Albinus cruzó el bulevar sin apresurar su paso uniforme y llegó al hotel. Entró en su habitación, en la habitación de los dos. Estaba vacía, la cama deshecha; habían derramado un poco de café y en la blanca alfombra relucía una cucharita de metal. Con la cabeza inclinada observó aquel punto brillante. Desde el jardín le llegó la risa aguda de Margot.
Se asomó a la ventana. Ella caminaba al lado de un joven de pantaloncitos blancos, y la raqueta que blandía mientras hablaba reverberó como el oro bajo el sol. Su acompañante vio a Albinus en la ventana del tercer piso. Margot miró hacia arriba y se detuvo.
Albinus le hizo una seña, indicándole que subiera. Ella asintió con la cabeza y, desandando perezosamente el camino de gravilla, se dirigió hacia los macizos de adelfas que flanqueaban la entrada.
Apartándose de la ventana, Albinus, en cuclillas, registró su maleta, pero, recordando en aquel momento que lo que buscaba no estaba allí, acercóse al armario y metió la mano en el bolsillo de su abrigo color azafrán. Examinó rápidamente lo que había extraído, para ver si estaba cargado: luego se apostó tras la puerta.
Tan pronto como Margot le abriese, dispararía. No iba a molestarse en hacer preguntas. Todo estaba tan claro como la muerte y, con una especie de repugnante precisión, encajaba con el molde lógico de las cosas. Le habían engañado astutamente, artísticamente. Ella debía morir en el acto.
Mientras se hallaba a la espera, siguió imaginariamente su trayecto: ahora entraba en el hotel; ahora subía en el ascensor… Prestó oído al rechinar de sus tacones a lo largo del corredor. Pero su imaginación se había adelantado a ella. Todo estaba en silencio. Tenía que empezar de nuevo. Miró la pistola automática, y ésta antojósele una continuación natural de su mano, que estaba rígida y esperando descargarse: sentía un placer casi sensual ante la idea de oprimir el curvo gatillo.
Estuvo a punto de disparar a la blanca puerta cerrada al percibir el ligero sonido de sus suelas de goma (claro, llevaba zapatos de tenis, no había tacones que rechinaran… ¡Ahora!), pero en aquel momento oyó otros pasos.
—¿Me permite la señora que coja la bandeja? —preguntó una voz francesa tras la puerta.
Margot entró al mismo tiempo que la camarera. Inconscientemente, Albinus deslizó el revólver en su bolsillo.
—¿Qué querías? —preguntó Margot—. Pudiste haber bajado, ¿sabes?, en vez de llamarme tan groseramente.
Él no contestó; limitábase a mirarla, con la cabeza inclinada; mientras, la camarera ponía los cacharros en la bandeja y recogía la cucharilla. Levantó la bandeja y, después de inclinarse, salió, cerrando la puerta tras ella.
—¿Qué ha pasado, Albert?
Él introdujo la mano en el bolsillo. Margot, contrayéndose dolorida, se dejó caer en una silla junto a la cama y, agachando su cuello, tostado por el sol, empezó a deshacer rápidamente las lazadas de sus zapatos blancos. Él miró su cabeza morena, su pelo brillante de puro negro, la sombra azulina de la nuca donde el cabello había sido afeitado. Imposible disparar mientras se descalzaba. Tenía una llaga justamente por encima del talón y la sangre había empapado el calcetín blanco.
—Es absurdo; hay que ver cómo la raspo cada vez —dijo ella con mucha calma, levantando la cabeza.
Vio la pistola negra que Albinus empuñaba.
—No juegues con eso, tonto —dijo con toda indiferencia.
—Ponte en pie —murmuró Albinus asiéndola de la muñeca.
—No quiero —dijo Margot sacándose el cajetín con la mano libre—. Déjame. Fíjate cómo se me ha pegado al pie.
Él la zarandeó tan violentamente que trepidó la silla. Ella se agarró al borde de la cama y empezó a reír.
—Por favor, mátame —dijo—. Será igual que en aquella comedia que vimos, con la negra y la almohada, y yo soy tan inocente como ella.
—Mientes —bisbiseó Albinus—. Tú y el canalla. Todo un engaño, una pa… pa… tra-ña y…
Le estaba temblando el labio superior. Hizo un esfuerzo para dominar su creciente tartamudeo.
—Hazme el favor de bajar eso. No pienso hablar contigo hasta que lo hagas. No sé lo que ha ocurrido ni quiero saberlo. Sólo sé una cosa: te soy fiel, te soy fiel…
—Está bien —dijo Albinus roncamente—. Puedes decir lo que desees. Pero, después, morirás.
—No tienes por qué matarme, querido, no tienes por qué, te lo aseguro.
—Sigue. Habla.
«Si pudiese llegar hasta la puerta —pensó ella—, sería fácil salir. Gritaría, y… Pero eso lo estropearía todo…».
—No podré hablar mientras empuñes la pistola. Apártala, por favor.
«… o quizá pudiera arrancársela de la mano…».
—No —dijo Albinus—. Ante todo tienes que hablar. Me han informado. Lo sé todo… Lo sé todo… —repitió con voz quebrada, caminando por la habitación, arriba y abajo, golpeando los muebles con la palma de la mano—. Lo sé todo. Se sentó detrás de vosotros en aquel autobús y os comportasteis como amantes. ¡Oh, por descontado, te mataré!
—Sí, ya me lo supuse —dijo Margot—. Sabía que no querrías comprender. ¡Por el amor de Dios, baja eso, Albert!
—¿Qué hay que comprender? —gritó Albinus—. ¿Qué explicación puedes darme?
—En primer lugar, Albert, sabes muy bien que no le gustan las mujeres.
—¡Cállate! —aulló Albinus—. Eso es un embuste infame, una mentira canallesca, desde el principio.
«Si grita, ha pasado el peligro», pensó Margot.
—Pero ¡si, de verdad, no le gustan las mujeres! —continuó ella—. Una vez, en broma, le propuse: «Mira, vamos a ver si puedo hacerte olvidar a tus chicos». ¡Oh!, los dos sabíamos que era una broma. Eso fue todo, eso fue todo, querido.
—Es una mentira absurda. No la creo. Conrad os vio; el coronel francés os vio; sólo yo estuve ciego.
—Porque yo le tomé el pelo a menudo de esa forma —dijo Margot amablemente—. Era divertidísimo. Pero no volveré a hacerlo, si te contraría.
—¿De forma que me engañaste sólo por hacer una broma? ¡Qué sucio!
—¡Yo no te he engañado, ni mucho menos! ¿Cómo te atreves a decir semejante cosa? Él no hubiera sido capaz de ayudarme a engañarte. Ni siquiera nos besamos: incluso eso nos hubiera repugnado a los dos.
—¿Y si le interrogo, no en tu presencia, por descontado, no en tu presencia?
—Hazlo. Te dirá exactamente lo mismo. Lo único que conseguirás interrogándole es hacer el ridículo.
Siguieron hablando de esta forma durante una hora. Margot, gradualmente, iba ganando la partida. Pero, por último, no pudo soportarlo más y tuvo un ataque de histeria.
Se echó en la cama con su vestido blanco de tenis y un pie descalzo y, mientras se iba sosegando paulatinamente, lloró sobre la almohada.
Albinus se sentó en una silla junto a la ventana; fuera brillaba el sol y alegres voces inglesas flotaban de un lado a otro del campo de tenis. Mentalmente revisó todos los episodios, hasta el más insignificante, desde el principio de su relación con Rex, y entre ellos algunos quedaban envueltos en una luz lívida, aquella misma luz que se había esparcido sobre toda su existencia. Algo se había destruido para siempre; a despecho de toda la persuasión que Margot pusiera en demostrarle que le había sido fiel, todo quedaría en adelante teñido por una ponzoñosa sombra de duda.
Se puso en pie, cruzó la habitación y, acercándose a la cama, miró el talón de ella, rosado, lleno de estrías, cubierto por una delgada capa de ungüento oscuro (¿cuándo se las había arreglado para embadurnarse con aquello?); miró su pantorrilla, tostada por el sol, delgada pero firme, y pensó que podría matarla, pero no separarse de ella.
—Muy bien, Margot —dijo lóbregamente—. Te creo. Pero tienes que levantarte inmediatamente y cambiarte de ropa. Vamos a hacer el equipaje y a marcharnos de aquí. No estoy físicamente preparado para enfrentarme ahora con él; no respondo de mí mismo. No porque crea que me hayas engañado, no, no es por eso, sino, simplemente, porque me siento incapaz de hacerlo; me lo he imaginado todo demasiado vívidamente, y…, bueno, no importa… Vamos, levántate…
—Dame un beso —dijo Margot suavemente.
—No, ahora no. Quiero salir de aquí lo antes posible… He estado a punto de matarte en esta habitación, y ten por seguro que te mataré si no hacemos nuestro equipaje en el acto, ¡en el acto!
—Como quieras —dijo Margot—. Pero, por favor, recuerda que me has insultado, a mí y al amor que te tengo, de la peor forma posible. Supongo que comprenderás esto más adelante.
Rápida y silenciosamente, sin mirarse el uno al otro, dispusieron las maletas. Luego, el mozo vino a buscarlas.
Rex estaba jugando al póquer en la terraza con un par de americanos y un ruso, a la sombra de un eucalipto. Aquella mañana tenía la suerte en contra. Estaba pensando en hacer alguna trampa en la próxima mano o acaso usar, de una cierta forma que él conocía, el espejo que guardaba en el interior de su pitillera (pequeñas trampas que le desagradaban y a las que sólo recurría cuando jugaba con principiantes), cuando, de pronto, tras los magnolios, en la pista de autos próxima al garaje, vio el coche de Albinus. El coche maniobró torpemente, desapareciendo.
—¿Qué pasa? —murmuró Rex—. ¿Quién conduce ese coche?
Pagó sus deudas y fue a buscar a Margot.
No estaba en el campo de tenis ni tampoco en el jardín. Subió. La puerta de la habitación estaba entreabierta; el interior, sin vida; el armario, vacío; vacío también el otro, pequeño, del cuarto de baño. En el suelo había un periódico roto y arrugado.
Rex se pellizcó el labio inferior y cruzó a su habitación. Pensaba, algo vagamente, encontrar allí una nota con alguna explicación. No había nada, por supuesto. Chasqueó la lengua y bajó al vestíbulo, para ver si, por lo menos, habían pagado su cuenta.