—No estés tan deprimido, gatito —le dijo ella quince días más tarde—. Ya sé que todo eso es muy triste, pero ya han llegado a ser casi extraños para ti; tú mismo te das cuenta, ¿no es cierto? Y, desde luego, pusieron a la niñita en contra tuya. Créeme, comparto enteramente tu pesar, aunque, si yo pudiera tener hijos, preferiría un niño.
—En ti tengo ya una niña —dijo Albinus, dándole una palmada en el cabello.
—Hoy, más que ningún día, tenemos que estar contentos —continuó Margot—. ¡Hoy, más que ningún día! Es el comienzo de mi carrera. Seré famosa.
—Cierto; lo había olvidado. ¿Cuándo es? ¿De verdad, hoy?
Rex apareció por el piso. Desde hacía tiempo les visitaba a diario, y Albinus le había abierto su corazón en varias ocasiones, refiriéndole cosas que no podía decir a Margot. Rex escuchaba con tanta amabilidad, hacía comentarios tan inteligentes y era tan simpático, que lo breve de sus relaciones le parecía a Albinus un mero accidente, en forma alguna relacionado con el tiempo interno, espiritual, durante el que su amistad había crecido, madurándose.
—No podemos construir nuestra vida sobre las arenas movedizas del infortunio —le había dicho Rex—. Ése es un pecado contra la existencia misma. Una vez, tuve un amigo que era escultor y cuya infalible apreciación de la belleza resultaba casi estremecedora. De la forma más súbita, impulsado por la conmiseración, se casó un día con una jorobada fea y vieja. No sé exactamente qué ocurrió, pero una mañana, poco después de su matrimonio, hicieron dos pequeñas maletas, una para cada uno, y se fueron a pie al manicomio más próximo. En mi opinión, un artista debe dejarse guiar exclusivamente por su sentido de la belleza: éste nunca le defraudará.
—La muerte —le dijo en otra ocasión— es tan sólo una mala costumbre que la Naturaleza, en el presente, es incapaz de superar. Una vez, tuve un amigo muy querido; un bello muchacho lleno de vida, con la cara de un ángel y la musculatura de una pantera. Se cortó al abrir una lata de melocotón en conserva; ya sabe usted, de esos grandes, suaves y resbaladizos que se tragan como si nada. Murió, pocos días después, de un envenenamiento de sangre. Ridículo, ¿verdad? Y sin embargo…, sí, es extraño pero cierto: considerada como obra de arte, la forma de su vida no hubiera resultado tan perfecta de haberle sido dado envejecer. La muerte es, a menudo, la caída de este chiste que es la vida.
En tales ocasiones, Rex era apto para hablar sin cesar, infatigablemente, inventando historias acerca de amigos no existentes y proponiendo a la mente de su interlocutor reflexiones no demasiado profundas, disfrazadas por un estilo de oropel. Su cultura era dudosa, pero su mente, astuta y penetrante, y aquella pasión por embromar a sus semejantes equivalía casi al genio. Quizá lo único de real que había en él radicaba en su convicción innata de que todo cuanto había sido creado en el terreno del arte, de la ciencia o del sentimiento era tan sólo un truco más o menos inteligente. Por muy importante que fuera el tema de una conversación, siempre sabía encontrar algo ingenioso o chusco que decir sobre él, brindando, con exactitud, lo que la mentalidad o el genio de su interlocutor demandaban, aunque, al mismo tiempo sabía ser inconcebiblemente grosero y exasperante cuando su oyente le molestaba. Incluso al hablar con la mayor seriedad sobre un libro o una pintura, Rex experimentaba la agradable sensación de ser cómplice de una conjura, de algún charlatán aventajado; por ejemplo, el autor del libro o el pintor del cuadro.
Observaba con interés los sufrimientos de Albinus, que, en su opinión, era una acémila con pasiones simples y un conocimiento sólido en exceso, de la pintura; un idiota que creía, ¡pobrecillo!, haber alcanzado el pináculo de la desesperación humana, mientras que él reflexionaba, con agradable presentimiento, que, lejos de ser el límite, los padecimientos de Albinus eran sólo el primer acto del programa de una comedia delirante en la que a él, Rex, le había sido reservado un lugar en el palco privado del director de escena. El director de escena de esta representación no sería ni Dios ni el diablo. El primero era demasiado gris, venerable y anticuado, y su oponente estaba harto de pecados ajenos, se aburría a sí mismo, aburría a los demás y resultaba más átono que la lluvia…, eso, que la lluvia del alba en el patio de una prisión donde un pobre imbécil, agitado por la muerte, era puesto en manos del verdugo por haber asesinado a su abuela. El director de escena que Rex tenía previsto era un Proteo fantasmagórico, evasivo, doble, triple, mágico, la sombra de muchas bolas de cristal de color volando en elipse, el espectro de un juglar ante un telón rutilante… Esto, en cualquier caso, era lo que Rex barruntaba en sus muy raros momentos de meditación filosófica.
Tomaba la vida con ligereza, y el único sentimiento humano que nunca experimentara era su intensa pasión por Margot, que trataba de explicarse a sí mismo atribuyéndola a las formas de aquella diablesa, a algo contenido en el aroma de su piel, al epitelio de sus labios, la temperatura de su cuerpo. Pero esta explicación sólo era fragmentariamente cierta, el atractivo que se ejercían mutuamente estaba basado en una profunda afinidad de almas, por mucho que Margot fuera una pequeña y vulgar muchacha berlinesa y él, ¡bueno!, ¡un artista cosmopolita!
Cuando Rex les visitó aquel día, logró informar a Margot, mientras le ayudaba a ponerse la chaqueta, de que había alquilado una habitación, donde poder encontrarse sin que nadie les molestara. Ella le lanzó una mirada enfurecida, pues Albinus estaba palpándose los bolsillos apenas a diez pasos. Rex gorjeó añadiendo, sin apenas bajar la voz, que la esperaría allí todos los días, a una hora determinada.
—Estoy invitando a Margot a un rendez-vous, pero no quiere venir —dijo festivamente a Albinus mientras bajaban la escalera.
—Sus motivos tendrá —dijo Albinus pellizcando afectuosamente el carrillo de Margot—. Y ahora, vamos a ver qué clase de actriz eres —añadió poniéndose los guantes.
—Mañana a las cinco, ¿eh, Margot? —dijo Rex.
—Mañana la niña irá a elegir un coche —intervino Albinus—, razón por la cual no podrá ir a verle.
—Le sobrará tiempo durante la mañana. ¿Te va bien a las cinco, Margot? ¿O es que a determinadas señoritas no les rinde el negocio a esa hora?
De pronto, Margot se salió de madre.
—¡Vaya chiste idiota! —dijo entre dientes. Los dos hombres se rieron e intercambiaban miradas divertidas.
El portero, que estaba hablando con el cartero en la calle, los miró curiosamente al pasar.
—Y, parece increíble —dijo el portero cuando estuvo seguro de que ya no le oían—: la hija de ese caballero murió hace un par de semanas.
—¿Y quién es el otro? —preguntó su contertulio.
—No me lo pregunte a mí. Un querido de recambio, supongo. A decir verdad, me avergüenza que los otros vecinos puedan ver todo esto. Y, sin embargo, es un caballero rico y generoso. Lo que yo digo siempre: si quiere tener una fulana, bien pudo haber elegido una más alta y más gorda.
—El amor es ciego —declaró el cartero, pensativamente.