18

A Axel Rex le alegraba hallarse de nuevo en su bella tierra natal. Las cosas le habían ido mal últimamente. Era como si los goznes de la suerte no funcionasen, y él la dejó abandonada en el barro, igual que a un coche estropeado. Recordaba, por ejemplo, aquella pelea con el editor que no supo apreciar su último chiste, que, por otra parte, él no propuso para su publicación. En general, todo habían sido peleas. Peleas en las que salió a relucir una rica solterona, una dudosa («aunque muy divertida», pensó Axel, apenado) transacción monetaria, una conversación con ciertas autoridades, sobre el tema de los extranjeros indeseables. La gente fue descortés con él, pero los perdonaría sin ningún rencor. Era divertida la forma en que los demás admiraban su trabajo y, casi sin transición, pasaban a darle de bofetadas.

Lo peor de todo, sin embargo, era el asunto de su situación económica. La fama (no exactamente en aquella escala mundial en que se la atribuyó el idiota de la fiesta del día anterior, pero fama, al fin y al cabo) le había reportado una buena cantidad de dinero durante algún tiempo, y, en aquel momento, en que se encontraba un poco extraviado y confuso respecto a su carrera de caricaturista, en Berlín, donde el humor popular estaba, como siempre, al nivel de los chistes de suegras, tendría aquel dinero o, cuanto menos, parte de él, de no haber sido un jugador.

Sintió un gusto desmedido por el bluff desde su más tierna infancia, por lo que no podía sorprender que su juego de cartas favorito fuera el póquer. Lo jugaba donde quiera que encontrase compañeros, y lo jugaba incluso en sueños, con personajes históricos, con algún primo lejano en quien, en la vida real, nunca pensaba, o con personas que, también en la vida real, se hubiesen negado rotundamente a permanecer en la misma habitación que él. Aquella noche tomó en sueños sus naipes, hizo con los cinco un montoncito y, uno a uno, los extendió ante sus ojos, amagadamente, viendo con placer un comodín con su capuchón de cascabeles, y luego otro, y otro, y así hasta que, según separaba los naipes con un leve movimiento de pulgar e índice, descubrió que estaba en posesión de cinco comodines. «¡Magnifico!:», dijo para si, sin albergar ninguna sorpresa ante tal pluralidad, haciendo con calma su primera apuesta, que Enrique VIII (de Holbein), con sólo cuatro reinas, dobló. Al despertar, tenía la misma expresión que si hubiese jugado la partida realmente.

La mañana helada era tan oscura que tuvo que encender la lamparilla de su mesita de noche. Los cristales de la ventana estaban sucios. Pensó que podían haberle dado una habitación mejor por su dinero (dinero que, por otra parte, quizá no vieran nunca); y de repente, con una conmoción dulce, pensó también en el curioso encuentro de la víspera.

Por lo regular, Rex evocaba sus aventuras amorosas sin demasiado sentimentalismo. Margot era una excepción. En el curso de aquellos dos últimos años la había recordado a menudo, contemplando con algo muy parecido a la melancolía aquel rápido croquis al lápiz; extraño sentimiento éste, porque Axel era, por decir de él lo mejor, un cínico.

Cuando, muy joven, salió por primera vez de Alemania (precipitadamente, para escapar de la guerra), había abandonado a su pobre y mediocre madre, que se cayó por la escalera al día siguiente de la partida de Axel para Montevideo, hiriéndose fatalmente. Siendo niño, rociaba con aceite ratones vivos y les prendía fuego, sólo por verles correr enloquecidos, como meteoros llameantes, durante unos breves segundos. Y es mejor no explicar las cosas que hacía a los gatos. Luego, mayor ya, desarrollado su talento artístico, trató de saciar su curiosidad por medios más sutiles, pues su inquietud no era ninguna de esas cosas morbosas que tienen un nombre médico (¡oh, no, ni mucho menos!), sino una curiosidad fría, extasiada; notas marginales que la vida suministraba a su arte. Le divertía muchísimo que la vida fuese considerada como algo tonto, cosa que ocurría inevitablemente en las caricaturas. Despreciaba los chistes prácticos; le gustaba que ocurriesen por sí mismos, con sólo un leve toque de su contribución personal: él empujaba la bola de nieve montaña abajo. Le encantaba tomar el pelo a la gente; y cuanta menos dificultad encerraba el proceso, tanto más le agradaba el chiste. Y, al propio tiempo, este hombre peligroso era, con el lápiz en la mano, un artista excelente.

El tío, que se halla en casa acompañado solamente de sus sobrinos, dice que se disfrazará para divertirles. Después de una larga espera y en vista de que no aparece, los niños bajan y ven a un hombre enmascarado que está metiendo la plata en un saco. «¡Oh, tío!», exclaman, encantados. «¿Verdad que es buena mi caracterización?», dice el tío, arrancándose la máscara. Así reza el silogismo hegeliano del humor. Tesis: el tío se disfrazó de ladrón (risa para los niños); antítesis: era un ladrón en realidad (risa para el lector); síntesis: sin embargo, era el tío (tomadura de pelo en general). Ésta era la clase de superhumor que a Rex le gustaba incorporar a su trabajo; y esto, según él, era absolutamente nuevo.

Un gran maestro, en lo alto de un andamio, va retrocediendo para admirar mejor su fresco terminado. El próximo paso le hará caer, y como un grito de advertencia podría ser total, el aprendiz tiene el valor de echar el contenido de un cubo sobre la obra de arte. ¡Qué divertido! ¡Pero cuánto más divertido hubiera sido dejar que el extasiado maestro cayese en el vacío, mientras el muchacho desgraciaba la pintura! El arte de la caricatura, tal como él lo comprendía, se basaba, pues (y aparte de la naturaleza sintética y de doble alcance), en un contraste entre la crueldad y la credulidad. Y si, en la vida real, contemplaba impávido cómo un mendigo ciego, golpeando el suelo con su báculo, se disponía a sentarse en un banco recién pintado, esto se debía tan sólo a que estaba buscando inspiración para su próxima viñeta.

Pero todo su concepto de las cosas se derrumbaba en lo tocante a Margot. En este caso, el pintor Rex triunfaba sobre Rex el humorista, incluso en el sentido artístico. Le desagradaba un poco el hecho de que encontrarla de nuevo le hubiera causado tan gran placer: de hecho, si había dejado a Margot era porque temía cogerle demasiado apego.

Deseaba averiguar, en primer lugar, si ella vivía realmente con Albinus. Consultó su reloj: mediodía. Miró su billetero: estaba vacío. Se vistió y se fue andando a la casa en que había estado la noche anterior. La nieve caía lenta y persistentemente.

La casualidad quiso que fuese Albinus en persona quien abriera la puerta, sin reconocer a su invitado en aquella figura cubierta de nieve que estaba ante él. Pero cuando Rex, después de haber limpiado sus pies en el felpudo, levantó la cara, Albinus le dispensó una cordial bienvenida. Aquel hombre le había impresionado, no sólo por su agudo ingenio y desenvoltura, sino también por su extraordinario aspecto personal: sus pálidas mejillas hundidas, sus gruesos labios y aquel extraño cabello negro formaban una especie de fealdad fascinante. Por otra parte, era agradable recordar que Margot, al hablar de la fiesta, había observado: «Ese amigo tuyo tiene una cara asquerosa; es un hombre a quien no besaría por todo el oro del mundo». Y la opinión que le había merecido a Dorianna no era menos interesante.

Rex se excusó por lo inoportuno de su visita, lo cual hizo reír a Albinus con el mejor humor.

—A decir verdad —le explicó Rex—, es usted una de las pocas personas de Berlín a quien me gustaría conocer más íntimamente. En América se hacen amigos con más facilidad que aquí, y he adquirido la costumbre de comportarme sin convencionalismos. Excúseme si le molesto, pero ¿cree usted aconsejable tener esa muñeca de trapo en el diván, habiendo un Ruysdael encima mismo de él? A propósito, ¿puedo examinar sus cuadros más detenidamente? Ese de ahí parece soberbio.

Albinus le acompañó a través de las habitaciones. Cada una de ellas contenía alguna hermosa pintura, aparte de algunas falsificaciones. Rex estaba entusiasmado. Se preguntaba si aquel Lorenzo Lotto, con el Juan de túnica malva y la Virgen llorando, sería auténtico. En otra época de su vida aventurera había trabajado como falsificador de cuadros, produciendo algunas cosas muy buenas. El siglo XVII era su fuerte. La noche anterior había descubierto un viejo amigo en el comedor; lo examinó de nuevo con exquisita delicia, era uno de los mejores lienzos de Baugin: una mandolina sobre un marco de ajedrez, una copa de vino rubí y un clavel blanco.

—¿Verdad que resulta moderno? Casi surrealista, según se mire —dijo Albinus cariñosamente.

—Ya lo creo —contestó Rex sujetándose la muñeca mientras contemplaba el cuadro.

Desde luego era moderno: lo había pintado ocho años atrás.

Recorrieron el pasillo, donde aparecía un lindo Linard: flores y una polilla con ojos. En aquel mismo momento, Margot salió del baño con una bata color amarillo brillante. Echó a correr hacia su habitación, perdiendo casi una de sus zapatillas en la carrera.

—Por aquí —dijo Albinus con una risa vergonzosa.

Rex le siguió, entrando en la biblioteca.

—Si no me equivoco —dijo, sonriendo— era Fräulein Peters. ¿Es parienta suya?

«¿Para qué fingir?», pensó Albinus. Será imposible despistar a nadie tan observador. Y, ¡qué diablos!, ¿no era lo más lógico, dentro de aquel sutil mundo de bohemia?

Fräulein Peters es mi amiga.

Invitó a Rex a comer, y éste no se hizo de rogar. Cuando Margot apareció en el comedor estaba lánguida pero tranquila. La agitación que apenas lograra disimular la víspera se había convertido, entonces, en algo muy similar a la dicha. Al sentarse entre aquellos dos hombres que estaban compartiendo su vida, se sintió como si fuera la protagonista de un misterioso y apasionado drama cinematográfico, misterioso y apasionado, y en consecuencia ella actuaba sonriendo ausente, bajando los párpados, posando tiernamente su mano en la bocamanga de Albinus cuando le rogaba que le pasase la fruta, y dirigiendo miradas indiferentes, de soslayo, a su antiguo amante.

«No, no la dejaré escapar de nuevo», dijo para sí, y una sensación deliciosa, prolongada, recorrió su espina dorsal.

Rex habló mucho. Entre otras cosas divertidas, les refirió una historia sobre un Lohengrin embriagado que perdió el cisne y aguardó pacientemente al próximo. Albinus se rió de buena gana, pero Rex sabía (y ésta era su secreta intención) que aquel estúpido no comprendía más que la mitad del chiste, y que la otra mitad era la que le hacía a Margot morderse los labios. Apenas la miró mientras hablaba. Cuando lo hizo, ella posó inmediatamente la vista en esta o aquella parte de su vestido en que los ojos de Rex se habían detenido durante un instante, y la rozó inconscientemente.

—Pronto —dijo Albinus con un guiño— veremos a alguien en la pantalla.

Margot se enfurruñó, golpeándole levemente la mano.

—¿Es usted actriz? —preguntóle Rex—. ¡Oh!, ¿de verdad? ¿Y me permite que le pregunte en qué película aparecerá usted?

Ella contestó sin mirarle, sintiéndose orgullosa en extremo. Rex artista famoso, ella estrella de cine: estaban a igual nivel.

Rex se marchó inmediatamente después de la comida, y, sin saber qué hacer, entró en un garito. Una serie de jugadas afortunadas (cosa que desde tiempo inmemorial no ocurría) mejoró un algo su economía. Al día siguiente telefoneó a Albinus, y asistieron a una exposición de cuadros marcadamente modernos; y, al día siguiente cenó en su piso. Luego le hizo una visita inesperadamente, pero Margot no estaba allí y tuvo que sostener una larga y petulante conversación con Albinus, quien empezaba a gustar de aquella nueva compañía. Rex sintióse atrozmente fastidiado, hasta que el destino tuvo piedad de él, eligiendo, para su buena obra, la circunstancia de un partido de hockey sobre hielo que se celebraba en el Palacio de los Deportes.

Cuando los tres se dirigían a su palco, Albinus advirtió los hombros de Paul y la rubia trenza de Irma. Tenía que ocurrir un día u otro, pero, aunque lo había esperado siempre, le cogió tan completamente por sorpresa que torpe, giró en redondo, echándose, al hacerlo, encima de Margot.

—¿Por qué no miras lo que haces? —dijo ella con acritud.

—Poneos cómodos y pedid café —balbuceó Albinus—. Yo tengo que… que… telefonear. Lo había olvidado por completo.

—Por favor, no te vayas —dijo Margot poniéndose de nuevo en pie.

—Es bastante urgente —insistió él, encogiendo los hombros, tratando de hacerse lo más pequeño posible (¿le había visto Irma?). Si me entretengo, no os preocupéis. Excúseme, Rex.

—Quédate aquí, por favor —repitió Margot muy tranquilamente.

Pero él no notó su extraña mirada, ni cómo habían enrojecido sus mejillas, ni cómo terminó todo y salió apresurado hacia la salida.

Hubo un momento de silencio, y luego Rex profirió un gran suspiro.

—Por fin solos —dijo en un tono horrible.

Se sentaron, el uno junto al otro, en el costoso palco, próximos a una mesita cubierta con un mantel blanquísimo. Abajo se extendía la vasta zona helada. La vacía sábana de hielo reflejaba un aceitoso brillo azul. La atmósfera era caliente y fría a un tiempo.

—¿Comprendes ahora? —inquirió Margot de pronto, sin siquiera saber muy bien lo que estaba preguntando.

Rex estaba a punto de contestar, pero en aquel momento un estallido de aplausos hizo eco por toda la inmensa nave. Él oprimió los fríos dedos de Margot bajo la mesa. Ella sintió el gusto de las lágrimas en su boca, pero no retiró la mano.

Una muchacha con maillot blanco y una brevísima falda plateada, orlada con flecos, había salido a la pista, atravesándola sobre la punta de sus patines, y, después de tomar impulso, describió una preciosa espiral, saltó en el aire y, tomando tierra de nuevo, siguió deslizándose. Sus patines centelleantes refulgían como el rayo mientras daba vueltas y bailaba y reemprendía sus carreras.

—Me dejaste plantada —empezó a decir Margot.

—Sí, pero he vuelto a encontrarte, ¿no es cierto? No llores, cariño. ¿Llevas mucho tiempo con él?

Margot trató de hablar, pero de nuevo un gran estruendo llenó el ámbito helado. La pista apareció vacía otra vez. Margot apoyó los codos sobre la mesa y se oprimió las manos contra las sienes.

Entre silbidos, aplausos y clamoreos, los jugadores habían empezado a deslizarse libremente de un lado a otro de la pista, primero los suecos, luego los alemanes. El portero del equipo visitante, con su suéter de vivos colores y grandes parches de cuero desde el talón hasta la cadera, se acercó lentamente a su diminuta portería.

—Va a obtener el divorcio. ¿Comprendes qué momento más inoportuno has elegido para venir?

—Tonterías. ¿Es que de verdad te crees que se va a casar contigo?

—Si tú no estropeas las cosas, lo hará.

—No, Margot, no se casará contigo.

—Y yo te digo que lo hará.

Sus labios continuaron moviéndose, pero el clamor que les rodeaba ahogó su disputa. La muchedumbre rugía de entusiasmo, mientras los frágiles bastones perseguían la pelota sobre el hielo, y la atrapaban, y la pasaban a un próximo jugador, y la perdían, reincidiendo en rápidas colisiones.

—… es terrible que hayas vuelto. Eres un mendigo comparado con él. ¡Cielo santo!, vas a estropearlo todo.

—¡Qué tontería, qué tontería! Tendremos mucho cuidado.

—Me estoy volviendo loca —dijo Margot—. Sácame de está mazmorra. Vámonos. Estoy segura de que no va a volver ya, y, si lo hace, será una buena lección.

—Vente a mi hotel. Tienes que hacerlo. No estarás en casa.

—¡Cállate! No quiero correr ningún riesgo. He estado trabajando meses y meses para decidirle a eso, y ahora está maduro. ¿Crees de veras que lo voy a tirar todo por la ventana?

—No se casará contigo —dijo Rex en tono de convicción.

—¿Vas a llevarme a casa o no? —preguntó ella, casi gritando, al tiempo que una idea atravesaba su cerebro: «En el taxi le dejaré que me bese».

—Espera un poco. Dime, ¿cómo sabes que estoy sin un céntimo?

—Puedo verlo en tus ojos —replicó ella.

Cubrióse los oídos; en aquel momento el ruido alcanzaba su clímax: se había marcado un gol y el portero sueco yacía en el hielo, mientras un bastón, arrancado de sus manos, daba vueltas y más vueltas, alejándose sobre el hielo, como un remo perdido.

—Bueno, lo que yo quiero decirte es que no vale la pena diferir las cosas. Tiene que ocurrir más tarde o más temprano. Vamos. Hay un bello panorama en mi habitación cuando se baja la persiana.

—Una palabra más y me iré sola a casa.

Mientras se alejaban por el pasillo trasero de los palcos, Margot dio un gritito y frunció el ceño. Un caballero grueso con gafas de concha la estaba mirando fijamente, con disgusto. Junto a él había una niña sentada, siguiendo el juego con unos grandes prismáticos.

—Vuélvete —cuchicheó Margot a su compañero—. ¿Ves a ese tipo gordo con la niña? Son su cuñado y su hija. Ahora comprendo por qué se esfumó mi cuco. Es una pena que no lo haya visto antes. Una vez estuvo muy grosero conmigo, de forma que no me hubiera importado que alguien le diese una buena paliza.

—Y aún hablas de campanas nupciales —fue el comentario de Rex mientras bajaba junto a ella por los suaves y amplios escalones—. No se casará nunca contigo. Ahora escucha, querida; tengo una nueva proposición que hacerte; la última, espero.

—¿Cuál? —preguntó Margot.

—Encantado de llevarte a casa; pero tú tendrás que pagar el taxi, querida.