo Boylan.
Otra vez palabras afectadas, pensó Rudolph. ¿A quién quiere impresionar? A él, personalmente, no le gustaba mucho Longfellow; pero ¿quién se creía Boylan que era, para mostrar tanta superioridad? ¿Qué versos has escrito, hermano?
—A propósito, creo que hay en casa un par de botas de ésas que llegan hasta las caderas. Dios sabe cuándo las compré. Si te van bien, te las regalo. ¿Por qué no vienes y te las pruebas?
Rudolph pensaba marchar directamente a casa. La parada del autobús estaba lejos, y le habían invitado a cenar en casa de Julie. Después de la cena, irían al cine. Pero unas botas de ésas… Nuevas, costaban más de veinte dólares.
—Gracias, señor —dijo.
—No me llames señor —dijo Boylan—. Aún me haces sentir más viejo.
Echaron a andar en dirección a la casa, por el hermoso sendero.
—Déjame llevar la cesta —dijo Boylan.
—No pesa —dijo Rudolph.
—Por favor. Así tendré la impresión de que he hecho algo útil durante el día.
Está amargado, pensó Rudolph, sorprendido. Amargado como mi madre. Tendió la cesta a Boylan, y éste se la colgó del hombro.
La casa se levantaba en la cima de la colina, enorme, inútil fortaleza de piedras góticas, enteramente cubierta de hiedra, apercibida contra los caballeros de armadura y las bajas del Mercado.
—Ridícula, ¿verdad? —murmuró Boylan.
—Sí —dijo Rudolph.
—Sabes decir la frase oportuna, muchacho —dijo Boylan—. Entremos.
Y abrió la maciza puerta de roble. Mi hermano ha pasado por aquí, pensó Rudolph. Debería dar media vuelta.
Pero no lo hizo.
Entraron en un amplio y oscuro vestíbulo, con losas de mármol y una gran escalinata circular. Un viejo que llevaba chaqueta de alpaca gris y corbata de lazo apareció inmediatamente, como si, con sólo entrar en la casa, emitiese Boylan ondas conminatorias que atraían a los criados a su presencia.
—Buenas tardes, Perkins —dijo Boylan—. Te presento a míster Jordache, joven amigo de la familia.
Perkins inclinó la cabeza, en una sombra de reverencia. Parecía inglés. Tenía cara de «Por la Patria y por el Rey». Tomó el raído sombrero de Rudolph y lo dejó sobre una mesa junto a la pared; una corona sobre una tumba real.
—¿Serías tan amable, Perkins, de ir a la Armería y buscar mi viejo par de botas de pesca? Míster Jordache es pescador —dijo Boylan, abriendo la cesta—. Como puedes ver.
Perkins observó los pescados.
—Muy buen tamaño, señor.
El despensero de la Corona.
—¿Verdad que sí? —los dos hombres ejecutaban un complicado juego, cuyas normas ignoraba Rudolph—. Llévalos a la cocinera —dijo Boylan a Perkins—. Pregúntale si puede prepararlas para la cena. Porque te quedarás a cenar, ¿verdad, Rudolph?
Rudolph vaciló. Faltaría a su cita con Julie. Pero él pescaba en el río de Boylan, y además, iba a darle un par de botas.
—Si pudiese llamar por teléfono… —dijo.
—Desde luego —dijo Boylan; y dirigiéndose a Perkins—: Dile a la cocinera que seremos dos a cenar. —Axel Jordache no tendría trucha para el desayuno—. Y ya que estamos en esto, baja un par de calcetines secos y calientes y una toalla para míster Jordache. Tiene los pies empapados. Ahora no lo nota, porque es joven, pero, cuando se siente junto al fuego, dentro de cuarenta años, sentirá el reumatismo en las articulaciones, como tú y yo, y se acordará de esta tarde.
—Sí, señor —dijo Perkins.
Y se marchó a la cocina o a la Armería, fuese ésta lo que fuere.
—Creo que estarás más cómodo si te quitas las botas aquí —dijo Boylan.
Era una manera cortés de indicar a Rudolph que no deseaba que dejase un rastro de pisadas por toda la casa. Y Rudolph se quitó las botas, maldiciendo en silencio sus remendados calcetines.
—Pasemos ahí —dijo Boylan, empujando la doble puerta de madera tallada por la que se salía del vestíbulo—. Creo que Perkins habrá tenido la bondad de encender la chimenea. Esta casa es fría, incluso cuando el tiempo es bueno. En los mejores días, parece que estemos en noviembre. Y en días como hoy, en que hay lluvia en el aire, uno podría patinar sobre sus propios huesos helados.
Uno. Uno, pensó Rudolph, cruzando descalzo la puerta que Boylan mantenía abierta. Uno puede jorobarse a uno mismo.
Aquella estancia era la habitación particular más grande que jamás hubiese visto Rudolph. Y, desde luego, no parecía que estuviesen en noviembre. Cortinas de terciopelo granate pendían ante los altos ventanales; las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros, y había muchos cuadros, retratos de vistosas damas con trajes del siglo XIX y de ancianos y severos caballeros barbudos, y grandes óleos resquebrajados. Rudolph reconoció, en éstos, paisajes del próximo valle de Hudson, que debieron de pintarse cuando todo era bosque y tierras de labor. Había un gran piano, un montón de álbumes de música, y una mesa y botellas junto a la pared. Y había un enorme diván tapizado, y varios sillones de cuero, y una mesa cargada de revistas. La pálida e inmensa alfombra persa, que podía tener varios siglos de antigüedad, parecía raída y maltrecha a los ignorantes ojos de Rudolph. Desde luego, Perkins había encendido el fuego en la chimenea. Tres leños crujían sobre pesados morillos, y seis o siete lámparas repartidas en la estancia, producían una luz matizada. Rudolph decidió, en el acto, que algún día viviría en una habitación como ésta.
—Es un salón maravilloso —dijo, sinceramente.
—Demasiado grande para un hombre solo —dijo Boylan—. Uno se pierde en él. Voy a preparar unos whiskies.
—Gracias —dijo Rudolph.
Su hermana, pidiendo whisky en el bar de Port Philip House. Ahora, estaba en Nueva York, por culpa de ese hombre. ¿Para bien o para mal? Le había escrito que tenía un empleo. De actriz. Le avisaría, cuando se estrenase la comedia. Tenía una nueva dirección. Ya no estaba en el Refugio de Jóvenes Cristianas. No se lo digas a papá ni a mamá. Cobraba sesenta dólares a la semana.
—Querías telefonear —dijo Boylan—. Encontrarás el teléfono en la mesa, junto a la ventana.
Rudolph asió el aparato y esperó oír la voz de la telefonista. Una hermosa rubia, con un peinado pasado de moda, le sonreía desde un marco de plata colocado encima del piano.
—Número, por favor —dijo la telefonista.
Rudolph le dio el número de Julie. ¡Ojalá no estuviera ésta en casa y pudiese dejarle el recado! Cobardía. Otro punto negativo en la Tabla de Sí Mismo.
Pero fue la voz de Julie la que respondió, después de un par de timbrazos.
—Julie… —empezó a decir él.
—¡Rudy!
El gozo de ella, al oír su voz, fue para él como un reproche. ¡Ojalá no estuviese Boylan en la habitación!
—Julie —dijo él—, te llamo por lo de esta noche. Ha sucedido algo…
—¿Qué ha pasado?
Ahora, su voz era helada. Era sorprendente que una niña tan linda, que sabía cantar como una alondra, pudiese, en un segundo, hablar como si le diese con la puerta en las narices.
—Ahora no puedo explicártelo, pero…
—¿Por qué no puedes hacerlo?
Él miró la espalda de Boylan.
—No puedo —dijo—. En fin, ¿por qué no podemos dejarlo para mañana?, harán la misma película y…
—¡Vete al infierno! —dijo ella.
Y colgó. Él esperó un momento; estaba consternado. ¿Cómo podía ser una chica tan… decisiva?
—Muy bien, Julie —dijo al mudo aparato—. Te veré mañana. Adiós.
La representación no había estado mal. Colgó.
—Aquí está tu copa —dijo Boylan, desde el otro extremo del salón y sin comentar la llamada telefónica.
Rudolph se acercó a él y tomó el vaso.
—Salud —dijo Boylan, y bebió.
Rudolph no pudo obligarse a decir «Salud»; pero la bebida le reconfortó, e incluso pensó que su sabor no estaba mal.
—El primero que tomo en todo el día —dijo Boylan, haciendo chocar el hielo en el cristal—. Gracias por haberme acompañado. No suelo beber solo, y necesitaba un trago. Tuve una tarde muy enojosa. Siéntate, por favor. —Le indicó uno de los grandes sillones cerca del fuego. Rudolph obedeció, y Boylan permaneció en pie junto a la chimenea, apoyado en la repisa. Había en ella un caballo de porcelana, vigoroso y bélico—. He tenido aquí, toda la tarde, a los hombres de la Compañía de Seguros —siguió diciendo Boylan—. Por lo de ese estúpido incendio del Día VE. Mejor dicho, de la noche. ¿Viste aquella cruz ardiendo?
—Lo he oído contar —respondió Rudolph.
—Es curioso que eligiesen mi casa —dijo Boylan—. No soy católico y tampoco negro o judío. El Ku-Kux-Klan de esta región debe de estar muy mal informado. Los inspectores del Seguro no han dejado de preguntarme si tenía enemigos personales. ¿Oíste decir algo en la ciudad?
—No —dijo Rudolph, con cautela.
—Seguro que los tengo. Quiero decir, enemigos. Pero éstos se lo callan —dijo Boylan—. Lástima que no plantasen la cruz cerca de la casa. Habría sido estupendo que ardiese este mausoleo. Pero ¿no bebes?
—Bebo despacio —dijo Rudolph.
—Mi abuelo construyó para la eternidad —dijo Boylan—, y en ella estoy viviendo. —Rió—. Perdóname, si hablo demasiado. Tengo tan pocas oportunidades de hablar con personas que sepan de lo que va…
—Entonces, ¿por qué vive aquí? —preguntó Rudolph, con la lógica de la juventud.
—Estoy condenado —dijo Boylan, fingiendo un tono melodramático—. Estoy atado a la roca, mientras el ave me devora el hígado. ¿Sabes también, a qué me refiero?
—A Prometeo.
—¡Caramba! ¿También lo has aprendido en la escuela?
—Sí.
Sé muchas cosas, Mister, habría querido decir Rudolph.
—La familia es peligrosa —dijo Boylan. Había terminado su bebida y fue en busca de otra—. Uno tiene que pagar sus esperanzas. ¿Sientes tú el peso de la familia, Rudolph? ¿Tienes antepasados a los que no debes contrariar?
—No tengo antepasados —dijo Rudolph.
—Un verdadero americano. ¡Ah! Aquí están las botas.
Perkins había entrado en el salón, con el par de botas altas, una toalla y un par de calcetines de lana, de color azul pálido.
—Déjalo todo aquí, Perkins —dijo Boylan.
—Muy bien, señor.
Perkins dejó las botas al alcance de Rudolph, y la toalla sobre el respaldo del sillón. Después, puso los calcetines sobre el extremo de la mesa más próxima a la butaca.
Rudolph se quitó los calcetines, y Perkins los cogió, cuando aquél iba a metérselos en el bolsillo. No tenía idea de lo que podía hacer Perkins con un par de calcetines de algodón, mojados y remendados. Se secó los pies con la toalla. Ésta olía a espliego. Después, se puso las botas. Una de ellas tenía un desgarrón triangular en la rodilla. Rudolph no creyó oportuno mencionarlo.
—Me van bien —dijo.
Cincuenta dólares. Al menos cincuenta dólares, pensó. Se sentía como D'Artagnan.
—Creo que las compré antes de la guerra —dijo Boylan—. Cuando mi mujer me abandonó, pensé dedicarme a la pesca.
Rudolph le echó una rápida mirada, para ver si estaba bromeando; pero no había el menor atisbo de humor en sus ojos.
—Busqué la compañía de un perro. Un enorme perro lobo irlandés. Bruto. Un animal estupendo. Lo tuve cinco años. Y nos queríamos mucho. Entonces, alguien lo envenenó. Era mi alter ego. ¿Sabes lo que significa alter ego, Rudolph?
Tanta pregunta escolar empezaba a resultar pesada.
—Sí —dijo.
—Lo suponía —dijo Boylan, sin pedirle la definición—. Sí, debo tener enemigos. O quizás el perro se zampaba las gallinas de alguien.
Rudolph se quitó las botas y las sostuvo en la mano, indeciso.
—Déjalas en cualquier parte —dijo Boylan—. Perkins las pondrá en el coche cuando te lleve a casa. ¡Oh! —exclamó, viendo el desgarrón de la bota—. Me parece que están rotas.
—No es nada. Lo haré vulcanizar —dijo Rudolph.
—No. Haré que Perkins lo arregle. Le gusta hacer remiendos.
Lo dijo como queriendo dar a entender a Rudolph que privaría a Perkins de una gran satisfacción, si se empeñaba en arreglar él mismo la bota. Boylan estaba junto a la mesa del bar. La bebida no era bastante fuerte para él, y añadió whisky a su vaso.
—¿Te gustaría ver la casa, Rudolph? —dijo, empeñado en repetir su nombre.
—Sí —dijo Rudolph.
Sentía curiosidad por saber qué era una armería. La única que había visto era la de Brooklyn, donde había ido para un encuentro deportivo.
—Bien —dijo Boylan—. Te servirá para cuando tú mismo te conviertas en antepasado. Así te harás una idea de cómo puedes fastidiar a tus descendientes. Tráete el vaso.
En el pasillo, había una gran estatua de bronce, representando una tigresa en el momento de clavar las garras en el lomo de un búfalo.
—Arte —dijo Boylan—. Si me hubiese sentido patriota, lo habría hecho fundir para un cañón. —Abrió dos enormes puertas, esculpidas con cupidos y guirnaldas—. El salón de baile —dijo, pulsando un interruptor en la pared.
El salón era casi tan grande como el gimnasio de la escuela superior. Una enorme lámpara de cristal, envuelta en una funda, pendía de un techo de los dos pisos de altura. Sólo ardían unas pocas bombillas, y la luz tamizada por la funda parecía polvorienta y débil. Había docenas de sillas, también enfundadas, a lo largo de las paredes de madera barnizada.
—Mi padre decía que, en cierta ocasión, su madre había reunido aquí a setecientas personas. La orquesta tocaba valses. Veinticinco piezas. Un buen baile de club, ¿no crees, Rudolph? ¿Sigues tocando aún en «Jack and Jill»?
—No —respondió Rudolph—. Terminaron nuestras tres semanas.
—Una chica encantadora, la pequeña… ¿cómo se llama?
—Julie.
—¡Oh, sí, Julie! No le soy simpático, ¿verdad?
—No me lo dijo.
—Pues dile que yo creo que es encantadora, ¿quieres? Por si me sirve de algo.
—Se lo diré.
—Setecientas personas —dijo Boylan. Estiró los brazos, como si asiese a una pareja de baile, y dio un sorprendente y breve giro de vals. Un poco de whisky se derramó sobre su mano—. Yo tenía mucho éxito en las fiestas juveniles. —Se sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la mano—. Tal vez un día también daré un baile. En la víspera de Waterloo. También sabes lo que es esto, ¿verdad?
—Sí —dijo Rudolph—. Los oficiales de Wellington. He visto Becky Sharp[1].
También había leído a Byron, pero no quería jactarse delante de Boylan.
—¿Has leído La cartuja de Parma?
—No.
—Hazlo, cuando seas un poco mayor —dijo Boylan, dirigiendo una última mirada al triste salón de baile—. ¡Pobre Stendhal, pudriéndose en Civitavecchia, muriendo sin loanzas y legando su hipoteca a la posteridad!
Bueno, pensó Rudolph, ya veo que has leído un libro. Pero, al propio tiempo, se sentía halagado. Era una conversación literaria.
—Port Philip es mi Civitavecchia —dijo Boylan. Estaban de nuevo en el pasillo, tras apagar la lámpara. Boylan contempló la enfundada habitación a oscuras—. La guarida de las lechuzas —dijo, dejando la puerta abierta y echando a andar hacia la parte de atrás de la casa—. Aquí está la biblioteca —indicó, abriendo rápidamente una puerta. Era una habitación inmensa, llena de libros. Olía a cuero y polvo; Boylan volvió a cerrar—. Series encuadernadas. Las obras completas de Voltaire. Kipling. Y cosas por el estilo.
Abrió otra puerta.
—La armería —dijo, encendiendo las luces—. Tal vez alguien lo llamaría el polvorín, pero mi abuelo tenía una visión más amplia.
Las paredes estaban revestidas de caoba barnizada, con astilleros de escopetas y rifles de caza resguardados por cristales. Trofeos en los muros: venados, faisanes disecados de largas y brillantes colas. Las armas de fuego resplandecían, bien engrasadas. No había una mota de polvo en parte alguna. Unos armarios de caoba, con asideros de bronce bruñido, daban a la estancia un aspecto de camarote de barco.
—¿Eres cazador, Rudolph? —preguntó Boylan, sentándose a horcajadas en un escabel de cuero que tenía la forma de una silla de montar.
—No.
Los dedos de Rudolph ardieron en deseos de tocar aquellas hermosas armas.
—Te enseñaré, si quieres —dijo Boylan—. Hay un puesto de caza en alguna parte de la finca. Queda muy poca caza por aquí; algún conejo, y un ciervo de vez en cuando. Durante la temporada, se oyen disparos alrededor de la casa. Cazadores furtivos. Pero poco puede hacerse para impedirlo. —Miró a su alrededor—. Buen sitio, para suicidarse —dijo—. Pero, como te decía, ésta era antiguamente una buena zona de caza. Codornices, perdices, palomas, venados. Hace años que no he disparado una escopeta. Tal vez, si te enseño, volverá a interesarme. Es un deporte viril. El Hombre, cazador. —Su tono demostraba lo que pensaba al describirse a sí mismo—. Cuando andes por el mundo, puede convenirte tener fama de buen tirador. Un compañero mío de Universidad se casó con la hija de una de las familias más ricas de Carolina del Norte, gracias a su buena vista y a su firme pulso. Fábricas de algodón. Quiero decir, que de ellas venía el dinero. Se llamaba Reeves. Un pobre chico, pero de buenos modales, y éstos le sirvieron. ¿Te gustaría ser rico, Rudolph?
—Sí.
—¿Qué piensas hacer cuando salgas de la escuela?
—No lo sé —respondió Rudolph—. Dependerá de lo que pase.
—Permite que te sugiera el Derecho —dijo Boylan—. Éste es un país de abogados. Y lo será más cada día. ¿No me dijo tu hermana que dirigías los debates en la escuela?
—Pertenezco al equipo de debates.
La alusión a su hermana le hizo ponerse alerta.
—Una tarde, podríamos ir los dos a Nueva York a hacerle una visita —dijo Boylan.
Al salir de la armería, Boylan dijo:
—Haré que Perkins arregle el puesto de caza esta semana y diré que traigan unos cuantos pichones. Te llamaré cuando esté a punto.
—No tenemos teléfono.
—¡Ah, sí! —dijo Boylan—. Creo que una vez lo busqué inútilmente en la guía. Te mandaré una nota. Recuerdo la dirección. —Dirigió una mirada vaga a la escalera de mármol—. Lo de arriba no te interesaría mucho —dijo—. Dormitorios. La mayoría, cerrados. Y el saloncito de mi madre, donde nunca se sienta nadie. Si me excusas un momento, iré a cambiarme para la cena. Considérate en tu casa. Sírvete otra copa.
Ahora, parecía más enclenque, mientras subía la escalera que llevaba a los pisos superiores; esos pisos que no interesarían a su joven invitado, salvo que éste quisiera ver la cama donde su hermana había perdido su virginidad.
III
Rudolph entró de nuevo en el salón y observó a Perkins, que estaba preparando la mesa frente al fuego. Manos sacerdotales sobre cálices y patenas. La Abadía de Westminster. Las tumbas de los poetas. Una botella de vino asomaba sobre el borde de un cubo de hielo. Y una botella de buen vino, destapada, estaba sobre la repisa.
—He llamado por teléfono, señor —dijo Perkins—. Las botas estarán listas el próximo miércoles.
—Gracias, míster Perkins —dijo Rudolph.
—Para servirle, señor.
Dos veces «señor», en veinte segundos. Perkins volvió a su rito.
Rudolph tenía ganas de orinar; pero no podía decir una cosa así a un hombre de la categoría de Perkins. Éste salió de la estancia, deslizándose sin ruido: un hombre como un «Rolls-Royce». Rudolph se acercó a la ventana, separó las cortinas y miró al exterior. La niebla se elevaba desde el valle oscuro. Pensó en su hermano Tom, al otro lado de la ventana, espiando a un hombre desnudo y con dos vasos en las manos.
Sorbió su bebida. Era fácil aficionarse al whisky. Tal vez un día volvería y compraría esta finca, con Perkins y todo lo demás. América era así.
Boylan entró de nuevo en la sala. Sólo había cambiado su chaqueta de ante por otra de pana. Aún llevaba la camisa de lana a cuadros y el pañuelo atado al cuello.
—No he querido perder tiempo dándome un baño —dijo—. Supongo que no te importará.
Se acercó al bar. Se había puesto un poco de agua de colonia. El aire olía un poco a su alrededor.
—El comedor está helado —dijo, contemplando la mesa que había delante del fuego. Se sirvió otro whisky—. El presidente Taft comió una vez aquí. Un banquete para sesenta personajes. —Fue hasta el piano y se sentó en la banqueta, dejando el vaso a un lado. Tocó unas teclas al azar—. ¿Por casualidad tocas el violín, Rudolph?
—No.
—¿Algún otro instrumento, además de la trompeta?
—No. Sólo un poquito de piano.
—¡Lástima! Habríamos podido ensayar un dúo. Y no conozco ninguno para piano y trompeta. —Boylan empezó a tocar, y Rudolph tuvo que confesarse que lo hacía bien—. A veces, uno se cansa de la música en conserva —dijo—. ¿Conoces esto, Rudolph?
Siguió tocando.
—No.
—Chopin, Nocturno en Re bemol. ¿Sabes cómo describía Schumann la música de Chopin?
—No.
Rudolph hubiese querido que Boylan siguiese tocando y dejase de hablar. Le gustaba la música.
—Un cañón disfrazado con flores —dijo Boylan—. Algo así. Creo que fue Schumann. Si hay que describir una música, creo que esta frase es tan buena como otra cualquiera.
Perkins entró y dijo:
—La cena está lista, señor.
Boylan dejó de tocar y se levantó.
—¿Quieres hacer pipi y lavarte las manos, Rudolph?
Por fin.
—Sí, gracias.
—Perkins —dijo Boylan—. Muestra el camino a míster Jordache.
—Por aquí, señor —dijo Perkins.
Mientras salían ambos de la estancia, Boylan volvió a sentarse al piano y continuó con la pieza que estaba tocando.
El lavabo situado cerca de la entrada principal, era una habitación espaciosa, con una ventana de cristal opaco que le daba cierto aire religioso. La taza parecía un trono. Las espitas parecían de oro. Las notas de Chopin llegaban hasta allí, mientras Rudolph hacía pis. Ahora, se arrepentía de haberse quedado a cenar. Tenía la impresión de que Boylan le estaba tendiendo una trampa. Era un hombre complicado, con su piano, sus botas y su whisky, su poesía y sus escopetas, su cruz ardiendo y su perro envenenado. Rudolph no se sentía preparado para habérselas con él. Y ahora comprendía por qué Gretchen había resuelto alejarse de él.
Al volver al salón, tuvo que hacer un esfuerzo para no escabullirse por la puerta principal. Si hubiese podido coger sus botas sin que nadie lo viese, lo habría hecho. Pero no se imaginaba bajando hasta la parada de autobús y subiendo a éste en calcetines. Los calcetines de Boylan.
Volvió al salón, acariciado por Chopin. Boylan dejó de tocar, se levantó y asió ceremoniosamente el codo de Rudolph para conducirlo a la mesa, donde Perkins escanciaba el vino blanco. La trucha yacía en una profunda fuente de cobre, en una especie de caldo. Esto disgustó a Rudolph. A él le gustaba la trucha frita.
Se sentaron de frente. Había tres vasos para cada comensal, y muchos cubiertos. Perkins trasladó la trucha a una fuente de plata, en la que había patatas hervidas. Perkins se inclinó junto a Rudolph, y éste se sirvió con gran cuidado, inquieto ante tanta ceremonia y resuelto a aparentar desenvoltura. La trucha tenía un brillante color azul.
—Truite au bleu —dijo Boylan. Y Rudolph se alegró de que su acento fuese malo o, al menos, diferente del de Miss Lenaut—. La cocinera la prepara muy bien.
—Trucha azul —dijo Rudolph—. Así es como la cocinan en Francia.
No había podido evitar su exhibición sobre el tema, después del falso acento de Boylan.
—¿Cómo lo sabes? —dijo Boylan, mirándole interrogadoramente—. ¿Has estado alguna vez en Francia?
—No. En la escuela. Todas las semanas recibimos una pequeña revista francesa para estudiantes, y publicó un artículo sobre cocina.
Boylan se sirvió una buena ración. Tenía mucho apetito.
—Tu parles français?
Rudolph se fijó en el tu. Una vieja gramática francesa, que había leído en una ocasión, decía que la segunda persona del singular sólo debía emplearse con la servidumbre, los niños, los soldados rasos y las personas de posición inferior.
—Un petit peu.
—Moi, j'étais en France quand j'étais jeun —dijo Boylan, con áspero acento—. Avec mes parents. J'ai vecu mon premier amour à Paris. Quand c'était? Mille Neuf cent vingt-huit, vingt-neuf. Comment s'appelait-elle? Anne? Annette? Elle était délicieuse.
El primer amor de Boylan podía haber sido delicioso, pensó Rudolph, saboreando su triunfo interior, pero no había mejorado su acento.
—Tu as l'envíe d'y aller? En France? —preguntó Boylan, para ponerle a prueba.
Había dicho que hablaba un poco el francés, y Boylan no estaba dispuesto a dejar así las cosas.
—J'irai, je suis sûr —dijo Rudolph, recordando cómo lo había dicho Miss Lenaut—. Peut-être après l'Université. Quand le pays será rétabli.
—¡Dios mío! —dijo Boylan—. Hablas como un francés.
—Tuve una buena maestra.
Un último ramo de flores para Miss Lenaut, la zorra francesa.
—Tal vez deberías intentar la Diplomacia —dijo Boylan—. Necesitamos jóvenes brillantes. Pero, antes, búscate una mujer rica. La paga es horrible. —Tomó un sorbo de vino—. Creí que me gustaría vivir allí. En París. Pero mi familia pensaba diferente. ¿Es tosco mi acento?
—Horrible —dijo Rudolph.
Boylan se echó a reír.
—La sinceridad de la juventud —dijo. Y poniéndose serio—: O tal vez una característica familiar. Tu hermana no se queda atrás en esto.
Comieron en silencio durante un rato, y Rudolph observó atentamente el manejo del cuchillo y el tenedor por su anfitrión. Un buen truhán, con buenos modales.
Perkins se llevó los platos del pescado y sirvió unas chuletas con patatas cocidas y guisantes. ¡Lástima que Rudolph no pudiese enviar a su madre a tomar unas cuantas lecciones de aquella cocina! Perkins escanció el vino tinto, como si practicase un rito. Rudolph se preguntó qué sabría Perkins de Gretchen. Probablemente, todo. ¿Quién hacía la cama en la habitación de arriba?
—¿Ha encontrado trabajo? —preguntó Boylan, como si la conversación no se hubiese interrumpido—. Me dijo que pretendía ser actriz.
—No lo sé —respondió Rudolph, guardándose la información—. Hace tiempo que no tengo noticias.
—¿Crees que triunfará? —preguntó Boylan—. ¿La has visto actuar alguna vez?
—Una vez. En una función de la escuela.
Shakespeare, maltrecho y vapuleado, con trajes hechos en casa. Las siete edades del hombre. El chico que hacía de Jacques y que no dejaba de tirarse la barba, para asegurarse de que seguía en su sitio. Gretchen, extraña y hermosa, y nada parecida a un muchacho con sus calzas, pero pronunciando claramente las frases.
—¿Tiene talento? —preguntó Boylan.
—Creo que sí. Tiene algo. Cuando salía al escenario, todo el mundo dejaba de toser.
Boylan rió, y Rudolph se dio cuenta de que había hablado como un niño.
—Quiero decir… —ahora, trataba de ganar el terreno perdido—. Bueno, uno podía sentir que el público se fijaba en ella, estaba por ella, como no lo estaba por cualquiera de los demás actores. Supongo que esto es talento.
—Cierto que sí —asintió Boylan—. Y es una chica extraordinariamente bella. Aunque supongo que esto no lo advierten los hermanos.
—Ya me di cuenta —dijo Rudolph.
—¿Ah, sí? —dijo Boylan, con voz distraída.
Ya no parecía interesado. Hizo un ademán a Perkins, para que se llevase los platos, y, levantándose, se dirigió hacia un gran fonógrafo y puso el Segundo concierto para piano de Brahms, en tono muy fuerte, para no tener que hablar durante el resto de la cena. Cinco clases de queso, en una fuente de madera. Ensalada. Tarta de ciruela. No era extraño que Boylan fuese panzudo.
Rudolph miró disimuladamente su reloj. Si no tardaba mucho en salir de allí, quizás aún podría encontrar a Julie. Sería demasiado tarde para ir al cine, pero tal vez podría hacerse perdonar por el plantón.
Después de la cena, Boylan tomó coñac con el café, y puso una sinfonía. Rudolph se sentía cansado, después de la larga tarde de pesca. Los dos vasos de vino que había bebido le hacían sentirse confuso y soñoliento. La música fuerte le aplastaba. Boylan se mostraba cortés, pero distante. Tenía la impresión de que el hombre estaba enojado con él, porque había mantenido cerrado el pico en lo tocante a Gretchen.
Boylan estaba arrellanado en un profundo sillón, entornados los ojos, concentrado en la música y tomando, de vez en cuando, un sorbo de coñac. Como si estuviese solo, pensó Rudolph, amoscado, o con su perro lobo irlandés. Probablemente, pasaron aquí muchas veladas juntos, antes de que los vecinos echasen el veneno. Y tal vez se dispone ahora a envenenarme a mí.
De pronto, se oyó como un arañazo en el disco, y Boylan hizo un ademán de irritación al repetirse el ruido. Se levantó y paró la máquina.
—Lo siento —dijo a Rudolph—. Es la venganza de la máquina contra Schumann. ¿Quieres que te lleve ahora a la ciudad?
—Gracias —dijo Rudolph, levantándose aliviado.
Boylan le miró los pies.
—¡Oh! —dijo—. No puedes ir así, ¿verdad?
—Si me da mis botas…
—Estoy seguro de que aún están mojadas. Espera aquí un minuto. Iré a buscarte algo.
Salió de la estancia y subió la escalera.
Rudolph echó un vistazo a su alrededor. Buena cosa, ser rico. Se preguntó si volvería a ver esta habitación. Thomas la había visto una vez, aunque no le habían invitado. Él bajó al salón en cueros, preparó dos whiskies y gritó por la escalera: «Gretchen, ¿quieres que te suba la bebida o prefieres bajar a tomarla?».
Ahora que había tenido oportunidad de escuchar a Boylan, debía reconocer que Tom había hecho una buena imitación de la voz del hombre. Había captado su educada inflexión y su manera de hacer que las preguntas no lo pareciesen.
Meneó la cabeza. ¿En qué habría estado pensando Gretchen? Me gustó aquello. —Le parecía estar oyendo su voz, en el bar de Port Philip House—. Me gustó más que cuanto había experimentado hasta entonces.
Paseó inquieto por el salón. Observó el álbum del que Boylan había sacado la sinfonía. La Tercera de Schumann, la Sinfonía Renana. Bueno, al menos había aprendido algo. La reconocería cuando volviese a oírla. Cogió un encendedor de plata, de más de un palmo de largo, y lo examinó. Había unas iniciales. T.B. Caras prendas para hacer algo que nada cuesta a los pobres. Lo apretó. Surgió la llama. La cruz ardiendo. Enemigos. Oyó los pasos de Boylan sobre las baldosas de mármol y, apresuradamente, apagó la llama y dejó el encendedor.
Boylan entró en la habitación. Traía un pequeño maletín y un par de mocasines de color caoba.
—Pruébatelos, Rudolph —dijo.
Los mocasines eran viejos, pero estaban bien lustrados, y tenían suelas gruesas y cordones de cuero. Se ajustaban perfectamente a sus pies.
—¡Ah! —dijo Boylan—. También tú tienes los pies finos.
Así, de aristócrata a aristócrata.
—Se los devolveré mañana o pasado —dijo Rudolph, cuando se dispusieron a salir.
—No te preocupes —dijo Boylan—. Son tan viejos como esta colina. Nunca los uso.
La caña de Rudolph, bien plegada, y la cesta y la red, estaban sobre el asiento trasero del «Buick». Las botas de pescador, todavía mojadas por dentro, estaban en el suelo, frente al asiento delantero. Boylan echó el maletín sobre el asiento trasero, y ambos se metieron en el coche. Rudolph había cogido el viejo sombrero de fieltro que estaba sobre la mesa del vestíbulo, pero no había tenido el valor de ponérselo bajo la mirada observadora de Perkins. Boylan conectó la radio del coche —jazz de Nueva York—, para no tener que hablar durante el trayecto hasta Vanderhoff Street. Al detener el «Buick» ante la panadería, Boylan apagó la radio.
—Hemos llegado —dijo.
—Muchísimas gracias —dijo Rudolph—. Por todo.
—Gracias a ti, Rudolph —dijo Boylan—. Ha sido un día muy agradable. —Y, al poner Rudolph la mano en el pestillo de la portezuela, alargó el brazo y le retuvo delicadamente—. ¡Ah! Quisiera que me hicieses un favor.
—Desde luego.
—En ese maletín de atrás… —dijo Boylan, volviéndose un poco y agarrándose al volante, para indicarle el saquito de mano de cuero— hay algo que quisiera que tuviese tu hermana. ¿Crees que podrás hacerlo llegar a su poder?
—Pues… no sé cuándo voy a verla —dijo Rudolph.
—No es nada urgente. Es algo que sé que necesita, pero no es urgente.
—Bien —dijo Rudolph, resuelto a no soltar la dirección de Gretchen—. Se lo daré cuando la vea.
—Eres muy amable, Rudolph. —Miró el reloj—. No es muy tarde. ¿Te gustaría venir a tomar una copa en alguna parte? De momento, no tengo ganas de encontrarme solo en aquel horrible caserón.
—Tengo que levantarme muy temprano —dijo Rudolph.
Él sí que quería estar a solas, estudiar sus impresiones sobre Boylan, sopesar los peligros y las posibles ventajas de su relación con aquel hombre. No quería verse cargado con nuevas impresiones: Boylan borracho, Boylan con desconocidos en un bar, Boylan flirteando acaso con una mujer, o insinuándose a un marino. Fue una idea súbita. Boylan, ¿el trasgo? ¿Se habría insinuado con él? Las delicadas manos sobre el teclado, los regalos, aquellas ropas que parecían de mujer, sus disimulados contactos.
—¿Qué consideras temprano? —preguntó Boylan.
—Las cinco —respondió Rudolph.
—¡Dios mío! —exclamó Boylan—. ¿Qué se puede hacer a las cinco de la mañana?
—Repartir panecillos en bicicleta, por cuenta de mi padre.
—Comprendo. Supongo que alguien tiene que repartir los panecillos. —Se echó a reír—. Pero tú no pareces un mandadero.
—No es mi función principal en la vida —dijo Rudolph.
—¿Y cuál es tu función principal, Rudolph?
Distraídamente, Boylan apagó los faros del coche. Reinó la oscuridad dentro de éste, porque estaban exactamente debajo de un farol. En el sótano, no había luz. Su padre aún no había empezado el trabajo de la noche. Si se lo preguntasen a su padre, ¿diría que su función principal en la vida era cocer panecillos?
—Todavía no lo sé —dijo. Y después, en tono agresivo—: ¿Cuál es la de usted?
—No lo sé —dijo Boylan—. Todavía. ¿Tienes tú alguna idea?
—No.
Aquel hombre estaba compuesto de un millón de piezas diferentes, y Rudolph tuvo la impresión de que, si él mismo hubiese sido mayor de lo que era, habría podido juntarlas hasta lograr una imagen coherente de Boylan.
—¡Lástima! —dijo éste—. Pensé que quizá los claros ojos de la juventud verían cosas que yo soy incapaz de ver en mí mismo.
—A propósito, ¿cuántos años tiene? —preguntó Rudolph.
Boylan hablaba tanto del pasado que éste parecía extenderse hasta muy lejos, hasta los indios y el presidente Taft y una geografía más verde. Y Rudolph pensó que tal vez era más anticuado que viejo.
—¿Cuántos dirías, Rudolph? —preguntó Boylan, en tono ligero.
—No lo sé —dijo Rudolph, vacilando. Para él, todos los que pasaban de los treinta y cinco aparentaban casi la misma edad, salvo los viejos de solemnidad que andaban apoyándose en bastones. No se sorprendía cuando leía en el periódico que había muerto alguien de treinta y cinco años—. ¿Cincuenta?
Boylan se echó a reír.
—Tu hermana fue más amable —dijo—. Mucho más amable.
Todo conduce a Gretchen, pensó Rudolph. ¿Acaso no puede dejar de hablar de ella?
—Bueno, ¿cuántos tiene?
—Cuarenta. Acabo de cumplirlos. ¡Ay de mí! Aún tengo toda la vida por delante —dijo, con ironía.
Muy seguro tienes que estar de ti mismo, pensó Rudolph, para emplear una expresión como «¡Ay de mí!».
—¿Cómo te imaginas que serás cuando tengas cuarenta años, Rudolph? —preguntó Boylan, ligeramente—. ¿Como yo?
—No —dijo Rudolph.
—Un joven listo. ¿Quieres decir con esto que no quisieras ser como yo?
—No.
Él se lo había buscado.
—¿Y por qué no? ¿Me censuras?
—Un poco —dijo Rudolph—. Pero no es ésa la razón.
—Entonces, ¿cuál es?
—Me gustaría tener un salón como el suyo —dijo Rudolph—. Me gustaría tener dinero como usted, y libros como usted, y un coche como el suyo. Me gustaría saber hablar como usted, al menos en ocasiones, y saber las cosas que usted sabe, y viajar a Europa como usted…
—Pero…
—Está usted solo —dijo Rudolph—. Y triste.
—Y, cuando tú tengas cuarenta años, ¿no piensas estar solo y triste?
—No.
—Tendrás una esposa amante y bella —dijo Boylan, en el tono de quien recita un cuento de hadas—, que irá a esperarte a la estación todas las tardes, cuando vuelvas del trabajo, para llevarte a casa en el coche, y unos hijos hermosos e inteligentes, que te querrán mucho y a los que irás a despedir cuando estalle la próxima guerra y…
—No pienso casarme —dijo Rudolph.
—¡Ah! —exclamó Boylan—. Has estudiado la institución. Y era diferente. Quería casarme. Y me casé. Esperaba llenar con risas de niños el viejo castillo de la colina. Y, como habrás advertido, ni estoy casado, ni hay risas de ninguna clase en el caserón. Pero, todavía no es demasiado tarde… —sacó un cigarrillo de la pitillera de oro y encendió el mechero. A la luz de éste, su cabello parecía gris, y su cara, surcada de sombras—. ¿Te dijo tu hermana que le pedí que se casara conmigo?
—Sí.
—¿Te dijo por qué no quería?
—No.
—¿Te dijo que fue mi amante?
Esta palabra le pareció obscena a Rudolph. Si Boylan hubiese dicho: «¿Te dijo que me acosté con ella?», le habría irritado menos. No habría parecido como si ella fuese una más, entre las posesiones de Theodore Boylan.
—Sí —respondió—. Me lo dijo.
—¿Lo censuras? —preguntó Boylan, con voz ronca.
—Sí.
—¿Por qué?
—Es usted demasiado viejo para ella.
—Peor para mí —dijo Boylan—. No para ella. Cuando la veas, ¿le dirás que mantengo mi proposición?
—No.
Boylan pareció no oír el «no».
—Dile —prosiguió— que no puedo yacer en mi cama sin ella. Te diré un secreto, Rudolph. Aquella noche, yo no estaba en «Jack and Jill» por casualidad. Como puedes imaginarte, no suelo ir a sitios como ése. Pero quise saber dónde tocabas. Y te seguí en mi coche. Buscaba a Gretchen. Creí, tontamente, que podría descubrir algo de la hermana por medio del hermano.
—Tengo que irme a dormir —dijo Rudolph, cruelmente.
Abrió la portezuela y se apeó. Cogió la caña y la cesta y la red y las botas de bombero del asiento posterior. Se caló el sombrero de fieltro. Boylan permaneció sentado, fumando, contemplando a través del humo la doble y recta hilera de luces de Vanderhoff Street, como en una clase de perspectiva. Paralelas hasta el infinito, donde las líneas se encuentran o no se encuentran, según los casos.
—No olvides el saco de mano, por favor —dijo Boylan.
Rudolph asió el maletín. Pesaba muy poco, como si no hubiese nada dentro. Alguna nueva máquina infernal científica.
—Gracias por tu amable visita —dijo Boylan—. Temo haber sacado la mejor parte. Sólo a cambio de un viejo par de botas rotas que no pensaba volver a usar. Te avisaré cuando esté preparado el puesto de caza. ¡Adelante, joven y célibe repartidor de panecillos! Pensaré en ti a las cinco de la mañana.
Puso el motor en marcha y arrancó bruscamente.
Rudolph observó las rojas luces posteriores volando hacia el infinito, dos señales gemelas que decían ¡Stop!, y, después, abrió la puerta contigua a la panadería y metió todos los bultos en la entrada. Encendió la luz y observó el saquito de mano. La cerradura estaba abierta. La llave, sujeta a una correhuela, pendía del asa. Abrió el maletín, esperando que su madre no le hubiese oído entrar.
En el fondo del saquito de mano, había un vestido rojo y brillante, enrollado descuidadamente. Lo sacó y lo estudió. Llevaba encajes y tenía el escote muy bajo; esto se advertía a primera vista. Trató de imaginarse a su hermana con él, mostrándolo prácticamente todo.
—¿Rudolph?
Era la voz quejicosa de su madre, en el piso de arriba.
—Sí, mamá —dijo él, apagando rápidamente la luz—. Volveré enseguida. Olvidé traer el periódico de la noche.
Cogió el saquito de mano y salió de la casa, antes de que su madre pudiese bajar. No sabía a quién estaba protegiendo, si a él mismo, a Gretchen o a su madre.
Corrió a casa de Buddy Westerman, en la manzana siguiente. Afortunadamente, las luces aún estaban encendidas. La casa de los Westerman era grande y vieja. La madre de Buddy permitía a los «River Five» ensayar en el sótano. La madre de Buddy era una mujer alegre y campechana, que simpatizaba con los chicos y les obsequiaba con café y pastel después de los ensayos; pero hoy, Rudolph prefería no tener que hablar con ella. Desprendió la llave del asa del maletín, lo cerró y se metió aquella en el bolsillo.
Al cabo de un rato, salió Buddy.
—Hola —dijo—. ¿Qué pasa, a estas horas de la noche?
—Escucha, Buddy —dijo Rudolph—, ¿quieres guardarme esto un par de días? —tendió el saquito a Buddy—. Es un regalo para Julie, y no quiero que mi madre lo vea.
Inspirada mentira. Todo el mundo sabía lo tacaños que eran los Jordache. Y Buddy sabía también que a mistress Jordache le disgustaba que Rudolph saliese con chicas.
—De acuerdo —dijo Buddy, cogiendo el maletín.
—Algún día podré corresponderte.
—No toques en bemol la Polvo de estrellas. —Buddy era el mejor músico de la orquestina, lo cual le daba derecho a decir frases como ésta—. ¿Algo más?
—No.
—A propósito —dijo Buddy—. He visto a Julie esta noche. Yo pasaba por delante del cine, cuando ella entraba. Con un chico al que no conozco. Un chico mayor. Al menos, veintidós años. Le pregunté dónde estabas tú, y me dijo que no lo sabía ni le importaba.
—Amigo —dijo Rudolph.
—La ignorancia es mala cosa —dijo Buddy—. Hasta mañana.
Y se metió en casa, llevando el maletín.
Rudolph se dirigió al «Ace Diner» a comprar el periódico de la noche. Se sentó en la barra, para leer la página de deportes, mientras bebía un vaso de leche y comía un par de bollos. Aquella tarde, los «Gigantes» habían ganado. Aparte de esto, Rudolph no sabía si el día había sido bueno o malo para él.
IV
Thomas dio las buenas noches a Clothilde con un beso. Ella yacía entre las sábanas, con los cabellos esparcidos sobre la almohada. Había encendido la luz, para que él pudiese salir sin tropezar con algo. Sonrió dulcemente al tocarle la mejilla. Él abrió la puerta sin ruido y la cerró a su espalda. La rendija luminosa de debajo de la puerta desapareció al apagar Clothilde la luz.
Tom cruzó la cocina, salió al pasillo y subió la oscura escalera con mucho cuidado, llevando el suéter sobre el hombro. Ningún ruido en el dormitorio de tío Harold y tía Elsa. En general, los ronquidos hacían temblar la casa. El tío Harold debía de estar durmiendo de costado. Nadie había muerto en Saratoga. El tío Harold había perdido un kilo y medio, gracias a las aguas.
Thomas subió la estrecha escalera del ático, abrió la puerta de su cuarto y encendió la luz. El tío Harold, con su pijama a rayas, estaba sentado en la cama.
El tío Harold le sonrió de un modo extraño, pestañeando bajo la luz. Le faltaban los cuatro dientes de arriba. Usaba un puente, que se quitaba por la noche.
—Buenas noches, Tommy —dijo, ceceando, por la falta de los dientes.
—Hola, tío Harold —dijo Thomas.
Pensó que debía tener el pelo revuelto y oler a Clothilde. No sabía qué estaba haciendo allí el tío Harold. Era la primera vez que había venido a su habitación. Comprendió que debía tener mucho cuidado con lo que decía y cómo lo decía.
—Es muy tarde, ¿verdad, Tommy? —dijo el tío Harold, sin levantar la voz.
—¿Sí? —dijo Thomas—. No he mirado el reloj.
Se había quedado en pie, cerca de la puerta y lejos del tío Harold. La habitación estaba desnuda. Tom tenía pocas cosas. Sobre el tocador, un libro de la Biblioteca. Riders of the Purple Sage. La bibliotecaria le había dicho que le gustaría. El tío Harold llenaba la estancia embutido en su pijama a rayas y hundiendo la cama por la mitad, en el sitio donde se hallaba sentado.
—Es casi la una —dijo el tío Harold, espurreando un poco, por la falta del puente—. Muy tarde, para un chico que está creciendo y que tiene que levantarse temprano para trabajar. Los chicos que crecen necesitan dormir, Tommy.
—Se me hizo tarde sin darme cuenta —dijo Thomas.
—¿Y qué fue eso tan divertido que te retuvo fuera de casa hasta la una de la madrugada?
—Sólo estuve dando vueltas por la ciudad.
—Las brillantes luces —dijo el tío Harold—. Las brillantes luces de Elysium, Ohio.
Thomas fingió un bostezo y se estiró. Arrojó el suéter sobre la única silla del cuarto.
—Ahora tengo sueño —dijo—. Será mejor que me acueste enseguida.
—Tommy —dijo el tío Harold, con su húmedo susurro—, éste es un buen hogar para ti, ¿no?
—Claro.
—Comes bien, igual que nosotros, ¿eh?
—Como muy bien.
—Tienes una buena casa, un buen techo sobre tu cabeza.
El «techo» sonó «texo» a través de la abertura.
—No me quejo de nada.
Thomas respondía en voz baja. No quería despertar a tía Elsa y que ésta se metiese en la conversación.
—Vives en una casa buena y limpia —insistió tío Harold—. Todos te tratamos como a uno más de la familia. Tienes bicicleta propia.
—Ya he dicho que no tengo queja.
—Tienes un buen empleo. Cobras el sueldo de un hombre. Y aprendes un oficio. Ahora, con el regreso de millones de hombres, el paro será grande. Pero un mecánico siempre tendrá trabajo. ¿Me equivoco?
—Puedo cuidar de mí mismo —dijo Thomas.
—Puedes cuidar de ti mismo —dijo el tío Harold—. Confío en que sí. Por algo llevamos la misma sangre. Cuando tu padre me llamó te acepté sin hacer preguntas, ¿no es cierto? Estabas en apuros en Port Philip, ¿no? Y tu tío Harold no preguntó nada, y él y tía Elsa te recibieron en su casa.
—Hubo un poco de jaleo allá abajo —dijo Thomas—. Nada grave.
—No te pregunto nada. —Con magnánimo ademán, desterró toda idea de interrogatorio. Se abrió la chaqueta de su pijama, y aparecieron unos rollos de carne sonrosada, como morcillas, sobre la cinta del pantalón—. A cambio de todo esto, ¿qué te pido? ¿Algo imposible? ¿Gratitud? No. Sólo una pequeñez. Que un jovencito se comporte debidamente y que se meta en cama a una hora razonable. En su propia cama, Tommy.
¡Ah!, ya salió esto, pensó Thomas. Ese truhán lo sabe. Y guardó silencio.
—Ésta es una casa honrada, Tommy —prosiguió diciendo el tío Harold—. Todos nos respetan. Tu tía es recibida en los mejores hogares. Te sorprendería saber el crédito de que disfruto en el Banco. Me han pedido que me presente a las elecciones del Cuerpo Legislativo en Columbus, por el Partido Republicano, a pesar de que no he nacido en este país. Mis dos hijas tienen buenos trajes… Creo que no hay otras dos jóvenes que vistan mejor que ellas. Y son estudiantes modelo. Un día te enseñaré sus notas, lo que dicen de ellas sus profesoras. Todos los domingos, van a la escuela dominical. Yo mismo las acompaño. Son almas puras y jóvenes, que duermen como ángeles bajo esta misma habitación, Tommy.
—Comprendo —dijo Thomas, deseando que el viejo idiota acabase de una vez.
—Esta noche, no has estado rondando por la ciudad hasta la una, Tommy —dijo el tío Harold, con voz triste—. Sé dónde estuviste. Tenía sed. Fui a sacar una botella de cerveza de la nevera. Oí ruido. Me avergüenza hablar de ello. Un muchacho de tu edad, en la misma casa donde viven mis dos hijas.
—Bueno, ¿y qué? —dijo Thomas, enfurruñado.
La idea de tío Harold detrás de la puerta de Clothilde le daba náuseas.
—Bueno, ¿y qué? ¿Es todo lo que tienes que decir, Tommy? Bueno, ¿y qué?
—¿Y qué quiere que diga?
Le habría gustado poder decirle que amaba a Clothilde; que era la mejor experiencia de toda su podrida vida; que ella también le amaba, y que si hubiese sido un poco mayor, se la habría llevado ya de la pulcra y maldita casa del tío Harold, lejos de su respetable familia, de sus rubias hijas modelo. Pero, desde luego, no podía decírselo. No podía decir nada. Le atragantaba su propia lengua.
—Quiero que digas que lamentas lo que ha hecho contigo esa ignorante e intrigante campesina —murmuró el tío Harold—. Quiero que me prometas que nunca volverás a tocarla. Ni en esta casa, ni fuera de ella.
—No le prometo nada —dijo Thomas.
—Te hablo amablemente, Tommy —dijo el tío Harold—. Delicadamente. Sin levantar la voz, como un hombre razonable y dispuesto a perdonar. No quiero armar un escándalo. No quiero que tu tía Elsa se entere de que su casa ha sido mancillada, de que sus hijas han estado expuestas a… Ach, no puedo encontrar las palabras, Tommy.
—No le prometo nada —repitió Thomas.
—Está bien. No me prometes nada —susurró el tío Harold—. No tienes por qué hacerlo. Cuando salga de este cuarto, bajaré al de detrás de la cocina. Te aseguro que ella prometerá mucho.
—Eso es lo que usted cree.
Incluso a sus propios oídos, las palabras sonaron huecas, infantiles.
—Esto es lo que yo sé, Tommy —le dijo el tío Harold—. Ella prometerá cualquier cosa. Está en apuros. Si la despido, ¿adónde irá? ¿Volverá al Canadá, junto al borracho de su marido, que la espera desde hace años para matarla de una paliza?
—Hay empleos de sobra. No tiene que volver a Canadá.
—Eso es lo que tú te crees. Eres una autoridad en Derecho Internacional —dijo el tío Harold—. Crees que la cosa es tan sencilla. Y crees que no iré a la Policía.
—¿Qué tiene que ver la Policía con esto?
—Eres un niño, Tommy. Te has acostado con una mujer casada, como un hombre mayor, pero tienes la mentalidad de un niño. Ella ha corrompido moralmente a un menor. Y el menor eres tú. Dieciséis años. Esto es un delito, Tommy. Un delito grave. Estamos en un país civilizado, que vela por los niños. Si no la meten en la cárcel, la desterrarán como a una extranjera indeseable, corruptora de menores. No es ciudadana americana. Tendrá que volver al Canadá. Y saldrá en los periódicos. Su marido la estará esperando. ¡Oh, sí! —prosiguió el tío Harold—. Prometerá lo que yo quiera. —Se levantó—. Lo siento por ti, Tommy. Tú no tienes la culpa. Lo llevas en la sangre. Tu padre fue un putañero. Me daba vergüenza saludarle por la calle. Y tu madre, si no lo sabes, es hija ilegítima. La criaron las monjas. Cuando la veas, pregúntale quién fue su padre. O incluso su madre. Y ahora, duerme un rato, Tommy —le dijo, dándole unas palmadas de consuelo en el hombro—. Yo te aprecio. Quisiera verte convertido en un hombre bueno, que honrase a la familia. Por mi parte, hago lo que más te conviene. Acuéstate y duerme.
El tío Harold salió pesadamente de la habitación, descalzo, como un mastodonte envuelto en un pijama a rayas, y con todos los triunfos en la mano.
Thomas apagó la luz. Se echó de bruces en la cama. Una sola vez, golpeó la almohada con toda su fuerza.
A la mañana siguiente, bajó temprano para hablar con Clothilde antes del desayuno. Pero el tío Harold ya estaba allí, sentado a la mesa del comedor, leyendo el periódico.
—Buenos días, Tommy —dijo, levantando un momento la cabeza.
Los dientes volvían a estar en su sitio. Sorbió ruidosamente su café.
Clothilde entró trayendo el jugo de naranja para Thomas. No le miró. Su cara era sombría, hermética. El tío Harold no miró a Clothilde.
—Es horrible lo que está pasando en Alemania —dijo—. En Berlín, violan a las mujeres. Los rusos. Lo estaban esperando desde hace un siglo. La gente vive en los sótanos. Si no hubiese conocido a tu tía Elsa y venido a este país, cuando aún era joven, sabe Dios dónde estaría ahora.
Clothilde trajo los huevos con tocino para Thomas. Él la miró a la cara, buscando una señal. No vio ninguna.
Terminado el desayuno, Thomas se levantó. Tendría que volver a hora más avanzada, cuando la casa estuviese vacía. El tío Harold levantó la mirada del periódico.
—Dile a Coyne que iré a las nueve y media —dijo—. Tengo que ir al Banco. Y dile que le prometí a míster Duncan que su coche estaría lavado al mediodía.
Thomas asintió con la cabeza y salió del comedor, en el momento en que bajaban las dos niñas, gordas y pálidas.
—Angelitos míos —oyó que decía el tío Harold al entrar ellas en el comedor y darle el beso de la mañana.
La oportunidad se presentó a las cuatro de la tarde. Era el día en que tía Elsa llevaba a las niñas al dentista, con el segundo coche de la casa. Y sabía que el tío Harold estaba en su agencia de la ciudad. Clothilde estaría sola.
—Volveré dentro de media hora —le dijo a Coyne—. Tengo que ver a alguien.
Coyne puso mala cara; pero que se chinche, pensó Thomas.
Clothilde estaba regando el césped cuando él llegó pedaleando. El día era soleado, y el chorro de la manguera lanzaba destellos irisados. El prado era muy pequeño, y un tilo le daba sombra. Clothilde llevaba uniforme blanco. A tía Elsa le gustaba que sus criadas pareciesen enfermeras. Era un anuncio de limpieza. En mi casa, se podría comer en el suelo.
Clothilde miró a Thomas, al saltar éste de su bicicleta, y siguió regando el césped.
—Clothilde —dijo Thomas—, vamos adentro. Tengo que hablar contigo.
—Estoy regando el césped.
Bajó la manguera, y el chorro formó un riachuelo que fue a empapar un lecho de petunias, delante de la casa.
—Mírame —dijo él.
—¿No deberías estar en el trabajo? —preguntó, manteniéndose apartada.
—¿Bajó a tu habitación la noche pasada? —preguntó Thomas—. Me refiero a mi tío.
—¿Y qué?
—¿Le dejaste entrar?
—La casa es suya —dijo Clothilde, con voz hosca.
—¿Le prometiste algo?
Sabía que hablaba a gritos, pero no podía evitarlo.
—¿Y qué importa esto? Vuelve a tu trabajo. Puede vernos alguien.
—¿Le prometiste algo?
—Le dije que no volvería a verte a solas —respondió ella, lisa y llanamente.
—Pero no lo dirías en serio —suplicó Thomas.
—Lo dije en serio. —Levantó de nuevo la manguera. El anillo de casada brilló en su dedo—. Hemos terminado.
—¡No, no hemos terminado! —hubiese querido agarrarla y sacudirla—. Lárgate de esta casa de una vez. Busca otro empleo. Yo también me marcharé y…
—No digas tonterías —le atajó ella, vivamente—. Él te explicó cuál era mi delito —dijo, con un matiz de burla en la palabra—. Haría que me desterraran. Y no somos Romeo y Julieta. Somos un colegial y una cocinera. Vuelve a tu trabajo.
—¿Y no supiste decirle nada?
Thomas estaba desesperado. Temía derrumbarse y echarse a llorar allí mismo, sobre el césped, delante de Clothilde.
—No había nada que decir. Él es una fiera —dijo Clothilde—. Está celoso. Y cuando un hombre está celoso, es como si le hablases a la pared, a un árbol.
—¿Celoso? —repitió Thomas—. ¿Qué quieres decir?
—Que hace dos años que intenta meterse en mi cama —dijo Clothilde, tranquilamente—. Baja por las noches, cuando su esposa duerme, y araña mi puerta como un gatito.
—¡Gordo bastardo! —dijo Thomas—. La próxima vez, le estaré esperando.
—No, no lo harás —dijo Clothilde—. Y, la próxima vez, entrará. Es mejor que lo sepas.
—¿Vas a dejarle?
—Soy una criada —dijo ella—. Y vivo como una criada. No quiero perder mi empleo ni ir a la cárcel, ni volver al Canadá. Olvídalo —añadió—. Alles kaput. Han sido dos semanas muy dichosas. Eres un chico simpático. Siento haberte metido en este lío.
—¡Está bien, está bien! —gritó él—. ¡No volveré a tocar otra mujer mientras…!
Estaba demasiado trastornado para seguir hablando. Montó en su bicicleta y se alejó a toda velocidad, mientras Clothilde empezaba a regar las rosas. No se volvió. Por esto no vio las lágrimas que surcaban el moreno y afligido rostro de la mujer.
San Sebastián, bien provisto de flechas, voló hacia el garaje. Las piedras vendrían más tarde.