—Un hombre —dijo Rex a Margot mientras doblaban la esquina— perdió una vez un gemelo de diamante en el ancho mar azul y, veinte años más tarde, aquel mismo día, un viernes al parecer, cuando estaba comiendo un pescado enorme, no encontró ningún diamante dentro. Esta es la clase de coincidencia que me gusta.
Margot trotaba a su lado, con su chaqueta de piel de foca muy ceñida en torno a sí. Rex la tomó por el codo y la forzó a detenerse.
—Nunca hubiera imaginado encontrarte aquí. ¿Cómo llegaste? No pude dar crédito a mis ojos, como dijo un ciego. Mírame. No creo que seas más bonita que antes, pero me gustas lo mismo.
Vio como Margot rompía a llorar y le volvía la espalda. La atrajo por la manga, pero ella se alejó aún más. Dieron una vuelta completa.
—¡Por el amor de Dios, di algo! ¿Adónde prefieres que vayamos, a tu casa o a la mía? ¿Qué te ocurre?
Ella se había desprendido y desapareció en la primera esquina. Rex se lanzó detrás.
—¿Qué diablos te pasa? —Estaba perplejo.
Margot apretó el paso. Él la alcanzó de nuevo.
—¡Vente conmigo, tonta! —dijo Rex—. Mira, aquí tengo una cosa… —Sacó su cartera.
Inesperadamente, Margot le dio una bofetada.
—Eso que llevas en el dedo pincha. —Le hablaba con tranquilidad.
Margot corrió a la entrada de la casa y abrió. Rex trató de echarle algo a la cabeza, pero, de pronto, alzó los ojos.
—¡Ah!, conque ése es el jueguecito, ¿eh? —dijo reconociendo el portal al que acababan de regresar.
Margot abrió la puerta de par en par, sin volverse.
—Ten, tómalo —dijo él brutalmente.
Y como ella no lo hizo, se lo metió en el cuello de pieles.
La puerta hubiera dado un golpe terrible de no haber sido de aire comprimido. Él quedó allí, plantado, oprimiéndose el labio inferior, sin saber qué decisión tomar, y por último se marchó.
Margot atravesó la oscuridad a la carrera, subiendo hasta el primer rellano. Sentía un desmayo. Se sentó en un peldaño y lloró como no había llorado jamás, ni siquiera en aquella ocasión, cuando él la dejó. Notó algo punzante junto a su cuello. Era un pedazo de papel arrugado. Oprimió el conmutador de la luz y vio que tenía en la mano un dibujo al lápiz de una muchacha sentada de espaldas, con los hombros y las piernas desnudas, en una cama, cara a la pared. Debajo se leía una fecha, escrita en lápiz, primero, y vuelta a escribir luego, en tinta, el día, mes y año en que la había abandonado. Aquélla era la razón por la que le había dicho que no se volviera. ¿De verdad, no habían pasado más que dos años desde aquel día?
La luz se apagó con un chasquido, y Margot se apoyó en la valla del ascensor. Lloraba de nuevo. Lloraba porque él la había abandonado aquella vez, porque durante todo el tiempo que mediaba hubiera podido ser feliz, de haberse él quedado, y porque, en tal caso, hubiese escapado de los dos japoneses, del viejo y de Albinus. Y lloró, también, porque, durante la cena, Rex le había manoseado la rodilla derecha y Albinus la izquierda, los dos a un tiempo, como si el paraíso hubiera estado a su derecha y el infierno a su izquierda.
Se enjugó la nariz en la manga y, avanzando en la oscuridad, pulsó de nuevo el conmutador. La luz la calmó un poco. Examinó el sketch una vez más, reflexionando que, por mucho que significara para ella, sería peligroso conservarlo; lo rompió en pedazos, que echó por el hueco del ascensor. Esto le hizo pensar en su más remota niñez. Sacó su espejito de bolsillo, se empolvó la cara con un suave movimiento circular y, cerrando el bolso con un «clic» resuelto, echó a correr escalera arriba.
—¿Por qué has llegado tan tarde? —preguntó Albinus.
Estaba ya en pijama.
Ella le explicó, jadeante, que le fue difícil quitarse a Ivanoff de encima, pues insistía en querer llevarla a casa en su coche.
—¡Cómo centellean los ojos de mi bella! —murmuró Albinus—. ¡Y qué acalorada y rendida está! Mi bella ha bebido.
—No, déjame sola esta noche —replicó Margot quedamente.
—Cielo, por favor —imploró Albinus—. ¡Lo he esperado tanto!
—Espera un poco más aún. Primero quiero saber una cosa: ¿has hecho algo acerca del divorcio ya?
—¿El divorcio? —repitió él, anonadado.
—Algunas veces no logro entenderte, Albert. Al fin y al cabo, hemos de poner las cosas en su sitio, ¿no es cierto? ¿O es que quizá te propones dejarme dentro de algún tiempo para volver con tu Elisabeth?
—¿Dejarte?
—No repitas mis palabras, idiota. No te acercarás hasta que me hayas dado una respuesta concreta.
—Muy bien —dijo él—. El lunes voy a hablar con mi abogado.
—¿Es eso cierto? ¿Lo prometes?