Capítulo V

I

No había luces en la casa Boylan. Todo el mundo había bajado a la ciudad para la celebración. Thomas y Claude podían ver los cohetes y las bengalas que surcaban el cielo nocturno, sobre el río, y oír las detonaciones del cañoncito de la Escuela Superior, que solían disparar cada vez que su equipo de rugby conseguía una marca. La noche era clara, tibia, y, visto desde la colina, Port Philip resplandecía, con todas las luces encendidas.

Los alemanes se habían rendido aquella mañana.

Thomas y Claude habían estado vagando por la ciudad, con la multitud, viendo cómo las chicas besaban a los soldados y a los marinos, y cómo la gente sacaba botellas de whisky. Thomas se sentía cada vez más asqueado. Hombres que habían eludido el servicio militar durante cuatro años; mancebos de uniforme, que nunca se habían alejado más de cien kilómetros de casa; traficantes que habían amasado fortunas en el mercado negro; todos se besaban y chillaban y se emborrachaban, como si hubiesen matado a Hitler con sus manos.

—¡Puercos! —le dijo a Claude, observando a los entusiastas—. Me gustaría darles una lección.

—Sí —dijo Claude—. Tendríamos que hacer una celebración por nuestra cuenta. Nuestros propios fuegos de artificio.

Después, se quedó un rato pensativo, sin decir nada, contemplando la juerga de sus mayores. Se quitó las gafas y chupó una de las varillas, cosa que solía hacer cuando preparaba algún golpe. Thomas reconoció la señal, pero desistió de antemano de todo acto violento. No era momento para reñir con los soldados, y cualquier clase de bronca, incluso con un paisano, habría sido extemporánea.

Por último, Claude había expuesto su plan para el Día VE, y Thomas lo había considerado digno de la ocasión.

Por esto estaban ahora en la colina de la casa Boylan, cargado Thomas con una lata de gasolina, y Claude, con una bolsa de clavos, un martillo y un paquete de trapos y avanzando ambos cautelosamente entre los matorrales en dirección al destartalado invernáculo situado en un yermo montículo, a unos quinientos metros del edificio principal. No habían seguido el camino acostumbrado, sino que se habían acercado a la finca por un sendero de la parte interior, alejado de Port Philip, y que conducía a la parte de atrás de la casa. Habían entrado por una puerta del jardín, después de ocultar la moto junto a un pozo de arena abandonado, fuera del recinto de la finca.

Llegaron al invernáculo del montículo. Sus cristales aparecían polvorientos y rotos, y un rancio olor a vegetación podrida brotaba de su interior. Junto a uno de los lados de la ruinosa estructura, había varios tablones largos y una pala enmohecida, que habían observado en otras ocasiones, durante sus correrías por el lugar. Thomas se puso a cavar, y Claude escogió dos grandes tablas y empezó a clavarlas en forma de cruz. Habían trazado su plan durante el día, y holgaban las palabras.

Cuando la cruz estuvo terminada, Claude roció las tablas con gasolina. Después, ambos la levantaron y la plantaron en el agujero que había hecho Thomas. Éste amontonó tierra en la base de la cruz y la apisonó con los pies y la pala, para darle firmeza. Claude vertió el resto de la gasolina en los trapos que traía. Habían terminado los preparativos. El estampido del cañón de la Escuela Superior subía hasta la colina, y los cohetes brillaban fugazmente en el cielo nocturno.

Thomas se movía tranquila y pausadamente. A su modo de ver, lo que estaban haciendo no tenía gran importancia. Era una nueva manera de hacerles una higa a los estúpidos grandullones de allá abajo. Con el aliciente adicional de hacerlo en la finca del desvergonzado Boylan. Así tendrían algo en que pensar, entre sus besos y su Star-Spangled Banner. En cambio, Claude estaba muy excitado. Jadeaba, como si le faltase el aire en los pulmones; le faltaba poco para babear, y no paraba de enjugarse las gafas con el pañuelo, porque éstas se empañaban. Era un acto muy significativo para él, que tenía un tío sacerdote y un padre que le hacía ir a misa todos los domingos y le predicaba diariamente sobre el pecado mortal, y que se detenía lejos de las disolutas mujeres protestantes, conservándose puro a los ojos de Jesús.

—Ya está —dijo Thomas, a media voz, echándose hacia atrás.

A Claude le temblaron las manos al encender la cerilla e inclinarse para aplicarla a los trapos empapados de gasolina de la base de la cruz. Después, chilló y echó a correr, al inflamarse los trapos. El fuego había prendido en uno de sus brazos y el chico corría ciegamente, chillando por el claro. Thomas corrió tras él, gritándole que se detuviese; pero Claude no hacía más que correr, enloquecido. Thomas lo alcanzó, lo tiró al suelo y se echó sobre su brazo, empleando el pecho, protegido por el suéter, para apagar las llamas.

Fue cuestión de un momento. Claude quedó tumbado boca arriba, gimiendo, sosteniendo su brazo quemado, temblando, incapaz de pronunciar palabra.

Thomas se levantó y contempló a su amigo. A la luz de la cruz llameante, podía distinguir cada una de las gotas de sudor sobre el rostro de Claude. Tenían que salir de allí a toda prisa. La gente no tardaría en llegar.

—Levántate —dijo Thomas.

Pero Claude no se movió. Sólo osciló un poco de un lado a otro, con la mirada fija. Y nada más.

—¡Levántate, estúpido hijo de perra! —gritó Thomas, sacudiendo a Claude por un hombro.

Éste le miró, rígida la cara por el miedo, pasmado. Thomas se agachó, levantó a Claude, se lo cargó sobre la espalda y corrió por la pendiente en dirección a la puerta del jardín, chocando con los arbustos y tratando de no escuchar a Claude, que decía:

—¡Oh, Jesús, Jesús, Santa Virgen María!

Mientras bajaba la cuesta, cargado con su amigo, Thomas reconoció un olor. Un olor a carne asada.

El cañón seguía retumbando en la ciudad.

II

Axel Jordache remaba despacio, hacia el centro del río, sintiendo el tirón de la corriente. Esta noche no remaba para hacer ejercicio. Había salido al río para alejarse de la raza humana. Había resuelto tomarse una noche de descanso: la primera noche laborable que dejaría de trabajar desde 1924. Mañana, sus parroquianos tendrían que comer pan de fábrica. A fin de cuentas, el Ejército alemán sólo perdía una vez cada veintisiete años.

En el río, hacía fresco; pero él iba abrigado, con su suéter de cuello de tortuga, de cuando trabajaba de estibador en los Lagos. Y llevaba consigo una botella, para librarse de los mordiscos del aire y para beber a la salud de los idiotas que, una vez más, habían llevado a Alemania a la ruina. Jordache no amaba a ningún país, pero reservaba su odio para la tierra que le había visto nacer. Le debía su cojera, una educación interrumpida, el destierro y un absoluto desprecio por todas las políticas y todos los políticos, por todos los generales, curas, ministros, presidentes, reyes y dictadores, por todas las conquistas y todas las derrotas, por todos los candidatos y todos los partidos. Se alegraba de que Alemania hubiese perdido la guerra, pero le disgustaba que la hubiesen ganado los americanos. ¡Ojalá pudiese vivir otros veintisiete años, para ver cómo Alemania perdía otra guerra!

Pensó en su padre, un hombrecillo tiránico y temeroso de Dios, escribiente en una fábrica, que había marchado a la guerra cantando, con un ramito de flores en el cañón del rifle, cordero belicoso y feliz, para hacerse matar en Tannenberg, con el orgullo de dejar dos hijos que pronto lucharían también por la Vaterland, y una esposa que había tenido la prudencia de casarse con un abogado que se había pasado la guerra administrando casas de vecindad, detrás de Alexander Platz, en Berlín.

Deutschland, Deutschland, über alles, cantó Jordache, burlón, soltando los remos, dejándose llevar por las aguas del Hudson hacia el Sur, mientras se acercaba a los labios la botella de bourbon. Brindó por el desprecio juvenil que había sentido por Alemania al ser desmovilizado, tullido entre tullidos, y que le había impulsado a cruzar el océano. América también era un camelo; pero, al menos, él y sus hijos estaban vivos esta noche, y la casa en que vivía se mantenía en pie.

Los estampidos del cañoncito rodaban sobre el agua, y los reflejos de los cohetes temblaban en el río. ¡Estúpidos!, pensaba Jordache. ¿Qué estarán celebrando? Jamás lo han pasado mejor en sus vidas. Dentro de cinco años, tendrán que vender manzanas por las esquinas y se despellejarán los unos a los otros por un empleo, formando colas en las puertas de las fábricas. Si hubiesen conservado el seso con que nacieron, esta noche estarían en las iglesias, rezando para que los japoneses aguanten otros diez años.

Entonces, vio brotar un fuego súbito sobre la colina próxima a la ciudad; una llama pequeña y clara, que pronto tomó forma de cruz, sobre el borde del horizonte. Se echó a reír. Cicatera victoria, como siempre. Abajo los católicos, los negros y los judíos, y no olvidéis. Bailad esta noche, y quemad mañana. América es América. Aquí estamos, y aquí os diremos lo que hay que hacer.

Jordache echó otro trago, gozando del espectáculo de la cruz en llamas sobre la ciudad, saboreando de antemano las untuosas lamentaciones que aparecerían mañana en los dos periódicos, indignados por esta afrenta a la memoria de los valientes de todos los credos y razas que habían muerto en defensa de los ideales sobre los que descansaba América. ¡Y los sermones del domingo! Casi valdría la pena ir a un par de iglesias, para ver lo que dirían los sagrados bastardos.

Si llego a saber quién levantó esa cruz, pensó Jordache, le estrecharé la mano.

Mientras observaba, vio que el fuego se extendía. Sin duda, había alguna edificación cerca de la cruz, en la dirección del viento. Y debía estar seca y arder con facilidad, porque, en un momento, todo el cielo quedó iluminado.

Al poco rato, oyó las sirenas de los coches de los bomberos, que cruzaban las calles de la ciudad y subían la cuesta de la colina.

Dadas las circunstancias, no ha sido una mala noche, pensó Jordache.

Echó un último trago y empezó a remar tranquilamente hacia la orilla del río.

III

Rudolph estaba en la escalinata de la Escuela Superior, esperando que los chicos del cañón hiciesen el disparo. Había cientos de chicos y chicas corriendo sobre el césped, gritando, cantando, besándose. Salvo por los besos, la noche se parecía mucho a la de otros domingos, cuando el equipo había ganado un importante partido de rugby.

Retumbó el cañón. Y se alzó un enorme griterío.

Entonces, Rudolph se llevó la trompeta a los labios y empezó a tocar América. Primero, se hizo un silencio, y la música lenta y solitaria desgranó sus notas solemnes, una a una, sobre las cabezas de la multitud. Después, alguien empezó a cantar, y, al cabo de un momento, todas las voces clamaron al unísono: América, América. Derrame Dios su gracia sobre ti. Que la fraternidad corone tus virtudes. Desde una orilla a otra de los mares

Sonó una fuerte aclamación al terminar el canto, y Rudolph empezó a tocar Barras y estrellas. No podía estarse quieto, cuando tocaba este himno, y por esto empezó a sudar sobre el césped. Los otros le siguieron, y pronto se vio al frente de un desfile de chicos y muchachas, que dieron la vuelta al campo, salieron a la calle y siguieron la marcha al ritmo de la trompeta. Los jóvenes artilleros arrastraron el cañón y se pusieron en cabeza del desfile, detrás de Rudolph, deteniéndose a disparar en cada encrucijada, y los jóvenes y los mayores que les veían pasar les aplaudían, agitando banderitas.

Mientras la comitiva serpenteaba jubilosamente por las calles de la ciudad, Rudolph, marchando al frente de su ejército, tocaba Cuando pasan rodando los carros, y Columbia, gema del Océano, y el himno de la Escuela Superior, y Adelante, Soldados Cristianos. Les condujo hacia Vanderhoff Street, se detuvo frente a la panadería y tocó Cuando sonríen los ojos irlandeses, en honor de su madre. Ésta abrió la ventana del piso superior y le saludó agitando la mano, y él pudo advertir que se enjugaba los ojos con un pañuelo. Ordenó a los chicos del cañón que disparasen una salva por su madre, y retumbó el cañón, y los cientos de chicos y chicas lanzaron vítores, y, ahora, su madre lloró a moco tendido. A él le habría gustado que su madre se hubiese peinado antes de abrir la ventana, y también lamentó que nunca se quitase el cigarrillo de la boca. Esta noche, no había luz en el sótano, lo cual quería decir que su padre no estaba allí. No habría sabido qué tocar para su padre. Habría sido difícil elegir, esta noche singular, la pieza adecuada para un veterano del Ejército alemán.

Le habría gustado ir hasta el hospital y darle una serenata a su hermana y a los soldados; pero el hospital estaba demasiado lejos. Con un último floreo dedicado a su madre, condujo la comitiva hacia el centro de la ciudad, tocando Boola-Boola. Cuando terminase sus estudios en la escuela, el próximo año, tal vez iría a Yale. Esta noche, nada era imposible.

En realidad, no lo hizo con premeditación; pero se encontró en la calle donde vivía Miss Lenaut. Muchas veces se había plantado frente a la casa, oculto bajo la sombra de un árbol, contemplando la ventana iluminada del segundo piso, que sabía que era la de ella. Ahora, la luz también estaba encendida.

Se detuvo audazmente en medio de la calle, frente a la casa, y miró la ventana. La angosta calleja, con sus modestas casitas de dos viviendas y sus jardines diminutos, quedó atestada con sus seguidores. Sintió piedad por Miss Lenaut, sola, lejos de su tierra, pensando en sus amigos y parientes, que, en este momento, invadirían gozosos las calles de París. Quería congraciarse con la pobre mujer, darle a entender que la perdonaba, demostrarle que tenía reconditeces insospechadas, que era algo más que el sucio retoño de un padre alemán y deslenguado, y un especialista en dibujo pornográfico. Se llevó la trompeta a los labios y empezó a tocar La Marsellesa. La música complicada y triunfal, con su evocación de banderas y batallas, de desesperación y de heroísmo, atronó la mísera calleja, y chicos y chicas la corearon, sin palabras, porque no sabían la letra. Seguro, pensó Rudolph, que a ninguna maestra de escuela de Port Philip le había ocurrido algo parecido. Tocó toda la pieza, pero Miss Lenaut no apareció en la ventana. Una niña de rubia trenza salió de la casa contigua y se plantó junto a Rudolph, mirándole tocar. Rudolph volvió a tocar, pero, esta vez, como un solo artificioso, jugando con el ritmo, improvisando, suave y lento unos instantes, fuerte y marcial en el siguiente. Por último, se abrió la ventana. Y apareció Miss Lenaut, envuelta en una bata. Miró hacia abajo. Él no podía ver la expresión de su cara. Dio un paso adelante, para que la luz del farol le iluminase de lleno, y apuntó la trompeta a Miss Lenaut y tocó con notas fuertes y claras. Por fuerza tenía que reconocerle. Ella escuchó un momento más sin moverse. Después cerró de golpe la ventana y corrió el visillo.

Pindonga francesa, pensó él. Y terminó La Marsellesa con una destemplada nota de zumba. Bajó la trompeta. La niña que había salido de la casa contigua permanecía junto a él. Le echó los brazos al cuello y le besó. Los chicos y chicas que le rodeaban los vitorearon, y retumbó el cañón. El beso había sido delicioso. Y ahora conocía la dirección de la muchacha. Se llevó la trompeta a los labios y empezó a tocar Tiger Rag, mientras marchaba, contoneándose, calle abajo. Los chicos y chicas bailaban detrás de él, en una gigantesca y ondulante masa, mientras se encaminaban a Main Street.

La victoria estaba en todas partes.

IV

Encendió otro cigarrillo. Estaba sola en una casa vacía, pensó. Había cerrado todas las ventanas, para ahogar los ruidos de la ciudad, las aclamaciones, los estampidos de los fuegos de artificio y el estruendo de la música. ¿Qué tenía ella que celebrar? Era una noche en que los maridos buscaban a sus mujeres, los niños, a sus padres, los amigos a sus amigos, e incluso los desconocidos se abrazaban en la calle. A ella, nadie la había buscado; nadie la había abrazado.

Fue al cuarto de su hija y encendió la luz. La habitación estaba inmaculadamente limpia, con la colcha recién planchada, la reluciente lamparita de pie, el barnizado tocador, con sus frascos e instrumentos de belleza. Los trucos del oficio, pensó Mary Jordache, amargamente.

Se acercó a la pequeña librería de caoba. Los libros estaban en su sitio, cuidadosamente ordenados. Cogió el grueso volumen de las obras de Shakespeare. Lo abrió por donde el sobre dividía las páginas de Macbeth. Miró dentro del sobre. El dinero seguía allí. Su hija no había tenido siquiera la delicadeza de ocultarlo en otra parte, incluso sabiendo que su madre lo sabía. Extrajo el sobre de entre las páginas de Shakespeare y devolvió el libro al estante, sin mirar dónde lo ponía. Cogió otro libro cualquiera, una antología de poesía inglesa que Gretchen había utilizado en el último curso de la Escuela Superior. Un alimento delicado, para la delicada mente de su hija. Abrió el libro y puso el sobre entre sus páginas. Que su hija buscase el dinero. Si el padre llegaba a descubrir que había ochocientos dólares en casa, su hija no lo encontraría con sólo revisar la librería.

Leyó unos cuantos versos.

Rompe, rompe, rompe,

Sobre tus frías piedras grises, ¡oh, mar!

¡Ojalá pudiese murmurar mi lengua

Los pensamientos que surgen en mí!

Bravo, bravo…

Volvió a colocar el libro en su sitio del estante. Salió de la habitación, sin molestarse en apagar la luz.

Se dirigió a la cocina. Los pucheros y los platos de la cena, que había consumido sola aquella noche, seguían sin lavar en el fregadero. Tiró el cigarrillo a una sartén medio llena de agua grasienta. Había cenado costilla de cerdo. Un alimento vulgar. Miró la cocina; abrió el gas del horno. Arrastró una silla, abrió la puerta del horno, se sentó y metió la cabeza dentro de éste. El olor era desagradable. Permaneció un rato sentada de este modo. El griterío de la ciudad se filtraba a través de la cerrada ventana. Había leído en alguna parte que era en los días de fiesta cuando había más suicidios: Navidad, Año Nuevo. ¿Qué fiesta mejor que la de hoy?

El olor a gas se hizo más fuerte. Empezó a sentirse mareada. Sacó la cabeza del horno y apagó el gas. No había prisa.

Se dirigió al cuarto de estar; por algo era la dueña de la casa. Flotaba un débil olor a gas en la pequeña estancia, con sus cuatro sillas de madera geométricamente colocadas alrededor de la cuadrada mesa de roble, en el centro de la rojiza y raída alfombra. Se sentó a la mesa; sacó un lápiz del bolsillo, y miró a su alrededor, buscando un pedazo de papel; pero no había más que la libreta de colegial en la que registraba las cuentas diarias de la panadería. Ella no escribía cartas, ni las recibía. Arrancó varias hojas del final de la libreta y empezó a escribir en el papel pautado.

Querida Gretchen —escribió—. He resuelto matarme. Es pecado mortal, y lo sé; pero no puedo aguantar más. Te escribo de pecadora a pecadora. No digo más. Ya sabes lo que esto significa.

Pesa una maldición sobre esta familia. Sobre mí, sobre ti, sobre tu padre y sobre tu hermano Tom. Quizá sólo tu hermano Rudolph se ha librado de ella, y aún es posible que la sienta al fin. Me alegra pensar que no viviré para verlo. Es la maldición del sexo. Te diré algo que siempre mantuve oculto. Yo soy hija ilegítima. Nunca conocí a mi padre ni a mi madre. No puedo pensar en la clase de vida que debió llevar mi madre, ni en la degradación en la que debió sumirse. No me extrañaría que tú siguieses sus huellas y te hubieras echado al arroyo. Tu padre, es una bestia. Tú duermes en la habitación contigua a la nuestra, y debes saber lo que quiero decir. Me ha atormentado con su lujuria durante veinte años. Es un animal furioso, y hubo veces en que estuve segura de que iba a matarme. Le he visto casi matar a un hombre a puñetazos, por una cuenta de ocho dólares de pan. Tu hermano Thomas ha heredado el genio de su padre, y no me extrañaría que terminase en la cárcel o en algún sitio peor. Estoy viviendo en una jaula de tigres.

Supongo que yo tengo la culpa. Fui débil, y permití que tu padre me apartase de la Iglesia y convirtiese a mis hijos en unos paganos. Estaba demasiado cansada y atribulada para amarte y para protegerte de tu padre y de su influencia. Y tú parecías siempre tan sencilla, tan pura y tan buena, que se adormecieron mis temores. El resultado, lo sabes mejor que yo.

Interrumpió la escritura, leyó lo que había escrito y se sintió satisfecha. La muerte de su madre, y esta carta de ultratumba, que encontraría sobre su almohada, amargarían los placeres de aquella zorra vil. Cada vez que un hombre la tocase con la mano, recordaría las últimas palabras de su madre.

Tu sangre está manchada —siguió escribiendo—, y ahora veo claramente que también lo está tu carácter. Tu habitación está limpia y aseada, pero tu alma es un corral. Tu padre hubiese debido casarse con alguien como tú. Habríais parecido hechos el uno para el otro. Mi último deseo es que te marches de casa y te vayas lejos, donde tu influencia no pueda corromper a tu hermano Rudolph. Si un solo ser decente sale de esta terrible familia, tal vez esto pesará a los ojos de Dios.

Un ruido confuso de música y gritos se hacía más fuerte en el exterior. Entonces, oyó la trompeta y la reconoció. Rudolph tocaba al pie de la ventana. Se levantó de la mesa, abrió la ventana y miró a la calle. Allí estaba él, al frente de lo que parecían miles de chicos y chicas, tocando para ella, Cuando sonríen los ojos irlandeses.

Agitó la mano y sintió que las lágrimas subían a sus ojos. Rudolph ordenó a los muchachos que la saludasen con el cañón, y el estampido retumbó por toda la calle. Ahora, lloraba de veras, y tuvo que enjugarse los ojos con el pañuelo. Después de un último ademán de despedida, Rudolph echó a andar calle abajo, al frente de su ejército, marcando el paso con la trompeta.

Ella se retiró de la ventana, se sentó en la mesa y sollozó. Él me ha salvado la vida, pensó; mi guapo hijo me ha salvado la vida.

Rasgó la carta, se metió en la cocina y quemó los fragmentos en el fogón.

V

Muchos de los soldados estaban borrachos. Todos los que podían andar y embutirse un uniforme habían volado del hospital, sin esperar los permisos, en cuanto la radio había dado la noticia; pero algunos habían regresado, trayendo botellas, y el salón de descanso olía como una taberna, mientras hombres en sillas de ruedas o con muletas iban de un lado para otro, gritando y cantando. Después de la cena, el jolgorio había degenerado en destrucción, y los hombres rompían a palos los cristales de las ventanas, arrancaban los carteles de las paredes y rasgaban libros y revistas en puñados de confeti, con los que entablaban batallas de carnaval entre voces y risotadas de borracho.

—¡Soy el general George S. Patton! —gritó un muchacho, a nadie en particular. Llevaba un aparato de acero alrededor de los hombros, que le elevaba el destrozado brazo por encima de la cabeza—. ¿Dónde está su corbata, soldado? Treinta años K.P.

Después, agarró a Gretchen con su brazo sano y se empeñó en bailar con ella en el centro de la estancia, al son de Alabad al Señor y pasadme las municiones, que los otros soldados, complacientes, cantaban para él. Gretchen tenía que asir con fuerza al soldado, para que no cayese al suelo.

—Soy el más grande artillero manco del mundo, y el mejor bailarín del salón, y voy a ir mañana a Hollywood a danzar con Ginger Rogers. Cásate conmigo, pequeña, y viviremos como reyes con mi pensión de mutilado. Hemos ganado la guerra, pequeña. El mundo será un Edén para los inválidos totales.

Después, tuvo que sentarse, porque sus rodillas ya no le aguantaban. Se sentó en el suelo, metió la cabeza entre las rodillas y cantó una estrofa de Lili Marlene.

Esta noche, Gretchen no podía hacer nada por ellos. Tenía una sonrisa fija en su rostro, y trataba de intervenir cuando las batallas de confeti se hacían demasiado rudas y amenazaban convertirse en luchas de verdad. Una enfermera se asomó a la puerta y llamó a Gretchen con un ademán. Gretchen fue a su encuentro.

—Creo que harías bien en marcharte de aquí —dijo la enfermera, en voz baja y preocupada—. Dentro de un rato, se pondrán imposibles.

—En realidad, no les censuro —dijo Gretchen—. ¿Y tú?

—No les censuro —respondió la enfermera—, pero me aparto de su camino.

Hubo un chasquido de cristales. Un soldado había arrojado una botella de whisky vacía por la ventana.

—Fuego a discreción —dijo el soldado, cogiendo una papelera de metal y arrojándola por otra ventana—. Dispare los morteros contra esos bastardos, teniente. Hay que tomar aquella altura.

—Fue una suerte que les quitaran las armas antes de traerlos aquí —dijo la enfermera—. Esto es peor que Normandía.

—¡Que vengan los japoneses! —gritó alguien—. ¡Los mataré con mi botiquín de urgencia Banzai!

La enfermera tiró de la manga a Gretchen.

—Vete a casa —le dijo—. Éste no es sitio para una muchacha. Ven mañana temprano y ayuda a recoger los despojos.

Gretchen asintió con la cabeza y echó a andar hacia los vestuarios, para cambiarse, mientras la enfermera se alejaba. Entonces, se detuvo, dio media vuelta y enfiló al pasillo que conducía a las salas. Penetró en la sala donde estaban los heridos graves de la cabeza y del pecho. Había poca luz. La mayoría de las camas estaban vacías, pero, aquí y allí, se veía algún cuerpo bajo las sábanas. Se dirigió a la última cama del rincón, donde yacía Talbot Hughes, con la glucosa goteando en su brazo desde el frasco colgado junto a la cama. Yacía allí, con los ojos abiertos, enormes y febriles, destacando en su chupada cara. La reconoció y le sonrió. El griterío y los cantos del distante salón de descanso llegaban como el rumor confuso de un campo de fútbol. Ella le devolvió la sonrisa y se sentó en el borde de la cama. Aunque le había visto la noche anterior, le pareció que había enflaquecido terriblemente en veinticuatro horas. Los vendajes del cuello eran lo único sólido a su alrededor. El médico de la sala le había dicho a Gretchen que Talbot moriría, dentro de aquella semana. En realidad, no hubiese debido morir, le había dicho el médico; la herida cicatrizaba bien, aunque, naturalmente, el hombre perdería el habla. Pero, en esta fase de su lesión y en circunstancias normales, debería tomar ya alimento e incluso pasear un poco. En vez de esto, el herido se debilitaba día a día, sin ruido, suavemente, irresistiblemente, empeñado en morir, sin armar jaleo ni molestar a nadie.

—¿Quiere que le lea esta noche? —preguntó Gretchen.

Él sacudió la cabeza sobre la almohada. Después, le alargó una mano. Ella la asió. Podía contar todos los frágiles huesos, unos huesos de pájaro. Él volvió a sonreír y cerró los ojos. Ella permaneció sentada allí, inmóvil, sosteniéndole la mano. Así estuvo durante más de quince minutos, sin decir nada. Después, vio que él se había dormido. Desprendió con cuidado la mano, se levantó y salió de la sala. Mañana le preguntaría al médico cuándo creía que Talbott Hughes les abandonaría, victorioso. Porque quería estar allí y apretarle la mano, como representante del dolor de su país, para que no muriese solo, a los veinte años, sin haber podido decir nada.

Se puso rápidamente su ropa de calle y salió corriendo del edificio.

Al cruzar la puerta principal, vio a Arnold Simms apoyado en la pared, fumando. Era la primera vez que le veía, desde aquella noche en el salón de descanso. Vaciló un momento, y echó a andar hacia la parada de autobús.

—Buenas noches, Miss Jordache —dijo aquella voz que tanto recordaba, cortés, un poco campesina.

Gretchen hizo un esfuerzo y se detuvo.

—Buenas noches, Arnold —dijo.

Él tenía el rostro inexpresivo, como si nada recordase.

—Por fin, los chicos tienen algo por lo que gritar, ¿no cree? —dijo, con un breve movimiento de cabeza en dirección al pabellón donde estaba la sala de descanso.

—Así es —dijo ella.

Deseaba alejarse de allí, pero no quería que pareciese que le tenía miedo.

—Los viejos Estados Unidos se han salido con la suya —dijo Arnold—. Ha sido una grande y hermosa hazaña, ¿no le parece?

Ahora se estaba burlando de ella.

—Todos deberíamos sentirnos muy felices —dijo Gretchen.

Aquel hombre tenía el don de hacerla parecer pomposa.

—Yo me siento feliz —dijo él—. De veras. Extraordinariamente feliz. Hoy, te tenido buenas noticias. Particularmente buenas. Por esto la esperé aquí. Quería decírselo.

—¿De qué se trata, Arnold?

—Mañana me dan de alta —dijo él.

—Es una buena noticia —dijo ella—. Le felicito.

—Gracias. Oficialmente, según el Cuerpo Médico de los Estados Unidos, puedo andar. Orden de traslado a la oficina militar más próxima, y licenciamiento inmediato del servicio. La semana próxima, a estas horas, estaré de nuevo en St. Louis. Arnold Simms, paisano.

—Le deseo… —se interrumpió. Iba a decir felicidad, pero habría sido una tontería— suerte —dijo.

Y aún fue peor.

—¡Oh, soy un chico afortunado! —dijo él—. Nadie tiene que preocuparse por el pequeño y viejo Arnold. Aún he tenido otras noticias buenas. Ha sido una semana grande para mí; una semana formidable. He recibido carta de Cornualles.

—Esto es magnífico —se apresuró a decir ella—. Le ha escrito aquella chica de quien me habló…

Palmeras. Adán y Eva en el Paraíso.

—Sí. —Tiró el cigarrillo—. Acababa de enterarse de que su marido había muerto en Italia, y pensó que me gustaría saberlo.

Nada había que responder a esto; Gretchen guardó silencio.

—Bueno, ya no volveremos a vernos, Miss Jordache —dijo él—, a menos que pase usted algún día por St. Louis. Podrá hallar mi dirección en la guía telefónica. Viviré en un barrio exclusivamente residencial. Bueno, no quiero entretenerla más. Supongo que tendrá que ir a alguna fiesta de la victoria o a algún baile de club. Sólo quería darle las gracias por todo lo que ha hecho a favor de los soldados, Miss Jordache.

—Buena suerte, Arnold —dijo ella, fríamente.

—¡Lástima que no tuviese tiempo de ir al Desembarcadero aquel sábado! —dijo él, sin andarse con rodeos—. Compramos un par de pollos estupendos, los asamos y nos dimos un banquete. La echamos en falta.

—Confiaba en que no hablaría de esto, Arnold —dijo ella.

Hipócrita, hipócrita.

—¡Dios mío! —dijo él—. Es usted tan linda, que sólo tengo ganas de sentarme y echarme a llorar.

Giró sobre sus talones, empujó la puerta del hospital y entró cojeando en el edificio.

Ella caminó despacio hacia la parada de autobús, sintiéndose vapuleada. La victoria no resolvía nada.

Se plantó bajo el farol y consultó su reloj, preguntándose si los conductores de autobuses andarían también de parranda esta noche. Había un coche aparcado más debajo de la calle, a la sombra de un árbol. El coche arrancó y avanzó despacio en su dirección. Era el «Buick» de Boylan. Por un momento, pensó en volver corriendo al hospital.

Boylan detuvo el coche frente a ella y abrió la portezuela.

—¿Puedo llevarla, señora?

—No, muchas gracias.

No le había visto desde hacía más de un mes; desde la noche en que habían ido a Nueva York.

—Pensé que podríamos ir juntos a darle las gracias a Dios, por haber otorgado la victoria a nuestras armas —dijo él.

—Gracias. Esperaré al autobús.

—Recibió mis cartas, ¿no? —preguntó él.

—Sí.

Había encontrado dos cartas, sobre su mesa de la oficina, en las que él le daba cita frente a los «Almacenes Bernstein». No había acudido, ni había respondido a las cartas.

—Su respuesta debió de extraviarse en el correo —dijo él—. El servicio funciona muy mal estos días, ¿no cree?

Ella se alejó del coche. Él se apeó, la alcanzó y la asió del brazo.

—Ven a casa conmigo —dijo, con voz ronca—. Inmediatamente.

Su contacto le crispó los nervios. Le odiaba, pero sabía que le habría gustado hallarse en su lecho.

—¡Suéltame! —dijo, dando un furioso tirón para desprender el brazo.

Volvió a la parada del autobús, y él la siguió.

—Está bien —dijo Boylan—. Te diré lo que vine a decirte. Quiero casarme contigo.

Ella se echó a reír. Rió, sin saber por qué. Sería por la sorpresa.

—He dicho que quiero casarme contigo —repitió él.

—Y yo le diré una cosa —dijo ella—. Márchese a Jamaica, según tiene proyectado, y le escribiré allí. Deje su dirección a su secretaria. Y ahora, discúlpeme; aquí está mi autobús.

El autobús se detuvo, y ella saltó al vehículo en cuanto se abrió la puerta. Dio su billete al conductor y fue a sentarse en la parte de atrás. Estaba temblando. Si no hubiese llegado el autobús en aquel momento, habría dicho que sí y se habría casado con Boylan.

Cuando el autobús se acercó a Port Philip, oyó las sirenas de los bomberos y miró hacia la colina. Había fuego. ¡Ojalá fuese el edificio principal y ardiese hasta los cimientos!

VI

Claude se agarraba a Tom con ambos brazos, mientras éste conducía la moto por el estrecho camino de la parte de atrás de la finca de Boylan. Tom tenía poca práctica y avanzaba despacio, y Claude gemía junto a su oído cada vez que saltaba en un bache o tropezaba con alguna piedra. Tom ignoraba la gravedad de las quemaduras, pero sabía que tenía que hacer algo. Pero, si llevaba a Claude al hospital, le preguntarían cómo se había quemado, y no había que ser un Sherlock Holmes para establecer una relación entre el chico del brazo quemado y la cruz que ardía en la colina. Y seguro que Claude no se avendría a cargar él solo con la culpa. Claude no era ningún héroe. Era incapaz de morir en el tormento, sin despegar los labios. Esto era indudable.

—Escucha —dijo Tom, frenando la moto hasta casi pararla—, ¿tenéis médico de cabecera?

—Sí —dijo Claude—. Mi tío.

Así, se podía tener familia. Curas, médicos, y, probablemente, un abogado que aparecería más tarde, cuando les hubiesen detenido.

—¿Cuál es su dirección? —preguntó Tom.

Claude se la murmuró. Estaba tan asustado que casi no podía hablar. Tom aceleró y, siguiendo caminos apartados, consiguió llegar a un caserón de las afueras de la ciudad, en cuyo jardín había un rótulo que decía: Durante. Robert Tinker, médico.

Tom detuvo la moto y ayudó a Claude a bajar.

—Escucha —le dijo—, entrarás tú solo, ¿comprendes? Y, sea lo que fuere lo que le digas a tu tío, te guardarás muy bien de pronunciar mi nombre. Lo mejor sería que tu padre te sacase esta noche de la ciudad. Mañana, habrá un jaleo terrible, y, si alguien te ve por ahí con la mano quemada, no tardarán diez segundos en caer sobre ti como una manada de lobos.

Por toda respuesta, Claude gimió y se agarró al hombro de Tom. Éste le empujó.

—Manténte sobre los pies, hombre —le dijo—. Y ahora, entra y procura que sólo te vea tu tío. Y, si algún día me entero de que me has delatado, te mataré.

—¡Tom! —gimió Claude.

—Ya lo has oído —dijo Tom—. Te mataré. Y sabes que lo digo en serio —añadió, empujándole hacia la puerta de la casa.

Claude se dirigió a la puerta, tambaleándose. Alzó la mano ilesa y tocó el timbre. Tom no esperó a verle entrar. Se alejó rápidamente, calle abajo. El resplandor del incendio se cernía aún sobre la ciudad, iluminando el cielo.

Bajó hasta el río, cerca del cobertizo donde su padre guardaba su esquife. La orilla estaba a oscuras, y se percibía un olor ácido a metal enmohecido. Se quitó el suéter. Hedía a lana quemada, un olor enfermizo, como de vómito. Buscó una piedra, la envolvió con el suéter y tiró el paquete al río. Sonó un chasquido apagado, y vio como un surtidor de agua blanca sobre la negra corriente, mientras el suéter se hundía. Sentía la pérdida del suéter. Era su mascota. Embutido en él, había ganado muchos combates. Pero hay veces en que uno tiene que prescindir de sus cosas, y ésta era una de ellas.

Se alejó del río y se dirigió a su casa, sintiendo el frío de la noche a través de su camisa. Se preguntaba si de veras tendría que matar a Claude Tinker.