Capítulo VI

I

Ahí viene, con su comida alemana, pensó Mary Jordache, cuando vio salir a su marido de la cocina, con la fuente del pato asado con coles y frutas. A lo inmigrante.

No recordaba haber visto nunca tan animado a su marido. La rendición del Tercer Reich le había convertido, esta semana, en un hombre jovial y expansivo. Había devorado los periódicos, regocijándose con las fotografías de los generales alemanes firmando papeles en Reims. Hoy, domingo, Rudolph cumplía diecisiete años, y Jordache había decretado un día de fiesta. Los cumpleaños del resto de la familia sólo eran celebrados con un gruñido. Había regalado a Rudolph una magnífica caña de pescar —¡sabe Dios lo que costaría!—, y le había dicho a Gretchen que, en lo sucesivo, podría quedarse con la mitad de su salario, en vez de la cuarta parte. Incluso le había dado dinero a Thomas para que se comprase un suéter nuevo, en sustitución del que dijo haber perdido. Si el Ejército alemán se rindiese una vez cada semana, la vida aún podría ser tolerable en casa de Axel Jordache.

—De ahora en adelante —había dicho Jordache—, los domingos, comeremos todos juntos.

Por lo visto, la sangrienta derrota de su raza había despertado en él un interés sentimental por los lazos de la sangre.

Por esto estaban hoy todos sentados alrededor de la mesa; Rudolph, consciente de su papel, con cuello y corbata, muy erguido, como un cadete de una mesa de West Point; Gretchen, con su blusa de encaje, y como si nunca hubiese roto un plato, la muy zorra; y Thomas, con su sonrisa de truhán, pulcramente lavado y peinado. También Thomas había cambiado de un modo inexplicable a partir del Día VE; ahora, venía directamente de la escuela a casa, estudiaba toda la tarde en su habitación e incluso ayudaba en la tienda, cosa que no había hecho en toda su vida. La madre se permitió concebir un primer atisbo de esperanza. Tal vez, por un desconocido arte de magia, el silencio de los cañones en Europa les convertiría en una familia normal.

La idea que tenía Mary Jordache de una familia americana normal se debía, en gran parte, a las lecturas de las monjas del orfanato y, más tarde, a los anuncios de las revistas populares. Las familias americanas normales eran limpias, olían bien y sonreían constantemente. Se hacían regalos los unos y los otros en Navidad, en los aniversarios, en las bodas y en el Día de la Madre. Tenían padres ancianos y robustos, que vivían en el campo, y poseían, al menos, un automóvil. Los hijos llamaban señor a su padre, y las hijas tocaban el piano y hablaban de sus novios a sus madres, y todos tomaban «Listerine». Desayunaban, comían y cenaban juntos; los domingos, iban a su iglesia preferida, y todos pasaban las vacaciones en la playa. El padre vestía de oscuro para ir a su trabajo de todos los días, y tenía muchos seguros de vida. En realidad, no tenía una idea clara de todo esto, sino que era como un brumoso punto de referencia, con el que comparaba sus propias circunstancias. Demasiado tímida y orgullosa para fraternizar con sus vecinos, desconocía la realidad de la vida de las otras familias de la ciudad. Los ricos estaban fuera de su alcance, y los pobres eran dignos de su desprecio. A su modo de ver, por muy confuso y desordenado que fuese, ella, su marido, Thomas y Gretchen, no constituían una familia aceptable y que pudiese causarle la menor satisfacción. Eran, más bien, un grupo heterogéneo, reunido al azar para un viaje que ninguno había querido hacer y, durante el cual, lo más que podía esperarse era reducir al mínimo las hostilidades.

Desde luego, Rudolph era una excepción.

II

Axel Jordache puso el pato sobre la mesa, con satisfacción. Se había pasado toda la mañana preparando la comida, manteniendo a su esposa alejada de la cocina, pero sin las acostumbradas censuras sobre su arte culinario. Trinchó el ganso con rudeza, pero diestramente, y sirvió a todos grandes pedazos, empezando por la madre, con gran sorpresa por parte de ésta. Había comprado dos botellas de «California Riesling», y llenó los vasos ceremoniosamente. Levantó el suyo para brindar.

—Por mi hijo Rudolph, en el día de su cumpleaños —dijo, con voz ronca—. ¡Ojalá justifique nuestras esperanzas, llegue a la cima y no nos olvide cuando esté allí!

Todos bebieron gravemente, aunque la madre vio que Thomas hacía una pequeña mueca. Tal vez pensaba que el vino estaba agrio.

Jordache no especificó qué cima esperaba que escalase su hijo. Holgaban las distinciones. La cima existía, con sus límites, su solidez, sus privilegios. Cuando uno llegaba a ella, le reconocían enseguida, y su llegada era saludada con vítores y «Cadillacs», por los que habían arribado antes.

III

Rudolph comió el pato remilgadamente. Era un poco graso para su gusto, y sabía que esto hacía salir granos. Y comió muy poca col. Aquella tarde tenía una cita con la chica de la trenza rubia que le había besado frente a la casa de Miss Lenaut, y no quería oler a coles al encontrarse con ella. Sólo probó el vino. Había resuelto no emborracharse en toda su vida. Quería tener siempre un dominio absoluto sobre su mente y sobre su cuerpo. También había decidido no casarse nunca, debido al ejemplo de sus padres.

El día que siguió al desfile, había ido hasta la casa contigua a la de Miss Lenaut y se había plantado al otro lado de la calle de una manera bien visible. Como era de esperar, la chica había salido al cabo de diez minutos, vistiendo suéter y pantalón azul, y le había saludado con la mano. Tenía aproximadamente su misma edad, brillantes ojos azules y la sonrisa franca y amistosa propia de las personas a quienes nunca les ha ocurrido nada malo. Habían caminado juntos, calle abajo, y, al cabo de media hora, Rudolph tenía la impresión de que la conocía desde hacía años. Ella acababa de llegar de Connecticut. Se llamaba Julie, y su padre tenía algo que ver con la «Compañía de Electricidad». Tenía un hermano mayor en el Ejército, en Francia, y por esto le había besado aquella noche, para celebrar que su hermano estaba vivo en Francia y que la guerra había terminado para él. Fuese cual fuese la razón, Rudolph se alegraba de que le hubiese besado, aunque el recuerdo de aquel primer roce de labios entre extraños hizo que se mostrase torpe y tímido durante un rato.

Julie estaba loca por la música, le gustaba cantar y pensaba que él tocaba maravillosamente la trompeta, y él casi le prometió que iría a buscarla con su banda, para que cantase con ellos en su próxima fiesta de club.

Julie dijo que le gustaban los chicos serios y estaba segura de que Rudolph lo era. Él le había hablado ya a Gretchen sobre Julie. Le gustaba repetir su nombre. «Julie, Julie…». Gretchen se había limitado a sonreír, con una ligera expresión de superioridad y condescendencia que a él no le gustó. Le había regalado una chaqueta ligera por su cumpleaños.

Sabía que a su madre le disgustaría que no la llevase de paseo esta tarde; pero visto el súbito comportamiento de su padre, podía producirse un milagro y ser éste quien la llevase a pasear.

¡Ojalá hubiese confiado tanto como sus padres en su llegada a la cumbre! Era inteligente; pero lo era lo bastante para saber que la inteligencia, por sí sola, no lleva consigo ninguna garantía. Para la clase de triunfo que sus padres esperaban de él, se necesitaba algo especial: suerte, cuna, un don. Él no sabía aún si tenía suerte. Desde luego, no podía contar con su cuna, para que le impulsase en su carrera; y dudaba mucho de sus dones. Sabía apreciar las dotes de los otros y escudriñar las suyas propias. Ralph Stevens, un chico de su clase, apenas si podía conseguir una B de promedio; pero era un genio para las matemáticas y resolvía problemas de Cálculo y de Física para pasar el rato, mientras sus condiscípulos andaban atragantados con el Álgebra elemental. Ralph Stevens tenía un don que orientaba su vida como un imán. Sabía adónde iba, porque no podía ir a otra parte.

Rudolph tenía muchas pequeñas dotes y ninguna dirección definida. No era malo tocando la trompeta, pero no se engañaba hasta el punto de creerse un Benny Goodman o un Louis Armstrong. De los otros cuatro chicos que formaban la banda, dos eran mejores que él, y los otros dos, aproximadamente como él. Escuchaba su propia música, apreciando fríamente su valor, y sabía que no valía mucho. Y no valdría mucho más, por más que se esforzase. Como atleta, era el primero en una prueba: los doscientos metros de vallas; pero, en una escuela de una gran ciudad, dudaba mucho de que le hubiesen admitido en el equipo, al contrario de lo que le ocurría a Stan O'Brien, que jugaba de defensa en el equipo de rugby y que, en las demás pruebas, tenía que confiar en la tolerancia de los maestros, que le reconocían las marcas justas para que pudiese jugar en el equipo. Pero, en el campo de rugby, Stan O'Brien era uno de los mejores jugadores que se habían visto en el Estado. Sabía hacer regates, encontrar un hueco en una fracción de segundo y hacer siempre el movimiento adecuado, con ese sentido especial de los grandes atletas que no puede compensarse sólo con inteligencia. Stan O'Brien tenía ofrecimientos de becas en colegios de lugares remotos, como California, y si no se lesionaba, sin duda conquistaría las Américas y se haría una posición para toda la vida. En clase, Rudolph hacía los ejercicios de Literatura Inglesa mejor que el pequeño Sandy Hopewood, que dirigía el periódico de la escuela y era regularmente suspendido en Ciencias; pero bastaba con leer un artículo suyo para convencerse de que nada impediría a Sandy convertirse en escritor.

Rudolph tenía el don de hacerse simpático a los demás. Lo sabía, y sabía que ésta era la razón de que le hubiesen elegido, tres veces seguidas, presidente de su clase. Pero tenía la impresión de que esto no era un verdadero don. Tenía que planear su atractivo, hacerse agradable a las personas, parecer interesarse por ellas y aceptar alegremente tareas no remuneradas, como dirigir las danzas de la escuela y encabezar la sección de anuncios de la revista, y trabajar de firme para ganarse la estimación de todos. Su don de atracción no era una verdadera dote, pensaba él, porque no tenía amigos íntimos, ni sentía él mismo un grande y verdadero aprecio por los demás. Incluso su costumbre de besar a su madre por la mañana y por la noche, y de llevarla de paseo los domingos, era un hábito planeado para conseguir su gratitud, para conservar el concepto de hijo respetuoso y amante que sabía que su madre tenía de él. Los paseos domingueros le aburrían, y le fastidiaba que ella lo manosease cuando la besaba, aunque, naturalmente, nunca lo demostraba.

Tenía la impresión de estar compuesto de dos capas: una, sólo conocida por él, y otra, la que mostraba al mundo. Quería ser lo que parecía, pero dudaba de llegar a conseguirlo. Aunque sabía que su madre y su hermana, e incluso alguno de sus maestros, le consideraba guapo, no estaba muy seguro de su aspecto. Pensaba que era demasiado moreno, que tenía la nariz demasiado larga, la mandíbula demasiado plana y dura, los ojos excesivamente claros y pequeños para su tez olivácea, y el pelo demasiado negro y opaco. Estudiaba las fotografías de los periódicos y revistas, para ver cómo vestían los muchachos de las Escuelas Superiores de Exeter y St. Paul's y lo que llevaban los universitarios en sitios como Harvard y Princeton, y procuraba copiar su estilo en sus propios trajes, que pagaba de su bolsillo.

Se había comprado unos zapatos blancos de ante, con suela de goma, y ahora tenía una chaqueta ligera de franela; pero conservaba la desagradable impresión de que, si le invitaban a una fiesta elegante, destacaría inmediatamente por lo que era, un provinciano que quería aparentar lo que no era.

Era tímido con las chicas y nunca se había enamorado, a menos que pudiera llamarse amor a aquel estúpido sentimiento que le había inspirado Miss Lenaut. Aparentaba desinteresarse de las chicas, estar demasiado ocupado en cosas más importantes para preocuparse de niñerías tales como citas, flirteos y besuqueos. Pero, en realidad, evitaba la compañía de las muchachas, porque temía que, si intimaba demasiado con una de ellas, ésta no tardaría en descubrir que, detrás de su actitud de superioridad, se ocultaba un tipo basto y carente de experiencia.

En cierto modo, envidiaba a su hermano. Thomas no gozaba de la estima de nadie. Su don era la ferocidad. Era temido e incluso odiado, y nadie le tenía verdadera simpatía; pero n se preocupaba por la corbata que tenía que ponerse, ni por lo que había de decir en su clase de inglés. Era un tipo de pelo en pecho, y cuando hacía algo, adoptaba su actitud sin tener que sufrir la dolorosa y vacilante angustia de la elección.

En cuanto a su hermana, era bella, mucho más hermosa que la mayoría de las estrellas de cine que veía en la pantalla, y este don era bastante para cualquiera.

—Este pato está estupendo, papá —dijo Rudolph, porque sabía que su padre esperaba este cumplido—. Algo grande. De veras.

Había comido más de lo que le apetecía, pero alargó el plato para que le sirvieran una segunda ración. Se esforzó en no pestañear al ver el tamaño de la porción que le puso su padre.

IV

Gretchen comía en silencio. ¿Cuándo se lo diré? ¿Cuál será el momento mejor? El martes, en la fábrica, le habían dado el preaviso de despido, por término de quince días. Míster Hutchens la había llamado a su despacho, y, después de un vago exordio sobre la eficacia y la competencia de Gretchen, sobre las excelencias de su trabajo y sobre lo agradable que había sido tenerla en las oficinas, le había soltado la píldora. Aquella mañana, había recibido la orden de comunicarle el despido, lo mismo que a otra joven de la oficina. Míster Hutchens añadió, con auténtico matiz de desconsuelo en su seca voz, que había ido a protestar ante el gerente, y que éste le había dicho que lo sentía mucho, pero que nada podía hacer. Con la terminación de la guerra en Europa, se produciría una reducción en los contratos del Gobierno. Se esperaba una retractación en los negocios, y había que reducir las nominas. Gretchen y la otra chica eran las empleadas más recientes del departamento de míster Hutchens, y, por tanto, eran las primeras que habían de salir. Míster Hutchens estaba tan disgustado que, mientras le hablaba, había tenido que sacarse varias veces el pañuelo del bolsillo y sonarse ruidosamente, para demostrarle que hacía aquello contra su voluntad. Tres decenios de papeleo habían estampado su huella en míster Hutchens, que era como una de esas facturas pagadas que se guardan muchos años en un cajón y que, cuando salen de nuevo a la luz, aparecen amarillentas y gastadas por los bordes. La emoción que impregnaba su voz, mientras le hablaba, resultaba incongruente, como lágrimas vertidas por un fichero metálico.

Gretchen había tenido que consolar a míster Hutchens. No pensaba pasarse toda la vida trabajando en la «Fábrica de Tejas y Ladrillos Boylan», le había dicho, y comprendía que los últimos en entrar tenían que ser los primeros en marcharse. No le había dicho la verdadera razón de su despido, ni que lo sentía por la otra chica, que era sacrificada para disimular una venganza de Teddy Boylan.

Aún no había pensado lo que haría, y confiaba en poder trazar otros planes antes de hablarle a su padre del despido. Sin duda, se produciría una desagradable escena, y quería tener preparada una defensa. Pero, hoy, su padre se comportaba por vez primera como un ser humano, y tal vez cuando terminase la comida, alegrado por el vino y rebosante de satisfacción a causa de su hijo predilecto, se mostraría benévolo con los otros. Se lo diré cuando tomemos el postre, decidió.

V

Jordache había hecho un pastel de cumpleaños, que trajo de la cocina, con dieciocho velas encendidas sobre la capa de azúcar batido: diecisiete años, y otro por venir. Y precisamente habían empezado todos a cantar Feliz cumpleaños a ti, querido Rudolph, cuando sonó el timbre de la puerta. El ruido cortó la canción en mitad del verso. En casa de los Jordache, el timbre casi nunca sonaba. Nadie iba a visitarles, y el cartero echaba la correspondencia por una rendija de la puerta.

—¿Quién diablos será? —dijo Jordache.

Siempre reaccionaba violentamente ante las sorpresas, como si cualquier cosa imprevista sólo pudiese representar una agresión.

—Yo iré —dijo Gretchen.

Había tenido la instantánea certeza de que Boylan estaba en la puerta con el «Buick» aparcado frente a la tienda. Era la clase de locura que cabía esperar de él. Bajó corriendo la escalera, mientras Rudolph apagaba las velas. Se alegraba de ir bien vestida y de haberse hecho peinar por la mañana, para la fiesta de Rudolph. Que Teddy Boylan viese lo que no volvería a poseer jamás.

Cuando abrió la puerta, vio a dos hombres plantados ante ella. Les conocía a los dos: eran míster Tinker y su hermano, el cura. Conocía a míster Tinker de la fábrica, y todo el mundo conocía al padre Tinker, un hombre corpulento y colorado que parecía un estibador que hubiese equivocado su profesión.

—Buenas tardes, Miss Jordache —dijo míster Tinker, quitándose el sombrero.

Su voz era grave, y su largo y macilento rostro tenía la expresión del que acaba de descubrir un terrible error en los libros de contabilidad.

—Hola, míster Tinker. Padre… —dijo Gretchen.

—Espero no haberles interrumpido —dijo míster Tinker, en un tono más ceremoniosamente eclesiástico que el de su propio hermano—. Pero tenemos que hablar con su padre. ¿Está en casa?

—Sí —respondió Gretchen—. Si quieren subir… Estábamos comiendo, pero…

—Preferiríamos que tuviese la bondad de pedirle que bajase, pequeño —dijo el cura, con la voz rotunda y serena del hombre que inspira confianza a las mujeres—. Tenemos que hablarle, en privado, de un asunto de la mayor importancia.

—Iré a buscarle —dijo Gretchen.

Los hombres entraron en el oscuro y pequeño zaguán y cerraron la puerta, como si quisieran que no pudiesen verles desde la calle. Gretchen encendió la luz. No le parecía bien dejar a los dos hombres de pie en la oscuridad. Y subió deprisa la escalera, convencida de que los hermanos Tinker le miraban las piernas.

Cuando entró en el cuarto de estar, Rudolph estaba cortando el pastel. Todos la miraron, con ojos interrogadores.

—¿Qué diablos pasa? —preguntó Jordache.

—Míster Tinker está abajo —dijo Gretchen—. Con su hermano, el cura. Quieren hablar contigo, papá.

—Entonces, ¿por qué no les has dicho que subiesen? —dijo Jordache, aceptando la tajada de pastel que le tendía Rudolph y dándole un gran bocado.

—No han querido hacerlo. Dicen que es un asunto muy importante y que tienen que discutirlo contigo en privado.

Thomas emitió un ligero chasquido con la lengua y los dientes, como si tratase de desprender una hebra de carne que hubiese quedado entre dos de aquéllos.

Jordache echó la silla hacia atrás.

—¡Vaya! —dijo—. Un cura. ¿Es que esos bastardos no pueden dejarle a uno en paz ni los domingos por la tarde?

Pero se levantó y salió de la estancia. Todos oyeron sus pesados pasos, al bajar cojeando la escalera.

Jordache no saludó a los dos hombres que esperaban en la entrada, a la débil luz de la lámpara de cuarenta vatios.

—Bueno, señores —dijo—, ¿qué diablos es esto tan importante que les obliga a interrumpir la comida dominguera de un trabajador?

—¿Podríamos hablar con usted en privado, míster Jordache? —preguntó Tinker.

—¿Qué tiene de malo este sitio? —preguntó Jordache, plantado en el último escalón y masticando aún su pastel.

El olor a pato flotaba en el zaguán.

Tinker miró escaleras arriba.

—No quisiera que nos oyesen —dijo.

—En cuanto a mí —dijo Jordache—, creo que tenemos que hablar nada que no pueda oír toda la maldita ciudad. Nada les debo a ustedes, y nada me deben.

Sin embargo, acabó de bajar al zaguán, salió a la calle y abrió la puerta de la panadería, cuyas llaves llevaba siempre en el bolsillo.

Los tres hombres entraron en la tienda, que, por ser domingo, tenía corrida la cortina de lona del escaparate.

VI

En el piso de arriba, Mary Jordache esperaba a que hirviese el café. Rudolph no dejaba de consultar su reloj, temeroso de llegar tarde a su cita con Julie. Thomas estaba retrepado en su silla, silbando una monótona tonada y marcando el ritmo con el tenedor en su vaso.

—Acaba ese ruido, por favor —dijo la madre—. Me produce dolor de cabeza.

—Perdón —dijo Thomas—. Para mi próximo concierto, cogeré la trompeta.

Ni un momento de amabilidad, pensó Mary Jordache.

—¿Qué estarán haciendo abajo? —preguntó agresiva—. El único día que celebrábamos una comida normal en familia. —Se volvió, acusadora, a Gretchen—. Tú trabajas con míster Tinker —le dijo—. ¿Has hecho algo malo en la ciudad?

—Tal vez han descubierto que he robado un ladrillo —dijo Gretchen.

—Un solo día de amabilidad —dijo la madre— es demasiado para mis hijos.

Y fue a la cocina a buscar el café, encorvada la espalda como una mártir.

Se oyeron los pasos de Jordache en la escalera. Entró en el cuarto de estar, con rostro inexpresivo.

—Tom —dijo—, ven conmigo.

—No tengo nada que decir a la familia Tinker —dijo Thomas.

—Son ellos los que tienen algo que decirte.

Jordache dio media vuelta, salió y empezó a bajar la escalera. Thomas se encogió de hombros. Se tiró de los dedos, como solía hacer antes de una riña, y siguió a su padre.

Gretchen frunció el ceño.

—¿Sabes tú a qué viene todo esto? —preguntó a Rudolph.

—No saldrá nada bueno —dijo Rudolph tristemente, pues ahora sabía que llegaría tarde a su cita con Julie.

VII

En la panadería, los dos Tinker, el uno con traje azul marino, y el otro con su brillante y negro atuendo clerical, parecían dos cuervos sobre el fondo de la estantería vacía y del mostrador de mármol gris. Thomas entró, y Jordache cerró la puerta a su espalda.

Voy a tener que matarle, pensó Thomas.

—Buenas tardes, míster Tinker —dijo, con una sonrisa infantil—. Buenas tardes, padre.

—Hijo mío —dijo el cura, con voz de mal agüero.

—Díganle lo que me han contado a mí —dijo Jordache.

—Lo sabemos todo, hijo —prosiguió el cura—. Claude lo confesó todo a su tío, como era justo y natural. De la confesión viene el arrepentimiento, y del arrepentimiento, el perdón.

—Deje esas monsergas para le escuela dominical —dijo Jordache, que se había apoyado de espaldas en la puerta, como para asegurarse de que nadie iba a escapar.

Thomas no dijo nada. Se había pintado en su rostro aquella ligera sonrisa que precedía a sus combates.

—La vergonzosa quema de la cruz —dijo el sacerdote—. En un día consagrado a la memoria de los bravos jóvenes muertos en la guerra. En un día en que celebré la santa misa por el descanso de sus almas, en el altar de mi propia iglesia. Y con todas las pruebas y la intolerancia de que somos víctimas los católicos en este país, y con los esfuerzos que hemos de hacer para que nos acepten nuestros fanáticos paisanos. ¡Y que esta acción la hayan realizado dos muchachos católicos!

—Él no es católico —dijo Jordache.

—Su padre y su madre nacieron en el seno de la Iglesia —dijo el cura—. Lo he comprobado.

—¿Lo hiciste, o no? —preguntó Jordache.

—Sí, lo hice —respondió Thomas.

¡Ese maldito y cobarde hijo de perra de Claude!

—¿Puedes imaginarte, hijo mío —prosiguió diciendo el cura—, lo que les ocurriría a tu familia y a la de Claude, si llegase a saberse quiénes prendieron fuego a aquella cruz?

—Os echarían de la ciudad —dijo míster Tinker, muy excitado—. Esto es lo que harían. Tu padre no podrá colocar una hogaza de pan en toda la población. Sus ciudadanos recuerdan que sois extranjeros, alemanes, aunque vosotros quisierais olvidarlo.

—¡Diablos! —exclamó Jordache—. Ya salió la bandera roja, blanca y azul.

—Los hechos son los hechos —dijo míster Tinker—. Y hay que enfrentarse con ellos. Le diré otra cosa. Si Boylan llega a descubrir quiénes incendiaron su invernáculo, nos perseguirá durante toda la vida. Buscará un hábil abogado, que haga parecer que el viejo invernáculo era la propiedad más valiosa desde este pueblo hasta Nueva York. —Agitó el puño en dirección a Thomas—. Tu padre se quedará sin un centavo en el bolsillo. Sois menores de edad. Y nosotros los responsables: tu padre y yo. Los ahorros de toda una vida…

Thomas podía ver el movimiento de las manos de su padre, como si ardiesen en deseos de agarrar su cuello y ahogarle.

—Calma, John —dijo el cura a su hermano—. De nada sirve trastornar al muchacho. La salvación de todos depende de su buen sentido. —Se volvió a Thomas—. No te preguntaré qué impulso diabólico te llevó a incitar a Claude a hacer una cosa tan horrible…

—¿Dijo que fue idea mía? —preguntó Thomas.

—Un chico como Claude —dijo el cura—, criado en un hogar cristiano, que va a misa todos los domingos, no podía soñar en un plan tan desaforado.

—Bien —dijo Thomas.

Seguro que hay un infierno, que le daría su merecido a Claude.

—Afortunadamente —prosiguió el cura, en medido tono gregoriano—, cuando Claude visitó a su tío el doctor Robert Tinker, aquella horrible noche, con su brazo gravemente lesionado, el doctor Tinker estaba solo en su casa. Curó al chico, le sonsacó la historia y lo llevó a su casa en su propio coche. Gracias a Dios, nadie lo vio. Pero las quemaduras son graves, y Claude tendrá que llevar el brazo vendado, al menos, durante tres semanas más. Era imposible tenerle oculto en casa hasta que sanase del todo. Una criada podría sospechar; un mozo de recados podía echarle la vista encima; un amigo de la escuela podía visitarle para interesarse por él…

—Por Dios, Anthony —le interrumpió míster Tinker—, ¡baja del púlpito de una vez! —pálido y convulso el rostro, enrojecidos los ojos, se acercó a Thomas—. La noche pasada, llevamos al pequeño bastardo a Nueva York, y esta mañana ha salido en avión para California. Tiene una tía en San Francisco; se quedará con ella hasta que le quiten los vendajes, y después ingresará en una academia militar, y no me importa que no vuelva a este pueblo hasta que cumpla los noventa años. En cuanto a tu padre, si sabe lo que le conviene, lo mejor que puede hacer es sacarte también de la ciudad. Y enviarte lo más lejos posible, donde nadie te conozca y donde nadie te haga preguntas.

—No se preocupe, Tinker —dijo Jordache—. Saldrá de la ciudad antes del anochecer.

—Se lo aconsejo —dijo Tinker, en tono amenazador.

—Y ahora —dijo Jordache, abriendo la puerta—, ya estoy harto de ustedes dos. ¡Lárguense!

—Creo que debemos marcharnos, John —dijo el cura—. Estoy seguro de que míster Jordache hará lo que debe hacer.

Pero Tinker tenía que decir la última palabra.

—Les habrá salido muy barato —dijo—. Adiós.

Y salió de la tienda.

—Que Dios te perdone —dijo el cura.

Y siguió a su hermano. Jordache cerró la puerta y se enfrentó con Thomas.

—Has colgado una espada sobre mi cabeza, pequeño truhán —le dijo—. Vas a ver la que te espera.

Avanzó cojeando hacia Thomas y descargó un puñetazo. El puño chocó en la parte alta de la cabeza de Thomas. Éste se tambaleó y, después, instintivamente, devolvió el golpe, saltando y alcanzando a su padre en la sien, con el derechazo más fuerte que jamás hubiese propinado. Jordache no cayó, pero vaciló un poco, tendidas las manos hacia delante. Contempló incrédulo a su hijo; tenía los ojos azules velados por la ira. Después, vio que Thomas sonreía y dejaba caer los brazos.

—Adelante, acabemos de una vez —dijo Thomas, con desdén—. El hijito no volverá a pegar a su papá.

Jordache pegó una vez más. La mejilla izquierda de Thomas empezó a hincharse inmediatamente y adquirió un rojo color a vino tinto; pero él siguió en pie, sonriendo.

Jordache bajó los brazos. El puñetazo había sido un símbolo; nada más. Un símbolo insignificante, pensó, confuso. ¡Ay, los hijos!

—Bien —dijo—. La cosa ha terminado. Tu hermano te acompañará a Grafton en el autobús. Allí, tomarás el primer tren de Albany. En Albany, cambiarás y marcharás a Ohio. Mi hermano cuidará de ti. Le llamaré hoy por teléfono y te estará esperando. No te preocupes en hacer tu equipaje. No quiero que te vean salir de la ciudad con una maleta.

Abrió la puerta de la panadería. Thomas salió, parpadeando bajo el sol de la tarde del domingo.

—Espera aquí —dijo Jordache—. Voy a buscar a tu hermano. No quiero escenas de despedida con tu madre.

Cerró la puerta de la panadería y entró cojeando en la casa.

Sólo cuando su padre hubo salido, se tocó Thomas la mejilla hinchada.

VIII

Diez minutos más tarde, bajaron Jordache y Rudolph. Thomas estaba apoyado en el escaparate de la panadería, mirando tranquilamente al otro lado de la calle. Rudolph traía la chaqueta del único traje de Thomas, a rayas y de color verdoso. Se lo habían comprado hacía dos años, y le estaba pequeño. Le impedía el libre movimiento de los hombros, y las mangas le quedaban muy cortas.

Rudolph parecía confuso y abrió mucho los ojos al ver la hinchazón de la mejilla de Thomas. Jordache parecía enfermo. Bajo el color moreno de su piel, aparecía como una capa de un verde pálido, y tenía los ojos hinchados. Un solo puñetazo, pensó Thomas, y mira cómo se queda.

—Rudolph sabe lo que tiene que hacer —dijo Jordache—. Le he dado algún dinero. Comprará tu billete hasta Cleveland. Aquí está la dirección de tu tío.

Tendió a Thomas un pedazo de papel. Estoy ascendiendo de categoría, pensó Thomas. También tengo tíos para casos de emergencia. Llamadme Tinker.

—Andando —dijo Jordache—. Y mantén cerrado el pico.

Los muchachos se alejaron calle abajo. Jordache se quedó mirándoles, sintiendo el latido de una vena en la sien donde había recibido el golpe de Thomas, y viendo las cosas confusas. Sus hijos se movían entre una niebla, en la soleada y desierta calleja; el uno, alto, esbelto y bien vestido, con su pantalón de franela gris y su ligera chaqueta azul; el otro, casi tan alto como aquél, pero más ancho, y con su estrecha chaqueta que le daba un aspecto infantil. Cuando los chicos desaparecieron en una esquina, Jordache giró sobre sus talones y marchó en dirección opuesta, hacia el río. Esta tarde, necesitaba estar solo. Llamaría más tarde a su hermano. Su hermano y su cuñada eran lo bastante estúpidos para aceptar al hijo del hombre que les había echado de su casa y no se había molestado en contestar las felicitaciones de Navidad que le enviaban todos los años y que eran la única prueba de que dos hombres, que habían nacido mucho tiempo atrás en la misma casa de Colonia y que vivían en diferentes lugares de América, eran, en realidad, hermanos. Se imaginaba a su hermano diciéndole a su obesa mujer, con su indestructible acento alemán: «A fin de cuentas, ¿qué podemos hacer? La sangre es más espesa que el agua».

—¿Qué diablos ha pasado? —preguntó Rudolph, cuando perdieron de vista a su padre.

—Nada —respondió Thomas.

—Te ha pegado —dijo Rudolph—. Tienes la mejilla hinchada.

—Fue un golpe terrible —dijo Thomas, burlón—. Le nombrarán aspirante al título.

—Cuando subió, parecía mareado —dijo Rudolph.

—Le aticé uno —rió Thomas, recordando.

—¿Tú le pegaste?

—¿Y por qué no? ¿Para qué sirven los padres?

—¡Dios mío! ¿Y estás vivo?

—Lo estoy —dijo Thomas.

—No es extraño que quiera librarse de ti.

Rudolph meneó la cabeza. No podía dejar de sentirse enfadado con Thomas. Por su culpa, faltaría a la cita con Julie. Le habría gustado pasar por delante de casa de ésta, pues sólo habrían tenido que desviarse unas manzanas de su camino a la estación del autobús; pero su padre había dicho que quería que Thomas saliese inmediatamente de la ciudad y sin que nadie lo advirtiese.

—En fin, ¿qué diablos pasa contigo?

—Soy un chico americano normal, animoso y de sangre ardiente —dijo Thomas.

—La cosa debe de ser grave —dijo Rudolph—. Me dio cincuenta dólares para el viaje. Y, cuando se desprende de cincuenta «pavos», es que pasa algo gordo.

—Descubrieron que era espía de los japoneses —dijo Thomas, plácidamente.

—¡Oh, qué listo eres! —dijo Rudolph.

Y caminaron en silencio hasta la estación de autobús.

Saltaron del autobús en Grafton, cerca de la estación del ferrocarril, y Thomas se sentó bajo un árbol de un pequeño parque, al otro lado del la plaza de la estación, donde entró Rudolph para sacar el billete de Thomas. El primer tren para Albany salía dentro de quince minutos, y Rudolph compró el billete al flaco hombrecillo de verde visera que estaba detrás de la ventanilla. Pero no pidió el billete combinado hasta Cleveland. Su padre le había dicho que no quería que se supiese el destino final de Thomas; por lo tanto, éste tendría que comprar otro billete en la estación de Albany.

Al coger el cambio, Rudolph sintió el impulso de adquirir otro billete para él. En dirección contraria. Para Nueva York. ¿Por qué había de ser Thomas el primero en escapar? Pero, naturalmente, no lo compró. Salió de la estación y pasó junto a los adormilados conductores que esperaban, en sus taxis de 1939, la llegada del próximo tren. Thomas estaba sentado en un banco, al pie de un árbol, abiertas las piernas en forma de V y con los tacones hundidos en el sucio césped. Parecía sosegado y tranquilo, como si nada ocurriese.

Rudolph miró a su alrededor, para asegurarse de que nadie les observaba.

—Aquí está tu billete —dijo, tendiéndolo a Thomas, el cual lo miró perezosamente—. Guárdalo, guárdalo —dijo Rudolph—. Y aquí tienes el cambio de los cincuenta dólares. Cuarenta y cinco. Para el billete desde Albany. Si no me equivoco, te sobrará mucho.

Thomas se embolsó el dinero sin contarlo.

—Al viejo debió pudrírsele la sangre —dijo Thomas—, al sacarlo del sitio donde esconde la pasta. ¿Viste dónde la guarda?

—No.

—¡Lástima! Podría volver, alguna noche oscura, y birlársela. Aunque supongo que no me lo dirías, que lo supieses. Mi hermano Rudolph es incapaz de hacer una cosa así.

Vieron llegar un turismo con una chica al volante y un teniente de las Fuerzas Aéreas a su lado. Bajaron del coche y se refugiaron a la sombra de la marquesina de la estación. Se detuvieron y se besaron. La chica llevaba un vestido azul pálido, y el viento estival lo enrollaba a sus piernas. El teniente era alto y muy moreno, como si hubiese estado en el desierto. Lucía alas y medallas en su verde guerrera Eisenhower, y llevaba una mochila de aviador completamente llena. Rudolph, observando a la pareja, creyó escuchar el zumbido de mil motores en cielos extranjeros una vez más, sintió angustia por haber nacido demasiado tarde para ir a la guerra.

—Bésame, querida —dijo Thomas—. He bombardeado Tokio.

—¿Qué diablos quieres ahora? —dijo Rudolph.

—¿Te has acostado alguna vez con una chica? —preguntó Thomas.

El eco de la pregunta de su padre, el día en que Jordache había pegado a Miss Lenaut, molestó a Rudolph.

—¿A ti qué te importa?

Thomas se encogió de hombros, mientras observaba a la pareja que entraba en la estación.

—Nada. Sólo que, como vamos a estar mucho tiempo separados, pensé que podíamos hacernos confidencias.

—Bueno, si quieres saberlo, no —dijo Rudolph secamente.

—Estaba seguro —dijo Thomas—. En la ciudad, en McKinley, hay un lugar que se llama «Casa Alice», donde puedes cobrar una buena pieza por cinco «pavos». Diles que te envía tu hermano.

—Esto es asunto mío —dijo Rudolph.

Aunque era un año mayor que Thomas, éste le hacía sentirse como un chiquillo.

—Nuestra querida hermana hace lo suyo regularmente —dijo Thomas—. ¿Lo sabías?

—Esto es cosa suya.

Pero Rudolph sintió desazón. Gretchen era tan pulcra, tan primorosa, y hablaba tan bien… No se la podía imaginar envuelta en la red del sexo.

—¿Quieres saber con quién?

—No.

—Con Theodore Boylan —dijo Thomas—. ¿No te parece mucha categoría?

—¿Y cómo lo sabes?

Rudolph estaba seguro de que Thomas mentía.

—Fui allá arriba y espié por la ventana —dijo Thomas—. Él bajó al salón en cueros, preparó dos whiskies y gritó por la escalera: «Gretchen, ¿quieres que te suba la bebida y prefieres bajar a tomarla?».

Y sonrió bobamente, imitando a Boylan.

—¿Bajó ella? —preguntó Rudolph, que no quería oír el resto de la historia.

—No. Supongo que se encontraba demasiado a gusto donde estaba.

—Por consiguiente, no viste quién era —razonó Rudolph, en defensa de su hermana—. Cualquiera podía estar allá arriba.

—¿Cuántas Gretchen conoces en Port Philip? —preguntó Thomas—. Además, Claude Tinker les vio subir la colina en el coche de Boylan. Cuando todos se imaginan que está en el hospital, se encuentra con él frente a los «Almacenes Bernstein». Quizá Boylan también fue herido en la guerra. En la guerra hispano-americana.

—¡Jesús! —dijo Rudolph—. Con un hombre viejo y feo como Boylan…

Si hubiese sido con alguien parecido al joven teniente que acababa de entrar en la estación, aún habría podido seguir siendo su hermana.

—Algo debe ganar con ello —dijo Thomas, con indiferencia—. Pregúntaselo.

—¿Le dijiste a ella que lo sabías?

—No. Que se revuelque en paz. No es cosa mía. Sólo fui allá para reírme un rato —dijo Thomas—. Ella no significaba nada para mí. ¡Ta-ta-ta, ta-ta-ta! ¿De dónde vienen los niños, mamaíta?

Rudolph se preguntaba cómo era posible que, siendo tan joven, su hermano pudiese sentir tanto odio.

—Si fuésemos italiano o algo parecido —dijo Thomas—, o caballeros del Sur, subiríamos a la colina, a vengar la deshonra de la familia. Le castraríamos, le mataríamos o haríamos otra barbaridad. Este año, yo estoy muy ocupado. Pero si quieres hacerlo tú, te doy permiso.

—Quizá te sorprenda —dijo Rudolph—. Pero tal vez haga algo.

—Lo dudo —dijo Thomas—. De todos modos, te diré, por si quieres saberlo, que yo sí que he hecho algo.

—¿Qué?

Thomas miró a Rudolph de arriba abajo.

—Pregúntaselo a tu padre —dijo—, él lo sabe. —Se levantó—. Bueno, será mejor que vaya para allá. El tren está a punto de llegar.

Pasaron al andén. El teniente y la chica se besaron de nuevo. Tal vez él no volvería nunca, pensó Rudolph, y éste sería su último beso; al fin y al cabo, aún se luchaba en el Pacífico, aún estaban los japoneses. La chica lloraba al besar al teniente, y éste le daba palmadas en la espalda para consolarla. Rudolph se preguntó si, algún día, una muchacha lloraría en una estación al despedirse de él.

Llegó el tren, levantando una gran polvareda. Thomas saltó al estribo de un vagón.

—Escucha —dijo Rudolph—, si quieres algo de casa, escríbeme. Ya me arreglaré para enviártelo.

—No quiero nada de aquella casa —dijo Thomas.

Su rebelión era pura y total. Su rostro subdesarrollado, infantil, parecía alegre; como si se dirigiese al circo.

—Bien —dijo Rudolph, débilmente—, que tengas suerte.

A fin de cuentas, era su hermano, y sólo Dios sabía si volverían a verse.

—Te felicito —dijo Thomas—. Ahora tendrás toda la cama para ti solo. No te molestará mi olor a animal salvaje. Y no te olvides de ponerte el pijama.

Impertérrito hasta el último momento, subió a la plataforma y penetró en el vagón sin mirar atrás. El tren arrancó, y Rudolph pudo ver al teniente asomado a una ventanilla, agitando la mano, mientras la chica corría por el andén.

El tren adquirió velocidad y la chica dejó de correr. Ésta advirtió que Rudolph la estaba mirando, y su rostro se cerró, velando al público su amor y su dolor. Dio media vuelta y salió rápidamente, y el viento enroscó el vestido alrededor de su cuerpo. La mujer del guerrero.

Rudolph volvió al parque, se sentó en el banco y esperó el autobús de Port Philip.

¡Vaya un día de cumpleaños!

IX

Gretchen estaba haciendo la maleta. Era ésta una enorme y gastada caja de cartón, picada de amarillo, con asideros de metal, y que había servido para transportar el equipo de novia de su madre, cuando ésta vino a Port Philip. Gretchen no había pasado nunca toda una noche fuera de casa, por lo que jamás había tenido maleta propia. Cuando hubo tomado su decisión, después de que su padre subió de la conferencia con Thomas y los Tinker, para anunciar que Thomas se marchaba por mucho tiempo, Gretchen subió al angosto desván donde se guardaban las pocas cosas que habían recogido los Jordache y no tenían un uso inmediato. Allí, encontró la maleta, y la bajó a su habitación. Su madre la vio con la maleta, y debió de imaginarse lo que ésta significaba; pero no le dijo nada. Su madre no le hablaba desde hacía semanas, desde aquella noche en que había llegado al amanecer, después de su excursión a Nueva York con Boylan. Era como si creyese que la conversación podía contagiarle la fétida corrupción de Gretchen.

El ambiente de crisis, de conflictos ocultos, y la extraña mirada en los ojos de su padre, cuando había vuelto al cuarto de estar para llevarse a Rudolph con él, habían impulsado definitivamente a Gretchen a la acción. Ningún momento mejor para marcharse que esta tarde de domingo.

Hizo cuidadosamente sus bártulos. La maleta no era lo bastante grande para llevar en ella cuanto podía necesitar; tenía que escogerlo deliberadamente, sacando cosas que había puesto antes, para sustituirlas por otras que podían serle más útiles. ¡Ojalá pudiese marcharse de casa antes de que volviese su padre! Pero estaba dispuesta a enfrentarse con él y decirle que había perdido su empleo y que se marchaba a Nueva York en busca de otro. Cuando su padre había salido con Rudolph, su semblante tenía una expresión pasiva y aturdida, y por esto pensó que hoy era el día en que podría dejarle plantado sin tener que luchar.

Tuvo que sacudir casi todos los libros, para encontrar el sobre del dinero. Estúpido juego, el de su madre. Había un cincuenta por ciento de probabilidades de que ésta terminase en un asilo. Con el tiempo, confiaba en ser capaz de compadecerla.

Sentía marcharse sin despedirse de Rudolph, pero estaba oscureciendo y no quería llegar a Nueva York después de medianoche. No tenía la menor idea de adónde iría en Nueva York. Debía de haber algún Refugio para Jóvenes en alguna parte. Y en sitios peores pasaban algunas chicas su primera noche en Nueva York.

Contempló su desnuda habitación sin emoción alguna. Se despidió de ella con una impertinencia. Cogió el sobre, ahora vacío de dinero, y lo depositó en el centro de su estrecha cama.

Arrastró la maleta hasta el pasillo. Pudo ver a su madre sentada a la mesa, fumando. Las sobras de la comida, el esqueleto del pato, la col fría, las frutas grasientas, las servilletas manchadas; todo había permanecido intacto sobre la mesa, durante horas, mientras su madre permanecía sentada allí, muda, contemplando la pared.

—Mamá —dijo—, creo que hoy es día de despedidas. He hecho la maleta y me marcho.

Su madre volvió lentamente la cabeza, como sin ver.

—Vete con tu capricho —dijo con voz pastosa.

Su vocabulario insultante databa de principios de siglo. Se había bebido todo el vino y estaba ebria. Era la primera vez que Gretchen veía a su madre borracha, y esto le dio ganas de reír.

—No me voy con nadie —dijo—. He perdido mi empleo y voy a Nueva York a buscar otro. Cuando lo encuentre, te escribiré para hacértelo saber.

—Ramera —dijo la madre.

Gretchen hizo una mueca. ¿Quién decía ramera en 1945? Esta palabra hacía que su marcha pareciese insignificante, cómica. Pero, haciendo un esfuerzo, besó a su madre en la mejilla. Encontró una piel áspera y surcada de capilares rotos.

—Besos falsos —dijo la madre con ojos muy abiertos—. La espina oculta en la rosa.

¡Qué libros debió de leer cuando era joven!

La madre apartó con la mano un mechón de cabello que caía sobre su frente, en un ademán que venía repitiendo desde que tenía veintiún años. Gretchen pensó que su madre había nacido marchita y que, por esto, había que perdonarle muchas cosas. Vaciló un momento, buscando en su interior algún vestigio de afecto por aquella mujer ebria, envuelta en humo y sentada junto a la colmada mesa.

—Pato —dijo su madre con desdén—. ¿Quién come pato?

Gretchen meneó la cabeza, desalentada; salió al pasillo, asió la maleta y bajó la escalera. Abrió la puerta y empujó la maleta hasta la calle. El sol se estaba poniendo, y las sombras de la calle tenían tonos violeta y añil. Cuando ella levantó la maleta, se encendieron los faroles, limonados y pálidos, en un acto de servicio prematuro e inútil.

Entonces vio llegar a Rudolph, apresuradamente, en dirección a la casa. Iba solo. Dejó de nuevo la maleta y le esperó. Al acercarse el chico, pensó en lo bien que le sentaba la chaqueta ligera; le daba un aspecto aseado, y se alegró de habérsela comprado.

Cuando Rudolph la vio, su andadura se convirtió en carrera.

—¿Adónde vas? —le preguntó, al llegar junto a la chica.

—A Nueva York —dijo ella—. ¿Vienes conmigo?

—¡Ojalá pudiese! —dijo él.

—¿Quieres buscarme un taxi?

—Tengo que hablar contigo.

—No aquí —dijo ella, mirando el escaparate de la tienda—. Quiero alejarme de la casa.

—Ya —dijo Rudolph, asiendo la maleta—. Desde luego, no es buen sitio para hablar.

Echaron a andar calle abajo, en busca de un taxi. Adiós, adiós, cantaba Gretchen para sus adentros, al dejar atrás los nombres familiares; adiós, «Garaje de Clancy», Body Work; adiós, «Lavandería Soriano»; adiós, «Fenelli's», «A la Buena Ternera»; adiós, «A y P»; adiós, «Bolton's Drug Store»; adiós, «Pinturas y Herramientas Wharton»; adiós, «Barbería de Bruno»; adiós, «Frutas y Verduras Jardino». La canción sonaba alegremente en su cabeza, mientras caminaba a paso vivo junto a su hermano; pero, en el fondo, había una nota de tristeza. Un lugar donde se ha vivido diecinueve años deja siempre un poco de añoranza.

Cuando habían andado dos manzanas, encontraron un taxi y se dirigieron a la estación. Gretchen fue a buscar su billete, y, mientras tanto, Rudolph se sentó en la vieja maleta y pensó: «Está visto que he de pasar mi cumpleaños despidiéndome de la gente en todas las estaciones del New York Central».

Rudolph no podía dejar de sentirse un poco molesto por la ligereza de los movimientos de su hermana y por aquel destello de alegría que bailaba en sus ojos. A fin de cuentas, no sólo dejaba la casa, sino que le dejaba a él. Ahora, sabedor de que había yacido con un hombre, le parecía una extraña. Deja que se revuelque en paz. Tenía que encontrar un vocabulario más melodioso.

Ella le tiró de la manga.

—El tren tardará más de media hora —dijo—. Quisiera beber algo. Para celebrarlo. Deja la maleta en la consigna y vayamos a Port Philip House, al otro lado de la calle.

Rudolph cogió la maleta.

—Yo la llevaré —dijo—. La consigna cuesta diez centavos.

—Derrochemos, por una vez —dijo Gretchen riendo—. Malgastemos nuestra herencia. Que corra la calderilla.

Mientras recogía el resguardo de la maleta, Rudolph pensó si su hermana no habría estado bebiendo toda la tarde.

El bar de Port Philip House estaba vacío, salvo dos soldados que contemplaban gravemente sus vasos de cerveza de tiempo de guerra, cerca de la entrada. El bar era oscuro y fresco, y podían ver la estación a través de las ventanas; sus luces brillaban en el crepúsculo. Se sentaron en una mesa del fondo, y, cuando el camarero se acercó a ellos, secándose las manos en el delantal, Gretchen le dijo, con aplomo:

—Dos «Black and White» con soda, por favor.

El camarero no preguntó si tenían más de dieciocho años. Gretchen había dado la orden como si beber whisky en los bares fuese, para ella, cuestión de todos los días.

En realidad, Rudolph hubiese preferido «Coca-Cola». Demasiados acontecimientos, para una sola tarde.

Gretchen le pellizcó la mejilla.

—No pongas cara triste —le dijo—. Es tu cumpleaños.

—Sí —dijo él.

—¿Por qué ha echado papá a Tom de casa?

—No lo sé. Ninguno de los dos ha querido decírmelo. Ha pasado algo con los Tinker. Tom le pegó a papá. Esto sí que lo sé.

—¡Oh! —dijo Gretchen, en voz baja—. Vaya día, ¿no?

—Desde luego —dijo Rudolph.

Era un día más sonado de lo que ella podía imaginarse, pensó, recordando lo que Tom le había dicho de ella. El camarero trajo las bebidas y un sifón.

—Poca soda, por favor —dijo Gretchen.

El camarero vertió un poco en el vaso de Gretchen.

—¿Y usted? —dijo, acercando el sifón al vaso de Rudolph.

—Igual —dijo él, que por algo había cumplido diecisiete años.

Gretchen levantó el vaso.

—Por la familia Jordache —dijo—, honra y prez de la sociedad de Port Philip.

Bebieron. A Rudolph aún no le gustaba el whisky. Gretchen bebió ávidamente, como si quisiera terminar pronto el primer vaso, para tener tiempo de pedir otro antes de que llegase el tren.

—¡Qué familia! —dijo, moviendo la cabeza—. La famosa colección Jordache de momias auténticas. ¿Por qué no tomas el tren conmigo y te vienes a vivir a Nueva York?

—Sabes que no puedo hacerlo —dijo él.

—También yo pensé que no podía. Y lo hago.

—¿Por qué?

—Por qué, ¿qué?

—¿Por qué te marchas? ¿Qué ha pasado?

—Muchas cosas —dijo ella, vagamente. Sorbió un largo trago de whisky—. Sobre todo un hombre. —Le miró, desafiadora—. Un hombre quiere casarse conmigo.

—¿Quién? ¿Boylan?

Los ojos de Gretchen se dilataron, se hicieron más oscuros en el oscuro salón.

—¿Cómo lo sabes?

—Tom me lo ha dicho.

—¿Y cómo lo sabe él?

Bueno, ¿por qué no?, pensó Rudolph. Ella se lo había buscado. Sentía celos y vergüenza, y habría querido pegarle.

—Subió a la colina y miró por la ventana.

—¿Y qué vio? —preguntó ella, fríamente.

—A Boylan. Desnudo.

—Un mal espectáculo para el pobre Tommy —dijo ella, riendo. Y su risa tenía un tono metálico—. Teddy Boylan no es ningún Adonis. ¿Tuvo también la suerte de verme a mí desnuda?

—No.

—¡Lástima! —dijo ella—. Su excursión habría sido más interesante. —Había algo duro en la voz de su hermana, como un deseo de herirse a sí misma, que él no había advertido antes de ahora—. ¿Y cómo supo que yo estaba allí?

—Boylan te llamó por la escalera, para preguntarte si querías bajar a beber.

—¡Oh! —dijo ella—. Aquella noche. Fue una noche sonada. Algún día te lo contaré. —Escrutó su rostro—. No te enfades. Las hermanas acaban por crecer y por salir con chicos.

—¡Pero Boylan! —dijo él, ásperamente—. Ese viejo encanijado.

—No es tan viejo —dijo ella—. Ni tan canijo.

—Él te gustó —dijo él, acusador.

—Me gustó aquello —dijo ella. Y su rostro se puso serio—. Me gustó más que cuanto había experimentado hasta entonces.

—Entonces, ¿por qué huyes?

—Porque, si me quedase más tiempo aquí, acabaría por casarme con él. Y Teddy Boylan no es digno de la mano de tu pura y bella hermana. Un poco complicado, ¿no? ¿Acaso tu vida es también complicada? ¿No habrá alguna oscura y pecaminosa pasión oculta en tu pecho? ¿Una mujer mayor, a la que visitas cuando su marido está en la oficina, o…?

—No te burles de mí —dijo él.

—Perdona. —Le tocó la mano y llamó al camarero. Cuando éste se acercó, le dijo—: Otro, por favor. —Y, al alejarse el hombre para cumplir su encargo, le dijo a Rudolph—: Mamá estaba borracha cuando salí de casa. Se había terminado todo el vino de tu cumpleaños. La sangre de la oveja. Es todo lo que necesita la familia… —hablaba como si discutiesen sobre la idiosincrasia de unos desconocidos—. Una vieja borracha. Me llamó ramera. —Gretchen rió entre dientes—. La última y cariñosa palabra de despedida a la hija que se marcha a la gran ciudad. Lárgate —dijo con voz ronca—, lárgate antes de que acaben de lisiarte. Lárgate de esa casa donde nadie tiene un amigo, donde nunca suena el timbre de la puerta.

—Yo no estoy lisiado —dijo él.

—Estás petrificado, hermano —dijo ella, ahora con franca hostilidad—. No me engañas. Eres el mimado de todos, y te importa un bledo que todo el mundo viva o muera. Si esto no es estar lisiado, que me pongan en una silla de ruedas.

Llegó el camarero, dejó el vaso de whisky sobre la mesa y lo llenó a medias con sifón.

—¡Al diablo! —dijo Rudolph, levantándose—. Si esto es lo que piensas de mí, es estúpido que me quede por más tiempo. No me necesitas.

—No, no te necesito —dijo ella.

—Aquí está el resguardo de tu maleta —dijo él, tendiéndole la hojita de papel.

—Gracias —dijo ella, secamente—. Has hecho tu buena obra del día. Yo también he hecho la mía.

Rudolph la dejó sentada en el bar, bebiendo su segundo whisky, enrojecidos los pómulos de su bello y ovalado rostro, brillantes ojos, ávidos y hermosos, hambrientos y amargos, sus gruesos labios, alejada ya, en mil kilómetros, de la mísera vivienda de la panadería, rotos todos los lazos con sus padres, sus hermanos y su amante, camino de una ciudad que devoraba millones de muchachas todos los años.

Rudolph caminó lentamente hacia su casa, con lágrimas ocultas en los ojos. Tenían razón; tenían razón acerca de él; su hermano, su hermana; sus juicios sobre él eran justos. Tenía que cambiar. Pero ¿cómo se cambia y qué se cambia? ¿Los genes, los cromosomas, el signo del Zodiaco?

Al acercarse al Vanderhoff Street, se detuvo. No podía soportar la idea de volver tan pronto a casa. No quería ver a su madre borracha; no quería ver aquella mirada aturdida, llena de odio, que era como una enfermedad, en los ojos de su padre. Echó a andar en dirección al río. Aún persistía el último resplandor crepuscular, y el río se deslizaba como acero líquido, con un olor a bodega fresca y profunda de suelo gredoso. Se sentó en el podrido embarcadero, cerca del cobertizo donde su padre guardaba su esquife, y miró a la orilla opuesta.

A lo lejos, vio algo que se movía. Era la barca de su padre, y los remos batían el agua con fuerza e incluso con ritmo, remontando la corriente.

Recordó que su padre había matado a dos hombres: a uno, con un cuchillo; a otro, con una bayoneta.

Se sintió vacío y derrotado. El whisky que había bebido le quemaba en el pecho, y tenía un sabor agrio en la boca.

Recordaré este cumpleaños, pensó.

X

Mary Pease Jordache seguía sentada en el cuarto de estar, a oscuras, envuelta en el vaho del pato asado. Pero no lo percibía, como tampoco el olor a vinagre de la col, enfriada en la revuelta fuente. Dos de ellos se habían marchado, pensó, el matón y la ramera. Ahora, sólo me queda Rudolph, pensó regocijada, en su borrachera. Si estallase una tormenta y arrastrase el esquife, lejos, lejos, río abajo, sería un hermoso día.