Sus heridas se cicatrizaron, su pelo brotó de nuevo, pero la terrible sensación de aquel sólido muro negro permaneció inalterable. Después de aquellos paroxismos de agónico terror, durante los cuales se había arañado, echado por los suelos y tratado, frenéticamente, de quitarse algo de los ojos, quedó inmerso en un estado de semiinconsciencia. Luego brotaba una vez más aquella insoportable montaña de opresión, que tan sólo era comparable al pánico del que se despierta encontrándose en una tumba.
Sin embargo, de una forma paulatina, estos sucesos se hicieron menos frecuentes. Durante horas sin fin estuvo yaciendo sobre su espalda, silencioso e inerte, escuchando los ruidos del día, que parecían haberle abandonado para conversar alegremente con los demás. De pronto recordó aquella mañana en Rouginard (aquella mañana que fue el principio de todo), y gimió de nuevo. Tenía la retina impregnada de cielo, de distancias azules, de luz y sombra, de casas rosadas tachonando una brillante ladera verde, de encantadores paisajes ensoñadores que había mirado muy poco, muy poco…
Mientras se hallaba aún en el hospital, Margot le leyó en voz alta una carta de Rex:
«No sabría decir, mi querido Albinus, qué me desconcertó más, si el daño que me hizo usted con su inexplicable y muy descortés partida, o la desgracia que ha hecho presa en usted. Pero, aunque me ha herido profundamente, comparto su dolor con todo el corazón, en especial cuando pienso en su amor por la pintura y por esas bellezas de color y línea que hacen de la vista la reina de todos nuestros sentidos.
»Hoy me encuentro en viaje de París a Inglaterra, y desde allí a Nueva York, y transcurrirá algún tiempo hasta que vea de nuevo Alemania. Tenga la bondad de transmitir mis saludos amistosos a su compañera, cuya naturaleza versátil y malograda fue, presumiblemente, la causa de su deslealtad hacia mí. ¡Dios mío!, esa muchacha está siempre y únicamente en relación constante consigo misma; pero, como tantas otras mujeres, busca con prurito la admiración de los extraños, y ese prurito se torna en rencor cuando el hombre en cuestión, a causa de su franqueza, su exterior repulsivo y sus inclinaciones innaturales, no puede sino excitar su ridículo y su aversión.
»Créame, Albinus, le quería a usted bien, más de lo que nunca diera a entender; pero si usted me hubiera dicho sin ambages que mi presencia había llegado a ser fastidiosa para ustedes dos, yo habría apreciado altamente su franqueza, y entonces las felices remembranzas de nuestras charlas en torno a la pintura; de nuestros paseos por el mundo del color, no se hubieran visto tan tristemente oscurecidas por la sombra de su huida infiel».
—Sí, ésa es una carta de homosexual —dijo Albinus—. Pero, de todas formas, me alegra que se haya ido. Quizá, Margot, Dios me ha castigado por desconfiar de ti, pero que la mayor desgracia caiga sobre ti si…
—¿Si qué, Albert? Sigue, termina tu maligna frase…
—No. Nada. Te creo, te creo.
Guardó silencio y más tarde empezó a emitir aquel sonido apagado, medio gemido, medio grito, que era siempre el principio de los paroxismos de horror que le atacaban por causa de la oscuridad que le rodeaba.
—La reina de todos nuestros sentidos —repitió varias veces con voz temblorosa—. ¡Ah, sí, la reina!
Cuando se hubo apaciguado. Margot dijo que iba a la agencia de viajes. Le besó en la mejilla y luego salió, taconeando ágilmente a lo largo del corredor umbrío.
Penetró en un pequeño restaurante donde el aire era exquisitamente fresco y sentóse junto a Rex. Él bebía vino blanco.
—¿Y bien? —dijo él—. ¿Cómo reaccionó el pobre ante la carta? ¿Viste qué monada de imposición?
—Se lo tragó como si fuera agua. El viernes salimos para Zürich para ver a ese especialista. Por favor, encárgate de los billetes. Y ten la bondad de tomar tu asiento en un vagón distinto; es más seguro.
—Dudo —observó Rex negligentemente— de que me den los billetes por mi linda cara.
Margot sonrió con ternura y empezó a sacar billetes de su bolsa de mano.
—Sería mucho más sencillo que yo fuese el tesorero.