1946
I
Había poca luz en los sótanos de Westerman. Habían sido convertidos en una especie de guarida, donde se celebraban fiestas. Esta noche había una, a la que asistían una veintena de chicos y chicas, algunos de los cuales bailaban, mientras otros se besuqueaban en los rincones oscuros y otros se limitaban a escuchar un disco de Papel Doll, por Benny Goodman.
Los «River Five» actuaban poco, porque otros muchachos licenciados del Ejército habían montado otra orquestina y se llevaban la mayoría de los contratos. Rudolph no criticaba a los que contrataban a la otra orquestina. Sus componentes eran mayores y tocaban mejor que los «River Five».
Alex Dailey bailaba con Lila Belkamp, muy agarrado, en mitad del salón. Decían a todo el mundo que iban a casarse, cuando salieran de la escuela el mes de junio. Alex tenía diecinueve años y no se mostraba muy despierto en la escuela. Lila era una chica excelente, un poco extremosa y alocada, pero excelente. Rudolph se preguntó si su madre habría sido como Lila, cuando tenía diecinueve años, y lamentó no tener una grabación del discurso de su madre, el día en que su padre regresó de Elysium, para hacérselo oír a Alex. Sería muy conveniente que lo oyesen todos los presuntos maridos. Tal vez, así no tendrían tanta prisa en ir a la iglesia.
Julie estaba sentada sobre las rodillas de Rudolph, en un viejo y desvencijado sillón de un rincón del tugurio. Había otras chicas sentadas en la falda de los muchachos; pero él habría preferido que Julie no lo hiciese. No le gustaba que les viesen en esta actitud y que los otros hiciesen cábalas sobre sus sentimientos. Había cosas que sólo debían hacerse en privado. No podía imaginarse a Teddy Boylan con una chica sentada sobre las rodillas en público, ni siquiera cuando era joven. Pero, si le hacía alguna indicación a Julie al respecto, ésta se pondría furiosa.
Julie volvió la cabeza y le besó. Él le devolvió el beso, naturalmente, y le gustó; pero deseando que le dejase en paz.
Julie había solicitado el ingreso en Barnard para el otoño, y estaba segura de conseguirlo. Era una buena estudiante. Deseaba que Rudolph intentase ingresar en Columbia, para estar cerca los dos en Nueva York. Rudolph simulaba que prefería Harvard o Yale. No se resignaba a decirle a Julie que no iría a la Universidad.
Julie se acurrucó, metiendo la cabeza debajo de la barbilla del muchacho y haciendo una especie de ronroneo que, en otras ocasiones, hacía reír a Rudolph. Ahora, miró por encima de la cabeza de ella a las otras parejas del lugar. Era, probablemente, el único chico virgen de la sala. Estaba seguro de que Buddy Westerman y Dailey y Kessler y la inmensa mayoría de los otros no lo eran, aunque alguno podía mentir cuando se suscitaba la cuestión. No era esto lo único e que él se diferenciaba de los demás. Se preguntaba si le habrían invitado, de haber sabido que su padre había matado a dos hombres, que su hermana estaba encinta (se lo había escrito, para que no tuviese una horrible sorpresa) y vivía con un hombre casado, y que su madre le había pedido treinta dólares a la semana a su padre, si éste quería acostarse con ella.
Los Jordache eran muy especiales; esto era indudable.
Buddy Westerman se acercó y dijo:
—Escuchad, chicos. Arriba hay ponche y bocadillos y pasteles.
—Gracias, Buddy —dijo Rudolph, deseoso de que Julie saltara de una vez de sus rodillas.
Buddy fue a dar la noticia a las otras parejas. Buddy era un chico de suerte. Iría a Cornell, a la Facultad de Derecho, porque su padre tenía una buena clientela en la ciudad. El nuevo grupo musical había pedido a Buddy que tocara con ellos, pero él, fiel a los «River Five», había rehusado. Rudolph daba tres semanas de vida a la lealtad de Buddy. Era un músico nato; decía que «esos chicos hacen verdadera música», y no podía esperarse que aguantase indefinidamente; sobre todo, cuando ya no les contrataban más de una vez al mes.
Al mirar a los chicos que estaban en la sala, Rudolph se dio cuenta de que casi todos ellos sabían adónde iban. El padre de Kessler tenía una farmacia, y Kessler iría a la Escuela de Farmacia y, después, continuaría el negocio del viejo. El padre de Starrett comerciaba con fincas, y Starrett iría a Harvard y a la Escuela Mercantil, para poder decirle a su padre cómo había de gastar su dinero. La familia de Lawson tenía una empresa de maquinaria, y Lawson estudiaría para ingeniero. Incluso Dailey, que sin duda era demasiado torpe para ir a la Universidad, entraría en el negocio de artículos de electricidad y fontanería de su padre.
El horno ancestral de Rudolph tenía muchas salidas. «Me dedicaré al comercio de cereales», o, quizá, «Quiero incorporarme al Ejército alemán. Mi padre estuvo en él».
De pronto, Rudolph envidió a todos sus amigos. Benny Goodman, con su clarinete, desgranaba un rosario de plata en el fonógrafo, y Rudolph también le envidió. Tal vez más que a todos los otros.
En una noche como ésta, uno comprendía a los ladrones de Bancos.
No pensaba volver a ninguna fiesta. No estaba en su ambiente, aunque éste era el único que conocía.
Quería volver a casa. Estaba cansado. En realidad, estos días sentía un cansancio continuo. Aparte del recorrido en bicicleta, por las mañanas, tenía que cuidar de la tienda desde las cuatro hasta las siete, cuando terminaba la escuela. La viuda había decidido que no podía trabajar durante todo el día, pues tenía hijos a quienes cuidar en casa. Esto había significado, para él, abandonar los entrenamientos y los debates; y sus notas también eran peores, como si le faltase energía para el estudio. Asimismo, estaba malucho, con un resfriado que había pillado después de Navidad y parecía prolongarse todo el invierno.
—Julie —dijo—, vayámonos a casa.
Ella se irguió en su falda, sorprendida.
—Es temprano —dijo—, y la fiesta está muy bien.
—Lo sé, lo sé —dijo él, con más impaciencia de la que habría querido demostrar—. Pero quiero salir de aquí.
—En mi casa, no podemos hacer nada. Mis padres tienen partida de bridge. Hoy es viernes.
—Sólo quiero irme a casa —dijo él.
—Pues vete. —Saltó de sus rodillas y se plantó ante él, muy enojada—. Ya encontraré a alguien que me acompañe a la mía.
Tentado estuvo Rudolph de decirle todo lo que había estado pensando. Tal vez entonces, comprendería.
—Pero, chico —dijo Julie, con lágrimas en los ojos—, hace meses que no habíamos estado en una fiesta, y ahora quieres marcharte cuando apenas ha empezado.
—Me encuentro mal —dijo él, levantándose.
—Es curioso —dijo ella—. Sólo te encuentras mal las noches que estás conmigo. Supongo que te encuentras estupendamente cuando sales con Teddy Boylan.
—¡Oh! ¿Quieres dejar a Boylan en paz, Julie? No le veo desde hace muchas semanas.
—¿Qué le pasa? ¿Se le ha acabado el peróxido?
—Tonterías —dijo Rudolph, en tono cansado.
Ella giró sobre sus talones, haciendo oscilar su cola de caballo, y se incorporó al grupo que estaba alrededor del fonógrafo. Era la muchacha más linda del salón, chatilla, pulcra, lista, esbelta, adorable; y Rudolph deseó que se marchase a alguna parte por seis meses, por un año, y volviese después, cuando él se hubiese librado de su fatiga y pudiese reflexionar en paz, y ambos pudiesen empezar de nuevo.
Marchó escaleras arriba, se puso el abrigo y salió sin despedirse de nadie. Ahora, la gramola tocaba The Trolley Song, por Judy Garland.
Estaba lloviendo; una fina y helada lluvia de febrero, procedente de la niebla del río, y que el viento lanzaba contra él. Tosió, mientras el agua se filtraba por debajo del cuello levantado de su abrigo. Caminó despacio, en dirección a su casa, sintiendo ganas de llorar. Odiaba estas escaramuzas con Julie, que se hacían cada vez más frecuentes. Si se hiciesen el amor, pero de veras, en vez de esos tontos y frustradores besuqueos de los que se avergonzaban después, estaba seguro de que cesarían sus peleas. Pero no podía decidirse. Hubiesen tenido que hacerlo a escondidas, mentir, escabullirse como delincuentes. Hacía tiempo que había tomado su resolución. O tenía que ser algo perfecto o no sucedería jamás.
El director del hotel abrió de par en par la puerta de la suite. Había un balcón con vistas al Mediterráneo. Flotaba en el aire un olor a jazmín y tomillo. Los dos jóvenes bronceados contemplaron serenamente la habitación, miraron el Mediterráneo. Mozos de uniforme entraron muchas maletas y las distribuyeron en las diversas piezas de la suite.
«Ça vous plaît, Monsieur?», preguntó el director.
«Ça va», dijo el joven bronceado.
«Merci, Monsieur». El director del hotel salió de la estancia.
Los dos jóvenes bronceados salieron al balcón y contemplaron el mar. Se besaron sobre el azul. El olor a jazmín y a tomillo se hizo más intenso.
O bien…
Era una pequeña choza solitaria, con la nieve amontonada contra sus paredes. Las montañas se erguían detrás de ella. Los dos jóvenes bronceados entraron sacudiéndose la nieve de la ropa, riendo. El fuego crepitaba en el hogar. Estaban solos en un mundo excelso. Los dos jóvenes bronceados se tumbaron en el suelo, frente al fuego.
O bien…
Los dos jóvenes bronceados caminaron sobre la alfombra roja del andén. El «Twentieth Century» de Chicago resplandecía sobre los carriles. Los dos jóvenes pasaron ante el mozo de chaqueta blanca y subieron al vagón. El coche-salón estaba lleno de flores. Olía a rosas. Los dos jóvenes bronceados se sonrieron y pasaron al coche restaurante a tomar una copa.
O bien…
Rudolph tosió dolorosamente bajo la lluvia y entró en Vanderhoff Street. He visto demasiadas películas, pensó.
La luz del sótano se filtraba a través de la reja de la panadería. La Llama Eterna. Axel Jordache, el Soldado Desconocido. Si su padre moría, pensó Rudolph, ¿se acordaría alguien de apagar la luz?
Rudolph vaciló, con las llaves de la casa en la mano. Desde la noche en que su madre había pronunciado ese loco discurso sobre los treinta mil dólares, compadecía a su padre. Su padre vagaba despacio y en silencio por la casa, como si acabase de salir del hospital después de sufrir una grave operación, o como si hubiese sentido la garra de la muerte sobre la espalda. Axel Jordache le había parecido siempre vigoroso, terriblemente vigoroso. Hablaba fuerte y sus movimientos eran bruscos y descuidados. Ahora, sus largos silencios, sus ademanes vacilantes, su manera cohibida de desdoblar el periódico, o de prepararse una taza de café, cuidando de no hacer ruido, resultaban espantosos. De pronto, Rudolph tuvo la impresión de que su padre se preparaba para la tumba. De pie en la oscura entrada, apoyada una mano en la baranda, se preguntó, por primera vez desde pequeño, si quería o no a su padre.
Se dirigió a la puerta que conducía a la panadería, la abrió, cruzó el cuarto de atrás y bajó al sótano.
Su padre no hacía nada; estaba sentado en el banco, mirando fijamente al horno, con la botella de whisky en el suelo, a su lado. El gato estaba acurrucado en su rincón.
—Hola, papá —dijo Rudolph.
Su padre giró lentamente en su dirección y le saludó con un movimiento de cabeza.
—Sólo he bajado para ver si podía ayudarte en algo.
—No —dijo su padre. Agarró la botella y echó un pequeño trago. La ofreció a Rudolph—. ¿Quieres un poco?
—Gracias.
No le apetecía el whisky, pero pensó que a su padre le gustaría que lo catase. La botella estaba resbaladiza debido al sudor de Axel. Bebió un trago. El licor quemó su boca y su garganta.
—Estás empapado —dijo el padre.
—Está lloviendo.
—Quítate el abrigo. No te estarás aquí sentado con el gabán chorreando.
Rudolph se quitó el abrigo y lo colgó de un gancho de la pared.
—¿Cómo van las cosas, papá?
Era la primera vez que le hacía esta pregunta. Su padre rió entre dientes, sin hacer ruido, pero no respondió. Echó otro trago de whisky.
—¿Qué has hecho esta noche? —preguntó Axel.
—He ido a una fiesta.
—Una fiesta —dijo Axel, asintiendo con la cabeza—. ¿Has tocado la trompeta?
—No.
—¿Qué hace hoy la gente en las fiestas?
—No lo sé. Bailan. Escuchan música. Van de un lado a otro.
—¿Te he dicho alguna vez que yo fui a una academia de baile cuando era chico? —dijo Axel—. En Colonia. Con guantes blancos. Colonia era magnífica en verano. Tal vez debería volver allá. Ahora, empezarán a construir de nuevo sobre las ruinas. Quizás es el lugar más adecuado para mí. Una ruina entre ruinas.
—Vamos, papá —dijo Rudolph—. No debes hablar así.
Axel echó otro trago.
—Hoy he tenido una visita —dijo—. Míster Harrison.
Míster Harrison era el dueño de la casa. Venía el día tres de cada mes a cobrar el alquiler. Al menos tenía ochenta años, pero nunca dejaba de cobrar la renta. Personalmente. Hoy no era día tres, y por esto, Rudolph pensó que la visita debió de ser importante.
—¿Qué quería? —preguntó.
—Van a derribar la casa —dijo Axel—. Y van a construir todo un bloque de apartamentos, con tiendas en la planta baja. Port Philip está creciendo, dice míster Harrison, el progreso es el progreso. Él tiene ochenta años, pero progresa. Invierte muchísimo dinero. En Colonia, derriban los edificios con bombas. En América, lo hacen con dinero.
—¿Cuándo tenemos que marcharnos?
—No antes de octubre. Míster Harrison dice que ha querido avisarme con tiempo, para que pueda buscar otro sitio. Míster Harrison es un viejo muy considerable.
Rudolph miró a su alrededor: las familiares paredes agrietadas, las puertas de hierro del horno, la ventana enrejada que daba a la acera. Era curioso pensar que todo esto, y la casa en que siempre había vivido, dejarían de existir. Siempre había pensado que sería él quien dejase la casa, no que la casa le dejase a él.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó a su padre.
Axel se encogió de hombros.
—Tal vez necesiten algún panadero en Colonia. Y, si una noche de lluvia tropiezo con algún inglés borracho en la orilla del río, quizá pueda comprarme el pasaje hasta Alemania.
—¿De qué estás hablando, papá? —preguntó Rudolph, vivamente.
—Así fue como vine a América —dijo Axel, suavemente—. Seguí a un inglés borracho, que había estado exhibiendo su dinero en un bar del distrito de Sankt Pauli, en Hamburgo, y le amenacé con un cuchillo. Se resistió. Los ingleses no dan nada sin luchar. Le clavé el cuchillo, le quité la cartera y lo eché al canal. Aquel día que fuimos a ver a tu profesora de francés, te dije que había matado a un hombre, ¿no es cierto?
—Sí —dijo Rudolph.
—Siempre he querido contarte esta historia —dijo Axel—. Cuando alguno de tus amigos te diga que sus antepasados llegaron en el Mayflower, podrás decirles que los tuyos vinieron con una cartera llena de billetes de cinco libras. Era una noche de niebla. Aquel inglés debía de estar loco, para rondar por un distrito como el de Sankt Pauli con tanto dinero encima. Tal vez se imaginaba que iba a acostarse con todas las rameras del barrio y no quería andar escaso de dinero. Por esto decía que, si tropiezo con un inglés en la orilla del río, tal vez pueda hacer el viaje de regreso.
¡Dios mío!, pensó Rudolph, con amargura. ¿Por qué no vienen ustedes a charlar con mi papaíto en su oficina…?
—Si alguna vez matas a un inglés, no se lo contarás a tu hijo, ¿verdad?
—Y creo que tampoco tú deberías pregonarlo —dijo Rudolph.
—¡Oh! —dijo Axel—. ¿Piensas entregarme a la Policía? Olvidé tus sanos principios.
—Deberías olvidarlo, papá. De nada sirve pensar en ello, después de tantos años.
Axel no respondió. Pensativo, empinó la botella.
—¡Oh! Recuerdo muchas cosas —dijo—. Aquí, de noche, tengo mucho tiempo para recordar. Recuerdo que me cagué en los calzones a orillas del Mosa. Recuerdo cómo olía mi pierna a las dos semanas de estar en el hospital. Recuerdo cómo cargaba sacos de cacao de cien kilos en los muelles de Hamburgo, con mi pierna abriéndose y sangrando todos los días. Recuerdo lo que dijo el inglés, antes de que lo tirase al canal: «¡Cómo! —dijo—. No puede usted hacer esto». Recuerdo el día de mi boda. Podría contártelo, pero creo que te interesará más el relato de tu madre. Recuerdo la cara que puso un hombre llamado Abraham Chase, de Ohio, cuando puse cinco mil dólares sobre su mesa, para que se sintiese mejor después de la preñez de sus hijas. —Volvió a beber—. Trabajé veinte años —prosiguió— para pagar la salida de tu hermano de la cárcel. Tu madre piensa que hice mal. ¿Lo crees tú?
—No —dijo Rudolph.
—Ahora los tiempos serán duros para ti, Rudy —dijo Axel—. Lo siento. Yo hice lo que pude.
—Ya me apañaré —dijo Rudolph, aunque no estaba muy seguro de poder hacerlo.
—Persigue el dinero —dijo Axel—. No te dejes engañar por nadie. No busques otra cosa. No hagas caso de todas esas monsergas que publican los periódicos sobre los Otros Valores. Esto lo predican los ricos a los pobres para seguir disfrutando sin que les corten el cuello. Sé como Abraham Chase, que ponía aquella cara al recoger los billetes. ¿Cuánto dinero tienes en el Banco?
—Ciento setenta dólares —dijo Rudolph.
—No te desprendas de ellos —dijo Axel—. No gastes un solo centavo. Aunque yo me arrastre hasta tu puerta, muerto de hambre, y te pida algo para comer, no me des una perra.
—Te estás agotando, papá. ¿Por qué no subes y te acuestas? Yo puedo cuidar de esto.
—Tú te mantendrás fuera de aquí. O podrás venir a charlar conmigo, si quieres. Pero no a trabajar. Tienes otras cosas mejores que hacer. Aprende tus lecciones. Todas. Y ándate con cuidado. Los pecados de los padres. ¿Por cuántas generaciones? Mi padre solía leer la Biblia después de la cena, en el cuarto de estar. Yo no te dejaré gran cosa, pero seguro que te dejaré bien cargado de pecados. Dos hombres muertos. Todas mis putas. Lo que le hice a tu madre. Permitir que Thomas creciese como un arbusto salvaje. Y quién sabe lo que estará haciendo Gretchen. Tu madre parece tener alguna información. ¿La ves alguna vez?
—Sí —dijo Rudolph.
—¿Qué hace?
—Es mejor que no lo sepas —dijo Rudolph.
—Me lo imagino —dijo su padre—. Dios vigila. Yo no voy a la iglesia, pero sé que Dios vigila. Lleva los libros de Axel Jordache y de sus descendientes.
—No hables así —dijo Rudolph—. Dios no vigila nada. —Su ateísmo era firme—. Tuviste mala suerte. Eso es todo. Mañana, pueden cambiar las cosas.
—Paga, dice Dios. —Rudolph tuvo la impresión de que su padre no hablaba ya con él, de que diría las mismas cosas y con la misma voz ausente, si estuviese solo en el sótano—. Paga, pecador. Tus actos caerán sobre ti y sobre tus hijos. —Bebió un largo trago y se sacudió como si un escalofrío hubiese recorrido todo su cuerpo—. Vete a la cama —dijo—. Tengo que trabajar.
—Buenas noches, papá.
Rudolph cogió su abrigo del gancho de la pared. Su padre no le respondió; sólo permaneció sentado, con los ojos muy abiertos, empuñando la botella.
Rudolph subió la escalera. ¡Jesús, pensó, y yo que creía que la loca era mi madre…!
II
Axel echó otro trago de la botella y volvió a su trabajo. Trabajó sin parar toda la noche. Mientras andaba por el sótano, se dio cuenta de que estaba tarareando. Durante un rato, no pudo identificar la tonadilla. Y esto le molestó. De pronto, se hizo la luz. Era una canción que solía cantar su madre, cuando estaba en la cocina.
Cantó la letra, en voz baja:
Schlaf', Kindlein, schlaf'
Dein Vater hüt' die Schlaf'
Die Mutter hüt die Ziegen
Wir wollen das Kindlein wiegen?
Su lengua natal. Había ido demasiado lejos. O no lo bastante lejos.
La última bandeja de panecillos estaba lista para ser introducida en el horno. Axel la dejó sobre la mesa, se dirigió a un estante y cogió un bote. Éste tenía un marbete con un cráneo y dos tibias a modo de aviso. Sacó del bote una cucharada pequeña de polvo. Volvió a la mesa y cogió un panecillo al azar. Amasó concienzudamente el polvo con el panecillo; volvió a dar su forma a éste y lo puso de nuevo en la bandeja. Mi mensaje al mundo, pensó.
El gato lo observaba. Jordache metió la bandeja de panecillos en el horno, se dirigió al fregadero, se quitó la camisa y se lavó las manos, la cara, los brazos y el torso. Se enjugó con un saco y se irguió. Después, se sentó delante del horno y se llevó a los labios la botella casi vacía.
Tarareó la tonadilla que cantaba su madre en la cocina cuando él era pequeño.
Cuando los panecillos estuvieron cocidos, sacó la bandeja y los dejó enfriar. Todos los panecillos eran iguales.
Después, apagó el gas del horno y siempre puso la gorra y el gabán. Subió a la panadería y salió a la calle. Dejó que el gato le siguiera. Aún era de noche y seguía lloviendo. El viento había refrescado. Dio una patada al gato, y éste echó a correr.
Se encaminó al rio, cojeando.
Abrió el oxidado candado del depósito y encendió la luz. Agarró el esquife y lo arrastró hasta el destartalado muelle. El río estaba encrespado, cabrilleaba, y hacía un ruido absorbente y precipitado al correr. El muelle estaba protegido por un espolón curvo, y el agua allí era tranquila. Dejó el esquife sobre el muelle, volvió atrás, en busca de los remos, apagó la luz y cerró el candado. Llevó los remos al embarcadero, los dejó sobre el borde de éste y echó el esquife al agua. Saltó con ligereza a la barquilla y colocó los remos en las horquillas.
Remó, dirigiendo el esquife río adentro. La corriente se dejó sentir, y él siguió remando en dirección al centro del caudal. Navegó río abajo; las olas saltaban sobre los costados del esquife y la lluvia azotaba la cara del hombre. Al cabo de un rato, la barca empezó a hundirse en la corriente. Él siguió remando, mientras el río fluía velozmente hacia Nueva York, las bahías, el mar abierto.
Cuando llegó al centro del río, la embarcación estaba casi enteramente llena de agua.
El esquife, volcado, fue encontrado al día siguiente cerca de Bear Mountain. Nadie encontró jamás a Axel Jordache.