Capítulo IV

I

El gimnasio de la escuela elemental, próxima a la casa de los Jordache, estaba abierto hasta las diez, cinco noches por semana. Tom Jordache iba allí dos o tres veces a la semana, a veces a jugar al baloncesto, otras a armar jaleo con los chicos y jóvenes que se reunían allí o a jugar al juego de los mamporros que, de vez en cuando, se practicaba en el lavabo de los muchachos, a espaldas del profesor de gimnasia, que arbitraba los continuos partidos del campo de baloncesto.

Tom era el único chico de su edad a quien se le permitía participar en aquel juego. Se había ganado el ingreso a fuerza de puños. Había encontrado un sitio entre dos de los jugadores y, una noche, se había arrodillado en el suelo y arrojado un dólar al bote, diciendo «Estás enclenque» a Sonny Jackson, muchacho de diecinueve años que estaba a punto de alistarse y que era el alma del grupo que se reunía alrededor de la escuela. Sonny era un chico rechoncho y vigoroso, camorrista y muy sensible a los insultos. Tom había elegido deliberadamente a Sonny para su debut. Sonny le había mirado, de mal talante, y empujado el billete de un dólar en su dirección. «Lárgate, mocoso —le había dicho—. Esto es un juego de hombres».

Tom, sin vacilar, se había inclinado sobre el espacio despejado y le había dado un revés a Sonny, sin mover las rodillas. En la lucha que siguió, Tom se ganó su reputación. Hirió a Sonny en los párpados y en los labios, y acabó arrastrándole hasta la ducha, abriendo la espita del agua fría y manteniéndole allí cinco minutos, antes de cerrar el grifo. A partir de entonces, siempre que Tom se acercaba al grupo del gimnasio, le abrían paso de buen grado.

Esta noche, no había juego. Un escuálido muchacho de veinte años, llamado Pyle, que se había alistado no más empezar la guerra, mostraba un sable de samurái que decía haber capturado personalmente en Guadalcanal. Había sido licenciado del Ejército, después de tres ataques de paludismo y de haber estado a las puertas de la muerte. Aún tenía un color amarillo alarmante.

Tom escuchó escépticamente a Pyle, que contaba que había arrojado una granada de mano en el interior de una cueva, por pura suerte. Dijo que había oído un grito y que había penetrado en la cueva, empuñando su pistola de teniente, y encontrado muerto a un capitán japonés, con la espada a su costado. Tom pensó que esto era más propio de Errol Flynn en Hollywood que de un chico de Port Philip en el sur del Pacífico. Pero nada dijo, porque estaba de buen humor y no podía, en modo alguno, pegarle a un tipo tan pálido y enfermizo.

—Dos semanas después —dijo Pyle—, le corté la cabeza a un japonés con este sable.

Tomo sintió que le tiraban de la manga. Era Claude, con su traje y su corbata acostumbrados, y con un poco de espumilla entre los labios.

—Oye —murmuró Claude—, tengo algo que decirte. Salgamos de aquí.

—Espera un momento —dijo Tom—. Quiero oír esto.

—La isla estaba en nuestro poder —iba diciendo Pyle—, pero aún había japoneses ocultos, que salían de noche, disparaban sobre la zona y tumbaban a los chicos. El comandante se enfureció y envió patrullas, tres veces al día. Nos dijo que no debía quedar uno solo de aquellos bastardos en la zona.

»Bueno, yo salí con una de esas patrullas, y vimos a uno de ellos que intentaba vadear un torrente. Disparamos. Le herimos, pero no de gravedad, y el tipo se quedó sentado, con las manos alzadas sobre la cabeza y diciendo algo en japonés. No había ningún oficial en la patrulla; sólo un cabo y seis soldados; y yo que les digo: «Escuchad, muchachos: mantenedlo ahí, pues iré a buscar mi sable de samurái y tendremos una ejecución en regla». El cabo se resistió un poco, pues teníamos la orden de hacer prisioneros; pero, como ya he dicho, no había allí ningún oficial, y, a fin de cuentas, esto era lo que hacían aquellos bastardos a nuestros hombres; cortarles la cabeza. Por consiguiente, pusimos el asunto a votación y fui en busca de mi sable de samurái. Le hicimos poner de rodillas, en la debida forma, y él obedeció como si estuviese acostumbrado a hacerlo. Como el sable era mío, tenía que realizar yo el trabajo. Lo levanté por encima de la cabeza, y ¡zas!, la cabeza rodó por el suelo como un coco, con los ojos abiertos. La sangre saltó casi a tres metros de distancia. Os aseguro —dijo Pyle, tocando amorosamente el filo del arma— que estos sables son formidables.

—Una mierda —dijo Claude, en voz alta.

—¿Qué? —preguntó Pyle, pestañeando—. ¿Qué has dicho?

—He dicho mierda —repitió Claude—. Nunca cortaste la cabeza de un japonés. Apuesto a que compraste este sable en una tienda de recuerdos de Honolulú. Mi hermano Al te conoce y dice que no eres capaz de matar un conejo.

—Oye, pequeño —dijo Pyle—. Aunque estoy enfermo, te daré la paliza de tu vida si no cierras el pico y te largas de aquí. Nadie puede hablarme de ese modo.

—Vamos a verlo —dijo Claude.

Se quitó las gafas y las metió en el bolsillo superior de su chaqueta. Parecía patéticamente indefenso.

Tom suspiró y se colocó delante de Claude.

—Si alguien quiere pegar a mi amigo —dijo—, antes tendrá que vérselas conmigo.

—No me importa —dijo Pyle, pasando el sable a otro muchacho—. Eres joven, pero novato.

—Déjalo, Pyle —dijo el chico que aguantaba el sable—. Te va a matar.

Pyle miró, vacilante, los rostros que le rodeaban. Vio en ellos algo que no le gustó.

—Lo cierto es —dijo, a grandes voces— que no he vuelto de la lucha del Pacífico para pelear con chiquillos de mi propio país. Dame el sable, tengo que volver a casa.

Se batió en retirada. Los otros salieron sin decir palabra, dejando a Tom y a Claude dueños del lavabo.

—¿Por qué has tenido que hacer esto? —preguntó Tom, irritado—. Él no llevaba mala intención. Y sabías que no le habrían dejado que me atacase.

—Sólo quería ver la expresión de sus caras —dijo Claude, sudoroso y haciendo un guiño—. Esto es todo. El poder. El poder en bruto.

—Un día, harás que me maten, con tu poder en bruto —dijo Tom—. Y ahora, ¿qué diablos tienes que decirme?

—He visto a tu hermana —dijo Claude.

—Te felicito. Yo la veo todos los días. Y algunos días, dos veces.

—La vi delante de los «Almacenes Bernstein». Yo iba en mi moto, y di la vuelta a la manzana para asegurarme. La vi subir a un gran «Buick» descapotable, y un tipo aguantaba la portezuela para que subiese. Estoy seguro de que le estaba esperando frente a «Bernstein».

—No está mal —dijo Tom—. Fue a dar una vuelta en un «Buick».

—¿Quieres saber quién conducía el «Buick»? —los ojos de Claude bailaban detrás de sus gafas, gozosos de su información—. Te vas a morir de asombro.

—No me moriré. ¿Quién era?

—Míster Theodore Boylan, Esquire —dijo Claude—. Era él. Un buen ascenso social, ¿no crees?

—¿Cuándo los viste?

—Hace una hora. Te he estado buscando desde entonces.

—Probablemente, la habrá llevado al hospital. Ella trabaja allí de noche.

—Esta noche no está en ningún hospital, amigo —dijo Claude—. Les seguí un trecho en la moto. Fueron por la carretera del monte. En dirección a la casa de él. Si quieres ver esta noche a tu hermana, te aconsejo que eches un vistazo a la mansión de Boylan.

Tom vaciló. Si Gretchen hubiese salido en coche con un chico de su edad, en dirección del prado de los novios, junto al río, para besuquearse un poco, la cosa habría sido diferente. Algo con que pincharla un poco. Odioso chico. Pagarle con su propia moneda. Pero, con un viejo como Boylan, con un pez gordo de la ciudad… Prefería no mezclarse en ello. Una cosa así, nunca se sabía cómo podía terminar.

—Escucha —dijo Claude—, si fuese mi hermana, yo metería la nariz. Ese Boylan tiene fama en toda la ciudad. No sabes cuántas cosas les he oído contar a mi padre y a mi tío sobre ésa casa, cuando no saben que estoy escuchando. Tu hermana puede meterse en un lío bien gordo…

—¿Tienes la moto ahí fuera?

—Sí. Pero necesitamos un poco de gasolina.

La motocicleta era propiedad de Al, hermano de Claude, que se había incorporado a filas hacía un par de semanas. Al había prometido romperle todos los huesos a Claude, si éste empleaba la máquina durante su ausencia; pero, siempre que sus padres salían por la noche, Claude la sacaba del garaje, después de echarle un poco de gasolina del coche familiar, y corría en ella por la ciudad durante una hora, esquivando la Policía, porque era demasiado joven para tener licencia de conductor.

—Está bien —dijo Tom—. Iremos a ver qué pasa en la colina.

Claude llevaba un tubo de goma en la motocicleta. Pasaron detrás de la escuela, donde estaba oscuro, abrieron el tanque de gasolina de un «Chevrolet» aparcado, y Claude introdujo en él el tubo y chupó con fuerza; después, cuando subió la gasolina, llenó el depósito de la moto.

Tom montó en el sillín de atrás, Claude asió el manillar, y la moto rodó por callejas apartadas hacia las afueras de la ciudad y enfiló la larga y serpenteante carretera de la colina, en dirección a la mansión de Boylan.

Cuando llegaron a la puerta principal, cuyas dos alas de hierro forjado permanecían abiertas y montadas en un muro de piedra que parecía tener kilómetros de longitud, dejaron la motocicleta detrás de unos arbustos. Tenían que seguir a pie, para no hacer ruido. Había una caseta para el portero; pero, desde que empezó la guerra, nadie vivía en ella. Los chicos conocían bien aquella finca. Desde hacía años, solían saltar sus muros para cazar pájaros y conejos con escopetas de aire comprimido. La propiedad estaba muy descuidada desde hacía tiempo, y más parecía una selva que el frondoso parque que había sido antaño.

Cruzaron la arboleda en dirección al edificio principal. Al acercarse a éste, vieron el «Buick» aparcado frente a la casa. No había luces en el exterior, pero se filtraba un resplandor a través de un gran ventanal de la planta baja.

Avanzaron cautelosamente hacia un macizo de flores que había frente al ventanal. Éste llegaba casi al suelo. Una de sus hojas estaba entreabierta. Las cortinas habían sido corridas descuidadamente, y, con Claude arrodillado en tierra y Tom a horcajadas sobre él, ambos podían observar el interior al mismo tiempo.

Hasta donde alcanzaba su vista, la habitación estaba vacía. Era espaciosa y cuadrada, y había en ella un gran piano, un lago sofá, enormes sillones y varias mesas con revistas. Una fogata ardía en el hogar. En las paredes, estanterías llenas de libros. Unas cuantas lámparas iluminaban la estancia. Frente a la ventana, una puerta doble y abierta permitía ver un vestíbulo y los peldaños inferiores de una escalinata.

—Esto es vivir —murmuró Claude—. Con una casa así, yo tendría todas las zorras de la ciudad.

—¡Cállate! —dijo Tom—. Bueno, aquí no hay nada que hacer. Larguémonos.

—Vamos, Tom —protestó Claude—. Tómalo con calma. Acabamos de llegar.

—No me parece una noche muy divertida —dijo Tom—. Estamos aquí quietos, con este frío, mirando una habitación donde no hay nadie.

—Esperemos a ver si pasa algo, hombre —dijo Claude—. Probablemente, están arriba. No se pasarán allí toda la noche.

En realidad, Tom no deseaba ver aparecer a nadie en aquella habitación. A nadie. Quería marcharse de aquella casa. Y mantenerse lejos de ella. Pero tampoco quería que pareciese que se rajaba.

—De acuerdo —dijo—. Esperaré dos minutos. —Se apartó de la ventana, dejando a Claude de rodillas, espiando—. Llámame si ocurre algo —añadió.

La noche estaba en calma. La niebla que ascendía de la tierra mojada se iba haciendo más espesa, y no lucían las estrellas. A lo lejos, allí abajo, se distinguía el débil fulgor de las luces de Port Philip. Las tierras de los Boylan se extendían en todas direcciones, partiendo de la casa: una infinidad de árboles viejos, el perfil de la valla de un campo de tenis, varios edificios bajos, a unos cincuenta metros de distancia, que habían servido antaño de caballerizas. Todo aquello para un hombre solo. Tom pensó en la cama que compartía con su hermano. Bueno, Boylan también compartía su cama esta noche. Escupió en el suelo.

—¡Eh! —le llamó Claude muy excitado—. Ven aquí, ven aquí.

Tom volvió despacio a la ventana.

—Acaba de entrar, viniendo de la escalera —murmuró Claude—. Mira eso. Mira eso, ¿quieres?

Tom miró. Boylan se hallaba de espaldas a la ventana, en el lado opuesto de la estancia. Estaba junto a una mesa, donde había botellas, vasos y un cubo de plata para hielo. Escanciaba whisky en dos de los vasos. Iba desnudo.

—¡Vaya manera de andar por casa! —dijo Claude.

—¡Cállate! —dijo Tom.

Observó cómo Boylan echaba distraídamente unos pedazos de hielo en los vasos y añadía unos chorros de sifón. Boylan no cogió los vasos enseguida. Se acercó a la chimenea, arrojó otro leño al fuego, se dirigió a una mesa próxima a la ventana, abrió una cajita de laca y sacó un cigarrillo. Lo encendió con un mechero de plata de más de un palmo de longitud. Sonreía ligeramente.

Plantado allí, tan cerca de la ventana, su silueta destacaba claramente a la luz de la lámpara. Cabellos rubios y desgreñados, cuello flaco, pecho de gallina, brazos flojos, rodillas nudosas y piernas ligeramente arqueadas. Tom sintió una rabia feroz, una impresión de verse profanado, de ser testigo de una indecible obscenidad. Si hubiese tenido una pistola, le habría matado. Aquel bodoque encanijado; aquel tipo enclenque, fachendoso, sonriente y satisfecho; aquel cuerpo débil, pálido y velloso, confiadamente exhibido. Era peor, infinitamente peor, que si Tom hubiese visto entrar a su hermana desnuda.

Boylan cruzó la estancia sobre la gruesa alfombra (el humo del cigarrillo flotaba sobre su hombro) y salió al vestíbulo.

—¡Gretchen! —gritó, mirando escaleras arriba—. ¿Quieres que te suba la bebida, o prefieres bajar a tomarla?

Escuchó. Tom no pudo oír la respuesta. Boylan asintió con la cabeza, volvió al salón y cogió los dos vasos. Después, salió llevando el whisky y empezó a subir la escalera.

—¡Dios mío, qué facha! —dijo Claude—. Parece una gallina. Creo que, si uno es rico, puede ser como el Jorobado de Nuestra Señora de París y no faltarle las queridas.

—Vámonos de aquí —dijo Tom, con voz ronca.

—¿Por qué? —Claude le miró, sorprendido; en los cristales de sus gafas se reflejaba la luz que se filtraba entre las cortinas—. La función no ha hecho más que empezar.

Tom estiró una mano, agarró de los pelos a Claude y, de un salvaje tirón, le obligó a ponerse en pie.

—Por el amor de Dios, ¿qué estás haciendo? —dijo Claude.

—He dicho que nos larguemos de aquí. —Tom tenía fuertemente agarrado a Claude por la corbata—. Y ni una palabra sobre lo que has visto esta noche.

—¡Yo no he visto nada! —gimió Claude—. ¿Qué he visto yo?

—Si oigo decir una palabra a alguien sobre esto, nunca olvidarás la tunda que voy a darte. ¿Comprendido? —dijo Tom.

—Vamos, Tom —dijo Claude, en tono de reproche, frotándose el dolorido cuello cabelludo—. Soy tu amigo.

—¿Lo has comprendido bien? —dijo Tom, furioso.

—Claro, claro. Lo que tú digas. No sé a qué viene tanta excitación.

Tom le soltó, dio media vuelta y echó a andar por el césped, alejándose de la casa. Claude le siguió gruñendo.

—Los chicos dicen que estás loco —dijo, al alcanzarle—, y yo siempre les respondo que son ellos los majaretas. Pero, ahora, empiezo a ver lo que quieren decir. De veras. ¡Menudo genio!

Tom no respondió. Llegó a la verja casi corriendo. Claude sacó la moto y Tom saltó sobre la banqueta. Volvieron a la ciudad sin decir palabra.

II

Ahíta y adormilada, Gretchen yacía en el amplio y mullido lecho, cruzadas las manos detrás de la nuca, mirando el techo. Éste reflejaba el fuego que Boylan había encendido antes de desnudarla. En la casa de la colina, sabían planear meticulosamente y poner debidamente en práctica las maniobras de la seducción. La casa era tranquila y lujosa; los criados no aparecían por ninguna parte; el teléfono permanecía mudo; no había prisas ni movimiento; nada chocante o imprevisto turbaba el ritual nocturno.

En la planta baja, sonaron las apagadas campanadas de un reloj. Las diez. Era la hora en que se vaciaba la sala de estar del hospital, y los heridos, con sus muletas o en sillas de ruedas, volvían a sus pabellones. Ahora, Gretchen sólo iba al hospital dos o tres veces por semana. Su vida se centraba, con urgencia única, en la cama donde yacía en estos instantes. La esperaba durante el día; se borraba de su memoria durante la noche. Ya compensaría a los heridos en otra ocasión.

Incluso al abrir el sobre y encontrar en él los ochocientos dólares, comprendió que volvería a esta cama. Si Boylan tenía el capricho de humillarla, estaba dispuesta a aceptarlo. Ya se lo haría pagar más adelante.

Ni Boylan ni ella habían hablado nunca de aquel sobre. El martes, cuando ella salió de la oficina después del trabajo, el «Buick» estaba allí, con Boylan al volante. Él había abierto la portezuela, sin decir palabra; ella había subido, y ambos se habían dirigido a la casa. Habían cohabitado, habían ido a cenar a «The Farmer's Inn» y habían vuelto a casa y cohabitado una vez más. Después, él la había llevado a la ciudad, la había dejado a dos manzanas de su casa, y ella había caminado el resto del trayecto.

Teddy lo hacía todo a la perfección. Era discreto: le gustaba el secreto, y ella lo necesitaba. Nadie sabía nada acerca de ellos. Buen conocedor, la había llevado a un médico de Nueva York, para un diafragma, de modo que no tenía que preocuparse por esto. Aprovechando este viaje a Nueva York, le había comprado el vestido rojo, según lo prometido. El vestido rojo estaba colgado en el guardarropa de Teddy. Ya llegaría el día en que podría ponérselo.

Teddy lo hacía todo a la perfección; pero ella no le apreciaba en demasía, y, desde luego, no le amaba. Su cuerpo era endeble y poco atractivo; sólo envuelto en sus ropas elegantes podía considerarse un tanto llamativo. Era un hombre sin ilusiones, comodón y cínico, confesadamente fracasado, sin amigos, confinado por una familia poderosa en un arruinado castillo victoriano, la mayoría de cuyas habitaciones permanecían continuamente cerradas. Un hombre vacío, en una casa medio vacía. Resultaba fácil comprender que la hermosa mujer cuya fotografía podía verse aún sobre el piano, en la planta baja, se hubiese divorciado de él y fugado con otro hombre.

No era amable o admirable, pero tenía otras condiciones. Habiendo renunciado a las actividades corrientes de los hombres de su clase, como el trabajo, la guerra, los juegos y la amistad, se dedicaba a una sola cosa: fornicaba con todo el vigor y la astucia que había acumulado. Nada le exigía a ella, salvo que estuviese allí, que fuese la materia de su arte. Su triunfo estaba en su propia actuación. Ganaba, sobre la almohada, la única batalla a la que no había renunciado. Los himnos de la victoria eran los suspiros de placer de la hembra. En cuanto a Gretchen, le tenían sin cuidado los triunfos o fracasos de Boylan. Yacía en actitud pasiva, sin rodear siquiera con los brazos aquel cuerpo insignificante, aceptando, aceptando. Él era un ser anónimo, un don nadie, el principio masculino, un príapo abstracto y desconectado, al que había estado esperando toda la vida, sin saberlo. Era un esclavo para su satisfacción, que mantenía abierta la puerta de un palacio maravilloso.

Ni siquiera le estaba agradecida.

Los ochocientos dólares permanecían guardados entre las hojas de su ejemplar de las obras de Shakespeare, entre los actos II y III de Como gustéis.

Un reloj dio la hora en alguna parte, y la voz de él llegó a la habitación desde la planta baja:

—¿Quieres que te suba la bebida, o prefieres bajar a tomarla?

—Súbela —respondió.

Su voz era más grave, más ronca. Se dio cuenta de que tenía nuevas y más sutiles tonalidades; si los oídos de su madre no hubiesen ensordecido a causa de su propio desastre, sin duda le habría bastado oír una frase de su hija para saber que ésta había empezado a navegar por el soleado y peligroso mar en que ella había naufragado y perecido ahogada.

Boylan entró en el dormitorio, desnudo a la luz de la chimenea, trayendo los dos vasos. Gretchen se incorporó y tomó uno de los vasos de su mano. Él se sentó en el borde de la cama, sacudiendo la ceniza del cigarrillo en un cenicero que había sobre la mesita de noche.

Bebieron. A ella empezaba a gustarle el whisky escocés. Él se inclinó y le besó un seno.

—Quiero ver cómo sabe sazonado con whisky —dijo.

Besó el otro seno. Ella tomó otro sorbo del vaso.

—No eres mía —dijo él—. No eres mía. Sólo hay un momento en que tengo la impresión de que lo eres, y es cuando penetro en ti. Aparte de esto, incluso cuando yaces desnuda a mi lado y te toco con la mano, siento que te has escapado. ¿Eres mía?

—No —dijo ella.

—¡Caray! —dijo él—. Y tienes diecinueve años. ¿Cómo serás cuando tengas treinta?

Ella sonrió. Entonces, le habría olvidado. Tal vez antes. Mucho antes.

—¿En qué pensabas mientras yo estaba abajo, preparando la bebida? —preguntó él.

—En la fornicación.

—¿Por qué hablas así?

Su propio lenguaje era extrañamente remilgado; tal vez supervivencia de un temor infantil a la niñera, siempre dispuesta a lavar con jabón de la cocina la boca de los niños que usaban palabras feas.

—Nunca hablaba así, antes de conocerte —dijo ella, echando un buen trago de whisky.

—Yo no hablo de esa manera —dijo él.

—Porque eres un hipócrita —replicó Gretchen—. Si puedo hacer algo, también puedo nombrarlo.

—No es mucho lo que puedes —dijo él, amoscado.

—Soy una chiquilla provinciana y sin experiencia. Si el apuesto caballero del «Buick» no se hubiese presentado aquel día y no me hubiese emborrachado y seducido, probablemente habría vivido y muerto como una marchita y agriada solterona.

—Apuesto —dijo él— a que habrías ido a reunirte con aquellos dos negros.

Ella sonrió, con expresión ambigua.

—Esto no lo sabremos nunca, ¿verdad?

Él la miró, reflexivamente.

—Creo que te conviene un poco de instrucción —dijo. Después, apagó el cigarrillo, como si acabase de tomar una resolución—. Discúlpame. —Se levantó—. Tengo que llamar por teléfono.

Esta vez, se cubrió con una bata y bajó la escalera.

Gretchen permaneció sentada, apoyada en la almohada, terminando su copa. Estaban en paz. Le había pagado un rato antes, al entregarse absolutamente a él. Y estaba dispuesta a pagar siempre.

Él volvió a entrar en el dormitorio.

—Vístete —dijo.

Gretchen se sorprendió. En general, estaban hasta medianoche. Pero no dijo nada. Saltó de la cama y se vistió.

—¿Vamos a alguna parte? —preguntó—. ¿Qué parezco?

—Puedes parecer lo que quieras —dijo él.

Vestido, volvía a ser el hombre importante y privilegiado, respetado por los demás. En cambio, ella se sentía insignificante con sus ropas puestas. Él criticaba lo que llevaba, no con dureza, pero a la manera de un entendido, seguro de sí mismo. Si Gretchen no hubiese temido las preguntas de su madre, habría sacado los ochocientos dólares de entre los actos II y III de Como gustéis y se habría comprado ropa nueva.

Cruzaron la casa silenciosa, subieron al coche y arrancaron. Ella no hizo más preguntas. Atravesaron Port Philip, y el coche aceleró hacia el Sur. Guardaban silencio. Ella no quería darle la satisfacción de preguntarle a dónde iban. Llevaba una especie de marcador en la mente, donde anotaba los puntos que ganaba cada cual.

Fueron a Nueva York. Aunque volviesen enseguida, no llegaría a casa antes del amanecer. Probablemente, su madre se pondría furiosa. Pero no protestó. No quería demostrar a Boylan que se preocupaba por cosas como ésta.

Se detuvieron ante una casa oscura de cuatro pisos, en una calle flanqueada por ambos lados de edificios parecidos. Gretchen había estado pocas veces en Nueva York, dos de ellas con Boylan, en las tres últimas semanas, y no tenía la menor idea del barrio en el que se encontraban. Boylan pasó al otro lado del coche, como de costumbre, y le abrió la portezuela. Bajaron los tres escalones de un patinillo de cemento, cercado por una verja de hierro, y Boylan pulsó un timbre. Hubo una larga espera. Gretchen tuvo la impresión de que les observaban. Se abrió la puerta y apareció en un umbral una mujer corpulenta en traje de noche blanco, con una enorme mata de pelo rojo y teñido amontonada sobre la cabeza.

—Buenas noches, encanto —dijo.

Su voz era ronca. Cerró la puerta detrás de ellos. El vestíbulo estaba en penumbra, y la casa, en silencio; el suelo estaba cubierto de gruesas alfombras, y las paredes, tapizadas. Daba la impresión de que alguien se movía sin ruido, cautelosamente.

—Buenas noches, Nellie —dijo Boylan.

—Hace un siglo que no te veo —dijo la mujer, conduciéndoles por un tramo de escalera a un cuartito de estar del primer piso, decorado de color de rosa.

—He estado muy ocupado —dijo Boylan.

—Ya lo veo —dijo la mujer, mirando a Gretchen con ojos curiosos y, después, admirativos—. ¿Cuántos años tienes, querida?

—Ciento ocho —dijo Boylan.

Él y la mujer se echaron a reír. Gretchen permaneció seria en la pequeña y tapizada habitación, de cuyas paredes pendían cuadros de desnudos. Estaba resuelta a no demostrar nada, a no responder a nada. Tenía miedo, pero se esforzaba en dominarlo y no mostrarlo. La seguridad estaba en la indiferencia. Advirtió que todas las lámparas de la habitación estaban adornadas con borlas. El vestido blanco de la mujer tenía flecos en el pecho y en el borde de la falda. ¿Tenía esto algún significado? Gretchen se esforzó en especular sobre esas cosas, para no dar media vuelta y salir huyendo de aquella casa silenciosa, con su malévola impresión de personas ocultas que se movían cautelosamente en las habitaciones de arriba. No tenía la menor idea de lo que esperaban de ella, de lo que podía ver o de lo que podían hacerle. Boylan aparecía tranquilo, bonachón.

—Casi todo está a punto, encanto —dijo la mujer—. Es sólo cuestión de unos minutos. ¿Queréis beber algo, mientras tanto?

—¿Dilecta? —dijo Boylan, volviéndose a Gretchen.

—Lo que tú digas —respondió ella, con dificultad.

—Creo que una copa de champaña sería lo adecuado —dijo Boylan.

—Os mandaré una botella —dijo la mujer—. Está frío. Lo tengo en hielo. Seguidme.

Los condujo al vestíbulo, y Gretchen y Boylan la siguieron por la alfombrada escalera hasta un oscuro corredor del segundo piso. El sedeño crujido del vestido de la mujer al andar sonaba de un modo alarmante. Boylan llevaba puesto el abrigo. Gretchen no se había quitado el suyo.

La mujer abrió una puerta del pasillo y encendió una lamparita. Entraron en la habitación. Había en ella un lecho grande y cubierto con dosel, un enorme sillón de terciopelo castaño y tres sillitas doradas. Un gran ramo de tulipanes ponía una brillante nota amarilla sobre una mesa, en el centro de la estancia. Las cortinas estaban echadas y amortiguaron el ruido de un coche que pasó por la calle. Un gran espejo cubría una de las paredes. Parecía una habitación de un hotel antaño lujoso, ligeramente anticuado y una pizca decadente.

—La doncella traerá el vino dentro de un minuto —dijo la mujer.

Y salió, cerrando la puerta sin ruido pero con firmeza.

—La buena y vieja Nellie —dijo Boylan, arrojando el gabán sobre una banqueta tapizada, cerca de la puerta—. Siempre tan servicial. Es famosa. —No dijo a qué debía su fama—. ¿No te quitas el abrigo, dilecta?

—¿Debo hacerlo?

Boylan se encogió de hombros.

—Puedes hacer lo que quieras.

Gretchen conservó el abrigo, a pesar de que hacía calor en aquel cuarto. Se sentó en el borde de la cama y esperó. Boylan encendió un cigarrillo, se arrellanó en la poltrona y cruzó las piernas. La miró, sonriendo ligeramente divertido.

—Esto es un burdel —dijo con naturalidad—. No sé si lo habías adivinado. ¿Es la primera vez que estás en uno de ellos?

Sabía que él quería pincharla. No respondió. No se atrevió a hacerlo.

—No, supongo que no —prosiguió él—. Ninguna dama debería dejar de visitarlo. Al menos, una vez. Para saber cómo actúa la competencia.

Llamaron a la puerta. Boylan se levantó y la abrió. Entró una doncella escuálida y madura, con delantal blanco sobre un vestido negro de falda corta, y llevando una bandeja de plata. En la bandeja, había un cubo para el hielo, del que sobresalía una botella de champán. También había dos copas. La doncella dejó la bandeja sobre la mesa de los tulipanes, sin decir palabra. Su rostro era inexpresivo. Su función consistía en parecer ausente. Empezó a descorchar la botella. Gretchen advirtió que calzaba zapatillas.

Luchó con el tapón, el esfuerzo le enrojeció el rostro, y un mechón de cabellos grises cayó sobre sus ojos. Esto le dio el aspecto de unas de esas mujeres viejas y cansinas, de venas varicosas, que van a misa primera antes de empezar la jornada de trabajo.

—Déjalo —dijo Boylan—. Lo haré yo.

Tomó la botella de sus manos.

—Lo siento, señor —dijo la doncella, delatando su presencia.

Estaba allí, hecha visible por su fracaso.

Pero tampoco Boylan pudo abrir la botella. Tiró, apretó el corcho con los pulgares, sosteniendo la botella entre las piernas. Y también se puso colorado, mientras la doncella le observaba en actitud de disculparse. Las manos de Boylan eran débiles y suaves, sólo útiles para labores delicadas.

Gretchen se levantó y asió la botella.

—Lo haré yo —dijo.

—¿Te dedicas a abrir botellas de champaña en la fábrica de ladrillos? —preguntó Boylan.

Gretchen no le hizo caso. Agarró fuertemente el tapón. Sus manos eran rápidas y vigorosas. Retorció el corcho. Éste saltó entre sus dedos y fue a dar en el techo. El champaña burbujeó y le mojó las manos. Tendió la botella a Boylan. Se había apuntado un nuevo tanto. Él se echó a reír.

—Las clases trabajadoras sirven para algo —dijo.

Escancio el champaña, mientras la doncella daba una toalla a Gretchen para que se secara las manos. La doncella salió, arrastrando sus zapatillas de fieltro. Pasos apagados, como de ratón, en los pasillos.

Boylan alargó a Gretchen la copa de champaña.

—Ahora, llegan cargamentos regulares desde Francia —dijo—, aunque tengo entendido que los alemanes realizaron ataques importantes. Creo que la vendimia del año pasado no fue muy buena.

Estaba visiblemente molesto por su fracaso con la botella y por el éxito de Gretchen.

Sorbieron el champaña. El marbete mostraba una franja roja cruzada en diagonal. Boylan hizo un gesto de aprobación.

—El establecimiento de Nellie siempre tiene lo mejor —dijo—. Se ofendería si supiese que lo he calificado de burdel. Creo que lo considera como una especie de salón, donde puede ejercitar su ilimitado don de la hospitalidad, en bien de muchos caballeros amigos. No te imagines que todos los prostíbulos son como éste, dilecta. Te llevarías una desilusión. —Aún le Escocia lo de la botella, y trataba de recobrar ventaja—. El de Nellie es uno de los pocos que quedan de una época muy distinguida, antes de que el Siglo del Hombre Común y del Sexo Común nos sumergiera a todos. Si te aficionas a los burdeles, pídeme las direcciones adecuadas. De otro modo, podrías encontrarte en lugares horriblemente sórdidos, y nosotros no queremos esto, ¿verdad? ¿Qué te parece el champaña?

—Está muy bien —dijo Gretchen, sentándose de nuevo en la cama, muy estirada.

Sin previo aviso, se iluminó el espejo. Alguien había encendido la luz en la habitación contigua. El espejo era transparente desde uno de los lados, de modo que Boylan y Gretchen podían ver lo que pasaba en el otro cuarto. La luz de éste procedía de una lámpara que colgaba del techo y cuyo resplandor era velado por una gruesa pantalla de seda.

Boylan miró al espejo.

—Bueno —dijo—, ya están afinando la orquesta.

Sacó la botella de champaña del cubo y se sentó en la cama, junto a Gretchen. Después, dejó la botella en el suelo, a su lado.

A través del espejo, vieron a una joven alta y de largos cabellos rubios. Su cara era bastante linda, y tenía la mimosa, codiciosa y vanidosa expresión de una niña mal criada. Pero, al despojarse el escarolado salto de cama de color de rosa, exhibió un cuerpo magnífico, de largas y soberbias piernas. Ni siquiera miró una vez hacia el espejo, aunque su actuación debía de resultarle familiar y sabía perfectamente que la observaban. Apartó la colcha de la cama y se dejó caer de espaldas, con movimientos naturales y armoniosos. Yació en el lecho, esperando, dejando pasar el tiempo, como si no le importasen las horas y los días, y sintiéndose admirada. Reinaba el silencio más absoluto. Ningún ruido cruzaba el espejo.

—¿Un poco más de champaña? —preguntó Boylan, alzando la botella.

—No, gracias —dijo Gretchen.

Hablaba con dificultad.

Se abrió la puerta y un joven negro entró en la otra habitación.

El muy bastardo, pensó Gretchen; el ruin y rencoroso bastardo. Pero no se movió.

El joven negro dijo algo a la chica que estaba en la cama. Ésta agitó ligeramente una mano, a guisa de saludo, y sonrió como un bebé que acabase de ganar un concurso de belleza infantil. Todo se desarrollaba como una pantomima al otro lado del espejo, y las dos figuras tenían un aire ausente, irreal. Algo falsamente tranquilizador, aunque nada grave, podía ocurrir allí.

El negro vestía traje azul marino, camisa blanca y corbata de lazo con topos rojos. Calzaba zapatos color castaño claro y afilada punta. Tenía un rostro agradable, joven, sonriente, cortés.

—Nellie tiene muchas relaciones en los clubs nocturnos de Harlem —dijo Boylan, mientras el negro empezaba a desnudarse, colgando cuidadosamente la chaqueta en el respaldo de una silla—. Probablemente, es un trompetista o toca algún instrumento en una orquesta, y no le disgusta ganarse un pavo extra, divirtiendo a los blancos. Un pavo por un pavo —dijo, riendo su propia frase—. ¿De veras no quieres beber más?

No respondió.

El negro empezó a desabrocharse los pantalones. Gretchen cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, el hombre estaba desnudo. Su cuerpo era de color bronce, de piel brillante, tenía anchos y musculosos hombros, un tanto caídos, y estrecha cintura de atleta en plenitud de condiciones. La comparación con el hombre que tenía al lado la enfureció.

El negro cruzó la habitación. La chica abrió los brazos para recibirle. Ágil como un gato, saltó él sobre el cuerpo blanco. Se besaron, y las manos de la mujer se cruzaron sobre la espalda del hombre. Después, él se dejó caer a un lado, y ella empezó a besarle, primero en el cuello, después en el pecho, lenta y experta. Los rubios cabellos se enredaban sobre la piel brillante de color café.

Gretchen observaba, fascinada. El espectáculo le parecía bello, armónico, como una promesa para ella misma, que no podía formular con palabras. Pero no podía contemplarlo con Boylan a su lado. Era injusto, asquerosamente injusto, que aquellos dos cuerpos magníficos pudiesen alquilarse por horas, como animales de un establo, para satisfacción, perversidad o venganza de un hombre como Boylan.

Se levantó, dando la espalda al espejo.

—Te esperaré en el coche —dijo.

—Pero si no ha hecho más que empezar —dijo Boylan, suavemente—. Mira lo que hace ella ahora. A fin de cuentas, es instructivo para ti. Te harás muy popular con…

—Nos veremos en el coche —dijo ella.

Salió y bajó corriendo la escalera.

La mujer del vestido blanco estaba en el vestíbulo. No dijo nada, pero sonrió irónicamente al abrir la puerta a Gretchen.

Ésta salió y se sentó en el coche. Boylan llegó quince minutos más tarde, caminando sin prisa. Subió al coche y puso el motor en marcha.

—Ha sido una lástima que no te hayas quedado —dijo—. Se ganaron sus cien dólares.

Hicieron el trayecto de regreso sin pronunciar palabra. Casi amanecía cuando él detuvo el coche frente a la panadería.

—Bueno —dijo, después de aquellas horas de silencio—, ¿has aprendido algo esta noche?

—Sí —respondió ella—. He de encontrar a un hombre más joven. Buenas noches.

Mientras abría la puerta, oyó que el coche daba la vuelta. Al subir la escalera, vio que salía luz por la puerta abierta del dormitorio de sus padres situado frente al suyo. Su madre estaba sentada muy erguida en una silla de madera, mirando hacia el pasillo. Gretchen se detuvo y miró a su madre. Ésta tenía los ojos de una loca. La cosa no tenía remedio. Madre e hija se miraron fijamente.

—Vete a la cama —dijo la madre—. Llamaré a la fábrica a las nueve, para decirles que estás enferma y que no irás al trabajo.

Entró en su cuarto y cerró la puerta. No echó la llave, porque ninguna puerta de la casa la tenía. Cogió el libro de Shakespeare. Los ocho billetes de cien dólares no estaban entre los actos I y II de Como gustéis. Pulcramente doblados dentro del sobre, estaban en la mitad del acto V de Macbeth.