Capítulo I

1945

I

Míster Donnelly, el entrenador, terminó más pronto los ejercicios del día, porque el padre de Henry Fuller bajó al campo de la Escuela Superior para decirle a éste que acababa de recibir un telegrama de Washington anunciando que el hermano de Henry había muerto en acción de guerra, en Alemania. Henry era el mejor lanzador de peso del equipo. Míster Donnelly dio tiempo a Henry para que fuese a los vestuarios a cambiarse y se marchase a casa con su padre, y, después, tocó el silbato, reunió a todos sus muchachos y les dijo que podían marcharse también, como muestra de respeto.

El equipo de béisbol se ejercitaba en la demarcación rombal, pero, como ningún miembro de aquél había perdido un hermano aquella tarde, siguieron practicando.

Rudolph Jordache (200 m. vallas) se dirigió a los vestuarios y tomó una ducha, aunque no había corrido lo bastante para empezar a sudar. Como en su casa escaseaba el agua caliente, siempre que podía se duchaba en el gimnasio. La Escuela Superior había sido construida en 1927, cuando todo el mundo tenía dinero, y las duchas eran espaciosas y el agua caliente manaba en ellas en abundancia. Incluso había una piscina. Generalmente, Rudolph también tomaba un baño después del entrenamiento; pero aquel día, no lo hizo, por respeto.

Los muchachos que estaban en el vestuario hablaban en voz baja, y no había el alboroto acostumbrado. Smiley, capitán del equipo, se subió a un banco y dijo que, si se celebraban honras fúnebres por el hermano de Henry, todos deberían aportar algo y comprar una corona. A su entender, bastarían cincuenta centavos por cabeza. Por la expresión de los muchachos, era fácil saber quién podía gastarse los cincuenta centavos y quién no. Rudolph no podía hacerlo, pero se esforzó en aparentar que sí podía. Los muchachos que asintieron más deprisa fueron aquellos cuyos padres los llevaban a Nueva York antes de empezar el curso, para comprarles ropa para todo el año. Rudolph compraba sus trajes en la localidad de Port Philip, en los «Almacenes Bernstein».

Sin embargo, vestía con pulcritud: cuello y corbata; suéter, debajo de una chaqueta de cuero, y pantalones castaños, de un traje viejo cuya americana se había roto por los codos. Henry Fuller era uno de los chicos que se vestían en Nueva York; pero Rudolph estaba seguro que esto no le producía, aquella tarde, la menor satisfacción.

Rudolph salió rápidamente del vestuario, porque no quería hacerlo en compañía de ninguno de sus compañeros, que la hablaría de la muerte del hermano de Henry Fuller. No apreciaba en demasía a Henry, que era bastante estúpido, como suelen serlo los pesos pesados, y prefería no tener que mostrar una excesiva conmiseración.

La escuela estaba situada en un barrio residencial de la población, al norte y al este del centro comercial, y se hallaba rodeada de casas habitadas por una sola familia y bastante separadas entre sí, que habían sido construidas aproximadamente al mismo tiempo que la escuela, en los años de expansión de la ciudad. Al principio, todas eran iguales; pero, con el paso de los años, sus dueños habían pintado las cornisas y las puertas de diferentes colores, y habían añadido aquí y allá, un mirador o un balcón, en un desesperado intento de dar variedad al conjunto.

Cargado con sus libros, Rudolph echó a andar por las agrietadas aceras del barrio. Era un día ventoso de principios de primavera, aunque no muy frío, y Rudolph experimentaba una sensación de bienestar y de holganza, debido a la ligereza del trabajo y a la brevedad del entrenamiento. La mayoría de los árboles habían echado ya sus hojas, y todo retoñaba.

La escuela se levantaba sobre una colina y Rudolph podía ver el río Hudson a sus pies, un río que aún parecía frío y borrascoso, y los campanarios de las iglesias de la ciudad, y a lo lejos, hacia el Sur, la chimenea de la «Fábrica de Tejas y Ladrillos Boylan», donde trabajaba su hermana Gretchen, y los carriles del Nueva York Central, junto al río. Port Philip no era una ciudad bonita, aunque lo había sido antaño, con sus blancos caserones coloniales entremezclados con los sólidos edificios victorianos. Pero el auge de los años veinte había traído a muchos forasteros, y gentes trabajadoras cuyas casas eran angostas y oscuras y habían proliferado en todos los barrios. Después, la Depresión había dejado sin trabajo a casi todo el mundo, se habían descuidado las casas de construcción barata, y según se lamentaba la madre de Rudolph, toda la ciudad se había convertido en un barrio bajo único. Esto no era del todo cierto. La parte norte de la población aún tenía muchas casas grandes y hermosas, y calles anchas, y los edificios se habían cuidado a pesar de todo. Incluso en los barrios más perjudicados, había casas grandes, que sus moradores se habían negado a abandonar y que aún estaban presentables, rodeadas de amplios jardines y de árboles añosos.

La guerra había traído nueva prosperidad a Port Philip; la «Fábrica de Tejas y Ladrillos» y la fábrica de cemento funcionaban a todo gas, incluso la tenería y la «Fábrica de Zapatos Byefield» habían renacido, gracias a los pedidos del Ejército. Pero, con la guerra en marcha, la gente tenía demasiadas cosas en que pensar para preocuparse de mantener las apariencias, y la ciudad parecía más arruinada que nunca.

Con esta ciudad yaciendo a sus pies, desordenada y confusa bajo el sol de la tarde ventosa, Rudolph se preguntaba si habría alguien capaz de dar la vida por defenderla o conquistarla, como había dado la vida el hermano de Henry Fuller por conquistar alguna anónima ciudad alemana.

Él deseaba, en secreto, que la guerra durase al menos otros dos años, aunque nada hacía prever que fuese así. Pronto cumpliría los diecisiete, y un año más tarde, podría alistarse. Se imaginaba luciendo galones de teniente, correspondiendo al saludo de un recluta y mandando un pelotón bajo el fuego de las ametralladoras. Una de esas experiencias por las que deberían pasar todos los hombres. ¡Lástima que ya no hubiese caballería! Tenía que ser estupendo: blandir el sable, a galope tendido, y cargar sobre el despreciable enemigo.

En su casa, no se atrevía a hablar de todo esto. Su madre se ponía histérica cuando alguien sugería que la guerra podía durar y que su Rudolph podía ser reclutado. Él sabía que había muchachos que mentían sobre su edad para alistarse —se contaba de chicos de quince años, o incluso catorce, que estaban con los Marines y habían ganado medallas—, pero no podía hacerle una cosa así a su madre.

Como de costumbre, dio un rodeo para pasar por delante de la casa en que vivía Miss Lenaut. Miss Lenaut era su profesora de francés. Pero no la vio por ninguna parte.

Después, bajó hacia Broadway, la calle principal de la población, que discurría paralelamente al río y también formaba parte de la carretera de Nueva York a Albany. Soñaba con tener un coche, como los que veía cruzando la ciudad a toda marcha. Cuando lo tuviese, iría a Nueva York todos los fines de semana. No sabía muy bien lo que haría en Nueva York, pero iría, de todos modos.

Broadway era una vía indescriptible, con una mezcolanza de tiendas de todas clases, desde carnicerías y colmados hasta grandes almacenes, donde se vendían ropas femeninas, bisutería barata y artículos deportivos. Rudolph se detuvo, como hacía a menudo, frente al escaparate del «Almacén del Ejército y de la Armada», donde se exhibían aparejos de pesca, junto a zapatos de trabajo, pantalones chinos, camisas, linternas y cortaplumas. Se quedó mirando fijamente las cañas de pescar, finas y elegantes, con sus caros carretes. Él pescaba en el río, y cuando era la época de ello, en los torrentes trucheros abiertos al público; pero sus aparejos eran primitivos.

Siguió una calle corta, torció a la izquierda y salió a Vanderhoff Street donde vivía. Vanderhoff Street discurría paralela a Broadway y parecía tratar de emularla, pero mal; como si un pobre, de traje raído y gastados zapatos, pretendiese que acababa de llegar en un «Cadillac». Las tiendas eran pequeñas y los artículos expuestos en sus escaparates estaban llenos de polvo, como si sus dueños estuviesen convencidos de que, en realidad, nada había que hacer. Algunas tiendas, que habían cerrado en 1930 o 1931, seguían con las puertas y los escaparates entablados. Cuando se había construido el nuevo alcantarillado, antes de empezar la guerra la WAP había talado todos los árboles que daban sombra a las aceras y nadie se había preocupado de plantar otros nuevos. Vanderhoff era una calle larga, y a medida que Rudolph se acercaba a su casa, se hacía cada vez más desaliñada, como si el simple hecho de dirigirse al Sur fuese señal de decadencia espiritual.

Su madre estaba en la panadería, detrás del mostrador, con un chal sobre los hombros, porque siempre tenía frío. La casa estaba en una esquina y, por ello, tenía dos grandes ventanas, y su madre no dejaba de quejarse de que, con tantos cristales, no había manera de conservar el calor en la tienda. En aquel momento, estaba metiendo una docena de duros panecillos en una bolsa de papel castaño para una niña. Había pasteles y tartas en el escaparate de la entrada, pero éstos no se confeccionaban ya en el sótano. Al empezar la guerra, su padre, que era quien cuidaba de la hornada, había resuelto que aquel trabajo no valía la pena; y desde entonces, un camión de una gran empresa panadera se detenía todas las mañanas frente a la tienda y entregaba los pasteles y las pastas, mientras Axel se limitaba a cocer el pan y los panecillos.

Rudolph entró y besó a su madre, y ésta le acarició la mejilla. Siempre parecía cansada y parpadeaba un poco, porque fumaba los cigarrillos en cadena y el humo se le metía en los ojos.

—¿Cómo vienes tan temprano? —preguntó.

—El entrenamiento ha durado poco —respondió él, sin explicar el motivo—. Yo me encargaré de esto. Puedes irte arriba.

—Gracias, Rudy, querido —dijo ella.

Volvió a besarle. Siempre era muy cariñosa con él. Rudolph hubiese querido que besase también a su hermano y a su hermana, de vez en cuando; pero ella no lo hacía jamás. Tampoco había visto que besase nunca a su padre.

—Subiré a hacer la comida —dijo ella.

Era el único miembro de la familia que llamaba comida a la cena. El padre de Rudolph se encargaba de la compra, pues decía que su mujer era muy caprichosa y no sabía distinguir lo bueno de lo malo; pero, casi siempre, era ella quien cuidaba de la cocina.

Salió por la puerta de la calle. La panadería no tenía comunicación directa con el portal ni con la escalera que llevaba a los dos pisos superiores, donde vivían, y Rudolph vio pasar a su madre por delante del escaparate, temblorosa bajo el soplo del viento y encuadrada en un marco de pasteles. Le resultaba difícil pensar que tenía poco más de cuarenta años. Su cabello empezaba a encanecer, y arrastraba los pies como una anciana.

Rudolph sacó un libro y se puso a leer. Durante una hora más, habría tranquilidad en la tienda. Estaba leyendo el discurso de Burke Sobre la reconciliación con las Colonias, correspondiente a su clase de inglés. Era tan persuasivo que uno se preguntaba cómo era posible que los miembros del Parlamento, cuya sagacidad era de presumir, no le hubiesen hecho caso. ¿Cómo habría sido América, si hubiesen escuchado a Burke? ¿Habría habido, en ella, condes, duques y castillos? Esto le habría gustado. Sir Rudolph Jordache, coronel de la Guardia de Port Philip.

Entró un obrero italiano y pidió una hogaza de pan. Rudolph dejó a Burke y le sirvió.

La familia comía en la cocina. Pero la cena era la única comida en que se hallaban todos reunidos, debido al horario de trabajo del padre. Aquella noche, había estofado de cordero. A pesar del racionamiento, siempre tenían carne en abundancia, porque el padre de Rudolph era amigo del carnicero, míster Haas, que no les pedía los cupones porque también él era alemán. Rudolph sintió remordimientos por comer carne del mercado negro el mismo día en que Henry Fuller se había enterado de la muerte de su hermano; pero se limitó a pedir que le pusieran poca y que le sirvieran más patatas y zanahorias, porque no podía plantearle a su padre una cuestión tan delicada.

Su hermano Thomas, el único rubio de la familia, aparte de la madre, que ya no podía presumir de tal, no parecía tener la menor preocupación, a juzgar por la furia con que devoraba su comida. Thomas sólo tenía un año menos que Rudolph, pero era tan alto como éste y mucho más robusto. Gretchen, la hermana mayor, jamás comía mucho, porque temía aumentar de peso. Su madre sólo tomaba pequeños bocaditos. En cambio, el padre, hombre corpulento, en mangas de camisa, comía con voracidad, secándose de vez en cuando el grueso y negro bigote con el dorso de la mano.

Gretchen no esperó a catar el pastel de tres días que tenían para postre, porque debía ir al Hospital Militar de las afueras de la ciudad, donde trabajaba como ayudante de enfermera voluntaria, cinco noches por semana. Cuando se levantó, su padre le lanzó la chanza acostumbrada:

—Ten cuidado —le advirtió—. No dejes que esos soldados te metan mano. No tenemos bastantes habitaciones para montar un cuarto de niños.

—Papá… —dijo Gretchen en tono de reproche.

—Conozco a los soldados —dijo Axel Jordache—. Ándate con cuidado.

Rudolph pensó que Gretchen era una chica guapa, aseada y correcta, y le molestó que su padre le hablase de aquel modo. A fin de cuentas, era la única de la familia que contribuía al esfuerzo de la guerra.

Cuando hubieron terminado de comer, Thomas también salió, como hacía todas las noches. Nunca hacía deberes en casa, y siempre traía malas notas de la escuela. Hacía poco que había ingresado en la Escuela Superior, aunque casi tenía dieciséis años. No hacía caso a nadie.

Axel Jordache pasó al cuarto de estar, para leer el periódico de la tarde antes de bajar al sótano a hacer su trabajo nocturno. Rudolph se quedó en la cocina para secar los platos en cuanto los hubiese lavado su madre. Si llego a casarme, pensó, mi mujer no tendrá que lavar platos.

Terminada esta labor, la madre sacó la tabla de planchar y Rudolph subió a la habitación que compartía con su hermano, para hacer los deberes del día. Sabía que, si quería librarse de comer en la cocina, de escuchar a su padre y de secar los platos, sólo podría conseguirlo por medio de los libros; y por esto era siempre el alumno de su clase que acudía mejor preparado a los exámenes.

II

Tal vez, pensó Axel Jordache mientras trabajaba en el sótano, debería echar veneno en uno de los panecillos. En broma. Porque sí. Les estaría bien empleado. Sólo una vez; sólo una noche. A ver a quién le tocaba.

Echó un trago, directamente de la botella. Al terminar la noche, la botella estaría casi vacía. Estaba enharinado hasta los codos, y tenía harina en la cara, donde se había secado el sudor. Soy un maldito payaso, pensó, pero sin circo.

La noche de marzo entraba por la ventana abierta, y un olor a hierbas mojadas, que venía del río y le recordaba el Rin, llenaba toda la estancia; pero el horno caldeaba el aire del sótano. Estoy en el infierno, pensó; atizo el fuego del infierno para ganarme el pan, para hacer mi pan. Estoy en el infierno, haciendo panecillos «Parker House».

Se acercó a la ventana e hizo una profunda inspiración, y los músculos de su ancho pecho, surcados por los años, se dilataron bajo la delgada y sudada camisa. El río, que discurría a unos cientos de metros de allí, libre ya de los hielos, traía consigo la presencia del Norte, algo así como un rumor de desfile de tropas, última marcha del frío invierno, por ambas orillas de su cauce. El Rin estaba lejos, a unos seis mil kilómetros. Tanques y cañones lo cruzaban sobre puentes improvisados. Un teniente lo había cruzado corriendo, al fallar la carga explosiva de un puente. Otro teniente, en el otro lado, había sido juzgado en Consejo de Guerra y fusilado, porque había fallado en la ordenada voladura del puente. Ejércitos. Die Wacht am Rhein. Churchill se había orinado en él hacía poco. Un rio de fabula. El agua nativa de Jordache. Viñedos y sirenas. El Schloss de No Sé Qué. La catedral de Colonia seguía en pie. Era casi lo único que quedaba. Jordache había visto fotografías en los periódicos. Hogar, dulce hogar, en la vieja Colonia. Derrumbadas ruinas, con el inolvidable hedor de los muertos enterrados bajo los muros caídos. Jordache pensó vagamente en su juventud y escupió por la ventana en dirección al otro río. El invencible Ejército Alemán. ¿Cuántos muertos? Volvió a escupir y se lamió el negro bigote, caído junto a las comisuras de los labios. Que Dios bendiga a América. Él había matado para llegar allí. Aspiró por última vez la presencia del río y volvió renqueando a su trabajo.

Su nombre aparecía sobre el escaparate de la tienda de arriba. «PANADERÍA, A. Jordache, Pro». Veinte años atrás, cuando se había colocado el rótulo, decía: «A. Jordache. Prop.»; pero, un invierno, se había caído la p, y él no se había preocupado de hacerla poner de nuevo. Aun sin esa p, vendía la misma cantidad de panecillos «Parker House».

El gato estaba tumbado junto al horno, mirándole fijamente. Nunca habían pensado en darle un nombre. El gato estaba allí para alejar las ratas y los ratones de la harina. Cuando Jordache tenía que llamarle, decía «Gato». Probablemente, el gato estaba convencido de que se llamaba Gato. El gato le observaba continuamente toda la noche, todas las noches. Vivía de un cuenco de leche al día y de los ratones y ratas que podía cazar. Por su manera de mirarle, Jordache estaba seguro de que el gato habría querido que él, Jordache, fuese diez veces más grande que él mismo, grande como un tigre, a fin de saltarle encima una noche y darse, por fin, un atracón.

El horno se había calentado ya lo suficiente; Jordache se acercó cojeando y preparó la primera hornada de la noche. Abrió el horno e hizo una mueca, al recibir la bocanada de calor.

III

Arriba, en la estrecha habitación que compartía con su hermano, Rudolph buscaba una palabra en el diccionario inglés-francés. Había terminado sus deberes. La palabra cuyo equivalente buscaba era «anhelo». Había buscado ya «atisbos» y «visiones». Estaba escribiendo una carta de amor en francés a Miss Lenaut, su profesora de francés. Había leído La montaña mágica, y aunque en general, el libro le había parecido pesado, a excepción del capítulo sobre la sesión de espiritismo, le había impresionado el hecho de que las escenas de amor estuviesen en francés, y las había traducido fatigosa y mentalmente. Galantear en francés le parecía distinguido. Pero, sobre todo, estaba seguro de que, aquella noche, no había otro muchacho de dieciséis años que escribiese una carta de amor en francés en todo el Valle del Hudson.

«Enfin —escribió, con una delicada caligrafía, casi imprenta, que había perfeccionado durante los dos últimos años— enfin, je dois vous diré, chère Madame, quand je vous vois par hasard dans les couloirs de l'école, ou se promenant dans votre manteau bleu-clair dans les rues, j'ai l'envie —era el mejor equivalente que había encontrado de anhelo— très profond de voyager dans le monde d'où vous êtes sortie et des visions délicieuses de flâner avec vous à mes côtés sur les boulevards de Paris, qui vient d'être liberé par les braves soldats de votre pays et le mien. Votre cavalier servant. Rudolph Jordache (Frances 32b).»

Volvió a leer la carta; después, la leyó en inglés, que era como la había escrito al principio. Había procurado dar al texto inglés una forma lo más parecida posible a la construcción francesa. «Finalmente, debo decirle, querida señora, que cuando la veo por casualidad en los pasillos de la escuela o paseando con su vestido azul claro por la calle, siento un profundo anhelo de viajar al mundo de donde usted vino y tengo maravillosas visiones de caminar del brazo con usted por los bulevares de París, que acaba de ser liberado por los valerosos soldados de su país y del mío».

Releyó de nuevo la versión francesa y quedó satisfecho. No cabía la menor duda. El francés era el único idioma que le permitía a uno mostrarse elegante. Le gustaba la manera en que Miss Lenaut pronunciaba su nombre, correctamente, Jordhash, haciendo que sonase dulce y musical; no Jawdake, como decían algunos, o Jordash.

Después, a regañadientes, rompió ambas cartas en menudos pedazos. Sabía que nunca enviaría ninguna carta a Miss Lenaut. Le había escrito ya otras seis, y las había rasgado, porque ella le habría tomado por loco, y probablemente, se lo habría dicho al director. Y, naturalmente, no quería que su padre, su madre, Gretchen o Tom, encontrasen cartas de amor en su cuarto y en cualquier idioma.

Sin embargo, persistía su satisfacción. Sentado en el pequeño y desnudo cuarto del piso alto de la panadería, con el Hudson a unos cientos de metros de distancia, el hecho de escribir aquellas cartas era, para él, una especie de promesa. Llegaría un día en que haría largos viajes, navegaría por el río y escribiría en nuevos idiomas a mujeres hermosas y distinguidas, y echaría de veras las cartas al correo.

Se levantó y se contempló en el pequeño y ondulante espejo de encima del desvencijado tocador. Se miraba con frecuencia en el espejo, buscando los rasgos del hombre que quería ser. Cuidaba mucho de su aspecto. Llevaba siempre perfectamente peinados sus negros y lisos cabellos; de vez en cuando, se arrancaba unos pelillos del entrecejo; no comía bombones, porque decían que producían granos; procuraba sonreír, no reír a carcajadas, e incluso dosificar sus sonrisas. Era muy conservador en lo referente a los colores de sus ropas, y había estudiado su manera de caminar de modo que nunca pareciese apresurado o excitado, sino dando a su andadura un aire fácil y deslizante, con los hombros erguidos. Se limaba las uñas y su hermana le hacía la manicura una vez al mes, y evitaba las peleas, porque no quería que le desfigurasen rompiéndole la nariz o que la hinchazón de los nudillos le deformase las manos. Para mantenerse en forma, tenía el campo de deportes. Y para gozar de la Naturaleza y de la soledad se dedicaba a la pesca, con mosca cuando alguien le observaba y con lombrices en otras ocasiones.

Votre cavalier servant, le dijo al espejo. Querría poner cara de francés cuando hablaba esta lengua, de la misma manera que el semblante de Miss Lenaut parecía súbitamente francés cuando ésta dirigía la palabra a sus alumnos.

Se sentó en la mesita de roble amarillo que empleaba como pupitre y cogió una hoja de papel. Trató de recordar exactamente la imagen de Miss Lenaut. Era muy alta, estrecha de caderas, de busto lleno y siempre levantado, y de piernas rectas y finas. Usaba tacones altos, muchos perifollos y gran cantidad de carmín en los labios. Primero, la dibujó vestida, sin lograr un gran parecido, pero destacando los dos rizos delante de las orejas y dando a la boca un relieve y un tono oscuro muy aceptables. Después, trató de imaginar su aspecto, desprovista de ropa. La dibujó desnuda, sentada en un taburete y mirándose en un espejo de mano. Contempló su obra. ¡Dios mío, si alguna vez…! Rompió el dibujo. Se sintió avergonzado de sí mismo. Se merecía vivir en una panadería. Si los de abajo averiguasen lo que pensaba y hacía en el piso de arriba…

Empezó a desnudarse para meterse en la cama. Andaba en calcetines, porque no quería que su madre, que dormía en la habitación de abajo, supiese que estaba despierto. Tenía que levantarse todos los días a las cinco de la mañana, para repartir el pan en el carrito acoplado a la bicicleta, y su madre no dejaba de reñirle porque dormía poco.

En días venideros, cuando hubiese triunfado y fuese rico, diría: me levantaba a las cinco de la mañana, tanto si llovía como si hacía buen tiempo, para repartir panecillos al «Hotel de la Estación», al «Ace Diner», al bar de Sinowski y al «Grill». Le habría gustado no llamarse Rudolph.

IV

En el Teatro del Casino, Errol Flynn se hartaba de matar japoneses. Thomas Jordache estaba sentado en el oscuro fondo del cine, comiendo caramelos de una bolsa que había sacado de la máquina tragaperras del vestíbulo con una ficha de plomo. Era especialista en la confección de fichas de plomo.

—Pásame uno, chico —dijo Claude, con voz ruda, como un gángster de cine que pidiese otro cargador de 45 cartuchos para su metralleta.

Claude Tinker tenía un tío sacerdote, y para compensar las nocivas implicaciones de este parentesco, trataba de parecer brutal en todas las ocasiones. Tom lanzó un caramelo al aire y Claude lo pilló y empezó a chuparlo ruidosamente. Los dos muchachos estaban sentados casi sobre el espinazo, con los pies sobre los asientos vacíos que tenían delante. Como de costumbre, se habían colado sin pagar, pasando por una reja que habían aflojado el año anterior. Aquella reja protegía una ventana del lavabo de caballeros, en el sótano. Algunas veces uno de ellos subía a la platea abrochándose la bragueta, para dar mayor verosimilitud a su acción.

Tom se aburría con la película. En aquel momento, Errol Flynn liquidaba una patrulla de japoneses con diversas armas.

Phonus bolonus —dijo.

—¿En qué idioma está usted hablando, profesor? —dijo Claude, siguiéndole el juego.

—En latín —respondió Tom—. Quiere decir una mierda.

—¡Qué demonio de las lenguas! —dijo Claude.

—Mira —dijo Tom—, allí, a la derecha. Aquel GI con su novia.

Unas cuantas filas delante de ellos, había un soldado y una chica, abrazados. El cine estaba medio vacío, y no había nadie más en aquella fila ni en las de atrás. Claude frunció el ceño.

—Parece muy corpulento —dijo—. Mírale el pescuezo.

—General —dijo Tom—, atacaremos al amanecer.

—Despertarás en el hospital —le advirtió Claude.

—¿Qué te apuestas?

Tom retiró los pies de la butaca de delante, se levantó y echó a andar hacia el pasillo. Avanzaba sin hacer ruido, como deslizándose sobre la raída alfombra del cine. Siempre llevaba zapatos deportivos. Había que pisar bien y estar a punto para una veloz huida en cualquier momento. Irguió los hombros, firmes y agiles bajo el suéter, y encogió el estómago, sintiéndolo duro y plano bajo el apretado cinturón. Estaba dispuesto a todo. Sonrió en la oscuridad, presa de aquella excitación de sus hazañas.

Claude le siguió, inquieto. Claude era un muchacho delgaducho y de brazos flacos, de larga nariz y afilado perfil de ardilla, y labios húmedos y colgantes. Era corto de vista, y las gafas no contribuían a darle mejor aspecto. Era intrigante y solapado, escurridizo como un abogado mercantilista, y engatusaba a los profesores, que le daban buenas notas a pesar de que casi nunca abría un libro. Llevaba corbatas y trajes oscuros, tenía los hombros caídos, se bamboleaba como disculpándose al andar y su aspecto era insignificante, humilde y tranquilizador. Tenía imaginación, y la empleaba en planear atrocidades contra la sociedad. Su padre era el jefe del departamento de contabilidad de la «Fábrica de Tejas y Ladrillos Boylan», y su madre, graduada en el Colegio Femenino de Santa Ana, era presidenta de la junta rectora, y con todo esto, amén del tío cura y de su aspecto inofensivo y un tanto repelente, Claude podía maniobrar con absoluta impunidad en su mundo lleno de intrigas.

Los dos muchachos se introdujeron en la fila vacía y se sentaron inmediatamente detrás del GI y de su chica. El GI tenía una mano metida en la blusa de la joven y le estrujaba metódicamente el pecho. No se había quitado el gorro de ultramar, que llevaba muy inclinado sobre la frente. Tanto el GI como la muchacha contemplaban atentamente la película. Ninguno de ambos se dio cuenta de la llegada de los chicos.

Tom se sentó detrás de la joven, que olía bien. Ésta se había puesto una buena dosis de perfume, cuyo olor a flores se mezclaba con el aroma mantecoso y vacuno de las palomitas de maíz que se habían zampado. Claude se sentó detrás del soldado. Éste tenía la cabeza pequeña, pero era alto, de anchos hombros, y, con el gorro, le tapaba casi toda la pantalla a Claude, quien se veía obligado que moverse constantemente de un lado a otro para enterarse de lo que ocurría en la película.

—Escucha —murmuró Claude—. Te digo que es demasiado grande. Debe de pesar ochenta kilos.

—No te preocupes —murmuró Tom a su vez—. Empieza.

Lo dijo en tono confiado, pero sentía un ligero temblor de duda en las puntas de los dedos y en los sobacos. Esta pizca de duda, de miedo, le era bien conocida, pero aumentaba su emoción y la grandeza de la victoria final.

—Vamos —susurró ásperamente—. No estaremos así toda la noche.

—Tú mandas —dijo Claude. Después, se inclinó hacia delante y tocó al soldado en un hombro—. Discúlpeme, sargento —dijo—, pero ¿le importaría quitarse el gorro? No me deja ver la pantalla.

—No soy sargento —dijo el soldado sin volverse.

Y siguió con el gorro puesto, observando la película y acariciando el pelo de la chica.

Los dos muchachos permanecieron callados durante más de un minuto. Habían practicado tantas veces la táctica de la provocación que no necesitaban hacerse señales. Entonces, fue Tom quien se inclinó hacia delante y golpeó, con más fuerza, el hombro del soldado.

—Mi amigo le ha pedido algo con toda cortesía —dijo—. Usted le impide disfrutar de la película. Si no se quita el gorro, tendremos que quejarnos a la Dirección.

El soldado se rebulló un poco en su butaca, fastidiado.

—Hay doscientos asientos vacíos —dijo—. Si su amigo quiere ver la película, que se siente en otra parte.

Y volvió a sus dos preocupaciones: el sexo y el arte.

—Ya empieza a amoscarse —murmuró Tom a Claude—. Continúa.

Claude volvió a tocar el hombro del soldado.

—Padezco una extraña enfermedad de la vista —dijo—. Sólo veo bien desde esta butaca. Desde cualquier otra parte, lo veo todo confuso. No podría distinguir a Errol Flynn de Loretta Young.

—Pues vaya al oculista —dijo el soldado.

La chica rió la gracia. Y al reír, parecía atragantarse. El soldado rió también, satisfecho de su ingenio.

—No está nada bien reírse de la desgracia del prójimo —declaró Tom.

—Sobre todo, en tiempo de guerra —dijo Claude—, con tantos héroes lisiados como hay.

—¿Qué clase de americano es usted? —preguntó Tom, con voz encendida de patriotismo—. Quisiera que me lo dijese: ¿qué clase de americano es usted?

La joven se volvió:

—¡Largo de aquí, pequeños!

—Quiero advertirle, señor —dijo Tom—, que le hago personalmente responsable de cuanto diga su amiguita.

—No le hagas caso, Ángela —dijo el soldado, que tenía la voz aguda, de tenor.

Los chicos volvieron a guardar unos momentos de silencio.

—«Marine», esta noche morirás —dijo Tom, con voz de falsete, imitando el acento japonés—. ¡Perro yanqui!

—Callad la sucia boca —dijo el soldado, volviendo la cabeza.

—Apuesto a que es más valiente que Errol Flynn —dijo Tom—. Apuesto a que tiene un cajón lleno de medallas, pero es demasiado modesto para ponérselas.

El soldado empezaba a irritarse de veras.

—¿Por qué no os calláis de una vez, chicos? Hemos venido a ver la película.

—Nosotros hemos venido a hacer el amor —dijo Tom, acariciando mimosamente la mejilla de Claude—. ¿No es verdad, cariño?

—Apriétame más fuerte, querrrrrido —dijo Claude—. Me tiemblan los pezones.

—Y yo estoy en la gloria —dijo Tom—. Tu piel es fina como el culo de un recién nacido.

—Pon la lengua en mi oreja, cielo —dijo Claude—. ¡Ohhhhh! Que me derrito…

—Ya basta —dijo el soldado, que, al fin, había sacado la mano de la blusa de la chica—. ¡Largaos de aquí!

Lo dijo en voz alta y enojada, y algunas personas empezaron a volverse y pedir silencio.

—Hemos pagado muy buenos cuartos por estas butacas —dijo Tom—, y no nos iremos.

—Esto lo vamos a ver —dijo el soldado levantándose. Mediría un metro ochenta—. Iré a buscar al acomodador.

—No dejes que esos pequeños bastardos te saquen de tus casillas, Sidney —dijo la chica—. Siéntate.

—Sidney, ya le he dicho que le hago personalmente responsable de las palabras de su amiguita —dijo Tom—. No volveré a avisarle.

—¡Acomodador! —gritó el soldado, llamando a través de la sala al único empleado de raídos galones dorados, que dormitaba en la última fila, bajo una luz de la salida.

—¡Sssst! ¡Sssst! —sisearon desde todos los rincones del cine.

—Es un verdadero soldado —dijo Claude—. Llama a las tropas de refuerzo.

—Siéntate, Sidney —dijo la muchacha, tirando al soldado de la manga—. No son más que unos mocosos.

—Abróchese la falda, Ángela. Se le ve la mariposa —dijo Tom, poniéndose en pie, por si el soldado le atizaba.

—Siéntese, por favor —dijo Claude, cortésmente, al llegar el acomodador por el pasillo—. Es lo mejor de la película y no quisiera perdérmelo.

—¿Qué pasa? —preguntó el acomodador, un hombre alto y de aire cansado, de unos cuarenta años, que durante el día trabajaba en una fábrica de muebles.

—Saque a esos chicos de aquí —dijo el soldado—. Están diciendo obscenidades en presencia de esta dama.

—Lo único que dije es que hiciese el favor de quitarse el gorro —replicó Claude—. ¿No es cierto, Tom?

—Esto es lo que dijo, señor —afirmó Tom, sentándose de nuevo—. Una petición cortés. Mi amigo tiene una extraña enfermedad en los ojos.

—¿Qué? —preguntó el acomodador, intrigado.

—Si no los echa de aquí, habrá jaleo —dijo el soldado.

—¿Por qué no os sentáis en otro sitio, chicos? —dijo el acomodador.

—Él se lo ha explicado ya —respondió Claude—. Tengo una enfermedad rara en la vista.

—Éste es un país libre —dijo Tom—. Uno paga, y puede sentarse donde quiera. ¿Quién se figura que es ese hombre? ¿Adolph Hitler? ¡Menudo tipo! Sólo porque lleva uniforme de soldado. Apuesto a que cuando más cerca ha estado de los japoneses ha sido en Kansas City, Missouri. Y viene aquí a dar mal ejemplo a los jóvenes del país, magreando a las chicas en público. Y de uniforme.

—Si no les echa de una vez, me lío a tortas —dijo el soldado, farfullando y abriendo y cerrando los puños.

—Dijiste groserías —dijo el acomodador a Tom—. Yo mismo las oí. Y esto no se permite en el cine. ¡Largaos!

Pero, ahora, la mayor parte del público había empezado a vociferar. El acomodador se inclinó y agarró a Tom por el suéter. Al sentir el contacto de su manaza, Tom comprendió que nada tenía que hacer con él. Se levantó.

—Vamos, Claude —dijo—. Está bien Mister —añadió, dirigiéndose al acomodador—. No queremos causar molestias a nadie. Devuélvanos nuestro dinero y nos marchamos.

—No lo esperes —dijo el acomodador.

Tom volvió a sentarse.

—Conozco mis derechos —dijo. Y, a grandes voces, de modo que se oyese en toda la sala, a pesar del tiroteo en la pantalla, añadió—: ¡Vamos, pégueme, pedazo de bruto!

El acomodador suspiró.

—Bueno, bueno —dijo—. Os devolveré el dinero. ¡Pero largaos de una vez, con todos los diablos!

Los chicos se levantaron. Tom le sonrió al soldado.

—Ya se lo advertí —dijo—. Le esperaré en la calle.

—Ve a que tu mamá te cambie los pañales —dijo el soldado, y se sentó pesadamente.

En el vestíbulo, el acomodador les dio treinta y cinco centavos a cada uno, sacándolos de su bolsillo, y les hizo firmar recibo para mostrarlo al dueño del cine. Tom puso el nombre de su profesor de algebra, y Claude, el del presidente del Banco donde trabajaba su padre.

—Y que no se os ocurra volver por aquí —dijo el acomodador.

—Es un lugar público —dijo Claude—. Atrévase a impedirnos la entrada, y mi padre tendrá noticia de ello.

—¿Quién es tu padre? —preguntó el acomodador, un tanto perplejo.

—Ya lo sabrá —dijo Claude, en tono amenazador—. A su debido tiempo.

Los chicos salieron majestuosamente del vestíbulo. Una vez en la calle, empezaron a darse palmadas en la espalda y a reír estrepitosamente. Era temprano, y la película tardaría aún media hora en terminar; por consiguiente, se metieron en un bar, al otro lado de la calle, y allí se tomaron un pedazo de pastel y un café, con el dinero del acomodador. La radio estaba encendida, detrás del mostrador, y un locutor hablaba del terreno conquistado aquel día por el Ejército americano en Alemania y de la posibilidad de a el Alto Mando alemán se retirase a un reducto de los Alpes bávaros para intentar una última resistencia.

Tom escuchaba; una mueca torcía su redonda cara de bebé. La guerra le fastidiaba. No le importaba la lucha, pero toda aquella mierda de sacrificios e ideales, y de nuestros bravos muchachos, le ponía enfermo. Seguro que, a él, nunca lo pillarían en ningún ejército.

—¡Eh, señora! —dijo a la camarera, que se pulía las uñas detrás del mostrador—. ¿No podría poner un poco de música?

Ya tenía bastante patriotismo en casa, gracias a su hermano y a su hermana.

La camarera le miró lánguidamente.

—¿No os interesa saber quién gana la guerra, muchachos?

—Nosotros somos inútiles totales —dijo Tom—. Padecemos una rara enfermedad de la vista.

—¡Oh, mi rara enfermedad! —dijo Claude, mientras sorbía el café.

Y estallaron de nuevo en carcajadas.

Estaban plantados frente al Casino, cuando se abrieron las puertas y empezó a salir el público. Tom había dado su reloj de pulsera a Claude, para evitar que se rompiese. Permanecía inmóvil, dominándose conscientemente, relajados los brazos, esperando que el soldado no hubiese salido antes de terminar la película. Claude paseaba arriba y abajo, nerviosamente, pálido y sudoroso por la excitación.

—Bueno, ¿estás seguro? —decía una y otra vez—. ¿Estás completamente seguro? Ese hijo de perra es muy corpulento. Tienes que estar seguro.

—No te preocupes por mí —dijo Tom—. Cuida que la gente se eche atrás, para que pueda moverme. No quiero que me agarre. —Entornó los párpados—. Ahí viene.

El soldado y su chica salieron a la calle. El soldado parecía tener veintidós o veintitrés años. Era un poco gordinflón, y tenía un semblante tosco y enfurruñado. Su guerrera se tensaba sobre una panza prematura; pero parecía vigoroso. No llevaba distintivos ni galones en las mangas. Llevaba a la chica cogida del brazo, en ademán posesivo, y la guiaba entre la gente que salía del cine.

—Tengo sed —dijo—. Vamos a tomar un par de cervezas.

Tom se plantó ante él, cerrándole el paso.

—¿Otra vez tú? —dijo el soldado, con enojo.

Se paró un momento. Después, echó a andar de nuevo, empujando a Tom con el pecho.

—¡Eh, no empuje! —dijo Tom—. No irá a ninguna parte.

El soldado se detuvo, sorprendido. Miró a Tom de arriba abajo. Le pasaba medio palmo, y el chico parecía un rubio angelito, con su suéter azul y sus zapatos de baloncesto.

—No te faltan agallas, para lo pequeño que eres —dijo el soldado—. Bueno, apártate de mi camino —añadió, empujándole con el antebrazo.

—¿Sabe a quién empuja, Sidney? —dijo Tom, golpeando el pecho del soldado con el canto de la mano.

La gente había empezado a formar corro y les miraba con curiosidad. La cara del soldado enrojecía, con lenta irritación.

—Ten las manos quietas, chico, o vas a pasarlo mal.

—Pero ¿qué te pasa, muchacho? —dijo la chica. Se había compuesto el maquillaje antes de salir del cine, pero aún tenía manchas de lápiz en la barbilla y se sentía incómoda bajo tantas miradas—. Si es una broma, no tiene ninguna gracia.

—No es una broma, Ángela —dijo Tom.

—No la llames Ángela —dijo el soldado.

—Exijo una satisfacción —declaró Tom.

—Como mínimo —terció Claude.

—¿Una satisfacción? ¿Por qué? —el soldado miró al pequeño grupo que se había formado a su alrededor—. Esos chicos deben estar majaras.

—O nos pide disculpas por lo que nos dijo su amiguita hace un rato —dijo Tom—, o aténgase a las consecuencias.

—Vamos, Ángela —dijo el soldado—. Vamos a tomarnos una cerveza.

Dio un paso adelante, pero Tom le agarró de una manga y tiró con fuerza. Se oyó el ruido que produce algo al rasgarse, y la costura se rompió por encima del hombro.

El soldado volvió la cabeza para observar el estropicio.

—¡Hijo de perra! Me has roto la guerrera.

—Ya le he dicho que no iría a ninguna parte —dijo Tom.

Y retrocedió un poco, doblados los brazos y separados los dedos.

—Nadie, sea quien sea, me rompe impunemente la guerrera —dijo el soldado, lanzando un golpe con la mano abierta.

Tom se echó a un lado, para recibir el manotazo en el hombro izquierdo.

—¡Huy! —chilló, llevándose la mano derecha al hombro y retorciéndose como presa de un dolor intenso.

—Escuche, soldado —dijo un hombre de cabellos grises y gabardina—, no puede pegarle así a un chiquillo.

—Sólo le he dado un flojo manotazo —dijo el soldado, excusándose ante el hombre—. No ha dejado de incordiarme desde…

De pronto, Tom se irguió, y pegando hacia arriba, alcanzó la mandíbula del soldado con el puño. Fue un puñetazo no muy fuerte, como para no desanimarle.

Ahora, nadie podía ya contener al soldado.

—Bueno, chico, tú lo has querido —dijo.

Y avanzó contra Tom.

Tom retrocedió, y la gente hizo lo propio.

—¡Déjenles sitio! —gritó Claude, en tono profesional—. ¡Dejen sitio a esos hombres!

—¡Sidney! —chilló la chica—. ¡Vas a matarle!

—¡Qué va! —dijo el soldado—. Sólo le zurraré un poco. Necesita una lección.

Tom saltó y lanzó un breve gancho de izquierda a la cabeza del soldado, seguido de un puñetazo en el vientre con la derecha. El soldado soltó el aire de sus pulmones, con un ruido prolongado y seco, mientras Tom retrocedía ágilmente.

—Es una vergüenza —dijo una mujer—. Un hombrón como ése… Alguien debería interponerse.

—No te preocupes —dijo su marido—. Ha dicho que sólo le daría un par de tortas.

El soldado lanzó un golpe lento y pesado con la derecha. Tom lo esquivó, agachándose, y golpeó con ambos puños el blando estómago del otro. El soldado se dobló por la mitad, a causa del dolor, y Tom le arañó la cara con ambas manos. El soldado empezó a sangrar y a agitar débilmente las manos, buscando el clinch. Tom, despectivamente, se dejó agarrar; pero mantuvo libre la derecha, para golpear los riñones del soldado. Éste dobló lentamente una rodilla. Miró confusamente a Tom, a través de la sangre que manaba de su arañada frente. Ángela lloraba. El público guardaba silencio. Tom retrocedió. Ni siquiera jadeaba. Sólo un ligero rubor en las mejillas, bajo el fino y rubio vello.

—¡Dios mío! —dijo la señora que antes había pedido la intervención de alguien—. ¡Si parece un niño!

—¿Vas a levantarte? —preguntó Tom al soldado.

Éste le miró y sacudió cansadamente la cabeza, para quitarse la sangre de los ojos. Ángela se arrodilló junto a él y empezó a restañar con su pañuelo la sangre de los arañazos. Sólo habían pasado treinta segundos desde que empezó la pelea.

—Esto es todo por esta noche, amigos —dijo Claude, secándose el sudor del rostro.

Tom salió del pequeño círculo de curiosos. Hombres y mujeres guardaban silencio, como si hubiesen visto algo ominoso y antinatural, una de las cosas que uno quisiera olvidar.

Claude alcanzó a Tom a la vuelta de la esquina.

—Chico, chico —dijo—, hoy te has dado buena prisa. ¡Qué combinaciones, muchacho, qué combinaciones!

Tom reía entre dientes. «Sidney va a matarle», dijo, tratando de imitar la voz de la chica. Se sentía extraordinario. Entornó los párpados y recordó el choque de sus puños contra la piel y los huesos del soldado y contra los botones de su uniforme.

—No ha estado mal —dijo—. Sólo que no ha durado bastante. Debí darle un poco más de cuerda. No era más que un montón de mierda. La próxima vez, escogeremos a alguien que sepa luchar.

—Bueno —dijo Claude—, yo me he divertido. Me gustaría ver la cara que tendrá mañana ese tipo. ¿Cuándo volverás a hacerlo?

Tom se encogió de hombros.

—Cuando esté de humor. Buenas noches.

Quería librarse de Claude. Quería estar solo, para evocar todos los incidentes de la pelea. Claude estaba acostumbrado a estos súbitos rechazos y los aceptaba respetuosamente. El talento tenía sus prerrogativas.

—Buenas noches —dijo—. Hasta mañana.

Tom agitó la mano, dio media vuelta y echó a andar por la avenida, emprendiendo el largo camino de vuelta a su casa. Cuando tenía ganas de bronca, debía buscarla en otras partes de la ciudad. En su barrio, le conocían demasiado. Todo el mundo le esquivaba, cuando se daban cuenta de que estaba de malas.

Caminó deprisa por la oscura calle, en dirección a su casa y al olor del río, deteniéndose de vez en cuando para dar un paso de baile alrededor de un poste del alumbrado. Ya verían, ya verían. Aún tenía que enseñarles mucho más. A ellos.

Al doblar la última esquina, vio a su hermana Gretchen que se dirigía a casa desde el otro extremo de la calle. Caminaba apresuradamente, llevaba gacha la cabeza, y no le vio. Él se metió en un portal del otro lado de la calle y esperó. No quería hablar con su hermana. Desde que tenía ocho años, ésta no le había dicho nada de lo que él habría querido oír. La vio llegar, casi corriendo, a la puerta contigua al escaparate de la panadería, y sacar la llave de su bolso. Tal vez un día la seguiría y se enteraría de lo que hacía por la noche.

Gretchen abrió la puerta y entró. Tom esperó hasta estar seguro de que ella se encontraba a salvo en su habitación; después cruzó la calle y se plantó frente al desconchado y gris edificio. Su casa. Él había nacido en esta casa. Había llegado inesperadamente, prematuramente, y no había habido tiempo de llevar a su madre al hospital. ¡Cuántas veces había oído contar esta historia! Nacer en casa era algo grande. La Reina no salía de Palacio para dar a luz. Y el Príncipe despertaba a la vida en la cámara real. Pero su casa parecía desolada, a punto para el derribo. Tom escupió de nuevo. Contempló fijamente el edificio; todo su alborozo se había extinguido. Como de costumbre, brillaba una luz en la ventana del sótano, donde su padre estaba trabajando. El rostro del chico se endureció. Toda una vida en un sótano. ¿Qué saben ellos?, pensó. Nada.

Abrió, entró sin hacer ruido y subió a la habitación que compartía con Rudolph, en el tercer piso. Procuró evitar el crujido de los peldaños. Moverse silenciosamente era, para él, cuestión de puntillo. A nadie importaban sus entradas y salidas. Sobre todo, en una noche como aquélla. Había un poco de sangre en la manga de su suéter, y no quería que nadie armase un alboroto por esta causa.

Cerró la puerta, sin hacer ruido, y oyó la pausada respiración de Rudolph, que dormía. El formal y buen Rudolph, el caballero perfecto, que olía a pasta dentífrica y era el primero de su clase; el predilecto de todos, que nunca llegaba a casa manchado de sangre y que dormía toda la noche a pierna suelta, para llegar a tiempo de darle los buenos días a mamá y para no fallar en los problemas de trigonometría. Tom se desnudó sin encender la luz, arrojando su ropa de cualquier manera sobre una silla. Tampoco quería responder a preguntó de Rudolph. Rudolph no estaba de su parte. Pertenecía al otro bando. Pues bien, que se quedase en él. ¿A quién iba a importarle?

Pero, cuando se metió en la cama grande, Rudolph se despertó.

—¿De dónde vienes? —preguntó, adormilado.

—Del cine.

—¿Qué tal ha estado?

—Una porquería.

Los dos hermanos yacieron en silencio, envueltos en la oscuridad. Rudolph se acercó un poco más al borde de la cama. Pensó que era vergonzoso compartir el mismo lecho con su hermano. Hacía frío en la habitación, porque el viento del río entraba por la ventana abierta. Rudolph abría cada noche la ventana de par en par. Donde hubiese una norma, uno podía apostar que Rudolph la cumpliría. Dormía en pijama. Tom dormía en calzoncillos. No había semana que no discutiesen acerca de eso.

Rudolph husmeó.

—¡Por el amor de Dios! —dijo—. Hueles como un animal salvaje. ¿Qué has hecho esta noche?

—Nada —respondió Tom—. Si huelo así, no puedo hacer nada para evitarlo.

Si no fuese su hermano, pensó, le molería a palos.

¡Ojalá hubiese tenido dinero para ir a casa de Alice, detrás de la estación del ferrocarril! Allí había perdido su virginidad, por cinco dólares, y había vuelto varias veces. Había sido en verano. Había trabajado en el dragado del río, y le había dicho a su padre que cobraba diez dólares menos a la semana de lo que le pagaban en realidad. Una morenaza, que se llamaba Florence y era de Virginia, le había permitido repetir por los mismos cinco dólares, porque él sólo tenía catorce años y era virgen, y de buen grado le habría dejado pasar allí toda la noche. Tom no le había dicho nada a Rudolph sobre la casa de Alice. Estaba seguro de que Rudolph aún era virgen. Estaba por encima del sexo, o esperaba a una estrella de cine, o era marica o algo por el estilo. Un día, Tom se lo contaría todo, para ver la cara que pondría. Él era una bestia salvaje. Bueno, ya que le tenían por esto, esto iba a ser, una bestia salvaje.

Cerró los ojos y trató de recordar el aspecto del soldado con una rodilla hincada en el suelo y toda la cara cubierta de sangre. La imagen aparecía claramente en su memoria, pero ya no le produjo ningún placer.

Empezó a temblar. El cuarto estaba frío; pero no temblaba por eso.

V

Gretchen estaba sentada frente al espejito que había colocado sobre el tocador, apoyándolo en la pared. El tocador era una vieja mesa de cocina que había comprado por dos dólares en los encantes y pintado de color rosa. Había, sobre él, varios tarros de afeites, un cepillo de plata que le habían regalado al cumplir los dieciocho años, tres frasquitos de perfume y un estuche de manicura, todo ello bien ordenado sobre un limpio tapete. Se había puesto un viejo albornoz. La raída franela daba calorcillo a su piel y le hacía sentir algo parecido a aquella vieja impresión de intimidad que solía experimentar de pequeña cuando llegaba de la fría calle y se ponía el albornoz antes de acostarse. Esta noche, también necesitaba sentirse cómoda.

Se quitó el colorete de la cara con una pieza de «Kleenex». Tenía el cutis muy blanco; lo había heredado de su madre, lo mismo que los ojos azules, virando a violeta. En cambio, tenía el cabello negro y liso de su padre. Su madre decía que Gretchen era muy bonita, tan bonita como había sido ella cuando tenía su edad. Constantemente le decía que no debía marchitarse, como le había ocurrido a ella. Marchitarse: ésta era la palabra que empleaba su madre. Con el matrimonio, le decía confidencialmente, la mujer empezaba a marchitarse inmediatamente. El contacto con el hombre era fuente de corrupción. Su madre no le daba lecciones sobre los hombres; estaba segura de lo que llamaba virtud de Gretchen (virtud era otra de sus palabras predilectas), pero ponía a contribución toda su influencia para que Gretchen llevase vestidos holgados, que no realzasen su figura. «Es estúpido buscarse problemas —decía su madre—, pues éstos ya vienen solos. Tienes una figura anticuada, pero tus problemas serán absolutamente actuales».

Una vez, su madre le había dicho confidencialmente que había querido ser monja. Había, en esto, una falta de sensibilidad que turbaba a Gretchen cuando pensaba en ello. Las monjas no tenían hijas. Si ella existía, si tenía diecinueve años, si ahora estaba sentada frente a un espejo, en una noche de marzo de mediados de siglo, era porque su madre no había acertado a cumplir su destino.

Después de lo que le había ocurrido esta noche, pensó Gretchen, amargamente, también ella sentía la tentación de entrar en un convento. Sólo le faltaba creer en Dios.

Había ido al hospital como de costumbre, después del trabajo. Era un Hospital Militar, situado en las afueras de la ciudad, lleno de soldados que convalecían de las heridas recibidas en Europa. Gretchen trabajaba allí, como voluntaria, cinco noches por semana; distribuyendo periódicos, revistas y buñuelos; leyendo cartas a soldados heridos en los ojos, y escribiendo cartas a soldados heridos en el brazo o en la mano. No cobraba nada, pero pensaba que era lo menos que podía hacer. En realidad, le gustaba esta tarea. Los soldados se mostraban agradecidos y dóciles, casi vueltos a la infancia por sus heridas, y se abstenían en absoluto de las incómodas insinuaciones sexuales que ella tenía que soportar a diario en la oficina. Desde luego, muchas enfermeras y algunas voluntarias salían con los médicos y con los oficiales heridos más audaces; pero Gretchen les había dado a entender, enseguida, que nada tenían que hacer con ella. Y, como no faltaban muchachas bien dispuestas, fueron muy pocos los que insistieron. Para mayor facilidad, había conseguido que la destinasen a las atestadas salas de soldados rasos, donde era casi imposible que un soldado se quedara a solas con ella durante más de unos segundos. Era amable y campechana en sus conversaciones con los hombres, pero no podía soportar la idea de un contacto varonil. Claro que los chicos le habían besado alguna vez, en fiestas o en un coche al salir de un baile; pero sus torpes audacias le habían parecido insignificantes, poco saludables y vagamente cómicas.

Jamás le habían interesado ninguno de los chicos que bullían a su alrededor en la escuela, y se burlaba de las muchachas que se chiflaban por los grandes futbolistas o por los jovenzuelos con automóvil. El único hombre que la había hecho pensar en este aspecto, era míster Pollack, el profesor de inglés, que era viejo, quizá tenía cincuenta años, llevaba rapado el pelo gris, hablaba en tono muy grave y distinguido, y recitaba a Shakespeare en clase: «El mañana, y el mañana, y el mañana, nos va llevando por días al sepulcro…». Se veía entre sus brazos y podía imaginar sus poéticas y lúgubres caricias; pero estaba casado, y tenía hijas de su edad, y nunca recordaba el nombre de nadie. En cuanto a sus sueños… Ella se olvidaba de sus sueños.

Estaba segura de que iba a ocurrirle algo formidable, pero no sería este año ni en esta ciudad.

Mientras iba de un lado a otro, en la atmósfera vaga y gris del hospital, Gretchen se sentía útil y maternal, tratando de mediar un poquitín todo lo que aquellos jóvenes amables y sufridos habían padecido por su país.

Había muy poca luz en las salas, y ya era hora de que los hombres se hubiesen acostado. Gretchen había realizado su visita especial a un soldado llamado Talbot Hughes, que había sido herido en la garganta y no podía hablar. Era el más joven y el más desgraciado de la sala, y Gretchen quería creer que el contacto de su mano y su sonrisa de buenas noches le harían más llevaderas las largas horas hasta el amanecer. Después, limpió el salón de descanso, donde los hombres leían y escribían cartas, jugaban a los naipes o al ajedrez y escuchaban la gramola. Apiló cuidadosamente las revistas sobre la mesa central, guardó las piezas de un juego de ajedrez y tiró los frascos vacíos de «Coca-Cola» en un cesto.

Le gustaba aquella labor casera de última hora, consciente de los cientos de jóvenes dormidos alrededor de este núcleo cálido y central del hospital; jóvenes salvados de la muerte, liberados de la guerra; jóvenes que sanaban y olvidaban el miedo y la angustia; jóvenes que cada día estaban más cerca de la paz y del hogar.

Ella había vivido siempre en lugares angostos y atestados, y la amplitud del salón de descanso, con sus paredes pintadas de verde claro y sus sillones de alto respaldo, hacían que casi se sintiese como la anfitriona de una casa elegante, después de una divertida fiesta. Estaba tarareando en voz baja, terminada su labor, y se disponía a apagar la luz y dirigirse al vestuario para cambiarse de ropa, cuando entró renqueando un negro alto y joven, en pijama y envuelto en un albornoz castaño del Cuerpo de Sanidad.

—Buenas noches, Miss Jordache —dijo el negro.

Se llamaba Arnold. Hacía mucho tiempo que estaba en el hospital, y ella le conocía bastante bien. Sólo había dos negros en el edificio, y ésta era la primera vez que Gretchen veía a uno de ellos sin el otro. Siempre había procurado mostrarse amable con ambos. A Arnold le habían destrozado una pierna, al caer una bomba sobre el camión que conducía en Francia. Le había dicho que era de St. Louis, que tenía once hermanos, entre chicos y chicas, y que había terminado la Escuela Superior.

Se pasaba muchas horas leyendo, y siempre lo hacía con gafas. Aunque parecía leer sin un plan determinado —historietas, revistas, obras de Shakespeare y cualquier cosa que encontrase a su alcance—, Gretchen había decidido que era un buen conocedor de la literatura. Con sus gafas militares, parecía un hombre estudioso, un brillante y solitario erudito, salido de un país africano. De vez en cuando Gretchen le traía libros, suyos o de su hermano Rudolph, o de la Biblioteca Pública de la ciudad. Arnold los leía deprisa y se los devolvía puntualmente, en buenas condiciones y sin hacer jamás el menor comentario. Gretchen atribuía este silencio a timidez, a un deseo de no dárselas de intelectual delante de los otros. Ella también leía mucho y de todo, pero, durante los dos últimos años, se había dejado guiar por el entusiasmo católico de míster Pollack. Por consiguiente, y a lo largo de los meses, le había prestado a Arnold obras tan dispares como Tess d'Urbervilles, las poesías de Edna St. Vincent Millay y Rupert Brooke, y A este lado del paraíso, de F. Scott Fitzgerald.

Sonrió al entrar el muchacho en el salón.

—Buenas noches, Arnold —dijo—. ¿Busca algo?

—No. Sólo daba una vuelta. En realidad, no podía dormir. Entonces, vi luz aquí y me dije: «Voy a hacerle una visita a la linda Miss Jordache y pasaremos un rato».

Le sonrió, mostrando unos dientes blancos y perfectos. A diferencia de los otros muchachos, que la llamaban Gretchen, él la llamaba siempre por su apellido. Hablaba con cierto acento campesino, como si su familia no hubiese podido librarse de la carga de su granja de Alabama al emigrar al Norte. Era completamente negro, y se advertía su delgadez bajo el flojo albornoz. Había tenido que sufrir dos o tres operaciones para salvar la pierna; Gretchen lo sabía, y estaba segura de que el dolor había marcado aquellas arrugas que tenía junto a la boca.

—Iba a apagar la luz —dijo Gretchen.

El próximo autobús pasaría dentro de quince minutos frente al hospital y no quería perderlo.

Haciendo fuerza con la pierna sana, Arnold saltó y se sentó sobre la mesa. Después, empezó a balancear los pies.

—No sabe usted la satisfacción que puede sentir un hombre —dijo— con sólo mirar hacia abajo y ver que tiene dos pies. Pero váyase a casa, Miss Jordache. Supongo que algún apuesto joven la estará esperando fuera, y no quisiera que se enfadase con usted por llegar tarde.

—Nadie me espera —dijo Gretchen, sintiendo remordimiento por haber querido echar de allí al muchacho, sólo para tomar un autobús. Ya pasaría otro—. No tengo prisa.

Él sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y le ofreció uno. Ella sacudió la cabeza.

—Gracias. No fumo.

Él encendió el cigarrillo, con mano firme, entornando los párpados para protegerse del humo. Sus movimientos eran deliberados y lentos. Le había dicho que, antes de alistarse, había sido jugador de rugby en la Escuela Superior de St. Louis, y el soldado herido conservaba su aspecto de atleta. Dio una palmada sobre la mesa a su lado.

—¿Por qué no se sienta un poco, Miss Jordache? —dijo—. Debe de sentirse cansada, después de estar en pie toda la noche, corriendo de un lado a otro por culpa nuestra.

—No me importa —dijo Gretchen—. Me paso la mayor parte del día sentada en mi oficina.

Pero se sentó en la mesa, al lado de él, para demostrarle que no tenía prisa por marcharse. Y ambos permanecieron sentados, con las piernas colgando.

—Tiene usted bonitos pies —dijo Arnold.

Gretchen contempló sus austeros zapatos castaños, de tacón bajo.

—Supongo que no están mal —dijo.

También ella pensaba que tenía los pies bonitos, finos y no demasido largos, y los tobillos esbeltos.

—Gracias al Ejército —dijo Arnold—, me he convertido en un experto en pies.

Lo dijo sin el menor asomo de compasión, como otro habría dicho: «Aprendí a componer aparatos de radio en el Ejército», o «El Ejército me enseñó a interpretar los mapas». Su falta de conmiseración por sí mismo hizo que ella sintiese un impulso de compasión por aquel chico de voz amable y lentos movimientos.

—Se restablecerá del todo —le dijo—. Dicen las enfermeras que los médicos han hecho milagros con su pierna.

—Sí —dijo él riendo—. Pero no espere que el viejo Arnold conquiste muchas tierras en adelante.

—¿Qué edad tiene, Arnold?

—Veintidós. ¿Y usted?

—Diecinueve.

Él le hizo un guiño.

—Buenas edades, ¿eh?

—Supongo que sí. Si no estuviésemos en guerra.

—Oh, yo no me quejo —dijo Arnold chupando el cigarrillo—. Ella me sacó de St. Louis. Me convirtió en un hombre. —Su voz tenía un matiz de burla—. Ya no soy un niño atolondrado. Conozco el tanteo y sé quién hace las cuentas. Vi algunos sitios interesantes, conocí a algunas personas interesantes. ¿Ha estado alguna vez en Cornualles, Miss Jordache? Está en Inglaterra.

—No.

—Jordache —dijo Arnold—. Este apellido, ¿es de por aquí?

—No —respondió Gretchen—. Es alemán. Mi padre vino de Alemania. También él fue herido en una pierna. En la Primera Guerra Mundial. Servía en el Ejército alemán.

Arnold rió entre dientes.

—Le hacen ir a uno de un lado a otro, ¿no? —dijo—. ¿Tiene que andar mucho su papá?

—Cojea un poco —dijo ella, con cautela—. Pero no parece molestarle mucho.

—Sí, Cornualles —dijo Arnold, balanceándose un poco sobre la mesa. Por lo visto, no quería hablar más de guerras y de heridas—. Allí crecen palmeras, y hay pequeñas ciudades antiguas, y anchas playas. Sí, Inglaterra. La gente es muy simpática. Hospitalaria. Le invitan a uno a comer en casa los domingos. Me sorprendieron. Siempre había pensado que los ingleses eran arrogantes. A fin de cuentas, ésta es la impresión general que se tenía de ellos en los círculos de St. Louis que frecuenté de chico.

Gretchen tuvo la impresión de que se chanceaba, amablemente, con cortés ironía.

—La gente debe de aprender a conocerse —dijo con cierta rigidez, disgustada por el tono pomposo de sus palabras, pero sintiéndose en falso, inquieta, obligada a ponerse a la defensiva por aquella voz campesina, suave y perezosa.

—En efecto —convino él—. Sí que deben aprender. —Se apoyó sobre las manos y volvió la cabeza en su dirección—. ¿Qué tengo que aprender yo acerca de usted, Miss Jordache?

—¿De mí? —una risa breve y forzada brotó de su garganta—. Nada. Soy una oficinista de una ciudad pequeña, que jamás ha estado en parte alguna y que jamás irá a ninguna parte.

—No estoy de acuerdo con esto, Miss Jordache —dijo Arnold, gravemente—. No estoy de acuerdo en absoluto. Si alguna vez vi a una chica destinada a triunfar, ésta es usted. Su manera de comportarse es clara y prometedora. Apuesto a que, si les diese pie a ello, la mitad de los muchachos de esta casa le pedirían que se casara con ellos en el acto.

—Todavía no pienso casarme —dijo Gretchen.

—Claro que no —dijo Arnold con un breve asentimiento de cabeza—. Una chica como usted no debe precipitarse, no debe encerrarse. Tendrá de sobra dónde escoger. —Aplastó el cigarrillo en un cenicero que había sobre la mesa; después, automáticamente, buscó el paquete en el bolsillo de su albornoz y sacó otro, que olvidó encender—. En Cornualles, fui tres meses con una chica —dijo—. La muchacha más bonita, más alegre y más cariñosa que hubiese podido imaginar. Estaba casada, pero esto no tenía importancia. Su marido estaba en algún lugar de África, desde 1939, y creo que ella se había olvidado incluso de su aspecto. Íbamos juntos a los pubs, me invitaba a comer en su casa los domingos, cuando me daban licencia, y nos hacíamos el amor como Adán y Eva en el Paraíso.

Contempló pensativamente el blanco techo del vacío y gran salón.

—En Cornualles, me convertí en un ser humano —dijo—. ¡Oh, sí! El Ejército hizo un hombre del pequeño Arnold Simms, de St. Louis. Cuando llegó la orden de partida, para luchar contra el enemigo, fue un día triste en la ciudad.

Guardó silencio, recordando la vieja ciudad situada a la orilla del mar, las palmeras, la alegre y amante jovencita que tenía un marido olvidado en África.

Gretchen permanecía sentada en silencio. Se sentía incómoda cuando alguien hablaba de hacer el amor. No la incomodaba su virginidad, pues, si era virgen, era por su deliberada elección, sino su invencible recato, su incapacidad de tomarse el sexo a la ligera y como cosa natural, al menos, en la conversación, como hacían muchas de sus antiguas condiscípulas. Cuando era sincera consigo misma, reconocía que este sentimiento lo debía en buena parte, a su padre y a su madre, cuyo dormitorio sólo estaba separado del de ella por un estrecho pasillo. Su padre subía pesadamente a las cinco de la mañana, haciendo resonar los peldaños con sus lentas pisadas; después, el sonido grave de su voz, enronquecida por el whisky trasegado en la larga noche, y los lastimeros murmullos de su madre, y el asalto final, y la expresión tensa y martirizada de su madre por la mañana.

Y esta noche, en el dormitorio hospital, en la primera conversación realmente íntima que sostenía a solas con uno de los hombres, se veía convertida en una especie de testigo, involuntario, de un acto, o de la sombra y esencia de un acto, que trataba de borrar de su conciencia. Adán y Eva en el Paraíso. Los dos cuerpos: uno blanco, otro negro. Trataba de no pensar en ello de este modo, pero no podía evitarlo. En las revelaciones del muchacho, había algo significativo y planeado —no era la evocación nocturna y nostálgica del soldado que ha vuelto de la guerra—, y había una intención, un objetivo, en el flujo musical de sus palabras. De algún modo, sabía que el blanco era ella misma, y habría querido esconderse.

—Cuando me hirieron, le escribí una carta —siguió diciendo Arnold—, pero no obtuve respuesta. Tal vez su marido había vuelto a casa. Y, desde aquel día, no he vuelto a tocar a una mujer. Fui herido muy pronto, y, desde entonces, he estado en el hospital. Salí por primera vez el domingo pasado. Nos dieron permiso por la tarde, a Billy y a mí. —Billy era el otro negro de la sala—. Dos chicos de color, como nosotros, tenemos poco que hacer en este valle. Esto no es Cornualles. Se lo digo yo. —Se echó a reír—. No hay un solo negro en estos andurriales. ¡Imagínese! Enviarnos al que es tal vez el único hospital de los Estados Unidos donde no hay nadie de color. Tomamos un par de cervezas que compramos en el mercado y el autobús de la orilla del río, porque habíamos oído decir que había una familia de color en el Desembarcadero. En realidad, no había más que un viejo de Carolina del Sur, que vive solo en una vieja casa, junto al río, y cuya familia se marchó y le olvidó hace tiempo. Le dimos un poco de cerveza y le contamos unas cuantas mentiras, sobre lo bravos que fuimos en la guerra, y le dijimos que volveríamos, a pescar, cuando nos diesen un nuevo permiso. ¡A pescar!

—Estoy segura —dijo Gretchen, mirando su reloj— de que, cuando salga al fin del hospital y vuelva a casa, encontrará una hermosa joven y volverá a ser feliz. —Su voz sonaba remilgada, falsa y nerviosa al mismo tiempo, y ella se avergonzaba de sí misma; pero sabía que tenía que salir de aquella habitación—. Es tardísimo, Arnold —dijo—. Me ha gustado nuestra pequeña charla, pero es preciso que…

Se dispuso a bajar de la mesa, pero él le asió un brazo, no con fuerza, pero sí con firmeza.

—No es tan tarde, Miss Jordache —dijo Arnold—. Si he de serle franco, he estado esperando esta ocasión de hablar a solas con usted.

—Tengo que tomar el autobús, Arnold. Debo…

—Wilson y yo hablamos de usted —prosiguió él, sin soltarle el brazo— y pensamos que, cuando vuelvan a darnos permiso, o sea, el próximo sábado, nos gustaría invitarla a pasar el día con nosotros.

—Usted y Wilson son muy amables —dijo Gretchen, esforzándose en conservar normal el tono de su voz—, pero, los sábados, estoy extraordinariamente ocupada.

—Ya pensamos que no le gustaría que le viesen en compañía de dos negros —siguió diciendo Arnold, con su voz monótona, que no era amenazadora ni zalamera—, siendo como es esta ciudad y no estando acostumbrados sus vecinos a ver tipos como nosotros. Y sólo somos soldados rasos…

—Esto no tiene nada que ver…

—Pero usted puede tomar el autobús del Desembarcadero a las doce y media —prosiguió Arnold, haciendo caso omiso de la interrupción—. Nosotros iremos más temprano, le daremos cinco «pavos» al viejo para que se compre una botella de whisky y se vaya al cine, y prepararemos una buena comida para los tres, en su casa. Al llegar a la parada de autobús, sólo tiene que torcer directamente a la izquierda y caminar unos cuatrocientos metros rio abajo. Es la única casa de aquel lugar, lindamente asentada en la orilla, sin nadie que vaya a husmear o a armar jaleo. Sólo nosotros tres, en buena paz y compañía.

—Tengo que marcharme, Arnold —dijo Gretchen, levantando más la voz.

Sabía que sería vergonzoso echarse a gritar, pero quiso hacerle comprender que estaba dispuesta a pedir auxilio.

—Una buena comida y un par de buenos tragos —dijo Arnold, susurrando, sonriendo, asiéndole el brazo—. Hemos estado mucho tiempo lejos, Miss Jordache.

—Voy a chillar —dijo Gretchen, sintiendo que la voz se anudaba a su garganta.

¿Cómo era posible? Un hombre tan amable y cortés en un momento dado, y después… Se desprecio por su desconocimiento de la raza humana.

—Wilson y yo tenemos la más alta opinión de usted, Miss Jordache. Desde que la vía por vez primera, no puedo pensar en nadie más. Wilson dice que le ocurre lo mismo…

—Están locos los dos. Si le dijese al coronel…

Gretchen quería retirar el brazo; pero, si entraba alguien y les veía luchando, la explicación sería muy penosa.

—Como le he dicho, la apreciamos mucho —dijo Arnold—, y estamos dispuestos a pagar por ello. Wilson y yo tenemos muchas pagas acumuladas, y yo he tenido suerte en los juegos de la sala. Escuche bien, Miss Jordache. Tenemos ochocientos dólares entre los dos, y se los ofrecemos de buen grado. Sólo por una tarde a la orilla del río… —le soltó el brazo e, inesperadamente, saltó de la mesa, dejándose caer ágilmente sobre la pierna sana. Empezó a alejarse renqueando, y el flojo albornoz castaño dio un aire desgarbado a su alta figura. Al llegar a la puerta, se volvió—. No tiene que decir sí o no en este momento, Miss Jordache —dijo cortésmente—. Piénselo. Faltan dos días para el sábado. Nosotros estaremos en el Desembarcadero a partir de las once de la mañana. Puede venir cuando quiera, una vez terminados sus quehaceres. La estaremos esperando.

Y salió de la estancia cojeando, muy erguido y sin buscar apoyo en las paredes.

De momento, Gretchen permaneció sentada, inmóvil. El único sonido que percibía era el zumbido de una máquina en alguna parte del sótano, un ruido que no recordaba haber oído antes de entonces. Se tocó el brazo desnudo, en el sitio en que lo había asido la mano de Arnold, justo debajo del codo. Bajó de la mesa y apagó las luces, para que, si entraba alguien, no pudiese ver el aspecto que debía presentar su rostro. Se apoyó en la pared, cubriéndose la boca con las manos. Después, se dirigió apresuradamente al vestuario, donde se puso sus ropas de calle, y salió casi corriendo del hospital, en dirección a la parada del autobús.

Estaba sentada frente al tocador, quitándose los últimos vestigios de cold-cream de la piel delicadamente surcada de venas, debajo de los hinchados ojos. Sobre la mesa, delante de ella, había unos frascos y ampolletas de productos de belleza de «Woolworth»: Hazel Bishop, Coty. Nos hicimos el amor como Adán y Eva en el Paraíso.

No debía pensar en esto; no debía. Mañana iría a ver al coronel y le pediría que la trasladase a otro pabellón. No podía volver allí.

Se levantó, se quitó el albornoz y permaneció unos momentos desnuda bajo la tenue luz de la lámpara del tocador. Sus altos y llenos pechos aparecían muy blancos en el espejo, y los pezones se erguían rebeldes. Más abajo, estaba el siniestro y oscuro triangulo, peligrosamente dibujado contra el pálido abultamiento de los muslos. ¿Qué culpa tengo yo, qué culpa tengo?

Se puso el camisón, apagó la luz y se metió en el frío lecho. Esperó que su padre no reclamase a su madre aquella noche. Habría sido más de lo que podía aguantar.

El autobús salía cada media hora río arriba, en dirección a Albany. El sábado estaría lleno de soldados con licencia para el fin de semana. Batallones de jóvenes. Se vio adquiriendo el billete en la terminal; se vio sentada junto a la ventanilla, mirando al río lejano y gris; se vio apeándose en la parada del Desembarcadero, y plantada allí, sola, frente a la estación de gasolina; sintió, a través de los zapatos de alto tacón, la superficie desigual de la carretera enarenada; vio la casa en ruinas y sin pintar, junto a la orilla del río, y aquellos dos negros, con sendos vasos en la mano, esperándola en silencio, como verdugos conscientes, heraldos del destino, sin levantarse, confiados con la sucia paga en sus bolsillos, esperando, sabiendo que ella iría, viéndola acercarse para entregarse a ellos, curiosa y sensual, sabedora de lo que iban a hacer todos juntos.

Sacó la almohada de debajo de su cabeza, se la puso entre las piernas y apretó con fuerza.

VI

La madre está en pie enfrente a la ventana del dormitorio, contemplando entre los visillos el patio oscuro y ceniciento de la panadería. Hay en él dos árboles escuálidos, con una tabla transversal clavada entre los dos, de la que pende un tosco y pesado cilindro de cuero, lleno de arena, como los sacos que usan los boxeadores para entrenarse. En el oscuro recinto, el saco parece un hombre ahorcado. En tiempos pasados, había flores en los jardines traseros de esta calle, y hamacas suspendidas entre los árboles. Cada tarde, su marido se pone un par de guantes forrados de lana, sale al patio de atrás y le atiza al saco durante veinte minutos. La emprende con el saco con salvaje y concentrada violencia, como si luchase por su vida. A veces, al observarle, porque Rudy se ha encargado de la tienda para que pueda descansar un poco, ella tiene la impresión de que su esposo no castiga un saco inerte de cuero y arena, sino que se castiga a sí mismo.

Ahora, está en pie junto a la ventana, envuelta en una bata verde de raso, manchada en el cuello y en los puños. Fuma un cigarrillo, y no advierte que la ceniza cae sobre su bata; ella, que había sido la más pulcra y meticulosa de las niñas, limpia como un capullo en un jarrito de cristal. Se había criado en un orfanato donde las monjas sabían inculcar hábitos estrictos de limpieza. En cambio, ahora, es una mujer desaliñada, de cuerpo fofo, que descuida su cabello, su piel y sus ropas. Las monjas la enseñaron a amar la religión y a gustar de las ceremonias de la Iglesia; y hace casi veinte años que no ha ido a misa. Cuando nació su primogénita, su hija Gretchen, había hablado del bautizo con el cura; pero su marido se negó a acercarse a la pila bautismal y le prohibió que diese jamás un céntimo a la Iglesia. Y había nacido católico.

Tres hijos incrédulos y sin bautizar, y un marido blasfemo que odiaba a la Iglesia. Ésta era su cruz.

No había conocido a sus padres. El orfanato de Buffalo había sido, para ella, padre y madre. Le habían puesto un apellido: Pease. Tal vez el de su madre. Cuando pensaba en sí misma, lo hacía siempre como Mary Pease, no como Mary Jordache o como mistress Axel Jordache. Al salir del orfanato, la madre superiora le había dicho que era muy posible que su madre fuese irlandesa, pero nadie lo sabía fijo. La madre superiora la había puesto en guardia contra la sangre que llevaba de su poco virtuosa madre y le había aconsejado que huyese de las tentaciones. Entonces, tenía ella dieciséis años, y era una niña sonrosada y frágil, de brillantes cabellos de oro. Cuando había nacido su hija, había deseado llamarla Colleen, en honor a su ascendencia irlandesa. Pero a su marido no le gustaban los irlandeses, y decidió que la niña se llamaría Gretchen. Dijo que había conocido, en Hamburgo, a una puta que se llamaba así. Sólo hacía un año que se habían casado, pero ya odiaba a su mujer.

La había conocido en el restaurante de la orilla del lago de Buffalo, donde trabajaba de camarera. El orfanato le había colocado allí. El restaurante estaba en manos de un matrimonio maduro de germano-americanos apellidados Mueller, y la dirección del orfanato los había elegidos como patronos de ella, porque eran bondadosos, iban a misa y se avinieron a que Mary durmiese en la casa, en un cuarto que tenían libre sobre su apartamento. Los Mueller eran buenos con ella y la protegían, y ningún parroquiano se atrevía a hablarle groseramente en el restaurante. Los Mueller la dejaban salir tres veces por semana, para que continuase su educación en la Escuela Superior. No iba a ser camarera de restaurante toda su vida.

Axel Jordache era un joven corpulento y de pocas palabras; cojeaba un poco, había emigrado de Alemania a principios de los años veinte y trabajaba de estibador para los vapores del Lago. En invierno, cuando los Lagos estaban helados, ayudaba a veces a míster Mueller en la cocina, como cocinero y panadero. En aquella época, apenas si hablaba inglés, y frecuentaba el restaurante de los Mueller para tener alguien con quien hablar en su lengua natal. Cuando, estando en el Ejército alemán, había sido herido y no había podido seguir combatiendo, le enseñaron el oficio de panadero en el hospital de Frankfurt.

Y precisamente por esto, porque, durante otra guerra, un joven había salido del hospital, enajenado y deseoso de exiliarse, se encontraba ella esta noche en una habitación destartalada, sobre una tienda en un barrio bajo, donde, día tras día, y veinticuatro horas al día, había malgastado su juventud, su belleza y sus esperanzas. Y la situación no tenía visos de acabar.

Él se había mostrado muy cortés. Ni siquiera había intentado nunca asirla de la mano, y, cuando estaba en Buffalo, entre sus viajes, la acompañaba a la escuela nocturna y la esperaba para devolverla a casa. Le había pedido que corrigiese su inglés. Y ella estaba orgullosa de su conocimiento de esta lengua. Cuando la oían hablar, todos le decían que parecía oriunda de Boston, y ella lo aceptaba como un gran cumplido. Sor Catherine, a la que admiraba más que a todas las maestras del orfanato, procedía de Boston, hablaba con elocuencia y precisión, y dominaba el vocabulario de las damas cultas. «Hablar toscamente el inglés —había dicho sor Catherine— es vivir como un tullido. En cambio, la joven que habla como una dama puede aspirar a todo». Ella había tomado por modelo a sor Catherine, y, al salir del orfanato, ésta le había regalado un libro, una historia de héroes irlandeses. A Mary Pease, mi alumna más prometedora, había escrito, con firme caligrafía, en la primera página. Mary había imitado también el carácter de letra de sor Catherine. De algún modo, las enseñanzas de ésta le habían hecho creer que su padre, quienquiera que fuese, tuvo que haber sido todo un caballero.

Con las lecciones de Mary Pease, que le inculcó el argentino acento de Back Bay de sor Catherine, Axel Jordache aprendió muy deprisa a hablar correctamente el inglés. Incluso antes de casarse, lo hablaba tan bien que todos se sorprendían cuando les decía que había nacido en Alemania. No se podía negar: era un hombre inteligente. Pero usaba su inteligencia para atormentarla, para atormentarse a sí mismo y para atormentar a cuantos le rodeaban.

Ni siquiera la había besado antes de declararse. Ella tenía entonces diecinueve años, la edad de su hija Gretchen, y era virgen. Él se mostraba indefectiblemente cortés, pulcro y afeitado, y siempre le traía pequeños obsequios de caramelos y flores, cuando volvía de sus viajes.

Cuando se declaró, ya hacía dos años que se conocían. Le dijo que no se había atrevido a hablar más pronto, porque temía que le rechazase por ser extranjero y porque cojeaba. Muchacho debió de reírse para sus adentros, al ver cómo los ojos de Mary se llenaban de lágrimas ante su modestia y su falta de confianza en sí mismo. Era un hombre diabólico, que urdía intrigas para toda la vida.

Ella le dio el sí, pero condicionalmente. Sin duda se imaginaba que le amaba. Era un hombre guapo, con su negra cabellera de indio, su rostro sereno, diligente, fino y despejado, y sus ojos de color castaño claro, que parecían dulces y amables cuando la miraba. Si la tocaba, lo hacía con la delicadeza más engañosa, como si la creyese de porcelana. Y cuando ella le dijo que había nacido de padres célibes (éstas fueron sus palabras), le respondió que ya lo sabía por los Mueller, que esto no importaba y que, en realidad, era buena cosa, pues así no habría ningún pariente por afinidad que le pusiese la proa. Él mismo estaba distanciado de la familia que le quedaba. Su padre había muerto en el frente ruso, en 1915, y su madre había vuelto a casarse un año después, trasladándose de Colonia a Berlín. Tenía un hermano menor, que nunca le había gustado y que se había casado con una rica joven germano-americana, que había ido a Berlín, después de la guerra, a visitar a unos parientes. Su hermano vivía ahora en Ohio, pero Axel no le veía nunca. Su soledad era evidente y podía parangonarse con la de ella.

Las condiciones de Mary fueron rotundas. Axel tenía que renunciar a su empleo en los Lagos. No quería un marido que estaba casi todo el tiempo ausente y cuyo trabajo no era mejor que el de un vulgar peón. No vivirían en Buffalo, donde todo el mundo estaba enterado de su origen y del orfanato, y donde, a la vuelta de cada esquina, tropezaría con personas que la habían visto trabajar de camarera. Y tenían que casarse por la Iglesia.

Él lo había aceptado todo. Era diabólico, diabólico. Había ahorrado algún dinero, y a través de míster Mueller, se puso en contacto con un hombre que tenía una panadería en Port Philip y que quería traspasarla. Ella le hizo comprar un sombrero de paja, para ir a Port Philip a cerrar el trato. No podía llevar la acostumbrada gorra de paño, recuerdo de su vida en Europa. Tenía que parecer un respetable hombre de negocios americano.

Dos semanas antes de la boda, la llevó a ver la tienda en que habría de pasar toda su vida y el pis donde había de concebir sus tres hijos. Era un día soleado de mayo; la tienda estaba recién pintada, y tenía un toldo verde y grande, para proteger el escaparate, lleno de bollos y pasteles, de los rayos del sol. La calle era limpia y clara, y había en ella otras pequeñas tiendas, una quincallería, un almacén de lencería y una farmacia en la esquina. Incluso había una modista de sombreros, que exhibía tocados adornados con flores artificiales en los estantes de su escaparate. Era la calle de las tiendas de un tranquilo barrio residencial, que se extendía entre ella y el río. Casas grandes y confortables, detrás de verdes prados de césped. Veíanse velas en el río, y, mientras ellos estaban sentados en un banco, bajo un árbol, contemplando la ancha cinta de agua azul, pasó una embarcación blanca, llena de excursionistas, que venía de Nueva York. A bordo de ella, una orquesta tocaba valses. Claro que, dada la cojera de Axel, ellos no bailaron nunca.

¡Oh, la de planes que hizo Mary aquel día de sol, junto al río y al arrullo de los valses! En cuanto se estableciesen, instalaría mesas, decoraría la tienda, pondría cortinas y lamparitas con velas, serviría chocolate y té, y, más adelante, comprarían la tienda contigua (el primer día que la vio, estaba desocupada) y montarían un pequeño restaurante, no como el de los Mueller, que era para obreros, sino para viajantes de comercio y para la gente más distinguida de la ciudad. Se imaginaba a su marido, en traje oscuro y corbata de pajarita, conduciendo a los comensales a la mesa; se imaginaba a las camareras, con delantales de muselina almidonada, saliendo de la cocina cargadas de platos, y se imaginaba a sí misma, sentada detrás de la caja registradora, sonriendo al pulsar las teclas y decir: «Deseo que les haya gustado la comida», y sentándose a tomar café y pastas con los amigos, una vez terminada la tarea.

¿Cómo podía ella saber que aquel barrio iba a decaer, que las personas de quienes quería ser amiga la considerarían inferior a ellas, que las personas que hubiesen querido ser amigas suyas serían consideradas por ella como inferiores, que el edificio contiguo sería derribado y que un garaje enorme y ruidoso se instalaría junto a la panadería, que la modista de sombreros se iría de allí, que las casas frente al río se convertirían en tristes departamentos o serían demolidas para dejar sitio a los depósitos de chatarra y a los talleres de metalistería?

Nunca hubo mesitas para tomar chocolate y pasteles; nunca hubo velas, ni cortinas, ni camareras; sólo ella, en pie durante doce horas al día, en verano como en invierno, vendiendo toscas hogazas de pan a mecánicos manchados de grasa, a macilentas amas de casa y a sucios chiquillos, cuyos padres reñían, embriagados, en la calle, los sábados por la noche.

Su martirio empezó en la noche de bodas. En aquel hotel de segunda de Niágara Falls (cerca de Buffalo). Todos los frágiles sueños de la tímida, sonrosada y delicada joven que, sólo ocho horas antes, había sido retratada en su blanco vestido de novia junto a su serio y guapo marido, se desvanecieron en el ensangrentado y crujiente lecho de Niágara. Penetrada brutalmente, impotente, bajo aquel enorme cuerpo masculino, lleno de cicatrices, moreno, diabólicamente incansable, comprendió que empezaba a cumplir una condena de cadena perpetua.

Al terminar la semana de su luna de miel, escribió una nota, diciendo que iba a suicidarse. Después, la rasgó. Fue un acto que repetiría muchas veces en el curso de los años.

Durante el día, eran como todas las parejas de recién casados. Él se mostraba invariablemente atento, la sostenía del brazo para cruzar la calle, le compraba chucherías y la llevaba al teatro (fue la última semana en que se mostró generoso, pues pronto había ella de descubrir que se había casado con un fanático tacaño). La llevaba a las heladerías y pedía para ella enormes copas de helados (Mary era golosa como una niña), y le sonreía, con la indulgencia de un tío complaciente, mientras ella engullía una cucharada tras otra de aquel montón de golosinas. La llevó a dar un paseo por el río, por debajo de las Cataratas, y la tuvo amorosamente asida de la mano al salir a la luz del verano norteño. Nunca hablaban de las noches pasadas. Pero, cuando él cerraba la puerta del dormitorio, después de la cena, era como si dos almas distintas y extrañas se introdujesen en sus cuerpos. No había palabras para describir el grotesco combate que entablaban. La severa educación de las monjas hacía que ella se sintiese inhibida y llena de imposibles ilusiones de delicadeza. A él, le habían educado las rameras, y tal vez creía que todas las mujeres dignas del matrimonio debían yacer inmóviles y aterrorizadas en el lecho conyugal. O, quizá, todas las mujeres americanas.

Desde luego, con el paso de los meses, él acabó por reconocer el verdadero carácter de la fatal y pasiva repulsión que provocaba en su mujer, y esto le encorajinó. Le espoleó, e hizo que sus ataques fuesen más salvajes. Nunca fue con otra mujer. Nunca miró a otra mujer. Su obsesión dormía en su cama. Para desdicha de Mary, él no anhelaba más cuerpo que el suyo, y lo tenía a su disposición. Durante veinte años le había asediado, sin esperanza, odiándola, como el jefe de un poderoso ejército que se viese inverosímilmente retenido ante los muros de una pequeña y endeble casucha de los suburbios.

Mary lloró al descubrir que estaba encinta.

Pero no disputaban por esto. Disputaban por el dinero. Ella sabía que tenía una lengua afilada y mordaz. Se convertía en arpía por unas cuantas perras. La obtención de diez dólares para comprarse unos zapatos o, más adelante, un vestido decente para Gretchen, que ésta llevaría para ir a la escuela, le costaba meses de encarnizada lucha. Él le echaba en cara el pan que comía. Nunca supo Mary el dinero que guardaba en el Banco. Axel ahorraba como una ardilla para un nuevo periodo glacial. Había vivido en Alemania, cuando toda la población se arruinó, y sabía que esto también podía ocurrir en América. Había sido moldeado por la derrota y pensaba que ningún continente estaba a salvo.

Desde que se desconcharon las paredes de la tienda, pasaron años antes de que se decidiese a comprar cinco lates de lechada de cal para pintarlas de nuevo. Cuando su hermano, que había prosperado en el negocio de garajes, vino de Ohio a visitarle y le ofreció una participación en una agencia de automóviles que se disponía a adquirir, participación que sólo le habría costado unos miles de dólares, que podía pedir prestados al Banco de su hermano, lo echó a cajas destempladas, llamándole ladrón y estafador. El hermano era un tipo gordinflón y alegre. Todos sus veranos, pasaba dos semanas de vacaciones en Saratoga, e iba al teatro varias veces al año, en Nueva York, con su obesa y parlanchina esposa. Vestía un buen traje de lana y olía bien, a ron de la bahía. Si Axel hubiese estado dispuesto a pedir dinero prestado, como había hecho su hermano, habrían podido vivir desahogadamente toda la vida, habrían podido librarse de la esclavitud de la panadería, huir de aquel barrio que se estaba convirtiendo en una pocilga. Pero su marido se negaba a sacar un solo penique del Banco o estampar su firma en un pagaré. Los pobres de su país natal, con sus toneladas de billetes sin valor, observaban con ojos desvaídos cada dólar que pasaba por sus manos.

Cuando Gretchen se graduó en la Escuela Superior, Axel se negó rotundamente a enviarla a la Universidad, a pesar de que, al igual que su hermano Rudolph, era siempre la primera de la clase. Tenía que ponerse a trabajar inmediatamente y entregar la mitad de la paga a su padre, todos los viernes. La Universidad arruinaba a las mujeres, las convertía en rameras. El padre había hablado. Y la madre sabía que Gretchen se casaría joven, con el primer hombre que se lo pidiese, para escapar de su padre. Otra vida destruida, en la interminable cadena.

Su marido sólo se mostraba generoso con Rudolph. Éste era la esperanza de la familia. Era guapo, cortés, de palabra fácil, afectuoso, admirado por sus profesores. Era el único miembro de la familia que besaba a su madre al salir por la mañana y al regresar por la noche. Tanto ella como su marido veían en su hijo mayor la redención de sus respectivos fracasos. Rudolph tenía talento para la música y tocaba la trompeta en la banda de la escuela. Al terminar el pasado curso, Axel le había comprado una trompeta, un instrumento resplandeciente y dorado. Era el único regalo que jamás hiciera Axel a cualquiera de su familia. Todo lo demás se lo había dado después de furiosos regateos. Resultaba extraño oír las agudas y triunfales notas de la trompeta, resonando en el piso gris y polvoriento, cuando Rudolph ensayaba. Rudolph tocaba en bailes de los clubs, y Axel le había adelantado el dinero para comprarse un «tuyedo»; treinta y cinco dólares, un despilfarro inaudito. Y permitía que Rudolph se quedase con el dinero que ganaba. «Ahorra —le decía—, y podrás emplearlo cuando vayas a la Universidad». Desde el principio, se había dado por supuesto que Rudolph iría a la Universidad. Del modo que fuese.

La madre se siente culpable a causa de Rudolph. Todo su amor es para él. Está demasiado agotada para amar a alguien que no sea su hijo predilecto. Le toca siempre que puede; entra en su cuarto cuando él está durmiendo, y le besa en la frente; le lava y le plancha la ropa, aunque esté rendida de cansancio, para que luzca ante todos y en todo momento. Recorta noticias del periódico de la escuela, cuando él gana una carrera, y pega cuidadosamente los recortes en un álbum que guarda en su tocador junto a un ejemplar de Lo que el viento se llevó.

Su hijo menor, Thomas, y su hija, sólo habitan en su casa. Rudolph es su propia sangre. Cuando le mira, ve la imagen de su difunto padre.

Nada espera de Thomas. Con su semblante rubio, taimado y burlón. Es un rufián, que siempre arma camorra, se mete en continuos líos en la escuela, insolente, irónico, siguiendo su camino, sin principios, entrando y saliendo de casa cuando quiere, para sus secretas intrigas, indiferente al castigo. En algún calendario, quién sabe dónde, una cifra roja de sangre marca, como una fiesta horrible, el día de la infamia de su hijo Thomas. Pero no hay nada que hacer. Ella no le ama, y no puede tenderle una mano.

Esto piensa la madre, en pie sobre sus hinchadas piernas, junto a la ventana, rodeada de su familia en la casa dormida. Insomne, sufrida, agotada, doliente, amorfa, evitando los espejos, escribiendo notas suidas, encanecida a sus cuarenta y dos años, con la bata manchada de ceniza de su cigarrillo.

Un tren silba a lo lejos, con sus crujientes vagones atestados de soldados que se dirigen a remotos puertos, a sitios donde truenan los cañones. Gracias a Dios, Rudolph aún no tiene diecisiete años. Si se lo llevasen, ella se moriría.

Enciende el último cigarrillo, se quita la bata y, con el pitillo colgando descuidadamente de su labio inferior, se mete en la cama. Yace en el lecho, sin dejar de fumar. Dormirá unas cuantas horas. Pero sabe que se despertará cuando oiga a su marido subiendo pesadamente la escalera, oliendo a sudor y a whisky.