Capítulo II

El reloj de la oficina marcaba las doce menos cinco. Gretchen siguió escribiendo a máquina. Como era sábado, las otras chicas habían dejado ya de trabajar y se estaban arreglando para marcharse. Dos de ellas, Luella Devlin y Pat Hauser, la habían invitado a comer una pizza con ellas, pero Gretchen no estaba de humor para aguantar su tonta charla aquella tarde. Cuando iba a la Escuela Superior, tenía tres buenas amigas: Bertha Sorel, Sue Jackson y Felicity Turner. Eran las chicas más brillantes de la escuela y habían formado una pequeña camarilla aislada, superior. Hubiese querido que las tres, o alguna de ellas, estuviesen hoy en la ciudad. Pero todas pertenecían a familias acomodadas y habían pasado a la Universidad, y ella no había encontrado a ninguna otra que ocupase su puesto en su vida.

¡Ojalá hubiese habido trabajo bastante para tener un pretexto que le permitiera permanecer en su mesa durante toda la tarde! Pero estaba llenando los últimos datos del último conocimiento de embarque que había dejado míster Hutchens sobre su mesa, y no había modo de prolongar su tarea.

Las dos últimas noches, no había ido al hospital. Había llamado por teléfono, diciendo que se sentía enferma, y se había marchado directamente a casa después del trabajo. Demasiado inquieta para leer, había revuelto todo el guardarropa, lavando blusas inmaculadas, planchando vestidos que no tenían ninguna arruga, lavándose el cabello y peinándose minuciosamente, puliéndose las uñas, insistiendo en hacerle la manicura a Rudy, a pesar de que se la había hecho la semana anterior.

Muy entrada la noche del viernes, e incapaz de dormir, había bajado al sótano donde trabajaba su padre. Él la miró sorprendido, al bajar ella la escalera, pero nada dijo; ni siquiera cuando ella se sentó en una silla y le dijo al gato; «Micho, micho ven». El gato se echó hacia atrás. Sabía que la raza humana era su enemiga.

—Papá —dijo ella—. Quería hablarte.

Jordache no respondió.

—Con el empleo que tengo, no iré a ninguna parte —dijo Gretchen—. No hay perspectivas de prosperar, ni de que me suban el sueldo. Y, cuando termine la guerra, reducirán el personal y podré considerarme afortunada si no me echan.

—La guerra aún no ha terminado —dijo Jordache—. Todavía hay muchos idiotas que quieren que los maten.

—Creo que debería ir a Nueva York y buscar un verdadero empleo. Soy una buena secretaria y veo anuncios de toda clase de empleos, con sueldos dobles del que cobro ahora.

—¿Le has hablado de esto a tu madre? —preguntó Jordache, empezando a convertir la masa en panecillos, con rápidos y breves manotazos, como un mago.

—No —dijo Gretchen—. No se encuentra muy bien y no he querido molestarla.

—En esta familia, todo el mundo es endiabladamente considerado —dijo Jordache—. ¡Cuánta delicadeza!

—En serio, papá —dijo Gretchen.

—No —dijo él.

—¿Por qué?

—Porque yo lo digo. Ten cuidado, o vas a ensuciar de harina tu lindo disfraz.

—Podría enviaros mucho dinero, papá…

—No —dijo Jordache—. Cuando cumplas veintiún años, podrás largarte adonde quieras. Pero aún no los tienes. Tienes diecinueve. Tendrás que aguantar dos años de hospitalidad de tu casa paterna. Sonríe y aguanta.

Descorchó la botella y echó un largo trago de whisky. Con deliberada tosquedad, se enjugó los labios con el dorso de la mano, dejando una mancha de harina en su rostro.

—Tengo que salir de este pueblo —dijo Gretchen.

—Los hay peores —dijo Jordache—. Volveremos a hablar dentro de dos años.

El reloj marcaba las doce y cinco. Gretchen guardó los papeles pulcramente mecanografiados en el cajón de su mesa. Todos los demás empleados se habían marchado ya. Puso la funda a la máquina de escribir, se dirigió al tocador y se miró al espejo. Parecía febril. Se mojó la frente con agua fría; después, sacó del bolso un frasquito de perfume y se puso un poco debajo de cada oreja.

Salió del edificio por la puerta principal. Sobre ésta, un rótulo muy grande: «Fábrica de Tejas y Ladrillos Boylan». La fábrica y el rótulo, cuyas aparatosas letras parecían anunciar algo espléndido y divertido, estaban allí desde 1890.

Miró a su alrededor, para ver si por casualidad la estaba esperando Rudy. A veces, iba a la fábrica y la acompañaba a casa. Era el único de la familia con quien podía hablar. Si Rudy hubiese estado allí, habrían podido ir a comer a un restaurante y después, darse el lujo de meterse en un cine. Pero, entonces, recordó que Rudy había ido con el equipo de atletismo de la escuela a una ciudad vecina, para disputar un encuentro.

Echó a andar en dirección de la terminal del autobús. Caminaba despacio, deteniéndose a menudo a contemplar los escaparates de las tiendas. Desde luego, se decía, no tomaría el autobús. Era de día, y las fantasías de la noche habían quedado atrás. Aunque sería refrescante dar un paseo por la orilla del río, ir a alguna parte y respirar un poco de aire puro de los campos. El tiempo había cambiado y se anunciaba la primavera. El aire era tibio y había nubecillas blancas en lo alto de un cielo azul.

Antes de salir de casa por la mañana, le había dicho a su madre que aquella tarde iría a trabajar al hospital, para compensar el tiempo perdido. No sabía por qué había inventado de pronto esta historia. Raras veces mentía a sus padres. No hacía falta. Pero, diciendo que tenía que acudir al hospital, evitaba que le pidiesen que trabajase en la tienda y que ayudase a su madre en las horas punta del sábado. La mañana era soleada, y la idea de pasarse largas horas en la mal ventilada tienda no tenía nada de atractiva.

A una manzana de la terminal, vio a su hermano Thomas. Estaba botando centavos frente a un colmado, con una pandilla de chicos de aspecto rufianesco. Una chica que trabajaba en la oficina había estado en el Casino el miércoles por la noche, había visto la riña y se lo había contado a Gretchen. «Tu hermano —le había dicho— es de miedo. Un pequeñajo así. Parece una serpiente. Desde luego, no me gustaría tener un niño como él en mi familia».

Gretchen le dijo a Tom que se había enterado de la pelea. No era la primera vez que oía historias de esta clase. «Eres un chico odioso», le había dicho; y él se había limitado a hacer un guiño, satisfecho de sí mismo.

Si Tom la hubiese visto, habría dado media vuelta. No se hubiera atrevido a meterse en la estación terminal del autobús, si él la hubiese estado observando. Pero no la vio. Estaba demasiado ocupado lanzando un centavo a una grieta de la acera.

Entró en la terminal. Miró el reloj. Las doce y treinta y cinco. Hacía cinco minutos que el autobús del río habría salido, y desde luego, no iba a perder otros veinticinco esperando el próximo. Pero el autobús llevaba retraso y aún estaba allí. Se dirigió a la ventanilla.

—Uno para King's Landing —dijo.

Subió al autobús y se sentó delante, cerca del conductor. Había muchos soldados en el vehículo, pero aún era temprano y no habían tenido tiempo de emborracharse; por consiguiente, no silbaron a su paso.

El autobús arrancó. Su movimiento la sosegaba, y dormitó con los ojos abiertos. Al otro lado de la ventanilla, desfilaban árboles floridos; casas, retazos de río; visiones fugaces de caras pueblerinas. Todo parecía recién lavado, hermoso e irreal. Detrás de ella, cantaban los soldados, voces jóvenes y unidas. Cuerpo y alma. Una voz de Virginia se destacaba de las otras, y su tono lento del Sur endulzaba el lamento de la canción. Nada podía pasarle a Gretchen. Nadie sabía quién era. Estaba entre dos sucesos, sin opción, sin elección, flotando entre voces dolientes de soldados.

El autobús se detuvo.

—King's Landing, Miss —dijo el conductor.

—Gracias —dijo ella, saltando ágilmente a la carretera.

El autobús se alejó. Los soldados le lanzaron besos a través de las ventanillas. Ella les contestó besándose los dedos, sonriendo. Nunca volvería a verlos. No la conocían, no los conocía, y no podían adivinar lo que se traía entre manos. Cantando, apagándose sus voces, desaparecieron en dirección al Norte.

Permaneció unos momentos en la orilla de la carretera desierta, bajo la luz sosegada de la tarde del sábado. Había una estación de gasolina y una de esas tiendas donde venden de todo. Entró en la tienda y pidió una «Coca-Cola» a un anciano de cabellos blancos y pulcra camisa de un azul desvaído. Este color le gustó. Se compraría un vestido del mismo tono, de limpio, fino y pálido algodón, para llevarlo en las noches de verano.

Salió y se sentó en un banco, frente a la tienda, para beberse la «Coca-Cola». Estaba helada y dulce y cosquilleaba su paladar con menudas y acidas explosiones. Bebió poco a poco. No tenía prisa. Vio el camino enarenado que iba de la carretera al río. La sombra de una nubecilla se deslizaba por él, como un animal corriendo. Reinaba un silencio total. La madera del banco estaba tibia. No pasaba ningún coche. Terminó su «Coca-Cola» y dejó la botella debajo del banco. Oyó el tictac de su reloj de pulsera. Se inclinó hacia atrás, para recibir el impacto del sol sobre la frente.

Desde luego, no iría a la casa del río. Por ella, podía enfriarse la comida, podía permanecer intacto el vino, podían languidecer sus pretendientes a la orilla del río. Ellos no sabían que su dama estaba muy cerca, jugando un excitante juego solitario. Le entraron ganas de reír; pero no quiso romper el silencio del campo desierto.

Sería delicioso seguir el juego un poco más. Ir hasta la mitad del camino, entre la doble hilera de abedules, que eran como pinceladas blancas sobre el fondo oscuro de la arboleda. Llegar a medio camino y volver atrás, riendo para sus adentros. O mejor aún, entrar y salir del bosque umbrío, como una lanzadera; bajar hasta el río, como una doncella iroquesa, pisando sin hacer ruido y con sus pies descalzos las hojas de la estación pasada, y una vez allí, oculta entre los árboles, espiar, como un agente secreto al servicio de todas las vírgenes, y observar a los dos hombres, sentados junto a la puerta, esperando la realización de sus obscenos planes. Y, después, retroceder deslizándose, salpicado su fino vestido de trocitos de corteza y de hojitas nuevas y pegajosas, sana y salva, consciente de su fuerza, después de haber estado al borde del peligro.

Se levantó y cruzó la carretera, en dirección a la frondosa entrada del camino enarenado. Oyó un coche que se acercaba a gran velocidad, procedente del Sur. Se volvió y permaneció quieta, como si esperase un autobús que la llevase a Port Philip. No quería que la viesen adentrándose en el bosque. El secreto era esencial.

El coche se acercó, por el otro lado de la carretera. Redujo la marcha y se detuvo frente a ella. Gretchen no lo miró, sino que siguió observando en la dirección por donde debía llegar el autobús… dentro de una hora.

—Hola, Miss Jordache.

Una voz de hombre había pronunciado su apellido. Volvió la cabeza y sintió que se ruborizaba intensamente. Sabía que era estúpido ruborizarse. Tenía perfecto derecho de estar en la carretera. Todos ignoraban que había dos soldados negros esperándola, con comida, bebidas alcohólicas y ochocientos dólares. De momento, no reconoció al hombre que la había hablado, sentado solo, al volante de un «Buick 1939» convertible, con la capota bajada. El hombre le sonreía, y su mano enguantada pendía sobre la portezuela del coche. Entonces, vio quién era. Míster Boylan. Sólo le había visto un par de veces en su vida, rondando por la fábrica que llevaba el nombre de su familia. Pocas veces iba por allí. Era un tipo esbelto, rubio, curtido por el sol, perfectamente afeitado, de hirsutas cejas rubias y bien lustrados zapatos.

—Buenas tardes, míster Boylan —dijo sin moverse.

No quería acercarse, para que él no advirtiese su sofocación.

—¿Qué diablos está haciendo por estos andurriales?

Su voz indicaba benevolencia. Sonaba como si el inesperado descubrimiento de la linda muchacha, sol, con sus altos tacones, en la orilla del bosque, le pareciese divertido.

—Hacía un día tan hermoso… —dijo ella casi tartamudeando—. Cuando tengo la tarde libre, suelo hacer pequeñas excursiones.

—¿Sola? —dijo él, incrédulo.

—Soy una amante de la Naturaleza —dijo ella, débilmente. Debe creer que soy una estúpida, pensó, viendo que él observaba sus altos tacones y sonreía—. Tomé el autobús, cediendo a un impulso momentáneo —dijo, sin esperar que él la creyese—, y estoy esperando otro para volver a la ciudad.

Oyó un crujido a su espalda y se volvió, llena de pánico, segura de que debían ser los dos soldados, que, impacientes por su tardanza, venían a ver si había llegado. Pero no era más que una ardilla, que corría por el camino enarenado.

—¿Qué le pasa? —preguntó Boylan, intrigado por su espasmódico movimiento.

—Creí que había oído una serpiente.

«¡Oh! ¿Por qué no se iba de una vez?», pensó.

—Es usted muy asustadiza —dijo Boylan, gravemente—, para ser una amante de la Naturaleza.

—Sólo me asustan las serpientes.

Era la conversación más estúpida que había sostenido en su vida. Boylan consultó su reloj.

—El autobús todavía tardará en llegar —dijo.

—No importa —respondió ella, sonriendo ampliamente, como si esperar autobuses en lugares desiertos fuese su pasatiempo predilecto de los sábados—. Esto es bonito y tranquilo.

—Permítame preguntarle en serio una cosa —dijo él.

Ya está, pensó Gretchen. Ahora, querrá saber a quién estoy esperando. Buscó en su mente una lista breve y adecuada. Su hermano, una amiga, una enfermera del hospital. Estaba tan enfrascada en esta idea que no oyó lo que dijo él, aunque sabía que había dicho algo.

—Perdón. No he entendido bien.

—Le he preguntado si ha comido ya, Miss. Jordache.

—La verdad es que no tengo apetito. Yo…

—Vamos —dijo él, llamándola con su mano enguantada—. La invito a comer. Aborrezco comer solo.

Obediente, sintiéndose pequeña e infantil, bajo las órdenes de un adulto, cruzó la carretera, pasó por detrás del «Buick» y subió al coche, después de inclinarse él para abrir la portezuela. La otra única persona a quien había oído emplear la palabra «aborrezco» en una conversación normal era su madre. Matices de sor Catherine, la Vieja Maestra.

—Es usted muy amable, míster Boylan —dijo.

—El sábado es mi día afortunado —dijo él, poniendo el coche en marcha.

Ella no tenía idea de lo que había querido decir con esto. Si no hubiese sido su jefazo, por decirlo de algún modo, y, además, viejo, de cuarenta o cuarenta y cinco años como mínimo, habría buscado una excusa para negarse. Lamentaba perderse la excursión secreta a través del bosque, que ahora ya no volvería a producirse, y la obscena y excitante posibilidad de que ellos la hubiesen sorprendido, perseguido… Cojos matones, en el campo de caza de la tribu. Pinturas de guerra por favor de ochocientos dólares.

—¿Conoce un lugar llamado «The Farmer's Inn»? —preguntó Boylan al arrancar.

—De nombre —respondió ella.

Era un hotelito enclavado sobre un risco escarpado que dominaba el río, a unos veinticinco kilómetros más allá, y se decía que era muy caro.

—Es una tasca que no está mal —dijo Boylan—. Sirven un vino bastante aceptable.

No hubo más conversación, porque él conducía a gran velocidad y el viento zumbaba en el coche descubierto, obligando a Gretchen a entornar los párpados y revolviéndole el cabello. La velocidad máxima en tiempo de guerra se había fijado en cincuenta kilómetros por hora para ahorrar gasolina; pero, naturalmente, un hombre como míster Boylan no debía preocuparse por estas minucias.

De vez en cuando, Boylan la miraba y sonreía un poco. Ella tuvo la impresión de que era una sonrisa irónica, debido a que estaba segura de que él sabía que le había mentido sobre los motivos de encontrarse sola, tan lejos de la ciudad, esperando un autobús que tardaría una hora en pasar. El hombre se inclinó, abrió la cajita de los guantes, sacó unas gafas oscuras de la Air Forcé y se las ofreció.

—¡Para sus lindos ojos azules! —gritó, entre el zumbido del viento.

Ella se puso las gafas y se sintió muy importante, como una estrella de cine.

«The Farmer's Inn» había sido una casa de postas en el periodo poscolonial, cuando los viajes entre Nueva York y el norte del Estado se hacían con diligencia. Estaba pintada de rojo, con adornos blancos, y había una enorme rueda de carreta plantada sobre el césped. Proclamaba la creencia del dueño de que a los americanos les gustaba comer en el pasado. Podía haber estado a cien kilómetros o a cien años de Port Philip.

Gretchen puso un poco de orden en sus cabellos, mirándose en el espejo retrovisor. Se sentía incómoda, consciente de que Boylan la observaba.

—Una de las cosas más bellas que puede ver un hombre en su vida —dijo— es una muchacha hermosa, con los brazos levantados y peinándose. Supongo que ésta es la causa de que los artistas la hayan pintado tantas veces.

No estaba acostumbrada a que sus condiscípulos varones de la Escuela Superior, o los chicos que revoloteaban alrededor de su mesa en la oficina, le hablasen de este modo, y no habría podido decir si le gustaba o no. Confió en que no volvería a ruborizarse aquella tarde. Iba a pintarse los labios, pero él alargó una mano y se lo impidió.

—No haga eso —dijo, en tono autoritario—. Ya lleva bastante. Más que bastante. Vamos.

Saltó del coche, con sorprendente agilidad para sus años, pensó Gretchen, y dando la vuelta al automóvil, fue a abrirle la portezuela.

Educación, observó ella, automáticamente. Le siguió desde el aparcamiento, donde había otros cinco o seis coches alineados debajo de los árboles, hacia la entrada del hotel. Los zapatos castaños del hombre…, bueno, en realidad no eran zapatos (después descubriría que se llamaban johdpur), resplandecían como de costumbre. Vestía chaqueta de tweed, pantalón de franela gris, y bufanda, en vez de corbata. Sobre la fina camisa de lana. No es un ser real, pensó ella, sino salido de una revista. ¿Qué estoy haciendo con él?

A su lado, se sentía zafia y tosca, con su vestido azul marino de manga corta, tan cuidadosamente escogido por la mañana. Estaba segura de que él lamentaba ya haberse parado. Pero él mantuvo la puerta abierta para dejarla entrar y le asió ligeramente el codo al pasar ella en dirección al bar.

En éste, decorado como una bodega del siglo XVIII, con muebles de roble oscuro y vasos y platos de peltre, no había más que otras dos parejas. Las dos mujeres tenían aspecto juvenil, vestían falda de ante y liso jersey, y hablaban con voces agudas y confiadas. Al mirarlas, Gretchen se dio cuenta de la exuberancia de su propio busto y se encogió para disimularlo. Las parejas estaban sentadas a una mesa baja, al otro lado de la estancia, y Boylan condujo a Gretchen a la barra y la ayudó a sentarse en uno de los altos y pesados taburetes de madera.

—Aquí está bien —dijo en voz baja—. Lejos de esas damas. No puedo soportar su estridencia.

Un negro de chaqueta blanca y almidonada se acercó para servirles.

—Buenas tardes, míster Boylan —dijo, respetuosamente—. ¿Qué desea usted, señor?

—Ay, Bernard —dijo Boylan—, me haces una pregunta que ha turbado a los filósofos desde el principio de los tiempos.

Suena a falso, pensó Gretchen. Y le extrañó un poco que pudiese pensar esto de un hombre como míster Boylan.

El negro sonrió, sumisamente. Parecía tan pulcro e inmaculado como si fuese a realizar una operación quirúrgica. Gretchen le miró de reojo. Conozco a dos amigos tuyos, no lejos de aquí, pensó, que, esta tarde, no va a preguntarle a nadie lo que desea.

—¿Qué quiere beber? —preguntó Boylan, volviéndose a ella.

—Cualquier cosa. Lo que usted diga.

Las trampas se multiplicaban. ¿Cómo podía saber él lo que ella bebía? La «Coca-Cola» era la bebida más fuerte que tomaba. Temió la llegada del menú. Sin duda, estaría en francés. Ella había estudiado español y latín en la escuela. ¡Latín!

—A propósito —dijo Boylan—, usted tiene más de dieciocho años, ¿no?

—¡Oh, sí! —respondió, ruborizándose.

Mal momento para ruborizarse. Afortunadamente, había poca luz en el bar.

—No quisiera que me llevasen ante el tribunal por corrupción de menores —dijo sonriendo.

Tenía bonitos dientes, bien cuidados por el dentista. Resultaba difícil comprender que un hombre de su aspecto, con esos dientes y esa elegante indumentaria, y con todo su dinero, tuviese alguna vez que comer solo.

—Probemos algo dulce, Bernard. En honor de la señorita. Un buen «daiquiri», según tu inimitable estilo.

—Gracias, señor —dijo Bernard.

Inimitable, pensó. ¿Por qué empleaba esas palabras? Su impresión de estar en la edad del pavo, mal vestida, mal maquillada, provocaba en ella un sentimiento de hostilidad.

Gretchen observó a Bernard estrujando unas limas, echando hielo en la coctelera y sacudiendo la mezcla, con manos expertas, bien cuidadas, rosadas y negras. Adán y Eva en el Paraíso. Si míster Boylan pudiese sospechar… No hablaría de un modo tan condescendiente sobre la corrupción.

La helada bebida estaba deliciosa, y ella la apuró como si fuese limonada. Boylan la observaba, con una ceja alzada, con gesto un tanto teatral, mientras desaparecía la bebida.

—Otro, por favor, Bernard —dijo.

Las dos parejas pasaron al comedor, dejándoles solos en el bar, mientras Bernard preparaba la segunda ronda. Gretchen se sentía ahora más a sus anchas. La tarde se estaba abriendo. Ignoraba cómo se le habían ocurrido estas palabras, pero parecían expresar exactamente la situación: una apertura. En el futuro, se sentaría en muchos bares oscuros, y muchos hombres maduros, amables y elegantes, le pagarían deliciosas bebidas.

Bernard dejó la copa frente a ella.

—¿Puedo hacerle una sugerencia, dilecta? —dijo Boylan—. Si estuviese en su lugar, bebería esa copa más despacio. A fin de cuentas, hay ron en ella.

—Claro —dijo ella, con dignidad—. Tenía mucha sed, creo que por haber estado plantada al sol.

—Claro, dilecta —dijo él.

Dilecta. Nadie la había llamado así. Le gustaba la palabra y, sobre todo, la manera en que él la pronunciaba, con voz fría, nada incitante. Empezó a beber a pequeños sorbos, como las damas distinguidas. Estaba tan bueno como el anterior. Tal vez mejor aún. Tenía la impresión de que no volvería a ruborizarse aquella tarde.

Boylan pidió el menú. Escogerían en el bar, mientras terminaban el aperitivo. El maître les trajo dos grandes cartulinas y dijo, haciendo una ligera reverencia:

—Celebro volver a verle, míster Boylan.

Todo el mundo se alegraba de ver a míster Boylan, el de los lustrosos zapatos.

—¿Lo deja a mi elección? —preguntó éste.

Gretchen sabía, por las películas, que los caballeros escogían muchas veces los platos para las damas, en los restaurantes; pero una cosa era verlo en la pantalla y otra que le ocurriese a una.

—Se lo ruego —dijo.

Le había salido perfecto, pensó triunfalmente. ¡Caramba, qué buena estaba la bebida!

Hubo una breve pero seria discusión entre míster Boylan y el maître sobre el menú. El maître se alejó, prometiendo llamarles en cuanto la mesa estuviese dispuesta. Míster Boylan sacó una pitillera de oro y ofreció un cigarrillo a Gretchen. Ésta negó con la cabeza.

—¿No fuma?

—No.

Tuvo la impresión de que no estaba a la altura del lugar y de la situación, pero lo había probado un par de veces, y el humo la hacía toser y enrojecía sus ojos, y por esto había renunciado a ulteriores pruebas. Además, su madre fumaba a todas horas, y Gretchen no quería hacer nada de cuanto hacía su madre.

—Muy bien —dijo Boylan, encendiendo su cigarrillo con un mechero de oro que se sacó del bolsillo y dejó después sobre el bar, junto a la pitillera con sus iniciales—. No me gusta que fumen las chicas. Les quita la fragancia de la juventud.

Palabrería, pensó ella. Pero, ahora, ya no la molestó. El hombre exageraba para complacerla. De pronto, percibió el perfume que se había puesto en el tocador de la oficina. Se inquietó al pensar que él pudiese encontrarlo barato.

—¿Sabe una cosa? —dijo—. Me sorprendió que conociese mi nombre.

—¿Por qué?

—Porque no creo haberle visto más de un par de veces en la fábrica. Y usted no entra nunca en la oficina.

—Me fijé en usted —dijo él—, y me pregunté cómo una joven como usted podía estar en un lugar tan horrible como la «Fábrica de Tejas y Ladrillos Boylan».

—No es tan espantoso —dijo ella, precavidamente.

—¿No? Celebro que lo diga. Tenía la impresión de que todos mis empleados la encontraban intolerable. Y me había prometido no visitarla más de quince minutos al mes. La encuentro deprimente.

Volvió el maître.

—La mesa está dispuesta, señor.

—Deje aquí su copa —dijo Boylan, ayudándola a bajar del taburete—. Bernard se la traerá.

Siguieron al maître al comedor. Había ocho o diez mesas ocupadas. Un coronel de uniforme y un grupo de jóvenes oficiales. Varias parejas llamativas. Flores e hileras de copas resplandecientes, sobre pulidas mesas de falso estilo colonial. Ninguno de los que están aquí gana menos de diez mil dólares al año, pensó Gretchen.

Las conversaciones se apagaron, mientras ellos seguían al maître hasta una mesita colocada junto a una ventana que daba sobre el río. Gretchen sintió la mirada de los jóvenes oficiales. Se tocó el cabello. Sabía lo que estaban pensando. Y lamentó que míster Boylan no fuese un poco más joven.

El maître le apartó la silla, y ella se sentó y desplegó modosamente la gran servilleta sobre las rodillas. Bernard entró con los «daiquiris» sin terminar sobre una bandeja, y los dejó sobre la mesa.

—Gracias, señor —dijo, antes de volverse.

Reapareció el maître con una botella de vino tinto francés, y el camarero trajo el primer plato. «The Old Farmer's Inn» no andaba escaso de personal.

El maître vertió ceremoniosamente un poco de vino en una copa grande y profunda. Boylan lo olió, lo probó, levantó la cabeza, frunciendo los párpados y mirando al techo, y retuvo un momento el vino en la boca, antes de engullirlo. Asintió con la cabeza.

—Muy bueno, Lawrence —dijo.

—Gracias, señor —dijo el maître.

Después de tantas gracias, pensó Gretchen, la cuenta va a ser enorme.

El maître llenó su copa y, después la de Boylan. Éste levantó el vaso en dirección a ella y ambos sorbieron el vino. Tenía un extraño sabor a polvo, estaba tibio. Gretchen pensó que, con el tiempo, seguro que llegaría a gustarle aquel sabor.

—Espero que le gusten los cogollos de palma —dijo Boylan—. Me aficioné a ellos en Jamaica. Naturalmente, esto fue antes de la guerra.

—Es delicioso.

En realidad, no le sabía a nada; pero le gustaba la idea de que hubiesen tenido que talar una soberbia palmera para servirle aquel pequeño y delicado plato.

—Cuando termine la guerra —dijo él, tomando un bocado—, pienso volver y establecerme allí, en Jamaica. Tumbarme en la arena, bajo el sol, y dejar que pasen los años. Cuando los muchachos vuelvan a casa, este país será imposible. Un mundo hecho para los héroes —dijo zumbón—, no está hecho para Theodore Boylan. Confío en que vendrá a visitarme.

—No faltaría más —dijo ella—. Me daré la gran vida, con mi salario de la «Fábrica de Tejas y Ladrillos Boylan».

Él se echó a reír.

—Mi familia se enorgullece —dijo— de haber pagado mal a sus empleados desde 1887.

—¿Su familia? —dijo ella.

Tenía entendido que él era el único Boylan que existía. Era de dominio público que vivía solo en una mansión cercada de muros de piedra, en una gran hacienda en las afueras de la ciudad. Con criados, naturalmente.

—Una familia imperial —dijo él—. Nuestra fama se extiende de costa a costa, desde el boscoso Maine hasta California, perfumada por los naranjos. Aparte de la «Fábrica de Tejas y Ladrillos Boylan», de Port Philip, están los «Astilleros Boylan», las «Compañías de Petróleo Boylan» y las «Fábricas de Maquinaria Pesada Boylan», extendidas a lo largo y ancho de este gran país, con un hermano, un tío o un primo Boylan al frente de cada empresa, suministrando, a elevado precio, pertrechos de guerra a nuestra amada patria. Incluso hay un general Boylan que lucha esforzadamente por la causa de su nación en el Servicio de Intendencia de Washington. ¿Que si tengo familia? Eche usted un dólar al aire, y allí estará un Boylan dispuesto a cogerlo.

No estaba acostumbrada a que la gente vilipendiase a su propia familia; su concepto de la lealtad era muy simple. Su rostro debió reflejar su desagrado.

—Le choca esto, ¿no? —dijo él, mostrando de nuevo aquella aviesa y divertida expresión.

—En realidad, no —respondió ella, pensando en su propia familia—. Sólo los miembros de una familia saben lo que ésta se merece.

—No crea que soy tan malo —dijo Boylan—. Mi familia tiene una virtud que admiro sin reservas.

—¿Cuál es?

—Son ricos. Son muy, muy ricos —dijo.

Y se echó a reír.

—Sin embargo —dijo ella, confiando en que el hombre no era tan malo como parecía, en que su actitud no era más que una comedia para impresionar a una chica de cabeza hueca—, sin embargo, usted sigue trabajando. Y los Boylan han hecho mucho por este pueblo.

—Así es —dijo él—. Le han chupado toda la sangre. Por supuesto, su interés por él es puramente sentimental. Port Philip es la más insignificante de las posesiones imperiales. No vale el tiempo que un Boylan cien por ciento puede gastar en ella. Pero no la abandonan. El último, el ínfimo, de la estirpe, su humilde servidor, fue delegado a la mísera provincia de origen, para prestar a esta reliquia la magia de su nombre y la autoridad de la presencia viva de la familia, al menos, una o dos veces al mes. Y realizo mis deberes rituales con el debido respeto, soñando en irme a Jamaica cuando enmudezcan los cañones.

No sólo odia a la familia, pensó ella, sino que también se odia a sí mismo.

Los vivos y claros ojos del hombre advirtieron el cambio ínfimo en su expresión.

—No le gusto a usted —dijo.

—No es así —dijo ella—. Sólo que usted es diferente de todas las personas que conozco.

—¿Para bien o para mal?

—No lo sé.

Él asintió gravemente con la cabeza.

—Retiro la pregunta —dijo—. Bebamos. Ahí viene otra botella de vino.

Lo cierto es que habían despachado toda la primera botella y aún no había llegado el plato fuerte. El maître cambió sus copas y repitió la ceremonia de la degustación. El vino había encendido las mejillas y la garganta de la joven. Las demás conversaciones del restaurante parecían haberse amortiguado y llegaban a sus oídos con un ritmo regular y apaciguador, como el rumor de un rompiente lejano. De pronto, Gretchen se sintió como en su casa, en el viejo y pulcro salón, y se rió en voz alta.

—¿De qué se ríe? —preguntó Boylan, con recelo.

—De que estoy aquí —dijo ella—, cuando podría estar en cualquier otra parte.

—Tiene que beber más a menudo —dijo él—. El vino le sienta bien. —Estiró el brazo y le dio unas palmadas en la mano. Ella sintió en la piel un contacto seco y firme—. Es usted hermosa, dilecta, muy hermosa.

—También yo lo creo —dijo ella.

Y, esta vez, fue él quien rió.

—Al menos, hoy —dijo Gretchen.

Cuando el camarero sirvió el café, estaba ebria. Jamás se había emborrachado en su vida; por consiguiente, no se daba cuenta de su estado. Lo único que sabía era que todos los colores eran más claros; que el río que discurría allá abajo era de un azul cobalto; que el sol que descendía sobre los lejanos riscos de poniente era asombrosamente dorado. Todos los manjares habían dejado en su boca un sabor a verano, y el hombre que estaba frente a ella no era un extraño, no era un patrono, sino su amigo mejor y más íntimo; su rostro refinado y curtido era amable y maravillosamente cortés; los ocasionales contactos de su mano en la de ella, tenían una sequedad amistosa y tranquila; su risa era un espaldarazo a su ingenio. Gretchen podía decírselo todo; sus secretos le pertenecían.

Le contó episodios del hospital, como el del soldado que había sido herido en un ojo por una botella de vino arrojada por una francesa entusiasta para darle la bienvenida en París, y que había sido la causa de que le concediesen el Corazón de Púrpura, por padecer de doble visión, lesión sufrida en cumplimiento del deber. Y el de la enfermera y el oficial que se hacían el amor todas las noches en una ambulancia aparcada allí, y que, una vez, al ser llamada ésta con urgencia, fueron transportados a Poughkeepsie completamente desnudos.

Mientras hablaba, se convencía a sí misma de que era una persona interesante y singular, que llevaba una vida plena y colmada de incidentes. Expuso los problemas con que había tropezado al representar el papel de Rosalinda, de Como gustéis, en la función dada en la escuela por el curso superior. Míster Pollack, el director, que había visto una docena de Rosalindas, en Broadway y en otras partes, le había dicho que sería un crimen que malgastase su talento. También había representado el papel de Porcia, el año anterior, y llegó a pensar, por un momento, que podría ser un brillante abogado. Creía que, en estos tiempos, las mujeres debían hacer cosas así, y no contentarse con casarse y tener hijos.

Quería decirle a Teddy (la llegar a los postres, era ya Teddy) algo que no había confiado a nadie: cuando terminase la guerra, iría a Nueva York y se haría actriz. Recitó un fragmento de Como gustéis, animadamente y tartamudeando un poco, debido a los «daiquiris», el vino y dos copitas de «Benedictine».

Vamos, cortéjame, cortéjame —dijo—, porque estoy de humor festivo y bastante predispuesta a consentir. ¿Qué me dirías ahora, si yo fuese vuestra misma, vuestra misma Rosalinda?

Teddy le besó la mano al terminar, y ella aceptó el cumplido con donaire, encantada de las implicaciones galantes de la cita.

Animada por la persistente atención que le prestaba el hombre, se sentía electrizante, resplandeciente e irresistible. Se desabrochó los dos botones superiores de la blusa. Los encantos eran para lucirlos. Además, hacía calor en el restaurante. Podía hablar de cosas indecibles, podía emplear palabras que, hasta ahora, sólo había visto escritas en las paredes por los chicos desvergonzados. Había conseguido el don de la sinceridad, ese privilegio aristocrático.

—No les presto la menor atención —dijo, respondiendo a una preguntó de Boylan sobre los chicos de la oficina—. Saltan alrededor de una como perritos. Son unos Don Juanes de pueblo. La llevan a una al cine y a tomar un helado, y la besuquean en el asiento trasero de un taxi, y la agarran con la fuerza de esas anillas metálicas de los tiovivos y suspiran como alces moribundos. Esto no se ha hecho para mí. Tengo otras cosas en que pensar. Lo intentan una vez y enseguida comprenden que no hay nada que hacer. ¡No tengo prisa! —se interrumpió súbitamente—. Gracias por esta deliciosa comida —dijo—. Tengo que ir al lavabo.

Jamás les había dicho eso a sus acompañantes. Más de una vez, su vejiga había estado a punto de estallar en el cine o en las fiestas.

Teddy se levantó.

—En el pasillo, segunda puerta, a la izquierda —dijo.

Teddy era un buen conocedor, lo sabía todo.

Cruzó el salón sin apresurarse, sorprendida de que estuviera vacío. Caminaba despacio, porque sabía que los claros e inteligentes ojos de Teddy la seguían. Ella tenía recta la espalda. Lo sabía muy bien. Tenía el cuello largo y blanco, bajo los negros cabellos. Lo sabía muy bien. Tenía estrecha la cintura, redondas las caderas, largas, llenas y firmes las piernas. Sabía todo eso, y caminaba despacio, para que Teddy lo supiese también, de una vez para siempre.

En el tocador de señoras, se miró al espejo y se quitó el resto de carmín de los labios. Tengo la boca grande y llamativa, dijo, pensando en voz alta. Qué estúpida fui al pintarla como una boca de vieja.

Salió al pasillo. Teddy la estaba esperando en la entrada del bar. Había pagado la cuenta y se estaba calzando el guante izquierdo. Al acercarse ella, la miró frunciendo el ceño.

—Voy a comprarle un vestido rojo —dijo—. Un deslumbrante vestido rojo que haga resaltar esa tez maravillosa y esos negros y salvajes cabellos. Cuando entre en un salón, los hombres caerán de rodillas.

Ella se echó a reír; el rojo era su color. Así deberían hablar todos los hombres.

Le asió del brazo y se dirigieron al coche.

Él levantó la capota, porque empezaba a refrescar, y condujo despacio hacia el Sur, con la mano derecha, deliberadamente libre del guante, asiendo la de ella sobre el asiento. El coche, con todas las ventanillas levantadas, respiraba intimidad. Flotaba el aroma del alcohol que habían bebido, mezclado con el olor del cuero.

—Ahora dígame: ¿Qué hacía realmente en la parada de autobús de King's Landing?

Ella rió entre dientes.

—Fea risita —dijo él.

—Estaba allí para hacer una cosa fea —dijo ella.

Él condujo en silencio durante un rato. La carretera estaba desierta. Rodaban entre franjas de largas sombras y pálidos rayos de sol, por la pista flanqueada de árboles.

—Continúe —dijo Teddy.

¿Por qué no?, pensó Gretchen. En aquella tarde bendita, podía contarse todo. Podían decírselo todo. Estaban por encima de las trivialidades de la gazmoñería. Empezó a hablar, primero con vacilación, después con más soltura, a medida que se adentraba en el relato de lo que había sucedido en el hospital.

Describió a los dos negros, lisiados y solitarios, los dos únicos hombres de color del pabellón, y dijo que Arnold se había mostrado siempre reservado y cortés, sin llamarla nunca por su nombre de pila como hacían los otros soldados, y que leía los libros que ella le prestaba, y que parecía inteligente y triste, con su herida, y aquella chica de Cornualles que nunca había vuelto a escribirle. Después, refirió la noche en que la había encontrado sola, mientras todos los demás dormían, y la conversación que habían sostenido y que había terminado con la proposición de los dos hombres y el ofrecimiento de los ochocientos dólares.

—Si hubiesen sido blancos, habría dado cuenta al coronel —dijo—, pero en esas circunstancias…

Teddy asintió con la cabeza, comprensivo, detrás del volante, pero nada dijo, sólo aceleró un poco la marcha, carretera adelante.

—Desde entonces, no he vuelto al hospital —prosiguió ella—. No podía hacerlo. Supliqué a mi padre que me dejase ir a Nueva York. Me resultaba insoportable permanecer en el mismo pueblo que aquel hombre, que no habría olvidado lo que me había dicho. Pero mi padre… Con mi padre, no se puede discutir. Y, naturalmente, no podía explicarle mis razones. Habría sido capaz de ir al hospital y matar a aquellos dos hombres con sus propias manos. Y entonces, esta mañana… hacía un día tan hermoso… que no fui al autobús, sino que me dejé llevar por él. No quería ir a aquella casa, pero creo que quería saber si estaban allí, si había hombres capaces de actuar de esa manera. Pero, aun así, al bajar del autobús, me quedé en la carretera. Bebí una «Coca-Cola», tomé un baño de sol… Yo… Tal vez habría andado parte del camino. O quizás hasta el final. Sólo por ver. Sabía que no corría ningún peligro. Aunque me viesen, podría escapar con toda facilidad. Sólo pueden moverse despacio, a causa de sus piernas.

El coche redujo la marcha. Mientras hablaba, Gretchen había mantenido la mirada fija en sus zapatos, debajo del tablero de señales. Al levantar la vista, vio dónde se encontraban. La estación de gasolina. La tienda donde vendían de todo. No se veía a nadie.

El coche se detuvo a la entrada del camino enarenado que conducía al río.

—No era más que un juego —dijo ella—, un juego de muchacha, estúpido y cruel.

—Miente —dijo Boylan.

—¿Qué?

Se quedó anonadada. Dentro del coche hacía un calor horrible, asfixiante.

—Ya lo has oído, dilecta. No era ningún juego. Usted iba allí para que la violasen.

—Teddy —dijo ella, jadeando—. Por favor…, por favor, abra la ventanilla. No puedo respirar.

Boylan alargó el brazo por delante de ella y abrió la portezuela.

—Adelante —dijo—. Eche a andar por el camino. Todavía estarán allí. Diviértase. Estoy seguro de que será una experiencia que recordará con gusto durante toda su vida.

—Por favor, Teddy…

Empezaba a sentir vértigo, y la voz del hombre se extinguió en sus oídos, para volver de nuevo, ronca y dura.

—No se preocupe por el viaje de regreso —dijo Boylan—. La esperaré aquí. No tengo nada mejor que hacer. Hoy es sábado, y todos mis amigos salieron de la ciudad. Adelante. Cuando vuelva, me lo contará todo. Será muy interesante.

—Tengo que salir de aquí —dijo ella.

Era como si su cabeza se dilatase y se encogiese, y tenía una sensación de ahogo. Bajó del coche, tambaleándose, y vomitó en la orilla de la carretera, con grandes y angustiosas convulsiones.

Boylan permanecía inmóvil detrás del volante, mirando fijamente al frente. Cuando ella hubo terminado y cesaron aquellas convulsiones que le desgarraban la garganta, le dijo, brevemente:

—Está bien, suba.

Agotada y frágil, volvió al coche; un sudor frío cubría su frente, y se tapaba la boca con la mano, para evitar el mal olor.

—Tome, dilecta —dijo Boylan, en tono afectuoso, sacando un gran pañuelo de seda de colores del bolsillo superior de su chaqueta—. Emplee esto.

Ella se enjugó los labios y se secó el sudor del rostro.

—Gracias —murmuró.

—¿Qué quiere realmente hacer? —preguntó él.

—Quiero ir a casa —balbuceó Gretchen.

—No puede ir a casa en estas condiciones —dijo él.

Puso el coche en marcha.

—¿Adónde me lleva?

—A mi casa —dijo él.

Estaba demasiado agotada para discutir, y permaneció inmóvil, con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento, los ojos cerrados, mientras el coche rodaba veloz por la carretera.

Se hicieron el amor a primeras horas de la noche, después de enjuagarse ella la boca durante largo rato, con un elixir que olía a canela, y de dormir profundamente un par de horas en la cama de él. Después, Boylan la condujo a casa, en silencio.

Cuando volvió a la oficina, a las nueve de la mañana del lunes, encontró un sobre largo y blanco sobre su mesa. Iba dirigido a su nombre, con la indicación «Personal» en uno de sus ángulos. Lo abrió. Contenía ocho billetes de cien dólares.

Sin duda, el hombre se había levantado al amanecer, para llegar a la ciudad y a la fábrica cerrada, antes de que acudiesen los empleados.