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Desde el momento en que Elisabeth leyó la breve esquela de Margot, su vida se convirtió en uno de esos largos y grotescos acertijos que uno intenta solucionar en el aula de sueños del torpe delirio. Y, al principio, tuvo la sensación de que su esposo estaba muerto y la gente trataba de engañarla obligándola a pensar que tan sólo la había abandonado.

Recordaba como, aquella noche que se le antojaba tan remota, le besó en la frente antes de que se fuera, y cómo le dijo él, al agacharse: «De todas formas, es mejor que veas a Lampert. No puede seguir arañándose de esa forma».

Aquéllas habían sido sus últimas palabras antes de morir; sencillas palabras hogareñas, referentes a una pequeña erupción brotada en el cuello de Irma. Y luego se fue para siempre.

La pomada de cinc curó el sarpullido en unos pocos días, pero ninguna pomada en el mundo podía mitigar y desvanecer el recuerdo de su amplia frente blanca y la forma en que se había palpado los bolsillos al abandonar la habitación.

Durante los primeros días lloró tanto que se quedó sorprendida de la capacidad de sus glándulas lacrimales. ¿Saben los científicos cuánta agua salada puede fluir de los ojos de una persona? Y aquello le recordó que, un verano, en la costa italiana, bañaron a la niña en una tina de agua de mar (¡oh!, se podría llenar una tina mucho más grande con sus lágrimas, y bañar en ella a un gigante).

Con todo, su abandono de Irma le pareció mucho más monstruoso. Tal vez intentara recuperar a su hija. ¿Había sido prudente mandarla al campo sin otra compañía que la institutriz? Paul dijo que sí, y la instaba a que ella se reuniese con la niña. Pero no quiso ni oír hablar de ello. Aunque creía que nunca podría perdonar a su marido —no porque la hubiera humillado a ella (era demasiado orgullosa para dolerse de esto), sino porque se había rebajado a sí mismo—, Elisabeth seguía esperando, confiando, día a día, en que la puerta se abriera, como la noche bajo el trueno, y diera paso a su marido, pálido Lázaro, húmedos y hundidos sus azules ojos, sus ropas hechas jirones, sus brazos abiertos.

La mayor parte de las horas las pasaba sentada en sus habitaciones y, algunas veces, incluso en el vestíbulo —en cualquier lugar donde las muchas nieblas de sus pensamientos dieran en apoderarse de ella—, y evocaba este o aquel detalle de su vida matrimonial. Le pareció que Albinus había sido siempre infiel. Y entonces recordó y comprendió (como el que aprende un idioma nuevo puede recordar haber visto una vez un libro escrito en aquella lengua cuando no la conocía) las manchas rojas —rojos besos viscosos— que había advertido en una ocasión en el pañuelo de su esposo.

Paul hacía cuanto estaba en su mano para alejar los temores de su hermana. Nunca mencionaba a Albinus. Alteró algunas de sus costumbres favoritas (por ejemplo, la de pasar la mañana del domingo en los baños turcos); le llevaba revistas y novelas, y hablaban sobre su niñez, sobre sus padres, muertos hacía mucho tiempo, y sobre aquel rubio hermano suyo que les mataron en el Somme: un músico, un soñador.

Un cálido día de verano en que paseaban por el parque observaron a un monito que se le había escapado a su dueño, subiéndose a un alto olmo. Su pequeña cara negra, rodeada por una corona de pelusa gris, asomaba entre las hojas verdes; luego desapareció, e hizo crujir y moverse una rama, metros más arriba. En vano trató su dueño de hacerlo bajar por medio de un suave silbato, de una gran banana amarilla, de un espejito de bolsillo, del que logró reverberaciones, una y otra vez.

—No volverá; es inútil; no volverá jamás —murmuró Elisabeth.

Y rompió a llorar.