En casa de Albinus hubo escenas borrascosas, sollozos, lamentos, histeria. Margot se echó sobre el sofá, sobre la cama, sobre el suelo. Sus ojos despedían destellos de ira; una de sus medias se desprendió de la liga. El mundo estaba sumergido en lágrimas. Al tratar de consolarla, Albinus usó inconscientemente las mismas palabras con que en una ocasión había consolado a Irma, en que se magulló una rodilla, palabras que, después de la muerte de la niña, sonaban vacías.
Al principio, Margot vertió toda su ira sobre él; luego insultó a Dorianna con un lenguaje terrible, después de lo cual tomó al productor de su mano. De paso evocó la genealogía de Grossman, el hombre del orzuelo, aunque él nada tuviera que ver con todo lo ocurrido.
—Está bien —dijo Albinus por último—. Haré cuando esté en mi mano por ti. Pero, francamente, yo no creo que fuera un fracaso. Por el contrario, en varias escenas actuaste muy bien, por ejemplo, en la primera, ¿sabes?, en aquella en la que tú…
—¡Calla la boca! —gritó Margot, lanzándole una naranja.
—Pero escúchame, cielo. Estoy dispuesto a hacer lo que sea para que mi niña se sienta feliz. Ahora, cojamos un pañuelo limpio y sequemos esas lágrimas de una vez. Te voy a decir lo que haré. La película me pertenece; he pagado esa porquería, es decir, la porquería que Schwarz ha hecho de ella. Me negaré a permitir que se proyecte en parte alguna, y me la guardaré para mí, como recuerdo:
—No, quémala —sollozó Margot.
—Muy bien, la quemaré. Eso no le hará demasiada gracia a Dorianna, te lo aseguro. Y ahora, ¿estás satisfecha?
Ella siguió sollozando, pero más quedamente.
—Vamos, vamos, no llores más, querida. Mañana vas a ir a comprarte algo. ¿Te digo qué? Un gran auto de cuatro ruedas. ¿Habías olvidado eso? Vamos a ver, ¿no será divertido? Luego me lo enseñarás, y quizá —sonrió, izando las cejas, mientras arrastraba la palabra «quizá»— lo compre. Haremos kilómetros y más kilómetros. Verás la primavera en el Midi… ¿Eh, Margot?
—No se trata de eso.
—Se trata de que seas feliz. Y lo serás. ¿Dónde está ese pañuelo? Regresaremos en otoño; tú tomarás unas cuantas lecciones más sobre cine, y yo te buscaré un productor bueno de veras: Grossman, por ejemplo.
—No, él no —balbuceó Margot con un estremecimiento.
—Bueno, pues otro, entonces. Y ahora enjuga esas lágrimas, como una niña buena, e iremos a cenar. Por favor, pequeñina.
—No seré feliz hasta que obtengas el divorcio —dijo ella suspirando profundamente—. Pero me temo que me dejarás, ahora que me has visto en esa película asquerosa. ¡Oh!, otro hombre en tu lugar les hubiera roto la cara por hacerme salir tan monstruosa. No, no me besarás. Dime, ¿has hecho algo de lo del divorcio? ¿O es que has olvidado el asunto?
—Pues, no… Verás, es de esta forma —barbotó Albinus—: tú… nosotros… ¡Oh, Margot!, apenas hemos… Es decir, ella en particular… Bueno, en una sola palabra: la pérdida que hemos sufrido complica las cosas hasta lo imposible.
—¿Qué estás diciendo? —preguntó Margot poniéndose en pie—. ¿Es que no sabe ella todavía que quieres divorciarte?
—No, no quise decir eso —dijo Albinus mansamente—. Desde luego, ella cree… Es decir, ella sabe… O mejor, acaso…
Margot iba creciendo lentamente más y más, como una serpiente cuando se desenrosca.
—A decir verdad, no quiere darme el divorcio —dijo Albinus por último, mintiendo por primera vez en su vida acerca de Elisabeth.
—Ah, ¿conque sí? —dijo Margot, adelantándose.
«Ahora me pegará», pensó Albinus, acongojado.
Margot se acercó a él y le rodeó el cuello con sus brazos.
—No puedo seguir siendo meramente tu querida —dijo, oprimiendo su mejilla contra la corbata de Albinus—. No puedo. Haz algo. Debes decirte a ti mismo: «¡Voy a hacerlo por mi nena!». Hay abogados. Puede arreglarse.
—Te prometo que lo haré este otoño —prometió él.
Ella suspiró suavemente, fue hasta el espejo y se quedó mirando lánguidamente su propia imagen.
«¿Divorcio? —pensó Albinus—. No, no; estaría fuera de lugar».