Hay mucha gente que, sin poseer los conocimientos de un experto, saben arreglar una conexión eléctrica después de esa incidencia que conocemos como «cortocircuito», o, con la ayuda de un cortaplumas, poner de nuevo en marcha un reloj, e incluso, llegado el caso, freír una chuleta. Albinus no era de éstos. No sabía hacer un lazo, ni cortarse las uñas de la mano izquierda, ni hacer un paquete; no sabía descorchar una botella sin reducir a fragmentos una mitad del corcho y hundir la otra. Cuando niño, nunca construyó cosas como los demás muchachos; ya mozalbete, nunca desmontó su bicicleta ni, por supuesto, sabía hacer nada con ella, salvo montarla, y, si se le pinchaba un neumático, empujaba la máquina inválida, rastreando como un chanclo viejo, hasta la tienda de reparaciones más próxima. Más tarde, cuando estudió la restauración de cuadros, nunca se atrevía a tocar el lienzo él mismo. Durante la guerra se distinguió por su sorprendente incapacidad para hacer nada con las manos. En vista de todo esto, no es sorprendente que fuera un mal chófer.
Lentamente y con dificultad (y complicadas discusiones, cuyo motivo no comprendía, con la guardia de tráfico de las encrucijadas), sacó su coche de Rouginard y aceleró un poco.
—¿Te importa decirme dónde vamos, si no te importa? —dijo Margot agriamente, sin duda a causa de esta repetición de frase.
Él se encogió de hombros y se quedó mirando fijamente la reluciente carretera azul-negra. Al hallarse fuera de Rouginard, donde las estrechas calles habían estado atestadas de gente y de tráfico y donde había tenido que tocar la bocina, detenerse y dar una torpe vuelta; al alejarse suavemente a lo largo de la autopista, varios pensamientos cruzaron oscura y difusamente su cerebro: que la carretera subía cada vez más entre las montañas y que pronto empezaría a zigzaguear peligrosamente, que el botón de Rex se había enredado en una ocasión en las puntillas de Margot y que el corazón no le había pesado nunca tanto ni había estado nunca tan desolado.
—Me importa poco donde vayamos —dijo Margot—, pero, al menos, me gustaría saberlo. Y, por favor, mantén tu derecha. Si no puedes conducir, mejor será que tomemos un tren o contratemos un chófer en el garaje más próximo.
Albinus frenó violentamente porque en la carretera, a mucha distancia, había aparecido un autocar.
—¿Pero qué estás haciendo, Albert? Mantén tu derecha; eso es todo lo que tienes que hacer.
El autocar, lleno de turistas, pasó de largo como un trueno. Albinus arrancó otra vez. La carretera empezó a dar vueltas alrededor de la montaña.
«¿Es que importa adónde vayamos? —pensó—. Dondequiera que sea, no me libraré de este dolor (“… la más vulgar, la más escandalosa y la más sucia jerga…”). Me voy a volver loco».
—No te volveré a preguntar nada —dijo Margot—, pero, por favor, no vaciles antes de las curvas. Es ridículo. ¿Qué intentas hacer? Si supieras cómo me duele la cabeza. Me sentiré dichosa en cuanto lleguemos a algún sitio, si es que llegamos.
—¿Me juras que nada hubo en aquello? —preguntó Albinus con voz desmayada, sintiendo que cálidas lágrimas le oscurecían la visión. Parpadeando, la carretera reapareció.
—Te lo juro —dijo Margot—. Y estoy harta de hacerte juramentos. Mátame, pero no me tortures más. A propósito, tengo demasiado calor. Quiero sacarme la chaqueta.
Albinus puso el freno.
Margot se rió:
—¿Qué necesidad hay de pararse para eso? ¡Oh, querido! ¡Oh, querido!
Él la ayudó y, mientras lo hacía, recordó con extraordinaria claridad la forma en que, mucho, muchísimo tiempo atrás, en un pequeño y miserable café, había advertido cómo ella movía los hombros e inclinaba su cuello adorable, mientras se liberaba de las mangas.
Las lágrimas corrían por sus mejillas, incontrolables. Margot le rodeó con el brazo y apoyó su mejilla en la abatida cabeza de él.
El coche estaba detenido junto al parapeto, un grueso muro de piedra de medio metro de altura, tras el cual se abría un barranco, casi cortado a pico, erizado de matorrales. Desde muy abajo llegaba el fluir y retumbar de una rápida corriente de agua. En el lado opuesto se levantaba una ladera rojiza con pinos en su cumbre. El sol achicharraba. Más adelante, un hombre con gafas negras estaba sentado al borde de la carretera.
—¡Te quiero tanto —dijo Albinus—, tanto…! Le estrujó las manos y la abrazó convulsivamente. Ella reía, con una risa satisfecha.
—Deja que conduzca yo ahora —rogó Margot—. Sabes que lo hago mejor que tú.
—No, estoy haciendo progresos —dijo él sonriendo, mientras se sonaba la nariz—. Es curioso, pero, realmente, no sé adonde vamos. Creo que he enviado el equipaje a San Remo, pero no estoy del todo seguro… Puso en marcha el motor y siguieron adelante. Le parecía que el coche avanzaba con mucha más facilidad y obediencia, y dejó de asir el volante con aquel nerviosismo. De un lado, la escarpada vertiente; del otro, el precipicio…
De un lado, la escarpada vertiente; del otro… El sol le apuñalaba los ojos. El indicador del cuentakilómetros tembló al avanzar.
Se aproximaba una curva cerrada, y Albinus se proponía tomarla con especial habilidad. Muy por encima de la carretera, una vieja que recogía hierbas vio, a la derecha de la vertiente, aquel cochecillo azul que se abalanzaba hacia la curva, tras de la cual, en dirección opuesta, próximos a un encuentro con lo desconocido, dos ciclistas avanzaban, agarrados a sus manillares.