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El Berliner Zeitung, con una breve reseña del accidente, estaba ante Paul, en su despacho. Leído el artículo, salió corriendo hacia la casa, temiendo que Elisabeth lo hubiese leído, a su vez. Pero no lo había hecho, aunque, cosa extraña, se encontraba en la casa un ejemplar de aquel periódico que no solía leer. Aquel mismo día telegrafió a la Policía de Grasse y, por último, se puso en contacto con el médico del hospital, que le informó que Albinus estaba fuera de peligro, pero absolutamente ciego. Con mucha ternura comunicó las noticias a Elisabeth.

Más tarde, a causa de que él y su cuñado tenían su cuenta en el mismo Banco, descubrió la dirección de Albinus, en Suiza. El director, un viejo amigo suyo, le enseñó los cheques, que estaban cayendo con una especie de apresurada regularidad, y Paul se quedó atónito al ver las cantidades que estaba retirando Albinus. La firma era perfectamente correcta, aunque muy temblorosa en torno a las curvas y patéticamente inclinada hacia abajo, pero las cifras estaban escritas con otra letra —una atrevida letra masculina con rasgos y floreos—, y todo aquello le olió a sucio, a muy sucio. Se preguntó si no sería el hecho de que el ciego estuviera firmando lo que se le decía, y no lo que no podía ver, lo que le creaba aquella situación. Extrañas, también, eran las grandes sumas solicitadas —como si él, u otra persona, tuvieran un ansia frenética de sacar tanto dinero como le fuese posible.

«Algo feo está ocurriendo —pensó Paul—. ¿Pero qué es exactamente?».

Se imaginó a Albinus, solo con su peligrosa amante, enteramente a su merced, en la casa negra de la ceguera.

Transcurrieron algunos días. Paul estaba terriblemente inquieto. No era tan sólo el hecho de que Albinus firmara cheques que no podía ver (de todos modos, despilfarrado consciente o inconscientemente, el dinero era suyo, Elisabeth no lo necesitaba y ya no había ninguna hija en quien pensar), sino el hecho de que estuviera tan totalmente desamparado en aquel mundo de maldad que había dejado crecer a su alrededor.

Una noche, al llegar Paul a casa, encontró a Elisabeth haciendo una maleta. Tenía su mirada una expresión más feliz durante los últimos meses.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Te vas a algún sitio?

—Yo, no; tú —dijo ella con calma.