Más tarde, con sus chillones albornoces, remontaron una senda medio estrangulada por retamas y acebos. Allá lejos, una pequeña villa, cuyo alquiler era enorme, brillaba, blanca como el azúcar, entre negros cipreses. Enormes grillos se arrastraban sobre el sábulo. Margot trató de cogerlos. Se acuclillaba y extendía cuidadosamente el índice y el pulgar para apresarlos, pero los quebrados miembros del grillo daban una súbita sacudida, las azules alas en forma de abanico se agitaban y el insecto volaba tres metros más allá, para desaparecer tan pronto tocaba el suelo.
En la fresca estancia de rojas baldosas, en que la luz, penetrando por las grietas de los postigos, bailaba en los ojos y se proyectaba en brillantes franjas ante los pies, Margot, como una serpiente, se desprendió de su piel negra y, sin nada encima, a excepción de unas chinelas de altos tacones, paseaba por la habitación, arriba y abajo, comiendo un albérchigo sibilante, y franjas de sol cruzaban una y otra vez su cuerpo.
Por las noches había baile en el casino, el mar parecía más pálido que un cielo de bochorno, y, a lo lejos, las luces de un vapor centelleaban festivamente. Una mariposa torpe aleteaba en torno a una lámpara de pantalla rosa; Albinus bailó con Margot. Su cabeza, lisamente cepillada, apenas alcanzaba el hombro de él.
Muy poco después de su llegada ya tuvieron varios conocidos. Albinus sintió celos voraces, degradantes, al ver cuánto se estrechaba Margot a su pareja al bailar, especialmente sabiendo que no llevaba nada bajo su liviano vestido; sus piernas habían tomado un tinte tan bonito que no llevaba medias. Algunas veces, Albinus la perdía de vista. Entonces se levantaba y se ponía a pasear de un lado a otro, infatigable, golpeando un cigarrillo contra su pitillera. Errante, llegaba a una habitación donde jugaban a las cartas, salía a la terraza y regresaba otra vez con la convicción de que ella le estaba engañando —convicción que le excitaba extraordinariamente—. De pronto, ella aparecía sin poderse decir de dónde, y se sentaba a su lado, con su hermoso vestido resplandeciente, tomando un largo trago de vino. Él no dejaba entrever sus sentimientos, sino que golpeaba con nerviosismo, bajo la mesa, las rodillas de Margot, que entrechocaban, mientras ella le echaba hacia atrás riendo («un poco histéricamente», pensó él) alguna cosa, no demasiado divertida, que su última pareja de baile le había relatado.
La muchacha hizo lo imposible para seguirle siendo absolutamente fiel. Pero, a despecho de todo lo tierno y reflexivo que Albinus era haciendo el amor, Margot sabía, y lo había sabido en todo momento, que para ella sería siempre el amor menos «algo», mientras que el más leve contacto de su primer amante lo había sido «todo». Desgraciadamente, un joven austríaco que era el mejor bailarín de todo Solfi, y una estupenda pareja para jugar al ping-pong, tenía un cierto parecido con Miller; algo, en los fuertes nudillos de sus manos, en sus agudos y sardónicos ojos, evocaba cosas que era mejor olvidar.
Una cálida noche, entre dos bailes, se vio paseando con él por un oscuro rincón del jardín del casino. El torpe aroma dulzón de una higuera flotaba en el aire y había esa banal mezcla de luz de luna y música lejana que es apta para afectar a las almas simples.
—No, no… —murmuró Margot al sentir los labios del austríaco en su cuello, en su mejilla, mientras que sus sabias manos le acariciaban las piernas, subiendo—. No debieras…
Pero, echando atrás la cabeza, le devolvió ávidamente el beso. Él le hizo tan concienzudas caricias que Margot perdió las pocas fuerzas que le quedaban todavía; aunque consiguió liberarse a tiempo del abrazo y correr hacia la terraza, brillantemente iluminada.
Esta escena no se repitió. Margot se había enamorado tanto de la vida que Albinus podía ofrecerle (una vida plena del glamour de una película de primera categoría, con palmeras cimbreantes y rosas estremecidas, pues en cinelandia siempre hace viento) y tanto temía ver todo aquello desmoronarse, que no quiso correr ningún riesgo. De hecho, durante algún tiempo perdió, incluso, su principal característica, la confianza en sí misma. Sin embargo, la recobró al regresar a Berlín, en el otoño.
—Muy bonito, sin duda alguna —dijo ella ásperamente, mientras inspeccionaba la habitación del hotel en que se habían instalado— pero espero que comprenderás, Albert, que no podemos continuar de esta forma.
Albinus, que se estaba vistiendo para la cena, se apresuró a asegurarle que ya estaba dando pasos para alquilar un nuevo piso.
«¿Es que de verdad me toma por una tonta?», pensó Margot con fiero rencor.
—Albert, veo que no comprendes —suspiró hondo mientras se cubría el rostro con las manos—. Te avergüenzas de mí. —Le miraba por entre los dedos.
Alegremente, él trató de abrazarla.
—No me toques —exclamó ella, propinándole un buen codazo—. Tienes miedo de que te vean conmigo en la calle. Si estás avergonzado de mí, puedes dejarme e irte con tu Elisabeth. Eres muy dueño.
—Por favor, querida —suplicó él, desesperado.
Margot se echó en un sofá y logró romper en sollozos.
Albinus desplazó las rodillas de sus pantalones, se puso de hinojos, y cuidadosamente trató de asir su hombro, que daba una sacudida cada vez que sus dedos se le aproximaban.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó suavemente—. ¿Qué es lo que quieres, Margot?
—Quiero vivir contigo a la luz del día —gimió ella—. En tu propia casa. Y alternar…
—Muy bien —dijo él poniéndose en pie y sacudiendo sus rodillas con la mano.
«Y dentro de un año te casarás conmigo —pensó Margot mientras seguía sollozando encantadoramente—; te casarás conmigo, a menos que, para entonces, yo esté ya en Hollywood, en cuyo caso puedes irte al diablo».
—Si no dejas de llorar —dijo Albinus—, también yo voy a empezar a hacerlo.
Margot se incorporó, sonriendo lastimosamente. Las lágrimas no hacían sino aumentar su belleza. Su cara ardía, el iris de su ojo era deslumbrante y un gran lagrimón se estremecía al lado de su nariz: Albinus no había visto jamás lágrimas de aquel tamaño y brillantez.