Acaso por primera vez en el curso del año que había pasado junto a Margot, Albinus fue consciente de la torpeza descendida sobre su vida. En aquel momento, con deslumbradora claridad, el destino parecía estar instándole a volver en sí; Albinus percibía sus atronadoras recriminaciones y se daba cuenta de la preciosa oportunidad que le era ofrecida para erigir su existencia sobre las viejas bases; y sabía, con la lucidez del pesar, que, si regresaba junto a su esposa en aquellas circunstancias, la reconciliación, que en otro momento hubiera sido imposible, vendría casi por sí misma.
Determinadas rememoraciones de aquella noche le robaban la paz: recordaba la forma en que Paul se le acercó, con la mirada implorante, y luego, alejándose, le apretó levemente el brazo; recordaba cómo, a través del espejo, había captado un fugaz vislumbre en los ojos de su esposa, donde brillaba una expresión desgarradora, lastimosa, de criatura acosada, que sin embargo, guardaba similitud con una sonrisa.
Lo evocaba todo con profunda emoción. Sí, había de asistir al funeral de su niñita, se quedaría con su mujer para siempre.
Telefoneó a Paul, y la criada le dijo la hora el lugar en que se celebraría el entierro. A la mañana siguiente se levantó mientras Margot estaba aún durmiendo y ordenó al criado que le preparase su traje negro y su sombrero de copa. Después de beber apresuradamente un poco de café, entró en el cuarto que había pertenecido a Irma, ocupado ahora por una larga mesa de ping-pong. Con descuido tomó una pelotita de celuloide y la dejó botar, pero no se imaginó a su hija, sino a una muchacha graciosa, vivaz, descocada, que reía, sobre la mesa, con una mano en alto, esgrimiendo una pala de juego.
Era la hora de partir. Dentro de unos minutos estaría sosteniendo a Elisabeth por debajo del codo, ante una tumba abierta. Lanzó la pelotita sobre la mesa y se dirigió rápidamente al dormitorio para ver por última vez a Margot, durmiendo. Y, mientras permanecía junto al lecho, fijos sus ojos en aquella cara pueril de labios rosados y coloreadas mejillas, Albinus rememoró la primera noche que pasaron juntos y pensó, con horror, en el futuro al lado de su esposa, pálida y desvaída. Ese futuro se le antojaba como uno de esos largos y polvorientos corredores a cuyo fin encontramos una caja claveteada o un cochecito de niño, desvencijado.
Con un esfuerzo, apartó los ojos de la durmiente, se mordió nervioso la uña del pulgar, se acercó a la ventana. Automóviles relucientes se abrían paso a través de los charcos; en la esquina, una mujerzuela desastrada vendía violetas; un perro aventurero de aguas seguía a un minúsculo pequinés, que se debatía y ladraba, sujeto por una correa; un brillante trozo de rápido cielo azul se reflejó en una vidriera que una doncellita de brazos desnudos limpiaba vigorosamente.
—¿Qué haces levantado, tan pronto? ¿Adónde vas? —preguntó Margot con voz perezosa truncada por un bostezo.
—A ningún sitio —dijo él, sin volverse.