Bajo un cielo profundamente azul, Margot yacía extendida sobre la arena, sus miembros bronceados en un tono color miel; un cinturón de goma alegraba la negrura de su traje de baño: era un perfecto anuncio de playa. Tendido junto a ella, Albinus alzó su mejilla para contemplar, con infinita delicia, el brillo grasiento de sus párpados entornados y su carnosa boca maquillada. El negro cabello mojado estaba echado hacia atrás, partiendo de la frente redonda, y en sus orejillas relucían pequeños granos de arena. Si se miraba muy de cerca, podía advertirse un brillo iridiscente cerca de sus axilas, bajo sus pulidos hombros tostados. La ajustada prenda que se había puesto, que pretendía evocar a una foca, era inverosímilmente breve.
Él dejó que un puñado de arena se deslizase como en el interior de un primitivo reloj, cayendo sobre su estómago. Margot abrió los oíos, parpadeó bajo el flamígero azul plata, sonrió y los cerró de nuevo.
Al cabo de un rato se incorporó y, con los brazos en torno a las rodillas, permaneció sentada, inerte. Albinus veía su espalda, desnuda hasta las caderas, y el destello de los granos de arena a lo largo de su columna vertebral. Se los sacudió suavemente. Su piel estaba sedosa y caliente.
—¡Qué azul está hoy el mar! —dijo Margot.
Y lo estaba realmente: azul púrpura, en la lejanía; azul pavo real, más hacia la playa; azul diamante, donde las olas captaban la luz. La espuma se remontaba, corría, descendía despacio; luego se retiraba, dejando un suave espejeo en la arena mojada que la próxima ola inundaba de nuevo. Un hombre velludo, con pantalones rojo naranja, estaba plantado en la orilla, limpiando sus gafas. Un muchachito gritaba alegremente cada vez que la espuma se introducía en la ciudad amurallada que había construido. Los alegres parasoles y las tiendas franjeadas parecían querer ser, en términos de color, lo que los gritos de los bañistas eran al oído. Una enorme pelota reluciente salió disparada de algún sitio y botó en la arena con un «tras, tras» metálico. Margot la apresó, se puso en pie y la mandó de regreso.
Esto permitió a Albinus ver su figura enmarcada en el alegre panorama playero; un panorama que apenas veía él, tan concentrada en Margot estaba su observación. Esbelta, quemada por el sol, con su negra melena y el brazo que mantenía aún extendido después de haber lanzado la pelota, se le antojó una viñeta de exquisitos colores que encabezaba el próximo capítulo de su nueva vida.
Ella se acercó mientras Albinus yacía cuán largo era (con una toalla sobre sus hombros de color salmón), observando los movimientos de su diminuto pie. Inclinándose sobre él, con un cloqueo berlinés, Margot le propinó un buen azote sobre sus repletos pantalones de baño.
—¡El agua está mojada! —exclamó.
Y, corriendo, internóse en los rompientes. Avanzaba contoneándose y balanceando sus brazos abiertos en cruz, al luchar contra el agua, a una profundidad de medio metro, para caer, más tarde, de cuatro pies, tratar de nadar, tragar agua, levantarse de nuevo y seguir adelante, rodeada de espuma, hasta cubrir la cintura. Él entró, salpicando, tras de ella. Margot se volvió hacia Albinus, riendo, escupiendo, apartando el mojado cabello de sus ojos. Trató de sumergirla, y la asió por el tobillo, mientras Margot pateaba y gritaba.
Una inglesa que, recostada en una tumbona, bajo una sombrilla malva, leía el Punch, se volvió a su marido, un hombre rubicundo con sombrero blanco que estaba sentado en la arena y le dijo:
—Mira al alemán retozando con su hija. Vamos, no seas tan cómodo. William. Lleve a los niños a que tomen un baño.