De la misma forma que se había acostumbrado a no hablarle nunca de arte, de lo cual ella no conocía nada ni le importaba, él debía ahora aprender a esconderle las agonías que estaba sufriendo durante los primeros días de estar juntos en el viejo piso, donde había pasado diez años con su esposa. Por todas partes, los distintos objetos le recordaban a Elisabeth; los regalos de ella, los que él le había hecho. En los ojos de Frieda leyó una hosca censura; antes de que hubiera transcurrido una semana, la doncella se marchó, después de haber escuchado despectivamente a Margot, en su segundo o tercer estallido de cólera.
El dormitorio y el cuarto de la niña parecían contemplar a Albinus con un reproche conmovedor e inocente (en especial la alcoba, pues Margot había sacado prontamente todo lo que estaba en el cuarto de la niña, convirtiéndolo en sala de ping-pong). Pero la alcoba… La primera noche, Albinus creyó detectar el tenue aroma del agua de colonia de su esposa, y esto le deprimió, le confundió de tal forma que Margot se rió entre dientes de su inesperado recato.
La primera llamada telefónica fue una tortura. Un viejo amigo llamó para preguntar si lo había pasado bien en Italia, cómo se encontraba Elisabeth y si querría asistir con su esposa, las dos a solas, a un concierto que daban el domingo por la mañana.
—En realidad, vivimos separados, por el momento —dijo Albinus con un esfuerzo.
«¡Por el momento!», pensó Margot burlonamente, mientras se encogía ante el espejo para examinar su espalda, que, de morena, había pasado a ser dorada.
La noticia de su cambio de vida corrió muy pronto, aunque él deseaba de todo corazón que nadie supiera que su amante vivía bajo su techo; tomó la precaución, cuando empezaron a dar fiestas, de hacer que Margot se marchase con los demás invitados, para regresar diez minutos más tarde. Sintió un interés entristecido al notar la forma en que la gente olvidaba gradualmente preguntarle por su esposa; cómo algunos dejaron de visitarle; cómo unos pocos, las sanguijuelas inconmovibles, se mostraban sorprendentemente amistosos y cordiales; cómo la élite bohemia trataba de mostrarse igual que si nada hubiera pasado; finalmente, había algunos (condiscípulos, principalmente) que estaban dispuestos a seguir visitándole como antes, pero siempre sin sus esposas, entre las cuales parecía haberse extendido una notable epidemia de jaquecas.
Albinus llegó a acostumbrarse a la presencia de Margot en aquellas habitaciones, otrora tan llenas de recuerdos. No tenía ella más que cambiar de lugar algún fútil objeto para que éste perdiera su alma y se extinguiese el recuerdo; todo era cuestión de cuánto tardaría en trasladarlo todo, y, como sus dedos eran rápidos, su vida de antaño en aquellas doce habitaciones murió pronto. Si bien el piso era hermoso, ya no tenía nada en común con aquel en que había vivido con su esposa.
Una noche, mientras enjabonaba la espalda de Margot, después de un baile, y ella se divertía poniéndose en pie, en mitad del baño, sobre su enorme esponja (de la cual partían burbujas como del fondo de una copa de champaña), ella le preguntó, de pronto, si le parecía posible que pudiera llegar a ser artista de cine. Él se rió y dijo, irreflexivamente (su cerebro estaba ocupado en otras cosas agradables):
—Desde luego; ¿por qué no?
Unos días más tarde, ella atacó de nuevo el tema, eligiendo esta vez un momento en que la mente de Albinus estaba más clara. Él se mostró encantado por su interés por el cine y empezó a desarrollar una cierta teoría favorita suya, sobre la opinión que le merecían los méritos comparativos del cine mudo y del sonoro.
—El sonido —dijo— matará al cine muy pronto.
—¿Cómo se hace una película? —interrumpió ella.
Él propuso llevarla a un estudio donde pudiera enseñárselo todo y explicarle el procedimiento. Después, las cosas se movieron muy rápidamente.
«Detente. ¿Qué estás haciendo? —se preguntó Albinus una mañana, al recordar que la noche anterior había prometido financiar una película que pensaba realizar un productor mediocre, a condición de que Margot recibiera el segundo papel femenino, el de una novia abandonada—. ¡Idiota de mí! El sitio estará infestado de actores jóvenes rebosando atractivo, y yo haré el ridículo si la acompaño a todas partes. Ahora bien —se consoló a sí mismo—, ella necesita alguna clase de ocupación que la distraiga, y si tiene que levantarse temprano, dejaremos de pasar todas las dichosas noches en el baile».
El contrato fue firmado y empezaron los ensayos. Durante los dos primeros días, Margot llegó a casa enojada y resentida en extremo. Se quejaba de que la obligaban a repetir los mismos movimientos centenares de veces; que el director le gritaba; que le cegaban las luces. Tenía un solo consuelo: la actriz (bastante conocida) que interpretaba el papel de la protagonista, Dorianna Karenina, se mostraba encantadora con ella, alababa su trabajo y profetizaba que haría maravillas.
«¡Mal síntoma!», pensó Albinus.
Margot insistió, para que él no estuviera presente durante el rodaje, porque la pondría nerviosa. Además, si lo veía todo de antemano, la película no le causaría ninguna sorpresa luego (y a Margot le gustaba dar sorpresas a la gente). Sin embargo, a Albinus le producía gran placer verla a escondidas, cuando ella asumía poses dramáticas, ante aquel espejo de cuerpo entero que giraba entre dos postes. Observándola, un día, una tabla del entarimado crujió bajo sus pies, y Margot le lanzó un cojín rojo y le hizo jurar que no había visto nada.
Albinus solía llevarla al estudio en un coche y la iba a buscar a la salida. En una ocasión le dijeron que el ensayo se prolongaría aún unas dos horas; se fue a dar un paseo y se metió en el barrio en que vivía Paul. Súbitamente sintió el deseo acuciante de ver a su pálida y delgada Irma: era, aproximadamente, la hora en que solía salir de la escuela. Al dar la vuelta a una esquina, medio imaginó verla a distancia, con la nurse; pero se sintió asustado y se alejó a paso rápido.
Aquel mismo día, Margot salió a su encuentro excitada y, alegre: había estado estupenda, y el rodaje concluiría pronto.
—Te diré lo que voy a hacer —dijo Albinus—. Invitaré a Dorianna a cenar. Daremos una gran cena, con algunos invitados interesantes. Ayer me telefoneó un artista que hace dibujos animados. Acaba de regresar de Nueva York y, a su modo, es lo que se dice un genio. Le haré venir también.
—Lo único que exijo es sentarme a tu lado —indicó Margot.
—Está bien; pero recuerda, cariño, que quiero que todos se enteren de que vives conmigo.
—¡Oh, tonto, si todos los saben! —dijo Margot mientras se oscurecía su rostro.
—Pero eso te pone a ti, no a mí, en una posición falsa. Tienes que darte cuenta de eso. A mí no me importa, por descontado; pero, por ti misma, hazme el favor de no portarte como la última vez.
—¡Es tan estúpido…! Y, además, existe una forma en que podríamos poner fin a estas cosas desagradables.
—¿Cómo?
—Si no comprendes… —dijo ella, dejando la frase en el aire. «¿Cuándo empezará a hablar del divorcio?», pensó.
—Sé razonable —dijo Albinus zalameramente—. Hago todo lo que me pides. Sabes muy bien, cielo…, gatito…
Gradualmente, había reunido un zoológico de apelativos cariñosos.