El gato le miraba fijamente desde su rincón, malévolo y sin pestañear. Su enemistad no tenía preferencias. Fuese quien fuese la persona que bajase al sótano por la noche a trabajar en el asfixiante ambiente, era observada por el gato con el mismo odio, con el mismo afán de muerte en sus ojos amarillos. La continua y fría mirada del gato desconcertaba a Rudolph, mientras introducía los panecillos en el horno. El sentirse aborrecido le producía inquietud, aunque se tratase de un animal. Había tratado de ganarse su amistad con un tazón de leche de propina, con caricias, llamándole «gatito lindo», de vez en cuando; pero el gato sabía que no era un gatito lindo, y permaneció acurrucado, meneando la cola y rumiando asesinatos.
Hacía tres días que Axel se había marchado. No habían tenido noticias de Elysium, y nadie sabía cuántas noches más tendría que bajar Rudolph al sótano y pechar con el calor, la harina y aquella pala que entumecía sus brazos. No comprendía cómo su padre podía aguantarlo. Años y años. Después de sólo tres noches, Rudolph estaba casi completamente agotado; tenía ojeras de fatiga, y macilento el semblante. Y aún tenía que coger su bicicleta y repartir panecillos por la mañana. E ir a la escuela. Al día siguiente, tenían un importante examen de matemáticas; no había podido prepararse y, además, las matemáticas no habían sido nunca su fuerte.
Sudaba, luchaba con las grasientas y enormes bandejas, con la harina que cubría su rostro y sus brazos desnudos; hacía tres noches que era el fantasma de su padre, y se tambaleaba bajo el peso de un trabajo que su padre había soportado seis mil noches. El buen hijo, el hijo fiel. ¡Mierda! Ahora lamentaba amargamente haber ayudado a su padre los días de fiesta, cuando apretaba el trabajo, y haber aprendido más o menos el oficio. Thomas había sido más listo. Había mandado la familia al diablo. Fuesen cuales fuesen sus apuros, (Axel no le había dicho a Rudolph lo que rezaba el telegrama). Thomas estaría mejor que el hijo obediente en aquel sótano asfixiante.
En cuanto a Gretchen, ganaba sesenta dólares a la semana, sólo por cruzar tres veces el escenario…
En las tres últimas noches, Rudolph había calculado aproximadamente lo que rendía la «Panadería Jordache». Unos setenta dólares a la semana, después de descontar el alquiler y los gastos, y los treinta dólares de sueldo de la viuda que se encargaba de la tienda, ahora que su madre estaba enferma.
Recordó la cuenta de más de doce dólares que había pagado Boylan en el restaurante de Nueva York, y todo el dinero gastado en bebida aquella noche.
Boylan se había marchado a Hobe Sound, Florida, a pasar un par de meses. La guerra había terminado, y la vida volvía a la normalidad.
Metió otra bandeja de panecillos en el horno.
Le despertó un ruido de voces. Gruñó entre dientes. ¿Eran ya las cinco? Saltó de la cama, automáticamente. Advirtió que estaba vestido. Meneó la cabeza, como un estúpido. ¿Cómo podía estar vestido? Echó una mirada somnolienta a su reloj. Las seis menos cuarto. Entonces, recordó. No eran de la mañana. Había vuelto a casa, después de la escuela, y se había tumbado a descansar un rato, antes de empezar el trabajo de la noche. Oyó la voz de su padre. Debía de haber llegado mientras él dormía. Su primera idea fue egoísta: esta noche no tendré que trabajar.
Volvió a tumbarse.
Desde el piso de abajo, llegaban las dos voces: una, aguda y excitada; la otra, grave y explicativa. Su padre y su madre reñían. Estaba demasiado cansado para que esto le preocupase. Pero, con tanto ruido, era imposible conciliar el sueño; y escuchó.
Mary Pease Jordache se disponía a trasladarse. No iba muy lejos. Sólo al cuarto de Gretchen, al otro lado del pasillo. Iba y venía, tambaleándose, doloridas las piernas por la flebitis, transportando vestidos, ropa interior, suéteres, zapatos, peines, fotografías de los niños cuando eran pequeños, la libreta de apuntes de Rudolph, un costurero, Lo que el viento se llevó, una arrugada cajetilla de «Camel», bolsos viejos: todo lo que tenía. Lo sacaba de aquella habitación que había odiado durante veinte años, y lo ponía sobre la cama deshecha de Gretchen, levantando una nubecilla de polvo cada vez que llegaba con una nueva carga.
Y mientras andaba de un lado a otro, recitaba un monólogo interminable.
—Se acabó esta habitación. Veinte años demasiado tarde, pero se acabó. Nadie me tiene consideración; pero, desde ahora, seguiré mi propio camino. No voy a estar a la merced de un imbécil. Un hombre que cruza medio continente para regalarle cinco mil dólares a un desconocido. Los ahorros de toda una vida. De mi vida. Trabajé día y noche como una esclava, me privé de todo, envejecí, por ahorrar ese dinero. Mi hijo iría a la Universidad, mi hijo sería un caballero. Pero, ahora, no irá a ninguna parte, no será nada. Mi estupendo marido tenía que demostrar lo grande que es, entregando billetes de mil dólares a los millonarios de Ohio, para que su distinguido hermano y su gorda cuñada no sean molestados cuando vayan a la opera en su «Lincoln Continental».
—No lo hice por mi hermano ni por mi gorda cuñada —dijo Axel Jordache, sentado en la cama y con las manos colgando entre las rodillas—. Ya te lo he dicho. Lo hice por Rudy. ¿De qué le serviría ir a la Universidad, si el día menos pensado se enterase la gente de que tenía un hermano en la cárcel?
—Es donde le corresponde estar —dijo Mary Pease Jordache—. Es el sitio natural para Thomas. Si tienes que dar cinco mil dólares cada vez que le metan en la cárcel, tendrás que liquidar inmediatamente la panadería y meterte en negocios de petróleo o de Banca. Apuesto a que te sentiste bueno al darle el dinero a ese tipo. Te sentiste orgulloso. Tu hijo. De tal palo, tal astilla. Sólo pensando en el sexo. Potente. De cara al bulto. No le basta con preñar a una chica. Esto es poco para el hijo de Axel Jordache. Lo ha de hacer de dos en dos, como corresponde al hijo de su padre. Bueno, si Axel Jordache quiere demostrar lo macho que es, de ahora en adelante, tendrá que buscarse también un par de gemelas. Aquí no tiene nada que hacer. Mi Calvario ha terminado.
—¡Jesús! —dijo Jordache—. ¡Tu Calvario!
—¡Cerdos, cerdos! —chilló Mary Jordache—. De generación en generación. Tu hija también es una zorra. Vi el dinero que cobraba a los hombres por sus servicios: ochocientos dólares. Los vi en esta casa, con mis propios ojos, los tenía escondidos en un libro. Ochocientos dólares. Tus hijos cobran buenos precios. Pues bien, también yo voy a poner un precio. Si quieres algo de mí, si quieres que baje a la tienda, si quieres meterte en mi cama, tendrás que pagar. Le damos treinta dólares a la semana a esa mujer, que sólo hace la mitad del trabajo y duerme en su casa. Treinta dólares son mi precio. No es caro. Sólo que tendrás que pagarme los atrasos. Treinta dólares a la semana, desde hace veinte años. Lo he calculado. Son treinta mil dólares. Cuando pongas treinta mil dólares sobre la mesa, volveré a hablarte. No antes.
Y salió del cuarto, con el último paquete de ropas en los brazos. La puerta de la habitación de Gretchen se cerró de golpe.
Jordache meneó la cabeza; después, se levantó y subió renqueando al cuarto de Rudolph.
Rudolph estaba tendido en la cama, con los ojos abiertos.
—Supongo que lo has oído —dijo Jordache.
—Sí —dijo Rudolph.
—Lo siento.
—Sí.
—Bueno, bajo a la tienda, a ver cómo van las cosas.
Jordache dio media vuelta.
—Esta noche bajaré y te echaré una mano —dijo Rudolph.
—Será mejor que duermas —dijo Jordache—. No quiero verte en el sótano.
Y salió de la habitación.