El martes, Elisabeth recibió un telegrama, y, alrededor de las ocho de la noche del miércoles, oyó la voz de Paul en el recibidor y un bastoneo. Al abrirse la puerta apareció Paul, que acompañaba a su esposo.
Albinus iba muy rasurado; llevaba gafas negras; en su pálida frente veíase una cicatriz. Vestía un traje color berenjena (tono que él no hubiera escogido nunca) que le estaba demasiado grande.
—Aquí le tenemos —dijo Paul con calma.
Elisabeth empezó a sollozar, llevándose el pañuelo a la boca. Albinus se inclinó silenciosamente en dirección a aquel llanto apagado.
—Ven, nos lavaremos las manos.
Paul le condujo lentamente a través de la habitación.
Luego, los tres se sentaron en el comedor y cenaron. A Elisabeth le costaba acostumbrarse a mirar a su marido. Le parecía que él percibía su mirada. La melancólica gravedad de los lentos movimientos de Albinus la llenó de un tranquilo éxtasis de piedad. Paul le hablaba como si fuese un niño, y le cortó el jamón de su plato en pequeños pedazos.
Se le preparó la que había sido alcoba de Irma. A Elisabeth le sorprendía que le resultase tan fácil perturbar el sagrado adormecimiento de aquella pequeña habitación en favor de su extraño, grande y silencioso marido; retirar y cambiar todo cuanto el cuarto contenía, a fin de adaptarlo a las necesidades del ciego.
Albinus no dijo nada. Al principio, mientras se encontraba aún en Suiza, rogó a Paul, con insistencia, que llamara a Margot, para que le viera. Había jurado que este último encuentro no duraría más que un momento (porque ¿tardaría más en buscarla a tientas en la perpetua oscuridad, sujetarla reciamente con una mano, hundir su pistola automática en el costado de ella y coserla a balazos?). Paul rehusó obstinadamente hacer lo que le pedía. Después de aquello, Albinus no dijo nada. Viajó hasta Berlín en silencio, llegó en silencio y en silencio se mantuvo durante los tres días siguientes, de forma que Elisabeth no volvió a oír su voz; como si, además de ciego, hubiese quedado mudo.
El pesado objeto negro, ese tesoro que guardaba siete muertes comprimidas, yacía escondido, envuelto en un pañuelo de seda, en el fondo del bolsillo de su sobretodo. Cuando llegó a la casa de Paul, lo transfirió a la cómoda que había junto a su cama. Guardó la llave en el bolsillo de su chaleco, y por la noche la puso bajo su almohada. En una o dos ocasiones, Paul y Elisabeth advirtieron que acariciaba y apretaba algo en su mano, pero no hicieron comentarios. El contacto de aquella llave con su palma, su ligero peso en el bolsillo, le sugerían una especie de Sésamo que abriría un día, estaba convencido de ello, la puerta de su ceguera.
Y, sin embargo, no dijo una palabra. La presencia de Elisabeth, su paso ligero, sus murmullos (hablaba siempre en voz baja a los criados y a Paul, como si en la casa hubiera enfermos), eran cosas tan pálidas y confusas como el recuerdo que de ella guardaba: un recuerdo casi insonoro, que vagaba a su alrededor, indiferentemente, dejando una estela imperceptible de agua de Colonia; a eso se reducía todo. La vida real, cruel, flexible y recia como una boa, y que él deseaba destruir sin tardanza, estaba en algún otro sitio. Pero ¿dónde? No lo sabía. Con una claridad extraordinaria vio a Margot y a Rex, ambos rápidos y alerta, con ojos terribles, refulgentes, saltones y miembros largos y delgados, haciendo su equipaje después que él partiera; Margot, entre abiertos baúles, acariciaba a Rex y le hacía alharacas; se marchaban los dos. Pero ¿adónde, adónde? Ni una luz en la oscuridad. Su senda sinuosa quemaba en él como la huella que una criatura inmunda y rastreante deja en la piel.
Transcurrieron tres silenciosos días. Al cuarto, a primeras horas de la mañana, Albinus quedó solo. Paul acababa de ir a la Policía (deseaba elucidar ciertas cosas), la criada trajinaba al otro lado de la casa, y Elisabeth, que no había dormido en toda la noche, estaba acostada aún. Albinus, presa de una agónica inquietud, palpaba los muebles y las puertas. El teléfono repiqueteó en el estudio, y esto le hizo pensar que, a través de él, podría obtener una determinada información: si Rex había regresado a Berlín. Pero no lograba recordar un solo número de teléfono y sabía, además, que no podría pronunciar aquel nombre, a pesar de su brevedad. El sonido del timbre se hizo más y más insistente. Albinus llegó a la mesa, descolgó el auricular…
Una voz que le parecía familiar preguntó por Herr Paul Hochenwart.
—Ha salido.
La voz titubeó un momento; luego, súbitamente, dijo:
—Pero ¿es usted, Herr Albinus?
—Sí. Y usted, ¿quién es?
—Schiffermiller. Acabo de telefonear a la oficina de Herr Hochenwart, pero aún no había llegado. Por eso creí que lo encontraría en su casa. ¡Qué suerte dar con usted, Herr Albinus!
—¿Qué sucede? —preguntó Albinus.
—Bueno, probablemente, nada importante, pero creí mi deber asegurarme. Verá, Fräulein Peters acaba de venir a buscar algunas cosas y…, bueno…, la dejé entrar en el piso de usted, pero no sé exactamente… Por lo tanto, creí que sería mejor…
—Está bien —dijo Albinus moviendo los labios con dificultad; parecían paralizados, como si hubiera tomado cocaína.
—¿Qué ha dicho usted, Herr Albinus?
Albinus hizo un gran esfuerzo para recobrar el habla:
—Está bien —repitió, articulando cuidadosamente.
Colgó. Le temblaba la mano.
Apresurado, dando tropezones, llegó a su alcoba y abrió el cajón de la cómoda. Luego alcanzó el recibidor y trató de encontrar su sombrero y su bastón. Tanteando el terreno con toda cautela, salió de la casa y, aferrándose al pasamanos, descendió las escaleras, mientras murmuraba para sí, febrilmente, cosas enloquecidas. Unos momentos más tarde se encontraba en la acera. Algo frío y cosquilloso resbalaba por su frente: lluvia. Asió la baranda de hierro del jardín y estuvo rogando oír el ruido de una bocina de taxi. Pronto oyó el húmedo y restallante resbalar de neumáticos. Gritó, pero el sonido desplazóse negligentemente.
—¿Quiere que le ayude a atravesar? —preguntó una agradable voz juvenil.
—Por favor, consígame un taxi —imploró Albinus.
Una vez más escuchó el ruido de neumáticos acercándose. (En el cuarto piso se abrió una ventana, pero era demasiado tarde).
—Siga todo recto, todo recto —dijo Albinus suavemente, y, una vez el taxi se hubo puesto en movimiento, tableó sobre el cristal y dio la dirección.
«Contaré las travesías —dijo para sí Albinus—. La primera, ésta, tiene que ser Motzstrasse». A su izquierda oyó el metálico traqueteo de un tranvía eléctrico. Albinus pasó la mano por el asiento, por los cristales, por el suelo, súbitamente desasosegado ante la idea de que podía haber alguien junto a él. Otra travesía. «Ésta tiene que ser Victoria-Luisenplatz. Dentro de un momento estaremos en Kaiser-allee».
El taxi se detuvo. ¿Había llegado ya? Según sus cálculos, faltaban, por lo menos, cinco minutos. Pero la puerta se abrió.
—Éste es el número cincuenta y seis —dijo el taxista.
Albinus salió del coche. Schiffermiller, el portero, le dijo:
—Me alegra verle de nuevo, Herr Albinus. La señorita está arriba, en el piso de usted. Ha…
—Silencio, silencio —musitó Albinus—. Pague el taxi, hágame el favor. Mis ojos están…
Su rodilla tropezó con algo que se zarandeó, y cayó al suelo estrepitosamente. Una bicicleta de niño, sin duda. Una bicicleta apoyada en la pared…
—Lléveme dentro —dijo a Schiffermiller—. Déme la llave de mi piso. Rápido, por favor.
—Y ahora condúzcame al ascensor. No, no, usted puede quedarse abajo. Subiré solo. Yo mismo pulsaré el botón.
El ascensor produjo un sonido quedo, casi un lamento, y Albinus sintió un ligero vértigo. El suelo pareció trepidar bajo las suelas de sus zapatillas. Había llegado.
Salió del ascensor, caminó hacia delante y puso un pie en un abismo. No, no era nada, tan sólo el primer peldaño de la escalera. Tenía que estar quieto un momento, ¡temblaba tanto!
«Es a la derecha, más a la derecha…».
Con la mano extendida, atravesó el rellano. Al dar con la cerradura, metió la llave y le dio la vuelta.
¡Ah!, allí estaba el sonido que ansiaba desde días atrás, justamente a la izquierda, en el saloncito…, un crujir de papel de seda y un breve chasquido, como el que produce el cierre de una maleta al ser accionado.
—Le necesitaré dentro de un minuto, Herr Schiffermiller —dijo Margot con voz afable—. Tendrá que ayudarme usted a llevar…
La voz se interrumpió.
«Me ha visto», se dijo Albinus sacando la pistola del bolsillo.
Desde el saloncito le llegó de nuevo un sonido de llaves girando en una cerradura y, más tarde, un pequeño gruñido de satisfacción; la valija se había cerrado, por fin. La voz continuó en tono cantarino:
—… a llevar esto abajo. O quizá sería mejor que…
Con la palabra «que», su voz pareció echar a correr, y de pronto se detuvo. Silencio.
Albinus mantenía la pistola en su mano derecha, listo para disparar, mientras que con la izquierda buscó el marco de la puerta y la cerró tras de sí con un portazo.
Todo estaba quieto. Pero sabía que Margot estaba en aquella misma habitación, y aquella habitación no tenía sino una salida, la que él estaba cubriendo. Lo imaginaba todo con perfecta claridad, casi como si disfrutara del uso de sus ojos: a la izquierda, el sofá listado; junto a la pared de la derecha, una mesita con una figura de porcelana representando una danzarina de ballet; en el rincón, al lado de la ventana, un armarito con valiosas miniaturas; en el centro, otra mesa, grande, reluciente y suave.
Albinus adelantó la mano y empezó a mover la pistola de un lado a otro, lentamente, tratando de suscitar algún ruido que le revelara la posición exacta de Margot, a quien sabía cerca de las miniaturas…; desde aquella dirección le llegó un tenue hálito de calor mezclado con aquel perfume que se llamaba «L’heure bleu»; en aquel ángulo temblaba algo como el aire por encima de la arena en un día muy cálido, junto al mar. Estrechó la curva en torno a la cual viajaba su mano, y de pronto oyó un débil ruido de tela. ¿Disparaba? No, aún no. Tenía que acercarse mucho más a ella. Tropezó con la mesa del centro y se detuvo en seco. Sabía que Margot estaba haciéndose a un lado con todo sigilo, pero su propio cuerpo, aunque casi inmóvil, producía tanto ruido que no podía oírla. Sí, ahora estaba más a la izquierda, próxima a la ventana. ¡Oh!, si perdía la cabeza y, abriéndola, gritaba…, eso sería divino; un objetivo encantador. Pero ¿y si se escapaba por el otro lado de la mesa mientras él iba avanzando? «Mejor será cerrar la puerta» pensó. No, no había llave (las puertas estaban siempre en contra suya). Asió el borde de la mesa con una mano y, caminando hacia atrás, la arrastró hacia la puerta, a fin de tenerla a su espalda. De nuevo el calor se hizo perceptible, se debilitó, disminuyó. Después de bloquear la salida, se sintió más libre y otra vez, con el extremo de la pistola, localizó un algo viviente que temblaba en la oscuridad.
Avanzó lo más lentamente posible, a fin del poder detectar cualquier sonido. Tropezó con algo duro y lo palpó con una mano, sin perder un solo momento la dirección que seguía su brazo rígido. Era un baúl pequeño. Lo empujó con la rodilla y, sacándolo de en medio, siguió avanzando, conduciendo a la presa invisible, que había ante él hasta un ángulo imaginario. El silencio de Margot le irritaba al principio, pero ahora podía detectarla con toda facilidad. No era su respiración, ni el batir de su corazón, sino una especie de impresión general: la voz de la propia vida de su presa que, dentro de un instante, destruiría. Y luego, la paz, la serenidad, la luz…
De pronto captó la relajación de una fuerza en el rincón ante el que se encontraba. Levantó la pistola y forzó a Margot a retroceder de nuevo. Ella pareció retorcerse súbitamente, como una llama bajo un soplo; luego se arrastró, se extendió…, iba a cogerle de las piernas. Albinus no pudo dominarse más; con un gruñido fiero apretó el gatillo.
El disparo hendió la oscuridad, e inmediatamente después algo le golpeó en las rodillas, derribándole, y durante un segundo estuvo enredado en una silla que le había sido arrojada. Al caer, perdió la pistola, pero la encontró de nuevo en seguida. Al mismo tiempo, percibió una respiración rápida, un olor de esencia y de respiración, y una mano fría, endeble, trató de arrancar el arma de la suya. Albinus agarró algo vivo, algo que emitió un grito repugnante, como si una criatura de pesadilla estuviera siendo acosada por su compañero de pesadilla. La mano que sujetaba le arrebató el arma, y sintió el cañón apoyado contra su cuerpo; y, junto con una débil detonación que parecía haberse producido a kilómetros de distancia, en otro mundo, hubo una puñalada que le atravesó el costado, llenando sus ojos de una gloria deslumbrante.
«¿Así que eso es todo? —se dijo muy suavemente, como si estuviera yaciendo en una cama—. Tengo que estar quieto durante unos momentos y luego caminar muy despacio a lo largo de esa brillante arena del dolor, hacia esa ola azul, azul. ¡Qué dicha se encuentra en lo azul! Nunca imaginé lo azul que podía ser lo azul. ¡Qué lío ha sido la vida! Ahora lo sé todo. Viene, viene, viene a ahogarme. Ahí está. ¡Cómo duele! No respiro…».
Se sentó en el suelo, con la cabeza inclinada, y luego se dobló lentamente hacia delante, cayendo, como una gran muñeca, como una blanda muñeca, a un lado.
(Indicaciones para la última escena, muda: puerta, abierta de par en par. Mesa, arrojada lejos de ella. Alfombra, abultada junto a la pata de una mesa, formando una ola helada. Silla en el suelo, junto al cadáver de un hombre que lleva un traje color berenjena y zapatillas de felpa. Pistola automática, no visible está debajo del hombre. Armarito donde estuvieran las miniaturas, vacío. En la mesita, donde de hacía tiempo inmemorial veíase una danzarina de ballet de porcelana, más tarde trasladada a otra habitación, un guante de mujer, negro por fuera, blanco por dentro. Junto al sofá listado aparece un elegante baulito, con una etiqueta de colores aún adherida a él: «Rouginard, “Hotel Britannia”». También la puerta que media entre el vestíbulo y el rellano está abierta, de par en par).