Capítulo III

La clase estaba en silencio, y no se oía más que el rasgueo de las plumas sobre el papel. Miss Lenaut estaba sentada detrás de su mesa, leyendo y levantando de vez en cuando la cabeza para echar un vistazo alrededor del aula. Sus alumnos tenían media hora para escribir una composición sobre el tema La amistad franco-americana. Al disponerse a empezar la tarea, en su pupitre del fondo de la clase, Rudolph tuvo que confesarse que Miss Lenaut podía ser hermosa e indudablemente francesa, pero que su imaginación dejaba bastante que desear.

Cada falta de ortografía o de acentuación significaba medio punto menos, y cada error gramatical, un punto entero. La composición debía tener, al menos, tres páginas.

Rudolph llenó rápidamente las tres páginas requeridas. Era el único de la clase que obtenía siempre puntuaciones superiores a 90 en composición y en dictado, y en las tres últimas pruebas, había alcanzado 100. Dominaba tan bien el idioma que Miss Lenaut había empezado a recelar y le había preguntado si sus padres hablaban francés.

—Jordache —le dijo— no es un apellido americano.

Le dolió lo que implicaba esa afirmación. Deseaba ser distinto de los que le rodeaban en muchos aspectos, pero no en su americanismo. Su padre era alemán, le dijo a Miss Lenaut, pero, aparte de alguna palabra ocasional en esta lengua, Rudolph sólo oía hablar inglés en casa.

—¿Está seguro de que su padre no nació en Alsacia? —insistió Miss Lenaut.

—En Colonia —dijo Rudolph.

Y añadió que su abuelo procedía de Alsacia-Lorena.

—Lo que sospechaba.

A Rudolph le dolía que Miss Lenaut, encarnación de la belleza femenina y del encanto mundano, objeto de su febril admiración, pudiese creer un solo instante que él era capaz de mentirle o de abusar de ella en secreto. Ansiaba confesarle sus emociones e incluso se forjaba fantasías sobre un regreso a la escuela dentro de unos años, cuando fuese un afable estudiante universitario; la esperaría a la salida de la escuela, se dirigiría a ella en francés, un francés fluido y de acento perfecto, y le confiaría, con divertida benevolencia por su timidez de antaño, su pasión de colegial. Y, ¿quién sabía lo que podía ocurrir entonces? La literatura estaba llena de mujeres maduras y muchachos brillantes, de maestras y discípulos precoces.

Repasó su trabajo, para corregir las faltas, enfurruñado por la vulgaridad del tema. Cambió un par de palabras, puso un acento que había omitido y consultó su reloj. Faltaba un cuarto de hora para terminar la clase.

—¡Eh! —susurró alguien, a su derecha, con voz atormentada—. ¿Cuál es el participio pasivo de venir?

Venu —murmuró él.

—¿Con dos oes? —susurró Kessler.

—Con una u, idiota —dijo Rudolph.

Sammy Kessler siguió escribiendo trabajosamente, condenado al suspenso.

Rudolph miró fijamente a Miss Lenaut. Hoy, parecía más atractiva que nunca, pensó. Llevaba largos pendientes y un vestido castaño brillante que se ajustaba a sus fajadas caderas y dejaba al descubierto una buena cantidad de su acorazado busto. Su boca era como una roja y reluciente herida. Antes de cada clase, la reseguía con su lápiz de labios. Su familia tenía un pequeño restaurante francés en el distrito teatral de Nueva York, y el aire de Miss Lenaut era más de Broadway que de Faubourg Saint-Honoré; pero, por fortuna, Rudolph no podía advertir esa diferencia.

Para pasar el rato, Rudolph empezó a dibujar en una hoja de papel. El rostro de Miss Lenaut fue tomando forma bajo su pluma: los dos inconfundibles rizos que caían sobre sus mejillas, por delante de las orejas; el cabello espeso y ondulado con raya en medio. Rudolph siguió dibujando. Los pendientes, el cuello carnoso y un tanto grueso. Después, vaciló un momento. Iba a adentrarse en un terreno peligroso. Miró una vez más a Miss Lenaut. Ésta seguía leyendo. En la clase de Miss Lenaut no había problemas de disciplina. Imponía castigos por las más ligeras infracciones, con implacable prodigalidad. La conjugación completa del verso reflexivo irregular se taire, repetida diez veces, era la más leve de sus sentencias. Podía permanecer largo rato sentada, leyendo, levantando sólo de vez en cuando la mirada, para asegurarse de que todo iba bien, de que se guardaba silencio, de que no se pasaban papeles de un pupitre a otro.

Rudolph se entregó a los placeres del arte erótico. Prosiguió la línea del cuello de Miss Lenaut hasta formar el seno derecho, desnudo. Después, dibujó el izquierdo. Las proporciones le dejaron satisfecho. La dibujaba de pie, vuelta sólo a medias hacia la pizarra, con un brazo extendido y un pedazo de tiza en la mano. Rudolph trabajaba con entusiasmo. Cada obra le salía mejor. Las caderas le resultaron fáciles. El monte de Venus lo dibujó de memoria, recordando los libros de arte de la biblioteca, y, por esto, le salió un poco confuso. En cambio, las piernas le parecieron satisfactorias. Le habría gustado dibujar a Miss Lenaut descalza, pero era torpe en el dibujo de los pies; por consiguiente, le puso los zapatos de tacón alto que solía llevar, con una tirilla sobre el tobillo. Como la representaba escribiendo en la pizarra, resolvió poner en ésta algunas palabras. Je suis folle d'amour, escribió, imitando minuciosamente la escritura de Miss Lenaut en el encerado. Después, empezó a dar sombreado artístico a los senos de Miss Lenaut. Decidió que toda la obra sería más llamativa si la dibujaba como si un fuere rayo de luz incidiese sobre ella desde la izquierda. Sombreó la parte interna del muslo. Le habría gustado mostrar su obra a algún compañero que supiese apreciarla. Pero no podía confiar en que ninguno de los chicos del equipo de atletismo, que eran sus mejores amigos, considerase el dibujo con la seriedad adecuada.

Estaba sombreando las tirillas de los zapatos, cuando advirtió que alguien estaba de pie a su lado. Levantó la mirada, poco a poco. Miss Lenaut contemplaba el dibujo, echando chispas. Debía de haberse deslizado por el pasillo, como un gato, a pesar de sus altos tacones.

Rudolph permaneció inmóvil. Cualquier actitud habría resultado vana. Los ojos negros y pintados de Miss Lenaut, que se mordía el carmín de los labios, le miraban furiosos. Alargó la mano, sin decir nada. Rudolph cogió la hoja de papel y se la dio. Miss Lenaut giró sobre sus talones y volvió a su mesa, enrollando el papel entre las manos, para que nadie pudiese ver lo que había en él.

Antes de que sonara la campana que indicaba el fin de la clase, llamó:

—Jordache.

—Sí, señora —dijo Rudolph, orgulloso del tono natural que había dado a sus palabras.

—Quisiera verle un momento, después de clase.

—Sí, señora —dijo él.

Sonó la campana. Estalló el parloteo acostumbrado. Los alumnos salieron corriendo del aula, para dirigirse a la clase siguiente. Rudolph metió sus libros en la cartera, con gran parsimonia. Cuando todos los demás alumnos hubieron salido del aula, se dirigió a la mesa de Miss Lenaut.

Ella estaba sentada como un juez. Su tono era helado.

Monsieur l'artiste —dijo—, ha olvidado usted un importante detalle en su chef d'oeuvre. —Abrió el cajón de su mesa, sacó la hoja de papel con el dibujo y la alisó, haciendo un áspero sonido, sobre la carpeta de encima de la mesa—. Le falta la firma. Las obras de arte son muchísimo más valiosas cuando llevan la firma auténtica de su autor. Sería lamentable que pudiese existir alguna duda sobre el origen de una obra de tanto mérito. —Empujó el dibujo sobre la mesa, acercándolo a Rudolph—. Le quedaría muy agradecida, Monsieur —dijo—, si tuviese la amabilidad de estampar su nombre. En caracteres legibles.

Rudolph sacó su pluma y firmó en el ángulo inferior derecho del dibujo. Lo hizo despacio y concienzudamente, procurando que Miss Lenaut se diese cuenta de que, al mismo tiempo, estudiaba la imagen. No estaba dispuesto a comportarse como un chiquillo asustado delante de ella. El amor tenía sus exigencias. Si había tenido hombría suficiente para dibujarla desnuda, debía tenerla también para aguantar su furor. Subrayó la firma con una pequeña rubrica.

Miss Lenaut le arrancó el dibujo y lo colocó en un lado de la mesa. Ahora, respiraba con fuerza.

—Monsieur —dijo, con voz chillona—, en cuanto terminen las clases, irá a buscar inmediatamente a su padre o a su madre y lo traerá para que podamos conservar con rapidez. —Cuando se enfadaba, Miss Lenaut cometía pequeñas y extrañas faltas en su inglés—. Tengo que revelarles algunas cosas importantes sobre el hijo que han criado en su casa. Yo esperaré aquí. Si a las cuatro no ha vuelto usted con un representante de su familia, tendrá que sufrir las más graves consecuencias. ¿Comprendido?

—Sí, señora. Buenas tardes, Miss Lenaut.

El «buenas tardes» requería bastante valor. Salió del aula, ni más deprisa ni más despacio que de costumbre. Recordó los pasos deslizantes de Miss Lenaut. Ahora, parecía que acabase de subir corriendo dos tramos de escalera.

Cuando llegó a casa, terminadas las clases, no entró en la tienda, donde su madre servía a unos parroquianos, sino que subió al piso, esperando encontrar allí a su padre. Pasase lo que pasase, no quería que su madre viese aquel dibujo. Su padre quizá le zurraría, pero prefería esto a la expresión que vería en los ojos de su madre durante el resto de su vida, si llegaba a ver aquella imagen.

Su padre no estaba en casa. Gretchen estaba en su trabajo, y Tom sólo llegaba cinco minutos antes de la cena. Rudolph se lavó la cara y las manos y se peinó. Se enfrentaría con su destino como un caballero.

Bajó la escalera y entró en la tienda. Su madre estaba envolviendo doce panecillos para una vieja que olía como un perro mojado. Esperó a que la vieja se hubiese marchado y, entonces, se acercó a su madre y le dio un beso.

—¿Cómo te ha ido hoy en la escuela? —preguntó ella, acariciándole el cabello.

—Bien —respondió él—. Como siempre. ¿Dónde está papá?

—Probablemente ha ido al río. ¿Por qué?

El «¿Por qué?» tenía miga. Era muy extraño que alguien de la familia buscase a su marido, si no era absolutamente necesario.

—Por nada —dijo Rudolph en tono indiferente.

—¿No había entrenamiento hoy? —insistió ella.

—No.

Sonó la campanilla de la puerta, entraron dos parroquianas, y ya no hizo falta que siguiese mintiendo. Se despidió con la mano y salió, mientras su madre saludaba a las recién llegadas.

Cuando ya no pudieron verle desde la tienda, aceleró el paso en dirección al río. Su padre guardaba su esquife en un rincón de un destartalado almacén de la orilla del río, y generalmente, pasaba una o dos tardes a la semana trabajando en el bote. Rudolph pidió al cielo que fuese una de esas tardes.

Cuando llegó al almacén, vio a su padre frente al mismo, lijando el casco de la barquita monoplaza, apoyada, boca abajo, sobre dos caballetes. Su padre llevaba las mangas remangadas y pulía con gran cuidado la fina madera. Al acercarse, Rudolph pudo ver los correosos músculos de los antebrazos de su padre, endureciéndose y relajándose con rítmicos movimientos. Hacía calor, y, a pesar del viento que venía del río, su padre estaba sudando.

—Hola, papá —dijo Rudolph.

Su padre levantó la cabeza, gruñó y volvió a su trabajo. Había comprado el cascaron de nuez en condiciones casi ruinosas, poco menos que de balde, a un colegio de niños del vecindario, que había quebrado. Ciertos recuerdos infantiles y agradables de su niñez en el Rin habían influido en esa compra y en que reconstruyera la barquichuela y la puliese una y otra vez. Aparecía inmaculada, y el mecanismo del asiento deslizante brillaba bajo su capa de aceite. Al salir del hospital de Alemania, con una pierna casi inútil y su gran corpachón débil y escuálido. Jordache había realizado ejercicios, con verdadero fanatismo, para recobrar las fuerzas. Su trabajo en los barcos del Lago le habían dado el vigor de un gigante, y las carreras de varios kilómetros que hacía metódicamente, arriba y abajo por la orilla del río, habían hecho que conservase su enorme resistencia. Debido a su pierna lesionada, le era imposible alcanzar a nadie; pero, en cambio, daba la impresión de poder aplastar a cualquiera entre sus vellosos brazos.

—Papá… —empezó a decir Rudolph, tratando de dominar su nerviosismo.

Su padre nunca le había pegado; pero Rudolph le había visto noquear a Thomas de un puñetazo el año pasado.

—¿Qué quieres?

Jordache comprobó la lisura de la madera, con sus anchos dedos que parecían espátulas. Tanto el dorso de sus manos como sus dedos estaban cubiertos de negro vello.

—Se trata de la escuela —dijo Rudolph.

—¿Tienes dificultades? ¿? —dijo Jordache, mirando a su hijo con auténtica sorpresa.

—No diría yo tanto —respondió Rudolph—. Pero se ha creado cierta situación.

—¿Qué clase de situación?

—Bueno —dijo Rudolph—, es cosa de la profesora de francés. Asisto a su clase. Dice que quiere verte esta tarde. Ahora mismo.

—¿A mí?

—Bueno —rectificó Rudolph—, ha dicho que uno de los dos.

—¿No puede ir tu madre? —preguntó Jordache—. ¿Le has hablado de esto?

—Creo que es mejor que ella no se entere —dijo Rudolph.

Jordache le miró, curioso, por encima del casco del esquife.

—Creía que el francés era una de las asignaturas en que te defendías mejor.

—Y lo es —dijo Rudolph—. Es inútil que hablemos de ello, papá, tienes que hablar con ella.

Jordache limpió una manchita de la madera. Después, se enjugó la frente con el dorso de la mano y empezó a bajarse las mangas. Se echó la cazadora sobre un hombro, como hacen los obreros, recogió y se caló la gorra de paño, y emprendió la marcha. Rudolph le siguió, sin atreverse a decirle que quizá sería mejor que fuese a casa a cambiarse de traje, para hablar con Miss Lenaut.

Cuando Rudolph entró en el aula con su padre, Miss Lenaut estaba sentada a su mesa, corrigiendo los ejercicios. El edificio de la escuela estaba vacío, pero se oían gritos en el campo de atletismo, debajo de las ventanas de la clase. Miss Lenaut se había pintado los labios al menos tres veces, desde que terminó la clase de Rudolph. Éste advirtió, por primera vez, que sus labios eran finos y que los llenaba artificialmente. Ella levantó la cabeza, al entrar ellos, y frunció la boca. Jordache se había puesto la cazadora antes de entrar en la escuela y se había quitado la gorra; pero seguía pareciendo un obrero.

Miss Lenaut se levantó, al acercarse ellos a su mesa.

—Le presento a mi padre, Miss Lenaut —dijo Rudolph.

—¿Cómo está usted, señor? —dijo ella fríamente.

Jordache no respondió. Permaneció plantado frente a la mesa, chupándose el bigote, con la gorra entre las manos, proletario y sumiso.

—¿Le ha dicho su hijo por qué le he pedido que viniera esta tarde, míster Jordache?

—No —respondió él—. Creo que no me lo ha dicho.

Su voz tenía un tono curioso, una suavidad extraña en él. Y Rudolph se preguntó si su padre tendría miedo de aquella mujer.

—El simple hecho de hablar de ello me repugna —dijo Miss Lenaut, con voz de nuevo aguda—. En todos mis años de enseñanza… Es bochornoso… Un estudiante que siempre había parecido tan aplicado y correcto… ¿No le ha dicho lo que hizo?

—No —respondió Jordache, resignadamente plantado allí, como si tuviese todo el día y toda la noche para pensar en la cuestión, fuese ésta la que fuera.

Eh bien —dijo Miss Lenaut—, pasaré el mal trago. —Se inclinó, abrió el cajón de la mesa y sacó el dibujo. No lo miró, sino que lo dejó boca abajo y como alejándolo de sí, mientras decía—: A media clase, cuando debía estar redactando una composición, ¿sabe usted lo que hacía?

—No —dijo Jordache.

—¡Esto!

Y plantó dramáticamente el dibujo ante las narices de Jordache. Éste cogió el papel y lo expuso a la luz que entraba por la ventana, para verlo mejor. Rudolph observaba ansiosamente el rostro de su padre, buscando alguna señal. Casi esperaba que se volviese y le atizase en el acto, y se preguntaba si tendría valor para aguantar el golpe, sin flanquear o echar a correr. Pero la cara de Jordache no le dijo nada. El hombre parecía muy interesado, pero un poco confuso. Por fin dijo:

—Lo siento, pero no entiendo el francés.

—No se trata de esto —dijo Miss Lenaut muy excitada.

—Aquí hay algo escrito en francés.

Jordache señaló con su gordo índice la frase Je suis folle d'amour, escrita por Rudolph en la pizarra del dibujo, frente a la mujer desnuda.

—Estoy loca de amor. Estoy loca de amor.

Miss Lenaut paseaba ahora arriba y abajo, a pasitos menudos, detrás de su mesa.

—¿Cómo dice? —preguntó Jordache, arrugando la frente, como si se esforzase en comprender algo demasiado profundo para él.

—Es lo que está escrito ahí —dijo Miss Lenaut, señalando con dedo nervioso la hoja de papel—. Es la traducción de lo que ha escrito su inteligente hijo. «Estoy loca de amor. Estoy loca de amor».

Ahora temblaba de pies a cabeza.

—Ya comprendo —dijo Jordache, como si acabase de hacerse la luz en su cerebro—. ¿Ha escrito esa porquería en francés?

Miss Lenaut se dominó, haciendo un visible esfuerzo, aunque volvía a morderse los pintados labios.

—Míster Jordache —dijo—, ¿fue usted alguna vez a la escuela?

—En otro país —respondió Jordache.

—Sea cual fuere el país donde haya ido a la escuela, míster Jordache, ¿cree usted que está bien que un jovencito dibuje a su profesora desnuda, en plena clase?

—¡Oh! —Jordache pareció sorprendido—. ¿Es usted?

—Sí, soy yo —dijo Miss Lenaut mirando furiosamente a Rudolph.

Jordache estudió el dibujo con mayor atención.

—¡Caramba! —dijo—. Sí que se parece. ¿Es que las maestras posan ahora desnudas en la Escuela Superior?

—No permitiré que se burle de mí, míster Jordache —dijo Miss Lenaut con fría dignidad—. Ya veo que es inútil proseguir esta conversación. Si tiene la bondad de devolverme el dibujo… —Alargó la mano—. Me despediré de usted y le llevaré el asunto a otra parte, donde se aprecie la gravedad de la acción. A la oficina del director. Quise evitar a su hijo la vergüenza de que esta obscenidad fuese a parar a la mesa de la dirección, pero no me queda otro remedio. Y ahora, haga el favor de devolverme el dibujo. No le entretengo más…

Jordache retrocedió un paso, sin soltar el dibujo.

—¿Dice usted que mi hijo hizo este dibujo?

—Lo afirmo rotundamente —dijo Miss Lenaut—. Está firmado por él.

Jordache volvió a mirar el papel, para confirmarlo.

—Tiene usted razón —dijo—. Es la firma de Rudy. Y el dibujo es suyo. No necesita ningún abogado para demostrarlo.

—Recibirá noticias del director —dijo Miss Lenaut—. Bueno, tenga la bondad de devolverme el dibujo. Estoy ocupada y ya he perdido bastante tiempo con este enojoso asunto.

—Prefiero conservarlo —dijo Jordache tranquilamente—. Usted misma ha dicho que es de Rudy. Y demuestra mucho talento. Se parece mucho. —Meneó la cabeza, con admiración—. Nunca sospeché que Rudy tuviese esta habilidad. Creo que le pondré un marco y lo colgaré en mi casa. Un desnudo como éste cuesta mucho dinero en el mercado.

Miss Lenaut se mordía los labios con tanta fuerza que estuvo unos momentos sin poder pronunciar palabra. Rudolph contemplaba a su padre, sin salir de su asombro. Nunca había tenido una idea clara de cómo iba a reaccionar, pero esta representación taimada, falsamente ingenua, de zoquete campesino, estaba muy lejos de cuanto Rudolph había podido presumir sobre el comportamiento de su padre.

Miss Lenaut recobró el habla. Y habló con un ronco susurro, apoyándose furiosa sobre la mesa, escupiendo las palabras a Jordache.

—¡Salga de aquí, sucio, ruin, y vulgar extranjero, y llévese al puerco de su hijo!

—No debe hablar así, señorita —dijo Jordache, sin perder la calma—. Ésta es una escuela pública. Yo soy un contribuyente, y saldré de aquí cuando me venga en gana. Y, si no anduviese usted por ahí meneando el rabo bajo su estrecha falda y mostrando la mitad de las tetas, como una zorra de dos dólares en una esquina, tal vez sus muchachos no sentirían la tentación de dibujarla en cueros. Es más, creo que, si a un hombre se le ocurriese quitarle todas sus fajas y sostenes, resultaría que Rudy la favoreció en su obra de arte.

Miss Lenaut tenía el rostro congestionado y contraída la boca por el odio.

—Ya sé quién es usted —dijo—. Sale Boche.

Jordache alargó el brazo sobre la mesa y le dio una bofetada, que sonó como un petardo. Las voces del campo de juego se habían apagado, y en el aula reinaba un silencio angustioso. Durante un momento, Miss Lenaut permaneció inclinada, apoyadas las manos sobre la mesa. Después, estalló en sollozos y se derrumbó en su silla, cubriéndose la cara con las manos.

—No aguanto ciertas palabras, francesita —dijo Jordache—. No vine de Europa para oírlas. Y, si fuese francés, y les hubiese visto correr como conejos al primer disparo de los sucios boches, lo pensaría dos veces antes de insultar a nadie. Si ha de servirle de consuelo, le diré que maté a un francés en 1916, de un golpe de bayoneta, y no me extrañaría que le hubiese herido en la espalda, cuando él corría a casa en busca de mamá.

Al observar la calma con que hablaba su padre, como si discutiese acerca del tiempo o sobre un pedido de harina, Rudolph se echó a temblar. La malicia de las palabras aún resultaba más intolerable por el tono de plática, casi amistoso, con que eran pronunciadas.

Jordache prosiguió, inexorable:

—Y si quiere usted vengarse en mi hijo, será mejor que lo piense dos veces, porque no vivo lejos de aquí y no me importa caminar un poco. Desde hace dos años, siempre ha sacado una A en francés, y, si no la consigue al terminar este curso, vendré a hacerle algunas preguntas. Vámonos, Rudy.

Salieron del aula, dejando a Miss Lenaut llorando sobre su mesa.

Se alejaron de la escuela en silencio. Al llegar junto a un cesto de papeles, en una esquina, Jordache se detuvo. Rasgó el dibujo en menudos pedazos, distraídamente, y los tiró en el cesto. Después miró a Rudolph.

—Eres un estúpido sinvergüenza, ¿no?

Rudolph asintió con la cabeza.

—¿Has ido alguna vez con una chica? —preguntó Jordache, echando a andar en dirección a casa.

—No.

—¿De veras?

—De veras.

—Lo suponía —dijo Jordache. Caminó un rato sin decir palabra, balanceándose a causa de la cojera—. ¿A qué estás esperando?

—No tengo prisa —dijo Rudolph, a la defensiva.

Ni su padre ni su madre le habían hablado nunca de cuestiones sexuales, y, ciertamente, aquella tarde era el momento menos adecuado. Le perseguía el recuerdo de Miss Lenaut, destrozada y fea, llorando sobre la mesa, y se avergonzaba de haber creído que aquella mujer estúpida y excitada era digna de su pasión.

—Cuando empieces —dijo Jordache—, no te aferres a una sola. Tómalas por docenas. No pienses nunca que hay una sola mujer hecha para ti, y que debes poseerla. Podrías destrozar tu vida.

—Ya —dijo Rudolph, convencido de que su padre estaba equivocado, terriblemente equivocado.

Otro silencio, al doblar una esquina.

—¿Te sabe mal que le haya pegado? —preguntó Jordache.

—Sí.

—Tú has vivido siempre en este país —dijo Jordache—. No sabes lo que es el verdadero odio.

—¿Mataste de veras a un francés con la bayoneta?

Necesitaba saberlo.

—Sí —respondió Jordache—. Fue uno entre diez millones. ¿Qué importaba uno más?

Casi habían llegado a casa. Rudolph se sentía deprimido y afligido. Hubiera tenido que darle las gracias a su padre por sacarle de aquel lío; pocos padres se habrían portado como él; pero no le salían las palabras.

—No fue el único hombre al que maté —dijo Jordache, cuando se detuvieron ante la panadería—. Maté a otro cuando no había guerra. En Hamburgo, Alemania, con un cuchillo. Fue en 1921. Pensé que debías saberlo. Ya es hora de que sepas algo acerca de tu padre. Nos veremos a la hora de cenar. Ahora, tengo que poner el esquife a cubierto.

Y se alejó cojeando por la arruinada calle, con la gorra de paño recta sobre la cabeza.

Cuando, al terminar el curso, se publicaron las notas, Rudolph tuvo una A en francés.