Todo estaba en su punto. En la bandeja del vestíbulo se habían agrupado las tarjetas con los nombres de los invitados, de tal forma que todo el mundo pudiera saber en seguida quién sería su compañero en la mesa: el doctor Lampert y Sonia Hirsh; Axel Rex y Margot Peters; Boris von Ivanoff y Olga Waldheim, y así sucesivamente. Un criado impresionante, contratado poco antes, que tenía cara de Lord inglés (o, cuando menos, tal pensaba Margot, poniendo en él sus ojos con frecuencia y no sin amabilidad), hacía entrar a las visitas con gran dignidad. El timbre sonaba a cada cinco minutos. En el salón había ya seis personas, además de Margot. Entró Ivanoff, Von Ivanoff, según él había juzgado conveniente hacerse llamar; era delgado, huraño, con mala dentadura, y lucía un monóculo. Luego, Baum, el autor, un individuo rubicundo, corpulento, bullicioso, de fuertes inclinaciones comunistas y cómoda renta, acompañado de su esposa, mujer de figura aún gloriosa que, en los agitados días de su juventud, había nadado en una piscina de cristal entre focas acróbatas. La conversación fluía ya muy animada. Olga Waldheim, una cantante de albos brazos, prominentes senos y cabello ondulado color mermelada de naranja, relataba, como de costumbre, crudas historias acerca de sus seis gatos persas. En pie y riendo, Albinus miraba a Margot a través del blanco cepillo que formaban los cabellos del doctor Lampert (excelente especialista de la garganta y mediocre violinista). Mirándola, Albinus pensó en lo bien que le sentaba a su cariño aquel vestido de tul negro con una dalia prendida en el pecho. En sus brillantes labios paseaba una sonrisa débilmente inofensiva, como si no estuviera del todo segura de si la estaban embromando, y sus ojos tenían aquella especial expresión de cervatillo, signo indudable de que estaba escuchando cosas para ella incomprensibles: en aquel caso, las opiniones de Lampert sobre la música de Hindemith.
De pronto advirtió que Margot se había sonrojado violentamente, poniéndose en pie. «¡Qué tontería! ¿Por qué se levanta?», pensó al ver entrar a nuevos invitados: Dorianna Karenina, Axel Rex y dos poetas mediocres.
Dorianna abrazó y besó a Margot, cuyos ojos brillaban tan vivamente como si hubieran estado llorando hasta poco antes. «¡Qué tontería! —pensó Albinus de nuevo—. Rendir pleitesía a esa actriz de segunda clase…». Dorianna era famosa por sus hombros exquisitos, por su sonreír de Mona Lisa y su profunda voz de granadero.
Albinus salió al encuentro de Rex, que no sabía del todo quién era su anfitrión y estaba frotándose las manos como si se las enjabonara.
—Encantado de verle, al fin —dijo Albinus—. ¿Sabe?, me había formado una impresión de usted totalmente contraria a la realidad. Le creí bajo, grueso, con gafas de concha; a pesar de que, por otra parte, su nombre me ha sugerido siempre un hacha. Señoras y señores, tienen ustedes delante al hombre que hace reír a dos continentes. —Luego le molestó pensar en su posible retruécano de la frase—. Deseémosle buena suerte en Alemania.
Rex, de cuyos ojos escapaban destellos, hizo breves reverencias, sin dejar de frotarse las manos un momento. Llevaba un sorprendente traje de etiqueta, en aquel mundo de mal cortadas chaquetas de ceremonia alemanas.
—Tome usted asiento, por favor —dijo Albinus.
—Creo que su hermana y yo nos hemos tratado alguna vez —dijo Dorianna con su profunda y maravillosa voz de bajo.
—Mi hermana está en el cielo —contestó Rex con gravedad.
—¡Oh!, lo siento.
—No nació nunca —añadió Rex sentándose en una silla junto a Margot.
Riendo, Albinus dejó vagar sus ojos hasta que dieron con ella. Estaba inclinada hacia su vecina, Sonia Hirsh, la maternal cubista de ordinarios rasgos, y, con una extraña actitud infantil, los ojos húmedos y parpadeantes, los hombros un poco encogidos, hablaba con rapidez. Albinus miró su orejita enrojecida, la vena en su cuello, la delicada sombra proyectada en sus pechos. Precipitadamente, febrilmente, con la mano apoyada en su mejilla llameante, se había embarcado en una verborrea absolutamente necia.
—Los criados roban mucho menos —farfullaba—, aunque, por supuesto, ninguno se atrevería a robar un verdadero cuadro. A mí me encantó uno, una vez, con hombres a caballo, pero cuando una ve tantos cuadros…
—Fräulein Peters —dijo Albinus en tono más sosegado—, éste es el hombre que hace reír…
Margot dio un respingo y se volvió.
—¿De veras? ¿Cómo está usted?
Rex hizo una inclinación de cabeza y volvióse hacia Albinus:
—En el barco leí por casualidad la excelente biografía que ha escrito usted sobre Sebastiano del Piombo. Es una pena, no obstante, que no citase usted sus sonetos.
—Pero si son muy poca cosa…
—Exactamente; por eso son tan encantadores.
Margot se puso en pie y, con pasos ligeros, casi saltos, se dirigió al último recién llegado, una mujer agostada, de largos miembros, que tenía el aspecto de un águila calva. Margot había tomado de ella lecciones de declamación.
Sonia Hirsh se sentó en el sitio de Margot y dijo a Rex:
—¿Qué opinión le merece el trabajo de Cumming? Me refiero a su última serie, los Patíbulos y Factorías, ya sabe usted.
Se abrió la puerta del comedor. Los caballeros se volvieron para buscar sus damas. Rex estaba apartado. Su anfitrión, que llevaba ya a Dorianna del brazo, escrutó los contornos, en busca de Margot. La vio, justamente enfrente, pasando por entremedio de las parejas que empezaban a invadir el comedor. «Esta noche no está en su mejor momento», pensó, cediendo su dama a Rex.
Cuando empezaron a servir la langosta, la charla estaba en pleno apogeo en la cabecera de la mesa, donde estaban Dorianna, Rex, Margot, Albinus, Sonia Hirsh y Baum, todos ellos un poco incoherentes. Margot había vaciado, de un trago, su tercera copa y estaba sentada, muy rígida, con los ojos brillantes y fijos al frente. Rex no prestaba la más mínima atención ni a ella ni a Dorianna, cuyo nombre le era antipático, y discutía con Baum, sentado al otro extremo de la mesa, sobre los medios de la expresión artística.
—Un escritor, por ejemplo —decía—, habla de una India que nunca ha visto, y frasea sobre danzarinas, cacerías de tigres, fakires, buyos, serpientes: la fascinación del misterioso Oriente. Pero ¿qué nos dice todo esto? Nada. En vez de imaginarme la India, me doy un empacho de todas estas delicias orientales. Ahora bien, existe otra técnica, como, por ejemplo, la del tipo que escribe: «Antes de irme a la cama, saqué mis botas para que se secasen y, a la mañana siguiente, descubrí que sobre ellas había crecido un tupido bosque azul…». Hongos, Madame… —explicó a Dorianna, que había levantado una ceja—. E inmediatamente la India toma vida a mis ojos. El resto solo es basura.
—Esos yoguis hacen cosas increíbles —dijo Dorianna—. Al parecer, saben respirar de forma que…
—Pero excúseme, mi buen amigo —exclamó Baum excitado, pues acababa de escribir una novela de quinientas páginas cuya acción se situaba en Ceilán, donde había pasado una quincena bajo un salacof—. Tiene usted que iluminar el cuadro completamente, a fin de que todo lector pueda entenderle. Lo que importa no es el libro que uno escribe, sino el problema que plantea y soluciona. Si estoy describiendo los trópicos, habré de tocar el tema desde su punto más importante, es decir, la explotación, la crueldad del colono blanco. Cuando uno piensa en los millones y millones.
—No lo creo así —dijo Rex.
Margot, que estaba mirando al frente, emitió una risita entrecortada, cosa que, en cierto modo, nada tenía que ver con la conversación. Albinus, en mitad de una polémica sobre la última exposición de arte, en la que tenía a la maternal cubista por interlocutora, miró de soslayo a su joven amante. Sí, estaba bebiendo demasiado. Incluso en el momento de mirarla estaba tomando un sorbo de su copa. «¡Qué criatura!», pensó tocándole la rodilla por debajo de la mesa. Margot gorjeó de nuevo y lanzó al viejo Lampert un clavel a través de la mesa.
—Yo no sé, caballeros, qué piensan ustedes de Udo Conrad —dijo Albinus, uniéndose a la algazara—. Yo me inclino a pensar que es esa clase de escritores con una visión muy sutil y un estilo divino que usted debe apreciar, Herr Rex, y que si no es escritor de primera, esto se debe a que (y en esto, Herr Baum, estoy con usted) desdeña los problemas sociales, lo cual, en la presente época de caos, es deplorable y, déjenme decirlo, pecaminoso. Yo le conocí en mis tiempos de estudiante, pues ambos estudiamos en Heidelberg, y, más tarde, solíamos encontrarnos una que otra vez. Considero que su mejor libro es La trampa expirante, cuyo primer capítulo, por cierto, leyó aquí, en esta mesa…, bueno…, quiero decir, en una mesa similar, y…
Después de la cena fumaron y bebieron licores. Margot se movía de un lugar a otro, y uno de los poetas mediocres andaba tras ella como un perro faldero. Ella le propuso practicar un agujero en la palma de su mano con su cigarrillo y empezó a hacerlo, aunque, sudando, el poeta no dejaba de mirarla como el pequeño héroe que era. Rex, que, por último, se había mostrado imposiblemente ofensivo con Baum, en un rincón de la biblioteca, se unió luego a Albinus y empezó a describirle determinados aspectos de Berlín, como si se tratara de una lejana ciudad pintoresca; lo hizo tan maravillosamente que Albinus le prometió visitar, en su compañía, aquella avenida, aquel puente, aquel muro de extraño color…
—Estoy desazonado —dijo— por no poder trabajar con usted en mi idea cinematográfica. Estoy seguro de que hubiera hecho usted maravillas, pero, para ser franco de verdad, ahora no puedo hacerlo; por el momento, al menos.
Por último, los invitados fueron prendidos en esa ola que, iniciándose como murmullo imperceptible, toma fuerza, hasta que llega a estallar en un espumoso torbellino de despedida y se los lleva a todos, lejos.
Albinus se quedó solo. El humo de los cigarros había vuelto denso y azul el aire. Habían vertido algo sobre la mesa turca, que estaba viscosa. El criado, solemne, si bien un poco inseguro («Si se vuelve a emborrachar, lo despediré»), abrió la ventana, y la noche, negra, clara y fría, fluyó dentro.
«Una fiesta no demasiado acertada, con todo», pensó Albinus con un bostezo, liberándose de su chaqueta de ceremonias.