I
Sonó un claxon fuera del garaje. Tom salió de debajo del «Ford» en el que estaba trabajando, en el pozo de engrase, y, secándose las manos con un trapo, se dirigió al «Oldsmobile» estacionado junto a uno de los postes.
—Llénalo —dijo míster Herbert.
Era un parroquiano asiduo, un verdadero hacendado que había adquirido opciones de compra sobre extensas propiedades próximas al garaje, a bajos precios de tiempo de guerra, y esperaba el auge que había de seguir a la contienda. Ahora que los japoneses se habían rendido, su coche pasaba con frecuencia por el garaje. Compraba toda su gasolina en la estación de Jordache, empleando los boletos de estraperlo que le vendía el propio Harold Jordache.
Thomas desenroscó el tapón del depósito y vertió la gasolina, apretando la palanca del morro de la manguera. Volvió la cabeza, tratando de no respirar el vapor. Todas las noches tenían jaqueca, debido a su empleo. Ahora que la guerra había terminado, pensó, los alemanes me atacan con productos químicos. Consideraba a su tío alemán, pero de un modo distinto a como consideraba alemán a su padre. Claro que estaban el acento, y las dos hijas rubias que, los días de fiesta, vestían de acuerdo con una moda vagamente bávara, y las pesadas comidas a base de salchichas, tocino ahumado y Kraut, y el constante ruido de voces cantando los lieder de Wagner y de Schubert en la gramola de la casa, pues mistress Jordache era amante de la música. Tía Elsa, que así le había dicho a Tom que debía llamarla.
Thomas estaba solo en el garaje. Esta semana, Coyne, el mecánico, estaba enfermo, y su ayudante había salido para un recado. Eran las dos de la tarde, y Harold Jordache aún estaba en casa, comiendo. Sauerbraten mit spetzli y tres botellas de «Miller Hig Life», y una buena siesta en el enorme lecho del piso alto, con su obesa mujer, para asegurarse de que un exceso de trabajo no iba a producirle prematuros ataques cardiacos. Thomas se alegraba de que la doncella le hubiese dado un par de bocadillos y un poco de fruta en una bolsa, para que comiese en el garaje. Cuanto menos viese a su tío y su familia, tanto mejor para él. Ya era bastante pejiguera tener que vivir en la casa, en la minúscula habitación del ático, donde yacía sudando toda la noche, debido al calor acumulado durante el día bajo el techado recalentado por el sol del estío. Quince dólares a la semana. Su tío Harold había sacado buen partido de la quema de la cruz en Port Philip.
Rebosó un poco de gasolina y Thomas colgó la manguera, cerró el depósito y enjugó las salpicaduras de esencia en el parachoques posterior. Limpió el parabrisas y cogió cuatro dólares y treinta y cinco centavos de manos de míster Herbert, que le dio diez centavos de propina.
—Gracias —dijo Thomas, con bien fingida gratitud.
Y observó cómo el «Oldsmobile» se alejaba hacia la ciudad. El garaje de Jordache estaba en las afueras de la población, por lo que sacaba también buenas ganancias de los transeúntes. Thomas entró en la oficina, registró el importe del servicio y metió el dinero en la caja. Había terminado de engrasar el «Ford» y, de momento, nada tenía que hacer; aunque, de haberse encontrado allí su tío, no le habría costado mucho encontrarle trabajo. Probablemente, limpiar los retretes o pulir los metales de las brillantes carrocerías de la Sección de Coches Usados. Thomas pensó, sin gran convencimiento, que quizá le valdría más «limpiar» la caja registradora y largarse a otra parte. Pulsó la tecla del cajón y miró en su interior. Con los cuatro dólares y treinta y cinco centavos de míster Herbert, había exactamente diez dólares y treinta centavos en el cajón. El tío Harold se había llevado los ingresos de la mañana, al ir a comer, dejando solamente cinco billetes de a dólar y un dólar en plata, por si alguien necesitaba cambio. Si el tío Harold se había convertido en dueño de un garaje y de una Sección de Coches Usados, de una estación de gasolina y de una agencia de automóviles en la ciudad, no había sido por no cuidar de su dinero.
Thomas aún no había comido; por consiguiente, cogió la bolsa del almuerzo, salió de la oficina y se retrepó en una desvencijada silla, apoyando el respaldo en la pared del garaje, a la sombra, y observó el tráfico de la carretera. La vista no era desagradable. Los coches aparcados en diagonal en el depósito, con sus banderolas de colores anunciando las gangas, parecían barcos junto a un muelle. Más allá del almacén de maderas, un poco esquinado al otro lado de la carretera, veíanse retazos ocres y verdes de tierras labrantías. Y, si uno permanecía sentado, el calor era soportable, y la ausencia del tío Harold le producía a Thomas una impresión de bienestar.
En realidad, no se sentía a disgusto en la ciudad. Elysium, Ohio, era más pequeña que Port Philip, pero mucho más próspera, sin barrios bajos y sin aquella sensación de descaecimiento que Thomas había llegado a considerar inherente al ambiente de su pueblo natal. Había un pequeño lago en las cercanías, con dos hoteles abiertos en verano, y villas de recreo cuyos dueños vivían en Cleveland; y, por esto, la población tenía el aire floreciente de los sitios de veraneo, con buenas tiendas y restaurantes, y diversiones tales como ejercicios hípicos y regatas de botes de vela en el lago. En Elysium, todo el mundo parecía tener dinero, y esto significaba ya un cambio radical en relación con Port Philip.
Thomas metió la mano en la bolsa y sacó un bocadillo. Estaba cuidadosamente envuelto en papel encerado. Era de tocino, lechuga y tomate, con mucha mayonesa, sobre pan de centeno, blando y finamente cortado. Recientemente, Clothilde, la doncella de los Jordache, había empezado a obsequiarle con bocadillos de fantasía, c día diferentes, en vez de la invariable dieta bologna sobre gruesas rebanadas de pan a que se había visto sometido durante las primeras semanas. Tom sintió un poco de vergüenza al tocar, con sus manos de negras uñas y manchadas de grasa, el delicado bocadillo de pastelería. Menos mal que Clothilde no podía ver cómo comía sus regalos. Clothilde era simpática; era una apacible francocanadiense, de unos veinticinco años, que trabajaba desde las siete de la mañana hasta las nueve de la noche, y sólo salía un domingo de cada dos. Tenía ojos negros y tristes, y negro el cabello. La uniformidad de su color oscuro la situaba indefectiblemente en un peldaño social más bajo que las agresivas rubias Jordache, como si hubiese nacido y sido marcada, concretamente, para ser su servidora.
Había tomado por costumbre dejarle un trozo de empanada sobre la mesa de la cocina, cuando él salía de casa, después de cenar, para dar una vuelta por la población. El tío Harold y la tía Elsa no habían conseguido que se quedara en casa por la noche, como tampoco lo habían conseguido sus padres. Tenía que moverse. La noche le producía inquietud. No hacía gran cosa: a veces, participaba en algún improvisado juego de pelota, bajo los faroles del parque municipal, o iba al cine y se tomaba un refresco después, o charlaba con alguna chica. No tenía amigos que pudiesen formularle preguntas embarazosas sobre Port Philip; había cuidado mucho de mostrarse cortés con todo el mundo, y no se había peleado una sola vez desde su llegada. De momento, ya había tenido bastante jaleo. No se sentía desgraciado. El solo hecho de haberse librado del dominio de sus padres ya era una buena cosa; la circunstancia de no tener que vivir en la misma casa y compartir el mismo lecho con su hermano Rudolph, era sedante para los nervios, y no tener que ir a la escuela significaba un progreso importante. No le importaba trabajar en el garaje, aunque el tío Harold era un incordio, siempre trajinando y metiéndose en todo. Tía Elsa velaba por él como una clueca y le preparaba vasos de jugo de naranja, porque pensaba que su delgadez era signo de nutrición deficiente. Eran buena gente, aunque patanes. En cuanto a las niñas, no se cruzaban en su camino.
Los padres Jordache ignoraban la causa de su salida de casa. El tío Harold había tratado de sonsacarle, pero Thomas se había mostrado vago y sólo le había dicho que iba mal en los estudios, cosa bastante cierta, y que su padre había pensado que, dado su carácter, le convenía más alejarse de casa y aprender a ganarse la vida. El tío Harold era incapaz de menospreciar el valor moral de enviar a un muchacho a ganar dinero por sus propios medios. Sin embargo, le sorprendía que Thomas no recibiese nunca cartas de su familia y que, después de aquella primera llamada telefónica de Axel, diciéndole que Thomas estaba en camino, no hubiese habido más comunicaciones con Port Philip. Harold Jordache era un hombre de familia, exageradamente cariñoso con sus dos hijas y pródigo en los regalos a su esposa, gracias a cuyo dinero había podido forjarse su acomodada posición en Elysium. Hablando de Axel Jordache con Tom, el tío Harold se había lamentado de las diferencias de temperamento entre los dos hermanos.
—Creo, Tom —le había dicho—, que todo se debió a su herida. Tu padre la tomó muy a pecho. Hizo que lo viese todo negro. Como si nadie hubiese sido herido antes que él.
Compartía una opinión con Axel Jordache. El pueblo alemán tenía una vena de infantilismo, que le impulsaba a hacer la guerra.
—Que toque una banda, y enseguida marcan el paso —dijo—. ¿Qué encuentran en ello de atractivo? Correr bajo la lluvia, a los gritos de un sargento; dormir sobre el barro, en vez de hacerlo en una cama mullida, con la mujer; hacerse matar por desconocidos, y si tienen suerte, pavonearse en un viejo uniforme, sin tener un orinal donde mear. La guerra está bien para los grandes industriales, los Krupp, que fabrican cañones y barcos de guerra. Pero, para los del montón… —se encogió de hombros—. Stalingrado. ¿Para qué lo querían? —con todo su germanismo, se había mantenido al margen de los movimientos germano-americanos. Estaba bien donde estaba y siendo lo que era, y no se dejaría engañar por asociaciones que pudiesen comprometerle—. No tengo nada contra nadie —dijo, sentando uno de los principios de su política—. Ni contra los polacos, ni contra los franceses, ni contra los ingleses, ni contra los judíos, ni contra nadie. Ni siquiera contra los rusos. Cualquiera que venga a comprarme un coche o treinta litros de gasolina, y que me pague con buen dinero americano, será amigo mío.
Thomas vivía tranquilamente en casa de tío Harold, cumpliendo las normas, siguiendo su camino, fastidiado a veces por el empeño de su tío en no dejarle descansar un momento durante la jornada de trabajo, pero agradeciendo la seguridad que se le brindaba. Además, era una situación temporal. Sabía que, más pronto o más tarde, se largaría de allí. Pero no había prisa.
Estaba a punto de sacar el segundo bocadillo de la bolsa, cuando vio que se acercaba el «Chevrolet 1938» de las gemelas. El coche se desvió para entrar en la estación de gasolina, y Tom vio que sólo iba en él una de las gemelas. No sabía cuál de las dos era, Ethel o Edna. Se había acostado con ambas, como la mayoría de los chicos de la ciudad, pero no podía distinguirlas.
El «Chevrolet» se detuvo, crujiendo y roncando. Los padres de las gemelas estaban podridos de dinero, pero decían que el viejo «Chevy» era más que suficiente para dos chicas de dieciséis años que no habían ganado un centavo en su vida.
—Hola, gemela —dijo Tom, para no equivocarse.
—¿Qué tal, Tom?
Las gemelas eran muy lindas, estaban curtidas por el sol, tenían lisos y castaños cabellos, y rollizas y prietas posaderas. Tenían una piel que parecía recién salida de un manantial de la montaña. A cualquiera que no supiese que se habían acostado con todos los chicos de la ciudad le habría gustado que le viesen con ellas.
—Dime mi nombre —dijo la gemela.
—Bueno, dejemos eso —dijo Tom.
—Si no me dices mi nombre —insistió ella—, compraré la gasolina en otra parte.
—Como quieras —dijo Tom—. El dinero es de mi tío.
—Iba a invitarte a una fiesta —dijo la gemela—. Esta noche coceremos perros calientes junto al lago, y tenemos tres cajas de cerveza. Pero no te invitaré si no me dices mi nombre.
Tom le hizo un guiño, para ganar tiempo. Miró el interior del «Chevy» descubierto. Había un traje de baño blanco sobre el asiento.
—Sólo quería hacerte rabiar, Ethel —dijo, pues sabía que el traje de baño de Ethel era blanco, y el de Edna, azul—. Te reconocí en el primer momento.
—Ponme diez litros —dijo Ethel—. Por haber acertado.
—No ha sido por casualidad —dijo él, agarrando la manguera—. Te llevo grabada en la memoria.
—Lo dudo —dijo Ethel, echando una mirada al garaje y frunciendo la nariz—. Éste es un sitio muy feo para trabajar. Creo que un chico como tú podría encontrar algo mucho mejor, si lo buscase bien. Al menos, en una oficina.
Cuando la conoció, él le había dicho que tenía diecinueve años y que se había graduado en la Escuela Superior. Ella había ido a su encuentro un sábado por la tarde, a la orilla del lago, cuando hacía un cuarto de hora que él exhibía sus habilidades en el trampolín.
—Éste es un buen sitio —le había dicho él—. Me gusta el aire libre.
—No me digas —dijo ella, riendo entre dientes.
Se habían hecho el amor en el bosque, sobre una manta que ella llevaba en el asiento de atrás del coche. En el mismo sitio, y sobre la misma manta, había retozado con Edna, aunque en noches diferentes. Las gemelas tenían un campechano espíritu familiar que las impulsaba a compartirlo todo. Ambas contribuyeron mucho a que Tom quisiera quedarse en Elysium y trabajar en el garaje de su tío. Sin embargo, aún ignoraba qué haría en invierno, cuando los bosques se cubriesen de nieve.
Cerró el depósito de la gasolina y colgó la manguera. Ethel le dio un billete de un dólar, pero no los cupones de racionamiento.
—¡Eh! —dijo él—. ¿Y los cupones?
—¡Sorpresa, sorpresa! —dijo ella, sonriendo—. Se me han acabado.
—Tienes que dármelos.
Ethel gimoteó:
—Después de lo que somos el uno para el otro… ¿Crees que Antonio le pidió cupones de racionamiento a Cleopatra?
—Ella no le había comprado gasolina —dijo Tom.
—¿Y qué importa eso? —preguntó Ethel—. Mi padre compra los cupones a tu tío. Éstos pasan de un bolsillo al otro. Y estamos en guerra.
—La guerra ha terminado.
—Acaba de terminar.
—Está bien —dijo Tom—. Sólo lo hago porque eres guapa.
—¿Crees que soy más guapa que Edna?
—El cien por ciento más.
—Le diré que has dicho esto.
—¿Para qué? —dijo Tom—. Es una tontería disgustar a la gente.
No le gustaba la idea de prescindir de la mitad de su harén, debido a un innecesario intercambio de información.
Ethel miró hacia el garaje vacío.
—¿Crees que alguien ha hecho el amor en un garaje?
—Resérvate para esta noche, Cleopatra —dijo Tom.
Ella rió entre dientes.
—Conviene probarlo todo. ¿Tienes la llave?
—La cogeré algún día —dijo él, pensando que ya sabía lo que haría en invierno.
—¿Por qué no dejas este tugurio y vienes al lago conmigo? Conozco un sitio donde uno se puede bañar desnudo.
Y se agitó, incitante, en el raído asiento del coche. Era curioso que dos chicas de la misma familia pudiesen ser tan ardientes. Tom se preguntó qué pensarían su padre y su madre, cuando iban a la iglesia con sus hijas, los domingos por la mañana.
—Soy un trabajador —dijo Tom—. La industria me necesita. Por esto no estoy en el Ejército.
—Me gustaría que fueses capitán —dijo Ethel—. Me gustaría desnudar a un capitán. Desabrochar, uno a uno, sus botones de cobre. Y quitarle el sable.
—Lárgate —dijo Tom—, antes de que vuelva mi tío y me pregunte si me has dado los cupones.
—¿Dónde nos reuniremos esta noche? —preguntó ella, poniendo en marcha el motor.
—Frente a la Biblioteca. ¿A las ocho y media?
—A las ocho y media, amado mío —dijo ella—. Me tumbaré al sol y pensaré en ti toda la tarde, palpitante.
Agitó la mano y arrancó. Tom se sentó a la sombra, en la desvencijada silla. Se preguntó si su hermana Gretchen hablaría de este modo con Theodore Boylan.
Metió la mano en la bolsa del almuerzo, sacó el segundo bocadillo y lo desenvolvió. Sobre el bocadillo, había una hojita de papel doblada por la mitad. Desplegó el papel. Había unas palabras escritas en lápiz, con minuciosa caligrafía escolar: Te amo. Tom pestañeó. Conocía la letra. Clothilde escribía la lista de las cosas que había de pedir por teléfono al mercado, todas las mañanas, y la lista siempre estaba en el mismo sitio, sobre una repisa de la cocina.
Tom emitió un apagado silbido. Leyó en voz alta. Te amo. Acababa de cumplir dieciséis años, pero aún tenía la voz aguda de la adolescencia. Una mujer de veinticinco años, con la que apenas había cruzado dos palabras. Dobló cuidadosamente el papel, se lo metió en el bolsillo y se quedó mirando fijamente el tráfico de la carretera de Cleveland, durante largo rato, antes de empezar a comer el tocino, la lechuga y el tomate, empapados en salsa mayonesa.
Pensó que, por nada del mundo, iría aquella noche al lago.
II
Los «River Five» tocaron un coro de Your Time is My Time, y Rudolph interpretó un solo de trompeta, poniendo en ello toda el alma, porque Julie estaba esta noche en el salón, sentada sola a una mesa, observando y escuchándole. Los «River Five» era el nombre de la orquestina de Rudolph, en la que él tocaba la trompeta, Kessler, el contrabajo, Westerman, el saxofón, Bailey, la batería, y Flannery, el clarinete. Rudolph le había puesto el nombre de los «River Five», porque todos vivían en Port Philip, a orillas del Hudson, y porque pensaba que sonaba a algo artístico y profesional.
Tenían un contrato de tres semanas, a seis noches por semana, en un parador de las afueras de Port Philip. El parador, llamado «Jack and Jill's», era un caserón de tablas que retemblaba al ritmo de los pies de los bailarines. Había una barra muy larga y una buena cantidad de veladores, y la mayoría de la gente sólo bebía cerveza. Los sábados por la noche había poca etiqueta en el vestir. Los chicos llevaban camisa deportiva, y las muchachas, pantalones. Había grupos de chicas solas, que esperaban que las sacaran a bailar o que bailaban entre ellas. No era como tocar en el «Plaza» o en la Calle 52 de Nueva York, pero el dinero valía la pena.
Rudolph se alegró de ver que, mientras tocaba, Julie le daba calabazas a un chico de americana y corbata, sin duda un petimetre, que fue a pedirla un baile.
Los padres de Julie permitían que estuviese con él hasta hora avanzada, las noches del sábado, porque confiaban en Rudolph. Éste poseía el don innato de gustar a los padres. Y era un chico sensato. Pero, si ella hubiese caído en las garras de un lechuguino borrachín, de esos que no se andan por las ramas, con su lenguaje superior de Deerfield o de Choate, nadie hubiese podido decir en qué líos se habría metido. Aquel movimiento negativo de la cabeza era una promesa, un lazo entre ellos, tan sólido como una sortija de noviazgo.
Rudolph tocó los tres compases que eran como la firma de la orquestina, para señalar el descanso de quince minutos; dejó la trompeta, y le hizo una seña a Julie para que saliese con él a tomar un poco el aire. Todas las ventanas estaban abiertas, pero, en el interior del salón, hacía un calor húmedo, como en las selvas del Congo.
Julie le asió la mano, mientras caminaban bajo los árboles de la zona del aparcamiento. Su mano establecía un contacto seco, cálido, suave y cariñoso con la de él. Era curioso la cantidad de complicadas sensaciones que podían correr por el cuerpo de uno, con sólo asir la mano de una chica.
—Cuando tocaste aquel solo —dijo Julie—, sentí un estremecimiento. Fue como si algo se encogiese dentro de mí, como hacen las ostras cuando las rocías con limón.
Él se echó a reír, ante la comparación. Ella rió también. Julie tenía una larga lista de frases raras para describir los diversos estados de su mente. «Me siento como un lancha rápida», decía, cuando hacía carreras con él en la piscina de la ciudad. «Me siento como la cara oculta de la Luna», comentaba, cuando tenía que quedarse en casa para lavar los platos y faltar a una cita con él.
Fueron hasta el final de la zona de aparcamiento, lo más lejos posible del porche del parador, donde salían los bailarines a tomar el aire. Había allí un coche aparcado, y él abrió la portezuela para que subiese Julie. Subió detrás de ella, y cerró la puerta. Y se besaron en la oscuridad. Un beso interminable, en un abrazo fuerte. La boca de ella era una flor, un grano de pimienta, y la piel de su garganta bajo la mano de él, era como un ala de mariposa. Se besaron sin parar, pero sin pasar de aquí.
Él se sentía anegado, como sumergido en un manantial, como volando entre nubes de humo. Era un trompeta que tocaba su propia canción. Y sólo servía para una cosa: amar, amar… Apartó suavemente los labios de los de ella y la besó en la garganta al apoyar ella la cabeza en el respaldo del asiento.
—Te amo —le dijo.
Y se estremeció de gozo, al pronunciar estas palabras por primera vez.
Ella apretó la cabeza de Rudolph sobre su cuello, con sus dulces y fuertes brazos de nadadora, que olían a albaricoques.
Sin previo aviso, se abrió la portezuela, y una voz de hombre dijo:
—¿Qué diablos estáis haciendo aquí?
Rudolph se incorporó, sujetando los hombros de Julie con un brazo protector.
—Estamos hablando de la bomba atómica —respondió, fríamente—. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?
Hubiese preferido morir a dejar ver a Julie que estaba confuso.
El hombre estaba junto a la portezuela del lado de Rudolph. Estaba demasiado oscuro para que éste pudiese ver quién era. De pronto, inesperadamente, el hombre se echó a reír.
—A preguntas tontas —dijo—, respuestas tontas.
Se movió un poco, y un pálido rayo de luz se filtró entre los árboles y le dio en la cara. Rudolph le reconoció. Los rubios y planchados cabellos, la gruesa y doble mata de las cejas rubias.
—Discúlpame, Jordache —dijo Boylan en tono divertido.
Me conoce, pensó Rudolph. ¿Por qué me conoce?
—Da la casualidad de que este coche es mío. Pero considérate como en tu casa —dijo Boylan—. No quiero interrumpir el descanso de un artista. Ya me habían dicho que las damas muestran preferencia por los tocadores de trompeta. —Rudolph hubiese preferido este cumplido de otra persona y en otras circunstancias—. De todos modos, aún no pensaba marcharme —prosiguió diciendo Boylan—. Tengo que tomar otra copa. Cuando hayáis terminado, tendré mucho gusto en invitaros, a ti y a la dama, a echar un trago en el bar.
Hizo una breve inclinación, cerró la portezuela con suavidad y se alejó, cruzando la zona de aparcamiento.
Julie seguía sentada al otro lado del coche, muy erguida, avergonzada.
—Nos conoce —dijo con un hilo de voz.
—A mí, sí —dijo Rudolph.
—¿Quién es?
—Un hombre llamado Boylan —respondió Rudolph—. De la Familia Excelsa.
—¡Oh! —dijo Julie.
—Bueno —dijo Rudolph—, ¿quieres marcharte ahora? Pasará un autobús dentro de cinco minutos.
Quería protegerla hasta el fin, aunque no sabía exactamente de qué.
—No —dijo Julie en tono desafiador—. No tengo nada que ocultar. ¿Y tú?
—Tampoco.
—Dame otro beso —dijo Julie, acercándose a él y tendiéndole los brazos.
Pero fue un beso cauteloso. No más vuelos entre nubes.
Bajaron del coche y volvieron al parador. Al cruzar la puerta, vieron a Boylan en el extremo del bar, de espaldas a ésta y con los codos apoyados en la barra, observándoles. Les dirigió un breve saludo de reconocimiento, tocándose la frente con las puntas de los dedos.
Rudolph acompañó a Julie a su mesa, pidió otro ginger ale para ella, volvió a la tarima de la orquesta y empezó a preparar las partituras para la segunda parte.
Cuando la orquestina tocó Good Night Ladies, a las dos de la madrugada, y los músicos empezaron a enfundar sus instrumentos, mientras los últimos bailarines despejaban la pista, Boylan aún seguía en el bar. Era de mediana corpulencia y aspecto confiado, vestía pantalón gris de franela y chaqueta blanca de lino. Ostensiblemente desplazado entre muchachos de camisa deportiva o guerrera caqui, y jóvenes obreros vestidos con traje azul de no che de fiesta, Boylan se apartó del bar y fue tranquilamente al encuentro de Rudolph y Julie, al alejarse éstos del tablado de la orquesta.
—¿Tenéis medio de transporte, chiquitos? —les preguntó, cuando se encontraron.
—Bueno —dijo Rudolph, un poco molesto por lo de chiquitos—, uno de los compañeros tiene un coche. Generalmente, nos embutimos en él.
El padre de Buddy Westerman prestaba a éste el coche de la familia, cuando tenían que tocar en algún sitio, y ellos cargaban el contrabajo y la batería sobre el techo del vehículo. Si les acompañaba alguna chica, dejaban primero a ésta en su casa y se iban después al «Ace All Night Diner» a tomar unas hamburguesas y terminar la velada.
—Iréis más cómodos conmigo —dijo Boylan, cogiendo a Julie del brazo y conduciéndola a la puerta.
Buddy Westerman arqueó unas cejas interrogadoras, al verles salir.
—Alguien nos lleva a la ciudad —le dijo Rudolph a Buddy—. Tu autobús está completo.
Era casi una traición.
Julie se acomodó entre los dos hombres en el asiento delantero del «Buick». Boylan salió de la zona del aparcamiento y enfiló la carretera de Port Philip. Rudolph sabía que la pierna de Boylan tocaba la de Julie. Era la misma carne que había tocado el cuerpo desnudo de su hermana. Todo esto le producía una rara impresión. Allí estaban los tres, apretujados en el mismo asiento donde Julie y él se habían besado un par de horas antes; pero estaba resuelto a no asustarse por nada.
Sintió un poco de alivio cuando Boylan preguntó la dirección de Julie y dijo que la dejarían a ella primero. Así no tendría que hacer una escena, ante el peligro de dejarla a solas con Boylan. Julie parecía subyugada, diferente, sentada entre los dos, observando la carretera a la luz de los faros del «Buick».
Boylan conducía deprisa y bien, adelantando a los coches con aceleraciones de experto, firmes las manos sobre el volantee. A Rudolph le molestaba tener que admirar su pericia de conductor. Era como una deslealtad.
—Tenéis una buena orquestina, muchachos —dijo Boylan.
—Gracias —respondió Rudolph—. Necesitamos un poco más de práctica y hacer algunos arreglos.
—Pero lográis un buen ritmo —dijo Boylan—. Amateur. Me habéis hecho añorar mis tiempos de bailarín.
Rudolph tuvo que mostrarse de acuerdo en esto. Pensaba que una persona de más de treinta años, bailando, resultaba ridícula, obscena. Y de nuevo sintió una punzada de culpa, por aprobar algo concerniente a Theodore Boylan. Pero, al menos, se alegró de que éste no hubiese bailado en público con Gretchen, poniéndose ambos en ridículo. Los viejos que bailaban con chicas jóvenes eran los peores.
—¿Y usted, Miss…? —dijo Boylan, esperando que uno de los dos dijese el nombre de ella.
—Julie —dijo ésta.
—Julie, ¿qué más?
—Julie Hornberg —respondió ella, a la defensiva, pues era muy sensible en lo tocante a su apellido.
—¿Hornberg? —dijo Boylan—. ¿Conozco a su padre?
—Hace poco que llegamos a la ciudad —dijo Julie.
—¿Trabaja para mí?
—No —respondió Julie.
Un momento de triunfo. Hubiera sido humillante que míster Hornberg hubiese sido otro vasallo. Este hombre podía llamarse Boylan, pero había cosas que estaban fuera de su alcance.
—¿También usted es aficionada a la música, Julie? —preguntó Boylan.
—No —dijo ella inesperadamente.
Trataba de ponerle las cosas difíciles a Boylan. Pero éste no pareció advertirlo.
—Es usted muy linda, Julie —dijo—. Hace que me alegre de que mis tiempos de galanteador no hayan pasado, como pasaron mis días de bailarín.
Viejo y sucio libertino, pensó Rudolph. Tamborileó sobre el estuche de la trompeta y pensó en pedirle a Boylan que detuviese el coche, para apearse con Julie. Pero, si tenían que volver a pie a la ciudad, no llegarían a casa de Julie antes de las cuatro. Se censuró por su carácter. Se mostraba práctico, en momentos en que estaba en juego el honor.
—Rudolph… Te llamas Rudolph, ¿no?
—Sí.
Sin duda, su hermana se había ido de la lengua.
—¿Pretendes hacerte profesional con la trompeta, Rudolph?
Ahora, adoptaba el papel de consejero bondadoso.
—No. No soy lo bastante bueno —respondió Rudolph.
—Haces bien —dijo Boylan—. Es una vida aperreada. Y hay que mezclarse con la chusma.
—No estoy tan seguro de esto —dijo Rudolph, resuelto a que Boylan no se saliese siempre con la suya—. No creo que hombres como Benny Goodman y Paul Whiteman y Louis Armstrong sean chusma.
—¿Quién sabe? —dijo Boylan.
—Son artistas —terció Julie, muy seria.
—Una cosa no impide la otra, pequeña —dijo Boylan riendo, campechano—. Rudolph —dijo, prescindiendo de ella—, ¿qué piensas hacer tú?
—¿Cuándo? ¿Esta noche?
Rudolph sabía que Boylan se refería a su carrera, pero no estaba dispuesto a darle demasiada información sobre sí mismo. Tenía una vaga idea de que cuanto dijese podría utilizarse algún día contra él.
—Supongo que esta noche volverás a casa y echarás un buen sueño, perfectamente merecido después del duro trabajo realizado —dijo Boylan. Y Rudolph se amoscó un poco ante el estudiado lenguaje del hombre. El vocabulario del engaño. Un inglés con trampa—. No, quiero decir más adelante, como carrera —añadió Boylan.
—Todavía no lo sé —dijo Rudolph—. Primero, tengo que ir a la Universidad.
—¡Oh! ¿Vas a ir a la Universidad?
En la voz de Boylan, había un claro matiz de sorpresa y una pizca de condescendencia.
—¿Y por qué no ha de ir? —dijo Julie—. Es un estudiante sobresaliente. Acaba de ser nombrado Arista.
—¿De veras? —dijo Boylan—. Disculpe mi ignorancia, pero ¿qué es Arista?
—Es una sociedad honorífica escolar —dijo Rudolph, tratando de desenredar a Julie. No quería que le defendiesen como a un adolescente—. No tiene gran importancia —prosiguió—. Prácticamente, con saber leer y escribir…
—Sabes que es mucho más que esto —dijo Julie, frunciendo los labios, molesta por su modestia—. La forman los estudiantes más listos de toda la escuela. Si yo estuviese en Arista, no me haría tanto la maula.
La maula, pensó Rudolph; en Connecticut, debió de salir con algún chico del Sur. La sombra de una duda.
—Estoy seguro de que es un gran honor, Julie —dijo Boylan, templando gaitas.
—Lo es.
Era terca.
—Rudolph quiere hacerse el modesto —dijo Boylan—. Es una actitud masculina muy corriente.
La atmósfera del coche se estaba haciendo incómoda, con Julie entre Boylan y Rudolph, y enojada con ambos. Boylan alargó una mano y conectó la radio. El aparato se calentó y la voz de un locutor vibró en la noche. Estaban dando noticias. Había habido un terremoto en alguna parte. No habían podido oír dónde había sido. Había centenares de muertos, millares de personas sin hogar, en este nuevo mundo de la radio, oscuro, y que se movía a 300.000 kilómetros por segundo.
—Dios nunca descansa —dijo Boylan.
Y apagó la radio.
¡Viejo comediante!, pensó Rudolph. Hablar de Dios. Después de lo que ha hecho.
—¿A qué Universidad piensas ir, Rudolph? —preguntó Boylan, hablando por delante del menudo y rollizo pecho de Julie.
—Todavía no lo he decidido.
—Es una decisión muy seria —dijo Boylan—. Las personas a quienes conozcas allí pueden cambiar toda tu vida. Si necesitas ayuda, tal vez podría recomendarte a mi Alma Mater. Con tantos héroes que vuelven de la guerra, los chicos de tu edad pueden tener dificultades.
—Gracias. —Sería lo último que haría en el mundo—. Todavía me faltan muchos meses. ¿A qué Universidad fue usted?
—A la de Virginia —dijo Boylan.
Virginia, pensó Rudolph, con desdén. Cualquiera podía ir a Virginia. ¿Por qué habla como si hubiese estado en Harvard o en Princeton, o, al menos, en Amherst?
Se detuvieron ante la casa de Julie. Automáticamente, Rudolph miró hacia la ventana de Miss Lenaut, en la casa contigua. No había luz.
—Bueno, ya hemos llegado, pequeña —dijo Boylan, mientras Rudolph abría la portezuela de su lado y se apeaba—. Me ha gustado mucho poder charlar contigo.
—Gracias por traerme —dijo Julie.
Saltó del coche y corrió a la puerta de su casa. Rudolph la siguió. Al menos, podría darle el beso de despedida, en el portal. Mientras ella buscaba la llave en su bolso, gacha la cabeza y caída la rubia trenza sobre la cara, Rudolph quiso cogerle la barbilla para besarla; pero ella lo rechazó, furiosa.
—Rastrero —le dijo, y empezó a imitarle, con saña—: «No tiene importancia. Prácticamente, con sólo saber leer y escribir…».
—Julie…
—Hay que lamer a los ricos. —Jamás la había visto una cara así, pálida y contraída—. Es un viejo repugnante. Se tiñe el cabello. Y las cejas. Pero algunas personas son capaces de todo, con tal de que les lleven en coche, ¿no?
—No eres razonable, Julie.
Si hubiese sabido toda la verdad sobre Boylan, su ira habría sido comprensible. Pero sólo porque se había mostrado vulgarmente cortés…
—¡Quítame las manos de encima!
Había sacado la llave, y hurgaba en la cerradura. Seguía oliendo a albaricoques.
—Vendré mañana, a eso de las cuatro…
—Eso es lo que tú crees —dijo ella—. Espera a tener un «Buick», para venir. Será más de tu gusto.
Abrió la puerta y se metió en la casa; un torbellino de muchacha, una sombra fragante y turbulenta, que desapareció al cerrarse la puerta de golpe.
Rudolph volvió despacio al coche. Si esto era amor, al diablo con él. Subió al coche y cerró la portezuela.
—Ha sido una despedida muy corta —dijo Boylan, arrancando—. En mis tiempos, nos entreteníamos un poco más.
—Sus padres quieren que vuelva pronto a casa.
Boylan cruzó la ciudad, en dirección a Vanderhoff Street. Naturalmente, sabe dónde vivo, pensó Rudolph. Y ni siquiera se molesta en disimularlo.
—Una chica encantadora —dijo Boylan.
—Sí.
—¿Haces algo más que besarla?
—Esto es cosa mía, señor —dijo Rudolph.
A pesar de que odiaba a aquel hombre, admiraba su manera de hablar, concisa y fría. Pero nadie podía tratar a Rudolph Jordache como si fuese un chiquillo.
—Desde luego —dijo Boylan; y suspiró—. La tentación debe de ser grande. Cuando yo tenía tu edad…
Dejó la frase sin terminar, sugiriendo un desfile de vírgenes que habían dejado de serlo.
—A propósito —dijo, en tono llano de conversación—, ¿tienes noticias de tu hermana?
—De vez en cuando —dijo Rudolph, cauteloso.
Ella le escribía a casa de Buddy Westerman. No quería que su madre leyese sus cartas. Vivía en el Refugio de Jóvenes Cristianas, en la parte baja de Nueva York. Había recorrido las agencias teatrales, buscando trabajo como actriz; pero los empresarios no mostraban gran empeño en contratar a una chica que había representado Rosalinda en una Escuela Superior. Aún no había encontrado trabajo, pero le gustaba Nueva York. En su primera carta, se había disculpado por su comportamiento con Rudolph el día de su partida. Estaba muy excitada y, en realidad, no sabía lo que decía. Pero, a pesar de todo, seguía pensando que a él no le convenía quedarse en casa. La familia Jordache era como las arenas movedizas, decía. Y nadie le haría cambiar esta opinión.
—¿Está bien? —preguntó Boylan.
—Muy bien.
—Supongo que sabes que la conozco —dijo Boylan, con naturalidad.
—¿Sí?
—¿Te habló ella de mí?
—No, que yo recuerde —dijo Rudolph.
—¡Ajá! —era difícil saber lo que quería decir Boylan con esto—. ¿Tienes su dirección? De vez en cuando, voy a Nueva York, y podría invitarla a una buena cena.
—No, no tengo su dirección —dijo Rudolph—. Va a cambiar de alojamiento.
—Comprendo. —Desde luego, Boylan podía leer en su mente; pero no insistió—. Bueno, si tienes noticias de ella, házmelo saber. Tengo algo suyo, y sin duda querrá que se lo devuelva.
—Ya.
Boylan entró en Vanderhoff y se detuvo frente a la panadería.
—Bueno, ya estamos —dijo—. El hogar de un honrado trabajador. —La ironía saltaba a la vista—. Buenas noches, jovencito. Ha sido una velada agradable.
—Buenas noches —dijo Rudolph, saltando del coche—. Gracias.
—Tu hermana me dijo que te gustaba pescar —dijo Boylan—. Tenemos un arroyo en la finca. No sé por qué, pero todos los años está lleno de peces. La gente ya no va por ahí. Si quieres hacer una prueba, puedes venir cuando te parezca.
—Gracias —dijo Rudolph. Soborno. Y sabía que se dejaría sobornar. La resbaladiza inocencia de la trucha—. Iré.
—Así me gusta —dijo Boylan—. Haré que mi cocinera guise el pescado, y comeremos juntos. Eres un chico interesante, y me gusta hablar contigo. Tal vez, cuando vengas, habrás recibido noticias de tu hermana y sabrás su nueva dirección.
—Tal vez. Gracias de nuevo.
Boylan agitó la mano y arrancó.
Rudolph entró en la casa y subió a su habitación, envuelto en la oscuridad. Oyó roncar a su padre. Era una noche de sábado, y las noches de los sábados, su padre no trabajaba. Pasó frente a la puerta del cuarto de sus padres y subió al suyo, sin hacer ruido. No quería despertar a su madre y tener que hablar con ella.
III
—Voy a vender mi cuerpo, lo confieso —dijo Mary Jane Hackett, que era de Kentucky—. Ya no quieren talento, sino únicamente carne tierna y desnuda. La próxima vez que alguien ponga un anuncio solicitando coristas, diré «Adiós, Stanislavski» y me olvidaré para siempre de mi viejo Estado del Sur.
Gretchen y Mary Jane Hackett estaban sentadas en el angosto antedespacho tapizado de rótulos, de la oficina de Nichols en la Calle 46 Oeste, esperando, con otras chicas y jóvenes, a ser recibidas por Bayard Nichols. Sólo había tres sillas detrás de la baranda que separaba a los aspirantes de la mesa de la secretaria de Nichols, que escribía furiosamente a máquina, aporreando las teclas, como si el idioma inglés fuese su enemigo personal y ella quisiera acabar con él lo antes posible.
La tercera silla del antedespacho estaba ocupada por una actriz de carácter, que llevaba una estola de piel, aunque la temperatura exterior era de treinta grados a la sombra.
Sin perder una sílaba en la máquina, la secretaria decía «Hola», cada vez que se abría la puerta para dar entrada a otro actor o actriz. Había corrido la voz de que Nichols estaba montando el reparto de una nueva comedia: seis personajes; cuatro hombres y dos mujeres.
My Jane Hackett era una muchacha alta, esbelta, de busto plano, que, en realidad, se ganaba la vida haciendo de modelo. Gretchen era demasiado curvilínea para este oficio. Mary Jane Hackett había actuado dos veces en Broadway y trabajado media temporada en una gira de verano, y hablaba ya como una veterana. Echó un vistazo a los actores plantados junto a la pared y apoyados negligentemente sobre los carteles de antiguas producciones de Bayard Nichols.
—Imagínate —dijo Mary Jane Hackett—, después de tantos éxitos, parece que haya vuelto a la Edad de Piedra de 1935. Nichols habría podido buscarse algo mejor que esta ratonera. Al menos, un sitio con aire acondicionado. Supongo que aún debe de guardar el primer penique que ganó en su vida. No sé por qué estoy aquí. Se dejaría matar, antes que pagar un centavo más del mínimo, e incluso así, tiene que darte una conferencia sobre cómo Franklin D. Roosevelt ha arruinado al país.
Gretchen miró inquieta a la secretaria. La estancia era tan pequeña, que era imposible que no hubiese oído lo que decía Mary Jane. Pero la secretaria siguió escribiendo, impasiblemente desleal, aporreando el inglés.
—Fíjate en su estatura —siguió Mary Jane, señalando a los jóvenes actores con un movimiento de cabeza—. No me llegan al hombro. Si hubiese algún papel de actriz que tuviese que pasarse los tres actos de rodillas, tal vez me lo darían. Sería mi única oportunidad. ¡Dios mío, el teatro americano! Los hombres son enanitos, y si pasan del metro cincuenta, se vuelven trasgos.
—No seas mala, Mary Jane —dijo un chico alto.
—¿Cuándo besaste a una chica por última vez? —preguntó Mary Jane.
—En mil novecientos veintiocho —dijo el chico—. Para celebrar la elección de Herbert Hoover.
Todos los presentes rieron de buen grado. Menos la secretaria, que siguió escribiendo.
Aunque todavía no había conseguido ningún empleo, a Gretchen le gustaba el nuevo mundo en el que se hallaba metida. Todos hablaban con todos, y todos se tuteaban; Alfred Lunt era simplemente Alfred para cualquiera que hubiese trabajado con él, aunque el papel de éste hubiese sido sólo de dos líneas al principio del primer acto. Y todos se ayudaban mutuamente. Si una chica se enteraba de que había un papel vacante, lo decía a todas sus amigas, e incluso se avenía a prestarles uno de sus vestidos para la entrevista. Era como ser miembro de un club generoso, para entrar en el cual no se requería dinero o buen linaje, sino juventud y ambición y fe en el propio talento.
En los sótanos del drugstore de Walgreen, donde todos se reunían a tomar innumerables tazas de café, a comparar notas, a criticar éxitos, a imitar a los ídolos del día y a llorar la muerte del «Group Theatre», Gretchen se sentía a sus anchas, aceptada por los demás, que le hablaban francamente y como a otro cualquiera de la idiotez de los críticos que censuraban la actuación de Trigorin en The Sea Gull; de que nadie representaba ya como Laurette Taylor; de cómo ciertos empresarios pretendían que todas las chicas que entraban en su oficina se acostasen con ellos. En un par de meses entre aquel alud de voces juveniles, con acento de Georgia, Maine, Texas y Oklahoma, casi se habían esfumado los ruines callejones de Port Philip, convirtiéndose en un punto insignificante en el curvo horizonte del recuerdo.
Dormía hasta las diez de la mañana, sin sentirse culpable. Entraba en pisos de jóvenes varones y permanecía allí hasta altas horas de la noche, ensayando escenas, sin preocuparse en absoluto de lo que pudiese pensar la gente. Una lesbiana del Refugio de Jóvenes, donde se hospedaba ella hasta que encontrase trabajo, se había insinuado descaradamente; pero aún eran buenas amigas, y en ocasiones, comían o iban juntas al cine. Asistía a una clase de ballet, tres horas por semana, para aprender a moverse con gracia en el escenario, y había cambiado por completo de modo de andar, manteniendo la cabeza tan inmóvil que habría podido llevar un vaso de agua encima de ella, incluso subiendo y bajando escaleras… Serenidad primitiva: así lo llamaba la ex bailarina que daba las clases.
Tenía la impresión de que los que la miraban estaban convencidos de que había nacido en la ciudad. Creía haber perdido su timidez. Iba a cenar con jóvenes actores y directores en cierne, a los que había conocido en el «Walgreen's», en las oficinas de los empresarios o en las clases de declamación, y se pagaba la comida. Ya no le molestaba el humo de los cigarrillos. No tenía ningún amante. Había resuelto que, primero, tenía que encontrar empleo. Cada cosa a su tiempo.
Estaba casi resuelta a escribir a Teddy Boylan y pedirle que le enviase el traje rojo que le había regalado. Nadie sabía cuándo podían invitarla a una fiesta donde resultase adecuado.
Se abrió la puerta del despacho interior, y apareció Bayard Nichols, con un hombre bajito y delgado, que vestía uniforme caqui de capitán de las Fuerzas Aéreas.
—… Si sale algo, Willie —iba diciendo Nichols—, ya te lo haré saber.
Tenía una voz triste, resignada. Como si sólo recordase sus fracasos. Paseó una mirada por los que esperaban; una mirada que parecía el destello de un faro, ciega, proyectando sombras.
—Volveré un día de la próxima semana y te mangaré una comida —dijo el capitán.
Tenía la voz de tenor, aunque un poco grave; una voz inesperada en un hombre que no llegaría a pesar sesenta kilos, ni al metro setenta de estatura. Se mantenía muy erguido, como si aún estuviera en la academia de Cadetes del Aire. Pero su rostro no tenía nada de militar, y sus cabellos castaños, indómitos y largos para un soldado, se avenían muy poco con el uniforme. Tenía la frente alta, un poco abombada, un poco a lo Beethoven, maciza y reflexiva, y sus ojos eran de un azul intenso.
—A ti aún te paga el Tío Sam —le dijo Nichols—. Y a mí me cobra impuestos. Seré yo quien te mangue una comida.
Parecía que no había de ser muy caro de alimentar. El teatro era una tragedia isabelina que se representaba de noche en su aparato digestivo. Los asesinatos obstruían el duodeno. Las úlceras le roían. Como si hubiesen de enterrarle el lunes próximo. Necesitaba un psiquiatra o una nueva esposa.
—Míster Nichols… —dijo el joven alto que había hablado con Mary Jane, separándose un paso de la pared.
—La semana próxima, Bernie —dijo míster Nichols, y, al ver que otro daba otro paso, dijo a la secretaria—: ¿Quiere venir un momento, por favor?
Y, con un lánguido y dispéptico movimiento de la mano, se metió de nuevo en su despacho. La secretaria hizo un último redoble mortal en su máquina de escribir, como una ráfaga de ametralladora contra el Gremio de Comediantes, y, después, se levantó y siguió a su jefe, llevando en la mano un cuaderno de taquigrafía. La puerta se cerró a su espalda.
—Señoras y caballeros —dijo el capitán a todos los reunidos—, creo que escogimos un mal negocio. La venta de excedentes del Ejército sería mucho más productiva. Habrá una demanda formidable de bazukas usados. Hola, Tiny —dijo a Mary Jane, que se había levantado y se agachó para besarle en la mejilla.
—Celebro ver que saliste con vida de esa fiesta, Willie —dijo Mary Jane.
—Confieso que fue una pequeña francachela —dijo el capitán—. Borramos de nuestras almas los sombríos recuerdos del combate.
—Los ahogasteis, diría yo.
—No nos eches en cara nuestras pequeñas diversiones —dijo el capitán—. Recuerda que tú lucías fajas y sostenes, mientras nosotros volábamos en el terrible cielo de Berlín.
—¿Has volado alguna vez sobre Berlín? —preguntó Mary Jane.
—Claro que no —dijo él, haciéndole un guiño a Gretchen, como excusándose por su jactancia—. Sigo esperando pacientemente, Tiny —añadió.
—¡Oh! —dijo ésta—. Gretchen Jordache, Willie Abbot.
—Celebro haber venido a la Calle 46 esta mañana —dijo Abbot.
—Hola —dijo Gretchen.
Había estado a punto de levantarse. A fin de cuentas, era un capitán.
—Supongo que es usted actriz —dijo él.
—Lo intento.
—Espantoso oficio, que habría dicho Shakespeare —declaró Abbot.
—No hagas comedia, Willie —dijo Mary Jane.
—Algún hombre encontrará en usted una magnífica esposa y una buena madre, Miss Jordache —dijo Abbot—. Lo sé de fijo. ¿Cómo no la había visto antes?
—Acaba de llegar a la ciudad —tercio Mary Jane, antes de que Gretchen pudiese responder.
Era un aviso, una señal de «reduzca la marcha». ¿Celos?
—¡Oh, esas chicas que acaban de llegar a la ciudad! —dijo Abbot—. ¿Puedo sentarme en su falda?
—¡Willie! —dijo Mary Jane.
Gretchen se echó a reír, y Abbot rió también. Tenía unos dientes blancos, iguales, pequeños.
—Cuando era pequeño —dijo él—, mi madre no me mimó lo bastante.
Se abrió la puerta del despacho interior y apareció Miss Saunders.
—Miss Jordache —dijo—, míster Nicholas la recibirá ahora mismo.
Gretchen se levantó, sorprendida de que Miss Saunders recordase su nombre. Sólo era la tercera vez que había ido a la oficina de Nichols. Y nunca se había entrevistado con éste. Se alisó nerviosamente las arrugas del vestido, mientras Miss Saunders le abría la puertecita giratoria de la baranda interior.
—Pídale mil dólares a la semana y el diez por ciento de la taquilla —dijo Abbot.
Gretchen cruzó la divisoria y se dirigió a la puerta de Nichols.
—Los demás pueden marcharse —dijo Miss Saunders—. Míster Nichols tiene una comida de negocios dentro de quince minutos.
—¡Qué bestia! —dijo la característica de la estola.
—Yo sólo hago mi trabajo —dijo Miss Saunders.
Confusión de sentimientos. Satisfacción y miedo, ante la perspectiva de ser probada para un papel. Culpabilidad, porque habían echado a los demás y no a ella. Desilusión, porque Mary Jane se marcharía con Willie Abbot. Alas sobre Berlín.
—Te veré luego —dijo Mary Jane.
No dijo dónde. Abbot no dijo nada.
La oficina de Nichols era un poco más grande que el antedespacho. Las paredes estaban desnudas, y, sobre su mesa, se amontonaban originales de comedias, con cubiertas de cuero artificial. Había tres sillones de madera amarillenta, y los cristales de las ventanas estaban cubiertos de polvo. Parecía el despacho de un hombre cuyos negocios no andaban bien y que pasaba apuros para pagar el alquiler a primeros de mes.
Nichols se levantó al entrar ella en el despacho, y dijo:
—Siento haberla hecho esperar, Miss Jordache.
Le indicó un sillón, a un lado de la mesa, y esperó a que se sentara antes de hacerlo él mismo. Se la quedó mirando largo rato, sin pronunciar palabra, estudiándola con la expresión ligeramente adusta del hombre a quien se ofrece un cuadro de firma dudosa. Ella estaba tan nerviosa que sus rodillas empezaron a temblar.
—Supongo —dijo— que querrá usted saber algo de mi experiencia. En realidad, no tengo mucho que…
—No —dijo él—. De momento, la experiencia importa poco. El papel que podría darle, Miss Jordache, es francamente absurdo. —Meneó la cabeza, pesaroso, como compadeciéndose de sí mismo por las grotescas actuaciones que le imponía su profesión—. Dígame: ¿tiene algún reparo en aparecer en traje de baño? En tres trajes de baño, si he de ser exacto.
—Pues… —rió indecisa—. Supongo que depende…
¡Idiota! Depende, ¿de qué? ¿Del tamaño del traje de baño? ¿Del tamaño del papel? ¿Del tamaño de su busto? Pensó en su madre. Su madre no iba nunca al teatro. Afortunadamente.
—Lamento que no sea un papel hablado —dijo Nichols—. La chica sólo cruza tres veces el escenario, una en cada acto, y siempre con un traje diferente. Toda la acción discurre en un club, a orillas del mar.
—Comprendo —dijo Gretchen.
Estaba enfadada con Nichols. Por su causa, Mary Jane se había marchado con Willie Abbot, sumergiéndose con él en la ciudad. Capitán, capitán… Seis millones de habitantes. Te metes en un ascensor y te pierdes para siempre. Y todo por dar unos pasos prácticamente desnuda.
—La chica es un símbolo —dijo Nichols, vibrando bajo su frase, desalentadamente, las largas horas de lucha con la casuística de los artistas—. Juventud. Belleza sensual. El Misterio Femenino. La desoladora fugacidad de la carne. Son palabras del autor. Cada varón del público debe pensar, al cruzar ella la escena: «Dios mío, ¿por qué me casé?». También son palabras del autor. ¿Tiene usted un traje de baño?
—Pues… creo que sí. —Sacudió la cabeza, irritada ahora consigo misma—. Sí, desde luego.
—¿Podría ir al «Belasco» a las cinco, con traje de baño? El autor y el director estarán allí.
—A las cinco —dijo, con un asentimiento de cabeza.
¡Adiós, Stanislavski! Sintió que empezaba a ruborizarse. Pedante. Un papel es un papel.
—Es usted muy amable, Miss Jordache.
Nichols se levantó, compungido. Ella se levantó a su vez. Él la acompañó hasta la puerta y la abrió para dejarla pasar. La antesala estaba desierta; sólo estaba Miss Saunders, que seguía desahogando su energía.
—Discúlpeme —dijo Nichols, enigmáticamente.
Y volvió a meterse en su despacho.
—Adiós —dijo Gretchen, al pasar junto a Miss Saunders.
—Adiós, querida —dijo Miss Saunders, sin levantar la cabeza.
Olía a sudor. Carne efímera. Son palabras del autor.
Gretchen salió al pasillo. Esperó a que cediese el rubor de su rostro y, después, llamó al ascensor.
Al llegar al ascensor, iba en él un joven con uniforme de oficial de la Confederación y sable al cinto. Su sombrero hacía juego con el uniforme: un gran sombrero de fieltro de ala ancha y con plumero. El rostro aguileño y curtido del neoyorquino de 1945 parecía fuera de lugar.
—¿Es que nunca terminarán las guerras? —dijo, con campechanía, cuando Gretchen entró en el ascensor.
El ambiente de la pequeña cabina enrejada estaba muy cargado, y Gretchen sintió que el sudor inundaba su frente. Lo enjugó con un trozo de Kleenex.
Salió a la calle, bloques geométricos de luz cristalina y cálida, y sombras de cemento. Abbot y Mary Jane estaban frente al edificio, esperándola. Gretchen sonrió. Seis millones de habitantes en la ciudad. Bien por los seis millones. La habían esperado.
—Estaba pensando en la comida —dijo Willie.
—Yo estoy muerta de hambre —dijo Gretchen.
Se encaminaron a un restaurante del lado sombreado de la calle. Dos chicas altas, con un soldado bajito y delgado entre las dos; muy pimpante, pensando, tal vez, que otros guerreros habían sido bajitos: Napoleón, Trotski, César y, probablemente, Tamerlán.
Se contempló, desnuda, en el espejo del vestuario. El domingo anterior, había ido a Jones Beach con Mary Jane y dos muchachos, y la piel de sus hombros, brazos y piernas, tenía un ligero matiz rosado. Había dejado de usar faja, y debido al calor del verano, había prescindido de las medias; por esto no se veía ninguna arruga en la suave curva de las caderas. Observó sus senos. Quiero ver cómo sabe, sazonado con whisky. Había tomado dos «Bloody Marys» antes de la comida, como Mary Jane y Willie, y entre los tres, se habían bebido una botella de vino blanco. A Willie le gustaba beber. Gretchen se puso ahora su traje de baño de una pieza. Había granos de arena en la entrepierna; arena de Jones Beach. Se apartó del espejo y avanzó de nuevo, estudiándose con ojos críticos. El Misterio Femenino. Su manera de andar era demasiado modesta. Debía recordar la Serenidad Primitiva. Willie y Mary Jane la esperaban en el bar del «Algonquin», para saber en qué terminaba aquello. Dio otros pasos, menos recatados. Llamaron a la puerta.
—Miss Jordache —dijo el director de escena—. Cuando quiera, estamos listos.
Empezó a ruborizarse al abrir la puerta. Afortunadamente, nadie podía advertirlo bajo los fuertes focos del escenario.
Siguió al director de escena.
—Cruce el escenario y vuelva, un par de veces —dijo éste.
Había unas cuantas figuras borrosas sentadas por la décima fila de la oscura platea. El suelo del escenario estaba sin barrer, y los ladrillos desnudos de la pared del fondo parecían las ruinas de Roma. Estaba segura de que su rubor era visible desde la calle.
—¡Miss Gretchen Jordache! —gritó el director de escena a la cavernosa oscuridad.
Un mensaje en una botella, sobre las negras olas de las filas de butacas. Voy al garete. Sintió ganas de echar a correr.
Cruzó el escenario. Tenía la impresión de escalar una montaña. Un autómata en traje de baño.
Ningún rumor entre el público. Hizo el camino de vuelta. Silencio. Cruzó el escenario dos veces más, temerosa de clavarse alguna astilla en los pies descalzos.
—Muchas gracias, Miss Jordache —dijo la voz abatida y débil de Nichols, en el teatro vacío—. Está muy bien. Si pasa mañana por mi oficina, arreglaremos lo del contrato.
Así de fácil. De pronto, cesaron sus rubores.
Willie estaba sentado solo en el pequeño bar del «Algonquin», muy erguido en su taburete, saboreando un whisky en la verde y submarina penumbra típica de aquel lugar. Cuando ella llegó, con la pequeña bolsa de hule donde llevaba el traje de baño, Willie giró sobre su taburete para saludarla.
—Yo diría, por su aspecto, que la hermosa niña acaba de encontrar trabajo en el «Teatro Belasco», donde va a representar el Misterio Femenino —dijo. Y añadió—: Son palabras del autor.
Durante la sobremesa, todos se habían reído mucho con el relato de la entrevista de Gretchen con Nichols.
Ella se sentó en el taburete contiguo.
—Tienes razón —dijo—. Sarah Bernhardt empieza su carrera.
—No habría podido hacerlo como tú —dijo Willie—. Tenía una pata de palo. ¿Bebemos champaña?
—¿Dónde está Mary Jane?
—Se fue. Tenía una cita.
—Bien, bebamos champaña.
Los dos se echaron a reír, y cuando el hombre del bar puso las copas frente a ellos, bebieron a la salud de Mary Jane. Deliciosa ausencia. Era la segunda vez en su vida que Gretchen bebía champaña. La silenciosa y recargada habitación, en la casa de cuatro pisos de una calle apartada; el espejo transparente desde un lado; la hermosa prostituta de cara infantil, tendida triunfalmente en la ancha cama.
—Podemos elegir entre muchas cosas —dijo Willie—. Podemos quedarnos aquí, bebiendo vino toda la noche. Podemos ir a cenar. Podemos hacer el amor. Podemos ir a una fiesta en la Calle 56. ¿Eres aficionada a las fiestas?
—Quisiera serlo —dijo Gretchen.
No hizo caso de las palabras «hacer el amor». Sin duda, era una broma. Willie hablaba siempre en son de chanza. Tenía la impresión de que, incluso en la guerra, en los momentos peores, Willie debía de tomar a broma las granadas que estallaban, los aviones que caían envueltos en llamas. Imágenes de noticiarios, de películas de guerra. «El viejo Johnny acaba de comprarlo, chicos. Hoy, pago yo». ¿Era realmente así? Se lo preguntaría más adelante, cuando le conociese mejor.
—Iremos a la fiesta —dijo él—. No hay prisa. Durará toda la noche. Y, ahora, antes de que nos lancemos al loco torbellino del placer, quisiera saber algo más de ti.
Willie se sirvió otra copa de champaña. Le temblaba un poco el pulso, y la botella produjo un ligero retintín al chocar con el borde de la copa.
—¿Qué cosa?
—Empecemos por el principio —dijo él—. ¿Lugar de residencia?
—El Refugio de Jóvenes Cristianas, en la parte baja de la ciudad.
—¡Dios mío! —gruñó él—. Si me pusiera unos trapos, ¿podría hacerme pasar por una joven cristiana y alquilar la habitación contigua a la tuya? Soy pequeñito y tengo poca barba. Podría pedir prestada una peluca. Mi padre siempre había querido tener una hija.
—Temo que no —dijo Gretchen—. La vieja de la recepción distingue a un chico de una chica a cien metros de distancia.
—Pasemos a otra cosa. ¿Amigos?
—No, de momento —dijo ella, tras una ligera vacilación—. ¿Y tú?
—La Convención de Ginebra establece que el prisionero de guerra sólo debe revelar su nombre, su graduación y su número. —Le hizo un guiño y puso una mano sobre la de ella—. No —dijo—, te lo contaré todo. Desnudaré mi alma. Te diré que quise matar a mi padre, cuando aún dormía en la cuna. Y que no me destetaron hasta los tres años. Y te contaré lo que hacíamos los chicos en el pajar, con la hija del vecino, en los viejos y buenos días de verano. —De pronto, se puso serio y se apartó un mechón de la abombada frente—. Es igual que te lo diga ahora o que lo haga más tarde —dijo—. Estoy casado.
Gretchen sintió la quemadura del champaña en su garganta.
—Me gustaba más cuando hablabas en broma —dijo.
—También a mí —dijo él, brevemente—. Sin embargo, hay un consuelo. Estoy tramitando el divorcio. La dama encontró otras diversiones, mientras papaíto jugaba a los soldados.
—¿Dónde está? Quiero decir, tu esposa.
Sus palabras revelaban preocupación. Absurdo, pensó. Sólo le conozco desde hace unas horas.
—En California —respondió él—. En Hollywood. Por lo visto, tengo debilidad por las artistas.
Otro continente. Desiertos ardientes, picos infranqueables, llanuras ubérrimas. Hermosa y ancha América.
—¿Cuánto tiempo llevas casado?
—Cinco años.
—A propósito, ¿qué edad tienes?
—¿Me prometes no reñir conmigo si te digo la verdad?
—No seas tonto. ¿Cuántos?
—Veintinueve malditos años —dijo él—. ¡Señor!
—No te habría echado más de veintitrés —dijo Gretchen, con un sorprendido movimiento de cabeza—. ¿Cuál es el secreto?
—Alcohol y vida licenciosa —dijo Willie—. Mi cara es mi gran desdicha. Parece el anuncio del departamento infantil de «Saks». Las mujeres de veintidós años se avergüenzan de mostrarse en público conmigo. Cuando me hicieron capitán, el comandante del Grupo me dijo: «Willie, aquí tienes tu estrella de oro, por ser buen chico en la escuela este mes». Tal vez debería dejarme el bigote.
—El pequeño Willie Abbot —dijo Gretchen. Su fingido infantilismo resultaba tranquilizador. Pensó en la obscena y dominadora madurez de Teddy Boylan—. ¿Qué hacías antes de la guerra? —le preguntó. Quería saberlo todo acerca de él—. ¿De qué conoces a Bayard Nichols?
—Trabajé para él en un par de espectáculos. Soy un cascajo. Trabajo en el peor oficio del mundo. Agente de publicidad. ¿Quieres ver tu foto en el periódico, jovencita? —ahora, su disgusto no era fingido. Si quería parecer más viejo, no hacía falta que se dejase el bigote. Bastaba con que hablase de su profesión—. Cuando ingresé en el Ejército, pensé que, al fin, me había librado de esto. Pero, al ver mi tarjeta de identidad, me destinaron a Relaciones Públicas. Hubiesen debido arrestarme, por encarnar el papel de un oficial. Bebamos más champaña.
Llenó de nuevo las copas, y el pequeño temblor de los dedos manchados de nicotina despertó un eco angustioso en el cristal.
—Pero estuviste en ultramar. Volaste —dijo ella, pues, durante la comida, habían hablado de Inglaterra.
—Unas cuantas misiones. Sólo para concederme la Medalla del Aire y que no me sintiese desnudo en Londres. Era un pasajero más. Admiraba las guerras de los otros.
—Sin embargo, pudiste morir.
La entristecía su amargura, y habría querido extirparla de su mente.
—Soy demasiado joven para morir, mi coronel. —Hizo un guiño—. Apura la gaseosa. Nos esperan en toda la ciudad.
—¿Cuándo vas a salir de las Fuerzas Aéreas?
—Estoy con licencia indefinida —dijo él—. Llevo el uniforme porque, con él, tengo entrada gratis en los espectáculos. Y también lo llevo para ir dos veces por semana al hospital de Staten Island, para que me hagan una cura en la espalda, pues, sin uniforme, nadie creería que soy capitán.
—¿Una cura? ¿Acaso te hirieron?
—No. Hicimos un aterrizaje forzoso y saltamos un poco. Me hicieron una pequeña operación en la espina dorsal. Dentro de veinte años, diré que la cicatriz es de un casco de metralla. ¿Te has emborrachado ya, pequeña?
—Sí —dijo Gretchen.
Había heridos en todas partes. Arnold Simmons, con su bata de color castaño, sentado sobre la mesa y mirándose un pie que ya no le servía para correr. Talbott Hughes, con el cuello destrozado, muriendo en silencio en un rincón. Y su propio padre, con su cojera de la otra guerra.
Willie pagó, y salieron del bar. Gretchen se preguntó cómo podía caminar tan erguido, con una lesión en la espalda.
Cuando salieron a la calle, el crepúsculo convertía Nueva York en un rompecabezas de color espliego. El sofocante calor del día había cedido, y una brisa embalsamada les salió al encuentro, mientras andaban cogidos de la mano. El aire era como una ráfaga de polen. Un cuarto de luna, palidez de porcelana sobre el cielo desvaído, se cernía sobre los altos edificios de oficinas.
—¿Sabes qué me ha gustado de ti? —dijo Willie.
—¿Qué?
—Cuando te dije que iríamos a una fiesta, no me dijiste que querías ir a casa a cambiarte de traje.
Gretchen no creyó oportuno decirle que llevaba su mejor vestido y que no tenía otro para cambiarse. Era un traje de lino, de color azul de flor de maíz abrochado por delante, con mangas cortas y cinturón rojo y apretado. Se lo había puesto después de la comida, cuando había ido al Refugio de Jóvenes a buscar su traje de baño. Seis noventa y cinco, en «Ohrbach's». La única ropa que se había comprado desde su llegada a Nueva York.
—¿Te avergonzaré ante tus elegantes amigos? —preguntó.
—Doce de mis elegantes amigos te pedirán esta noche el número de teléfono.
—¿Debo dárselo?
—Bajo pena de muerte —dijo Willie.
Subieron despacio por la Quinta Avenida deteniéndose ante todos los escaparates. En el de «Finchley's», se exhibían chaquetas deportivas de tweed.
—Me imagino con una de ésas —dijo Willie—. Me haría más corpulento. Abbot, el hirsuto caballero.
—Tú no eres hirsuto —dijo Gretchen—. Más bien te imagino lustroso.
—Bien, seré lustroso —dijo Willie.
Se detuvieron largo rato frente a «Brentano's», observando los libros. Había una serie de obras recientes en el escaparate: Odets, Hellman, Sherwood, Kaufman y Hart.
—La vida literaria —dijo Willie—. Voy a hacerte una confesión. Estoy escribiendo una comedia. Como cada quisque.
—La veremos en el escaparate —dijo ella.
—¡Quiéralo Dios! ¿Sabes actuar?
—Soy actriz de un solo papel. El Misterio Femenino.
—Son palabras del autor —dijo él.
Se echaron a reír. Sabían que su risa era tonta, pero les gustaba, porque reían su propio chiste.
Al llegar a la Calle 45, salieron de la Quinta Avenida. Bajo la marquesina del «St. Regis», una comitiva nupcial bajaba de unos taxis. La novia era muy joven, muy esbelta, como un tulipán blanco. El novio era un joven teniente de Infantería, sin cicatrices ni galones de campaña, bien afeitado, sonrosado, incólume.
—Que Dios os bendiga, hijitos —dijo Willie al pasar.
La novia, alegre encapuchado blanco, sonrió y les envió un beso con la punta de los dedos.
—Gracias, señor —dijo el teniente, reteniendo un saludo militar.
—Buena noche para una boda —dijo Willie, echando a andar de nuevo—. Temperatura por debajo de los treinta, visibilidad ilimitada, sin guerra, al menos de momento.
La fiesta era entre Park y Lexington. En el cruce de Park y la Calle 55, un taxi dobló la esquina y siguió por Lexington. Mary Jane iba sola en aquel taxi. Éste se detuvo a media manzana, y Mary Jane se apeó y entró corriendo en una casa de cinco pisos.
—Mary Jane —dijo Willie—. ¿La has visto?
—Sí.
Ahora, caminaban más despacio. Willie miró a Gretchen y escrutó su rostro.
—Tengo una idea —dijo—. ¿Por qué no celebramos nuestra propia fiesta?
—Esperaba que dijeses esto —dijo Gretchen.
—¡Compañía, media vuelta! —gritó él. Y dio una media vuelta militar, haciendo chocar los tacones. Retrocedieron por la Quinta Avenida—. No me gusta la idea de que todos esos tipos pregunten tu número de teléfono —dijo.
Ella le apretó la mano. Estaba casi segura de que Willie se había acostado con Mary Jane; pero, de todos modos, le apretó la mano.
Fueron al «Oak Room Bar» del «Plaza» y tomaron licor de hierbabuena en vasos de peltre helados.
—Por Kentucky —explicó Willie. No le importaba mezclar las bebidas. Whisky escocés, bourbon, champaña—. Soy un dinamitero de mitos.
Después de beber el licor de hierbabuena, salieron del «Plaza» y subieron a un autobús de la Quinta Avenida, que se dirigía hacia la parte baja de la ciudad. Se sentaron en el imperial, al aire libre. Willie se quitó el gorro ultramarino, con sus dos barras de plata y su cordoncillo de oficial. El viento alborotó sus cabellos, haciéndole parecer aún más joven. Gretchen sintió deseos de cogerle la cabeza, apoyarla sobre su pecho y besarle en la coronilla; pero había mucha gente a su alrededor, y, por consiguiente, se limitó a pasar los dedos por las dos barras y el cordoncillo de la gorra.
Se apearon en la Calle 8, encontraron una mesa en la terraza del «Brevoort» y pidieron un «Martini».
—Para despertar mi apetito —dijo él—. Hay que avisar a los jugos gástricos. Señal de alerta.
El «Algonquin», el «Plaza», el «Brevoort», un empleo, un capitán. Todo en un solo día. El cuerno de la abundancia.
Comieron melón y un pollito asado, y bebieron una botella de vino tinto de Napa Valley, California.
—Por patriotismo —dijo Willie—, y porque hemos ganado la guerra.
Se bebió casi toda la botella. Nada de lo que había tragado parecía afectarle. Tenía los ojos claros y hablaba igual que antes.
Ahora, hablaban poco, limitándose a mirarse por encima de la mesa. Si no podía besarle pronto, pensó Gretchen, tendrían que llevarla a Bellevue.
Después del café, Willie pidió coñac para los dos. Gretchen calculó que, con el almuerzo y todo lo que habían comido y bebido aquella tarde, se habría gastado cincuenta dólares como mínimo.
—¿Eres rico? —le preguntó, cuando él pagó la cuenta.
—Sólo espiritualmente —dijo Willie, abriendo la cartera, de la que cayeron seis billetes sobre la mesa. Dos de ellos eran de cien dólares; los otros, de cinco—. Ésta es toda la fortuna de Abbot —dijo—. ¿Quieres que te mencione en mi testamento?
Doscientos veinte dólares. Le chocó lo poco que era. Incluso ella tenía más en el Banco, como resto de los ochocientos dólares de Boylan, y sin embargo, nunca se gastaba más de noventa y cinco centavos en una comida. ¿La sangre de su padre? Esta idea la inquietó.
Vio cómo Willie cogía los billetes y se los metía descuidadamente en un bolsillo.
—La guerra me enseñó el valor del dinero —dijo él.
—¿Te criaste en una casa rica? —preguntó ella.
—Mi padre era inspector de aduanas, en la frontera canadiense —respondió él—. Y, además, honrado. Tenía seis hijos. Vivíamos como reyes. Carne, tres veces a la semana.
—A mí me preocupa el dinero —confesó ella—. Vi lo que le pasó a mi madre por no tenerlo.
—Bebe sin reparos —dijo Willie—. Tú no serás hija de tu madre, y yo, en un futuro próximo, volveré a mi máquina de escribir de oro.
Apuraron los coñacs. Gretchen empezaba a sentirse un poco atolondrada, pero no ebria. Resueltamente, no ebria.
—¿Opinan los señores de la junta —dijo Willie, mientras pasaban entre los arriates de la terraza y salían a la avenida— que nos conviene otra copa?
—Esta noche no voy a beber más —dijo ella.
—Buscad la sabiduría en la mujer —dijo Willie—. Madre tierra. Sacerdotisas del oráculo. Sentencias délficas; la verdad oculta en los enigmas. Esta noche, no se bebe más. ¡Taxi! —llamó.
—Podemos ir andando al Refugio de Jóvenes —dijo ella—. Sólo está a unos quince minutos de aquí…
El taxi se detuvo; Willie abrió la portezuela y ella subió.
—Al «Hotel Stanley» —dijo Willie al chófer, al subir al coche—. En la Séptima Avenida.
Se besaron. Oasis de labios. Champaña, whisky escocés, hierbabuena de Kentucky, vino tinto de Napa Valley, en la California española, y coñac, regalo de Francia. Gretchen apretó la cabeza del hombre sobre su pecho y husmeó en la espesura sedosa de sus cabellos, sobre el duro hueso del cráneo.
—Todo el día deseé hacer esto —dijo, apretando la cabeza del niño soldado.
Él le desabrochó los dos botones superiores del vestido, con dedos veloces, y besó la línea divisoria de los senos. Por encima de la cabeza de él, Gretchen veía al conductor, vuelto de espaldas, atento a las luces rojas, a las luces verdes, a los peatones atolondrados; lo que hiciesen sus pasajeros era cosa suya. Su fotografía la miraba desde el marco iluminado. Un hombre de unos cuarenta años, de ojos chispeantes y desafiadores; un hombre que había visto de todo, que conocía la ciudad. Eli Lefkowitz era su nombre, expuesto por orden de la Policía. Recordaría siempre este nombre. Eli Lefkowitz, indiferente auriga del amor.
Había poco tráfico a aquella hora, y el taxi volaba ciudad arriba. Hombre del aire en el rápido cielo.
Un último beso por Eli Lefkowitz, y se abrochó el vestido, presta para la suite nupcial.
La fachada del «Hotel Stanley» era imponente. Su arquitecto había estado en Italia, o la había visto en fotografía. El Palacio de los Dux, más «Walgreen's». La costa adriática de la Séptima Avenida.
Gretchen permaneció apartada en el vestíbulo, mientras él iba en busca de la llave. Palmeras en macetas, oscuras sillas de madera de estilo italiano, luces resplandecientes. Abundancia de mujeres con cara de matronas de la Policía y rubios y rizados cabellos de muñeca barata. Payasos en los rincones; GI, con ordenes de viaje; dos chicas de revista, de altas posaderas y largas cejas; una anciana con zapatos masculinos, leyendo Seventeen; la madre de alguien; viajantes de comercio que habían tenido un mal día; detectives, alerta contra el Vicio.
Se dirigió a la cabina del ascensor, como si fuese sola, y no miró a Willie, que se acercaba con la llave. Disimulo fácilmente aprendido. No se hablaron en el ascensor.
—Séptima planta —dijo Willie al ascensorista.
En el séptimo piso, no se advertía el menor matiz italiano. La inspiración del arquitecto se había agotado al subir. Pasillos estrechos; puertas metálicas oscuras y con el barniz desconchado; suelos sin alfombrar, de baldosas que un día fueron blancas. Perdón, muchachos, no podemos engañaros más; es mejor que sepáis la verdad: estáis en América.
Recorrieron un angosto pasillo. Los tacones de Gretchen hacían un ruido de caballito al trote. Sus sombras oscilaban en las oscuras paredes, vacilantes joltergeists, resto del auge de 1925. Se detuvieron ante una puerta igual que las demás. 777. En la Séptima Avenida, y el séptimo piso. Mágica coincidencia de los números.
Willie abrió, y entraron en la habitación 777 del «Hotel Stanley» de la Séptima Avenida.
—Te sentirás mejor si no enciendo la luz —dijo Willie—. Es un tugurio. Pero es lo único que pude conseguir. Y, aun así, sólo me dejan estar cinco días. La ciudad está llena hasta rebosar.
Pero bastante luz de la Nueva York eléctrica exterior se filtraba a través de los rotos y finos visillos, de modo que Gretchen pudo hacerse una idea de la habitación. Una pequeña celda, una camita individual, una silla de madera, un lavabo, ningún cuarto de baño, un montón de camisas militares sobre la mesa escritorio.
Él empezó a desnudarla, pausadamente. Primero, el rojo cinturón de paño. Después, el primer botón del vestido y todos los demás, de arriba abajo. Mientras tanto, iba contando: «… Siete, ocho, nueve, diez, once…». ¡Cuántas conferencias, cuántos estudios no habrían realizado en los talleres de la Séptima Avenida para llegar a esta decisión suprema: no diez botones, ni doce, sino ONCE!
—Aquí hay trabajo para todo un día —dijo Willie, quitándole el vestido y colocándolo delicadamente sobre el respaldo de una silla. Pasó detrás de ella, para soltarle el sostén. La habilidad de Boylan. La luz que se filtraba por los visillos pintaba a rayas de tigre sobre su cuerpo. Willie trajinaba con los corchetes.
—Tendrían que inventar algo mejor —dijo.
Ella se echó a reír y le ayudó. La prenda se desprendió al fin. Después, los delicados panties de algodón blanco resbalaron hasta sus tobillos. Se quitó los zapatos sacudiendo los pies. Se dirigió a la cama y, de un solo movimiento arrancó la colcha y la sábana de encima. La ropa de la cama no estaba fría. ¿Había dormido Mary Jane aquí? Lo mismo daba.
Se tendió en el lecho, estirando las piernas, juntos los tobillos, tendidos los brazos a los costados. Él se inclinó sobre el cuerpo yacente. Hábiles dedos. «El Valle de las Delicias», dijo.
—Desnúdate —dijo ella.
Le observó, mientras se deshacía el nudo de la corbata y se desabrochaba la camisa. Al quitarse ésta, vio que llevaba un corsé ortopédico, con corchetes y cintas. Le llegaba casi hasta los hombros y más debajo de la cinturilla del pantalón. Por esto se mantenía tan erguido el joven capitán. Hicimos un aterrizaje forzoso y saltamos un poco. La carne lacerada del soldado.
—¿Te has acostado alguna vez con un hombre con corsé? —preguntó Willie, tirando de las cintas.
—Creo que no —dijo ella.
—Es sólo temporal —dijo él, con fastidio—. Un par de meses más. Al menos, esto me dicen en el hospital.
Y siguió luchando con las cintas.
—¿Quieres que encienda la luz? —preguntó Gretchen.
—No podría soportarlo.
Sonó el teléfono.
—Será mejor que conteste yo —dijo él.
—Supongo que sí.
Cogió el aparato de la mesita de noche.
—Diga.
—¿Capitán Abbot?
Willie sostenía el auricular algo apartado del oído, y ella podía oír perfectamente la conversación. Era una voz de hombre, y su tono era severo.
—Sí —dijo Willie.
—Creemos que hay una joven en su habitación.
El plural de los reyes, empleado en los salones del trono mediterráneos.
—Creo que están en lo cierto —dijo Willie—. ¿Qué pasa?
—Tiene usted una habitación individual —dijo la voz—, para ser ocupada por una sola persona.
—Está bien —dijo Willie—. Deme una habitación doble. ¿Cuál es su número?
—Lo siento, están todas ocupadas. El hotel está lleno hasta noviembre.
—Entonces, supongamos que esta habitación es doble, Jack —dijo Willie—. Póngalo en la cuenta.
—Siento no poder hacerlo —dijo la voz—. La habitación 777 es indiscutiblemente para una sola persona. Temo que la joven tendrá que marcharse.
—Esta joven no vive aquí, Jack —dijo Willie—. No ocupa ninguna habitación. Sólo ha venido a visitarme. Y, a fin de cuentas, es mi esposa.
—¿Tiene el certificado de matrimonio, capitán?
—Querida —dijo Willie, gritando, y acercando el teléfono a la cabeza de Gretchen—, ¿traes el certificado de matrimonio?
—Me lo dejé en casa —dijo Gretchen, cerca del aparato.
—¿No te he dicho siempre que debes llevarlo contigo? —dijo él, con enfado marital.
—Lo siento, querido —dijo Gretchen, con voz compungida.
—Se lo dejó en casa —dijo Willie, por teléfono—. Se lo mostraremos mañana. Pediré que me lo envíen con urgencia.
—Capitán, las normas del establecimiento prohíben recibir a jóvenes en las habitaciones —dijo la voz.
—¿Desde cuándo? —dijo Willie, empezando a amoscarse—. Este garito es famoso desde aquí hasta Bangkok, como albergue de chulos, apostadores, truhanes, traficantes de drogas y compradores de artículos robados. Un policía honrado podría llenar la cárcel con su lista de huéspedes.
—La dirección ha cambiado —dijo la voz—. Ahora, pertenecemos a una conocida cadena de hoteles respetables. Estamos creando un ambiente completamente distinto. Si la joven no sale de ahí en cinco minutos, tendré que subir, capitán.
Gretchen había saltado de la cama y empezó a vestirse.
—No —dijo Willie suplicante.
Ella le sonrió con dulzura.
—¡Váyase al diablo, Jack! —dijo él, colgando bruscamente el aparato. Empezó a sujetarse el corsé, tirando furiosamente de las cintas—. Haz la guerra por esos bastardos —dijo—. Y, a esta hora, no puede encontrarse una habitación de hotel en toda la maldita ciudad, ni por favor ni por dinero.
Gretchen rió. Willie la miró fijamente unos segundos y, después, también soltó la carcajada.
—Otro día será —dijo—; pero, sobre todo, recuerda traer el certificado de matrimonio.
Cruzaron majestuosamente el vestíbulo, cogidos del brazo, negándose a reconocer su derrota. La mitad de los que estaban allí parecían detectives de la casa, y era imposible saber a cuál de ellos correspondía la voz que había hablado por teléfono.
No querían separarse; se dirigieron a Broadway y bebieron naranjada en un quiosco Nedick, gustando el suave aroma de los trópicos en una latitud norteña; y, después, siguieron hasta la Calle 42, entraron en un cine de sesión continua y se sentaron entre la turba de noctámbulos, de pervertidos, de soldados que esperaban la hora del autobús, y vieron a Humphrey Bogart representando a Duke Mantee, en El bosque petrificado.
Terminó la película, pero ellos se resistían aún a separarse. Por consiguiente, volvieron a ver todo El bosque petrificado.
Al salir del cine, tampoco se resignaron a despedirse, y él la acompañó a pie hasta el Refugio de Jóvenes Cristianas, entre edificios silenciosos y vacíos, que parecían fortalezas conquistadas.
Empezaba a amanecer cuando se besaron frente al Refugio. Willie contempló, desdeñoso, la oscura mole del edificio, con su lámpara única sobre la entrada, para guiar a las jóvenes dignas de la ciudad hacia el lecho que les correspondía.
—¿Crees que, en toda la gloriosa historia de esa estructura, habrá hecho alguien el amor entre sus paredes? —preguntó él.
—Lo dudo —dijo ella.
—Me hace sentir escalofríos en la espina dorsal —dijo Willie, tristemente—. Don Juan —prosiguió—. El amante encorsetado. Un desastre.
—No lo tomes tan a pecho —dijo ella—. Hay otras cosas.
—¿Como qué?
—Como esta noche —dijo ella.
—Como esta noche —repitió él, seriamente—. Supongo que podré vivir un día más. Lo emplearé en hacer buenas obras. Como buscar una habitación de hotel. Tal vez será en Cosney Island, en Babylon o en Pelham Bay. Pero encontraré una habitación. Para el capitán y mistress Abbot. Trae una maleta, por la Reina Victoria. Llénala de números atrasados del Time, por si nos aburrimos y tenemos ganas de leer.
Un último beso, y el hombre se alejó, pequeño y derrotado, bajo la fresca luz de la aurora. Menos mal que aún llevaba su uniforme. En traje de paisano, pensó Gretchen, era muy dudoso que cualquier recepcionista de hotel le creyese lo bastante viejo para estar casado.
Cuando él se hubo perdido de vista, Gretchen subió los peldaños de la entrada y penetro modestamente en el Refugio. La anciana de la recepción la miró de soslayo, como buena conocedora; pero Gretchen cogió su llave y le dio las buenas noches, como si la luz que se filtraba por la ventana no hubiese sido más que una curiosa ilusión óptica.