Paul la siguió con la mirada, y los pliegues de grasa que sobresalían por encima del cuello de su camisa tomaron el color de la remolacha. A pesar de su naturaleza dulce, no le hubiera importado propinar a Margot lo que ella deseaba le propinaran a él. Se preguntó quién podía ser el que la acompañaba y dónde andaría Albinus. Estaba seguro de que su cuñado rondaba por alguna parte, y la idea de que Irma pudiera verle de pronto, se le hizo intolerable.
Se sintió muy aliviado cuando sonó el silbato y pudo escapar con la niña.
Llegaron a casa. Irma tenía aspecto de cansancio y, en respuesta a las preguntas de su madre sobre el partido, se limitó a asentir con la cabeza, sonriendo con aquel gesto misterioso que era su peculiaridad más encantadora.
—Es sorprendente la forma en que se deslizan sobre el hielo —dijo Paul.
Elisabeth le miró pensativamente, volviéndose luego hacia su hija.
—Es hora de ir a la cama, cielo.
—¡Oh, no! —imploró Irma, soñolienta.
—Es casi medianoche; nunca has estado levantada hasta tan tarde.
—Paul —dijo Elisabeth cuando su hija estuvo ya en la cama—, tengo la impresión de que algo ha sucedido. ¡He estado tan inquieta mientras permanecisteis fuera! ¡Dímelo, Paul!
—Pero si no tengo nada que decirte —contestó él poniéndose muy colorado.
—¿No encontrasteis a nadie? —aventuró ella—. ¿De verdad que no?
—¿Qué es lo que te ha metido esa idea en la cabeza?
Paul estaba totalmente desconcertado ante la sensibilidad casi telepática que había adquirido Elisabeth desde que se separó de su esposo.
—Lo estoy temiendo siempre —musitó ella mientras seguía con la cabeza un movimiento pendular.
A la mañana siguiente, Elisabeth fue despertada por la nurse, que entró en la habitación con un termómetro en la mano.
—Irma está mala, señora —dijo vivamente—. Tiene treinta y siete y décimas.
—Treinta y siete y décimas…
«He ahí por qué estaba tan inquieta ayer» pensó súbitamente.
Saltó de la cama y corrió al cuarto de la niña. Irma, echada de espaldas, tenía los ojos relucientes y fijos en el cielo raso.
—Un pescador y una barca —dijo señalando hacia el techo, donde los rayos de la lamparita de noche proyectaban una especie de imagen.
Era muy temprano y nevaba.
—¿Te duele la garganta, cariño? —preguntó Elisabeth mientras se abrochaba la bata.
Se inclinó sobre la carita afilada de la niña.
—Dios mío, ¡cómo le arde la frente! —exclamó, apartando de la ceja de la niña un mechón de fino cabello rubio.
—Y uno, dos, tres, cuatro juncos —dijo Irma tenuemente, mirando aún hacia arriba.
—Mejor sería que llamásemos al doctor —dijo Elisabeth.
—¡Oh!, no hace falta, señora —intervino la nurse—. Le daré un poco de té con limón y una aspirina. Todo el mundo tiene gripe, ahora.
Elisabeth llamó a la puerta de Paul, que se estaba afeitando y salió aún con el jabón en la cara. Volvieron a la habitación de Irma. Paul se cortaba a menudo al afeitarse, incluso empleando su navaja de seguridad, y una amplia mancha roja se extendía sobre la espuma de su mentón.
—Fresas y nata —dijo Irma cuando se inclinó sobre ella.
El doctor llegó hacia el anochecer, sentóse al borde de la cama y, con los ojos fijos en un ángulo de la habitación, empezó a contar las pulsaciones de niña. Irma miraba los cabellos blancos que brotaban en la cavidad de la grande y complicada oreja del médico y la vena en forma de W de su sien rosada.
—Bien —dijo el doctor mirándola por encima de sus gafas.
Luego indicó a la niña que se incorporase, mientras Elisabeth le levantaba la ropa. Su cuerpo era muy blanco y delgado, y sus paletillas, prominentes. El doctor aplicó su estetoscopio a la espalda de la niña y, después de respirar profundamente, le dijo que hiciera lo mismo.
—Bien —repitió.
Le dio golpecitos en distintas partes del pecho y le palpó el estómago con dedos fríos como el hielo. Por último se puso en pie, palmeó cariñosamente la cabeza de la niña, lavóse las manos y se bajó los puños. Elisabeth le hizo entrar en el estudio, donde, acomodándose, desenroscó su pluma estilográfica para llenar una receta.
—Sí —dijo—; hay una verdadera epidemia de gripe. Ayer tuvieron que cancelar un recital porque la cantante y el pianista la habían contraído.
A la mañana siguiente la temperatura de Irma era casi normal. Paul, sin embargo, estaba muy resfriado; tosía y no dejaba de llevarse el pañuelo a la nariz, pero se negó rotundamente a meterse en cama, asistiendo incluso a la oficina, como de costumbre. También la nurse se pasó todo el día sorbiendo y dando estornudos.
Aquella noche, cuando Elisabeth extrajo el tubo de cristal del sobaco de su hija, tuvo una gran alegría: el mercurio apenas había pasado la línea roja de la fiebre. Irma parpadeó; la luz la deslumbraba; volvióse cara a la pared En la habitación se hizo de nuevo la oscuridad Todo estaba tibio, ordenado. Irma se durmió pronto, pero hacia la medianoche despertó de un sueño vagamente desagradable. Tenía sed y buscó a tientas el pegajoso vaso de limonada que estaba sobre la mesilla, lo vació y lo repuso con cuidado, chasqueando tenuemente los labios.
La habitación le parecía más oscura que de costumbre. Al otro lado de la pared, la nurse roncaba violentamente, casi estáticamente. Irma la escuchó. Esperaba el amistoso chirrido del tren, que emergía de bajo tierra, muy cerca de la casa; pero no lo oyó. Quizá era demasiado tarde y los trenes habían dejado de circular. Descansaba con los ojos abiertos. De pronto sonó en la calle un silbido familiar de cuatro notas. Así era exactamente como silbaba su padre al regresar, para indicarles que dentro de un instante estaría con ellos y que podría servirse la cena. Pero aquél no era su silbido, sino el de un hombre que, desde dos semanas antes, visitaba a la señora del cuarto piso (se lo contó la hija del portero, que le sacó la lengua cuando ella dijo que era estúpido llegar tan tarde). También sabía que no debía hablar de su padre, que estaba viviendo con una amiguita: esto lo coligió de un diálogo entre dos señoras que, en cierta ocasión, bajaban la escalera delante de ella.
Se repitió el silbido bajo la ventana, y esto hizo pensar a Irma: «¿Quién sabe? A lo mejor es papá, en realidad. Y nadie le va a abrir, quizá me dijeron a propósito que era un extraño».
Apartó el embozo y fue de puntillas hasta la ventana. Al hacerlo, tropezó con la silla, y algo suave (su elefante) cayó al suelo con un golpe sordo; la nurse seguía roncando despreocupadamente. Abrió y en la habitación se introdujo una ráfaga deliciosa de viento helado. En la calle, entre la oscuridad, había un hombre mirando hacia arriba. Irma le observó, descubriendo con gran desencanto que no era su padre. El hombre se mantuvo allí mucho rato. Luego volvióse de espaldas, alejándose lentamente. Irma sintió congoja por él. Estaba tan aterida que apenas supo cerrar la ventana y, de nuevo en el lecho, no pudo entrar en calor. Por último se quedó dormida y soñó que estaba jugando al hockey con su padre. Él se reía, resbalaba y caía en el suelo, sobre el trasero, perdiendo su sombrero de copa; ella también se cayó. El hielo era insoportable, pero no podía levantarse, y su bastón de hockey se alejaba de ella, como una oruga ensortijada.
A la mañana siguiente la fiebre había subido hasta cuarenta, tenía la cara lívida y se quejaba de dolor en un costado. Llamaron al doctor inmediatamente.
El pulso de la paciente estaba a ciento veinte; al auscultarlo, el pecho sonaba sordo en el sitio que le dolía a Irma, y el estetoscopio reveló una crepitación suave. El médico recetó cataplasmas, fenacetina y un calmante. Elisabeth sintió de pronto que iba a volverse loca y que, después de todo lo ocurrido, el destino tenía derecho a torturarla de aquel modo. Con un gran esfuerzo, superó su zozobra al despedir al médico. Antes de marcharse, éste echó una ojeada a la nurse, pero en el caso de aquella mujer vigorosa no había motivo de alarma.
Paul le acompañó hasta el recibidor y preguntóle, con voz ronca —pues trataba de hablar bajo para disimular su resfriado—, si había algún peligro.
—Hoy volveré por aquí —le contestó el doctor lentamente.
«Siempre lo mismo —se dijo el viejo Lampert mientras bajaba las escaleras—. Siempre las mismas preguntas, las mismas miradas implorantes». Consultó su agenda y se deslizó tras el volante de su coche. Cinco minutos más tarde entraba en otra casa.
Albinus le recibió con la abrigada chaqueta festoneada en seda que se ponía cuando trabajaba en su estudio.
—La pobre, no se siente muy bien desde ayer —dijo con aflicción—. Se queja de que le duele todo.
—¿Qué temperatura tiene? Lampert se preguntaba si debía decir a aquel cuitado amante que su hija había contraído una pulmonía.
—No, si es eso precisamente: no parece que tenga fiebre —dijo Albinus, alarmado—. Y me han dicho que la gripe sin síntomas de fiebre es especialmente peligrosa.
«¿Para qué decírselo? —pensó Lampert—. Ha abandonado a su familia sin ningún miramiento. Ya se lo dirán ellos si desean hacerlo. ¿Por qué voy a tener que mezclarme yo?».
—Bien —dijo Lampert con un suspiro—, demos una ojeada a nuestra encantadora inválida.
Margot estaba echada en un sofá, descompuesta y cejijunta, envuelta en un mantón de seda repleto de puntillas. Junto a ella estaba sentado Rex, con las piernas cruzadas, dibujando su linda cabeza en un envoltorio de cigarrillos.
«Una criatura adorable, sin duda alguna —se dijo Lampert—, pero hay algo de serpiente en ella».
Rex se retiró a la habitación contigua, silbando. Albinus se paseaba muy cerca. Lampert examinó a su paciente. Un leve resfriado, eso era todo.
—Sería mejor que se quedase en casa dos o tres días —dijo Lampert—. A propósito: ¿cómo va la película? ¿Acabaron?
—Sí, por fortuna —contestó Margot, distribuyendo lánguidamente el chal en torno a ella—. Y el mes que viene harán una proyección en privado. Tengo que estar bien para entonces, ocurra lo que ocurra.
«Y lo que es más —reflexionaba Lampert, ajeno a las palabras de Margot—, esta puerca va a arruinarle».
Cuando el doctor se hubo marchado, Rex regresó al lado de Margot y siguió dibujando ociosamente, sin dejar de silbar a través de sus dientes. Por unos momentos, Albinus permaneció en pie junto a él con la cabeza inclinada, siguiendo los rítmicos movimientos de aquella mano huesuda y blanca. Después se fue al estudio para concluir un artículo acerca de una exposición que estaba dando mucho que hablar.
—Es bastante divertido esto de ser el amigo de la casa —dijo Rex riendo secamente por un instante.
Margot le miró y dijo con enfado:
—Sí, te quiero, feo; pero no hay nada que hacer, tú lo sabes.
Rex retorció el envoltorio y lo tiró sobre la mesa.
—Escúchame, querida, tú tienes que venir a mis manos un día u otro; está claro. Desde luego, mis visitas a esta casa son cordialísimas, agradabilísimas y todo lo que quieras, pero el juego me está poniendo enfermo.
—En primer lugar, hazme el favor de no levantar la voz. No estarás contento hasta que hayamos hecho alguna idiotez. A la más mínima sospecha, me matará o me echará de la casa, y ni tú ni yo tendremos un céntimo.
—¿Matarte? —cloqueó Rex—. ¡Ésta sí que es buena!
—Haz el favor de callarte. ¿Es que no comprendes? Una vez se haya casado conmigo, estaré menos nerviosa y más libre de actuar como me convenga. De una esposa no puede desprenderse tan fácilmente. Además, está la película. Tengo una serie de planes.
—¡La película! —Rex rió de nuevo.
—Sí, ya lo verás. Estoy segura de que va a ser un gran éxito. Tenemos que esperar. Yo estoy tan impaciente como tú, amor mío.
Él se sentó al borde del sofá y le rodeó el hombro con el brazo.
—No, no —dijo ella, temblando y cerrando ya los ojos.
—Solamente un besito pequeño.
—Muy pequeño.
La voz de Margot era ahogada.
Se inclinó sobre ella, pero de pronto se abrió una puerta en la distancia, y oyeron acercarse a Albinus: alfombra, suelo, alfombra otra vez.
Rex intentaba alzarse cuando advirtió que el botón de su chaqueta había quedado prendido en la puntilla del hombro de Margot, que trató de desenredarlo con dedos ágiles. Él dio un tirón, pero la puntilla se negaba a ceder. Margot gruñó de rabia mientras tiraba del nudo con sus agudas uñas brillantes. En aquel mismo momento, Albinus entró en la habitación.
—No, no estoy abrazando a Fräulein Peters —dijo Rex con frialdad—. Simplemente, la estaba acomodando, cuando mi botón se quedó prendido, ¿ve usted?
Margot estaba aún luchando con la puntilla, sin levantar la mirada. La situación era en extremo grotesca, y Rex se sentía enormemente divertido.
Albinus sacó en silencio un grueso cortaplumas con una docena de hojas, una de las cuales era una pequeña lima. Probó, a su vez, pero se le rompió una uña. La farsa se desarrollaba estupendamente.
—Por favor, no la apuñale —dijo Rex con arrobo.
—Fuera las manos —dijo Albinus.
Pero Margot gritó:
—No te atreverás a cortar la puntilla, ¿verdad? Corta el botón.
—¡Alto! El botón es mío —vociferó Rex.
Por un momento, pareció como si ambos hombres fueran a echarse encima de ella. Rex dio un tirón final, algo crujió y él quedó libre.
—Venga a mi estudio —dijo Albinus sombríamente.
«Ahora, firmes», pensó Rex; y recordaba una evasiva que en otra ocasión le ayudó a embaucar a un rival.
—Tenga la bondad de sentarse —dijo Albinus, frunciendo el ceño—. Lo que quiero decirle es bastante importante. Se refiere a esa exposición de White Raven. Antes me preguntaba si querría usted ayudarme. Como puede ver, estoy finalizando un artículo bastante involucrado y también bastante sutil; en él dispenso un rudo tratamiento a diversos expositores.
«¡Jo, jo! —pensó Rex—. De modo que por eso tenías esa expresión tan lúgubre. ¿Tinieblas en el erudito cerebro? ¿Las angustias de la inspiración? Delirante».
—Ahora bien, lo que quisiera de usted —continuó Albinus— es que ilustrase mi artículo, sazonándolo con pequeñas caricaturas que den énfasis a las cosas que critico y satirizo: color y formas; es decir, lo que hizo usted una vez con Barcelo.
—Soy su hombre —dijo Rex—. Pero también yo tengo una pequeña petición. Estoy a la espera de diversos honorarios y he quedado escaso de dinero… ¿Podría usted hacerme un anticipo? Una tontería, digamos quinientos marcos, ¿le parece?
—Por supuesto. Y más si lo desea. De todos modos, fijará usted mismo el precio de sus dibujos.
—¿Es esto un catálogo? —preguntó Rex—. ¿Puedo echarle una ojeada? Chicas, chicas, chicas —continuó diciendo, con marcado disgusto, mientras consideraba las reproducciones. Chicas cuadradas, chicas oblicuas, chicas con elefantiasis…
—Pero ¿cómo, por favor —preguntó Albinus pícaramente—, es que las chicas le hastían?
Rex le habló con toda franqueza.
—Bueno, supongo que eso es tan sólo una cuestión de gustos —dijo Albinus, que se enorgullecía de su amplitud de criterio—. Por supuesto, no le condeno a usted. En un tendero me repugnaría, pero en un pintor es del todo distinto, muy deleitable, en realidad, muy romántico; recordemos que la costumbre nos llega desde Roma. Sin embargo, puedo asegurarle que no sabe usted lo que se pierde.
—¡Oh, no, gracias! Para mí, una mujer es tan sólo un mamífero inofensivo, o una compañera agradable, a veces.
Albinus se rió.
—Bueno, en vista de que se muestra usted tan abierto sobre el asunto, déjeme que, a mi vez, le confiese algo. Aquella actriz, la Karenina, me dijo tan pronto como le vio que estaba segura de que el sexo débil le era a usted de todo punto indiferente.
«¡Magnífico!», pensó Rex.